SUMARIO: I. Origen trinitario de la misión: 1. Enseñanza de la Escritura; 2. La Tradición; 3. El Concilio Vaticano II: a) La Lumen Gentium, b) El decreto Ad gentes.—II. Teología de las misiones trinitarias: a. Noción teológica de misión, b. Las misiones trinitarias no suponen imperfección, c. Lo eterno y lo temporal en las misiones divinas, d. Definición de las misiones trinitarias y su alcance, e. Las misiones y las personas divinas.—III. Misiones trinitarias e inhabitación de la SS. Trinidad.—IV. Misiones trinitarias y gracia santificante.—V. La doctrina de las «misiones trinitarias» en la teología hodierna.—VI. Iglesia misionera.
La misión de la Iglesia se ha entendido normalmente en su dimensión
preferentemente antropológica: salvar al hombre, comprendiendo esta salvación en
sentido prevalentemente negativo: «para que el hombre no se condene». No ha sido
frecuente arrancar de la SS. Trinidad como fuente de toda misión, o mejor, no se
ha entroncado en el Padre, como hontanar de las misiones del Hijo y del Espíritu
Santo. La causa de este desenfoque de la misión tal vez haya estado en el
«olímpico aislamiento»' al que se ha tenido relegado el misterio
adorable de la SS. Trinidad.
Con el Vaticano II, sin embargo, y, últimamente, con la encíclica «Redemptoris missio», de Juan Pablo II, la misión de la Iglesia ha quedado centrada en el CENTRO, que centra y concentra todo su misterio y, en concreto, su misión.
El objetivo de esta reflexión no es precisamente hablar de la misión de la Iglesia, cuanto del fundamento trinitario de esta misión, que son las misiones trinitarias. Fundamento del que arranca toda misión en el Pueblo de Dios.
I. Origen
trinitario de la mision
La comprensión de la Iglesia en su condición de «misterio» y «sacramento» ha sido consecuencia de la recuperación de las «misiones divinas» por parte del Vaticano II. Al arrancar de las «misiones trinitarias», el concilio se situaba en la más pura línea de la revelación, de la patrística e, incluso, de la teología.
1. ENSEÑANZA DE LA ESCRITURA. Jesús aparece como el «enviado» del Padre a quien deben recibir los hombres para salvarse (cf. Jn 5,22-24.36-37). Habla, de igual forma, del Espíritu Santo, que enviará el Padre (cf. Jn 14,26; Gál 4,6) y tambien él mismo (He 1,33; Jn 15,26; 16,7) a la Iglesia.
El envío del Hijo por parte del Padre y el envío del Espíritu Santo de parte de Padre e Hijo implica la autodonación del Hijo y del Espíritu Santo en cuanto tales y, en ellos y con ellos, la autodonación del Padre en su condición de Padre a todos los hombres.
Porque «Dios es amor» (1 Jn 4,16) es una expansión fecunda de vida en el ámbito intratrinitario. Dios es Padre que, por ser tal, engendra, en su autodonación, al Hijo, de suerte que el Padre se constituye en «Padre» merced a su autodonación fecunda que hace de sí mismo al Hijo. Dios es Hijo que, por ser tal, es don pleno al Padre, de suerte que el misterio personal del Hijo lo constituye esa total entrega de sí mismo al Padre. Y, porque «Dios es amor», es Espíritu Santo, «don personal» entre el Padre y el Hijo, «descanso» y «gozo» mutuos en la vida intratrinitaria. La vida de Dios es, por tanto, en sí misma, flujo y reflujo, una salida y un retorno o, en otras palabras, una comunión familiar en expansión.
Por un designio totalmente libérrimo del Dios Trino, esta expansión vital intratrinitaria ha salido fuera de la vida intratrinitaria y ha alcanzado también a los hombres por las misiones del Hijo y del Espíritu Santo. El envío del Hijo implica la donación que el Padre hace de su propio Hijo a los hombres (cf. Jn 3, 16s.; Rom 8, 32; etc.) «para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva (Gál 4,5; cf. 8,14s.).
Otro tanto cabe decir del envío del Espíritu Santo de parte del Padre y del Hijo: comporta, igualmente, la donación del Paráclito como tal a los hombres (cf. Jn 14,17.26; Rom 5,5;2 Cor 1,22; 1 Jn 4,13). Los exégetas reconocen que en estas misiones del Hijo y del Espíritu Santo se «nos revela que Cristo comunica a sus "fieles" algo de la relación filial que le une al Padre: una paternidad, por tanto, la de Dios, que rebasa las relaciones intratrinitarias para abrazar sin más a todos los hombres» hasta el punto de que «su paternidad (del Padre) para con los hombres se realiza en el Hijo y por medio del Hijo, de suerte que, como somos filii Dei in Filio, puede calificarse asimismo a Dios como Pater noster in Filio per Spiritum Sanetum».
2. LA TRADICIÓN DE LA IGLESIA. Los Padres de la Iglesia, de igual forma, entienden las «misiones» divinas como una ampliación en el hombre de lo que es propio del Hijo y del Espíritu Santo. El objeto de su teología es Dios, el Padre, que se da a los hombres en Cristo, cuya filiación participan por la acción del Espíritu Santo. Por vía de ejemplo, entre tantos como podíamos citar, valga san Ireneo. El obispo de Lyon se sirve de una alegoría sugestiva para expresar este misterio: el Padre lleva a cabo su designio de autodonarse a los hombres, a través del Hijo encarnado y del Espíritu, que vienen a ser como sus «dos manos». Ireneo quiere expresar con esta alegoría la configuración del hombre, en la Iglesia, al modelo, el Verbo encarnado, mediante la acción del Espíritu Santo. Cristo y el Espíritu entran en el hombre, comunicándole la vida filial, como algo constitutivo del ser humano, de suerte que para el obispo de Lyon el hombre únicamente es tal, cuando ha recibido en sí mismo al Espíritu.
Para Orígenes, «la Iglesia está llena de la Santísima Trinidad»'. Tertuliano, por su parte, reconoce que allá donde están las tres personas, se halla también la Iglesia «que es el cuerpo de los tres». Pero tal vez sea Cirilo de Alejandría quien con mayor fuerza y realismo ha expresado el misterio de la Iglesia como participación en el ser personal del Hijo y del Espíritu y, en ellos, del Padre. «Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Lo que imprime en nosotros la imagen divina es la santificación, es decir, la participación del Hijo en el Espíritu». Por el bautismo «se forma en nosotros Cristo de modo inefable...».
Y por lo que hace a la misión del Espíritu Santo, el mismo Cirilo de Alejandría compara su acción con la del seilo. Tratando de demostrar de su acción divinizadora en el hombre la condición divina del Espíritu, dice: «El Espíritu Santo no delinea en nosotros la sustancia divina como si él fuera ajeno a ella, a manera de un pintor, que es ajeno a la naturaleza de lo que pinta... sino que El mismo, que es Dios y procede de Dios, se imprime invisiblemente, como en cera blanda y a la manera de un sello en el corazón de los que lo reciben, restaurando así, por la comunicación de sí mismo, la imagen de la naturaleza a la belleza del ejemplar y restituyendo al hombre a imagen de Dios».
San Agustín, por su parte, abunda sobre este particular; insiste en la participación de la Iglesia en la condición filial del Hijo: los cristianos, «porque son hijos de Dios, constituyen el cuerpo del Hijo único de Dios; siendo él la Cabeza y nosotros los miembros somos el único Hijo de Dios». Para los Padres, por tanto, las misiones de las divinas personas prolongan en la Iglesia y en cada uno de sus miembros la vida misma que el Hijo recibe del Padre, y el Espíritu, de ambos. Toda la Trinidad se hace presente de un modo nuevo en los hombres incorporados a Cristo por la acción del Espíritu. Ph. Delahaye, resumiendo el pensamiento patrístico, reconoce que para los Padres de los primeros siglos, la salvación del hombre se cifra en el nacimiento del Verbo en el corazón del hombre. «La patrística primitiva define... la acción salvífica de Dios por su concepción del nacimiento del Logos en el corazón de los hombres... en la filiación e incorruptibilidad y como Logos pneumático en el carisma»". A. Rétif, en la misma línea, reconoce que «la doctrina sobre la relación entre las procesiones intratrinitarias y las misiones temporales de las personas divinas (encarnación y pentecostés) es una doctrina tradicional»
3. EL CONCILIO VATICANO II. Dos son los documentos principales en los que el Vaticano II ha estudiado la condición misionera de la Iglesia y, como presupuesto básico, las misiones trinitarias: la constitución LG y el decreto AG.
a) La Lumen gentium. Todo el cap. I de la LG, que estudia el misterio de la Iglesia, tiene como telón de fondo el tema de las misiones trinitarias. Se arranca del Padre como fuente y origen de la Iglesia (n.2), mediante la acción del Hijo, que es «enviado por el Padre» (n. 3) y por la presencia del Espíritu, «enviado también el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef 2,18)» (n.4).
Una vez que se impuso el nuevo cap. II, De populo Dei, la preocupación de los Padres conciliares se cifró en conseguir que se pusieran de relieve con fuerza los principios teológicos de la misión de la Iglesia'. Tratando de responder a los deseos de los Padres, la subcomisión teológica II elaboró dos números nuevos en el c. II del esquema De Ecclesia: el n. 13, De universalitate seu catholicitate unius Populi Dei y el n. 17, con el que se concluía el cap. Nos interesa el n. 13. Tras poner de relieve el proyecto salvífico del Padre, el n. 13 pasa a describir el modo de su realización, que es la misión del Hijo y del Espíritu de parte del Padre, primero, y la misión de la Iglesia prolongando la obra de Cristo bajo la acción del Espíritu, después: «Para esto envió Dios a su Hijo, al que constituyó heredero universal (cf. Heb 1,2), para que fuera nuestro maestro, rey y sacerdote, cabeza del nuevo y universal pueblo de los hijos de Dios. Para esto, finalmente, envió Dios el Espíritu de su Hijo, Señor y Vivificador». La subcomisión II, al presentar este número, reconocía que la universalidad del Pueblo de Dios se asienta «en la unidad de la naturaleza humana y en las misiones de Cristo, del Espíritu Santo y de la Iglesia». El número en cuestión que pasó sin más a la LG con el mismo guarismo arranca del origen de toda misión, el Padre, que envió a su Hijo al mundo. El Hijo, a su vez, envía a la Iglesia a continuar su obra. Se evoca el mandato misionero de Mt (28,18-20). Se afirma, igualmente, la misión del Espíritu que acompaña y asiste a la Iglesia en su tarea evangelizadora. Y, a modo de conclusión de todo el c. II de LG, se señala el objetivo de toda misión en la Iglesia: la glorificación del Padre (cf. LG 17).
b) El decreto «Ad gentes». Esta fundamentación teológico-trinitaria de la misión de la Iglesia se quiso dar por supuesta en el esquema De missionibus del que se eliminaron los principios doctrinales de la misión, por estar recogidos en la LG. La mayoría de los Padres que procedían de tierras de misión se opusieron. J. Zoa, en nombre de cuarenta obispos de África y Asia pidió que figuraran los principios teológicos de la misión, anclándolos en las «misiones trinitarias»: «Es necesario que se exprese con claridad meridiana cómo la actividad misionera de la Iglesia arranca principalmente de las misiones del Verbo y del Espíritu Santo. Esta misión se continúa en y por la Iglesia. La Iglesia es únicamente el instrumento de las misiones del Hijo y del Espíritu. La misión es el único movimiento que trae su origen de la Trinidad y retorna a la misma Trinidad después de haber alcanzado en su movimiento al mundo y a la historia».
El descontento general sobre el esquema De missionibus dio origen a otro nuevo, titulado Schema de activitate nissionali Ecclesiae, que cristalizó en el decreto Ad gentes. En la presentación del nuevo esquema la Relatio reconocía que el esquema trataba de basar la obra misionera de la Iglesia «en la doctrina del mismo Dios Trino, de acuerdo con la profunda enseñanza de santo Tomás; y conecta con la misión universal de la Iglesia». Y continúa la Relatio: «De acuerdo con el proyecto de Dios Padre, amor fontal" (cf. Dionysium, Thomam, Bonaventuram), del que proceden el Hijo y el Espíritu Santo, que nos creó y nos llamó, fue enviado el Hijo, verdadero mediador, el cual, por el camino de la encarnación, salvó lo que asumió... Fue enviado igualmente el Espíritu Santo, el cual con su acción interna asiste y mueve al hombre en la realización de esta obra».
En esta misma línea, el relator, J. Schütte, reconocía que «la actividad misional se debe deducir de la misma fundamentación teológica: 1) el origen trinitario de la misión de la Iglesia, que trae su origen del consejo o mandato del Padre, proveniente de su ágape (cf. 2 Cor 13,13), que se lleva a cabo mediante las misiones del Hijo y del Espíritu Santo; 2) el aspecto eclesiológico de la misión y la íntima conexión con la constitución
De Eccesia...El decreto AG sienta como principio inconcuso que «la Iglesia es por su misma naturaleza misionera, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre» (AG 2). «No podríamos soñar con una fundamentación más recia y profunda, más noble, más urgente, más dinámica y más fecunda. En la fuente misma de nuestro ser cristiano, en el misterio primordial, cuya vivencia hará nuestra felicidad en el cielo, y cuya irradiación vital nos envuelve, transforma y diviniza ya en la tierra; ahí es donde hunde sus raíces la vocación misionera de la Iglesia».
El decreto AG, sin embargo, ofrecía una novedad importantísima y fundamental sobre la LG: conectaba las misiones del Hijo y del Espíritu Santo con sus procesiones respectivas: «Este propósito (de Dios Padre) dimana del "amor fontal" de Dios Padre, que, siendo Principio sin principio, del que es engendrado el Hijo y procede el Espíritu Santo por el Hijo, creándonos libremente por un acto de su excesiva y misericordiosa benignidad y llamándonos, además, graciosamente a participar con Él en la vida y en la gloria, difundió con liberalidad... la bondad divina, de suerte que el que es creador de todas las cosas ha venido a hacerse todo en todas las cosas (1 Cor 15,28), procurando a la vez su gloria y nuestra felicidad» (AG 2,2). Es cierto que el Concilio no apela a términos técnicos de la teología, pero está presente en 2,2 toda la teología de la relación entre las procesiones y las misiones, como lo vamos a ver en el párrafo siguiente.
La misión de la Iglesia quedaba plenamente centrada en la SS. Trinidad como en su fuente original y en su término final. Del Padre, por el Hijo encarnado, en el Espíritu Santo, recibe la Iglesia su misión, que no tiene otra mira que la de reunir a todos los hombres en Cristo y conducirlos al Padre, mediante la acción del Espíritu Santo. «La corriente vital de la Iglesia no es más que la vida divina trinitariamente poseída y donada. Esa vida divina que, procediendo del Padre, pasa por el Hijo y es difundida por el Espíritu a la comunidad de los hombres».
II. Teología de las misiones trinitarias
Seguiré en este apartado la fecunda doctrina que nos ofrece Tomás de Aquino sobre el particular. Analizando el dato revelado observamos lo siguiente: a) Que sólo son enviados el Hijo y el Espíritu Santo; b) Que el Hijo es enviado sólo por el Padre (cf. Jn 14, 25-27), en tanto que el Espíritu Santo es enviado conjuntamente por el Padre y el Hijo o por el Padre a través del Hijo (cf. He 2,33; Jn 15,26): el Padre, aunque no es enviado, viene con el Hijo y con el Espíritu Santo (cf. Jn 14,23). Que las tres divinas personas, al ser enviadas
y al darse, respectivamente, comienzan a estar en la criatura racional de un modo nuevo.a. Noción teológica de misión: El concepto de «misión» conviene sólo al Hijo y al Espíritu Santo. La noción de misión implica una relación entre una persona que envía
y otra que es enviada y que depende de la que envía activamente.Si falta uno de esos sujetos, no puede hablarse de «misión». «El hecho de que alguien sea enviado revela que el enviado procede de alguna manera de quien lo envía, bien sea por modo de mandato, que es como el Señor envía al siervo; bien por modo de consejo, y así se dice que el consejero envía al rey a la guerra; o también por modo de origen, como al decir que el árbol envía o emite la flor».
b. Las misiones trinitarias no suponen imperfección. Cosa que hay que desterrar totalmente en las misiones divinas. Por lo mismo, la persona que envía: no envía mandando, por cuanto el mandato, en Dios, implicaría superioridad siendo así que las divinas personas son iguales; ni aconsejando, que indicaría, igualmente, una cierta prestancia en el que envía, en el orden de conocimiento; pero sí originando: el Padre envía en cuanto está siendo el origen de la persona enviada, como cuando se dice que el árbol envía la flor, en cuanto que está surgiendo de él.
La noción de misión, en las divinas personas, implica dos cosas: 1) la procesión eterna de las personas divinas, puesto que las personas se constituyen por las procesiones. Por lo mismo, siempre que aparece una persona actuando como distinta de las otras, como sucede en la misión, es porque está procediendo de la persona que le da origen; 2) un nuevo modo de existir de las personas divinas en la criatura recional y de ésta en las divinas personas.
c. Lo eterno y lo temporal en las misiones.
Dos son los aspectos esenciales que constituyen la misión: la procesión de las divinas personas y el modo nuevo de estar en la criatura racional. Lo cual implica una doble vertiente: la dimensión eterna y la dimensión temporal. En cuanto implica la procesión de las personas divinas, la misión es eterna, y en la medida que expresa un modo nuevo de estar en la criatura, es temporal. «La misión no solamente implica la procesión de un principio, sino que, además, determina el término temporal de la procesión, y por eso, la misión es sólo temporal. O también que la misión incluye la procesión eterna y añade algo, o sea, el efecto temporal, ya que la relación de la persona divina a su principio es forzosamente eterna. De aquí que, si se habla de una doble procesión, la eterna y la temporal, no es porque se doblen las relaciones con el principio, sino que la dualidad viene de parte del término, que es temporal y es eterno».
Ambos aspectos son igualmente esenciales a la
misión: si prescindimos del aspecto eterno, no podemos hablar de misión de las
divinas personas; puesto que las misiones se constituyen por las procesiones:
y si suprimimos el efecto temporal, tampoco podemos hablar de «misiones», sino
de procesiones; puesto que el efecto temporal de la procesión es lo que hace
que se convierta en misión.
d. Definición de la «misión trinitaria» y su alcance.
Desde el punto de vista pastoral es fácil comprender la
enorme importancia de estas conclusiones. Siempre que se quiera explicar
adecuadamente la misión de una persona divina, es necesario recurrir a su
procesión eterna respectiva. Por lo mismo, para comprender el nacimiento
temporal del Verbo es necesario remontarse hasta su nacimiento eterno, y, de
idéntica forma, para entender la misión del Espíritu Santo en la Iglesia y en
cada hombre, es igualmente necesario remontarse a su procesión eterna. Pocos
como san Juan de la Cruz han percibido la entraña profunda de las misiones
trinitarias, cuando dice en la Canción 39 de su Cántico Espiritual: «Este
aspirar del aire es una habilidad que el alma dice que le dará Dios allí, en
la comunicación del Espíritu Santo; el cual, a manera de aspirar, con aquella
su aspiración divina, muy subidamente levanta el alma y la informa y habilita
para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor, que el Padre aspira
en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo, que a ella
le aspira en el Padre y el Hijo, en la dicha transformación para unirla
consigo. Porque no sería verdadera y total transformación, si no se
transformase el alma en las tres personas de la santísima Trinidad, en
revelado y manifiesto grado...
e. Las misiones y las personas divinas.
Quiere decir, por tanto, que siempre que se quiera explicar convenientemente el
término temporal de las misiones (unión hipostática, gracia santificante,
maternidad divina de María, etc.), hay que referirlo a las personas en cuanto
tales y no sólo a la naturaleza una. Con esto no se desvirtúa el principio
dogmático: «In Deo omnia sunt unum ubi non obviat relationis oppositio» (DS
1330), sino más bien se reafirma; puesto que la acción ad extra siempre
es común a las tres personas, si bien cada una de ellas actúa según su manera
peculiar o desde su condición personal.
Si las «misiones» son la prolongación de las procesiones eternas en la criatura
racional y lo que procede son las personas, queda claro que las personas divinas
están de una manera nueva en la criatura racional. Jesús cuando utiliza la
alegoría de la «habitación»: «vendremos y habitaremos en él» (Jn 14, 23) se
refiere a este misterio. El Hijo de Dios, que nace eternamente del Padre, nace
temporalmente en el tiempo: en su humanidad y en cada cristiano, que constituye
su «pleroma» o Cuerpo Místico. Y el Espíritu Santo, que procede como «Espíritu
del Padre y del Hijo» o el «nosotros» de ambos, se prolonga como tal en la
Iglesia. Las misiones divinas, por tanto, instalan al Hijo y al Espíritu Santo
en el ser humano y a éste en la koinonía trinitaria. La criatura racional, en
otras palabras, queda penetrada por la generación del Hijo y por la virtud del
Espíritu Santo, que se hacen presentes en ella; y el Padre, que viene, pronuncia
en el mismo amor del Espíritu Santo sobre el ser humano las mismas palabras que
dice sobre su Verbo: «tú eres mi hijo amado». A este misterio de comunión llama
Jesús y, con él, toda la tradición, inhabitación, que implica una
presencia cualitativamente distinta de la presencia causal o de inmensidad. Se
trata de una «inmersión» de las tres divinas personas en el ser humano y de éste
en las tres personas.
a) Presencia personal. De cuanto llevamos dicho se
deduce que las misiones divinas implican unas relaciones personales del ser
humano con las divinas personas. Relaciones semejantes a las que median entre
ellas en el seno mismo del ser divino. La comunión de vida que media entre las
tres personas es la que se amplía al hombre, de suerte que el hombre, «hijo en
el Hijo», debe vivir unas relaciones filiales con el Padre, presente en él,
semejantes a las que vive el Hijo. Siempre, eso sí, con esa conciencia de vivir en el ámbito del Espíritu.
b) Presencia transformante. La presencia de las
divinas personas comporta la transformación del hombre en el Dios
Trino, de suerte que queda asemejado a la Santísima Trinidad. No se da
primero la transformación y después vienen las personas, sino que la
transformación del ser humano (deificación o divinización) es el efecto
de la presencia o mejor, de la prolongación de las procesiones divinas en el
ser humano.
Para santo Tomás se da una relación intrínseca entre las
misiones y la gracia santificante. «Por el don de la gracia santificante es
perfeccionada la criatura racional, no sólo para usar libremente de aquel don
creado, sino para gozar de la misma persona divina; y, por tanto, la misión
invisible se hace por el don de la gracia santificante y se da la misma
persona divina». «En aquel a quien se envía la misión invisible
es necesario tomar en cuenta dos cosas: la inhabitación de las divinas
personas y cierta renovación producida por la gracia».
Para el Angélico, por tanto, se da un nexo intrínseco entre
gracia santificante y misión divina, de tal manera que la gracia se identifica
con el efecto temporal producido en el hombre por las misiones de las divinas
personas.
Lo que llamamos gracia santificante no es otra cosa que
esta inserción del ser humano en el ámbito de la vida trinitaria, por la que,
sin dejar de ser criatura, entra en el mismo plano de Dios Trinidad, quedando
totalmente transformado y «deificado», de condición divina y emparentado con las
tres personas, llegando a ser con toda propiedad hijo del Padre, en el Hijo, por
la acción del Espíritu y capacitado para obrar al «estilo» de la SS. Trinidad,
conociendo como conoce Dios y amando como ama Dios.
Esta inserción del hombre en la SS. Trinidad es propiamente la gracia
santificante. Por lo mismo, hay que poner en la misma línea sobrenatural las
misiones de las divinas personas, la gracia santificante y la
visión beatifica. Las tres facetas son aspectos de la misma realidad: la
autodonación del Padre, por Cristo, en la presencia y acción del Espíritu Santo.
a) Las misiones son la autodonación divina vista en su causa, que
es Dios Trinidad, que se comunica al ser humano, para transformarlo y elevarlo a
su propio rango divino. b) La gracia santificante es ese mismo misterio
visto en la criatura, que es transformada y deificada como efecto de esa
misma presencia de autodonación de las divinas personas. La gracia, en efecto,
es la misión considerada en lo que tiene de término temporal. c) La visión
beatifica, finalmente, es la plena floración de esta transformación interior
que se ha ido obrando en el ser humano y que culminará en la visión «a cara
descubierta».
La doctrina de las «misiones trinitarias» no se detiene en santo Tomás. La
renovación teológica, motivada entre otras causas por el retorno a las fuentes
bíblicas y patrísticas, ha hecho aflorar la fecunda doctrina de las «misiones
trinitarias» con una visión menos «cosista» y más «personalista». Y.M. Congar
reconoce que el misterio de la Iglesia surge como efecto de las misiones
trinitarias: «La Iglesia es como una comunicación y una extensión de la unidad
misma de Dios... La Iglesia es como una extensión y manifestación de la
Trinidad: la Iglesia es Dios que viene de Dios y retorna a Dios llevando consigo
y en sí su criatura humana».
G. Philips, por su parte, reconoce que esta fecunda doctrina de las «misiones
trinitarias» implica «el retorno del cosismo a las relaciones personales»
con los Tres. Las misiones divinas implican la comunicación al
hombre de lo «propio» de cada una de las divinas personas, como dice el
Angélico: «la asimilación al carácter propio de las personas»: «Por medio de las
misiones invisibles, de las que resultan en nosotros esta cualidad-relación
sobrenatural, nosotros obtenemos, en una actuación progresiva y "semiplena"
(san Buenaventura), el conocimiento experimental de las divinas personas en su
relación específica con nosotros. Gracias a la asimilación constante que nos
procura el habitus, el Espíritu de Cristo hace de nosotros cada vez más
"hijos en el Hijo Primogénito". De este modo nosotros hemos entrado
de lleno en el misterio de la encarnación redentora, de la efusión del Espíritu
Santo por el Padre, y en el flujo y reflujo de la vida
intratinitaria... Dios Padre nos tiene como objetos fuera de él, pero en cuanto
personas nos sitúa ante él para entablar un diálogo. Él nos atrae hacia
sí personalmente por medio de la relación del Hijo y de la misión del Espíritu.
Se trata de una presencia mutua de amistad. Es evidente que nuestra teología se
halla ante un "material" inmenso a desarrollar»".
La Iglesia peregrinante, nos ha recordado el AG, es «por su misma naturaleza
misionera» (2,1). Constitutivamente la Iglesia es misionera dado que tiene el
mismo origen e idéntico contenido que las misiones del Hijo y del Espíritu
Santo: la realización del designio salvífico del Padre (LG 13,1): como Cristo
fue enviado por el Padre, así es enviada la Iglesia como Cuerpo y Esposa de
Cristo, por el mismo Señor, a la que otorga su propio Espíritu de parte del
Padre, en orden a llevar a cabo su propia misión.
La misión de la Iglesia arranca de su propio ser. Ella está siendo engendrada
hija del Padre, desde el Padre (procediendo de una forma análoga a como procede
el Hijo), por, con y en el Hijo, mediante la acción misionera del
Espíritu Santo. Así como en el Hijo su misión es la expansión de la generación
eterna, de forma parecida la Iglesia está siendo enviada desde el Padre, por,
con y en el Hijo encarnado bajo el impulso del Espíritu a comunicar la vida
divina que ella recibe. Tal es el principio fundamental de la misión de la
Iglesia según la revelación divina y la enseñanza de la tradición de la Iglesia
y del magisterio. Las mismas procesiones del Hijo y del Espíritu Santo que a
ella la penetran, la constituyen en un Pueblo misionero. La expansión de
la vida trinitaria, que llega a los hombres por
el Hijo y el Espíritu Santo, alcanza a la Iglesia y, a
través de la Iglesia, llega a los hombres. La misión de la Iglesia
es la expansión e irradiación en los hombres, desde y en
ella, de la misma vida filial que recibe del Padre. En su condición de
Cuerpo de Cristo, animado por el Espíritu Santo, la Iglesia es el camino
obligado en la comunicación de la vida trinitaria.
Cerramos esta reflexión con unas palabras de G. Philips:
«La crisis que le Iglesia atraviesa en este momento no está causada por su
generosidad hacia los
valores temporales del hombre, sino por el olvido práctico tan
frecuente del Padre, fuente de su enriquecimiento. Se puede glosar la
palabra de Sartre, que dice: Dios son los otros, pero para hacer esto hay
que creer en Dios, y amarle. De lo contrario nos empobreceremos tanto como
los otros, y esto es el infierno». [->
III. Misiones trinitarias e inhabitación de la SS.
Trinidad.
IV. Misiones trinitarias y gracia santificante
V. La doctrina de las «misiones trinitarias» en la teología hodierna
VI. Iglesia misionera
Nereo Silanes