RELIGIÓN, RELIGIONES
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SUMARIO: I. Origen y contenido de la religión.—II. Unidad y pluralidad de las religiones.


I. Origen y contenido de la «religión»

Si atendemos a las diferencias etimológicas de la palabra, «religión» designaría una forma peculiar de relación del hombre con un orden superior de realidad, representado como Dios, los dioses, lo divino o lo sobrenatural. «Religión» significaría, de acuerdo con el sentido que atribuía santo Tomás ala palabra: Ordo ad Deum, relación con Dios. Las diferentes etimologías atribuidas, con o sin razón, al término latino «religio»: religare, relegere, reeligere, muestran las diferentes formas de entender ese ordo, esa relación, como religación, escrúpulo (observancia) o adhesión y elección renovada.

Pero la explicación etimológica de la palabra tiene un límite muy preciso. Se refiere al término latino y, por tanto, remite a una fase determinada en la comprensión de la realidad, fase que se sitúa en una historia más larga en la que la palabra ha ido cobrando significados diferentes. Como se ha observado (M. Despland), no sólo existe una historia de la religión, sino también una historia de la palabra «religión» en la que ésta ha ido cobrando significados diferentes.

Punto crucial en el desarrollo de esta historia es la aparición en el siglo XIX de la ciencia moderna de las religiones. A partir de su introducción, la palabra «religión» va a comenzar a utilizarse para designar un conjunto determinado de manifestaciones: creencias, prácticas, símbolos, instituciones, que constituyen determinados fenómenos históricos, tales como el cristianismo, el budismo, el hinduísmo, el islam, fenómenos que, a pesar de sus evidentes diferencias, poseerían suficientes rasgos en común que autorizarían la aplicación a todos ellos de la misma categoría de «religión». De acuerdo con esta observación, la palabra «religión» designa una categoría para la identificación y la interpretación de determinados fenómenos históricos. La evidente variedad de estos fenómenos, las diferencias existentes entre ellos y el hecho de que muchos no se hayan identificado a sí mismos como religiones hace que la categoría a la que se refiere el nombre no pueda aplicarse unívocamente a todos ellos, sino que deba ser considerada como una construcción teórica de la ciencia de las religiones que expresa la común estructura significativa presente en los hechos en cuestión. Esa estructura significativa constará de los rasgos comunes a todos esos hechos, la relación que los une entre sí y la significación que les confiere la peculiar intención humana que se hace presente en los hechos en que aparecen.

De ahí que el primer problema que suscita el término «religión» sea la definición de su contenido. Los cultivadores de la ciencia de las religiones están de acuerdo en rechazar cualquier definición obtenida de forma apriórica, desde una determinada filosofía o desde una teología particular, así como las que suponen la imposición a los fenómenos históricos a que se refiere de una noción adquirida desde un ámbito humano diferente al de la religión, como pueden ser el filosófico o el ético. Pero la necesaria atención a los hechos religiosos, a las diferentes religiones, para la construcción de la definición de religión comporta otros problemas: ¿Cómo seleccionar esos hechos sin un conocimiento previo de lo que es religión? ¿Este conocimiento previo no hará inútil el recurso a los hechos o lo convertirá en un procedimiento de confirmación de la noción de que se parte?

A mi modo de ver, cabe responder a estas cuestiones recurriendo a una «idea previa» de religión, a una «precomprensión» de la misma, obtenida no de «nuestros prejuicios, de nuestras pasiones, de nuestros hábitos» (Durkheim) o de las ideas que procura una filosofía, una teología, una ideología, sino de un cúmulo de factores como son la propia tradición, el uso del lenguaje ordinario, el conocimiento acumulado por un primer contacto con la historia de las religiones. En todo caso, se trata de una primera noción amplia que permita volver a los hechos de la historia para su precisión y contraste. Sólo esta vuelta permitirá llegar a una definición si no adecuada, sí al menos capaz de precisar con mayor rigor el referente histórico del concepto o los conceptos utilizados.

Aun con todas estas cautelas, y aunque se refieran al mismo material histórico, las ciencias de la religión vienen ofreciendo definiciones notablemente diferentes de acuerdo con el enfoque y el tratamiento de ese material. Así, una descripción realizada desde los aspectos externos, expresivos del fenómeno y preocupada sobre todo de descubrir su función en la persona o en la sociedad llegará a una definición aplicable a una gama muy amplia de fenómenos, alguno de los cuales no han sido identificados como religiones por los propios sujetos que intervenían en ellos. Es el caso de las definiciones funcionales de religión de no pocos sociólogos, definiciones aplicables con frecuencia a hechos como determinadas ideologías políticas, o las llamadas religiones civiles o la «religión de la humanidad» (Spiro, J.A. Prades).

En cambio, una definición más atenta a los niveles vividos del fenómeno religioso, o a la experiencia religiosa, y que tiene en cuenta la realidad con la que el sujeto religioso pretende entrar en contacto —definición sustantiva— ofrecerá una noción más restringida de religión sólo aplicable a fenómenos que han sido reconocidos por la historia como religiosos. Tales definiciones sustantivas corren el peligro de no describir con suficiente amplitud esa realidad «objeto» de la relación religiosa y llegar así a nociones de definición que sólo pueden aplicarse a fenómenos históricos muy limitados. Así sucede con las definiciones que concretan esa realidad hasta describirla con los rasgos estrictamente teístas.

Desde estos presupuestos, ofrecemos a continuación una descripción de religión que toma como punto de partida los rasgos comunes de los fenómenos tradicionalmente inscritos en la historia de las religiones, con alcance sustantivo y no sólo funcional, y que pretende organizar esos rasgos comunes, es decir mostrar las conexiones que guardan entre sí. La religión puede, pues, ser descrita como un hecho humano específico, presente en una pluralidad de manifestaciones históricas que tienen en común: estar inscritas en un ámbito de realidad original que designa el término «lo sagrado»; constar de un sistema de expresiones organizadas: creencias, prácticas, símbolos, lugares, espacios, objetos, sujetos, etc., en las que se expresa una experiencia humana peculiar de reconocimiento, adoración, entrega, referida a una realidad transcendente al mismo tiempo que inmanente al hombre y a su mundo, y que interviene en él para darle sentido y salvarle.


II. Unidad y pluralidad de las religiones

Las reflexiones anteriores muestran que la religión es, más que una realidad histórica, una categoría interpretativa de lo único que realmente existe que son las múltiples religiones. ¿Qué relación guardan éstas entre sí? La cuestión, muy compleja, se plantea en diferentes niveles que conviene diferenciar cuidadosamente.

El primero es el de la práctica misma de la religión vivida. El segundo, en estrecha relación con el anterior, es el de la reflexión teológica, es decir el de la reflexión racional elaborada desde el interior de la adhesión de la propia fe. El tercero es el de la reflexión filosófica, preocupada por el problema de la verdad de la religión, pero desligada de la adhesión a una fe determinada. El cuarto nivel está representado por la ciencia de las religiones y en especial por la historia comparada y la fenomenología de la religión que estudia el fenómeno religioso desde la multiplicidad de las religiones, las compara, las clasifica en tipologías, destaca los rasgos comunes y las peculiaridades de cada una, anota como un dato más las formas de considerar cada religión al resto de las religiones y, a lo más, aventura en qué formas de las existentes se realiza de la forma más perfecta la noción de la religión, la estructura significativa a la que ha llegado, absteniéndose de todo juicio sobre la verdad de cada religión y a fortiori de todo juicio sobre la verdad «absoluta» de ninguna de ellas. Conviene añadir que el problema religión-religiones en todos estos niveles se ve fuertemente condicionado por el contexto histórico, social y cultural en el que se encuentran situados quienes se lo plantean, aunque también influyen en este planteamiento, sobre todo en los dos primeros niveles, los rasgos propios de las diferentes religiones.

Anotemos las respuestas más importantes al problema planteado en cada uno de esos niveles.

En el terreno de la religión vivida y practicada el problema surge de dos rasgos presentes en todas las religiones. En todas ellas, el hombre encuentra la respuesta última al problema del sentido, busca dominar la insatisfacción que le origina la experiencia de la contingencia, expresa su anhelo de salvación y pretende encontrar una respuesta al mismo. En la experiencia religiosa el hombre cree descubrir unificadamente la respuesta última a los anhelos de verdad, bien, belleza y realización personal que constituyen el motor de su vida. En la religión el hombre entra en contacto con el unum necessarium, con lo que le concierne de manera definitiva, con la realidad que confiere valor a todo lo que vale. Ahora bien, este contacto con lo último, y por tanto trascendente, se realiza en cada religión en la mediación de unas representaciones, prácticas, sistemas de conducta, constelaciones simbólicas, que confieren a cada una de ellas su particularidad histórica y sin las que sería imposible esa relación con lo último de la que vive el hombre religioso. ¿Cómo verán los sujetos de una tradición las mediaciones, necesariamente diferentes, de las tradiciones religiosas con las que entran en contacto?

Esa visión dependerá en gran medida de las circunstancias socio-culturales de las poblaciones en cuestión. Así en la época extremadamente extensa en la historia que ocupan las Volksreligionen, las religiones de una colectividad: clan,tribu, pueblo —que tienen su manifestación más característica en las llamadas religiones nacionales de las grandes culturas de la Antigüedad, religiones en las que el sujeto de la religión es el pueblo o la nación— la relación de unas religiones con otras está estrechamente ligada a las relaciones de las naciones que les sirven de base. La existencia de esas otras religiones y las de los dioses en los que se fundan no plantea problema alguno, ya que cada pueblo tiene una religión y unos dioses, cuyo destino está indisolublemente ligado al destino del pueblo. Por eso las religiones nacionales no conocen el proselitismo religioso ni la misión. En cuanto a las relaciones prácticas, éstas dependerán de las relaciones políticas y militares de cada momento. En los momentos de alianza y de paz se aceptarán los ritos y los dioses de los pueblos amigos, incorporándolos si es preciso al panteón de los propios dioses. En los momentos nada infrecuentes de guerra, los dioses de cada nación luchan con ella y comparten con ella la victoria o la derrota. Baste como ejemplo la expresión de Temístocles tras la victoria de Salamina sobre los persas: «no somos nosotros los que hemos realizado esto, sino los dioses y los héroes».

El nacimiento de las religiones universales en torno al llamado tiempo eje transformará notablemente la situación. En ellas el sujeto de la religión no es ya el pueblo o la nación sino la persona como tal. Por tanto las religiones universales pueden reclutar sus miembros de distintas naciones, razas o culturas. La religión —el conjunto de las mediaciones para la relación con lo último— adquiere aquí valor universal.

Para las religiones universales, e incluso para algunas religiones nacionales, como la de Israel, cuando han llegado a la convicción de que su Dios es el Dios de todos los hombres, sí plantea problema la existencia de otras religiones. En ellas se produce, como efecto de su pretensión de universalidad, la misión hacia otros pueblos, abriendo así el espacio para el conflicto específicamente religioso.

La respuesta al problema que plantea la existencia de otras religiones dependerá en buena medida del tipo de religión y de las situaciones socio-culturales. En las religiones de orientación mística, como el budismo, como una tendencia al más radical apofatismo religioso, un notable distanciamiento de este mundo, una relativización radical de las mediaciones religiosas y una escasa institucionalización del aparato religioso, se tenderá a una misión callada en la que se ofrece a cada sujeto un camino de salvación, con menos preocupación por engrosar las filas de la propia institución. En las religiones monoteístas proféticas tales como el cristianismo y el islamismo, la relación con las demás religiones oscilará entre la visión exclusivista que descalifica sus dioses como nada o como demonios y las virtudes de sus fieles como vicios espléndidos, y una visión inclusivista que incorpora las demás religiones como pasos previos, preparaciones o pedagogías de la propia. La misión en estas religiones tenderá a revestir formas más «agresivas», tendentes a engrosar las filas del sistema sociopolítico y eclesiástico en que se encarna la propia religión y llegará en algunos casos extremos a utilizar la violencia armada o la colonización como vehículo o apoyo para su desarrollo.

Aunque la historia ofrece numerosos ejemplos de esto último no faltan signos de otra posible actitud. Esta se produce cuando se desarrolla suficientemente la conciencia de la absoluta trascendencia del Dios en el que se cree y desde ella se relativiza el valor de las mediaciones en que se encarna su reconocimiento, incluida la mediación del propio sistema socio-religioso que los creyentes denominan Umma o Iglesia. Esto hace esperar que las actuales circunstancias de cultura planetaria y de superación de los etnocentrismos conduzca a las religiones universales a la superación de las posturas no sólo exclusivas sino también inclusivas y a la aceptación, basada en la propia fe, del pluralismo religioso y del necesario diálogo y encuentro de las religiones.

El planteamiento teológico del problema religión-religiones reproduce y refleja el que acabamos de describir en el terreno de la práctica de las religiones. Lo elabora, eso sí, con el discurso de una razón que se sirve de las categorías de la propia cultura interpretadas a la luz que procura la adhesión de la propia fe. Este planteamiento suele comenzar con una definición teológica de la religión elaborada desde la propia fe que dota de recursos para entender al resto de las religiones en función de la propia. Así, es frecuente que las diferentes teologías atribuyan a la propia religión —es decir al propio sistema de mediaciones religiosas y sólo a él— un origen divino, revelado o sobrenatural, frente al cual las demás religiones se reducen a sistemas «naturales» producidos por los propios sujetos, y valorados más o menos negativa o positivamente según los casos. En todas ellas se reproducen los esquemas exclusivistas que descalifican el resto de las tradiciones religiosas, a veces incluso como obra de los demonios, o inclusivos que las convierten en etapas preparatorias, en gérmenes o esbozos de la perfección y la plenitud representada sólo por la propia. En estas teologías suelen aparecer categorías como revelación, elección, misión, encarnación, con las que se pretende garantizar «divinamente» el propio sistema de mediaciones, y es frecuente que se haga presente una teología de la historia que interpreta todos los hechos religiosos en función de un esquema que sitúa el propio sistema como culmen de todo el acontecer histórico. Dentro de este esquema desempeña un papel preponderante la figura del fundador, es decir, la persona histórica a la que se remonta de forma más o menos directa el conjunto del propio sistema religioso. Cada una de las teologías ofrece una forma peculiar de autentificación de su persona, como enviado, profeta, iluminado, que refluye sobre su obra, considerada en su núcleo fundamental como intervención decisiva de Dios.

En este planteamiento del problema se incluyen las diferentes teologías de las religiones presentes en el cristianismo. Estas sitúan la originalidad radical del cristianismo en el hecho de que la hierofanía central del cristianismo, su mediación originaria, es Jesucristo, y en él la relación entre Dios y su enviado es de tal naturaleza que la mediación humana, sin perder su condición de mediación, por tratarse de un hombre verdadero, comunica con el absoluto envirtud de la condición al mismo tiempo divina de su persona. Esto obligaría a la teología cristiana a plantear su relación con el resto de las religiones teniendo en cuenta no sólo a Dios, en relación con el cual todas las religiones son sólo mediaciones necesarias pero relativas, sino también a Cristo, encarnación definitiva de Dios, Dios mismo encarnado. Por ello este elemento central de la mediación cristiana aun siendo histórico participaría del absoluto, por lo que todas las demás mediaciones, éstas sí sólo mediaciones, deberían ser consideradas en función de Jesucristo como preparación y orientación hacia El.

En los últimos años, movidos por las nuevas condiciones históricas, no faltan teólogos que intentan ir más allá y plantear el problema de las religiones no cristianas superando el horizonte eclesiocéntrico de otros tiempos y el horizonte cristocéntrico de las teologías inclusivistas y proponiendo como único horizonte legítimo el teocéntrico que permitiría, según ellos, legitimar el pluralismo religioso y la plena aceptación de todas las tradiciones religiosas en sí mismas. Sus razonamientos no parece que hayan conseguido hasta ahora una coherencia plena con las formulaciones tradicionales de la fe cristiana y con la pretensión de unicidad y universalidad que el cristianismo ha venido afirmando a lo largo de toda su historia. Con todo, la misma evolución de la teología cristiana en este terreno parece aconsejar que no se dé por zanjada de antemano la cuestión ni se repriman las preguntas que la nueva situación de la humanidad nos fuerza a plantear.

También la filosofía de la religión se ha planteado el problema de la unidad y la pluralidad de las religiones. De acuerdo con sus exigencias, la filosofía se preocupa sobre todo de la verdad de la religión y de la medida en que ésta puede darse en la pluralidad de las religiones. Las respuestas más frecuentes podrían resumirse en las siguientes. La respuesta ilustrada, con numerosas variantes, propone una definición de religión racional o natural, es decir, compatible con lo que la razón humana puede establecer sobre el hombre, Dios y la relación de ambos. Desde esta definición tomada como criterio se juzgan las diferentes religiones positivas, es decir, los diferentes sistemas religiosos de la historia y se aceptan de ellas los rasgos compatibles con la religión de la razón y se rechazan los que resultan incompatibles con la misma. Se trata de «la religión dentro de los límites de la mera razón» (Kant), en la que las religiones positivas son relativizadas y valoradas a lo más como pedagogía para el pueblo de la verdadera religión que es la religión de la razón. Tal vez puedan verse como reediciones del mismo proyecto ilustrado los intentos más recientes de descalificación de las religiones que pretenden ser reveladas desde la fe filosófica, única compatible con la Transcendencia y la libertad del hombre (K. Jaspers) y las propuestas de una religión de la humanidad formada por lo mejor de las tradiciones religiosas existentes hasta ahora (S. Radhakrishnan, A. Toynbee).

Desde principios no ajenos al espíritu de la Ilustración, aunque en un sistema diferente de pensamiento, que ha sido emparentado con los sistemasgnósticos (M. Scheler), Hegel propone una noción de religión que le permite identificar al cristianismo como religión absoluta y ver en las diferentes religiones etapas de un proceso que culminará en el «saber absoluto bajo la forma del concepto» que representa su filosofía más allá del mismo cristianismo que no pasaría de ser «el saber absoluto bajo la forma de la representación».

Con un método inspirado por la Ilustración pero radicalizado puede la filosofía establecer una definición de religión basada en realizaciones deficientes de la misma desde la cual se «desenmascara» la falsa conciencia del hombre religioso y se descalifica a todas las religiones como fruto de la ilusión, la evasión o el resentimiento.

Todos estos intentos de solución del problema religión-religiones adolecen del mismo defecto de valorar las religiones sin tener en cuenta sus manifestaciones históricas, y sacrificar a estas últimas que son las únicas religiones existentes en aras de una religión natural, de la razón o filosófica que sólo ha existido en la mente de los filósofos. Por eso hoy se intentan otros planteamientos inspirados sobre todo por la corriente hermenéutica y fenomenológica que, sin renunciar a la tarea filosófica de criticar la pretensión de verdad de las religiones, comienza por aceptar el fenómeno histórico de las religiones y comprenderlo en su especificidad para ofrecer una interpretación de sus símbolos que no los reduzca a otra forma de ser que la que les es propia.

Anotemos, por último, el planteamiento del problema desde la ciencia de las religiones, destacando algunas posibles aportaciones de este planteamiento a la teología actual de las religiones. También aquí conviene señalar el influjo que sobre el nacimiento mismo de la ciencia de las religiones y su manera de abordar el problema que nos ocupa está teniendo la nueva situación de cultura planetaria, pluricentrismo cultural y encuentro de las religiones.

El primer dato que aporta la ciencia de las religiones es la presencia de rasgos comunes fundamentales en todas las religiones que permiten la subsunción aunque sea analógica de todas ellas bajo la misma categoría. Entre estos rasgos comunes se encuentran además la pretensión de todas ellas de estar originadas por una revelación de la realidad superior, cualquiera que sea el nombre con el que se la designe: Dios, dioses o lo divino, o incluso la carencia de todo nombre. De ahí, la conclusión de que la revelación es un dato constitutivo de la estructura misma de la religión. Todas las religiones presentan, además, la condición de salvíficas, todo en ellas está orientado a procurar la salvación. Todas tienen su pecularidad propia, derivada de la encarnación histórica de la referencia a lo sobrenatural en que se basan. De ahí que todas aparezcan como relativas, condicionadas por las circunstancias en que han nacido, sus antecedentes históricos, los espacios por los que se han desarrollado y las culturas con las que han entrado en contacto. Desde este punto de vista la noción misma de una religión absoluta resulta históricamente incomprensible.

La misma pretensión de universalidad y, por tanto, de ultimidad o perfección es un rasgo que comparten en mayor o menor medida todas las grandes religiones universales como sucede con el hiduísmo y el judaísmo. En todo caso esa pretensión es clara y explícita en el caso del budismo, cristianismo e islamismo así como en algunos movimientos religiosos más recientes.

Se ha escrito con frecuencia que el cristianismo posee como raíz de su originalidad la idea de la encarnación de Dios, es decir, la convicción de que en su fundador Dios se hace presente de forma definitiva, hasta el punto de que él no sólo anuncia a Dios como los profetas, predica su palabra, señala el camino que conduce hacia él, sino que se presenta como la Palabra encarnada, el camino, la verdad y la vida. Dejando de lado la cuestión de posibles analogías de la doctrina de la encarnación en fenómenos como las avataras del hinduísmo y la doctrina de los cuerpos de Buda, cabe preguntarse si la originalidad de la encarnación en el terreno de la fenomenología no se situará en el nivel de las interpretaciones racionales de la relación entre el Jesús revelador de Dios y el Dios a quien revela más que en el de la realidad misma, res, a la que se refiere la fe.

Esa realidad tiene expresiones en otras religiones que si no se identifican con la doctrina cristiana de la encarnación sí parecen al menos remitir a algo equivalente. ¿No podría decidirse, por ejemplo, que la doctrina del Corán como encarnación de la palabra existente desde siempre en Dios desempeña una función análoga en el islamismo a la doctrina cristiana de la encarnación? Gracias a ella el fiel musulmán tiene la conciencia de que en el Corán, que desempeña en el islamismola función de hierofanía central, se encuentra efectivamente con Dios que en él comunica a los hombres su revelación definitiva. Es verdad, para acudir al otro caso frecuentemente citado como contraste del cristianismo, que el Buda no se presenta a sí mismo como el camino, sino que señala el camino que cada fiel tiene que recorrer. Pero el hecho de que él haya sido iluminado ¿no significa que es en él en quien se produce la ruptura hacia el más allá innombrable, la irrupción de éste en el más acá mundano que permite a los que se dejan instruir por el Buda la entrada en la liberación del nirvana? Acudiendo a un tercer ejemplo, cuando el sabio se ha purificado siguiendo las etapas del yoga y llega finalmente a «realizar» «tú eres eso», «el Brahman es el Atman», según las Upanishads ¿no está afirmando la deificación del hombre como final del proceso de liberación o de salvación definitiva?

Con estas alusiones no se pretende afirmar la identidad de la categoría cristiana de la encarnación con las otras categorías aludidas, sino sólo anotar a un determinado nivel de desarrollo, afirmar que en ellas se ha producido la irrupción del Misterio que permite a sus fieles el contacto efectivo con él.

En todo caso la fenomenología de la religión permite concluir que todas las religiones lo son en la medida que encarnan la presencia del Misterio y la aspiración del hombre hacia él en unas mediaciones racionales activas, institucionales, todas ellas históricas y relativas que, por tanto, no pueden aspirar a la universalidad efectiva a menos que se dé por supuesta la unificación total de la humanidad en una única cultura. Launiversalidad no puede plantearse, pues en el nivel de las mediaciones, sino sólo en el de la realidad que en ellas se expresa. Plantear la universalidad en ese nivel conduciría a imponer a todos los hombres unas mediaciones históricas y culturalmente condicionadas y, por tanto, particulares. Nivel que, por otra parte, es necesario para que exista la religión, porque el Misterio sólo puede revelarse con un nombre, una historia, una institución, unos ritos y la fe, es decir, el reconocimiento del Misterio, pasa por la aceptación de ese nombre, la agregación a esa institución y la práctica de esos ritos.

Pero si no puede haber religión más que históricamente mediada y la mediación es por definición relativa, esto introduce en toda religión, en la medida en que quiera ser fiel al Misterio hacia el que se orienta, el germen de su propia superación. Una superación que no se orienta hacia una idea racional de religión como en las filosofías ilustradas de la religión, sino hacia un horizonte de trascendencia que engloba el sistema completo de sus mediaciones sin nunca identificarse plenamente con él.

La relativización del cuerpo de las propias mediaciones desde el horizonte de la Transcendencia permite a cada religión apreciar al resto de las religiones como otras tantas aperturas, históricamente condicionadas y relativas con ella misma, hacia el mismo horizonte directamente inasequible para todas pero, por eso mismo, unificador escatológico de todas ellas. Naturalmente las observaciones de la ciencia de las religiones no sustituyen las reflexiones de la teología de las diferentes tradiciones religiosas ni las predetermina. Tan sólo constituyen un material que puede darles que pensar a la hora de buscar su respuesta a este problema en el que se juega no sólo su futuro sino tal vez también el futuro del hombre.

Anotaré antes de terminar que, con frecuencia, algunas reflexiones de la ciencia de las religiones han concluido una pretendida superioridad del cristianismo frente al resto de las religiones (F. Heiler, E. Troeltsch) basándose en el hecho de que el cristianismo reuniría en un grado superior los valores que se dan dispersos en las diferentes tradiciones religiosas. La lectura de esas reflexiones muestra que tales valoraciones se basan generalmente en unos criterios de valoración culturalmente determinados que es posible no compartan en absoluto los hombres de otras culturas y otras religiones.

Realmente la ciencia de las religiones no está en disposición de confirmar el juicio de valor sobre la propia religión que hace el creyente y a cuya luz reflexiona el teólogo. Tampoco es tarea suya invalidarlo. Puede tan sólo —pero es una contribución importante— procurar a ambos un mejor conocimiento de las religiones que les evite juicios apresurados sobre el valor de la propia religión.

[-> Budismo; Filosofía; Hegelianismo; Historia; Islamismo; Jesucristo; Misterio; Teísmo; Tomás de Aquino; Transcendencia.]

Juan Martín Velasco