CRUZ
DC


SUMARIO: I. La cruz, instrumento de suplicio.—II. Jesús crucificado.—III. El misterio de la cruz en los evangelios.—IV. La «Palabra» de la cruz, «escándalo» y «locura» .—V. La cruz del cristiano.—VI. El símbolo y el culto de la cruz.—VII. Las teologías de la cruz.—VIII. La cruz y la Trinidad.—IX. La cruz de Jesucristo, luz sobre el sufrimiento humano.


La cruz de Cristo se ha convertido en el emblema universalmente conocido del cristianismo. En efecto, en ella se recapitula la totalidad del misterio cristiano. Por tanto, es imposible tratar de la cruz bajo todos sus aspectos; aquí nos contentaremos con lo que se refiere expresamente a la cruz en la Escritura, al culto cristiano, a la tradición de la Iglesia y a la téología.


I. La cruz, instrumento de suplicio

Debido a su forma plástica, la cruz es en la historia de las religiones, antes y fuera del cristianismo, un signo ampliamente difundido como ornamento y como símbolo a la vez. La práctica antigua de la crucifixión es sin duda de origen persa; la utilizaron en primer lugar los «bárbaros» como castigo político y militar para personas de alto rango. Luego la adoptaron los griegos y los romanos. En el imperio romano iba precedida generalmente de la flagelación y el condenado llevaba él mismo el palo trasversal al lugar del suplicio. La crucifixión tenía variantes diversas: la cruz podía ser un simple palo erguido, tener la forma de una tau griega, fijándose el palo trasversal en la cima del palo vertical, o la de una horca de dos palos, o tomar también la forma de la cruz latina con el palo horizontal metido más profundamente en el vertical. Un letrero indicaba el motivo del suplicio. El condenado podía estar totalmente desnudo, cabeza arriba o cabeza abajo, a veces empalado, con los brazos extendidos. Este suplicio se utilizaba sólo para las clases bajas de la sociedad y los esclavos. Normalmente no estaban sometidos a'él los ciudadanos romanos, a no ser que la gravedad de sus crímenes los hiciera considerar como dignos de verse privados de sus derechos cívicos. Se aplicaba también a los extranjeros sediciosos, a los criminales y a los bandidos, por ejemplo, en Judea en las diferentes agitaciones políticas.

A la crueldad propia del suplicio de la crucifixión —que daba libre curso a muchos gestos sádicos— correspondía su carácter infamante, escandaloso y hasta «obsceno». El crucificado se veía privado de sepultura y era abandonado a las bestias salvajes o a las aves de presa. «Mors turpissima crucis»: «la muerte en la cruz es la infamia suprema», escribe Orígenes (In Mt. XXVII, 22: GCS 38, p. 259). Por eso se le atribuía un gran poder de disuasión. Era casi una forma de sacrificio humano. A nadie se le ocurriría encontrar alguna dignidad en el que padecía sus sufrimientos con valentía. Con algunas excepciones (la parodia del suplicio de Prometeo en Luciano), el tema de la crucifixión está ausente en la mitología griega (Platón, pensando en Sócrates, sintió sin embargo la grandeza del justo que sufre: República 361e-362a). Estas pocas observaciones ayudan a comprender la fuerza de la «locura» y del «escándalo» de la cruz que los cristianos presentaban como un mensaje de salvación. Los paganos, escribe Justino, «dicen que nuestra demencia consiste en poner a un hombre crucificado en segundo lugar, del Dios inmutable y eterno, el Dios creador del mundo» (Apología I, 13, 4).


II. Jesús crucificado

La crucifixión de Jesús nos es bien conocida por los relatos evangélicos. El «crucificado bajo Poncio Pilato» está igualmente atestiguado por los historia-dores paganos (Tácito, Annales XV, 44-45) y judíos (Flavio Josefo, Antigüedades judías XVIII, 64). En opinión de todos, incluso de los más pesimistas sobre nuestro conocimiento de la historia de Jesús, es éste el acontecimiento atestiguado con mayor claridad de su vida en el plano de la historia. El lugar actual de la Basílica del Santo Sepulcro era primitivamente una colina que se había hecho en la época de los reyes de Judá una cantera de piedra. Pero había quedado en un lado un bloque de piedra de configuración retorcida (11 metros de alto y algunos metros de lado), sin duda inexplotable para la construcción; una vez abandonada la cantera, se habían abierto tumbas en las paredes verticales que había dejado la explotación. La muralla construida bajo Herodes se levantaba no lejos de la loma de piedra, que a su vez había sido terraplenada. Esta loma, que había quedado fuera de la ciudad (a diferencia de lo que hoy ocurre) había pasado a ser el lugar de las ejecuciones. El nombre de Gólgota (o «lugar de la calavera») puede proceder del aspecto desigual, agujereado y tortuoso de aquel montículo de piedra blanca. Unos cincuenta metros separan la loma de la tumba excavada en la roca.


III. El misterio de la cruz en los evangelios

En el NT la cruz es objeto de un doble discurso: la crucifixión se nos narra en primer lugar en los cuatro evangelios y luego pasó a ser conceptualizada como el indicativo de un mensaje doctrinal. En los dos casos, la cruz pasa del estatuto de la objeción y de la abyección al de la exaltación.

La pasión de Jesús, que culmina en su crucifixión, ocupa un lugar literariamente considerable en los relatos evangélicos. Se ha podido escribir que los evangelios son un relato de la pasión precedido de una larga introducción (M. Káhler). La organización de los cuatro relatos se inscribe en el mismo esquema general y comprende los mismos elementos. El texto de Juan, tan original por otro lado respecto al de los sinópticos, coincide con ellos en lo esencial. Este esquema se articula en torno a tres puntos principales: el arresto, los procesos y la crucifixión. En el primer tiempo (unción de Betania, cena, agonía), Jesús anuncia lo que va a ocurrir e indica su sentido. Expresa su libertad ante el acontecimiento. Si es crucificado, es porque él ha pensado que este destino pertenecía al cumplimiento de su misión. Su arresto conduce a un doble juicio, ante el tribunal judío y ante el romano, que acaba con su condenación a muerte. En adelante, Jesús está en manos de sus adversarios, a los que ha sido «entregado». En esta secuencia, los evangelistas ponen de relieve la inocencia de Jesús y el carácter injusto de su condenación. Viene finalmente el relato mismo de la crucifixión, de la muerte y de la sepultura. Los relatos subrayan entonces la dignidad de Jesús en su manera de morir. Sean cuales fueren sus instancias respectivas, los cuatro relatos tienen la misma tonalidad que los convierte en una especie de «recitado» (E. Haulotte), lleno de discreción y de sobriedad,un rasgo que tanto impresionó a Pascal. No se trata de un hecho simplemente distinto, ni siquiera de una condenación injusta, sino de un acontecimiento transcendente cuya figura central sigue siendo el hombre entregado, condenado y crucificado. Según Paul Ricoeur, «la intención teológica, y más concretamente la proclamación cristológica, queda incorporada a la estrategia narrativa». El relato evangélico es un «relato kerigmatizado» o un «kerigma narrativo» (RechScRel 73 [1985] 17-19).

Se constata sin embargo una cierta sobriedad en el uso del vocabulario de la cruz, de la crucifixión y del crucificado. Sus menciones son raras fuera de la pasión y, en la misma pasión no intervienen más que en el tercer tiempo del relato. La crucifixión se describe con concisión y no da lugar a grandes detalles. En los diversos lugares en que Mt o Mc mencionan la cruz, Lc se las ingenia para no hacerlo. Es que en los relatos no es la materialidad de la crucifixión lo que importa, sino su contexto de sentido. Se ofrece una pista principal para ello con la utilización de la Escritura, que había que invocar para poder «asimilar» el escándalo demasiado fuerte de la cruz. El lugar importante de las citas del AT en los relatos de la pasión es fruto de un largo esfuerzo de meditación del acontecimiento. Sin embargo, la cruz en sí misma no se encuentra «justificada» en ninguna Escritura. Los relatos llevan la huella del itinerario recorrido por la fe de los discípulos entre el choque del primer desconcierto causado por el acontecimiento abyecto 'y escandaloso y el descubrimiento, deslumbrante por la luz de la resurrección, de la revelación de Dios y de su salvación. Al final, el resucitado se sigue llamando el «crucificado» (Mt 28,5; Mc 16,6).

En Mt y en Mc se presenta a Jesús como el justo por excelencia, perseguido y mártir debido a su misión. La institución de la eucaristía señala desde el principio el sentido que Jesús le da a su muerte próxima, el del don de sí mismo por sus hermanos. Luego el justo es abandonado sucesivamente por sus amigos, juzgado por sus correligionarios judíos y entregado a la muerte por el poder romano. Pero hay más: los dos evangelistas insisten en el abandono de Jesús en la cruz (Mt 27, 46; Mc 15, 34). El grito de desamparo de Jesús moribundo ha dado lugar a interpretaciones extremas: es ciertamente la expresión de una angustia mortal, pero no es un grito de desesperación o de rebeldía, ya que sigue siendo una oración y una pregunta por los caminos de Dios, que surge desde la mayor obscuridad. De momento sólo responde el silencio de Dios, pero ese silencio es la manera como él se revela. La orquestación cósmica y apocalíptica del drama revela su alcance: en el momento en que las tinieblas del mundo intentan cubrir la tierra en un acto de «descreación», la muerte de Jesús nos devuelve la luz. Porque brilló el sol de justicia, en realidad, la respuesta a la pregunta de Jesús viene de labios del centurión que, «al ver que había expirado dando aquel grito, dijo: «Verdaderamente este hombre era hijo de Dios» (Mc 15, 39). El centurión confesó la fe: en este abandono de Jesús por parte de Dios, supo leer el abandono de Jesús a Dios y el don del Padre al Hijo.

El evangelio de Lucas recoge muchos de estos elementos, pero los inscribe en un relato que tiene un clima sensiblemente distinto. Insiste en el poder de conversión del acontecimiento en los testigos: no solamente el centurión confiesa que Jesús era un justo, sino que Pedro llora después de su negación, Simón de Cirene «carga» con la cruz como si fuera ya un discípulo, uno de los dos malhechores se convierte, una gran multitud de hombres, y de mujeres regresan golpeándose el pecho, ya arrepentidos. Finalmente, las últimas palabras de Jesús son una petición de perdón para sus verdugos y una promesa de salvación inmediata para el «buen ladrón». En vez del grito de abandono, Lucas pone en labios de Jesús una palabra de entrega a Dios (Lc 23, 46), La realidad de la salvación asoma en un relato que se convierte en algo muy distinto de la narración de una ejecución capital.

Al final del proceso de meditación de la pasión por parte de la generación de los testigos, el evangelio de Juan presenta la muerte en la cruz de Jesús como la manifestación de su gloria. Jesús «elevado de la tierra» (Jn 12, 32), lo atrae todo hacia sí. La pasión es introducida por el gesto del lavatorio de los pies y por un largo discurso testamentario, que expresan el amor lúcido y decidido de Jesús. Después de su arresto, Jesús es objeto de un trato cruel que toma simbólicamente el valor de una entronización litúrgica. Es presentado al pueblo por Pilato, revestido del manto imperial de púrpura; se le da el título de rey (Jn 19, 14), que le acompañará hasta en su cruz (Jn 19, 19). Crucificado, Jesús sigue obrando por lossuyos, entregando a su madre al discípulo amado. El narrador es fiel en subrayar que todo lo que pasa es un cumplimiento de las Escrituras proféticas, hasta el momento en que es traspasado el costado de Jesús, manando sangre y agua, signos de vida y de fecundidad. La crucifixión de Jesús es una revelación de la gloria de Dios que exige simplemente la contemplación. El cuerpo de Jesús reina de verdad en el trono de la cruz. Revela cómo es Dios, qué es lo que significa el hombre a los ojos de Dios y hasta dónde puede llegar Dios en su búsqueda del hombre. La cruz ha cambiado definitivamente de sentido: no se trata ya de una ejecución ignomisiosa, sino del cumplimiento de un amor inaudito.


IV. La «Palabra» de la cruz, «escándalo» y «locura»

Este movimiento de penetración del sentido de la cruz, que va del horror escandaloso a la comprensión de su misterio salvífico, se encuentra en las epístolas paulinas y apostólicas bajo la forma de la proclamación doctrinal.

La cruz y la resurrección forman el corazón del «kerigma» apostólico, es decir, de la proclamación original de la salvación realizada por Cristo. «Dios ha hecho Señor y Cristo a ese Jesús al que habéis crucificado» (He 2, 36; cf. 2, 23; 4, 10), o que «fue colgado del madero» (He 10, 39; 13, 29). Las dos pertenecen a la confesión primitiva de la fe, que Pablo transmite después de haberla recibido, bajo la mención de la muerte: «Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras» (1 Cor 15, 3).

Las epístolas paulinas recogen cierto número de himnos litúrgicos primitivos que celebran en la alabanza el acontecimiento de Jesús. El himno de Flp 2, 6-11 presenta el itinerario de Cristo bajo la forma de una gran parábola, cuya línea descendente se hunde hasta el punto extremo de la obediencia «hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2, 8). Va seguida inmediatamente por un «y por eso», que introduce el anuncio de la glorificación de Jesús. El himno de Col 1, 12-20 menciona igualmente que «Dios se complació en hacer que habitara en él toda la plenitud, y reconciliarlo todo por él y para él, tanto en la tierra con en los cielos, habiendo establecido la paz por la sangre de su cruz» (Col 1, 19).

Semejante predicación no podía menos de provocar la reacción y la oposición tanto de los judíos como de los paganos. Pablo no tarda en darse cuenta de ella en Corinto; pero, lejos de mantener la discreción sobre la «palabra de la cruz», dirige hacia ella su predicación, proclamando la paradoja según la cual lo que es locura a los ojos de los hombres expresa la más alta sabiduría y el más inmenso poder de Dios: «Los judíos piden milagros y los griegos buscan la sabiduría; pero nosotros predicamos un Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los paganos; en cambio, para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Mesías que es portento de Dios y sabiduría de Dios, porque la locura de Dios es más sabia que los hombres y la debilidad de Dios más potente que los hombres» (1 Cor 1, 18-25). Y añade: «Con vosotros decidí ignorarlo todo, excepto a Jesucristo, y Jesucristo crucificado» (1 Cor 2, 2).

Esta evocación del escándalo y de la locura de la cruz no tiene nada que ver con una exageración oratoria. Pablo resume aquí la reacción espontánea de los judíos y de los paganos ante el anuncio de la salvación ligada a una ejecución capital ignominiosa. Para los judíos un cadáver era impuro y el colgar del árbol era el signo de la maldición de Dios (cf. Gál 3, 13). Pablo se aprovecha de esta reacción negativa para reducir, por el contrario, todo el acontecimiento de Jesús o su crucifixión. La debilidad de Dios que allí se manifestó es infinitamente más poderosa que la fuerza de los hombres (cf. 2 Cor 13, 4). La cruz se convierte por antonomasia en el símbolo de Dios mismo revelado en su Hijo.

Para Pablo la cruz es el acontecimiento de la salvación, considerado a la vez como la victoria liberadora sobre las fuerzas del mal y como la expresión del perdón de Dios. Si Jesús asume en su carne la situación del maldito que cuelga del árbol (Gál 3, 13), es para librarnos de la maldición de la Ley. En la cruz Dios ha perdonado también nuestros pecados, «cancelando el recibo que nos pasaban los preceptos de la Ley; éste nos era contrario, pero Dios lo quitó de en medio clavándolo en la cruz; destituyendo a las soberanías y a las autoridades, las ofreció en espectáculo público, arrastrándolas en el cortejo triunfal de la cruz» (Col 2, 13-15). De esta manera, el cortejo ignominioso de la ejecución se convirtió en el cortejo de la victoria salvífica.

La «sangre de la cruz» ha sido ya evocada: en numerosos textos la sangrese convierte incluso en el sustitutivo de la cruz. La una y la otra se interpretarán según el lenguaje sacrificial que procede del AT (Ef 5, 2; 1 Cor 11, 24-25), y desarrollado ampliamente en la carta a los Hebreos, pero con una conversión radical de sentido, ya que no se trata de la sangre de machos cabríos y de toros, sino de la misma sangre de Cristo, es decir, del don existencial de su vida (Heb 9, 11-12), realizado por amor.

La carta a los Efesios celebra la cruz como el instrumento de la reconciliación de los judíos y de los paganos, esto es, de los mismos que la negaban como escándalo y locura. Cristo «con los dos, el judío y el pagano, creó en sí mismo al hombre nuevo, estableciendo la paz, y a ambos, hechos un solo cuerpo, los reconcilió con Dios por medio de la cruz, matando en sí mismo la hostilidad» (Ef 2, 15-16). El objetivo de la cruz fue transformar una empresa de odio en una obra de amor y de reconciliación de Dios con los hombres y de los hombres entre sí. La teología del cordero inmolado y glorioso subraya el valor eterno de la cruz. (Ap; 1 Pe 1, 19-21).


V. La cruz del cristiano

Pero en el NT la cruz no es solamente la de Cristo. Dos logia de los evangelios invitan al discípulo a «llevar su cruz» con el Maestro: «Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. En efecto, el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierde su vida por causa del Evangelio, la salvará» (Mc 8, 34-9, 1;cf. Mt 10, 38-39; Lc 9, 23-27). Y «el que no tome su cruz y me siga no es digno de mí». (Mt 10, 38; cf. 16, 24). Esta llamada va dirigida a todos. Llevar la cruz es la manera necesaria de «seguir a Jesús»; hacerlo así exige una renuncia de sí mismo y de los deberes familiares prioritarios (Mt 10, 37). Y conduce a «perder la vida». En estas palabras, el tema de la cruz no hace ya referencia al suplicio, sino al sentido que dio Jesús a su vida y a su muerte. La cruz en ellas se ha hecho inseparable de Jesús: no se puede estar con Jesús sin estar con Jesús crucificado.

Pablo es el discípulo que mejor formuló esta mística de la cruz de Jesús. Cuando dijo: «Yo estoy crucificado con Cristo y no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí» (Gál 2,19), evoca primero la realidad de la salvación, que es una entrada en la muerte y la resurrección de Cristo (cf. Rom 6, 1-11), y piensa luego en esa salvación recibida en el bautismo a la que ha de corresponder todo el impulso del cristianismo (cf. Flp 3, 7-11), cuya carne ha sido crucificada con sus pasiones pecadoras (cf. Gál 5, 24). Pero esta actuación en la existencia del don recibido ha de ir acompañada de una experiencia concreta de participación en los sufrimientos de Cristo (cf. 2 Cor 4, 10), especialmente a través de las persecuciones con que se encontró en el apostolado. Así es como Pablo habla de los que son «perseguidos por la cruz de Cristo» (Gál 6, 12) y proclama que «lleva en su cuerpo las marcas (stigmata) de Jesús» (Gál 6, 17). Llegará incluso a decir: «Voy completando en mi carne mortal lo que falta a las penalidades de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24), y a gloriarse «en la cruz de nuestro Señor Jesucristo; por él el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gál 6, 14).


VI. El símbolo
y el culto de la cruz

a) Si la cruz es tan central en el mensaje cristiano, no es extraño que se haya convertido en el «símbolo del Señor» (Clemente de Alejandría, Stromata VI, 11) por excelencia y que haya sido objeto de culto. Sin embargo, los cristianos tardaron algún tiempo en representar la cruz y sobre todo al crucificado. La causa de ello es sin duda el horror vinculado a este tipo de suplicio. Antes del período constantiniano, que llevó a la supresión de esta forma de ejecución, no encontramos más que muy raras representaciones de la cruz, ordinariamente bajo una forma simbólica cubierta de flores y de piedras preciosas. En el Palatino, un graffito representa con una intención burlesca a un crucificado con cabeza de asno, ante el que un personaje levanta la mano en señal de adoración. La leyenda dice: «Alexameno adora a su dios». Esta caricatura traduce la objeción popular de los paganos. En las catacumbas la representación de la cruz sigue todavía siendo rara (el ancla, la tau griega). La victoria de Constantino, ligada a la visión que tuvo el emperador de la insignia de la cruz, llevó a la difusión en los escudos y en las monedas del monograma de Cristo compuesto por las dos primeras letras de esta palabra en donde la X simboliza la cruz. El monograma se convirtió así en un signo de victoria. Una representación monumental y triunfal de la cruz domina el mosaico del ábside de la Iglesia de santa Pudenciana en Roma (por el 390). Se trata de una cruz «gammada», es decir, adornada de piedras preciosas, rodeada de los cuatro animales del Apocalipsis, lo cual le da un valor al mismo tiempo histórico, cósmico y escatológico. Por debajo de ella se representa a Cristo sobre el trono. Por el año 430, uno de los cuarterones de la puerta de madera esculpida en Santa Sabina de Roma representa a los tres crucificados del Gólgota, cuyo movimiento de los brazos clavados reproduce el gesto de los orantes. En el siglo VI, el mosaico del ábside de la Iglesia de san Apolinar de Rávena (año 549) presenta una composición teológica muy elaborada, centrada en torno a una cruz gammada; en el cruce de sus dos brazos aparece el rostro de Cristo; por encima de la cruz se encuentra la palabra griega ICTHYS («pez»), anagrama de los títulos de Cristo; debajo, está la inscripción latina: (salus mundi». El evangeliario de Rábula propone, en el año 586, una composición que asocia de manera superpuesta la crucifixión de Jesús con el descubrimiento del sepulcro vacío. Más tarde, la crisis iconoclasta que afectará al Oriente respetará la cruz, que se convierte así en el único motivo representable. En el siglo XII, el mosaico del ábside de san Clemente de Roma recapitulará toda esta tradición iconográfica en una composición grandiosa en donde la cruz que lleva al crucificado es un árbol inmenso de vida en cuyas ramas están representadas las escenas de la vida de los hombres y de la Iglesia.

Estas breves indicaciones sobre el origen de la representación de la cruz muestran que, tras un primer tiempo de vacilación, los cristianos antiguos se pusieron a representar la cruz, ordinariamente sola, aunque también a veces con el crucificado, sin una intención realista, sino para celebrar su valor salvífico. De su abyección original, la cruz pasó a ser gloriosa y triunfal. De odiosa se hizo espléndida y motivo de decoración artística. El Oriente permanecerá fiel a esta tradición. A lo largo de la Edad Media, el Occidente llegará progresivamente a representaciones dolorosas del crucificado. Por los siglos XIV o XV se buscará expresamente el realismo en la expresión del dolor.

b) Ya los mártires de los primeros siglos estaban impregnados del deseo de imitar a Cristo en su pasión. Pero el descubrimiento de la «vera cruz», considerado como seguro en el siglo IV y atribuido tradicionalmente a santa Elena, contribuyó al desarrollo de su culto en la Iglesia, al mismo tiempo por la devoción a los santos lugares (Cirilo de Jerusalén es un testigo vibrante en sus Catequesis IV, 10; X, 19; XIII, 4), por la construción de basílicas (en Jerusalén y luego en Roma), y en la liturgia, especialmente la del viernes santo, que comprenderá una «adoración» de la cruz, es decir, una veneración solemne del madero del que colgó la salvación del mundo. (En Occidente, los himnos latinos de Venancio Fortunato, Vexilla Regís, Pange lingua, son del siglo VI). La Edad Media conocerá un gran impulso de la devoción a la pasión a partir del siglo XI. La meditación de las caídas, de los pasos y de las estaciones de Jesús dará lugar a la práctica del via crucis en 14 estaciones, cuya forma definitiva aparece en España en el siglo XVII.

Habrá también órdenes religiosas que se consagrarán al misterio de la cruz (cruceros, pasionistas...). Con este mismo espíritu, la liturgia desarrolla a lo largo del año las fiestas de la cruz. El signo de la cruz ha seguido siendo hasta hoy el signo que todos los días traza sobre sí mismo el cristiano, invocando a la Trinidad.


VII. Las teologías de la cruz

a) «Crucificado por nosotros bajo Poncio Pilato»: muy pronto esta afirmación, puesta en el corazón del símbolo de la fe, se convirtió en objeto de la reflexión cristiana. Justino (siglo II), primer teólogo de la cruz, se empeña en mostrar en su Diálogo con Trifón cómo la cruz estaba ya anunciada en las Escrituras: no sólo ciertos objetos (como la serpiente de bronce) y ciertos ritos (como el del cordero pascual), sino también los textos proféticos (Is 52, 13-53, 12) y los salmos (21) predicen el acontecimiento de Jesús crucificado. Sin embargo, éste aporta una novedad absoluta; y el itinerario de su existencia constituye un largo «relato de la cruz» (M. Fédou). Como ya habían reconocido Moisés y Platón, la cruz tiene una dimensión cósmica. Por eso Justino percibe la misteriosa relación entre la cruz redentora y la cruz cósmica: su universalidad cósmica permite dar cuenta de su universalidad histórica. La cruz transforma también la relación entre los judíos y los paganos; instituye un orden nuevo del mundo entre las dos parusías de Cristo. En lo que se refiere a los paganos, Justino descubre alusiones a la cruz en las mitologías y en los filósofos ( Timeo 36 b-c). Esta misma teología se encuentra en Ireneo de Lyón, inspirado sin duda por su predecesor: «El autor del mundo..., el Verbo de Dios..., nuestro Señor, él mismo se hizo hombre en los últimos tiempos...; él, que en el plano invisible sostiene todas las cosas creadas y que se vio hundido (en forma de cruz) en la creación eterna, como Verbo de Dios que gobierna y dispone todas las cosas. Por eso mismo "vino", de manera visible, "a su propio terreno", "se hizo carne" y fue colgado del madero, para recapitular en sí todas las cosas» (Contra las herejías V, 18,3).

b) En la antigua Iglesia la teología de la cruz se desarroló a continuación según la doble dirección de su función salvífica y de la identidad divina del crucificado.

¿En qué sentido Cristo fue «crucificado por nosotros» y nos salva por su cruz? La moralidad del cumplimiento de la salvación se expresó de maneras diversas. Los primeros Padres eran sensibles al valor de revelación inherente a la cruz: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19, 37). La cruz, vista en la fe, se convierte en una epifanía de Dios; es la luz que surge en medio de las tinieblas. Más generalmente, la cruz se comprende como el lugar del combate victorioso emprendido por Jesús contra las fuerzas del mal y de la muerte. Ella realiza la redención, es decir, la liberación de los hombres que habían caído bajo el poder del pecado. Esta perspectiva es descendente: en Jesús, Dios se acerca al hombre para asumir su propio combate y darle la victoria, en donde él había vencido al principio. El paralelismo simbólico del árbol del primer jardín y del árbol de la cruz es un tema que se subraya con frecuencia.

Otra gran interpretación de la salvación por medio de la cruz es la del sacrificio. Tiene su origen en la Escritura (cf. supra). La originalidad de esta doctrina consiste en mostrar la novedad radical del sacrificio de Cristo: no solamente se trata de un sacrificio personal y existencial, sino además de un don que Dios hace al hombre en su Hijo, para que a su vez el hombre pueda darse a Dios en sacrificio espiritual. Sacrificando su vida por sus hermanos es como Jesús se ofrece en sacrificio de obediencia y de amor a su Padre. Los Padres repiten a porfía que Dios no tiene necesidad de sacrificios; si los pide, es para bien del hombre. Esta doctrina de la antigua Iglesia se expresa maravillosamente en san Agustín (La Ciudad de Dios X, 5-20). Ligada a la interpretación sacrificial de la eucaristía, verdadero «memorial» de la cruz de Cristo (concilio de Trento, ses. XXII), esta doctrina atraviesa los siglos, con el riesgo de conocer una regresión en la medida en que la atención se fije de manera unilateral en la inmolación sangrienta y en que la noción de expiación lleve consigo una imagen vindicativa de Dios. Cierta derivación sacrificial en los tiempos modernos conducirá así a comprender equivocadamente la persona del crucificado, no ya como la expresión del amor desconcertante de Dios, sino como la víctima de la justicia divina. Pues bien, a la cuestión inevitable: ¿Por qué la salvación del mundo pasa por la muerte sangrienta de Jesús?, hay que responder sin vacilar: «Porque el pecado y la violencia de los hombres rechazaron al justo por excelencia, que era Jesús». La obra de muerte procede de los hombres, mientras que la obrade vida viene de Dios (cf. He 2, 23-24). El designio amoroso de Dios supo convertir el exceso del mal en exceso del bien.

c) La tradición antigua se preguntó igualmente por la identidad divina del Crucificado, no vacilando ante la paradoja a la que conduce el lenguaje de la Escritura, formalizado según la doctrina de la «comunicación de idiomas» o propiedades. Si es verdad que el Verbo de Dios asumió como suya, desde su concepción en el seno de la Virgen María, una naturaleza y una condición humanas, hasta el punto de haberse hecho hombre a título personal, todos los acontecimientos de su vida son acontecimientos del Verbo de Dios y se le atribuyen por justo título. A la apropiación que atribuye el nacimientos al Verbo y proclama por esta razón a María como madre de Dios, corresponde la apropiación que atribuye al Verbo mismo su muerte en la cruz. Este es el sentido de la fórmula de los monjes escitas que será discutida antes de ser adoptada en el segundo concilio de Constantinopla del año 553: «Si alguien no confiesa que el que fue curcificado en la carne, nuestro Señor Jesucristo, es verdadero Dios, Señor de la gloria y uno de la santa Trinidad, sea anatema» (canon 10: DS 432). Este es el sentido original y profundamente cristiano del tema de la «muerte de Dios».

d) Uno de los temas principales de la teología de Lutero es el de la oposición entre la theologia crucis y la theologia gloriae. Escribe lo siguiente: «Lleva justamente el nombre de teólogo aquel que sabe lo que, del ser de Dios, es visible y está vuelto hacia el mundo, tal como esto aparece en el sufrimiento y en la cruz. Lo que es visible del ser de Dios es lo contrario de lo que es invisible: su humanidad, su debilidad, su necedad... Por eso, de nada sirve reconocer a Dios en su gloria y majestad, si no se le reconoce al mismo tiempo en la bajeza y en la ignominia de su cruz... Por eso la verdadera teología y el conocimiento de Dios están en Cristo crucificado» (tesis 20 del año 1517). Lutero, inspirándose en Rom 1,18 s., condena la theologia gloriae, la obra orgullosa y pecadora del hombre que quiere conocer a Dios a partir de sus obras, a fin de justificarse a sí mismo por un conocimiento «ascendente», mientras que la theologia crucis es un conocimiento «descendente», que viene de Dios revelándose a nosotros en la contradicción de su dolor y de sus sufrimientos. Porque en la cruz de Cristo, es el ser de Dios el que se hace visible y directamente cognoscible. Con los acentos tan personales de su teología existencial, Lutero pone en obra conscientemente la antigua doctrina de la comunicación de idiomas. Rechaza toda interpretación de la cruz que ponga a Dios al abrigo del sufrimiento y de la muerte. «Debes decir ciertamente: esta persona, es decir Cristo, sufre, muere. Pues bien, esta persona es verdadero Dios; por eso se dice con razón: el Hijo de Dios sufre. Porque, aunque una de las partes (por así decirlo), a saber la divinidad, no sufre, sin embargo la persona que es Dios sufre en la otra parte, es decir, la humanidad. Exactamente como se dice: el hijo del rey ha sido herido, aunque solamente haya sido herida su pierna» (De la Cena de Cristo, WA 26, 321, 21-29).

e) En los tiempos modernos, el tema doctrinal de la muerte de Dios en la cruz ha dado lugar al desarrollo del tema de la muerte cultural de Dios en una sociedad pretendidamente adulta. Este tema se inauguró con el famoso sueño de Juan-Pablo U. P. Richter, Siebenküs [1795], «Premier morceau floral»), orquestado luego ampliamente por F. Nietzsche. Llegó a la teología cristiana hace treinta años (cf. G. Vahanian, P. van Buren, T. Altizer), con la intención de reconciliar la confesión de Jesucristo con la cultura, bien reduciendo a Dios a la figura del devenir del hombre, bien desarrollando el tema de la kénosis extrema: «Dios se ha retirado del mundo para permitirle al hombre ser él mismo». En otras teologías, sensibles desde finales del siglo XIX al tema de la kénosis de Cristo y afectadas desde la segunda guerra mundial por la experiencia de la secularización y de la ausencia de Dios («Dios se deja desalojar del mundo y ser clavado en una cruz»: D. Bonhoeffer) y por el horror de los genocidios (Auschwitz), la atención al drama humano de un sufrimiento que se renueva continuamente dirige la atención hacia el sufrimiento y el abandono de Cristo en la cruz.


VIII. La cruz y la Trinidad

a) Desde siempre el signo de la cruz se ha hecho por la enunciación de los tres nombres divinos del Padre, del Hijo y del Espíritu. Esta práctica traduce un vínculo original entre la cruz y el misterio trinitario. Ahondando en este vínculo, la teología contemporánea lee en la cruz ligada a la resurrección de Jesús el lugar por excelencia de la revolución trinitaria. Efectivamente, es en la «economía» de la salvación, que tiene su cima en el acontecimiento de Jesucristo encarnado, muerto y resucitado, donde la Trinidad eterna (o inmanente) se revela según una identidad dinámica (K. Rahner). Pues bien, en la cruz vemos a Jesús portarse como Hijo perfecto, en su movimiento de obediencia y de amor al Padre. Este movimiento filial es la revelación, en lenguaje de existencia humana, del intercambio eterno durante el cual el Hijo retorna con todo su ser al Padre que lo engendró. La actitud filial de Jesús en la cruz revela su origen. Pero un movimiento semejante no puede menos de ser llevado por el movimiento eterno de generación que va del Padre al Hijo y que constituye a este último: como el Padre, así el Hijo. Así pues, la cruz es igualmente, por parte del Padre, la revelación de su paternidad a través de un acto que engendra a su Hijo en el sufrimiento: el grito de muerte de Jesús tiene el valor del grito inicial de un nacimiento (F. X. Durrwell). Además, en su acto de morir, Jesús entrega al Padre su «Espíritu» (Jn 19, 30), que se convertirá en el don común del Padre y del Hijo al mundo.

Todo lo que se hace leer como en filigrana en la cruz se manifiesta a plena luz en la resurrección. El Padre resucita al Hijo por la fuerza de su Espíritu; confirma de este modo la pretensión filial de Jesús; revela y actualiza para nosotros su generación eterna. Los textos del NT asocian la cita del Sal 2, 7: «Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy» con el anuncio de la resurrección (He 13, 33; Heb 1, 5). Esta generación devida, que afecta en adelante al Hijo en su humanidad, es también un don del Espíritu, a fin de que sea difundido sobre los hombres. El relato de Juan muestra así a Jesús soplando su Espíritu sobre sus discípulos la tarde del domingo de la resurrección, para que con la fuerza de ese Espíritu puedan perdonar los pecados (Jn 20, 22). También Lucas relaciona el don del Espíritu a la comunidad con el anuncio de la muerte y de la resurrección de Jesús: «Exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado sobre nosotros, como lo podéis ver y oír» (He 2, 33). De esta manera, el Espíritu, don mutuo del Padre y del Hijo, se convierte en su don común a los hombres.

La escena de la cruz, de la que Jesús hablaba como si fuera su bautismo, puede leerse como superpuesta a la del bautismo, en donde la bajada de Jesús al Jordán y su subida del mismo imitan anticipadamente el futuro movimiento de su muerte y su resurrección. Pues bien, este primer bautismo, que consagra de alguna manera a Jesús para recibir el segundo, es el lugar de una teofanía trinitaria, anticipación de la resurrección, durante la cual el Padre autentifica la identidad filial de Jesús (Mt 3, 17) y envía sobre él su Espíritu.

b) En nuestros días Hans Urs von Balthasar ha profundizado en este tema que une la contemplación joánica de la gloria con la consideración paulina de la kénosis de Cristo, llevando hasta el extremo los términos de la paradoja de la muerte y de la vida. Si Jesús es el centro de la figura de la revelación, la cruz de Jesús es el centro de ese centro. Pero la kénosis del fin revela tambiénla del origen; la «manera» de morir remite a la «manera» de nacer. La kénosis humana de Jesús en la muerte revela de este modo la kénosis de Dios, en donde el Verbo hecho carne se convierte en no-Palabra. Porque en el silencio absoluto de la muerte del Hijo se expresa paradójicamente el Dios que habla, promete y vive. El itinerario de la vida de Jesús está totalmente orientado hacia ese «peso de la cruz». Esta kénosis absoluta revela el amor absoluto de Dios, un amor más fuerte que la muerte y el pecado, y finalmente su gloria. Porque el «hiatus» de la cruz es la revelación absoluta del «peso» de Dios, es decir, según la etimología del kabod bíblico, de su Gloria.

Que el ser mortal de la carne pueda expresarse a sí mismo como Verbo o Palabra inmortal, ésa fue la contradicción que vivió, asumió y superó la omnipotencia del amor de Dios. Porque el abismo entre los contrarios quedó colmado por la desapropiación y el abandono absoluto de Cristo al Padre. Su pascua es el «puente» que franquea ese «hiatus». En la cruz se cumple la unión de la potencia suprema con la suprema pobreza, en la desapropiación total que Jesús hace de sí mismo y que perpetúa en la eucaristía, a fin de llenar el espacio eclesial de su Palabra hecha carne. En la cruz el Verbo enmudecido expresa una transparencia absoluta al Padre, que confirmará su resurrección. Ese es el misterio de la kénosis sobre el que el autor se detiene con amoroso respeto, en referencia a Flp 2, 6-11.

Balthasar recoge aquí un pensamiento muy apreciado por S. Bulgatov, para quien el desinterés de las personas divinas, puras relaciones en la vida intratrinitaria, tiene que comprenderse como el fundamento de todo. Fundamenta una primera forma de kénosis, la de la creación, en la que el Creador abandona en favor de su criatura una parte de su propia libertad. Pero Dios puede atreyerse a ello más que en la previsión de una segunda kénosis, la de la cruz, en la que el Hijo transpone su ser-engendrado del Padre en la forma humana de la obediencia hasta la muerte. Por otra parte, toda la Trinidad está comprometida en este acto: el Padre en cuanto que envía al Hijo y lo entrega a la cruz, el Espíritu en cuanto que une a los dos en el tiempo de su distancia. De esta manera, la cruz de Cristo está inscrita desde el origen en la creación, como demuestra la teología del cordero de Dios, inmolado y glorioso, «predestinado desde antes de la fundación del mundo» (1 Pe 1, 20).

c) J. Moltmann, teólogo reformado, ha sufrido la influencia de Balthasar y propone igualmente una lectura trinitaria del misterio de la cruz: «El concepto teológico de la contemplación del Crucificado es la doctrina sobre la Trinidad. El principio material de esa doctrina es la cruz de Cristo. El principio formal del conocimiento de la cruz es la doctrina de la Trinidad» (El Dios crucificado, p. 341). Subraya cómo la cruz resiste a sus interpretaciones e intenta superar la oposición clásica entre teísmo y ateísmo. Teológicamente sensible al drama de los sufrimientos de hoy, hace descansar toda su lectura de la cruz en el grito de abandono de Jesús. Procurando descartar toda noción de Dios presupuesta por la metafísica, Moltmann escribe:

«El Hijo sufre a causa de su amor el abandono del Padre en su muerte. El Padre sufre a causa de su amor el dolor de la muerte del Hijo. Lo que surge del acontecimiento entre el Padre y el Hijo, como el Espíritu que da amor a los abandonados, como el Espíritu que vivifica lo muerto... Aquí hemos interpretado trinitariamente el acontecimiento de la cruz como suceso de relación entre personas, en el cual éstas se constituyen en su relación mutua. Con lo cual queda dicho que en el acontecimiento de la cruz hemos visto sufrir no sólo a una persona de la Trinidad, como si la Trinidad estuviera antes en sí misma, existiendo en la naturaleza divina. Por tanto, interpretada la muerte de Jesús no como un acontecimiento humanodivino, sino como trinitario entre el Hijo y el Padre. En la relación para con su Padre se cuestiona no la divinidad y humanidad de Cristo y su mutua correspondencia, sino el aspecto total y personal de la filiación de Jesús. Este punto de partida es nuevo respecto de la tradición. Supera la dicotomía entre Trinidad inmanente y economía, así como entre la naturaleza de Dios y su íntima Trinidad. Hace necesario el pensamiento trinitario en orden a la salvaguarda de la cruz de Cristo» (El Dios crucificado, 347-348).

Este hermoso texto, que recapitula el pensamiento de Moltmann, franquea alegremente un umbral terrible, el de la analogía y la transcendencia absoluta de Dios. Al referirse al «axioma fundamental» por el que Rahner afirma la identidad entre la «Trinidad inmanente y la Trinidad económica», Moltmann se olvida de tomar en cuenta el hecho de que la primera está presente en la segunda en la medida en que se comunica entonces «libre y graciosamente». Intentando evitar toda separación, llega a negar toda distinción entre las dos y a proponer el acontecimiento de la cruz como el lugar de un proceso en el que la Trinidad se realiza como tal. Dios se hace Trinidad en la historia. Se comprende la crítica que dirige entonces W. Kasper a su colega Tubinga: «Sin la distinción fundamental entre Dios y el mundo, entre el cumplimiento interior al mundo y el cumplimiento escatológico, entre la Trinidad inmanente y la Trinidad económica y —last, not least— la "naturaleza" y la "gracia"..., no es posible y sobre todo no es crítica una teología» (Diskussion über Jürgen Moltmanns Buch «Der Gekreuzigte Gott», Kaiser, Munich 1979). Sin embargo, la preocupación de Moltmann de hablar no solamente de la muerte de Dios, sino de la muerte asumida en Dios, sigue siendo justa. Igualmente es verdad que «la manifestación de Dios pertenece también a su ser» (cf. J. Moingt: RechScRel 65 [1977] 219-326).

d) E. Jüngel, teólogo luterano, ha desarrollado también el tema de la relación entre la cruz y la Trinidad en su libro Dios, como misterio del mundo. Jesucristo crucificado es el «vestigium Trinitatis». «La doctrina cristiana del Dios trino es la quinta esencia de la historia de Jesucristo, porque con la distinción de un Dios en las tres personas del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, llega a su verdad la realidad de la historia de Dios con el hombre» (Ibid., 439). Jüngel se pregunta «en qué medida es la historia de la vida y pasión de Jesús el indicio que nos lleva a la fundamentación de la fe en el Diostrino (ibid., 448). La respuesta se encuentra en la relación única de Jesús con Dios, reveladora y realizadora de una nueva comunión del hombre con Dios. «Por tanto tendremos que haber percibido en el ser del hombre Jesús la nueva autoevidencia de la reconciliación y la contraposición concomitante de=con las autoevidencias dominantes» (ibid., 454). Jesús revela el misterio trinitario de Dios hasta el abandono mismo que experimenta. «Por cuanto que se abandonó total y absolutamente a Dios, terminó su vida en el acontecimiento de total abandono por parte de Dios» (ibid., 460). «Pues el Dios que se identifica con Jesús muerto se presenta en la muerte de Jesús de tal manera que comparte el abandono por parte de Dios de Jesús. Pero esto sólo tiene sentido, si podemos distinguir en consecuencia realmente entre Dios y Dios» (ibid., 468), es decir, entre el Padre y el Hijo; «es Dios el Espíritu el que permite que el Padre y el Hijo sean uno en la muerte de Jesús en distintibilidad real, es decir, uno frente al otro... De este modo precisamente Dios, en su unidad, se distingue trinitariamente» (ibid.), sin que por ello quede rota su unidad. Para concluir, «creer con Jesús en Dios (el Padre) quiere decir por eso creer con necesidad (pascual) en Jesús o como Dios (el Hijo). Sin embargo esa fe no viene del hombre; sólo es posible en virtud del Espíritu que viene al hombre. Por eso, creer con Jesús en Dios, y en Jesús como Dios, significa creer en (=dentro del) el Espíritu Santo» (ibid.). El Dios-Trinidad es misterio del mundo en la medida en que viene hacia el mundo.


IX. La cruz de Jesucristo, luz sobre el sufrimiento humano

El obscuro problema del sufrimiento de los hombres sigue enfrentándose cada vez más con la pregunta insatisfecha: «¿por qué?» Para muchos constituye un obstáculo infranqueable para la fe, ya que ofrece la ocasión de poder acusar a Dios mismo. Nuestra finalidad en este lugar es solamente señalar cómo la cruz arroja una luz sobre el escándalo, profundamente evocado, del sufrimiento.

La respuesta cristiana a la densidad trágica del sufrimiento en la historia de los hombres no pertenece en primer lugar al orden del discurso. Se inscribe en un acto de «compasión». Dios en su Hijo viene a compartir este sufrimiento, tanto físico como moral y espiritual; viene a traer en su carne el dolor de la agonía y de una muerte especialemnte cruel. Y lo hace, no por amor al sufrimiento, sino por amor a los hombres que sufren. Sin ninguna voluntad de establecer un record, asume el sufrimiento por el mismo título con que asume una naturaleza y una condición humanas. En esta solidaridad querida con todos nuestros sufrimientos hay una verdad y un amor que hablan por sí mismos y que son ya un consuelo. Porque todo ser humano, sea cual fuere el abismo de su sufrimiento, puede dirigir su mirada hacia la cruz.

Pero Jesús no sacraliza el sufrimiento en cuanto tal, no le da al sufrimiento en cuanto sufrimiento un valor salvífico. En sí mismo, el sufrimiento es y sigue siendo un mal; por sí mismo, más fácilmente puede engendrar la rebeldía, la degradación del ser, el repliegue sobre sí mismo o el masoquismo, que la superación. Del mismo modo, el sufrimiento de Jesús no puede ser un precio que haya que pagar a Dios por los pecados de la humanidad. Hacer que intervenga un esquema semejante de compensación vindicativa entre Dios y su Hijo es una grave injuria contra la idea cristiana de Dios. Una injuria que, por desgracia, no siempre se ha evitado en la historia de la teología.

Así pues, rigurosamente hablando, no es la cantidad del sufrimiento de Cristo lo que nos salva, ni siquiera su muerte, sino su manera de morir, el acto de libertad amorosa y el don de sí mismo con el que Jesús vivió hasta el fondo el sufrimiento de su muerte. De aquello que era fruto del odio y del pecado, él hizo algo así como el «combustible» de la caridad. En este sentido hemos de decir que Jesús «convirtió» el sufrimiento en el combate que llevó a cabo contra él. Si lo tomó sobre sí, fue para pasar al mundo de la resurrección y, por consiguiente, para suprimirlo. En el movimiento contagioso de su amor les dio a todos los hombres la posibilidad de sufrir con él, es decir, de vivir también ellos la conversión del sufrimiento. De esta manera, todo sufrimiento es una cuestión planteada a nuestra libertad, a la que le corresponde en definitiva darle sentido o, por el contrario, dejarlo a su sin-sentido perverso. Esta enseñanza es toda una lección de vida, un ejemplo vivo y atractivo que da a todos los que la aceptan la fuerza necesaria para vivir y morir con Cristo y como Cristo.

La cruz de Cristo es la única respuesta definitiva al sufrimiento de los hombres. La cruz no es ni un discurso ni una teoría, ni mucho menos una justificación o una apología. Es un acontecimiento: el encuentro de Dios mismo con el sufrimiento. Es un acto de libertad divina que mantiene juntos los dos rostros del sufrimiento, su horror y su belleza. Su horror, porque se trata del sufrimiento del justo y del inocente, el más escandaloso que puede existir. Pero también su belleza, porque la manera de sufrir de Jesús es ya una transfiguración y una victoria. Jesús ama sufriendo y sufre amando. «Pues habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados» (He 2, 18). Por eso precisamente, después de la cruz, el término mismo de sufrimiento ha cambiado de sentido en el lenguaje cristiano. Por una metonimia de la que tenemos que ser conscientes, designa en adelante el amor que sufre, tanto el amor manifestado por Cristo doliente como el amor que desea estar con el Cristo doliente. Por tanto, si al cristiano se le invita a sufrir con Cristo, a tomar su cruz y a seguirle, se trata ante todo de una invitación a amar con Cristo.

[--.> Adoración; Amor; Apocalíptica; Ateísmo; Bautismo; Biblia; Comunidad; Concilios; Confesión de Fe; Creación; Doxología; Escatología; Espíritu Santo; Eucaristía; Experiencia; Fe; Hijo; Historia; Iglesia; Ireneo de Lyón; Jesucristo; Judaísmo; Liturgia; Logos; María; Misión, misiones; Misterio; Muerte de Dios; Naturaleza; Oración; Padre; Padres (griegos y latinos); Pascua; Personas divinas; Procesiones; Religión, religiones; Revelación; Salvación; Teísmo; Teología y economía; Trinidad; Vida cristiana.]

Bernard Sesboüé