EN UNA CONMEMORACIÓN MARIANA

A Jesús por María

Monición de entrada: Recibid ante todo nuestro saludo entrañable con el que nos unimos a vuestro dolor, querida familia, que pasáis por el trance amargo de la muerte de N. Devoto (devota) entusiasta de la Virgen, contamos hoy con la maternal intercesión de María ante su hijo Jesucristo, al presentarle nuestra súplica por el eterno descanso de nuestro hermano (nuestra hermana). Que nuestra Señora nos lleve hasta Jesús para celebrar este misterio de salvación, que se actualiza en la eucaristía.

Oremos:

Dios todopoderoso y eterno,
que elegiste por Madre a María, la Virgen,
y, al asociarla al misterio de la cruz,
tu Hijo la proclamó madre nuestra,
concédenos,
por su intercesión amorosa,
que nuestro hermano (nuestra hermana) N.,
que ha partido de este valle de lágrimas,
alcance la felicidad de la gloria en el cielo.
Por nuestro Señor Jesucristo...

Introducción a las lecturas: San Juan nos recuerda el amor tan grande que nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos suyos. Confiando en ese amor, el salmo ora diciendo: «Recuerda, Señor, que tu ternura es eterna». El evangelio nos revela que Jesús, en el acto supremo de amor de dar su vida, nos entrega a su madre por madre nuestra.

Primera lectura: Somos hijos de Dios (lJn 3,1-2) [RE, Leccionario, 1228].

Salmo responsorial: A ti, Señor, levanto mi alma (Sal 24) [RE, Leccionario, 1207-1208].

Evangelio: Ahí tienes a tu madre (Jn 19,17-18.25-30) [RE, Leccionario, 1256].

Homilía: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». «Ahí tienes a tu madre». «Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa».

Hermanos en el Señor: No andamos muy lejos de la verdad, querida familia (esposa, esposo, hijos...), si afirmamos que N. ha cumplido las palabras del evangelio dirigidas a Juan y ha recibido siempre en su corazón, como madre, a María.

Devoto enamorado (devota enamorada) de la Virgen de _ (nombre de la advocación mariana de su devoción), la ha venerado con unción y la ha amado como hijo entrañable; ha propagado su devoción con fervor entusiasta y no ha escatimado sacrificio por acudir a visitarla. Como tanta gente de esta ciudad (de este pueblo, comarca...) ha proclamado con orgullo su amor a la Virgen y le ha abierto de par en par las puertas de su casa y las de su corazón.

Al dar hoy nuestro adiós al hermano (a la hermana), vamos a pedir la intercesión de tan buena madre por el eterno descanso de su ferviente hijo (hija); y vamos a revisar la actitud cristiana que debemos mantener para honrar de verdad a la Virgen.

«A Jesús por María», reza un dicho popular religioso realmente acertado. María es la madre de Dios, pero el salvador es su Hijo, Jesús. María es intercesora, mediadora, estrella y guía. Pero el Dios-con-nosotros, el redentor y el resucitado que vence a la muerte, es Jesucristo. iQué atinadamente lo expresa la preciosa oración mariana que es la Salve!: "Y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre». Es Jesús quien realiza la obra de la salvación.

Los primeros cristianos lo entendieron tan bien que no necesitaban otras fiestas para honrar a María que no fueran las fiestas del Señor. La veneraban siempre en unión al Hijo, como madre de Jesús. En esta misma dirección apunta el Señor cuando, en aquella escena en la que una mujer prorrumpe en alabanza a su madre —«iDichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron»—, Cristo responde: «Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 11,27-28).

El verdadero devoto de María no detiene en ella su fe, sino que, por ella, cree en el Hijo. Participa en la eucaristía, recibe los sacramentos e intenta vivir según su condición de cristiano: a ejemplo de Cristo y como hijo de Dios. «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ilo somos!», exclamaba san Juan en la primera lectura.

«A Jesús por María». «Y por Jesús y María, a los hermanos», podemos añadir. Si somos hijos de Dios, si tenemos a María por madre, si somos hermanos en Cristo, sólo cabe un trato entre nosotros: el de hermanos. Pedimos «el pan de cada día», dispuestos a compartirlo. Pedimos el perdón, «así como nosotros perdonamos». Invocamos a la «madre,vida, dulzura y esperanza nuestra», con la disposición de ser vida, dulzura y esperanza de los hermanos. «Haced lo que él os diga», pide la Virgen al abogar por los novios en las bodas de Caná. «Haced lo que él os diga», nos pide a cuantos acudimos a su intercesión. Y lo que el Señor nos dice se resume en su mandato: «Amaos, como yo os he amado».

El evangelio que hemos proclamado nos sitúa con María, al pie de la cruz, junto al Hijo. Si por amar a María permanecemos junto a Cristo hasta la muerte, Dios cumplirá con nosotros el mismo destino que cumplió con Jesús y que cumplió con María: la resurrección. El relato evangélico no nos narra, como en el caso de Cristo, la resurrección de María. De ello se ocupa la otra gran fuente de revelación, la tradición cristiana que arranca desde los primeros tiempos.

Según esa tradición, creída por los cristianos de la Iglesia universal, el papa Pío XII declaró solemnemente el dogma de la asunción de María en cuerpo y alma a los cielos. La madre siempre unida al misterio de salvación de su Hijo. Desde Nazaret y Belén hasta la cruz. Y desde la cruz, hasta el cielo. Cristo resucitó y subió a la gloria del Padre, el primero, como primicia. María es llevada con Cristo, como primer fruto de la redención conseguida para la humanidad. Ella, mujer de nuestro pueblo, es punto de referencia para nuestra esperanza. Nosotros, de su misma raza, de su misma estirpe, podemos mirar al cielo con confianza, porque la humanidad tiene allí reservado su puesto definitivo.

A Jesús por María. El recuerdo a un gran devoto (una gran devota) de la Virgen nos trae junto al Señor en la eucaristía. Aquí se hace presente el misterio de la cruz: redimidos por Cristo. Aquí se renueva el triunfo de la resurrección: resucitados con Cristo. Aquí se da en anticipo la gloria de la vida futura: a la derecha del Padre, con María y con los santos. Que nuestro hermano (nuestra hermana) N. sea llevado (llevada) con la Virgen, a la que tanto quiso, a la bienaventuranza del cielo.

Invitación a la paz: Que el saludo de paz os acerque, querida familia, la amistad de cuantos compartimos vuestro dolor. Y que ese saludo nos acerque a todos como hermanos. Daos fraternalmente la paz.

Comunión: Este es Jesucristo, el hijo de María, el que nos la dio como madre en la cruz, el que la condujo a su gloria como primicia de la humanidad. Dichosos los llamados a la cena del Señor.

Canto o responsorio: La Virgen es camino por el que Dios vino al mundo y es camino que lleva a Dios. En la gloria del cielo goza de la resurrección con su Hijo, como signo de lo que nos aguarda a la humanidad. Apoyados en esa esperanza, cantamos nuestra fe en Cristo resucitado.

Oremos:

A tus manos, Padre de bondad,
encomendamos a nuestro hermano (nuestra hermana) N.,
con la firme esperanza
de que resucitará el último día,
con todos los que han muerto en Cristo.
Te damos gracias
por todos los dones con que lo (la) enriqueciste a lo largo de su vida;
en ellos reconocemos un signo de tu amor
y de la comunión de los santos.

Dios de misericordia,
acoge las oraciones que te presentamos
por este hermano nuestro (esta hermana nuestra)
que acaba de dejarnos
y ábrele las puertas de tu mansión
donde habite con María, la Virgen,
y tus santos en el cielo.

Y a sus familiares y amigos,
y a todos nosotros,
los que hemos quedado en este mundo,
concédenos saber consolarnos con palabras de fe,
hasta que también nos llegue el momento
de volver a reunirnos con él (ella), junto a ti,
en el gozo de tu reino eterno.
Por Jesucristo nuestro Señor.

Agradecimiento de la familia: Nuestra familia os queda muy agradecida por vuestras muestras de afecto y condolencia. Queda muy agradecida por esta celebración tan sentida y llena de fe y esperanza. Y queda filialmente agradecida a María, nuestra madre, la Virgen de _ (nombre de la advocación), que ha mantenido en su fiel devoción a nuestro querido (nuestra querida) N. Sólo nos queda pedirle con su oración: «Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte». Y pedir también que, como final, cantemos (el himno, la canción, la salve, el Magníficat...) a nuestra madre del cielo. Es un modo de prometer a los que se nos van que la devoción a la Virgen seguirá viva.

Canto mariano.