REINO DE DIOS
DC


SUMARIO: I. Cuestiones introductorias: 1. El reino de Dios en el A.T.; 2. La llegada del reino; 3. Precisando el concepto de reino de Dios.—II. Dimensión trinitaria del reino: 1. El reino, proyecto del Padre: a. El reino es del Padre, b. El reino, proyecto del Dios liberador, c. El Dios de los pobres, d. El Dios de la vida, e. Dimensión teológica del reino; 2. Jesús, el reino de Dios en persona: a. La acogida a los pecadores, b. Jesús toma partido por los pobres y marginados, c. Los milagros de Jesús, signos de la cercanía del reino; 3. El Espíritu, impulsor del reino hacia su consumación: a. Iglesia, Reino y Espíritu, b. El Espíritu Santo y la Iglesia de los pobres, c. Espíritu y liberación.—III. Conclusión.


Reino de Dios y Abbá son dos palabras clave que constituyen las dos coordenadas fundamentales del anuncio de Jesús'. Jesús invoca a Dios como Abbá y asume como propio el proyecto del Padre, que es el reino. Es tal la frecuencia con que la expresión «reino de Dios» aparece en labios de Jesús que podemos afirmar con toda seguridad que se remonta a él. Se trata de un concepto central del evangelio. La actuación terrena de Jesús se abre y se cierra con una referencia explícita al reino (Mc 1, 15 y Lc 22, 18), y el núcleo de su mensaje está expresado en las parábolas del reino. El concepto de reino de Dios es tan amplio que todo el material evangélico se puede articular en torno a este eje central. Aquí, dadas las características de la presente obra, después de algunas cuestiones introductorias, nos limitaremos a exponer la dimensión trinitaria del reino de Dios, en cuanto que es el proyecto del Padre, realizado por jesús y llevado hacia su consumación por la fuerza del Espíritu.


I. Cuestiones introductorias

1. EL REINO DE DIOS EN EL ANTIGUO TESTAMENTO. El concepto de la realeza y soberanía de Dios tiene hondas raíces en el AT, aunque la expresión «reino de Dios» aparece pocas veces. La designación de Dios como rey aparece a partir de la monarquía y presenta varias dimensiones, según libros y épocas. Tiene, ante todo, una dimensión mesiánica. El reino, tal como aparece en el AT, es una realidad social, y se anuncia como un cambio que se producirá en el mundo y que tendrá lugar con la llegada del Mesías, un rey que por fin iba a implantar en la tierra el ideal de la verdadera justicia. Esto es lo que ponen de relieve algunos salmos reales (Sal 45; 72; 89). La realeza de Dios se haría entonces patente en la tierra con un nuevo orden basado en la justicia. La función del rey consistía en defender eficazmente a los que por sí mismos no podían defenderse, protegiendo a los débiles, a los pobres, a las viudas y los huérfanos (cf. Sal 72, 1-4.12-14). Este programa no llegó a hacerse realidad con los reyes de Judá e Israel. Por eso, la esperanza de su cumplimiento es proyectada por los profetas sobre el futuro rey mesiánico, descendiente de David (cf. Is 11, 3-5; 32; Jer 33, 14-16).

En estrecha relación con la dimensión mesiánica está la perspectiva escatológica del reino de Dios. Después de la experiencia del exilio el tema de la realeza de Yahvé va adquiriendo una relevancia cada vez mayor. Se prevé una extensión progresiva de este reinado a toda la tierra (Zac 14, 9): se trata del reino escatológico de Yahvé, un reino universal, proclamado y reconocido en todas las naciones, manifestado por el juicio divino (Sal 47; 96-99; 145, 11 ss). Se anuncia de este modo la salvación definitiva, que consistirá en un cambio histórico realizado por Yahvé, que concedería a su pueblo, al final de los tiempos, el cumplimiento pleno y definitivo de sus promesas de salvación. En el período de la crisis macabea, el apocalipsis de Daniel viene a renovar esta esperanza escatológica. El reinado transcendente de Dios viene a instaurarse sobre las ruinas de los imperios humanos (Dan 2, 31-45). El símbolo de una figura humana, que viene en las nubes del cielo, sirve para evocarlo, por contraste con las bestias que representan a los poderes políticos de acá abajo (Dan 7, 1-8.13). Su venida irá acompañada de un juicio, después de lo cual su realeza será dada para siempre al pueblo de los santos del Altísimo (Dan 7, 14.26-27).

2. LA LLEGADA DEL REINO. Jesús es heredero de toda esta tradición del AT. Lo nuevo en él es que anuncia el reino de Dios presente en su persona (cf. Lc 11, 20). Por otra parte, tras un estudio sereno de la predicación de Jesús según la tradición sinóptica, no podemos negar que él contaba no sólo con un juicio cercano y con la inmediata irrupción del reino, sino también con una próxima llegada del Hijo del hombre. «¿No hemos de reconocer que la expectación de la cercanía del fin fue una esperanza de jesús que quedó sin cumpirse? La sinceridad y la obligación de ser veraces nos obligan a responder: sí, jesús esperó que el fin había de llegar pronto». Jesús, como hijo de su tiempo, participó de las ideas de la apocalíptica contemporánea y echó mano de algunas de sus representaciones a la hora de proclamar el mensaje del reino, especialmente en lo referente a la inminencia de su manifestación'. Recientemente han sido muy criticadas las tesis de E. Kásemann', quien defendía que la predicación de jesús no se halla influida constitutivamente por la apocalíptica, sino que fue la experiencia pascual y la recepción del Espíritu lo que motivó a los primeros cristianos a responder de nuevo apocalípticamente a la predicación de jesús sobre la cercanía del reino de Dios y en cierta manera a suplantarla. Aun admitiendo diferencias muy notables entre jesús y toda la corriente apocalíptica, parece claro el influjo de ésta sobre él. La expectación del fin como inmediato, dentro de su generación, es, sin duda, una dimensión del mensaje de Jesús. Así se desprende de Mc 9, 1: «Yo os aseguro que entre los aquí presentes hay algunos que no gustarán la muerte hasta que vean venir con poder el reino de Dios».

En Mc 13, 30 encontramos otra sentencia parecida: «Yo os aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda» (la venida del Hijo del hombre, cf. v.26). ¿Cómo explicar estos textos enigmáticos que tantos problemas han planteado a la exégesis? La solución puede venir de la tradición apocalíptica, donde el presente es visto como «el final de los tiempos», como el comienzo del cumplimiento de todas las promesas. «Esta visión del presente como el lugar en el que la batalla final contra las fuerzas del mal ya ha comenzado, del presente como el lugar en el que se cumplen las promesas de los profetas, del presente como el comienzo del "Reino de Dios", etc., es uno de los elementos característicos de la predicación de Jesús, y esta concepción proviene de la tradición apocalíptica judía y de la visión de la historia que ella introdujo dentro del judaísmo»''.

En estrecha relación con la llegada del reino aparece en la tradición sinóptica la venida del Hijo del hombre con poder sobre las nubes del cielo, de tal modo que podemos hablar de una interferencia de ambos temas. El Hijo del hombre es el más enigmático de los títulos cristológicos y el que más problemas plantea desde el punto de vista literario, histórico y teológico. No nos debe extrañar, pues, que los críticos adopten las más diversas posturas ante este problema". Así, Ph. Vielhauer defiende que es imposible que jesús haya esperado al Hijo del hombre que ha de venir o incluso se haya identificado con él. Según este autor, la trasposición de la concepción apocalíptica del Hijo del hombre tuvo éxito en la comunidad primitiva, y es allí donde el anuncio del reino se transformó en la espera del Hijo del hombre apocalíptico. Esta posición radical de Ph. Vielhauer recibe el apoyo de E. Kásemann. Mucho más moderada es la postura de J. Jeremias, según el cual hay un núcleo de logia o sentencias auténticas acerca del Hijo del hombre que se remontan al mismo Jesús. Se trata de un grupo de sentencias que hablan de la futura venida del Hijo del hombre (p. ej., Mc 13, 26; 14, 62; Mt 10, 23; Lc 17, 22.30, etc.). Creemos que esta postura es más razonable y está más en consonancia con los datos de la tradición sinóptica. Pero aun cerca de este grupo de sentencias existe la discusión de si Jesús se identifica o no con el Hijo del hombre. Así, mientras R. Bultmann piensa que Jesús habla del Hijo del hombre refiriéndose a una persona diferente de él, J. Jeremias opina que Jesús se identifica con el Hijo del hombre. Para otros autores se trata de una cuestión abierta, que no puede quedar zanjada con los datos que tenemos. De todos modos, no hay duda alguna de que después de la experiencia pascual la comunidad primitiva, tal como se refleja en los diferentes estratos del NT, identifica a Jesús con el Hijo del hombre, entendido éste como el intermediario de la salvación y juez escatológico.

En torno a la expectación del fin como inminente hay que subrayar fuertemente que el centro de gravedad de la predicación de Jesús sobre la llegada del reino está en el señorío de Dios, en la seguridad e imprevisión de esta venida (cf. Mc 13, 31.35). Las circunstancias del cuándo, del cómo, del dónde son secundarias (cf. Mc 13, 21; Mt 24, 26).

La predicación de Jesús no entra en los cálculos del fin, como hacían los apocalípticos (cf. Dan 9, 24-27). En consecuencia, como señala H. Conzelmann, «el sentido de la espera escatológica es para Jesús la cualificación de la situación humana ante la venida del reino. No hay que ponerse a indagar el momento, sino situarse correctamente ante él, es decir, hacer penitencia». Por otra parte, Jesús confiesa abiertamente su ignorancia sobre el momento preciso de la llegada del reino: «Respecto de aquel día y aquella hora, nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre» (Mc 13, 32; Mt 24, 36). El Padre reveló al Hijo sus deseos, pero no sus cartas, lo que le habría permitido a Jesús «jugar con ventaja». La ansiosa expectación del fin como inminente, que aparece en la predicación de Jesús, se convierte después de la Pascua en la inminencia de la parusía. A raíz de la experiencia pascual la comunidad primitiva durante los primeros decenios está convencida de que el retorno del Señor glorioso, y con ello la consumación del reino iban a tener lugar durante aquella generación (Mt 10, 23; Mc 9, 1; 1 Tes 4, 15-17; 1 Cor 15, 51-53). Pero ante la tardanza de la parusía se dio gradualmente en el seno de la comunidad una evolución con respecto a este problema, dando primero una explicación de la tardanza y exhortando a la paciencia (2 Tes 2; 2 Pe 3), y contando después, en los escritos lucanos y en los estratos más tardíos del NT, con lo que se ha venido en llamar «el retraso de la parusía». El tiempo de la Iglesia, animada por el Espíritu, llevará adelante el proyecto del reino durante este período intermedio. Con ello, el retorno de Jesús en su gloria y la consumación del reino quedan aplazados indefinidamente hasta el momento que sólo el Padre conoce.

3. PRECISANDO EL CONCEPTO DE REINO DE DIOS. Los autores del NT ponen de relieve la doble dimensión del reino, presente y escatológica. Por una parte, el reino es ya una realidad en la actuación de Jesús: Dios ha comenzado a ejercer su soberanía mediante los gestos y las palabras de Jesús. Pero al mismo tiempo el señorío real de Dios será instaurado de modo pleno y perfecto al final de los tiempos con la parusía, cuando el Hijo haga entrega del reino al Padre (1 Cor 15, 24). Así, el símbolo del reino de Dios sirve de concepto abarcador para la salvación escatológica, para la plenitud de todo aquello que la humanidad anhela como paz, alegría y felicidad completa. Pero hay que tener presente que ambos aspectos, la referencia al presente y la orientación al futuro, se pertenecen de manera recíproca, estrecha e interna, y que ninguno de ellos puede ser separado del otro21. Así, el presente está ya determinado por la escatología. «El mensaje del reino de Dios, predicado por Jesús, es ya desde ahora consuelo, porque efectivamente Dios se acerca a vendar las heridas. Las dimensiones del cambio afectivo (conversión) y de novedad real (esperanza) son integrantes de la acogida del reino. Desde ahora estamos llamados a vivir vueltos al reino, es decir, entrando en la inversión que opera, y al mismo tiempo esperando y pidiendo su venida». Entre estos dos extremos, presente y futuro, el reino se nos muestra como una realidad dinámica, siempre en crecimiento. Se trata del «ya, pero todavía no», según la feliz expresión de O. Cullmann, o sea, de una escatología que se va realizando. Esto es lo que intentan poner de relieve las parábolas del crecimiento, como la semilla que crece sola (Mc 4, 26-29), la semilla de mostaza (Mc 4, 30-32), o la de la cizaña (Mt 13, 24-30).

En los evangelios Jesús no aclaró nunca de forma directa qué entendía por reino de Dios, pero con su predicación y su praxis nos dejó algunos elementos para intuir lo que con ello quería expresar. Un concepto adecuado de reino debe evitar todo carácter atemporal y genérico. En este sentido, no se puede identificar sin más «reino de Dios» con otros conceptos centrales del NT como son «vida», «justicia», «salvación», «redención», «vida eterna», como afirma B. Klappert. En la misma línea se mueven W. Kasper y W. Pannenberg, quienes identifican el reino con la salvación, el amor o la esperanza. El reino se identifica, más bien, con ese proceso dinámico de la historia donde Dios se va revelando en la liberación de los oprimidos, comprometiendo en esta tarea la responsabilidad del hombre. Por esta razón, J. Sobrino, después de someter a crítica la vía nocional de Kasper y Pannenberg, propone la vía de la praxis de Jesús para determinar lo que es el reino. El contenido concreto del reino surge del ministerio y actividad de Jesús considerados como un conjunto. Esta opción está justificada porque Jesús mismo relacionó explícitamente con el reino la expulsión de los demonios y la predicación en parábolas, e implícitamente las comidas con los publicanos y pecadores. Los milagros y demás signos de Jesús, aunque sólo sean signos, expresan que el reino de Dios es salvación de necesidades concretas apremiantes; que es liberación, pues esas necesidades de las que hay que salvar, están producidas por elementos opresores.

Por otra parte, los destinatarios primarios del reino son los pobres (Lc 6, 20), en el aspecto económico y social. Desde estos pobres se puede concretar el contenido histórico del reino de Dios. Los pobres concretan el reino como superación de la pobreza. En este sentido, el reino de Dios tiende hacia un mundo, una sociedad que posibilita la vida de los pobres y su dignidad. Pero teórica e históricamente el concepto de reino de Dios puede ser elaborado desde otras necesidades humanas universales, desde los derechos humanos, desde el ansia de libertad, desde el deseo de supervivencia tras la muerte, desde la utopía del continuado progreso. Esto quiere decir que no podemos hacer una formulación absoluta del reino. En cada época, el evangelio invita a la fantasía creadora para actualizar el programa del reino partiendo del análisis y de los desafíos de una situación en función de un proyecto liberador. En concreto, ciñéndonos a nuestra época, son los pobres los que guían la elaboración de lo que es hóy el reino de Dios. Hay que hacer propia, de alguna manera, su esperanza; el reino será para ellos una promesa de vida en contra del antirreino. Esta opción por los pobres exige una praxis en favor del reino. El mismo Jesús hizo muchas cosas en servicio del reino, y propuso a sus oyentes algún tipo de exigencias. Es en la prácticadonde se decide qué signos, qué anuncio de buena nueva, qué denuncia, qué planteamientos de una nueva sociedad generan esperanza, y por ello apuntan en la dirección del reino, salvando siempre la gratuidad del mismo. Dentro de esta dinámica, el reino de Dios es un reino de vida; una realidad histórica —la vida justa y plena de los pobres— y una realidad que en sí misma tiende siempre a más, en definitiva a la utopía, en cuanto que la historia actual no es el reino de Dios.


II. Dimensión trinitaria del reino

1. EL REINO, PROYECTO DEL PADRE. El Jesús histórico no predicó de modo sistemático ni a sí mismo, ni a la Iglesia, ni a Dios, sino el reino de Dios. Como dijimos al comienzo, las dos realidades clave que configuran la vida de Jesús, Abbá y reino, están tan relacionadas entre sí que no pueden entenderse separadas; ambas realidades son distintas, pero se complementan, y así «el reino da razón de ser de Dios como Abbá y la paternidad de Dios da fundamento y razón de ser al reino». Para Jesús, Dios es siempre el Dios del reino y el reino es siempre el reino de Dios. El reino tiene, pues, por su misma naturaleza un carácter teológico.

a. El reino es del Padre. «Padre, santificado sea tu nombre; venga tu reino» (Lc 11, 2). Este es el núcleo de la oración de Jesús. La instauración del reinado del Padre representa la prueba de la santidad de su nombre, o sea, de su persona divina y transcendente. El reino de Dios es un símbolo para indicar la presencia salvífica del Padre en la tierra, su proyecto sobre los hombres que comienza a hacerse realidad mediante la proclamación del evangelio de Jesús. Ya que el reino es del Padre, sólo él puede darlo (Lc 12, 32). Dios quitará el reino a los judíos obstinados y se lo dará a los creyentes (Mt 21, 43). Jesús transmite por testamento a sus discípulos el reino que el Padre le ha transmitido a él (Lc 22, 29). Porque el reino pertenece al Padre, sólo él conoce el día y la hora de su llegada (Mc 13, 32), sólo él puede determinar quién se sienta a la derecha o a la izquierda de Jesús en el reino (Mt 20, 21.23). Sólo el Padre ha fijado con su autoridad el tiempo y las circunstancias para restablecer el reino de Israel (He 1, 6-7). En la consumación se establecerá el reino de nuestro Dios (Ap 12, 10), cuando Cristo haga entrega del reino al Padre (1 Cor 15, 24)''.

b. El reino, proyecto del Dios liberador. ¿Qué quiere decir Jesús cuando afirma que «el reino de Dios está cerca» (Mc 1, 15)? Con esta expresión Jesús quiere significar la irrupción ya en el presente de la actuación escatológica de Dios en la historia. El reino de Dios es un concepto dinámico que designa la soberanía real de Dios ejerciéndose en acto para introducir un cambio en la historia, estableciendo el ideal regio de la justicia, como aparece en el Sal 96, 13: «Ya llega el Señor para regir la tierra, para implantar en el mundo la justicia»'. La intervención del Dios liberador, comprometido en el cambio del curso de la historia humana, aparece de un modo gráfico en el canto del Magnificat: «Dios ha desplegado la fuerza de su brazo: ha destruido los planes de los soberbios, ha derribado a los poderosos de sus tronos y ha encumbrado a los humildes; ha colmado de bienes a los hambrientos y despedido a los ricos con las manos vacías» (Lc 1, 51-53; cf. 1 Sam 2, 4-10). De este modo, el concepto de reino se mueve en la misma línea del proyecto liberador de Dios, tal como aparece enunciado en Ex 3, 7-10: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, y conozco sus angustias. Voy a bajar a liberarlo de la mano de los egipcios, a sacarlo de aquella tierra y llevarlo a una tierra que mana leche y miel. El clamor de los israelitas ha llegado hasta mí». La revelación de Dios en la historia de los oprimidos para su liberación la hallamos documentada a través de toda la Biblia, desde el acontecimiento fundacional del Exodo y la alianza del Sinaí hasta la esperanza cierta de los cielos nuevos y la tierra nueva donde habitará la justicia, y Dios mismo será todo en todos (2 Pe 3, 13; 1 Cor 15, 28). Por ahí van las tradiciones históricas de Israel, por ahí va la predicación de los profetas, la oración de los salmos y la esperanza de los apocalipsis; por ahí va, en definitiva, el evangelio de Jesús. A través de todas estas páginas de la Biblia vemos que es siempre, y cada vez más clara y radicalmente, el Dios liberador de los oprimidos el que se nos revela, el que espera de nosotros, como sustancia del auténtico culto, el compromiso por la justicia y la paz en nuestro mundo.

c. El Dios de los pobres. «Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios» (Lc 6, 20). El reino de Dios, tal como se nos presenta a través de la práctica de Jesús, es buena noticia de salvación liberadora para los pobres (Lc 4, 18; Mt 11, 5). En consecuencia, el Dios del reino es el Dios de los pobres, solidario con ellos y su causa. Con gran radicalidad, J. Jeremias llega a decir que el reino pertenece únicamente a los pobres, e identifica a éstos con los agobiados por la pobreza material, los despreciados y marginados por la sociedad". Por eso, algunos teólogos hablan de la parcialidad del reino de Dios, y en definitiva de la parcialidad del amor de Dios". Esta parcialidad aparece como una constante de la revelación de Dios. En el AT Dios va revelando su propia realidad en y a través de su parcialidad hacia los oprimidos. Dios es «Padre de huérfanos y protector de viudas» (Sal 68, 6) y go el de Israel (Is 41, 14), porque defiende al pobre. También en los evangelios aparece esta parcialidad de Dios hacia los pobres económicos (Lc 6, 20-26) y hacia los pobres sociales, en la defensa que hace de los pecadores y publicanos (Lc 15, 7.10)3". De este modo, los pobres son un lugar teológico, el sacramento privilegiado de la presencia de Dios y el espacio preferente para acceder y encontrarse con él. Los pobres no sólo sufren, sino que además luchan y esperan. Si su pobreza es signo de que el reino de Dios todavía no es realidad entre nosotros, su lucha esperanzada es signo de que ya está presente. Dios está en los pobres no sólo sufriendo misteriosamente con ellos, sino también reclamando y suscitando un futuro nuevo que suponga la superación de toda opresión. Y así, el Dios de Jesús es, para los pobres, Dios ánimo, Dios ilusión, Dios esperanza, Dios liberador, que interviene salvíficamente en la historia como el que quiere establecer la justicia y el derecho de los pobres.

d. El Dios de la vida. Si el reino de Dios es para los pobres, entonces por su misma esencia tiene que ser como mínimo un reino de vida. Según J. Jeremias, la situación de los pobres era comparada a la muerte. «A la situación de tales personas, y según el pensamiento de aquella época, no se le podía llamar ya vida. Están prácticamente muertos». Podemos afirmar, pues, que el Dios del reino es para los pobres el Dios de la vida. Para Jesús la primera mediación de la realidad de Dios es la vida. Dios es el Dios de la vida (Mc 12, 27 par; Jn 10, 10; 14, 6) y se manifiesta a través de la vida. Esto se deduce de la actitud de Jesús ante la ley judía como manifestación de la voluntad primigenia de Dios de que el hombre viva (Mc 7,8-13; Mt 5, 21-48; Lc 10, 25-37), y de aquellos pasajes en que Jesús habla del pan como elemento de vida, símbolo de toda vida. Por ello hay que pedir el pan al Padre (Lc 11, 3). El verdadero Dios es el garante de la vida humana. Todo lo que injustamente amenaza la vida del hombre, y más concretamente del pobre, es un atenta-do contra el Dios de Jesús. «Gloria Dei, vivens homo», decía Ireneo de Lyon. Monseñor Arnulfo Romero, obispo mártir de El Salvador, hizo una concreción significativa de esa verdad, cuando dijo: «Gloria Dei, vivens pauper»

e. Dimensión teológica del reino. Jesús se sirvió de las parábolas para enseñar cómo era el Dios del reino. A los escribas y fariseos que murmuraban diciendo: «éste acoge a los pecadores y come con ellos» (Lc 15, 2), Jesús les cuenta la parábola del hijo pródigo, que más propiamente habría que llamar «del amor del Padre». En efecto, lo que está en juego en ella es el amor misericordioso del Padre (Lc 15, 11-32). Esto mismo intenta poner de relieve la parábola de la oveja perdida (Lc 15, 4-7). Otro aspecto esencial del Dios del reino es el que aparece en la parábola del «siervo sin entrañas» (Mt 18, 23-34), donde el perdón gratuito de Dios es expresión de su amor, y a la vez el fundamento de nuestro comportamiento con el prójimo. En la gran parábola del juicio final (Mt 25, 31-46) ven algunos autores la identificación de Dios con los pobres. «Es claro que en el texto actual el rey es Jesús mismo, y es él quien se identifica con los pobres. Pero es muy probable que ésta sea una reinterpretación cristológica posterior, y que la parábola en boca de Jesús identificase al rey con Dios». En consecuencia, Dios Padre es el que se identifica con los hambrientos, forasteros, desnudos, enfermos y encarcelados. Así, como ya hemos indicado, el pobre es el lugar del encuentro con Dios en la historia. Del hecho de que Dios sea precisamente el Dios de los pobres deduce J. Sobrino la dimensión teológica y transcendente del reino. «La novedad e impensabilidad de que los pobres sean destinatarios del reino se convierte en mediación histórica de la novedad e impensabilidad de Dios, de su misterio, de su transcendencia con respecto a imágenes humanas de Dios. Aceptar que el destinatario del reino son los pobres es una forma eficaz de dejar a Dios ser Dios, de dejar que él se muestre como él es y como él quiere mostrarse»

2. JESÚS, EL REINO DE DIOS EN PERSONA. Orígenes con frase lapidaria dice que Jesús es la autobasileia, expresión que podríamos traducir como «el reino en persona» o «personificación del reino». De modo parecido se expresa Tertuliano: in evangelio est Dei regnum Christus ipse" . Y esto es así porque Jesús asume como suya la causa del reino y lo anuncia como ya presente en su persona. En una controversia con los fariseos que le acusaban de expulsar los demonios con el poder de Beelzebul, Jesús concluye su argumentación con estas palabras: «Si yo expulso los demonios con el poder de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11, 20). En su discurso programático en la sinagoga de Nazaret, Jesús ve cumplido en su persona el anuncio del mensajero escatológico de Is 61, 1-2: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres» (Lc 4, 18.21; cf. 16, 16). El reino de Dios que anuncia Jesús no es algo ultramundano, que se realizará en la otra vida, sino algo que acontece ahora, algo que ha comenzado a hacerse realidad en su misma persona. Como observa E. Schillebeeckx, en el origen del anuncio del reino de Dios por parte de Jesús está «la experiencia de un contraste». Por una parte, la realidad del mal, del dolor, de la injusticia, que rigen en el mundo. Por otra parte, la realidad de Dios como Padre, como amor que afirma la vida y quiere la plenitud de todos los hombres49. Cuando se toma absolutamente en serio a Dios como Padre de todos los hombres —como hace Jesús— se cae en la cuenta de que su soberanía no es aceptada en el mundo. Por eso, Jesús, al comienzo de su vida pública declara que el plazo se ha cumplido, afirma la cercanía del reino de Dios, hace una llamada a la conversión, al cambio personal y colectivo, y exige que los hombres abran su corazón y su mente para dar acogida a la buena noticia (Mc 1, 15). Pero, ¿cuáles son los gestos con los que Jesús hace presente el reino, poniendo en práctica el proyecto del Padre? Es lo que vamos a exponer a continuación.

a. La acogida a los pecadores. Son muchos los pasajes del evangelio en los que Jesús aparece junto con los pecadores, publicanos y prostitutas: come con publicanos (Mc 2, 15-17 par), habla con una mujer pública y hasta se deja tocar por ella en casa de un fariseo (Lc 7, 36-50), se hospeda en casa del publicano Zaqueo (Lc 19, 1-10), habla con la samaritana que había tenido cinco maridos (Jn 4, 7-42), no condena a la mujer adúltera (Jn 8, 1-11). En estos relatos aparece clara la actitud de Jesús de acoger a los pecadores y de no mostrarse como juez severo con ellos. Esta actitud fundamental de acogida queda iluminada en aquellas parábolas donde se habla de que hay que salir a buscar al pecador para salvarlo (Lc 15, 4-10.11-32; Mt 18, 12-14). En esta misma línea, Jesús explicita su misión diciendo que no tienen necesidad de médico los sanos sino los enfermos, y que no ha venido a llamar a los justos sino a los pecadores (Mc 2, 17 par). Por último, hace la escandalosa afirmación de que los publicanos y prostitutas entrarán en el reino de Dios antes que sus piadosos oyentes del templo (Mt 21, 31s). La acogida de Jesús a los pecadores ha de ser comprendida como un signo de la venida del reino, como el anuncio de que Dios no viene a condenar sino asalvar, y, por ello, los pecadores no deben tener miedo, sino gozo en su venida. La comunión de mesa con ellos significa la comunión con Dios. A través de este gesto Jesús transmite a los pecadores, especialmente a ellos, el mensaje de la nueva comunión con Dios y con los hombres'. Así anuncia con los hechos la venida del reino, liberando a los pecadores de su esclavitud interior y celebrando anticipadamente con ellos el banquete escatológico.

b. Jesús toma partido por los pobres y marginados. La actuación de Jesús se corresponde con su predicación cuando declara a los pobres dichosos y destinatarios primarios del reino (Lc 6, 20). En efecto, vemos que Jesús se nos presenta siempre no en círculos selectos, sino junto a los sectores más pobres, desprestigiados y marginados de aquella sociedad. Así, Jesús se deja acompañar por mujeres, desclasadas socialmente (Lc 8, 2-3), habla con leprosos, impuros para el culto (Mc 1, 40-45 par; Lc 17, 11-19), alaba a los samaritanos, considerados como extranjeros por los judíos (Lc 10, 30-37; 17, 16; Jn 4, 9). Si Jesús se pone de parte de los pobres y marginados no es porque sean moralmente superiores o a causa de sus méritos, sino porque cree en la bondad de Dios que los acepta y acoge por encima de todas las exclusiones de los hombres, convencido de que la justicia de Dios no puede reinar ante los hombres sino defendiendo a los abandonados y oprimidos y luchando por los que no tienen otro defensor. Este modo de proceder de Jesús va encaminado a crear una nueva conciencia de solidaridad, denunciando actitudes y estructuras que mantengan a los hombres divididos. Un hecho que ilustra cuanto vamos diciendo es el relato de la multiplicación de los panes (Mc 6, 34-44 par). Aunque muy elaborado redaccionalmente, este pasaje contiene un núcleo histórico: Jesús organiza en un despoblado una comida para el gentío que le seguía, y sacia su hambre. Con este gesto de carácter simbólico y de alcance mesiánico Jesús quería mostrar su solidaridad efectiva con los pobres, quería indicar que comenzaba de hecho su liberación, que ellos eran los preferidos del reino y que inauguraba con ellos el banquete mesiánico. Se trata de una «profecía en acción», que señala al mismo tiempo el camino a seguir.

c. Los milagros de Jesús, signos de la cercanía del reino. No se puede dudar históricamente de que Jesús hizo milagros en la primera etapa de su vida hasta la llamada crisis galilea. «En la tradición de los milagros nos encontramos, pues, con un recuerdo de Jesús de Nazaret, basado en la impresión que causó particularmente en el pueblo sencillo rural de Galilea». En su origen se trataba de un núcleo de curaciones, ante todo de poseídos por el demonio, pero también de leprosos, paralíticos, ciegos, etc. A partir de ahí la tradición fue elaborando milagros más llamativos, aumentando su número y espectacularidad, todo ello con fines cristológicos y misionales. En estos relatos vemos cómo Jesús, lleno de misericordia y compasión, se acerca a los enfermos como hombres necesitados. Su preocupación no es sólo devolverles la salud biológica, sino la de recuperar a esos hombres hundidos en el dolor, la condena moral, la impotencia y la soledad. Jesús reconstruye al hombre entero y loreinserta en la sociedad. Para que pueda realizarse esta transformación es necesaria la fe, la confianza plena en él y en definitiva en Dios (cf. Mc 5, 34.36; 6, 5s; 2, 5; 10, 52; Mt 9, 28; Lc 17, 19; Mt 8, 13; 15, 28; Mc 9, 23). Estos gestos de Jesús con los enfermos tienen una relación directa con el reino de Dios: «Si yo expulso los demonios con el dedo de Dios, es señal de que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Le 11, 20; Mt 11, 2-6 par). Los milagros son, pues, signo de la cercanía del reino: «no traen la solución global a la realidad oprimida, pero son signos reales del acercamiento de Dios... y ponen en la dirección correcta de lo que será el reino en su advenimiento». Pero es sobre todo en los exorcismos donde mejor se pone de relieve el aspecto liberador de la llegada del reino. En tiempos de Jesús la visión del mundo estaba impregnada y dominada por la demonología: «reinaba un terror extraordinariamente intenso a los demonios». Estas fuerzas actuaban sobre todo a través de la enfermedad, y especialmente de las enfermedades psíquicas, de tal manera que los demonios poseían realmente a sus víctimas. En ese mundo esclavizado por los demonios hace su aparición Jesús, que comparte esta mentalidad de la época; pero la radicaliza al unificar las fuerzas maléficas en Satanás, el Maligno, con lo cual éste adquiere una dimensión totalizante y escatológica (cf. la escenificación de esta lucha entre Jesús y el diablo en el relato de las tentaciones en Mt 4, 1-11 par). Con Jesús ha comenzado la aniquilación de todas las fuerzas maléficas, personificadas en el Maligno (Mc 1, 24). En la expulsión de los demonios aparece claramente que la venida del reino es todo menos pacífica e ingenua. Los exorcismos muestran la lucha de Jesús contra el Maligno. Los demonios se resisten y luchan porque no quieren ser aniquilados. En la primera etapa de su vida Jesús aparece venciéndolos majestuosamente. Construir el reino implica, por necesidad, luchar activamente contra el Maligno, que personifica al antirreino. Por eso Jesús envía a sus discípulos a expulsar demonios (Mc 6, 7.13; Mt 10, 8), y les enseña a pedir al Padre que los libere del Maligno (Mt 6, 13). Corresponde a cada época discernir en qué situaciones se hace presente el Maligno como fuerza maléfica del antirreino, para luchar contra él.

Como conclusión de toda esta sección, podemos decir que Jesús centró su vida en el anuncio del reino, proclamando que con él comienza el reino de Dios aquí en la tierra; correspondió a su acercamiento poniendo ya en el presente efectivas acciones liberadoras y reveló el amor del Padre haciendo que se sintiesen acogidos por Dios los pecadores y marginados. Así comenzó a hacerse efectivo el reino de Dios en la tierra. Pero el reino de Dios en plenitud no llegó en vida de Jesús, y en su muerte la cercanía del reino le pareció trágicamente lejana (Mc 15, 34 par). Por causa del reino fue condenado y crucificado. Y por su obediencia fiel hasta la muerte recibió en su resurrección no sólo la confirmación de su camino y su misión, sino la irrupción definitiva, si bien incoada, del reino anunciado.

3. EL ESPÍRITU, IMPULSOR DEL REINO HACIA SU CONSUMACIÓN. El programa del reino, incoado por Jesús,es continuado por la Iglesia. Jesús asoció a sus discípulos a la tarea de hacer real y efectivo este reino de Dios. Así, en el ensayo de misión que realizó en su vida pública, encargó a los Doce el anuncio del reino de Dios por medio de la palabra y de gestos de liberación (Mt 10, 1-15; Lc 9, 1-6; Mc 6, 6-12), y al final de su vida les hizo entrega del reino en forma de alianza, como el Padre se lo había entregado a él (Lc 22, 29). De este modo, el reino le es quitado a Israel y entregado a un pueblo que produzca frutos (Mt 21, 43). La promesa del Espíritu por Jesús resucitado (Lc 24, 49; He 1, 5.8) está en función de la misión y, en consecuencia, en función del reino. Así, a partir de la Pascua tiene lugar la efusión del Espíritu Santo sobre los apóstoles y la comunidad de los creyentes, que, iluminados por él, perciben el alcance universal del evangelio del reino predicado por Jesús. Esto es lo que quieren dar a entender las cristofanías pascuales que terminan con la misión de los apóstoles por todo el mundo (Mt 28, 16-20; Mc 16, 14-20; Lc 24, 44-49; Jn 20, 19-23).

Son pocos los textos de NT que ponen al Espíritu Santo en relación directa con el reino de Dios (Mt 12, 28; Jn, 3, 5; Rom 14, 17). La razón es sencilla: el Espíritu Santo es dado a la Iglesia para hacer de ella el instrumento del reino. La relación del Espíritu con la Iglesia aparece fuertemente subrayada en todo el NT. Por tanto para ver la relación entre el Espíritu y el reino hay que partir de la relación entre la Iglesia y el reino de Dios.

a. Iglesia, Reino y Espíritu. La Iglesia no se identifica con el reino de Dios, sino que es y ha de ser signo y servidora del reino. El Concilio Vaticano II lo expresa en estos términos: «La Iglesia recibe la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios, de establecerlo en medio de todas las gentes, y constituye en la tierra el germen y el principio de este reino» (LG 5). «La Iglesia no tiene más que una aspiración: que venga el reino de Dios y se realice la salvación de todo el género humano... La Iglesia es sacramento universal de salvación, que manifiesta y al mismo tiempo realiza el misterio del amor de Dios al hombre» (GS 45). Este servicio al reino lo habrá de realizar la Iglesia en el seguimiento de Jesús, en la asunción de su práctica mesiánica y de su causa. Con este fin es enviado a la Iglesia el Espíritu como sacramento del rein'. El Espíritu Santo es, de este modo, el actualizador de la memoria de Jesús (Jn 16, 12-15). Él no deja que las palabras de Cristo permanezcan como letra muerta (2 Cor 3, 6), sino que sean siempre releídas, ganen nuevos significados e inspiren prácticas liberadoras. Desde Pentecostés, a lo largo del libro de los Hechos, el Espíritu Santo es el que continúa la presencia salvadora de Jesús, en la espera de un reino, cuya consumación está todavía por llegar. Así, la eclesiología de Hechos está claramente bajo el signo del Espíritu, que aparece actuando siempre en la expansión de la Iglesia. En circunstancias particulares él es el que inspira la decisión (He 10, 19; 11, 12; 13, 2; 16, 6s). Recogiendo los datos del NT, la eclesiología del Vaticano II tiene un carácter eminentemente pneumatológico. Así, del Espíritu se dice que «hace rejuvenecer a la Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo» (LG 4). «El Espíritu, siendo uno mismo en la Cabeza y en los miembros, de tal forma vivifica, unifica y mueve todo el cuerpo, que su actuación pudo ser comparada por los Santos Padres con el servicio que realiza el principio de la vida, o el alma, en el cuerpo humano» (LG 7). Estas afirmaciones del Concilio significan que el Espíritu Santo es el que convierte a Jesús en contemporáneo nuestro, el que da vida y empuja hoy a la Iglesia en el mismo sentido y dirección en que dio vida y empujó a Jesús en su tiempo. El Espíritu Santo es como la imaginación de Jesús, que le va abriendo a la Iglesia nuevas posibilidades misioneras, le muestra nuevos caminos y le insta a interpretar los signos de los tiempos (Ap 2,7-3,22).

b. El Espíritu Santo y la Iglesia de los pobres. Si, como hemos dicho, el Espíritu es la «memoria de Jesús» y el alma de la Iglesia, tiene que guiarla e impulsarla en la dirección del reino, para que a lo largo de la historia sea continuadora de los signos por los que Jesús comenzó a hacer presente el reino (cf. AG 5). No se trata de que la Iglesia copie literalmente las obras de Jesús durante su misión terrestre. «Las gracia del Espíritu le permite descubrir las equivalencias actuales de los actos de Jesús. El Espíritu hace ver las correspondencias escondidas: la vida de Jesús revive en la vida heroica y escondida de la Iglesia de los pobres». El discernimiento que hace de los signos de los tiempos bajo la guía y la luz del Espíritu lleva a la Iglesia a encarnarse en medio de los pobres, a solidarizarse con ellos y a comprometerse en su liberación. Ahora bien, «la pobreza a la que se alude (en el evangelio) abarca desde la pobreza económica, social y física, hasta la psíquica, moral y religiosa... Son pobres todos los que, corporal o espiritualmente, viven al borde de la muerte y a los que la vida no les ha dado nada... Son pobres todos los que padecen violencia e injusticia sin poder defenderse de ellas... El concepto opuesto al pobre es el de opresor, violento, que oprime a los pobres y los reduce a la miseria para enriquecerse a su costa». A esos pobres es a quienes Jesús anuncia el reino, no sólo con la palabra sino con signos de liberación. El reino de Dios es algo que hay que construir. «Con sus acciones simbólicas, Jesús no ha hecho desaparecer del mundo toda desgracia y todo mal. Pero ha indicado claramente una dirección válida para la fe en la salvación». El reino de Dios predicado así por Jesús tiene valor para el presente, se ha convertido en una fuerza que determina el presente. Es la tarea que debe continuar la Iglesia, animada por el Espíritu, aceptando la propia pobreza, en comunión con los pobres y en solidaridad con los humildes y humillados. La Iglesia debe estar presente «allí donde Cristo la espera, en los humildes, los enfermos, los encarcelados... Los más pequeños pueden decirnos donde está la Iglesia. La presencia del Espíritu hay que entenderla como una señal y un nuevo comienzo de la nueva creación de todas las cosas en el reino de Dios».

c. Espíritu y liberación. Jesús prometió a sus discípulos el envío del Espíritu para que estuviese siempre con ellos (Jn 14, 16-17). La finalidad de esta presencia permanente del Espíritu es la transformación del mundo, parahacer de él una «nueva creación» (2 Cor 5, 17; Gál 6, 15), restaurando el primigenio designio de Dios. «Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Cor 3, 17), la liberación, la transformación de la sociedad. La llegada del reino es don de Dios, a través de Jesús, por la fuerza de su Espíritu. Pero toda la Iglesia y todos los hombres de buena voluntad, dejándose llevar por el Espíritu de Dios (Ron 8, 14), están comprometidos en adelantar la llegada del reino, haciéndolo más cercano cada día, «progresando siempre, firmes e inconmovibles, en la obra del Señor, sabiendo que nuestro esfuerzo no es en vano en el Señor» (1 Cor 15, 58).

La creación entera, y de modo particular la humanidad, está esperando verse libre de la esclavitud de la corrupción, para ser admitida en la libertad gloriosa de los hijos de Dios; para ello poseemos las primicias del Espíritu, que mantiene viva en nosotros la esperanza de la liberación (Rom 8, 19-25). Por eso, la pneumatología de los movimientos de liberación «concibe el Espíritu como Espíritu de libertad que atestigua el sentido de la existencia terrena de Jesús como una marcha liberadora hacia el reino de justicia». El Espíritu Santo es prenda y garantía para la plena liberación del pueblo de Dios (2 Cor 1, 22; Gál 5, 5; Ef 1, 13-14). Esto quiere decir que el Espíritu Santo es el dinamismo interno del reino de Dios incoado ya en la tierra. El Espíritu va actuando en la transformación del mundo y en la liberación de los pobres en el sentido antes indicado, y lo hace sirviéndose de los mismos pobres. Este principio fue establecido claramente por Pablo (1 Cor 1, 26 - 2, 16), y es elcentro de la visión bíblica de la historia. «El Espíritu despierta y alimenta el potencial evangelizador de los pobres..., rompe las barreras de la cultura..., y hace que los pobres descubran mejor el alcance real de la palabra bíblica»". A través de formas históricas de liberación, el Espíritu Santo va preparando al pueblo de Dios para la liberación escatológica. «El Espíritu Santo de Dios os ha marcado con su sello para distinguiros el día de la liberación» (Ef 4, 30). A la espera de la liberación final, que tendrá lugar con el retorno del Señor, el Espíritu mantiene en tensión a la Iglesia: «El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22, 17.20).


III. Conclusión

En la tradición bíblica el concepto de reino sirve para indicar el compromiso de Dios en la transformación de la humanidad según el plan salvífico original, compromiso que tiene como fin primario la liberación de los pobres, los marginados y los oprimidos por la injusticia de los hombres. En este sentido, el reino de Dios es un concepto que resume toda la economía de la salvación, ya que arranca del misterio trinitario tal como se manifiesta en la historia de la salvación. Después de un tiempo de preparación en el AT, el proyecto liberador del Padre ha sido plenamente asumido por Jesús, que viene a ser como «el reino en persona», y es continuado por la Iglesia, servidora del reino, que vivificada y movida por el Espíritu, lo va haciendo efectivo y extendiéndolo por el mundo hacia su plena consumación. «La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre» (GS 1), hasta que «Dios sea todo en todas las cosas» (1 Cor 15, 28).

[-> Padre; Jesucristo; Espíritu; Iglesia; Escatología; Esperanza; Liberación; Pobres; Teología y Economía; Vida eterna.]

José Luis Aurrecoechea