RACIONALISMO
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SUMARIO: I. Terminología y significado.—II. Formas de racionalismo.—III. «Fides quaerens intellectum».—IV. El racionalismo de los ss. XVII-XVIII.


I. Terminología
y significado

A primera vista racionalismo no expresa sino lo que es propio de la razón, el ámbito de sus competencias y el campo de su actividad. Esto significaría que «razonable» o conforme a razón es equivalente a «racionalista» o conforme al racionalismo. De hecho es éste un esquema con el que se ha procedido con frecuencia al interpretar fenómenos de la vida moderna y contemporánea. Muestra de ello es el hecho de que las distintas interpretaciones del mundo y de la vida se suelen considerar como racionalistas o como irracionalistas. El mismo lenguaje se opone a tal simplificación. No es sorprendente que concepciones catalogadas como irracionalistas sean paradójicamente muy razonables y que por el contrario concepciones asumidas como racionalistas resulten a la postre irracionales. Esto se explica por el hecho de que «racionalismo» y «racionalista» son términosque por una parte hacen valer la razón o lo racional en oposición a otras capacidades o actividades, como son la voluntad, la imaginación, el sentimiento, etc., y por otra parte consideran como propia y específica de la razón una determinada forma de actividad, que no tiene por qué ser aceptada. Más aún, por el hecho de ser determinada, ésta o aquélla, es lógico que esté destinada a ser sustituida por otra.

Se explica así que el racionalismo, de suyo un fenómeno característico del pensamiento moderno, siga una trayectoria accidentada, provocando una y otra vez reacciones en contra, bien de forma total, al considerar que ofrece una visión sesgada de la realidad, bien de forma parcial, pero no menos radical, en cuanto que frente a la visión más bien uniforme y homogénea se pretende hacer entrar en juego otros elementos y ofrecer así una visión más compleja. Otro factor que acentúa la limitación del racionalismo es la imagen que de él se da. Una cosa es lo que nos dejaron escrito autores tan señeros como Descartes o Lessing, a quienes muy bien puede considerarse como figuras altamente representativas del racionalismo, y otra cosa muy diferente la imagen estereotipada que de ellos se nos presenta con frecuencia.

El racionalismo ha oscilado entre la fascinación de su programa, en el que se hace valer la vigencia de lo racional, fuente a su vez de la justicia y de la libertad, y la decepción debida no sólo a los obstáculos que encuentra su realización, sino sobre todo a las contradicciones internas de la propia concepción racionalista. La historia del éxito del racionalismo es también la historia de su fracaso. Es de suponer además que este vaivén incesante, que se retrotrae a los albores del pensamiento filosófico, forma parte ya del destino humano, puesto que de una parte no se concibe que la vida humana pueda asentarse sobre bases que no sean racionales, y por otra parte esto lleva consigo la tendencia a supeditarlo todo a principios y normas racionales, que como tales tienen la pretensión de ser universales y por consiguiente de tener vigencia por igual para los más distintos fenómenos, con independencia de cuál sea su índole propia —algo tan inevitable y constructivo como, al mismo tiempo, problemático y destructivo, puesto que con ello se cuestiona por principio el ser de cada cosa.

Desde esta perspectiva de reconocimiento, incluso de exaltación, de lo diferente el tema del racionalismo cobra, por contraste con el vacío que ha dejado y sigue dejando, una renovada actualidad.


II. Formas de racionalismo

Son varias las formas de racionalismo: el metafísico defiende la unidad o coincidencia entre los principios de la razón y aquellos por los que se rige la realidad; el racionalismo teórico-cognoscitivo defiende que el acceso a la realidad, con garantías de verdad, es pósible únicamente mediante la razón, no mediante los sentidos o la imaginación; el racionalismo metodológico sostiene que el proceso de conocimiento de la verdad se ha de atener rigurosamente a ideas claras y distintas, lo cual se ha identificado con frecuencia con un procedimiento que se atiene estrictamente al modelo matemático; el racionalismo filosófico jurídico entiende que, a diferencia de una consideración en que lo histórico es elemento fundamental, la esencia de los sistemas jurídicos se apoya en un derecho natural de índole supratemporal y absolutamente válido; el racionalismo ético entiende por su parte que la existencia de acciones éticamente buenas sólo se puede garantizar mediante el conocimiento racional del bien mismo, sin tener en cuenta los factores volitivos emocionales. Cabe hablar también de un racionalismo teológico, que tiende a hacer valer la argumentación racional de una forma excesiva, bien porque no valora adecuadamente que la teología tiene que ver en todo caso con el misterio, o porque prescinde en su reflexión y en su lenguaje de un contacto permanente con las fuentes de la fe o porque pasa por alto que la conceptualización racional que utiliza representa en el mejor de los casos una forma determinada de considerar la razón, no identificable con la razón misma.


III.
«Fides quaerens intellectum»

En la Edad Media se cultivó, por parte de algunos autores, un tipo de teología que hoy podría parecer excesivamente audaz. Baste mencionar a san Anselmo y a Ricardo de san Victor. Intentaron desentrañar nada menos que el misterio de los misterios, la Trinidad, bajo los aspectos de más difícil comprensión: unidad de esencia o naturaleza; diferencia de las personas entre sí, simultáneamente con su esencial conexión; el constitutivo formal del concepto de persona; diferencia entre «generación» del Hijo por el Padre y «procesión del Espíritu», no del Padre por el Hijo, sino del Padre y del Hijo; relación entre la Trinidad y la Encarnación del Verbo; presencia de la Trinidad en la creación; inhabitación de la Trinidad en el alma humana, etc...

Estas y otras cuestiones similares serían hoy consideradas como excesivas por parte de un racionalismo consciente de sí mismo, en cuanto que exceden las posibilidades de la razón misma. Según eso san Anselmo y Ricardo de san Víctor, que reiteradamente invocan la razón y declaran atenerse a ella, habrían defendido un racionalismo de un alcance mayor y de mayores pretensiones que el desarrollado en la Edad Moderna. La proclamación de la razón y la invocación de la misma por parte de los autores mencionados implica ciertamente una visión peculiar de la razón, diferente de la que hoy es más o menos vigente, pero dista mucho de ser ingenua. Antes bien, se trata de una concepción que estuvo acampañada a lo largo del período medieval de una reflexión sobre la naturaleza, propiedades y funciones de las facultades, su relación recíproca, su radicación en un único principio anímico, etc.

Los aspectos que en este contexto interesa resaltar son los siguientes. En primer lugar, la razón es aquí la «ratio superior», aquella que a diferencia de la «ratio inferior» está vuelta constitutivamente hacia contenidos inteligibles superiores, y en definitiva hacia la realidad suprema. Simultáneamente desde ese ámbito que por naturaleza le corresponde la razón está llamada a lograr una visión de la realidad como tal, de su sentido. La especulación racional sobre el misterio, lejos de moverse en el vacío, es consciente de responder a la naturaleza de la razón misma y de tocar por otra parte de cerca el núcleo de la realidad. La especulación trinitaria no es por tanto un capítulo de la vida intelectual entre otros; es por el contrario el principio y la fuente de la intelectualidad misma. En segundo lugar, pero muy en relación con lo que acabo de decir, a la razón le es natural hablar de la Trinidad porque lleva en sí la huella del misterio por excelencia; es imagen del mismo, y por tanto hablar de sí misma, reflexionar sobre su propia índole y sobre su actividad lleva a una actualización, a un hacer que quede reflejada en su lenguaje y en su pensamiento lo que es principio ontológico de su ser y de su actividad. Por extraño que pueda parecer, hablar de la Trinidad era tanto hablar del misterio y por tanto de un contenido que excede por su infinitud el ámbito de la actividad humana, como hablar desde el misterio porque en él el hombre se sentía y se sabía implantado. De ahí que, en tercer lugar, el lenguaje de la razón tenía su origen en la fe y revertía hacia ella, se sabía deudor y dependiente de la fe, pero al mismo tiempo se nutría de ella.

La idea de que la razón era esclava o sierva de la fe y de que por consiguiente no se ejercitaba libremente ni se encontraba a sí misma responde a un prejuicio de época muy posterior, aquella en que el cultivo de la razón se ejercitaba libre y espontáneamente en contacto con el misterio y como expresión del mismo. Por este motivo es preciso recordar, en cuarto y último lugar, que la actividad de la razón era tanto argumentación racional como meditación y veneración del misterio. De ahí que estos teólogos invoquen a Dios y oren, no simplemente en cumplimiento de una costumbre ni sólo como expresión de gratitud por un favor recibido, sino como manifestación del sentido último de aquello en que se estaban ejercitando.


IV. El racionalismo de los ss XVII-XVIII

Eso parece perdido para siempre, cual si perteneciera a un mundo que hubiera dejado de existir definitivamente. El racionalismo, tal como se fue desarrollando a lo largo de los siglos XVII y XVIII, supone en buena medida un vuelco progresivo de la forma como siglos atrás la razón se había entendido a sí misma. De considerarse como inmersa y radicada en el misterio de la Trinidad pasa a concebir a Dios según su propia medida. En un primer estado aún se sigue viendo como natural la ocupación, por parte de la razón, con lo absoluto, trascendente, infinito, etc., pero se tiende a eliminar aquello que es formalmente misterio para dejar paso a lo que se va filtrando y destilando como idea clara y distinta. El objeto de la actividad racional no es en modo alguno la Trinidad, sino el Dios uno y simple. Aún así, a ese Dios se le consideraba como a un ser personal, aunque no en un sentido trinitario. En una segunda fase el racionalismo derivó hacia una despersonalización completa de Dios, a quien de forma un tanto vaga se concibe como «omnitudo realitatis», si bien todavía se le sigue considerando como el ser supremo. En una tercera fase, lo que en un principio fue prescindir del misterio va a terminar en una negación de la realidad misma de Dios, puesto que se la concibe como mera proyección de la actividad humana.

El llamado racionalismo crítico ha vuelto a insistir en considerar a la razón humana desprovista de toda posible, hipotética o ideal, conexión con contenidos trascendentes, como único principio de conocimiento y como única norma de acción. Su peculiaridad está en que por una parte se presenta con un carácter conjetural en el sentido de que las teorías deben ser ajenas a todo dogmatismo y ser «falsables», y por tanto estar sometidas al veredicto de la experiencia; por otra parte, una concepción ontológica o metafísica es válida únicamente por su potencial crítico, «contrafáctico», pero es verdadera solamente si se ve confirmada por una experiencia científica. No es pues éste un tipo de racionalismo del que quepa esperar ningún planteamiento positivo y válido respecto del problema de Dios y menos respecto de la cuestión teológica de la Trinidad.

Y sin embargo tiene sentido en la actualidad, en relación con un deseado uso recto de la razón y por tanto con una racionalidad auténtica, la doctrina de la Trinidad; no ciertamente en cuanto que esto haya de implicar reproducir concepciones del pasado, que han dejado de estar insertadas en el proceso racional actual, sino en cuanto que una nueva lectura de las mismas puede hacer ver la vigencia de un modelo teológico en la configuración de la racionalidad. Los aspectos a tener en cuenta serían los siguientes: 1° La Trinidad puede estimular un tipo de pensamiento en el que unidad y pluralidad sean consideradas como igualmente fundamentales y representar así un correctivo permanente de la abstracción, que tiene lugar tanto si considera la unidad con independencia de la pluralidad como si ocurre lo contrario y, tal como es frecuente hoy en día, se hace valer retóricamente lo plural al margen de lo que une y da sentido. 2° Cabe hacer una observación similar acerca de la relación entre identidad y diferencia. La Trinidad como modelo de pensamiento exige que se tengan en cuenta ambas y sean vistas en su implicación mutua. La acentuación de la diferencia en nuestros días es comprensible porque el triunfo de un racionalismo abstracto ha llevado a la valoración unilateral de lo idéntico en detrimento de lo diferente. Pero esto tampoco puede hacer olvidar que lo deferente no es pensable si no es por referencia a lo idéntico, como no es menos cierto que la identidad sólo puede ser pensada operativamente se se la ve como presente en lo diferente de sí misma. 3° El modelo trinitario es igualmente de interés en relación con las teorías actuales sobre el diálogo y la comunicación, por cuanto éstas sólo pueden tener sentido si el deseable consenso es fruto de la confluencia de pareceres diferentes y el disenso está en principio legitimado. 4° La Trinidad, por lo mismo que implica una doctrina concreta sobre Dios, concebido personalmente, fomenta la vigencia de «valores» que, a la vez que son trascendentes, tienen como piedra toque y de contraste la dignidad infinita de la persona. 5° Dada su conexión con la Encarnación y con la Creación, la Trinidad, en contra de lo que pudiera parecer desde la perspectiva de una visión de lo trascendente como algo simplemente lejano, es fundamento metafísico de una concepción unitaria de la realidad como tal. 6° Por último, cabe recordar el alcance simbólico de la Trinidad en su carácter de cierre y de perfección a un tiempo, lo cual proyecta sobre la visión del mundo la idea de que éste está llamado a su propia culminación en Dios mismo.

[-> Anselmo, san; Creación; Espíritu Santo; Fe; Filosofía; Hijo; Misterio; Padre; Procesiones; Ricardo de san Víctor; Trinidad.]

Mariano Álvarez Gómez