PENTECOSTÉS
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SUMARIO: I. El Espíritu de YHWH como lugar de la comunión de Dios con su pueblo en el AT.—II. El Espíritu Santo dado en Pentecostés por el Cristo crucificado y resucitado y la Iglesia como «comunión del Espíritu Santo» en el NT: 1. El testimonio sinóptico de la presencia del Espíritu en la misión del Cristo histórico; 2. El acontecimiento pentecostal como lugar de la efusión escatológica del Espíritu: a) El Pentecostés de Lucas, b) El Pentecostés de Juan; 3. La experiencia del Espíritu dentro de la vida y de la misión de la comunidad de la nueva alianza (Pablo y Hechos de los apóstoles); 4. El testimonio sobre la identidad del Espíritu Santo, a la luz del acontecimiento pascual y eclesial, sobre todo en el cuarto evangelio; 5. María y Pentecostés.—III. Perspectiva dogmática sobre la identidad trinitaria del Espíritu pentecostal.


En la narración lucana de los Hechos el don del Espíritu por parte del Mesías crucificado y resucitado y la experiencia escatológica del Espíritu Santo en la nueva comunidad mesiánica se colocan, como fuente y paradigma, en el día de la fiesta judía de Pentecostés, que adquiere así la perspectiva cristiana un significado nuevo. Esta vinculación entre la fiesta de Pentecostés y la experiencia-promesa de la efusión del Espíritu no puede encontrarse de hecho en el AT. Por tanto, la caracterización pnumatológica de Pentecostés tiene que verse como una realidad específicamente cristiana, subrayada por lo demás por la manifestación de la identidad personal del Espíritu, que se hace precisamente a partir del acontecimiento pentecostal como última expresión o dimensión del acontecimiento pascual. Por eso, nos detendremos en la experiencia-promesa del Espíritu en el AT, para releer luego en el NT el acontecimiento de Pentecostés como clave interpretativa, tanto de la acción del Espíritu en la comunidad de la nueva alianza, como de su identidad teológica-trinitaria.


I. El Espíritu de YHWH como lugar de la comunión de Dios con su pueblo en el AT

Para describir la experiencia y la comprensión del Espíritu en el AT, con su tensión a la plena manifestación en el acontecimiento pentecostal, hay que hacer dos premisas. En primer lugar —como ya se ha indicado— hay que recordar que en el judaísmo Pentecostés (shabu Bt «fiesta de las semanas») no es más que una de las tres fiestas de peregrinación a Jerusalén, como fiesta de la cosecha del grano (cf. Ex 23, 16; 34, 22) y fiesta de las primicias (cf. Núm 28,26); no parece posible encontrar una mención explícita de un acontecimiento histórico-salvífico al que haga referencia esta fiesta. Los únicos e importantes elementos que encontrarán expresión en la reinterpretación neotestamentaria son, por un lado, el hecho de que en el judaísmo tardío esta fiesta se relaciona con el recuerdo del acontecimiento del Sinaí como fundación del pueblo elegido, a través de la estipulación de la alianza y del don de la ley; y por otro, el hecho de que se celebre siete semanas (cincuenta días, según la expresión griega) después de la fiesta de Pascua (cf. Lev 23, 25s). En la perspectiva neotestamentaria — especialmente lucana— esto subrayará la relación estrecha de sucesión-consecuencia entre la nueva Pascua y el nuevo Pentecostés y el significado de este último como lugar de actuación — en la efusión del Espíritu— de la comunidad de la nueva alianza llamada a convocar a todas las gentes.

La segunda premisa se refiere a los que podríamos definir como los «presentimientos» de la acción del Espíritu en el mundo extrabíblico. En efecto, si sobre todo en el mundo grecohelenista es posible encontrar ciertas afinidades entre los temas bíblicos de la sabiduría (en el AT) y del logos (en el NT), lo mismo puede hacerse para la experiencia de Dios como Espíritu sobre todo en las religiones y en las filosofías del Extremo Oriente (desde el Taoísmo hasta el Hinduismo, donde por ejemplo, el atman se describe como un aliento de vida soplado por el brahman divino en las narices del hombre), pero también en el helenismo (desde el peúma «entusiástico» del que habla Platón hasta el pneúma cosmológico de los estoicos y el concepto plotiniano del pneúma como anima mundi). Más aún, podría decirse que, si la historia de la humanidad es una historia de encuentros (en primer lugar, entre Dios y los hombres), cada vez que se ha realizado un encuentro, allí ha estado presente de alguna manera el Espíritu'. En este sentido, para dibujar y comprender la acción del Espíritu en la historia de la autocomunicación de Dios a la humanidad, hay que tener presentes dos puntos de vista complementarios. Por un lado, hay que pensar en una economía salvífica trinitaria, que «se hizo presente desde el comienzo al género humano, con la paternidad de Dios, la luz del Verbo que irradia sobre todos los hombres y el impulso del "Espíritu que sopla adonde quiere"»2. Por otro lado, hay que subrayar también el progreso de la revelación de Dios, y en especial de la identidad del Espíritu Santo, según la evolución efectiva de la historia de la salvación, como ya subrayaba agudamente Gregorio Nacianceno.

Sobre esta base se puede subrayar sintéticamente que la experiencia del Espíritu en el AT está caracterizada por dos dimensiones fundamentales:

a) El Espíritu (rúah) de YHWH es ante todo el lugar de comunión de YHWH con su pueblo y con cada uno de los hombres. Pensemos solamente en la narración genesíaca de la creación del hombre con la espiración del aliento de vida (Gén 2,7), o en el aleteo del Espíritu de YHWH sobre las aguas (Gén 1,2). Es paradigmática en este sentido la experiencia del encuentro de Elías con el Señor en «el murmullo deuna brisa ligera» (1 Re 19,11-13). En este sentido se puede decir sintéticamente que ya en el AT el Espíritu es aquella dimensión de YHWH en la que él se pone «fuera de sí», en relación con la creación, con el hombre y con la historia. Y por otra parte, que es el mismo Espíritu de YHWH, en cuanto dado al hombre, el que hace al hombre capaz de vida y de encuentro con su Dios (cf., respectivamente, Sal 104; Gén 6,4).

b) En la característica tensión mesiánica-escatológica que atraviesa todo el AT, el Espíritu se promete luego, como efusión sobreabundante, al fututo Mesías y también a todo el pueblo elegido, como principio de la nueva alianza y como fuerza universal de renovación y de unidad. Puesto que es el Espíritu el que establece la comunión de los hombres con YHWH, puede decirse que el pueblo de la alianza es el espacio que Dios se crea en la historia para que el Espíritu pueda obrar en él y guiar a ese pueblo hacia la tierra prometida de la comunión plena con él. Por eso, en particular, YHWH da una especial efusión de su Espíritu a hombres como Moisés (cf. Núm 16,17), a los Jueces (cf. el libro homónimo), a los Reyes (cf. 1 Sam 8,7; 9,16; etc.) a los Profetas (cf. Is 59,21; Ez 3,12.14.24, etc.). Pero será sobre todo el Mesías prometido (o sea, el Ungido del Espíritu), el que recibirá sobre sí una efusión excepcional del Espíritu de YHWH. Más aún, el Espíritu descansará sobre él, le traerá la plenitud de los dones divinos (cf. Is 11, 1-2) y le hará convenirse en luz de las naciones (cf. Is 42,1). En el AT se va abriendo además progresivamente camino la promesa de una efusión escatológica del Espíritu sobre todo el pueblo y hasta sobre toda la creación (cf. Ez 36, 24-28; Is 32,15; JI 3, 1-2): será la nueva alianza, en donde el Espíritu, puesto dentro del corazón de los hombres, sabrá llevar a cabo la comunión plena y definitiva con Dios. Por eso, el Espíritu no sólo será el lugar de la comunión con Dios, sino el principio interior de una relación plena entre Dios y los hombres y de los hombres entr sí, aunque sigue siendo un don libre y gratuito del mismo Dios.

Hay que señalar que, a partir de los libros sapienciales (donde es evidente un influjo del pensamiento helenista y estoico en particular), se asiste también a una cierta personificación del Espíritu de YHWH (que, por lo demás, en el Sal 51 empieza a ser llamado «Espíritu Santo»); se trata, al parecer de un artificio literario, pero que indica una progresiva comprensión del papel esencial del Espíritu en el plan salvífico de YHWH (cf. Sa 7, 22-23; 9,17).

c) En el judaísmo intertestamentario asistimos, finalmente, a una toma de conciencia de una cierta ausencia del Espíritu, sobre todo profético (como nos atestigua, por ejemplo, 1 Mac 4,46; 9,27; 14,41). Por un lado, los escritos rabínicos y los Targumes conocen «la rúah como fuente de actividad profética en el pasado, prácticamente ausente en el presente (aun estando representada por la Escritura que ella inspira) y esperada para el porvenir esencialmente como un elemento de renovación moral y de conocimiento religioso». Por otro lado, sobre todo en los escritos de Qumrán, encontramos el testimonio de una presencia más viva de la actividad del Espíritu divino, en una especie de escatología parcialmente realizada (aunque dentro de la esperanza de una intervención definitiva del Señor), en la que el Espíritu actuará en plenitud su función de revelación de la verdad y de la purificación del hombre.


II. El espíritu Santo dado en Pentecostés por el Cristo crucificado y resucitado y la Iglesia como «comunión del Espíritu Santo» en el NT.

El testimonio del NT sobre el Espíritu es amplio y articulado, asumiendo y conjugando entre sí las diversas perspectivas presentes en el AT e imprimiendo sobre ellas la unidad y la novedad del acontecimiento cristológico, a partir de la clave de lectura que nos ofrece su culminación pascual. Las dimensiones de este testimonio que pueden tomarse en consideración son las siguientes: 1) el testimonio sinóptico de la presencia del Espíritu en la misión del Cristo histórico; 2) el acontecimiento pentecostal como lugar de la efusión escatológica del Espíritu (en el testimonio de Lucas y en el de Juan); 3) la experiencia del Espíritu dentro de la vida y de la misión de la comunidad de la nueva alianza (Pablo y los Hechos de los apóstoles); 4) y, finalmente, el testimonio sobre la identidad del Espíritu Santo, a la luz del acontecimiento pascual y eclesial, sobre todo en el cuarto evangelio. No nos detendremos, sin embargo, en el papel del Espíritu en la realización del acontecimiento pascual, ya que se trató de él en la voz «Pascua».

1. EL TESTIMONIO SINÓPTICO DE LA PRESENCIA DEL ESPÍRITU EN LA MISIÓN DEL CRISTO HISTÓRICO. En el estrato prepascual de los sinópticos, Jesús de Nazaret se presenta como el Mesías, el Ungido de YHWH sobre el que reposa la plenitud del Espíritu. Ya la escena del bautismo se describe como una consagración mesiánica de Jesús de Nazaret (cf. Mc 10, 38; Lc 1, 9-11 y par.) Y probablemente, precisamente a partir de esta escena de unción mesiánica, toda la existencia de Jesús y su ministerio se comprenden como un único bautismo (cf. Mc 10, 38; Lc 12, 49-50). También la inauguración del ministerio mesiánico en la sinagoga de Nazaret, tal como se describe en Lc 4, 16-20, se interpreta como una unción del Espíritu con referencia al texto mesiánico de Is 61, lss; y toda la existencia y el ministerio de Jesús se leen como un acontecimiento en el Espíritu: el kerigma y la praxis, los exorcismos y los milagros, todo ocurre en virtud y bajo el impulso del Espíritu. En particular, tres loghia sinópticos atestiguan esta presencia del Espíritu en la misión presente y futura de Jesús como elemento intrínseco y esencial (cf. Mt 18, 28, donde la llegada del reino se relaciona con el poder del Espíritu; Mc 3, 28-29 y par., el texto famoso sobre la «blasfemia contra el Espíritu»; Mc 13, 11 y par., que recoge la promesa hecha por Jesús del don del Espíritu a sus testigos en las persecuciones).

En la tradición sinóptica —pero, en este caso, como fruto ya de la lectura post-pascual— encontramos también, en los evangelios de la infancia, la comprensión del acontecimiento de Jesús como obra del Espíritu Santo desdeel comienzo, desde su concepción (cf. Mt 1, 18-20; Lc 1, 35). Como lectura, la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo es signo, no sólo de su carácter mesiánico (por lo que él es el Cristo), sino también de su divinidad (él es el Kyrios, el Hijo de Dios).

2. EL ACONTECIMIENTO PENTECOSTAL COMO LUGAR DE LA EFUSIÓN ESCATOLÓGICA DEL ESPÍRITU. La tradición neotestamentatia nos atestigua la experiencia y la comprensión apostólica del don del Espíritu Santo recibido por la comunidad de la nueva alianza en estrecha vinculación con el acontecimiento pascual de Jesús, aunque solamente dos textos, el uno al comienzo de los Hechos de los apóstoles (2, 1-13) y el otro al final del cuarto evangelio (20, 19-23), ofrecen un contexto histórico preciso y describen las condiciones de la primera comunicación escatológica del Espíritu por parte del Cristo resucitado. Los dos relatos están de acuerdo en lo esencial: la efusión del Espíritu tiene lugar inicialmente y de modo fontal sobre los apóstoles, por parte de Cristo resucitado, y en Jerusalén. Son diversas las circunstancias y el marco de la interpretación teológica que sirven de contorno y de explicación del acontecimiento.

a) El Pentecostés de Lucas. En el relato de Lucas tenemos una referencia precisa a la fiesta de Pentecostés. Parece que con ello se subrayan sobre todo dos elementos. Por un lado, que Pentecostés, con la efusión del Espíritu, es el cumplimiento del acontecimiento pascual. En efecto, en el discurso que ilustra el don del Espíritu, liga muy estrechamente la Pascua, la Ascensión y Pentecostés: «A este Jesús Dios le resucitó (...), y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre en el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís» (2, 32-33). Como veremos, la comprensión de Pentecostés como cumplimiento del acontecimiento pascual es la misma que está presente en Juan; lo que pasa es que «los tres tiempos están recogidos en Juan en un mismo día, mientras que Lucas los distingue, uniéndolos por lo demás en el único desarrollo del ciclo pascual». Por otra parte, la vinculación del judaísmo tardío de Pentecostés con la conmemoración del don de la ley en el Sinaí y la evidente referencia lucana a las profecías mesiánicas de Joel, de Jeremías y de Ezequiel sobre la nueva alianza subrayan que el don pentecostal del Espíritu constituye el fruto pleno de la salvación traída por Cristo como realización de la nueva alianza`. Así se confirma en el hecho de que el relato de Pentecostés va seguido de la descripción de la vida de la comunidad cristiana (cf. sobre todo los sumarios lucanos: He 2,44-45; 4,32-35), donde la comunión no sólo de corazones, sino de bienes, subraya (con la referencia incluso literal al texto de Dt 15,4: «no habrá pobres en medio de vosotros») que Lucas, a la luz del mensaje de Jesús sobre la venida del reino, interpreta Pentecostés como la inauguración de la comunidad de la nueva alianza, regulada por la ley nueva de la caridad'. También el «hablar de varias lenguas», con evidente alusión por un lado a la experiencia de los antiguos profetas (cf. Núm 11,25-29; 1 Sam 10,5-6; 1 Re 22,10) y por otro a la experiencia de la «glosolalia» en la Iglesia primitiva (cf. He 10,46; 19,6; 1 Cor 12-14), subraya que el don del Espíritu restablece la unidad del lenguaje que se había perdido en la torre de Babel (Gén 11, 1-9) y prefigura la dimensión universal de la misión de los apóstoles (He 1,8).

b) El Pentecostés de Juan. La narración de Pentecostés en Juan nos presenta una interpretación análoga, aunque en un contexto teológico distinto. Se da una vinculación muy estrecha entre la escena de la crucifixión, con la «entrega del Espíritu» por parte de Jesús moribundo (19,30) y la salida de sangre y agua del costado traspasado del Señor (19,34), y la escena de la aparición de Jesús resucitado, con los signos glorificados de la pasión, en medio de los apóstoles. Para Juan, la escena del hacerse presente resucitado entre los suyos es la otra cara, el fruto, de la escena de la crucifixión y de la muerte. El Resucitado llega haciéndose presente en medio de la comunidad: por los verbos usados (élthen y éste), el cuarto evangelio parece querer sugerir que Jesús se hace presente, no reccorriendo un espacio, sino mostrándose en el centro de la comunidad: él es su corazón, la fuente perenne de vida. El mostrar las manos y el costado subraya que se perpetúa en él el acontecimiento pascual de muerte y resurrección, por el que él es para siempre el Crucificado-Resucitado, de cuyo costado, en el Espíritu, brotan la sangre y el agua, vida y alimento de la comunidad nueva. El aleteo del Espíritu sobre los apóstoles por obra de Jesús, subraya que el Resucitado es la fuente del Espíritu «sin medida». La escena refleja por un lado la del Génesis (Dios que sopla su aliento en las narices delhombre: Pentecostés es la creación consumada; por otro lado, con la referencia a la paz dada por Cristo y el envío para la remisión de los pecados, recuerda la salvación plenamente realizada que ha de ser comunicada a todas las gentes.

c) La experiencia del Espíritu dentro de la vida y de la misión de la comunidad de la nueva alianza (Pablo y Hechos de los Apóstoles). Son sobre todo los Hechos de los apóstoles y el epistolario paulino los que describen con gran riqueza la vida de la Iglesia apostólica como vida de la comunidad de la nueva alianza en la fuerza del Espíritu de Pentecostés. San Lucas subraya, en particular, el papel del Espíritu como Espíritu de profecía y de testimonio y como principio de irradiación universal de la salvación: en cuanto que es el Espíritu Santo el que mueve a los apóstoles y a toda la comunidad cristiana a llevar a todos los hombres la buena nueva de Cristo para recogerlos en una sola familia. San Pablo, sin olvidar este aspecto (pensemos solamente, por ejemplo, en la presencia en las comunidades paulinas de los carismas de la profecía y de la glosolalia), subraya sobre todo la acción del Espíritu como principio del amor y de la comunión que liga a los hombres, en Cristo, con el Padre y entre sí. Todo esto tiene su raíz en el hecho de que el don del espíritu hace al creyente «hijo» del Padre en Cristo, según la enérgica y precisa afirmación de la carta a los Romanos: «y vosotros (...) habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos por medio del cual gritamos: "Abba, Padre". El mismo Espíritu atestigua a nuestro espíritu que somos hijos de Dios» (8,15-16). Alhacerlos «hijos», los hace también «un solo cuerpo» (2 Cor 12,13), una «comunión del Espíritu Santo» (2 Cor 13,13). Así, pues, el Espíritu es aquel principio de la libertad (2 Cor 13,17) y del amor (Rom 5,5; 2 Cor 13,13), de donde nace y se edifica la unidad eclesial; y los dones que cada uno recibe del Padre por medio del Espíritu Santo (los carismas) se reciben y hay que ejercitarlos para edificar la unidad de la comunidad (1 Cor 12-14). En este sentido, la Iglesia es para Pablo el comienzo de la nueva creación, que abarca también al cosmos (cf. Rom 8), ya que el Espíritu Santo ha sido interiorizado en el corazón de la humanidad y de la historia, y desde aquí (como principio y como «arras» de la manifestación plena de la gloria del Padre en sus hijos y en la creación) derrama sin cesar la fuerza renovadora y recapituladora de la resurrección.

4. EL TESTIMONIO SOBRE LA IDENTIDAD DEL ESPÍRITU SANTO, A LA LUZ DEL ACONTECIMIENTO PASCUAL Y ECLESIAL, SOBRE TODO EN EL CUARTO EVANGELIO. El acontecimiento pentecostal como fruto y consumación del acontecimiento pascual y la experiencia de la comunidad apostólica son el punto de partida para la comprensión de la identidad no sólo histórico-salvífica, sino incluso propiamente teológico-trinitaria del Espíritu de Pentecostés. En general, hay que subrayar que la perspectiva específica y decididamente innovadora del NT respecto al AT, en lo que se refiere en concreto al progreso en la revelación de la identidad del Espíritu, se caracteriza por dos elementos esenciales. Ante todo, por el hecho de queel don del Espíritu en los últimos tiempos a la comunidad de la nueva alianza se sitúa en una conexión indestructible con Cristo y en particular con el Cristo crucificado: quedan así unificadas las dos líneas, todavía paralelas en cierto modo, que estaban presentes en el AT (el Espíritu sobre el Mesías y el Espíritu dado a todo el pueblo); en segundo lugar, y precisamente por eso, el Espíritu Santo adquiere cada vez más decisión los rasgos de una «realidad» divina, unida pero también distinta del Padre y del Hijo. Convendrá señalar además que en el NT el apelativo «Espíritu Santo» (sobre todo en la perspectiva lucana) se reserva para el Espíritu dado en Pentecostés, es decir, para la plenitud cristológica del don y de la revelación del Espíritu, mientras que se encuentran fórmulas que lo ponen en relación o bien con el Padre (Espíritu de Dios o del Padre), o bien con el Hijo (Espíritu de Cristo, del Señor, del Hijo...).

Es el cuarto evangelio el que reviste una importancia decisiva para la comprensión de la identidad trinitaria del Espíritu; pero ya en los Hechos y en Pablo es evidente un camino en esta dirección. Efectivamente, en la obra lucana el Espíritu Santo no es sólo fuerza de irradiación de la buena nueva, sino que a menudo muestra todas las características de un actor personal que guía la historia de la primera comunidad cristiana: «El libro de los Hechos permite apreciar un progreso notable hacia la personalización del Espíritu Santo (...). La atribución constante al Espíritu de una serie bien determinada de intervenciones importantes en la historia de la salvación parece indicar

que es concebido en la práctica como sujeto de atribución divino»8. También en Pablo hay muchos lugares que orientan en el sentido de una personalidad propia del Pneúma divino que «escudriña las profundidades de Dios» (1 Cor 2, 10) y es «enviado» a nuestros corazones (cf. Gál 4, 6). Este carácter personal aparece bien claro en 1 Cor 12, 11, donde Pablo habla del Espíritu que distribuye los dones de la gracia «como quiere», por no hablar de las fórmulas trinitarias (cf. 2 Tes 13, 14; 1 Cor 12, 4-6; 2 Cor 13, 13; Gál 4, 6...), en las que el Espíritu se presenta en igualdad con Dios (ho Theós, el Padre) y con Cristo.

Pero es sobre todo en el cuarto evangelio donde se presenta al Espíritu Santo como el Otro Consolador (Jn 14, 16), el Otro Enviado del Padre, « que yo —promete Jesús— os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de verdad que procede del Padre (ho para toú patrós ekporeúetai)» (Jn 15, 26). En efecto, es sobre todo en Juan donde la obra de Jesús en su conjunto se presenta como un bautismo en el Espíritu (cf. 1, 32-34), es decir, como una extraordinaria efusión del Espíritu sobre toda la humanidad; en efecto, él «dará el Espíritu sin medida» (3, 34), y «de su seno manarán ríos de agua viva» (7, 38), que colmarán la sed y darán la vida a todos los que creen en él (cf. 6, 60-65), permitiéndoles renacer «por obra del Espíritu» (3, 3-8). Como ya sabemos por el cuarto evangelio, la hora de este bautismo en el Espíritu es el acontecimiento pascual de la crucifixión-glorificación de Jesús: «No se les había dado todavía el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (7, 39; cf. 19, 30. 34).

El acontecimiento pascual-pentecostal (cf. Jn 20, 21) queda iluminado en su realidad trinitaria, como don del Espíritu por parte del Padre y del Hijo (el Padre da el Espíritu en el nombre del Hijo y el Hijo da el mismo Espíritu a partir del Padre), en los famosos «discursos del Paráclito» (este término se deriva del, verbo parakalein, que significa «llamar al lado de uno», «pedir socorro»). En estos discursos Jesús promete cinco veces (Jn 14, 16-17. 25-26; 15, 26-27; 16, 7b-8. 12-15) a sus discípulos el envío, después de su regreso al Padre, de otro paráclito, a saber, el Espíritu de verdad, que en el corazón de los creyentes guiará hacia la verdad entera (cf. 16, 13). Así, pues, en estos discursos se describe al Espíritu Paráclito con rasgos claramente personales y su identidad (a partir de su misión al corazón de los discípulos) queda iluminada en su relación constitutiva con el Padre y con el Hijo. En efecto, el Espíritu mana como don del corazón de Dios Padre y, a través del Hijo, es enviado a los discípulos. Como el Hijo es el Logos del Padre que nos ha revelado sus palabras, así el Espíritu interiorizará las palabras de Cristo, su misma presencia, en el corazón de los creyentes: «Él —explica Jesús— (...) tomará de lo mío y os lo anunciará. Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso he dicho tomará de lo mío y os lo anunciará» (cf. 16, 12-15). Así pues, el cuarto evangelio, junto con la misteriosa identidad del Espíritu Paráclito (que es claramente distinto del Padre y del Hijo y que es descrito con un ser análogo al del Padre y del Hijo), subraya también que el envío del Espíritu en su plenitud (precisamente como realidad distinta del Padre y del Hijo) estárelacionado con el acontecimiento pascual de Cristo: «Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Consolador» (16, 7b).

Finalmente —para subrayar que la realidad del Espíritu Paráclito es la misma realidad divina del Padre y del Hijo—, el cuarto evangelio inserta al Espíritu en aquel dinamismo de recíproca glorificación entre el Padre y el Hijo que caracteriza a la misión del Verbo encarnado, culminando en su pascua y revelando su plena identidad divina como Hijo unigénito del Padre (cf. 13, 31-32; 17, 5. 24). En efecto, gracias a esta mutua glorificación, el Padre y el Hijo están el uno en el otro, más aún, son Uno (cf. 10, 30; 14, 8-10). Y también el Paráclito participa de este infinito dinamismo de glorificación que se actúa plenamente en el acontecimiento pascual-pentecostal. En los discursos sobre el Paráclito, Jesús subraya que «El me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo anunciará» (16, 14). Todo lo que el Padre posee, se lo da al Hijo —glorificándolo, o sea, haciéndolo partícipe de su gloria— y todo lo que el Hijo tiene del Padre es a su vez «tomado» por el Espíritu y anunciado a los hombres (cf. 16, 15). Más aún, esta misma gloria que el Padre da al Hijo y que el Espíritu auncia a los hombres parece hasta cierto punto identificarse con el don mismo del Espíritu Santo, por ejemplo cuando Jesús reza así al Padre en su oración por la unidad: «Y la gloria que tú me has dado, yo se la he dado a ellos, para que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en la unidad y el mundo sepa que tú me has enviado» (17, 22-23). En este pasaje, lagloria es lo que hace Uno al Padre y al Hijo (el Ser Dios) y, a través del don del Hijo que brota del Padre (es decir, el Espíritu Santo), es lo que hace una sola cosa a los creyentes con Cristo y, por medio de él, con el Padre.

Como puede deducirse de estos breves pasajes, el tema de la gloria (kabod, en el AT; doxa, en el NT) tiene una centralidad y una profundidad únicas en el cuarto evangelio, precisamente para expresar la unidad de Dios en la mutua relación de amor-entrega de sí entre el Padre, el Hijo y el Espíritu: y al mismo tiempo, para expresar el fruto de la redención de Cristo y del don pentecostal del Espíritu Santo como participación en la misma vida divina que se actúa, ante todo, en la unidad de los creyentes en Cristo realizada por el don del Espíritu. Todo esto se contempla y se afirma con una densidad simbólica y alusiva, que se ofrece a la teología sucesiva de la Iglesia para una profundización de qué es lo que significa la unidad del Dios trinitario y la participación de la misma, por gracia, a los hombres.

5. MARÍA Y PENTECOSTÉS. Una última e importante dimensión del acontecimiento pentecostal, que es preciso tener en cuenta, aunque sólo sea de pasada, se refiere a la presencia y al papel de María, la Madre de Jesús, en este momento constitutivo de consumación del acontecimiento cristológico y de su culminación pascual, presencia que se subraya de varias formas tanto en la perspectiva de Lucas como en la de Juan. En los Hechos de los Apóstoles se menciona la presencia de María al lado de los apóstoles, de algunas mujeres y de los hermanos de Jesús, en el cenáculo, en actitud de concordia y de oración (1, 12-14), en espera del don del Espíritu prometido por Jesús (cf. 1, 7-8). Esta presencia de María al comienzo de la Iglesia es copia de su presencia al comienzo de la vida histórica de Jesús (cf. Lc 1, 26-38); en ambos casos, el que obra el nacimiento de Jesús y el nacimiento de la Iglesia es el Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35; He 2, 4). De forma delicada y alusiva, la obra lucana quiere por tanto subrayar que la efusión del Espíritu a través del Mesías sobre todo el pueblo nuevo se realiza a través del «fíat» y de la presencia maternal orante de María. En otro contexto teológico, esta misma presencia se subraya en el cuarto evangelio. También aquí, el primer signo a través del cual Jesús muestra su gloria a los discípulos en las bodas de Caná (Jn 2, 1-12), tiene lugar en presencia y por la mediación de la Madre de Jesús. Lo mismo ocurre bajo la cruz, donde la «entrega del Espíritu» (19, 30) por parte de Jesús y el manar de «sangre y agua» de su costado traspasado por la lanza (19, 34) se encuadran en una escena de profundo significado eclesiológico. Al comienzo de la escena aparecen María y las mujeres al pie de la cruz y se menciona la entrega de la madre al discípulo que amaba Jesús, indicándose en María, la «nueva Sión», la comunidad 'de la nueva alianza que recibe el don del Espíritu, engendrando como hijos de Dios a los hombres (confiados en Juan a María) (cf. 19, 25-27). Al final, la cita del pasaje de Zacarías: «Mirarán al que traspasaron» (Zac 12, 14, en Jn 19, 37), indica a Cristo crucificado como el punto de convergencia y de atracción de los hombres, que en este converger hacia él —por el Espíritu— se convierten en Iglesia, en «lo uno», según la expresión misma de Jesús: «Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32), y la del evangelista: «Jesús tenía que morir para reducir a uno solo a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 52). Así, pues, también en la perspectiva de Juan el acontecimiento pentecostal tiene una dimensión mariológica intrínseca, como primicia y mediación al mismo tiempo de su fruto eclesiológico.


III. Perspectiva dogmática sobre la identidad trinitaria del Espíritu pentecostal

Como conclusión de esta lectura teológico-bíblica del acontecimiento pentecostal en su íntima conexión con el acontecimiento pascual del Crucificado-Resucitado, ofrecemos solamente algunas perspectivas dogmáticas sintéticas que se deducen del testimonio bíblico y que constituirán las líneas de fondo de la penetración sucesiva de la tradición de la Iglesia sobre la identidad y la acción del Espíritu de Pentecostés. Lo hacemos poniendo de manifiesto dos dialécticas fundamentales que atraviesan el don y la manifestación escatológica del Espíritu Santo.

La primera dialéctica se refiere a la relación entre la revelación plena de la identidad del Espíritu Santo y el cumplimiento de la obra de la salvación del hombre como unidad, es decir, como Iglesia. El dato teológico fundamental que se deduce del acontecimiento pentecostal es realmente que sólo a partirdel acontecimiento pascual, es decir de la muerte de Cristo como retorno suyo al Padre, se hacen posibles al mismo tiempo la manifestación del Espíritu Santo como realidad distinta del Padre y del Hijo encarnado (es decir, como persona, según la terminología de la definición dogmática posterior) y, en consecuencia, la plenitud de su obra de salvación y definición en los hombres. Como el Padre se hace «visible» en el Hijo hecho carne, revelándolo como persona distinta de él, así el Hijo da el Espíritu, como persona distinta de él, sólo en el momento en que vuelve al Padre, dejando espacio —por así decirlo— al Espíritu. De esta manera se manifiesta el Ser trinitario de Dios: la distinción y la unidad de los Tres. En consecuencia, precisamente porque ha sido dado y revelado en plenitud, el Espíritu puede comunicar a los hombres lo que es más propio del Ser de Dios: su misma vida divina (cf. 2 Pe 1, 4), haciéndolos hijos en el Hijo, una sola cosa en él, como él es uno con el Padre (cf. Jn 17, 21-22). En esta perspectiva se pone también de relieve la «función» creativo-salvífica del Espíritu, que — parafraseando a W. Kasper— es al mismo tiempo «lo íntimo» de Dios (la manifestación de su «gloria» como unidad de la vida divina) y su «extremo» (la libre y gratuita participación de la mismaen la creación por medio del hombre, en Cristo).

La segunda dialéctica se refiere precisamente a la manifestación de la identidad personal del Espíritu Santo. En el momento en que se revela plenamente en Pentecostés, se esconde también la manera más profunda: de aquella que la teología ortodoxa definirá como la«kénosis» del Espíritu Santo. Y esto porque la identidad personal del Espíritu es —a nivel intratrinitario» manifestar al Padre en el Hijo y al Hijo en el Padre; y —a nivel histórico-salvífico— introducir a las criaturas humanas en la misma realación de amor y de unidad que corre entre el Padre y el Hijo. En este sentido, finalmente, hay que leer teológicamente la relación entre María y el Espíritu Santo: María es el icono de la humanidad que ha sido hecha hija de Dios en el Hijo, unificada y divinizada, y por tanto es en su rostro donde brilla la gloria del Espíritu de Pentecostés.

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Piero Coda