6 Homilías que se pueden emplear indistintamente en cada uno de los tres ciclos del domingo 34, fiesta de Cristo Rey

1. PODER/EXPLOTACION 

Las circunstancias históricas y la secularización creciente han dejado atrás el tiempo en que la expresión "Cristo Rey" parecía un argumento a favor de la restauración de monarquías más o menos sacralizadas. Hoy, los escasos reyes en activo están sometidos a una constitución. Reinan, pero no gobiernan. Ello evita interferencias ambientales al preguntarnos sobre el sentido del título de rey aplicado a Cristo.

La llegada del reinado de Dios fue el objeto de la predicación de Jesús. Al igual que sucede con otras palabras (culto, templo, etc.), en boca de Jesús también cambia radicalmente el contenido de los términos "reinado" y "rey". El reino anunciado por él es bien diferente de los que vivieron sus contemporáneos o conocemos nosotros. Contrapondremos algunas características de uno y otro concepto de "rey", sin olvidar el viejo aforismo según el cual el verdadero poder está detrás del trono.

Mientras que los reyes de este mundo y sus asimilados se imponen a sus súbditos desde fuera adentro por medio de la fuerza física, legal y propagandística, el reinado de Dios crece desde dentro hacia afuera. Es verdad que actualmente el recurso a la fuerza bruta está mal visto, y por ello, se usan mecanismos más finos, imperceptibles y efectivos para reclutar una mayoría electoral que cumpla este viejo papel. El control de la información, el distractivo "calidad de vida y fútbol" (antiguo "pan y circo") y las promesas que nunca se cumplirán son algunos de estos métodos.

Lo importante no es la libertad real del ahora llamado ciudadano, sino que la gente tenga la sensación de ser libre. Jesús marcha por otros caminos. Alguien montado en un pacífico asno no es la imagen de un rey poderoso y temido. Por eso él y quienes le siguen son la burla de los servidores del poder y la irritación de los encargados de justificarlo con una propaganda basada en su interesado concepto de patria y de religión.

Soldados y políticos no pueden ver en él a un rey. Debe ser un loco o, a lo más, un payaso. De cualquier forma, alguien que no usa la racionalidad imperante. Sin embargo, sin libertad no puede haber auténtico hombre ni siquiera ciudadano, solamente puede existir el esclavo (consciente o inconsciente) y el súbdito.

El reinado que Jesús pregona respeta toda la libertad del hombre, que por definición es un ser condicionado y limitado. La adhesión al reino, la fe cristiana, sólo es válida desde esta libertad. No sirve el marketing, ni siquiera el dar liebre por gato. Al reino no se entra engañado u obligado. Nadie puede creer ni amar a la fuerza. Por otra parte, ese reinado que tiene su comienzo en la tierra culminará con la rotura de toda limitación humana. El pecado, término religioso con el que se la designa, será vencido. El hombre llegará a su plenitud. El objetivo de los reyes de este mundo es el aumento y la consolidación de su poder político y económico. Cuando el país es más rico, también es más poderoso su rey. El escalafón tiene su meta arriba y los súbditos aspiran a llegar a lo más alto posible. Cuantos más tenga debajo, es señal de que están más arriba. El camino de la cima de la pirámide es cada vez más estrecho y sólo pasan la selección unos pocos convencidos seguidores del sistema. El darwinismo social funciona: los fuertes sobreviven comiéndose a los débiles. Sobre estructuras y escalafón, el reinado de Dios tiene unos criterios inversos: los importantes son los que sirven, los que están más abajo. Los que carecen de peso social, los que, a fuerza de ser muchos, tienen (según la ley de la oferta y la demanda) poco valor. En la pirámide social tienen poca altura, son pequeños. El que quiera ser el primero, sea el último y sirva a los demás. "Yo estoy entre vosotros como quien sirve". Jesús, lavando los pies a sus discípulos, con el desacostumbrado y humillante significado que tenía en su tiempo, es la mejor imagen de Cristo rey. Pero no es un "darle la vuelta a la tortilla"; porque se trata de una estructura en círculo, no de una pirámide. "No os llamo siervos, sino amigos". Es como un banquete en el que todos están sentados alrededor de la misma mesa y al mismo nivel.

Los reyes de este mundo exigen sumisión, obediencia y fe en sus eternas cantinelas: las cosas no pueden ser de otra manera, no se puede hacer todo en un día, vamos atendiendo a los más débiles, etc. Detrás de esas palabras, nadie puede ocultar la realidad de que las diferencias entre unos y otros son cada vez más grandes. La justicia es dinámica y cuando los de abajo consiguen algo, los de arriba están ya muy por encima de aquel punto. Los primeros van delante con cada vez más ventaja.

Pero, de nada serviría una hipotética igualdad si no estuviese basada en una fraternidad solidaria. Por eso la llegada del reino es una buena noticia para los pobres, los perseguidos, los angustiados de todo tipo. Se supone que los seguidores de Jesús los ayudarán a salir de su desgraciada situación. Los pobres son bienaventurados porque van a dejar de serlo. Los discípulos hemos sido bautizados como sacerdotes, profetas y reyes. Esto supone por nuestra parte un plan de vida acorde con esta realidad. Como sacerdotes, hemos de dar culto al Padre cumpliendo su voluntad: la salvación del hombre. Como profetas, hemos de anunciar el reino y trabajar para que cambien las injustas estructuras humanas. Como reyes, tenemos la obligación (al igual que los reyes del viejo Israel) de ser los defensores del pobre. Individualmente, como pequeña comunidad y como gran Iglesia, tenemos esta tarea. Contamos con la fuerza del Espíritu de Jesús. ¡Venga a nosotros tu reino!

EUCARISTÍA 1989, 54


2. CR/QUIEN-ES RD/IDENTIDAD/CR 

Pienso que la forma más cabal de hablar de Cristo Rey es presentarlo como nos lo presenta fundamentalmente el Evangelio: como anunciador del Reino. Y entonces esta homilía puede convertirse en ocasión para presentar el tema más nuclear del cristianismo: la identidad cristiana. ¿Qué es ser cristiano? "Ser discípulo de Cristo", decía el catecismo.

Ser cristiano es, pues, hacer, vivir, trabajar, optar ante la vida como Cristo. Y bien, para ser seguidores suyos, discípulos suyos, nos interesa saber: ¿qué quiso Cristo?, ¿qué pretendía? ¿por qué vivió y luchó? Si miramos bien en el Evangelio, parece que está claro: Jesús fue ante todo el anunciador e iniciador del Reino.

Ciento veintidós veces aparece en el Evangelio la palabra "Reino de Dios", noventa de ellas en boca de Jesús. Y hoy sabemos que el tema del Reino es ciertamente prepascual, que pertenece a las palabras mismísimas del Jesús histórico. El dato que tenemos más asegurado de la historia de Jesús es que su vida y predicación estuvieron centrados en el Reino de Dios.

El Reino fue el estribillo, la obsesión, la manía, el leit-motiv, la causa de Jesús. El Reino fue la causa de la que Jesús habló, por la que vivió, con la que Jesús soñó, por la que se arriesgó, por la que fue perseguido, preso, condenado y ejecutado. El vivió por y para el Reino de Dios. Ese parecer ser el Cristo del Evangelio. ¿Qué era el Reino? Jesús no lo explicó nunca apodícticamente, en unas cuantas lecciones sistemáticas. Lo explicó de mil maneras con sus palabras y, sobre todo, con sus hechos. El Reino de Dios es la transformación global (=revolución) del hombre y del mundo, introducido en el orden de Dios. Es el aniquilamiento de todos los factores de mal que andan desatados por el mundo: el odio, la injusticia, el individualismo, la insolidaridad, la discordia, la guerra, la falta de fraternidad, el oscurecimiento de la presencia de Dios, la falta de respuesta a su amor. Dicho en positivo, el Reino de Dios es paz, justicia, amor, vida, verdad, cercanía de Dios, filiación y fraternidad, reconciliación universal, comunidad fraterna y adorante.

Esa fue la causa por la que vivió Jesús, por la que vivió, luchó y fue muerto Jesús. Quienes están por el amor, la fraternidad, el perdón... están por la causa de Jesús, consciente o inconscientemente, sea cual sea su bandera. Quienes están por el odio, la guerra, la explotación, la injusticia, el egoísmo, la división, la venganza... están contra la causa de Jesús, contra el Reino de Dios, sea cual sea su bandera, aunque sea la bandera cristiana y aclamen a Cristo como Rey.

Ser cristiano, ser discípulo de Cristo, "reconocerlo como Rey", no consiste en la mera proclamación verbal, ni en la alabanza, ni en el cumplimiento de normas, ni en la aceptación de fórmulas, ni en tener buenos sentimientos religiosos. Ser cristiano, discípulo o partidario suyo, es "vivir y luchar por la causa de Jesús". Vivir, luchar (y morir), por su causa, es decir, por el amor, la fraternidad, la justicia, la libertad, la igualdad, la reconciliación, la potencia de la presencia de Dios, la respuesta a su invitación amorosa. Sólo cuando se vive y se lucha por la causa de Jesús, sólo entonces puede tener sentido aquello otro.

Porque ser cristiano no es una doctrina, pero tiene contenidos doctrinales; no es una ética, pero tiene derivaciones éticas; no es una "religión", pero tiene implicaciones religiosas. Pero si los contenidos doctrinales, las derivaciones éticas, las implicaciones religiosas, los sentimientos religiosos... no parten de y sirven para reforzar la lucha por la causa de Jesús (El Reino) entonces ya no serán cristianas en verdad. Ya lo hemos dicho, y concluimos: celebrar a Cristo como Rey no consiste en proclamarlo tal con la palabra o la liturgia, ni creerlo (mentalmente) o sentirlo vivamente. Eso solo (sólo eso) puede ser una alienación nuestra, o un insulto a Jesús.

DABAR 1980, 59


3.

-El Reino de Jesús

Como colofón de todo el año litúrgico: la solemnidad de JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO. ¡Cristo ayer, hoy y siempre! ¿Lo creemos, nos fiamos de ello? Más, ¿podemos decir como san Pablo: "Mi vida es Cristo; no soy yo quien vive sino que es Cristo quien vive en mí"? Confieso que disfruto enormemente saboreando el prefacio de hoy. "Reino eterno y universal: reino de la verdad y de la vida, reino de la santidad y la gracia, reino de la justicia, el amor y la paz".

Primero, porque es un programa tan repleto de valores que ni el político más utópico osaría formular, por su autenticidad, su gran densidad, tanto que si hiciéramos realmente caso de él, si nos lo tomáramos un poco seriamente...; y después, porque pone en evidencia que su reino "no es de este mundo", y justifica nuestro canto del "Cristo vence, Cristo reino, Cristo impera".

Hay que reconocer que en su misión liberadora del hombre, consecuencia de su deseo de hacer siempre la voluntad del Padre -"hago siempre la voluntad de mi Padre"- en su deseo de hacer al hombre libre a fin de que pueda convertirse en discípulo suyo, miembro de su Reino, desautoriza la farsa de los profesionales de la piedad de su tiempo, los fariseos; desilusiona a todos los que esperaban a un Mesías luchador, triunfador, que les quitara el yugo de los romanos, y claro, predicando palabras de verdad y de vida ("la verdad os hará libres"), y obrando amando a los hermanos y no el poder, el dinero y los placeres fáciles, no podía acabar de ningún otro modo que en la cruz. Y clavado en la cruz cumple su profecía: "Cuando sea levantado sobre la tierra atraerá todas las cosas a mí". Sí, Cristo reina, pero su podio de vencedor -cuando todo el mundo lo veía como una derrota- los siglos han demostrado que es la cruz.

-El Reino en nosotros.

Y todo esto debe continuar en nosotros, en la Iglesia. Muy a menudo la Iglesia ha rehuido la cruz, cuando en realidad nunca la vemos y encontramos más cercana al Cristo sufriente, al Cristo liberador, como cuando es incomprendida, calumniada, perseguida; cuando sintoniza con tantos hermanos que viven en la máxima pobreza, en el dolor, en el sufrimiento....; cuando está al lado de los "sin voz", de los marginados, de los oprimidos...

A veces, cuando miramos a nuestro alrededor o cuando miramos más allá, a la anchura del mundo, lo vemos todo muy grande, muy problemático. ¡Cuántas cosas tendríamos que hacer para que el Reino de Jesucristo se hiciera más presente en nuestro mundo! ¡Cuánta verdad y vida, santidad y gracia, justicia, amor y paz habría que hacer crecer! Y cuántas veces nosotros, la iglesia, cada uno de los cristianos, no somos fieles al camino de la cruz, que es el camino del Reino! Ciertamente que en nuestro mundo hay cosas ante las cuales nos sentimos muy impotentes, como si sólo pudiéramos mirárnoslas como espectadores.

Pero (¡y qué pero!) que Cristo reine en nosotros y nos haga vivir tal como él ha vivido. ¿de quién depende? Que esta Eucaristía, actualización de la entrega de Cristo, que vino a SERVIR, "servir es reinar", nos estimule a dejar que Cristo reine en nosotros para que así pueda reinar en nuestro mundo.

JAUME BAYO
MISA DOMINICAL 1992, 15


4. J/REVOLUCIONARIO

Hace apenas 50 años que Robert Eisler provocó el estupor del mundo de los especialistas con un libro que situaba a Jesús entre aquellas figuras de la historia judía que pretendían hacer efectiva la esperanza de David mediante un reino político y que trataban de introducir por la fuerza el reino de Dios. Eisler se apoyaba, para su concepción, en dos importantes hechos de la historia de Jesús: en su entrada en Jerusalén y en la expulsión de los mercaderes del templo con la purificación del mismo. La entrada, según opinaba él, sólo podía tener el sentido de un golpe de estado: el de una maniobra para hacerse con el poder; en cambio, la purificación del templo, no podía realizarse sin recurrir a la fuerza entre los tratantes de animales del Oriente. Entonces, Eisler con su libro Jesús rey sólo consiguió movimientos de cabeza desaprobatorios; hoy, ha prendido la chispa: el Hijo del hombre que no cambió al mundo no dice nada a la juventud de la humanidad revolucionada por la miseria, pero Jesús, como símbolo de la lucha contra la opresión, como constante estímulo revolucionario en la carne del mundo, esto sí que convence.

¿Pero fue efectivamente la vida de Jesús un intento fracasado de ocupar el trono de David y nada más? ¿Fue la cristiandad eclesial una falsa interpretación de la idea revolucionaria de Jesús, una reconciliación con el poder y nada más? Jesús entró sobre un asnillo en la ciudad santa, y lo hizo incluso en uno que no le pertenecía: él no poseía tal animal. Y, de esa manera, hizo entender a todos los de su pueblo una profecía de Zacarías (9,9): el caballo, entonces símbolo del poder militar y algo que correspondía a lo que es hoy el carro blindado, no aparece; el verdadero rey de Israel no llegará sobre un caballo, no se mezclará en las disputas de los poderes del mundo y ni siquiera pretenderá gozar de un poder, sino que cabalgará sobre un asno, el símbolo de la paz, la bestia sin apenas valor de los pobres. Su entrada en Jerusalén sobre un asno, y además prestado, es símbolo de la impotencia terrena, el cumplimiento de la promesa profética. La purificación del templo, un golpe de fuerza había sido apagado en seguida; tal como la realiza Jesús, se convierte en una profecía de su muerte: «El celo de tu casa me consume». Jesús no utilizó la espada.

No suministró ningún lema a los revolucionarios. Sus discípulos murieron como mártires de la paz y, en eso precisamente, son sus testigos, testigos de lo que él era y no era.

¿Pero cuál es, según eso, su reino? El asnillo prestado es expresión de su impotencia terrena, pero al mismo tiempo expresión de la plena confianza en el poder de Dios. Este se manifiesta en Jesús. Él no erigió ningún reino propio junto al reino de Dios, sino que sólo dio testimonio de éste. Su nada es su todo. Él no está por el poder terreno, sino por la verdad, la justicia y el amor hacia Dios. Este reino de Dios sigue siendo frágil en medio del mundo. Pero únicamente por él el mundo es digno de vivirse, es humano. No son los revolucionarios los que hacen al mundo humano, ni siquiera los que mejor piensan entre ellos; ellos dejan detrás de sí ruinas y sangre. Lo que nos permite vivir en el mundo es la bondad, la veracidad, la fidelidad y el conocimiento de que Dios es todo esto. Lo que nos permite vivir es la creencia de que Dios es como Jesucristo, de que Jesús es Dios: de que él, el hombre que camina sobre un asnillo prestado, es el verdadero rey, el verdadero y último poder del mundo. El vivir en conformidad con ese poder -con él- ésta es la exigencia de este día: venga a nosotros tu reino.

JOSEPH RATZINGER
EL ROSTRO DE DIOS
SÍGUEME. SALAMANCA-1983.Págs. 110 s.


5.

La fiesta de Cristo Rey es reciente, pero su contenido es tan viejo como la misma fe cristiana. Pues la palabra «Cristo» no es otra cosa que la traducción griega de la palabra mesías: el ungido, el rey. Jesús de Nazaret, el hijo crucificado de un carpintero, es hasta tal punto rey, que el título de «rey» se ha convertido en su nombre. Al denominarnos nosotros cristianos, nosotros mismos nos denominamos como la «gente del rey», como hombres que reconocemos en él al rey.

Pero lo que significa el reino de Jesucristo sólo puede entenderse adecuadamente si se tiene en cuenta su origen en el antiguo testamento. Ahí se observa en primer lugar algo muy curioso. Un reino no estaba previsto, a todas luces, por parte de Dios para Israel.

Surgió precisamente de una rebelión de Israel contra Dios y contra sus profetas, de un rechazo de la voluntad originaria de Dios. Después de la toma de posesión de la tierra prometida, este pueblo, que estaba constituido por muchas razas, se unió en una especie de confederación que no tenía ninguno que le mandara, sino sólo jueces. Y el juez ni siquiera tenía que hacer la ley como un jefe, sino que se tenía que contentar con aplicar la ley existente, la ley dada. Así, pues, el mando sobre Israel se hallaba sólo en la ley, en el derecho divino que se le había suministrado. La ley debía ser el rey de Israel y a través de la ley, inmediatamente, el mismo Dios. Todos eran iguales, todos libres, porque sólo había un Señor el cual en la ley imponía sus manos sobre Israel.

Pero Israel sintió envidia de los pueblos que le rodeaban, los cuales tenían poderosos reyes. Y quiere ser como ellos. Inútilmente advierte Samuel al pueblo: si tienen un rey, llegarán a ser sus esclavos. Pero ellos no quieren la libertad, la igualdad, el derecho a la elección, el reino de Dios. Quieren ser como los demás; y se asocian así al gesto de Esaú: no cuenta la elección, sino la codicia y la vanidad. El rey es, en Israel, casi la expresión de una rebelión contra el mandato de Dios, una repulsa de la elección, para situarse al nivel de los demás pueblos. Pero ahora ocurre lo curioso. Dios se amolda al capricho de Israel y establece así una nueva posibilidad de su aplicarse o darse a ellos. El hijo de David, del rey, se llama Jesús: en él aflora Dios a la humanidad y se casa con ella. El que mira con profundidad descubre que ésta es la forma fundamental de actuar de Dios. Dios no posee un rígido esquema, que hace que se imponga, sino que sabe encontrar siempre de nuevo al hombre y convertir incluso sus descarríos en caminos: esto se manifiesta ya en Adán, cuya culpa se convierte en una feliz culpa, y eso se manifiesta asimismo en todas las vicisitudes de la historia.

Así, pues, esto es el reino de Dios: un amor que no tiene que desarmarse, cuya fantasía encuentra al hombre por caminos siempre nuevos y de formas siempre nuevas. Por eso el reino de Dios significa para nosotros una confianza inconmovible. Pues esto vale siempre y vale en cada una de las vidas. Nadie tiene motivos para la angustia o el miedo o para la capitulación. Dios siempre hace que se le encuentre. De ahí debiéramos tomar ejemplo en nuestra vida: no anular a nadie, intentar siempre de nuevo dejando que actúe la fantasía de un corazón abierto. No es el imponerse lo más grande, sino la disponibilidad para ponerse en camino hacia Dios y hacia los demás. Así Cristo rey no es la fiesta de aquellos que se hallan bajo un yugo, sino la de aquellos que se sienten agradecidos en manos de aquél que sabe escribir derecho con renglones torcidos.

JOSEPH RATZINGER
EL ROSTRO DE DIOS
SÍGUEME. SALAMANCA-1983.Págs. 112 s.


6. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO

San Alberto Hurtado

CRISTO REY

Archivo Padre Hurtado. Se trata de la prédica pronunciada por el P. Hurtado, en la Basílica del Salvador, la noche del 26 de octubre de 1 vísperas del domingo de Cristo Rey. La procesión, en que participaron 20.000 jóvenes con antorchas en sus manos, recorrió las calles Vicuña Mackenna, 10 de Julio, Portugal, Alameda y Almirante Barroso, hasta llegara la Basílica. La Santa Misa fue presidida por don Alejandro Menchaca, Asesor Nacional de la Juventud católica de chile, y la prédica fue pronunciada por el P. Alberto Hurtado (Cf. El Diario Ilustrado).

Jóvenes cristianos:

Estamos en una época en que los reyes, jefes, dictadores pasan revista a sus tropas y las hacen desfilar con sus armas para inspirar confianza en la fuerza de sus fusiles y en el poder destructor de sus tanques, aviones y ametralladoras. También nuestro Rey, Cristo, esta noche ha llamado revista a sus jóvenes y los ha invitado a desfilar por las calles de Santiago ostentando sus armas: la Cruz del sacrificio, la luz de su verdad, el fuego de su amor. ¡Qué ideales tan diferentes los que congregan la muchedumbres de nuestro tiempo! Los jefes de nuestro tiempo juntan sus fuerzas para destruir, para matar o para aniquilar ciudades y vidas, aunque éstas sean de niños indefensos o de débiles mujeres... Lo más a que pueden aspirar es un poco más de oro, de influencia, de comodidades, que no van a traer ni felicidad ni alegría, que no van a ennoblecer más al hombre; sino a envilecerlo, hacerlo más orgulloso, más egoísta y codicioso. Y por esta causa ¡tanto entusiasmo, tanto idealismo, tantas vidas que se sacrifican, tantas generaciones que se arruinan! Y todo eso, ¡parece lo más natural! Lo contrario lo llamaríamos ¡cobardía! Pero para el cristiano, para el hombre de fe, de fe viva; ¿qué valen esos triunfos? ¡Qué vanos parecen esos sacrificios frente a otro Reino de proporciones inmensamente mayores, de frutos de eternidad... El Reino de Cristo, Reino de justicia, de amor, de paz! Reino que viene no a destruir al hombre sino a regenerarlo: “a esto he venido, a que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10,10); a levantarlo del fango de las pasiones que lo esclavizan, a hacerlo libre: libre de la tiranía del pecado libre de la impureza, libre del egoísmo, libre del odio, libre del orgullo, libre del mal que es el pecado y el desorden. Pero basta esto; viene a elevarlo a una grandeza que jamás el hombre podía sospechar: amigo de Dios: “ya no os llamaré siervos sino amigos” (Jn 15,15); templos donde Él habita: “vendremos a él y haremos en El nuestra morada” (Jn 14,23), elevados por participación a la vida divina, a la unión con el Creador, a vivir la misma vida de Dios por la gracia santificante: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos” (Jn 15,5); viene Cristo en el colmo de su amor no a traerle sus dones, sino a darse El mismo como don, a alimentarnos a nosotros, pobres mortales, con su Cuerpo y Sangre, prenda de la vida eterna. Y mientras dura nuestro curso por el mundo, la actividad del soldado de Cristo es hacer el bien: la caridad material, la limosna al pobre, el consuelo al débil, la justicia al oprimido, la caridad al que sufre. En una palabra: a continuar la redención de nuestros pobres hermanos, los hombres. ¿Por qué entonces, me diréis, jóvenes cristianos, nuestro Reino no apasiona como apasionan las campañas guerreras de los conductores de pueblos? ¡Qué no apasiona...! No sois vosotros ciertamente los que lo diréis, vosotros los que conocéis un poco la historia de la Iglesia de Cristo. ¡Cómo ha apasionado siempre a los espíritus más nobles del mundo!... Desde Pablo de Tarso, que al mundo entero lo reputaba como estiércol y basura con tal de ganar a Cristo, para quien su aspiración suprema era vivir en Cristo: “Mi vivir es Cristo” (cf. FIp 3,8; Gal 2,20); San Ignacio de Antioquía, que aspiraba a ser molido como trigo entre los dientes de los leones para ser hostia agradable a Cristo, Sebastián, que prefería a los honores del palacio imperial las saetas que atravesaron su cuerpo de mártir por Cristo; Luis Gonzaga, que prefiere la pobreza de Cristo a la corona de marqués; Francisco de Borja, la pobre sotana religiosa a la corona de virrey; Francisco de Asís, la desnudez del niño de Belén a los placeres de la juventud; y ¡para qué hablar de tiempos antiguos! Puesto que hoy en nuestros días despierta el entusiasmo de millares de jóvenes que dejan su patria, su familia, su lengua, para sepultarse en China, en las islas Carolinas, en Alaska, para dar a conocer el nombre de Cristo; de los valientes mártires que han acabado en la cruz o en las prisiones cantando su vida por Cristo, como Manuel Bonilla, Miguel Agustín Pro, Silva, Anacleto González Flores.., mártires de Cristo, del amor y lealtad a Cristo hasta su muerte ¡Que acaso no hay amor a Cristo incluso en nuestro Chile! Lo desconoce únicamente quien no ha convivido con grupos de jóvenes de alma ardiente que, obreros, universitarios, colegiales, preparándose al sacerdocio o al matrimonio cristiano, no tienen más lema que éste: “Instaurarlo todo en Cristo” ¡Oh, consuelo el de nuestras, almas de sacerdotes de tener la dicha de escuchar esos latidos ardientes de jóvenes apasionados, hoy como en los tiempos en que el Maestro recorría Galilea, por el divino Amigo, el Soberano Jefe, el Redentor de las almas! Si tocásemos a reunión el clarín del ejército de Cristo a todos los jóvenes que aspiran a firmar incluso con su sangre, su programa: “instaurarlo todo en Cristo”, ¡qué grupo tan espléndido se reuniría! ¿Qué plaza del mundo; podría contenerlo? ¡Qué ejército de valientes, de valientes de veras, los que entonces se agruparían! Jamás en el mundo se habría reunido una manifestación de seres más nobles de alma, más generosos, más puros, más idealistas... Jamás palabras y tanto fuego, ni acciones tan heroicas se habrían realizado. Pero, es cierto, ese ejército numeroso en pie de guerra desde hace dos mil años, que lejos de disminuir aumenta en número y en valor, ese ejército es todavía hoy como en tiempos de Cristo —tal vez lo será siempre así— “pussillus grex’ un rebañito pequeño... (Lc 12,32). Frente a él, sin tener siquiera el valor de reunirse, el número inmenso de los que se llaman cristianos, pero que no tienen de cristiano más que el nombre... y, más allá, la región inmensa del paganismo sumida hoy todavía en las sombras de la muerte (cf. Sal 106,10)... Y ¿por qué esos cristianos de nombre no forman parte del ejército de Cristo? Porque, mis amados jóvenes, el que no está dispuesto a dar su vida por su Jefe, tiene tal vez el alma marcada con el sello del bautismo, pero ese signo señala más bien su apostasía. Renovó tal vez su juramento el día de su primera comunión, pero no pertenece a Cristo. Por definición, un cristiano es un candidato al martirio: todos sus intereses, su fortuna, sus amores, sin exceptuar la vida, están subordinados al amor de Cristo. Esto es algo básico en nuestra religión. Los que han creído que el cristianismo es un asilo para salvaguardar su fortuna, su rango, sus virtudes mezquinas y mediocres, han tenido que desengañarse. Cristo no es un modelo que haya bajado del cielo para servir de argumento a Leonardo da Vinci ni a Rafael, para que sus cuadros hermoseen los salones; ni subió a la Cruz para que su imagen, de marfil o de bronce, adorne un dormitorio; ni envió apóstoles para encantarnos con su elocuencia; vino a reclamar nuestras vidas para elevarlas hasta Dios, sea que las entreguemos gota a gota en el curso de una larga existencia, o que un día nos llegue la ocasión de mostrar que no somos cristianos de parada. Oh, el cristiano verdadero, mucho más que el soldado de las causas terrenas, tan inferiores a la de Cristo, ha de estar siempre dispuesto a seguir el llamado de Cristo que resuena cuando menos se lo espera! Y esta es la última palabra de la doctrina cristiana: No un difícil razonamiento, una teología complicada y sutil; la última palabra de la doctrina de Cristo se la recibe cuando uno se decide a poner sus pasos tras los pasos de Jesús, condenado a muerte y marchando inocentemente al suplicio. ¡Ah, mis amados hermanos, qué ideas tan falsas circulan con frecuencia sobre el Reino de Cristo! Muchos se imaginan un reino de triunfos, mítines, congresos, cruzadas militares, campañas externas... No puede ser condenado el empleo de ninguno de esos medios, cuando son justos, pero no es eso lo fundamental. “Regnavit a Digno Deus’ Cristo reinó desde la Cruz (cf. Sal 95,10). Desde la Cruz venció al pecado, la muerte, el infierno. El Reino de Cristo se fundó en el Calvario, y se mantiene sobre todo en la prolongación del Calvario, que es la Eucaristía: la prolongación incruenta del sacrificio redentor, del gran viernes de la humanidad. Y uno es soldado de Cristo en la medida en que acepta incorporarse al sacrificio del Jefe; en la medida en que acepta su Pasión, sin escándalo, y se decide a completar en su cuerpo lo que falta a la Pasión del Redentor (cf. Col 1,24). Uno es cristiano en la medida en que vive realmente del sacrificio eucarístico, en que celebra la misa —no la oye—, la celebra: Esto es, ofrece el sacrificio de Cristo total, del Cristo místico, el de Jesús y el suyo ¡Cuán necesario es insistir en estas ideas, en una época en que un espíritu de placer domina el mundo: ansia de gozo, guerra al esfuerzo, huida al sacrificio! Hoy como nunca la Cruz de Cristo es escándalo para los judíos y locura para los gentiles, aunque para los cristianos sea la sabiduría de Dios (cf. 1 Cor. 1,23-24). La crisis de valores morales por la que atraviesa la humanidad es espantosa. Los más grandes pensadores y estadistas están horrorizados de esta ansia de vida fácil, de esta sed de diversiones, de este convertir la vida en perpetuo weekend, donde no hay nada que pueda negarse, y donde todo sacrificio parece una austeridad imposible para la joven generación de nuestros días. Hay una enorme cobardía para tomar responsabilidades, para aceptar ataduras, un horror ante el esfuerzo que significa la vida moral, todo parece excesivo. En estas condiciones, claro está que el cristianismo parece algo que escandaliza... y viene ese buscar componendas entre el cristianismo y la comodidad del vivir. Ese perpetuo escándalo que presencia el mundo moderno de una doctrina de abnegación y de generosidad hasta el heroísmo, cubriendo tanto egoísmo y tanta sensualidad. La inmensa mayoría de la generación joven de nuestra época, incluso la cristiana, ha abierto las puertas a la más cruda sensualidad, mancha su uniforme de soldado de Cristo en sitios donde jamás debiera penetrar un cristiano; no tiene el valor ni siquiera de luchar por negarse un placer, derrotada de antemano, sin pensar que su momento de culpa es una puñalada al corazón de Cristo, su Rey: Crucificando de nuevo al Hijo de Dios en sus corazones (cf. Heb 6,6). Desde hace varios años este mismo día se vienen reuniendo grupos cada vez mayores de jóvenes en una manifestación imponente de entusiasmo: Hasta 20.000 jóvenes enronquecen sus gargantas al grito de ¡Viva Cristo Rey!, agitan sus antorchas y demuestran su adhesión al Jefe Supremo. La manifestación se disuelve y ¡qué poco han cambiado las vidas! ¡Qué pocos progresos hace Cristo en las almas de sus cadetes! ¡Cómo no va a ser impresionante ver deshacerse manifestaciones tan grandiosas como éstas, sin que la compasión de Cristo por las turbas se encienda en los corazones! Vemos ese pobre buen pueblo nuestro, que yace en la oscuridad y en la más negra ignorancia, falto de cultura material, deshecho su hogar, socavada su conciencia por prédicas malsanas, en una ignorancia religiosa total... y estos soldados de Cristo que se reúnen en el día de su fiesta, ¡qué triste sería que continuaran volviéndose a sus casas contentos con los gritos entusiastas y con haber consumido una antorcha! El espíritu de Cristo no estaría en ellos si no volvieran a sus hogares dispuestos a sacrificarse por sus hermanos, a ir al pueblo, a llevarles a Cristo, a enseñarles la Buena Nueva, la gran Nueva de su redención; a esperarlos en la salida de las fábricas con la Nueva de su regeneración en Cristo, de la divinización de sus vidas, a los pobres obreros que se creen los condenados de la tierra; a ir a las universidades a clamar a los estudiantes el amor de Cristo para con ellos; a ir donde se sufre, a llenar de consuelo esas vidas con los consuelos de Cristo...
No podrá llamarse soldado de Cristo el que no dé un sentido social a su vida, el que no se interese por sus hermanos. Para muchos, durante muchos años, el cristianismo ha sido un asunto puramente individual, algo así como una especie de seguro para la otra vida, o un consuelo para los momentos amargos de la vida... Pero el cristianismo auténtico no es eso: es la religión de los hermanos que se sienten responsables de la salvación de sus hermanos; es el amor de Cristo por los demás que los lleva a buscarles todos los bienes, sobre todo el gran bien de la fe; es la responsabilidad de una vida consciente de la parábola de los talentos, que impone a cada uno trabajar en la medida de la luz que ha recibido. Ese es el cristianismo que espera de vosotros vuestro Rey, esta noche de fiesta... Si al menos uno de vosotros hiciese un serio examen de su fe y se decidiese a ser cristiano de veras, con la gracia de Cristo que no faltará, ese uno dará más gloria a Cristo que los clamores entusiastas de los 20.000 restantes, que se quedan en puras voces sin asemejar su vida a la de su Jefe, Maestro, Rey.
Las antorchas que traíais en vuestras manos me han hecho pensar en las que llevaron los cristianos de los primeros siglos en las catacumbas, que los hacían buscar las tinieblas para huir de la muerte. Cada cierto tiempo el cristianismo parece acomodarse a la vida social, pero felizmente una nueva racha sacude el árbol cuya cabeza es Cristo y las ramas nosotros. Las hojas muertas y las ramas secas caen. Sólo permanecen indestructibles los que reciben la savia de Cristo. Pero esas persecuciones exteriores son las que menos puede temer un cristiano, pues el árbol sacudido por la tempestad se arraiga más, y la Cruz se ha regado siempre con sangre, comenzando con la del Redentor... No son ésas las persecuciones más temibles, sino las aparentemente pacíficas, las que vienen de nuestros hermanos débiles y mundanos, las que vienen de la pereza, del egoísmo, de la inercia que arranca la Cruz de tantas almas. Ante esas persecuciones, levantaos virilmente esta noche y haced profesión a vuestro Rey que queréis combatir como valientes. No os contentéis con llevar antorchas en vuestras manos: sed antorchas, sed luz, sed calor. Consumíos en el sacrificio, como esas luces, símbolo del que es la luz del mundo, que por amor a nosotros, siendo Rey eternal, se aniquiló, se consumió, se sacrificó por nosotros (cf. FIp 2,7). Nuestro amor al Jefe se medirá con la medida de nuestro sacrificio. Y para animarnos a beber el cáliz amargo de nuestros sacrificios, pensemos esta noche con viril inquietud: ¿Qué ha hecho Cristo por mí? ¿Qué he hecho yo por Cristo? ¿Qué puedo hacer y sufrir por Cristo? Y ante todos los dolores, animémonos con el pensamiento que recreaba el corazón de Pablo... Con tal que Cristo sea glorificado, ¿qué importa lo demás? (cf. Flp 1,18). Sea ésta, hermanos, la gracia que esta noche pidamos a Cristo en la Sagrada Comunión: el fusionarse nuestras vidas con la del eterno Rey y Amigo, Jefe de nuestras almas.

(San Alberto Hurtado S.I., La Búsqueda de Dios, Ed. Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 2005, 180-186)

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P. Julio Menvielle

La Realeza De Cristo Y El Momento Actual
Pbro. Dr. Julio Menvielle

Nuestro tema es "La realeza de Cristo y el momento actual", tema que nos obliga a tomar partida de esa verdad que es la realeza de Cristo. Ustedes saben que la fiesta de la realeza de Cristo fue instituida por Pío XI allá por el año 1925, y el documento que publicó entonces sobre esta fiesta, la encíclica "Quas Primas" (8), comenzaba en esta formas: «En la primera encíclica que dirigimos una vez ascendidos al Pontificado, a todos los Obispos del Orbe católico, mientras indagábamos las causas principales de las calamidades que oprimían y angustiaban al género humano, recordamos haber dicho claramente que tan grande inundación de males se extendía por todo el mundo, porque la mayor parte de los hombres se habían alejado de Cristo y de su santa ley en la práctica de su vida, en la familia y en las cosas publicas; y que no podía haber esperanza cierta de paz duradera entre los pueblos, mientras los individuos y las naciones negasen y renegasen el imperio de Cristo Salvador».
Después explica el remedio: la vuelta a Cristo y su paz. "Por lo tanto, como advertimos entonces, es necesario buscar la paz de Cristo en el reino de Cristo. Así anunciamos también que había de ser este fin cuanto nos fuese posible por el reino de Cristo, porque nos parecía que no se puede tender mas eficazmente a la renovación y afianzamiento de la paz, sino mediante la restauración del Reino de Nuestro Señor". De modo que el Papa ya señalaba aquí el mal y señalaba el remedio; y el remedio de la sociedad y de los individuos hoy, esta en el sometimiento al suave yugo de Cristo: Sometimiento en la inteligencia, sometimiento en la voluntad y sometimiento en los corazones por la caridad.
De tal modo, en efecto, se dice que Cristo debe reinar en la inteligencia de los hombres, no solo con la elevación del pensamiento y de su ciencia, sino también porque Él es la Verdad, y es necesario que los hombres reciban con obediencia la Verdad de Él. Igualmente reina en la voluntad de los hombres, ya porque la voluntad está entera, perfectamente sometida a la santa voluntad divina, ya porque con sus aspiraciones influye en nuestra voluntad, de tal modo que nos inflama hacia las cosas más nobles. Finalmente, Cristo es reconocido como rey de los corazones por su caridad, que sobrepasa a todo lo humano en comprensión, y por los atractivos de su mansedumbre y virilidad. Nadie entre los hombres fue tan amado, y no lo será nunca, como Jesucristo. Ustedes saben que Cristo es rey por dos conceptos. En primer lugar , por razón de su humanidad, que ha sido asumida por el Verbo, por la Divinidad. Esa humanidad de Cristo goza, por lo tanto de una perfección que sobrepasa todo lo que el hombre puede imaginar. En segundo lugar, Cristo es Rey de los hombres por el derecho de conquista, porque con su pasión y con su muerte ha conquistado el derecho de regir a la humanidad; y en Cristo este reinado tiene tres poderes: Poder de legislar, poder de juzgar y poder de mandar, poderes que trasmitió a su Iglesia. El reinado de Cristo no se extiende solamente sobre los individuos, sino también sobre la sociedad. Esto también lo hace notar Pío XI en la Quas Primas: «No hay diferencia entre los individuos y el consorcio civil, porque los individuos unidos en sociedad, no por eso, están menos bajo la potestad de Cristo que lo están cada uno de ellos en la sociedad pública y privada. Y no hay salvación en algún otro, ni ha sido dado del cielo a los hombres otro nombre en el cual podamos salvarnos".
Estas son las palabras de los Hechos de los Apóstoles, o sea, palabras de la Escritura. Cristo es el autor de la verdadera felicidad tanto para el mundo de los ciudadanos como para el Estado . No es feliz la ciudad por otra razón distinta de aquella por la cual es feliz el hombre, porque la nación no es otra cosa que una multitud concorde de hombres. De modo, entonces, que el hombre tiene que reconocer el imperio de Cristo sobre los individuos, pero no solamente sobre los individuos, sino sobre la sociedad. Sobre las sociedades particulares, la familia, las distintas organizaciones intermedias, los Estados, las naciones y la vida internacional. Esta realeza de Cristo se concretaba en otros tiempos en lo que se llamaba la Cristiandad, es decir, la civilización cristiana, el orden cristiano. La cristiandad, en rigor, comienza con Constantino, después de la época de los mártires, y conoce su esplendor más grande en el reinado de San Luis, rey de Francia; un esplendor en todas las actividades de la vida, no solamente en la política, sino en todas las otras actividades; en el arte, con Fray Angélico, en la filosofía, con Santo Tomas; en fin, todas las manifestaciones de la cultura alcanzan su esplendor.
Todo esto que estoy diciendo suena a viejo hoy, porque dentro del mundo, y particularmente dentro de la Iglesia, nos ha invadido el progresismo, y entonces existe un repudio a Constantino y a la época constantiniana, a la época carolingia, a la época gregoriana. Estamos pasando un momento en el cual los mismos católicos están renegando de dos mil años de historia; repudian la época constantiniana, repudian la Cristiandad, la civilización cristiana. Son estas, hoy, malas palabras.
A pesar de esto hay que reconocer y afirmar la grandeza de esa época histórica, y para eso nada mejor que recordar las palabras grandes de León XIII en la "inmortale Dei": “Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados, entonces aquella civilización propia de la sabiduría de Cristo y de su divina virtud, había compenetrado todas las leyes, las inteligencias, las costumbres de los pueblos, impregnando todas las capas sociales y todas las manifestaciones de la vida de las naciones. Tiempo en que la Religión fundada en Jesucristo estaba firmemente colocada en el sitial que le correspondía en todas partes, gracias al favor de los príncipes y la legitima protección de los magistrados. Tiempos en que el sacerdocio y el poder civil unían armoniosamente la concordia y la amigable de mutuos deberes". Organizada de este modo la sociedad, produjo un bienestar superior a toda imaginación. Aún se conserva la memoria de ellos, y ella perdurará grabada en un sin numero de monumentos de aquella gesta que ningún artificio de los adversarios podrá jamas destruir ni oscurecer.
Si la Europa Cristiana civilizó a las naciones bárbaras e hizo cambiar la ferocidad por la mansedumbre, la superstición por la verdad; si rechazó victoriosa las invasiones de los bárbaros; si conservo el cetro de la civilización y si se ha acostumbrado a ser guía del mundo hacia la dignidad de la cultura humana y maestra de los demás; si ha agraciado a los pueblos con la verdadera libertad en sus varias formas; si muy sobriamente ha creado numerosas obras para aliviar la desgracia de los hombres; ese beneficio se debe, sin discusión posible, a la religión, la cual auspicio la realización de tamañas empresas y coadyuvó a llevarlas a cabo. Habrían perdurado ciertamente aún esos mismos beneficios, si ambas potestades hubiesen mantenido la concordia, y con razón mayores se podrían esperar si se acogiesen la autoridad, el magisterio y las orientaciones de la Iglesia con mayor lealtad y constancia. Las palabras que escribía Ivo de chartres al Romano Pontífice Pascual II debían respetarse como norma perpetua: "Cuando el poder civil y el sacerdote viven en buena armonía, el mundo esta bien gobernado, la Iglesia florece y prospera; pero cuando están en discordia no-solo no prosperan las cosas pequeñas, sino también las cosas grandes decaen miserablemente". La Cristiandad produjo, entonces, una época en que reinaban la concordia, la estabilidad y la paz en las familias, en la sociedad y en la Cristiandad. Frente a esta sociedad gobernada por Jesucristo a través de la Iglesia, esta la Revolución. La Revolución quiere otra sociedad, no una sociedad estabilizada en el orden y en la paz, sino una sociedad en movimiento, en cambio, en dialéctica. La Revolución, en su esencia, representa la replica exacta de la primera rebelión del hombre contra Dios, tal como ha sido relatada en el Génesis; ella toma por su cuenta la frase del tentador: "Seréis como dioses". Su apoyo, su soporte, es la filosofía del devenir puro que se opone radicalmente a la filosofía del Ser, la de Dios, que se presenta en el Antiguo Testamento como "Aquél que es el que es". La Revolución no puede ser considerada como una concepción bien definida del mundo, ya que ella quiere representar su devenir perpetuo; no hay propiamente verdad revolucionaria, sino solamente una cosa que quiere ser transformación del mundo con el hombre en perpetuo movimiento. El hombre no es, el hombre se hace; el mundo no es, el mundo se crea; por lo tanto, no hay verdad ni falsedad, ni bien ni mal, se maneja con la dialéctica, la famosa dialéctica hegeliana, en la cual se pasa de la afirmación a negación, que se superan en la síntesis, y así anda dando el mundo un espiral sin llegar a la meta. La Revolución es dialéctica, y con la dialéctica se destruye todo un mundo fundado en la Verdad, en el Ser, en la estabilidad; es decir, en el sometimiento del hombre a las leyes naturales y sobrenaturales, al derecho natural, a una concepción de que el hombre es un compuesto, que tiene una esencia, y que no hay que contrariar a esta esencia, sino que hay una concepción de que el hombre es un compuesto, que tiene una esencia y que no hay contrariar a esta esencia, sino que hay que respetarla. La Revolución no reconoce ni naturaleza ni sobrenaturaleza, y la revolución opera con la dialéctica en la destrucción de la Cristiandad, y esto lo viene haciendo no desde ahora, no desde el tiempo de Marx, ni desde Hegel, sino que lo viene haciendo desde que comenzó la Revolución hace cinco siglos. La Iglesia, aunque su destino definitivo sea la vida futura, logró edificar aquí en la tierra una ciudad, aunque imperfecta como todo lo humano, ostenta las condiciones esenciales para ser y denominarse católica. Pero una ciudad católica es una realización muy difícil que solo puede darse milagrosamente bajo la acción de una providencia especial.
El hombre ha quedado de tal suerte, herido en el estado que tiene en este mundo, en las facultades más naturales, que cuando se ordena naturalmente queda en estado de equilibrio inestable, muy difícil de mantener. Necesita de la Gracia para moverse en ese estado, gracia que se le da si la pide.
La Civilización o Ciudad Católica es un milagro, y tiene muchos enemigos interiores y exteriores. Los enemigos interiores provienen del mismo hombre, pues si no es muy humilde para sostener el Don Divino, va a flaquear, caer y perderlo todo y perderse. Los enemigos son el Diablo, príncipe de este mundo, y los pueblos judíos y paganos, que van a tratar con toda clase de astucia de destruir la Cristiandad. Para destruir la Cristiandad se hecha mano de armas dialécticas. ¿Qué es la dialéctica? La dialéctica consiste en romper, separar y dividir lo que esta unido. Toda destrucción es separación; así como la vida es unión, unión de la creatura con el Creador, de la naturaleza humana con la Divina, de la razón con la Revelación, de la política con la teología, del imperio con la sociedad contra el Sacerdocio. Metieron cuñas para separar y dividir lo que por disposición divina esta unido, y llegó un momento en que la separación se produjo. Se separo el sacerdocio del imperio, la Teología de la filosofía, la política de la religión, la razón de la Fe, la naturaleza de la sobrenaturaleza, las naciones de la Cristiandad, los pueblos del Ungido de Dios. Consumada la primera ruptura, producida la primera quiebra, no quedaba sino una alternativa; o rehacer lo que se había quebrado o continuar un proceso de nueva ruptura. Y hoy día la ruptura llega a lo ultimo. En primer lugar, la sociedad civil estaba unida a la religión, pero se quiebra esta unión, se independiza la religión de la sociedad civil, y luego la sociedad misma se anarquizando; se llega a lo ultimo en todos los ordenes. Ahora que se ha llegado al extremo, es decir que la Cristiandad no existe, la naturaleza del hombre no es respetada. En la revolución que se ha operado es tal el proceso de destrucción de la civilización cristiana, que se esta pensando unir al hombre sobre otra base para llegar a la unificación total del mundo por medio de un gobierno mundial, gobierno mundial que no va a respetar ni la naturaleza del hombre ni la sobrenaturaleza. En ese plan estamos actualmente. Ese plan, el plan de la Revolución, lo han preparado las logias masónicas desde hace siglos. En el siglo XVII aparece un personaje muy importante, el cual ya profetizo, anuncio o echo, mejor dicho, los lineamientos de un nuevo poder social fundado en la Revolución. Ese personaje es Amos Komenius. ¿Quién era Komenius? Komenius había nacido en 1892, en Moravia, de padres que pertenecían a la comunidad de los Hermanos Moravos, que habían tomado ese nombre en 1575, cuando se acordó el derecho de reunión. Eran sucesores directos de los husitas, es decir de aquellos herejes que habían nacido en Praga y que fundaron el primer régimen comunista, el más absoluto que fue instalado en Munster por los anabaptistas bajo el nombre de Reino de Dios.
Todo eso fue desecho por los príncipes de entonces y Komenius se retiró a Londres, se impregno de las obras de Bacon y de los Rosacruces, fue a Suecia, estuvo con su amigo Luis de Greer, que era de la secta de los Rosacruces, y después fue a Polonia; Y, como digo, Komenius planifico lo que había de ser la sociedad. Hizo esa planificación en la cultura por el Consejo de la Luz, en la política por un Tribunal de Paz y en lo religioso por una Unión de Iglesias. Para realizar ese plan, el plan de unificación total de la sociedad humana con un gobierno también mundial, encontró que había dos grandes enemigos.
Esto lo dejo escrito en un libro que se llama "Lux in tenebris" en 1657. Vamos a leer las paginas textuales en que denuncia a estos dos grandes enemigos. «El Papa es el gran Anti-Cristo -dice Komenius- de la babilonia universal. La bestia que va detrás del Anti-Cristo es el Imperio Romano, el Santo Imperio Romano-Germano, y especialmente la casa de Austria. Dios no tolerara por mas tiempo estas cosas. Destruirá, por fin, el mundo de los impíos en un diluvio de sangre. Al final de la guerra el papado y la casa de Austria serán destruidas". De modo que ya Komenius en el siglo XVII anuncia que los dos enemigos para llegar al gobierno mundial, un gobierno de la Revolución, son el Papado y la casa de Austria. El Papado, que representaba el poder espiritual, y el Santo Imperio Romano-Germano, como símbolo o como resto del poder político universal que venia de Constantino.
Este plan de Komenius se va a ir cumpliendo inexorablemente poco a poco, y se pueden indicar como fechas del cumplimiento, en primer lugar, la paz de Westafalia en 1648, en la cual se llego al reconocimiento de las religiones protestantes en Europa, perdiendo la Iglesia Católica el predominio que tenia en la sociedad; el Congreso de Viena en 1815; la perdida del poder temporal de los Papas en 1870 y el fin de la casa de Austria en 1917 con la primera guerra mundial. Después de la Reforma los estados protestantes tenían ya un peso muy grande en los negocios de Europa, pero en 1818 se había hecho inclinar la balanza en su favor. No solo estos países, en su mayoría católicos, como Rumania y Bélgica, pasaban el poder de las monarquías protestantes, sino que la confederación Germánica, esbozando la Unidad alemana por la desaparición de un cierto numero de estados pequeños, disminuía considerablemente la influencia de la católica Austria en el centro norte de Europa, mientras que Rusia venia a dominar la parte oriental. Inglaterra, por su parte, se aseguraba con el imperio de los mares sus relaciones con la futura política imperial en el Mediterráneo, en el Medio Oriente y en el Extremo Oriente, hasta el día en que al comenzar el siglo XX controlaría, directa o indirectamente, casi un cuarto de la población del globo. En 1849 se anuncia la nueva configuración de Europa, una Europa en la cual iba a desaparecer el Papado, que realmente desaparece en 1870. El poder político iba a terminar con la Casa de Austria en 1917. Lo que sorprende inmediatamente al observador astuto es la inversión de los polos que se ha realizado en Occidente; con el Catolicismo definitivamente evacuado de la política internacional absolutamente laicalizada, el eje no pasa ya por las capitales de los Estados católicos. París y Viena son puntos secundarios con relación a las naciones de predominancia protestante y ceden el sitio a Londres. Berlín y Nueva York. En lo internacional se va haciendo un cambio y se va anulando la influencia de la Iglesia, del Catolicismo y sobre todo del Papado, con lo que se cumple una cosa muy importante que es la siguiente: San Pablo, cuando en la carta a los Colosenses se pregunta por qué no viene el Anti-cristo contesta: El Anti-Cristo no viene porque hay un obstáculo que le impide venir. ¿Cuál es ese obstáculo? Los exegetas medievales, entre ellos Santo Tomas de Aquino, explican que el obstáculo es el Imperio Romano, y mientras perdure el Imperio Romano el Anti-Cristo no puede venir.
Y ese obstáculo ha sido removido totalmente, ya no queda nada del Imperio Romano; entonces el enemigo puede planear, puede proyectar el Imperio del Anti-Cristo, un imperio político unificado en un régimen de un gobierno sometido al enemigo, sometido al Anti-Cristo. Como ven, estamos muy lejos de la encíclica Quas Primas y de que la sociedad universal debe estar sometida al suave yugo de Cristo.
Con esta afirmacion de que el mundo va caminando al imperio del Anti- Cristo entramos en otra parte de nuestra conferencia, en la que voy a esbozar los planes del gobierno mundial. Los planes del gobierno mundial que estan actualmente en ejecucion y que estan en lucha en este momento son dos. Uno es un gobierno mundial con el liderazgo americano, o sea, el mundo bajo el gobierno efectivo de los E.E.U.U.; el otro es un gobierno mundial con liderazgo europeo. El gobierno mundial con liderazgo americano ha sido expuesto por un presidente americano del siglo pasado. En 1872, Grant, dos veces presidente de los E.E.U.U., inaguraba su segundo mandato con una proclamacion en la cual había un parrafo que decía: «El mundo civilizado tiende al republinanismo, hacia el gobierno del pueblo por sus representantes y nuestra republica esta destinada a servir de guía a todas las otras. Nuestro Creador prepara el mundo para convertirse, con el tiempo oportuno, en una gran Nación, que no hablará sino una sola lengua y en que todos los ejércitos y la flota no serán necesarios». Para cumplir este gobierno mundial, las logias de la masonería mundial, sobre todo guiadas por una logia, la logia del paladismo, comenzó amover los títeres de la política mundial con ese objeto. Para conocer cuál es el segundo plan del gobierno mundial - el de liderazgo europeo- vamos a referirnos al Pacto Sinárquico, que es un escrito que consta de trece proposiciones fundamentales y 598 artículos, en el que se explica cómo va a ser el gobierno mundial futuro. Este pacto fue descubierto en tiempo de la ocupación de Francia. Vamos a leer solamente algunas proposiciones que nos interesan. El punto trece dice así: «El orden sinárquico que no puede concebirse fuera de la paz civilizadora, fundada sobre el honor, y honorable para todos, exige no tanto que el estado actual de las potencias sea modificado por un desplazamiento de las fronteras, sino que la vida sinárquica de cada pueblo sea respetada de modo original, que la unión federativa de Europa sea realizada, que, en fin, la sociedad mayor de las naciones sea cumplida y llevada a su realidad universal por la interposición judicial de cinco sociedades menores de naciones ya construidas de hecho y en vías de constitución en nuestra época». Y después va explicando como sería esta estructura sinárquica del mundo. En cada nación se arreglaría la sociedad por orden, por capas organizadas, las cuales terminarían en tres grandes órdenes: un orden que contemplaría todo el orden social y económicos de los pueblos; otro orden que encerraría el orden cultural de los pueblos, y en ese orden cultural estaría incluido lo religioso. Eso en cada nación del mundo, que luego se agruparían en cinco grandes federaciones: una sociedad menor de naciones británicas, que comprenderían a Inglaterra y el Commonwealt; una sociedad menor de naciones americanas, que comprendería a E.E.U.U. y a toda América Latina; una sociedad menor que comprendería a Rusia y a todas las naciones panasiaticas que comprendería al Asia. Esto sería una estructura sinárquica piramidal, que implica la formación de cinco grandes federaciones imperiales, ya constituidas o en vías de constitución.
Este ordenamiento sinárquico del mundo se caracteriza por su equilibro mundial, por lo tanto no habría como hoy hay naciones que tienen un gran predominio, por ejemplo E.E.U.U. y Rusia, sino que habría un equilibrio, estarían todas las naciones más o menos emparejadas, dándose un equilibrio mundial más allá del colectivismo y el liberalismo. La sinarquía quiere superar la antitesis del liberalismo y del colectivismo y llegar a una sociedad sinárquica dendo se equilibren el comunismo y el liberalismo, donde se haga una cosa pareja. Eso ya está en movimiento, en constitución, siendo Francia la Nación que está haciendo toda su política, no solamente dentro de sus fronteras, sino en toda Europa.
La sinarquía no es ni liberal ni comunista, sino que está por encima de ambas ideologías tratando de compaginar un gobierno de empresarios (liberal) con los obreros (comunismo), es decir una unión de burgueses y proletarios, un equilibrio mundial más allá del colectivismo y del liberalismo, sin ninguna potencia hegemónica, bajo la acción de Francia «como lugar histórico». Esto está dicho en la proposición 578: « El imperio sinárquico francés es el lugar histórico, lo mismo que el espíritu francés es el catalizador psicológico de una grande y noble experiencia de la cooperación humana, entre las razas blancas, amarillas y negras. Nuestra ambición es perfecta: una síntesis de carácter universal que se da como la imagen de lo que la Francia metropolitana, país de síntesis demográfica y centro geográfico del mundo». Civilizado el imperio sinárquico francés, no puede ser finalmente concebido ni querido al margen de la vida europea ni de la vida del mundo. Un programa aparentemente nacional, donde se trataría de respetar la voluntad de las naciones, de autodeterminación de los pueblos en un equilibrio mundial. Esto es lo que propone la Sinarquía. Hay un libro de Pierre Virion («El Gobierno mundial y la contra Iglesia») que hace ver como en realidad este gobierno mundial tiende a la tecnocracia, tiende a una organización mecánica del hombre y de los pueblos, como si fuesen robots, como si fueran maquinas, como si fueran una computadora electrónica y que supone toda una acción de lavado de cerebro por medio del empleo de los métodos psicotécnicos para cambiar al hombre. Una organización del mundo en el cual el hombre se convierte en esclavo, pero no en esclavo del tipo antiguo, en que por terror se lo sometía a un orden y al trabajo, sino una esclavitud en la cual, usando los medios psicotécnicos, se haría entrar al hombre en la sociedad, para que haga lo que la sociedad quiere. Todo está en ejecución, y las luchas que hay en el mundo actual están provocadas por la pugna que hay entre dos fracciones para la ejecución de estos planes. En la primera guerra mundial se liquida la casa de Austria, que es el último resto que quedaba de orden cristiano, y se implanta el comunismo.
Viene la segunda guerra mundial y tiene como resultado el acuerdo de Yalta, que hace dos cosas fundamentales: 1º Une al mundo eslavo detrás de la cortina de hierro, cumpliendo los planes del siglo pasado. 2º Impone una política bipolar, es decir divide al mundo en dos zonas de influencia:; una que se reserva a Estados Unidos y otra que se reserva a Rusia. Y ahora se está yendo a una tercera guerra para imponer una política de gobierno mundial de tipo sinárquico, un mundialismo con el liderazgo de De Gaulle. Todos estos hechos determinaron la aparición, desde hace unos años, de una lucha entre la política bipolar desarrollada por el acuerdo ruso- americano y la política neutralista encabezada por De Gaulle; lucha que se manifiesta en tres puntos claves: Vietnam, en el Medio Oriente y en Europa.
En el Vietnam, por ejemplo, la política que mantienen Rusia y Estados Unidos es una política de equilibrio. Cuando más temperatura hay en una de las zonas -la americana o la rusa- más los grandes tientan de clamar la fiebre y volver al estado de equilibrio. Todo pasa como si cada uno empujase a sus peonesen convivencia con el otro para mantener o restablecer el equilibrio de fuerzas, y por eso no llegan a una definición ni los unos ni los otros, hecho que nos hace pensar más en un acuerdo que en una rivalidad ruso-americana. Otro tanto pasa en Medio Oriente, donde también hay otro estado de equilibrio. Y en Europa pasa lo mismo, donde frente a la política bipolar se va desarrollando una política neutralista encabezada por De Gaulle, para que se salga del dominio de la hegemonía rusa y de la hegemonía americana y se afirme la neutralidad. En definitiva, ¿cuál mundialismo logrará imponerse? Es claro aquí que no podemos conjeturar. Es difícil saber lo que va a pasar. Por lo pronto hay que reconocer que la balanza del poder tecnológico y militar se está inclinando a favor del mundialismo americano. Los últimos acontecimientos de Europa lo revelan. Checoslovaquia, influenciada por los políticos neutralistas y por De Gaulle, estuvo a punto de pasarse a la sinarquía. Eso, evidentemente, habría sido un gran contratiempo para el liderazgo americano, pues se habría reforzado el Mercado Común Europeo. Como consecuencia, Rusia -obedeciendo a la influencia del Pentágono- lo ha impedido, ocupando militarmente a Checoslovaquia. Sin embargo, aunque el poder militar está trabajando a favor del mundialismo americano, sería mejor, en este momento crítico y decisivo, atender al poder político de la sinarquía mundial, y sobre todo al poder de intriga, en el que son expertos los judíos que estan manejando a la sinarquía de un modo particular. La técnica va a ser la siguiente: endurecer ambos polos del sistema bipolar, para que una vez endurecidos vayan al choque y a la guerra. Este es, a mi entender, el único camino que tiene la sinarquía para abatir el evidente predominio americano y cumplir los planes sinárquicos del gobierno mundial, fundados en una igualdad de federaciones mundiales porque el poder nuclear está más o menos equilibrado; Estados Unidos podrá aniquilar a Rusia, pero Rusia puede también aniquilar a Estados Unidos. De esta forma se podrá pasar directamente a un gobierno mundial sobre un equilibrio de naciones sin gigantes, de naciones igualadas. Con una guerra mundial el mundialismo sinárquico se impondría. No faltará quien piense que la guerra es una locura, Respondamos, efectivamente, que el mundo esta loco, está esquizofrénico, es por tanto lógico que se sumerja en una crisis de locura. En efecto, no hay nada estable en la política del mundo moderno, no hay, por lo tanto, verdad. Solamente negar la existencia de una verdad inmutable viene a ser lo mismo que negar la existencia de un orden, ya que la verdad es el pensamiento de acuerdo con lo real, lo real natural y sobrenatural, naturaleza y gracia, es decir, aquel orden que conoció la cristiandad, el orden establecido por el suave yugo de Cristo. En esta condiciones no se puede establecer orden perdurable; se condena al desorden de elegir una inestabilidad permanente, que es el estado natural de la revolución. Las guerras y los conflictos más y más cercanos y sangrientos son inevitables a medida que se quiere el devenir, el puro cambio, y no el Ser. El deseo de paz está seguramente en el corazón de cada uno , pero poner la paz sin Dios es un absurdo, porque sin El, la justicia esta separada y toda esperanza de paz se convierte en quimera . Justamente el mundo contemporáneo proclama la paz en nombre de los sueños pacifistas de un sincretismo religioso y filosófico, bajo pretexto de olvidar lo que divide para poner en común lo que une. Comienza así el más grande pecado que hay contra Dios, que vino sobre la tierra para dividir el bien del mal, el error y la mentira de la verdad; y hoy en cambio , se mezcla el bien y mal, la verdad y el error, los sexos, todo se mezcla. Ya que las guerras son consecuencia del pecado de los hombres, el pecado del espíritu no puede sino alejar la paz y traer sobre las naciones los peores castigos. No es por nada, que al comienzo del siglo XX, la Madre de Dios, vino ella misma a advertirnos en Fátima, el año 17, que si no se cambiaba de vida, si no se escuchaban sus súplicas, habría guerras y persecuciones que causarían el aniquilamiento de grandes naciones. La paz del mundo, como en las familias y en los individuos, será siempre proporcional a la sumisión al orden, será siempre proporcional al grado de unión con Dios; rechazado el suave yugo de Nuestro Señor Jesucristo, la realeza de Cristo, es decir, repudiando hasta la noción misma de cristiandad, nuestro mundo ha entrado en revuelta, en rebelión, en revolución; ha caído bajo el poder del príncipe de este mundo, Satán, que como decía Cristo, es homicida desde el comienzo. Aquí se ve la importancia central que tiene todo ordenamiento político, tanto nacional como internacional, la noción de cristiandad, noción que envuelve la del sometimiento de las naciones y del mundo al suave yugo de Jesucristo. Por ello, la festividad de Cristo Rey proclama la necesidad de que el mundo se someta a Jesucristo no solo como verdad religiosa sino como verdad política; proclama la necesidad absoluta para el hombre -creatura y pecador- de encontrar su salud total y temporal en Jesucristo, el Unigénito del Padre que ha tomado nuestra humanidad en el seno de la Virgen Madre. Sin Jesucristo el individuo, las naciones y el mundo marchan aceleradamente a la catástrofe. Sólo en Jesucristo tenemos la salud eterna y temporal. Nada más

Conferencia dictada por el Padre Julio Menvielle en Rosario con ocasión de la Festividad de Cristo Rey, publicada en la Revista Verbo Nº 235 de Agosto de 1983. (No se menciona la fecha de la conferencia)

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Tihamer Toth



PILATOS

Mis amados hermanos:
Todo lo que el corazón humano puede contener de odios y de maldad, todo lo que puede existir en él de corrupción y de ingratitud apareció en el gran día de la Pasión del Señor. Después de Judas el traidor y de Pedro el cobarde vamos a echar una mirada sobre la debilidad de Pilatos. Sobre Pilatos que a la época de Nuestro Señor, representaba en Judea, el supremo poder romano, que debía haber tenido no solamente el deber, sino también el poder de arrancar a Jesús, de la rabia criminal de los Judíos, que después de un largo interrogatorio se convenció plenamente de la inocencia de Cristo y a pesar de esto, ratificó la injusta sentencia de muerte dada contra Él, porque era cobarde, sin carácter y no quería hacer ningún sacrificio por la verdad que había reconocido. En el sermón de hoy me propongo delinear a grandes rasgos 1º) lo que era Pilatos para que podamos comprender 2º) lo que pasó con Cristo ante Pilatos y 3º) la tragedia de Pilatos.


QUIÉN ERA PILATOS

En la época de Nuestro Señor, la Judea estaba bajo la dominación Romana. Pilatos era el más alto representante del victorioso poder Romano desde el año veintiséis al año treinta y seis.

A) Que no pertenecía a la primera clase de los viejos y firmes “caracteres romanos”, no podemos dudarlo. Seguramente la pequeña Judea era un punto tan insignificante en el inmenso territorio romano que el Empesador no había enviado ciertamente, al hombre más eminente. Los amigos y confidentes del Emperador no se disputaban el gobierno de la Judea. Desde luego, no les ofrecía tantas ventajas como cualquiera de los otros países, en seguida porque no era fácil mantener la tranquilidad bajo el yugo de Roma, en el pueblo Judío continuamente en revolución. Pilatos, desde su llegada, se esforzó por una parte en organizar su vida lo más cómodamente posible, en este Lejano Oriente, y por otra parte en pasar el tiempo de su gobierno con los menos conflictos posibles. Vivir bien y no molestarse, tal era su divisa. La realización de la primera parte no era difícil para un representante del Poder Romano. Sobre la costa del Mediterráneo, tenía a su disposición el palacio de los gobernadores, que por su riqueza y esplendor no dejaba nada que desear. Tenía pues, toda clase de comodidades, y sin embargo no estaba satisfecho. Pilatos era casado y precisamente, lo que supo por su mujer un día, comenzó a inquietarle. Parece que ella, había oído hablar mucho de Jesús y le contó a su marido, lo que por lo demás, era el tema de las conversaciones en todo el país, que de Nazaret un nuevo Profeta había llegado entre los Judíos, pero un profeta extraordinario, más grande que todos sus predecesores y que el pueblo estaba lleno de entusiasmo por Él a causa de sus milagros. Para Pilatos esta noticia era muy desagradable. El presentía que de alguna manera, sea que con este Profeta, sea para que con el Sanedrín, tendría dificultades porque los Príncipes de los Sacerdotes miraban con envidia la manera de proceder del nuevo Profeta. Pilatos deseaba su tranquilidad y no quería por ningún motivo meterse en este asunto.

B) No obstante, lo que tanto temía le sucedió antes de lo que él pensaba.
En el año treinta y tres, se fue a Jerusalén a la fiesta de Pascua. Pascua atraía a los Judíos por centenas de miles a la Capital. Estaba pues indicado que el gobernador Romano estuviera presente para sofocar inmediatamente cualquier desorden posible. Pero estas fiestas parecían que iban a ser extraordinariamente agitadas, pues se esparcían los rumores más extraños respecto al Profeta de Nazaret: que resucitaba a los muertos, y que el entusiasmo del pueblo había llegado a tal punto que deseaban proclamarlo Rey. Y era este último punto lo que hacía palidecer a Pilatos. En efecto si se tratara solamente de cuestiones religiosas o problemas metafísicos, no habría perdido su tranquilidad. Pero ¡proclamarlo Rey! Esto equivalía a sublevarse contra el Poder Romano. Y él, el representante supremo del Poder Romano, él que además, tenía el título de “amicus Caesaris” amigo de
César, no podía permanecer como simple espectador. En estas circunstancias, Pilatos, estuvo ciertamente muy contento de saber que en la noche del jueves los Judíos habían tomado prisionero al gran Profeta. Si los Judíos se deshacían ellos mismos del Profeta, no habría sufrido él ningún mal. Sería condenado, sin haber tenido él que intervenir. Que fuere inocente o no, no tenía ninguna importancia; lo esencial en que su tranquilidad no fuera turbada por este hombre. La alegría de Pilatos fue prematura. Los Judíos condenaron en efecto a Cristo, pero a muerte, pero para poder ejecutar la sentencia capital, era necesario obtener la ratificación de sentencia por el Gobernador Romano.
Así sucedió que después todo el Sanedrín y la muchedumbre engañada y en efervescencia llevaron a Jesús atado ante la casa del Gobernador pidiendo la ratificación de la sentencia de muerte.
Y fue así que Nuestro Señor Jesucristo compareció ante Pilatos.

Cristo ante Pilatos

¡Cristo ante Pilatos! ¡Qué encuentro! Un magnífico cuadro de Munkacsy nos sugiere muchos pensamientos sobre la emocionante sublimidad de esta escena, pero cuán lejos queda aún de la realidad.
Por un lado, se ve a Pilatos, el gozador, el escéptico, el hombre sin carácter, el ambicioso y detrás de él la fuerza opresora del inmenso Imperio Romano. Por el otro lado, el Profeta de Nazaret abandonado, torturado y atado, y detrás de Él las turbas furiosas pidiendo su muerte.
He aquí el momento que Pilatos siempre había querido evitar y que siempre había temido. El momento en el cual Pilatos se vio obligado a escoger el partido que debía tomar o con el Profeta o con sus acusadores.

A) Al principio, parecía que escogía a Cristo, que tomaba el partido de Él. Al principio, parecía que el sentimiento romano del derecho hablaba en él. A pesar del clamoreo de las turbas, Pilatos, quiso desde luego oír por qué motivo Cristo merecía la muerte: “¿Qué acusación traéis contra este hombre?” (S. Juan XVIII, 29). Pero la muchedumbre no hace más que aumentar sus gritos exigiendo la condenación.
Entonces la fiereza romana se rebela en Pilatos y declara: Voy a interrogarlo yo mismo para ver lo qué merece. Yo quiero saber si es cierto lo que le reprocháis: “que subleva al pueblo”, “que prohíbe pagar el tributo al César”, pero sobre todo “que se dice Él mismo Rey”. (S. Lucas XXIII, 2). En efecto si es verdad que subleva al pueblo contra los Romanos, o contra los tributos o que se quiere hacer Rey y librar a los Judíos de la dominación extranjera, entonces pagará con su vida. Después Pilatos hace comparecer a Jesús. Pilatos y Nuestro Señor se encuentran por primera vez frente a frente. Podéis imaginaros a Pilatos fijando sus miradas: el Poderoso Gobernador y Cristo atado, con su dulce mirada.
¿Es este el Profeta revolucionario? ¿El que quiere ser Rey? Yo tenía una idea muy distinta de un Rey. Sí, mi Señor el Emperador Romano, a la cabeza de innumerables ejércitos, es Rey. Yo también soy Rey, un Rey pequeñito, pero el representante del inmenso Poder Romano en este pequeño y remoto país de la Judea: ¿Pero este Cristo? ¿Este hombre desarmado, atado, que sufre callado? ¿Quiere ser Rey?
Con una cierta vacilación le preguntó: “¿Eres tú el Rey de los Judíos?” (S. Juan XV, 33). Y en el tono de su voz se puede conocer lo que piensa: Semejante Rey inofensivo, se le puede dejar tranquilamente con los Judíos.

B) Nuestro Señor le responde y sus palabras tranquilas y suaves penetran en el alma de Pilatos y la conmueven profundamente. “Mi reino no es de este mundo; he nacido y venido a este mundo, para dar testimonio de la verdad. Cualquiera que sea de la verdad, escucha mi voz” (S. Juan XVIII, 36). ¡Cuán suave y tranquilamente habla el Señor y no obstante qué turbación en el alma de Pilatos!
¡La verdad! Fue esta palabra la que desconcertó a Pilatos. Tal vez le recuerda su juventud, cuando todavía creía en la verdad, entonces sabía todavía distinguir entre el bien y el mal, entre lo bello y lo feo, entre lo noble y lo ruin, entonces cuando dirigía su vida en consecuencia, cuando tenía un fin en su existencia. Pero, ¿qué se había hecho todo esto en el duro combate de la vida? Habéis visto el arribismo sin alma, el deseo de alcanzar a cualquier precio, había visto hollar bajo los pies el honor, la moralidad, las conveniencias del dinero, había visto la lucha desigual entre lo justo y lo injusto. . . ¡Si sólo lo hubiera visto! Pero en seguida se había sumergido hasta el cuello. Se había devorado a los filósofos, que exaltan esta ausencia de carácter, para sumergirlos en un diluvio de astucia, como un ideal que se debe esperar... y mientras todo esto pasó como un relámpago por su imaginación, y de sus labios incrédulos salió esta cínica pregunta: “¿Qué es la verdad?” (S. Juan XVIII, 38) -
¿Qué es la verdad? La verdad, es el poder de los ejércitos romanos. La verdad es la riqueza de Roma. La verdad es todo lo que se puede tocar, palpar, medir, registrar, alinear en columnas. La verdad es el éxito, la gloria, el fausto, el bienestar, beber y comer, el triunfo. Pero, ¿el alma, la moral, la virtud, la honradez y sobre todo tu reino?... - ¡Ah!, ¿qué es la verdad? Fue así que habló Pilatos. Y es así como hablan también después de diecinueve siglos los correligionarios de Pilatos. ¿Qué es la verdad? preguntan con gesto desdeñoso y una cínica mirada, y no se dan cuenta que pronuncian ellos mismos, contra su alma, una sentencia de muerte.

C) En efecto, para Pilatos la verdad no era nada, la verdad no tenía el menor valor, sólo valía el interés y el arte de hacerse valer- ¡Cómo lo demuestra abiertamente, algunos minutos más tarde!: No encontró en Cristo ninguna falta y fue por esto que lo hizo flagelar. “No he encontrado en Él, ningún crimen de los que le acusáis... Voy pues a hacerlo castigar”. (S. Lucas XXIII, 14-16). ¿Habéis escuchado semejante razonamiento? No encuentro en Él ninguna culpa, pues... Pues, lo pongo en libertad. He ahí lo que se espera. Si no hay falta en Él, entonces lo han acusado falsamente, termino el proceso y lo pongo en libertad. Esta habría sido una palabra viril. Y si Pilatos hubiera procedido así, su nombre no aparecería para su vergüenza, en el Credo. Pero Pilatos no era un carácter. Le habría gustado a la vez obedecer a la verdad y complacer a los Judíos. Dirigía sus miradas a ambos lados y fue así que llegó a esta falsa conclusión: “No encuentro en Él falta alguna, entonces lo voy a hacer castigar”.
¡Conclusión increíble, y no obstante cuántos lo han imitado! Yo sé, comprendo que Cristo tiene la razón. Su religión es bella, su doctrina tan elevada, su imitación es apacible, pues... pues, no Lo seguiré puesto que tendría que sacrificarme, sería necesario renunciarme a mí mismo, el mundo se burlaría de mí. Sí, raciocina como Pilatos, aquél que lleva el nombre de cristiano, pero su vida, su actitud moral, sus distracciones, sus gustos contradicen este nombre. “No he pecado jamás contra la luz”, decía con gran consuelo el Cardenal Newman, el ilustre convertido inglés. Qué alegría para el alma del que puede decir también: no he procedido jamás contra mi conciencia, contra mis convicciones y mis principios morales.

D) Pilatos no puede en justicia decir esto, pero miremos con compasión las dificultades y penas porque tuvo que pasar. Con la firme convicción de la inocencia de Cristo y la violencia de sus soldados, tenía en sus manos la verdad y el poder, y sin embargo cayó, porque era un cobarde y un sin carácter, que el pueblo luego lo conoció y explotó su debilidad. ¡Qué de recursos para evitar la ratificación de la sentencia!
Envía al Salvador a Herodes para que sea Juzgado. Pero Herodes se Lo devuelve. Entonces propone hacer participar a Cristo en la amnistía acordada habitualmente con ocasión de las fiestas. Pero las turbas exigen la amnistía en favor del asesino Barrabás. En seguida hace flagelar a Jesús, con la esperanza que el pueblo quedará satisfecho. Pero a la vista de la sangre, su apetito se acrecienta. Ve ahora que se puede negociar y discutir con él, que el aire severo de Pilatos esconde una gran debilidad. Y ahora el pueblo da un gran golpe: “Si té lo libras no eres amigo del César; cualquiera que se hace Rey se declara contra el César” (S. Juan XIX. 12). Y con este golpe consiguió lo que deseaba. “Tú no eres amigo del César”. Ah! Estas gentes quieren denunciarme al César. ¿Qué dirá el César? Yo quisiera colocarme del lado de este desgraciado, pero, ¿qué dirá el Emperador? ¿Qué será de mi porvenir? ¿Qué será de mi carrera? Después de todo, este hombre no será el último que sufrirá aunque inocente. Y además tendrá que morir un día u otro. ¿Con qué fin hacer cuestión de conciencia? “Ibis ad crucem”, dijo: “tú irás a la cruz”.Entonces se los entregó para que fuera crucificado”. (S. Juan XIX, 16).

LA TRAGEDIA DE PILATOS

A) La tragedia de Pilatos es para nosotros una gran enseñanza. Pilatos habría podido salvar a Cristo, si hubiera tenido un carácter bien templado y una voluntad indomable. Si se hubiera podido decir de él: es un hombre de palabra y un corazón de bronce, si no hubiera negociado, si no hubiera discutido, pero hubiera golpeado con el puño en la mesa diciendo: “Pongo en libertad a este hombre, porque no encuentro en Él falta alguna”. Pero a Pilatos le faltaba precisamente esto. Era cobarde, era un veleta. Sonreía a derecha e izquierda, como un acróbata trataba de guardar el equilibrio. Aullaba con los lobos. Estaba siempre del partido de la mayoría, dispuesto a todo, pero no para asegurar el éxito de la verdad. No observamos constantemente que el más peligroso enemigo de la verdad, es el temor a la opinión general, a la cual sólo puede oponerse un carácter viril, firme como la roca, dispuesto a sostener la verdad establecida. “yo por mí no lo haría, es la excusa que se oye a menudo. No iría a este baile con un vestido tan escotado, no temería que Dios nos dé un tercero o cuarto hijo, no me suscribiría a esta revista indecente, no diría chistes tan frívolo si... si no hubiera moda, opinión, buen tono, complacencia del mundo”... Ciertamente Pilatos no habría condenado a muerte a Jesús, si no hubiera sido por las exigencias de los Judíos. “Hombre solo e independiente necesita pieza” leemos frecuentemente en los avisos de los diarios. Hemos pensado alguna vez en la rareza de los que son verdaderamente independientes de aquéllos que se atreven a permanecer fieles a sus convicciones y tomar una determinación aunque deban permanecer aislados en la verdad. La verdad no es jamás popular. Es por esto que la verdad está generalmente en el destierro y la soledad. Sin embargo, la humanidad camina a su perdición con hombres de la especie de Pilatos. Sí, iría a su ruina, si la ola vagabunda y caprichosa de las pasiones de las masas no tropezara con un dique: con estas almas firmes como la roca que no se someten a las vicisitudes del tiempo y se colocan valerosamente al lado de la verdad. La brújula en los barcos se aísla cuidadosamente, a fin de que no sufra ninguna otra influencia sino la atracción del polo magnético, pues es así como se puede dar al barco la dirección. Lo mismo, sólo pueden encaminar bien a la humanidad aquéllos a los cuales las al mas se vuelven hacia el polo magnético de la verdad.

B) De la tragedia de Pilatos se desprende para nosotros una gran enseñanza. Si se colocó del lado de los enemigos de Cristo, se le puede encontrar cierta excusa; pero, ¡qué responsabilidad para nosotros cuando abandonamos a Cristo! Pilatos pudo estar aturdido por el clamoreo de las turbas; su acusado ha sido defendido por diez y nueve siglos de historia. Pilatos contaba los años “ab urbe condita” de la fundación de Roma, ¿cómo habría podido saber que el eje del mundo, al presente había sido cambiado y que los datos de la historia partirían del nacimiento de este hombre cubierto de sangre, de harapos y sin fuerzas, que estaba ahí atado ante él? Pero nuestros Pilatos de hoy deberían saberlo. ¿Cómo, Pilatos vive todavía hoy? Sí, Pilatos vive actualmente. Vive en todos aquéllos que tienen, aún hoy día, por divisa: “Cerrando un poco los ojos, se va más lejos que un hombre honrado”. Pilatos vive en aquéllos que dicen: “No seamos tan tontos y aprovechemos la ocasión, qué importa que el alma y la mano se ensucien un poco”. Pilatos vive en aquéllos que alzan los hombros, ante las almas generosas dispuestas a sacrificarse por la verdad de sus convicciones religiosas y morales y que aseguran con cinismo: “¿La verdad? ¿Qué es la verdad? Comer y beber bien, divertirse, hacer buenos negocios, he ahí la verdad”. Pilatos vive en aquéllos que por un ascenso, por su carrera, por un buen partido, reniegan de sus convicciones y abandonan la fe. Pilatos vive en todos aquéllos que nadan con la corriente, aúllan con los lobos, pues el carácter, la convicción, la fidelidad, la honradez, no es una política realista. Pilatos vive en todos aquéllos que huellan con los pies a los inocentes y se lavan las manos hipócritamente.

C) Pilatos se lava las manos. Es inútil que se lave las manos. ¡Y aun cuando se las hubiera lavado no en el agua de una jofaina, sino en las aguas del Jordán! ¡No en el Jordán, sino aún en el mar de Galilea! ¿Habrá bastante agua en todos los océanos para lavar esta horrorosa mancha? ¿Cuál? La de haber procedido contra su conciencia. Mis hermanos, ante cada una de nuestras acciones, ¿escuchamos la voz de nuestra conciencia? ¿Nos preguntamos, lo que Dios ha dicho o bien preguntamos cómo lo hizo Pilatos: Qué dicen los Fariseos, qué dicen las turbas, qué dice el Emperador? Cuántos hay que preguntan: ¿Qué dicen mis vecinos, mis amistades, mis relaciones, mi estómago, mi cartera, mi carrera, mi situación...? Y cuán pocos hay que preguntan: ¿Qué dice mi conciencia? “Veamos, ¿cómo podéis hacer una cuestión de conciencia?” Tal es el lenguaje frívolo que se oye a cada instante. Es seguramente la desgracia del mundo actual, que la gente no quiere ahora, hacer de cualquier cosa que sea, cuestión de conciencia. Ni de la fidelidad al deber. Ni de honradez. Ni de la integridad. Ni de la fidelidad conyugal. Ni de ninguna otra cosa.

D) Se puede ahogar un cierto tiempo la voz de la conciencia, se le puede dejar a un lado, traicionarla, renegarla, proceder en sentido contrario a ella, pero es inútil, ella hablará sin embargo, un día y esta voz será terrible. La condición anterior de Pilatos proclamó ante el mundo una gran enseñanza, que a menudo es necesario un sacrificio para colocarse abiertamente del lado de la verdad y permanecer fieles a Cristo, pero es un sacrificio que eleva el alma; por el contrario despreciar cínicamente la verdad, no es sino una táctica pasajera e infructuosa que será inevitablemente seguida de castigo. No se sabe exactamente lo que le sucedió Pilatos después de la muerte de Cristo. Pero sabernos una cosa: esta carrera, esta situación, este éxito que perseguía a todo precio, aun sacrificando la inocencia de Jesús, no lo encontró. “Si tú le pones en libertad, no eres amigo del César” (S. Juan XIX, 12) gritaba la muchedumbre amenazándolo. ¡Y bien! no lo librará. Lo entregó en manos de los asesinos. ¿Y así permaneció siendo amigo del César? ¡Nada de eso! Como lo cuenta el historiador Flavio Josefo (Antigüedades 18, 31; 4, 2), desde el año treinta y seis. Tiberio lo llamó a Roma para que rindiera cuenta. Pero a su llegada, Tiberio acababa de morir. El historiador Eusebio (Historia Eclesiástica, 2, 7) cuenta que puso fin a sus días bajo el reinado de Calígula. No poseemos más que estos escasos datos históricos sobre la suerte de Pilatos. Pero la leyenda sabe más y lo que cuenta es conmovedor e instructivo. Cuando se atraviesa el lago de Cuatro-Cantones, se divisa una montaña de forma muy característica. Cuando se pregunta el nombre de esta montaña, se recibe esta curiosa contestación: “Pilatos”. ¿Pilatos? ¿Cómo recibió ese nombre? Cuentan que Pilatos, después de la muerte de Nuestro Señor, fue atormentado por horribles visiones. Fue inútil, que se refugiara en su palacio de mármol, fue inútil que escondiera la cara entre las manos, siempre tenía ante sí el rostro ensangrentado de Cristo, que parecía decirle: “¿Por qué me condenaste a muerte, a pesar de mi inocencia?” Pilatos no pudo más; se fugó al extranjero, pero el rostro ensangrentado de Cristo lo perseguía por todas partes. Medio loco, erraba a la ventura y llegó un día a las orillas del lago Cuatro-Cantones, se arrojó al agua y se ahogó, pero el agua lo arrojó sobre la playa y espíritus invisibles rodaron sobre él una gran piedra, como una enseñanza eterna: es hoy día el monte .Pilatos. Mis hermanos, esto no es más que una leyenda. Pero lo que no es leyenda, lo que es realidad, es que el recuerdo de la falta de carácter de Pilatos está más firmemente grabado en nuestro Credo, que en esta montaña. En esta oración que recitan diaria mente millones y centenas de millones de cristianos a través del mundo, cuando se llega al nombre de Pilatos, nos acordamos que de este hombre, la historia no nos puede contar sino que fue él, con su actitud cobarde, baja e inhumana quien hizo posible el homicidio más horroroso de la historia del mundo. Pero nosotros, mis hermanos, cuando salgamos de la Iglesia y lleguemos a casa, y vosotros todos que escucháis este sermón, apagad vuestra radio, y todos reflexionemos algunos minutos, con el alma emocionada, sobre las palabras de Jesús tan cobardemente olvidadas por Pilatos: “Aquél que me confesare delante de los hombres, yo también lo confesaré delante de mi Padre que está en los cielos; pero aquél que me negare delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre”. (S. Mateo X, 32-33).

(Tihamer Toth, Cristo Redentor, Sermón 23, Biblioteca de doctrina Católica, 233-242)
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Dr. D. Isidro Gomá



EL PROCESO CIVIL: JESUS POR PRIMERA VEZ ANTE

PILATOS: IoH. 18, 28-38; Lc. 23, 2.4-7

(Mt. 27, 11-14; Mc. 15, 2-5; Lc. 23,3)

Explicación. — Los tribunales judíos no podían mandar la ejecución de ninguna sentencia de muerte: los romanos les habían quitado el jus gladíi; sólo podían dar la muerte a los extranjeros, aunque fuesen romanos, que penetrasen dentro del recinto del Templo más allá de las columnas en que estaban escritas en griego y latín las disposiciones que prohibían el paso. Si más tarde leemos que se dio muerte al diácono Esteban (Act. 7, 58) y a Santiago el Menor, estas ejecuciones tuvieron un carácter sedicioso y antilegal. Ello nos da la razón de que Jesús, ya condenado a muerte por el supremo tribunal judío, fuese traído al tribunal civil del Procurador romano: debía éste ratificar la sentencia del Sinedrio y mandar su ejecución. No quiso Pilatos refrendar de plano la condenación del Señor, produciendo su resistencia la serie de episodios se narran en este número y siguientes. En el fragmento que vamos a comentar podemos distinguir cuatro momentos: presentación del reo a Pilatos por el Sinedrio (loh. 28-32); acusación pública (Lc. 23, 2); interrogatorio privado (Ioh. 38-38); otra vez la acusación pública (Lc. 4-7).

PALACIO DE CAIFÁS AL PRETORIO (28-32). — Declarado Jesús de muerte por el Sinedrio, es llevado por sus mismos jueces al tono: llamábase así la residencia oficial del pretor o gobernador romano. Residía Pilatos ordinariamente en Cesarea, en la costa del Mediterráneo pero en los días de gran concurrencia en la capital, como eran los de Pascua, allí se trasladaba, para despachar los serosos negocios y evitar revueltas: Llevan, pues, a Jesús desde casa de Caifás al pretorio: era éste el suntuoso palacio que Herodes había construido en Jerusalén, según unos; otros creen que era la Torre Antonia, al noroeste del Templo. Y era por la mañana, no apuntar el día, ya que a esta hora se tuvo el segundo concilio en casa de Caifás, sino probablemente a la hora de prima, entre seis y nueve, cuando estaban ya las calles de la ciudad en plena vida.

A pesar de la animosidad de los sinedristas contra Jesús, y de los apremios para deshacerse del reo cuanto antes, se paró el acompañamiento ante el umbral del pretorio: la casa del pagano es inmunda para un judío (Act. 11, 3); quien entra en ella queda impuro por un día entero; la entrada en el pretorio importaba, pues, la pureza legal que les hubiese impedido comer el cordero pascual: Y ellos no entraron en el pretorio, por no contaminarse, y por poder comer la Pascua.Otra vez aparece el espíritu del fariseo que no teme derramar la sangre del justo y se detiene tímido ante la puerta de un pagano, que es para él como un animal, dice el Talmud.

Pilatos se acomoda, como solían hacerlo las autoridades romanas, a las costumbres religiosas del pueblo que gobierna, y es él quien sale al encuentro de los que a su tribunal traían a Jesús Pilatos, pues, salió fuera a ellos. El procurador estaría ya avisado que se trataba de un malhechor insigne: lo denuncian el hecho de que se hubiese requerido el auxilio de la cohorte para prenderle y el que se le presente el reo maniatado, pues así eran tratados los que debían ser condenados a muerte. Por otra parte, los interrogarios que siguieron revelan que Pilatos tiene noticia de la naturaleza del reo y de lo que sus enemigos tramaban contra él. Por esto no quiere ratificar sin ulterior juicio la sentencia pronunciada por el Sinedrio; quiere saber por qué le condenan: Y dijo: ¿Qué acusación traéis contra este hombre?

La pregunta de Pilatos sorprende a los sinedristas, que creerían imponer su criterio al Procurador con la solemnidad de la entrega del reo, hecha por el tribunal en pleno. La desconfianza que la pregunta del Procurador revela hace que los soberbios sinedristas tomen una actitud celosa de su prestigio: Respondieron, y le dijeron: Si éste no fuera malhechor, no te lo hubiéramos entregado: palabras que revelan el despecho de quienes, siendo jefes de la nación, se ven sometidos al yugo de aquel extranjero, y no pueden por sí mismos llevar a ejecución su propia sentencia.

Al despechado orgullo, Pilatos, con razón ofendido, les responde irónicamente, burlándose de su impotencia para hacer morir a aquel hombre, y dándoles al propio tiempo una lección de recta administración de justicia: Díjoles, pues, Pilatos: Tomadle vosotros, y juzgadle según vuestra ley: no quiero yo ser juez sin que me deis razones para juzgar; si os resistís a dármelas, matadle, si os atrevéis, que es lo que no podéis; o castigadle con las penas que vosotros podéis, según ley, infligirle, que es lo que no queréis.

Comprenden los sinedristas el alcance de las palabras del poderoso extranjero, y, al tiempo que revelan su intención de matar a Jesús, se ven obligados vilmente a confesar su impotencia: Y los judíos le dijeron: No nos es lícito a nosotros matar a alguno. Nota aquí el Evangelista el designio providencial de Dios al querer que así se realizara la predicción profética de Jesús: Para que se cumpliese la palabra que Jesús había dicho, señalando de qué muerte había de morir: porque si el Sinedrio hubiese tenido el derecho de matar, Jesús hubiese muerto lapidado, ya que ésta era la pena que a los blasfemos imponía la ley (Lev. 24, 14); ahora, porque no pueden matarle los judíos, morirá como ha predicho, clavado en cruz —suplicio usado por los romanos—, entregado por los príncipes de los sacerdotes, levantado en alto, para atraer a sí todas las cosas (cf. Mt. 20, 19, etc.).

ACUSACIÓN PÚBLICA (Lc 23, 2). — Ante la resistencia del Procurador de condenar al reo sin oír la causa, los sinedritas se ven obligados a la acusación. Condenado a muerte por blasfemo, ésta debía ser la razón que debían alegar, pero, comprendiendo que a Pilatos puede importarle poco una blasfemia contra el Dios de Israel, acuden dolosamente a motivos que puedan interesarle mas como gobernador romano y representante del Imperio: Y comenzaron a acusarle. Los capítulos de cargo son tres, escalonados en forma ascendente en orden a su gravedad: Primero, le acusan de sedicioso y perturbador diciendo: A éste hemos hallado pervirtiendo a nuestra nación, llevando al pueblo por caminos extraviados, fuera del orden estatuido. Segundo: Y vedando dar tributo a César, con lo que substrae a la nación del vasallaje debido al emperador, al tiempo que anula los resortes de la administración: Tercero: Y diciendo que él es el Cristo rey, intentando con ello suplantar al mismo, poder imperial. Cuán infames son las acusaciones, aparece en Ioh. 6, 15; Lc. 20, 25, donde aparece Jesús huyendo al monte para que las turbas no le proclamen rey, y mandando dar al César lo que es del César.

Tan malvadas son como ineptas estas acusaciones: no debía Pilatos sobre ellas fundar una sentencia de muerte contra Jesús, cuando sabía que era la envidia la que movía a aquellas lenguas (Mt. 27, 18), y que no debía dar crédito a aquellos hombres que, odiando profundamente la dominación romana, así se fingían ahora celosos de la seguridad y prestigios del imperio y del César, sólo para satisfacer una infame pasión. Con todo, la tercera acusación, la de que Jesús se dice rey, ha interesado al Procurador, sea porque tañe directamente al poder imperial, y un descuido en este punto acarrearle a Pilatos gravísimo daño, sea por la misma atmósfera que se había hecho alrededor del hijo de David (Ioh. 12, 13). Por esto sujeta a Jesús al siguiente.

INTERROGATORIO PRIVADO (Ioh. 33-38). —Volvió, pues, a entrar Pilatos en el pretorio, y llamó a Jesús, que se halla solo ante el juez, lejos de sus terribles enemigos. Y Jesús compareció ante el Presidente, y le preguntó el Presidente, y le dijo: ¿Eres tú el rey de los judíos? Tú, hombre de pobrísima apariencia, indefenso, ¿te arrogas la dignidad y el poder real sobre tu pueblo? Jesús no responde directamente a la pregunta: quiere antes concretar el concepto de su realeza, que no es el de la acusación que ha merecido de los judíos; por esto le insinúa al juez si se hace solidario de la acusación de sus enemigos: Respondió Jesús: ¿Dices tú esto por tu cuenta, o te lo han dicho otros de mí?, es decir, ¿me crees capaz de rebelarme contra la persona del emperador, como pretenden mis adversarios? Respondió Pilatos, visiblemente contrariado, en su orgullo de romano, de que Jesús le suponga envuelto en la acusación de los sinedristas, judíos, y por ello aborrecidos: ¿Soy yo acaso judío? No soy yo quien te acuso de que te proclames rey, cualquiera que sea el concepto que tenga yo del rey que los judíos esperáis: Tu nación, y por ella el Tribunal que la representa, y los pontífices te han puesto en mis manos, acusándote de que te dices rey: ¿Qué has hecho, para que se te acuse así de pretendiente al título de rey?

Jesús responde definiendo el concepto de su realeza, que es tal que de ella nada deben temer los emperadores: Respondió Jesús: Mi reino no es de este mundo: por lo mismo, la acusación de los judíos es calumniosa; el reinado de Cristo es compatible con el del César. Es reino de verdad, de justicia y santidad, compatible con todo reino temporal, que cabe dentro de los reinos de la tierra y que trasciende sobre todos ellos, en dignidad y en amplitud. Y da la razón de que su reino no es como el de los reyes de la tierra: Si de este mundo fuera mi reino, mis ministros, secuaces, soldados, sin duda pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos: tendría ejército y armas; mas, como ves, ahora mi reino no es de aquí; su origen es celestial, su naturaleza, espiritual.

Crece con la respuesta de Jesús la curiosidad y extrañeza de Pilatos: Entonces Pilatos le dijo, para conocer la naturaleza del poder de aquel extraño rey: ¿Luego tú eres rey? ¿Eres tú el rey de los judíos? Afirma Jesús su realeza: Respondió Jesús: Tú dices que yo soy rey: así es en verdad como dices. Y explica la naturaleza de su reinado, que no es otro que el de la verdad: Yo para esto nací, refiérese a su nacimiento temporal, y para esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad: ésta es mi misión, y mis súbditos son todos aquellos que son amigos de la verdad, porque escuchan mis enseñanzas y vienen a mí, creyendo en mí: Todo aquel que es la verdad, escucha mi voz.

Se persuade Pilatos que tiene ante sí un hombre inofensivo, soñador, un especulativo que se cree con preeminencia sobre los demás y que por ello se llama rey. Por ello Pilatos le dice, revelando en su pregunta su espíritu escéptico, no su ansia de conocer la verdad: ¿Qué cosa es la verdad? Ríese el procurador de especulaciones, y, considerando que se ha hecho ya cargo de que se trata de un visionario, no de un criminal, sin aguardar una respuesta que no le interesa, cuando esto hubo dicho, salió otra vez a los judíos, que, fuera del pretorio, aguardaban el resultado del juicio, a los príncipes de los sacerdotes y a la multitud, y les dijo: Yo no hallo en él delito alguno.

OTRA VEZ LA ACUSACIÓN PÚBLICA (Lc. 4.7). — Ante el pretorio se ha congregado multitud ingente, esperando el fallo judicial de Pilatos. Este, convencido deja inocencia de Jesús, a quien estima sólo como hombre de teorías inofensivas, sale hacia los acusadores y la multitud para confesarles el resultado negativo de su inquisición: Dijo Pilatos a los príncipes de los sacerdotes, y al pueblo: Ningún delito hallo en este hombre.

Cuando los judíos hubieron oído la inocencia de Jesús proclamada por el Presidente, del grupo de los sinedristas, temerosos de que se les escape la presa, salieron de nuevo numerosas acusaciones contra Jesús. Sin duda muchas de ellas serían violentas increpaciones contra la misma persona del reo, que calla ante la gritería: Y siendo acusado por los príncipes de los sacerdotes, y los ancianos, en muchas cosas, nada respondió. Y Pilatos se extraña del silencio de Jesús ante la multitud y la magnitud de las acusaciones, y, dirigiéndose a él, le preguntó otra vez, diciendo: ¿No respondes nada? Mira de cuántas cosas te acusan. ¿No oyes cuántos testimonios dicen contra ti? Jesús sigue en absoluto silencio: Jesús, empero, nada más contestó, ni una palabra, de modo que se maravilló Pilatos en gran manera. Era de admirar el espectáculo de un hombre inocente, que cien veces ha tenido en jaque a sus adversarios, y que ahora, apoyado como está por la autoridad del Procurador romano, no rechaza las injustas imputaciones.

Estos momentos en que Pilatos interroga a Jesús son de alta emoción: quizás derive de la pregunta y su respuesta la sentencia de liberación del reo; por ello los sinedristas arrecian en sus gritos, tratando de prevenir el juicio de Pilatos con el creciente alboroto, a falta de más eficaces razones: Mas ellos insistían, diciendo: Tiene alborotado al pueblo con la doctrina, que no es de simple especulación, sino poderoso factor de sedición; y no la reserva para los iniciados de su escuela, sino que es enseñanza que esparce por toda la Judea, no la sola provincia de Judea, sino toda la Palestina, comenzando desde Galilea, hasta aquí.

El solo nombre de la Galilea, gente dura y pendenciera, de quienes el mismo Pilatos había tenido que sofocar una revuelta con derramamiento de sangre en el Templo (Lc. 13, 1), debió hacer entrar en recelo al procurador, quien quiso cerciorarse si realmente era galileo el acusado: Pilatos, que oyó decir Galilea, preguntó si aquel hombre era galileo. La respuesta fue afirmativa: en Nazaret pasó Jesús su juventud (Lc. 2, 51), y nazareno era llamado y como oriundo de Nazaret era tenido (Mt. 21, 11; Mc. 1, 24; Lc. 4, 34; Ioh. 1, 45, etc.); por lo mismo, pertenecía a los dominios de Herodes Antipas (Lc. 3, 1; 13, 31). Y Pilatos, cuando entendió que Jesús era de la jurisdicción de Herodes, no porque Pilatos no pudiese juzgarle, pues en la Judea había sido aprehendido, sino porque veía en ello ocasión magnífica para deshacerse de un molesto negocio, inhibiéndose de aquella causa, lo remitió a Herodes, el cual en aquellos días se hallaba también en Jerusalén, con motivo de las grandes fiestas de Pascua. Así Pilatos aquietaba su Conciencia, porque creía inocente a Jesús, y no desairaba a los sinedristas, cuyo poder y cuya posible delación al César temía.

Lecciones morales. — A) v. 28. — Ellos no entraron en el pretorio, por no contaminarse... — Quienes decimaban la menta y el eneldo, dice el Crisóstomo, creían contaminarse entrando en el pretorio, mas no matando injustamente a un hombre. ¡Cuánto interesa la formación de nuestra conciencia! Porque ella es la norma inmediata de nuestras acciones, en cuanto promulga dentro de nosotros mismos, para cada uno, la ley que se ha dado por todos. Si tenemos la conciencia verdadera, es decir, ajustada a la ley objetiva, y seguimos sus dictámenes, obraremos según ley; si nos formamos conciencia falsa o equivocada, que falsifique dentro de nosotros la ley, nos exponemos a que nuestra vida sea un tejido de acciones pecaminosas. Aquí les llevó a los judíos una conciencia falsa: por un exceso de respeto a la ley, creen pecar pasando los lindes de la puerta del pretorio; en cambio, no creen pecar pidiendo la muerte de Jesús, de quien voluntariamente se han formado concepto erróneo. Temamos pensar y obrar de tal manera que digamos al bien mal, y al mal bien.

B) v. 30 Si éste no fuera malhechor, no te lo hubiéramos entregado. — Pregúntese, y respondan, dice San Agustín, a los liberados del espíritu maligno, a los enfermos curados, a los leprosos limpiados, a los sordos que oyeron, a los mudos que hablaron, a los ciegos que vieron, a los muertos resucitados, y lo que es más, a los necios hechos sabios, si Jesús es un malhechor; pero eran éstos de la raza de aquellos de quienes decía el profeta: «Pagábanme males por los bienes que les hice...»(Ps. 34, 12). Es negra, dicen, la ingratitud; pero, cuando sobre no agradecer se devuelve mal por bien; cuando se desagradecen especialmente los bienes recibidos de orden espiritual; cuando se buscan colaboradores para hacerle mal al dadivoso; cuando se hace en nombre de la justicia como en este caso, entonces la ingratitud resulta una verdadera monstruosidad, de la que no se halla caso en la creación sino buscándolo en los hombres profundamente pervertidos.

c) v. 31. — No nos es lícito a nosotros matar a alguno. — ¿Quién mató a Jesús sino los judíos, dice San Agustín, que afilaron sus lenguas como espadas y gritaron el « ¡Crucifícale, crucifícale!»? ¿No habían intentado varias veces matarle, prescindiendo de escrúpulos legales, y no pudieron, porque no había llegado la hora de Jesús? Hicieron cuanto se requiere para consumar el cristicidio: tuvieron voluntad de hacerlo; lo compraron para juzgarlo a mansalva; lo entregaron al poder de un extranjero; arremetieron como fieras contra el reo y contra el juez cuando éste trataba de soltarlo; se burlaron sangrientamente de la víctima ante su patíbulo; sobornaron a los custodios de su tumba; y, lo que es más, quisieron para sí la responsabilidad y el peso de la sangre de aquel crimen. Lo que alegan ante Pilatos no es más que una razón, humillante para ellos de no poder hacerlo por sus propias manos. Por esto vino sobre ellos, de lleno, la maldición de Dios que de lleno habían merecido al perpetrar llenísimamente aquel crimen horrendo. No hallemos excusas en lo menos cuando hemos sido capaces de hacer lo más.

D) v. 35. — Tu nación y los pontífices te han puesto en mis manos- — ¡Cuán amargas debieron ser para Jesús estas palabras del Procurador romano! Es El, Jesús, el Dios de Israel, quien hizo de este pueblo un pueblo de selección, «su hijo», como le llaman las Escrituras y ahora este pueblo, por El salvado del diluvio universal de errores y crímenes en que el mundo se perdió, por El custodiado través de los siglos con amor de padre, lo entrega a un gentil para que le aplique la pena de muerte que contra El ha decretado más alto tribunal de la nación. Aprendamos, primero, a honrar los hermanos en patria; y luego a tolerar con paciencia, como Jesús, las ingratitudes que los hermanos de patria tengan con nosotros.

E) v.36. — Mí reino no es de aquí. — No dice Jesús: Mi reino no está aquí, dice San Agustín, sino: No es de aquí. Todo lo humano está aquí, en la tierra, y no puede substraerse a ella; pero mientras todo lo que no ha sido regenerado por Cristo está aquí, y aquí deja de ser, de modo que aquí vive y aquí muere, el reino de Cristo no hace más que peregrinar en el mundo, para tener un fin definitivo en el cielo, donde se transformará en el reino eterno del Dios eterno. Es que la realeza de Jesús es realeza de la verdad, del amor, de la vida espiritual de orden sobrenatural, sin que ello quiera decir que renuncie Jesús a la realeza que le compete sobre todos los demás órdenes, que están supeditados al orden espiritual.

F) v. 38. — ¿Qué cosa es verdad? — La pregunta de Pilatos revela la situación de espíritu de los hombres, hasta de los de buena voluntad, con respecto a la verdad, cuando vino Jesús al mundo. La verdad estaba desterrada de la tierra. Un solo pueblo era el depositario de la verdad, y este pueblo, el judío, se había hecho indigno de la verdad, por haberla adulterado hasta el punto de entregar a los gentiles al que es la Verdad esencial. Pilatos es escéptico, porque el mundo desesperaba de hallar la verdad; Platón había dicho: «La verdad debe venirnos del cielo.» Y Jesús, Verbo de Dios, la trajo al mundo. Y la trajo en forma que su verdad ha sido la estela luminosa por donde han caminado los hombres que han oído su palabra. Ya nosotros no debemos preguntar qué es la verdad; sino que debemos decir, con gozo íntimo de nuestra alma: La verdad es mi fe: si no es toda la verdad, es la verdad necesaria para vivir según Dios quiere que vivamos; para saber lo que necesitamos para ir derechos a la posesión definitiva de la Verdad esencial y eterna, que es Dios.

(Dr. D. Isidro Gomá y Tomás, El Evangelio Explicado, Vol. II, Ed. Acervo, 6ª ed., Barcelona, 1966, p.607 - 615)

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P. Gabriel de Sta M. Magdalena



Cristo Rey

“A aquel que nos amó, nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre..., la gloria y el poder por los siglos de los siglos” (Ap 1. 5-6).

La solemnidad de hoy, puesta al fin del año litúrgico, aparece como la síntesis de los misterios de Cristo conmemorados durante el año, y como el vértice desde donde brilla con mayor luminosidad su figura de Salvador y Señor de todas las cosas. En las dos primeras lecturas domina la idea de la majestad y la potestad regia de Cristo. La profecía de Daniel (7, 13-14) prevé su aparición «entre las nubes del cielo» (ib 13), fórmula tradicional que indica el retorno glorioso de Cristo al fin de los tiempos para juzgar al mundo. Pues «a él se le dio poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su poder es eterno, no cesará. Su reino no acabará» (ib 14). Dios —«el Anciano» (ib 13) — lo ha constituido Señor de toda la creación confiriéndole un poder que rebasa los confines del tiempo.

Este concepto es corroborado en la segunda lectura (Ap 1, 5-8) con la famosa expresión: Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso» (ib 8). Cristo-Verbo eterno es «el que es, y ha sido siempre, principio y fin de toda la creación. Cristo-Verbo encarnado es el que viene a salvar a los hombres, principio y fin de toda la redención, y es además el que vendrá un día a juzgar al mundo. ¡Mirad! El viene en las nubes. Todo ojo lo verá; también los que le atravesaron. Todos los pueblos de la tierra se lamentarán por su causa» (ib 7). De este modo a la visión grandiosa de Cristo Señor universal se une la de Cristo crucificado, y ésta reclama la consideración de su inmenso amor: «nos amó, nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre» (ib 5). Rey y Señor, no ha escogido otro camino para librar a los hombres del pecado que lavarlos con su propia sangre. Sólo a ese precio los ha introducido en su reino, donde son admitidos no tanto como súbditos cuanto como hermanos y coherederos, como copartícipes de su realeza y de su señorío sobre todas las cosas, para que con él, único Sacerdote, puedan ofrecer y consagrar a Dios toda la creación. «Nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre » (ib 6). Hasta ese punto ha querido Cristo Señor hacer partícipe al hombre de sus grandezas.

También el Evangelio (Jn 18, 33b-37) presenta la realeza de Cristo en relación con su pasión y a la vez la contrapone a las realezas terrestres. Todo ello a base de la conversación entre Jesús y Pilato. Mientras que el Señor siempre se había sustraído a las multitudes que en los momentos de entusiasmo querían proclamarlo rey, ahora que está para ser condenado a muerte, confiesa su realeza sin reticencias. A la pregunta de Pilato: »Con que ¿tú eres rey?», responde: »Tú lo dices: Soy Rey (ib 37). Pero había declarado de antemano: «Mi reino no es de este mundo» (ib 36). La realeza de Cristo no está en función de un dominio temporal y político, sino de un señorío espiritual que consiste en anunciar la verdad y conducir a los hombres a la Verdad suprema, liberándolos de toda tiniebla de error y de pecado. «Para esto he venido al mundo —dice Jesús—; para ser testigo de la verdad» (ib 37). Él es el »Testigo fiel» (2ª lectura) de la verdad —o sea del misterio de Dios y de sus designios para la salvación del mundo—, que ha venido a revelar los hombres y a testimoniar con el sacrificio de la vida. Por eso únicamente cuando está para encaminarse a la cruz, se declara Rey; y desde la cruz atraerá a todos a sí (Jn 12, 32). Es impresionante que en el Evangelio de Juan, el evangelista teólogo, el tema de la realeza de Cristo esté constantemente enlazado con el de su pasión. En realidad la cruz es el trono real de Cristo; desde la cruz extiende los brazos para estrechar a sí a todos los hombres y desde la cruz los gobierna con su amor. Para que reine sobre nosotros, hay que dejarse atraer y vencer por ese amor.

Dios todopoderoso y eterno, que quisiste fundar todas las cosas en tu Hijo muy amado. Rey del universo; haz que toda la creación, liberada de la esclavitud del pecado, sirva a tu Majestad y te glorifique sin fin. (MISAL ROMANO, Colecta).

Rey sois, Dios mío, sin fin, que no es reino prestado el que tenéis. Cuando en el Credo se dice: »Vuestro reino no tiene fin», casi siempre me es particular regalo. Aláboos, Señor, y bendígoos para siempre; en fin, vuestro reino durará para siempre (Camino, 22, 1).

¡Oh Jesús mío! ¡Quién pudiese dar a entender la majestad con que os mostráis! Y cuán Señor de todo el mundo y de los cielos y de, otros mundos y sin cuento mundo y cielos que vos creásteis, entiende el alma, según con la majestad que os representáis, que no es nada para ser Vos Señor de ello. Aquí se ve claro, Jesús mío, el poco poder de todos los demonios en comparación del vuestro, y cómo quien os tuviere contento puede repisar el infierno todo... Veo que queréis dar a entender al alma mía cuán grande es [vuestra majestad] y el poder que tiene esta sacratísima Humanidad junto con la Divinidad. Aquí se representa bien qué será el día del Juicio ver esta majestad de este Rey, y verle con rigor para los malos. Aquí es la verdadera humildad que deja en el alma, de ver su miseria, que no la puede ignorar. Aquí la confusión y verdadero arrepentimiento de los pecados, que, aun con verle que muestra amor, no sabe adónde se meter, y así se deshace toda. (STA. TERESA DE JESÚS, Vida, 28, 8-9).

(P. Gabriel de Sta M. Magdalena, O.C.D, Intimidad Divina, Editorial Monte Carmelo, Burgos, 1998, Pag 1543-1546)

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Dom Columba Marmion



JESUCRISTO REY DE LA CREACIÓN ENTERA

La persona sagrada de Cristo reúne en sí misma todos los títulos que se encuentran en nuestra humana naturaleza. Como tiene la primacía de todo y de todos, debe reunir en sí todo aquello que ennoblece y levanta a nuestra naturaleza. Es Salvador porque de «su plenitud» todos los hombres y los ángeles reciben la gracia de la salvación; es Redentor porque ha pagado nuestro rescate, y, rompiendo nuestras cadenas, nos concedió la gracia de ser hermanos suyos e hijos adoptivos de Dios; es Pontífice por que, mediante el sacrificio de la Cruz, en que fue a la vez víctima y sacrificador, ofreció a Dios la expiación del pecado; es Maestro porque recibió de su Padre la misión de enseñar a los hombres la doctrina que conduce a la patria celestial.

Pero hay un título nobilísimo que compete de modo particular a Cristo-Hombre y corona los otros que ya posee: es el de Rey. Numerosísimas veces, en la Sagrada Escritura, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, se da a Cristo este título, quizá para que no dudásemos los hombres nunca de una verdad que ahora parece estar oscurecida. Así es, en efecto. El crimen mayor del mundo actual es el de la apostasía de Dios, de Cristo y de su Iglesia. Se erige ahora en la que las sociedades, tanto civiles como particulares, no deben profesar religión alguna; que el laicismo integral debe imperar en las leyes, en las instituciones y en la enseñanza; que los gobernantes, como tales, deben ser aconfesionales. Únicamente se tolera (y no siempre en todas partes) que el individuo pueda tener una religión, pero sólo allá en su interior. Asimismo, no quiere reconocerse el imperio de Cristo sobre todos los, hombres y sobre todas las cosas. Se pretende, por el contrario, que sea el individuo el único señor de sí mismo y de sus acciones. Contra este espíritu y contra esta doctrina, nosotros, los católicos, hijos de la santa Madre Iglesia, hemos de proclamar, con energía, que Cristo es Rey, no sólo de su Iglesia, sino de todos y cada uno de los hombres, Rey de todos los reinos o estados y Rey de todas las sociedades.

Pero veamos en las Sagradas Escrituras, donde se encuentran las fuentes de la revelación, y en las que se halla la verdad y la vida, los lugares en que se proclama a Cristo Rey y Señor de la Creación entera. Ellas, en efecto, afirman claramente que «un Príncipe (Cristo) deberá salir de Jacob» y que «el Padre le ha constituido Rey sobre el monte santo de Sión… y que «recibirá las gentes en, herencia y poseerá los confines de la tierra». El salmo nupcial, que en la imagen de un Rey riquísimo y potentísimo, preconizó al futuro Rey de Israel, dice así: «Tu trono, oh Dios, por los siglos de los siglos, cetro es de rectitud el cetro de su reino» «Su reino (de Cristo) será sin límite y enriquecido con los dones de la justicia y de la paz». «En sus días aparecerá la justicia y la abundancia de la paz... y dominará de un mar a otro mar desde el Río (Eufrates), hasta los términos del orbe de la tierra» Pero los Profetas son los que con más extensión hablan de la realeza de Cristo. He aquí el conocidísimo texto de Isaías: «Nos ha nacido un Párvulo, nos ha sido dado un Hijo, y el principado ha sido puesto sobre sus hombros y se le llama el Consejero admirable, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de la paz; para extender el imperio y dar paz sin fin al trono de David, para restablecerle y robustecerle con el derecho y la justicia, desde ahora y para siempre». Y del mismo modo habla Jeremías, cuando predice que nacerá de la estirpe de David. «El Vástago justo» que, «cual hijo de, David, reinará como Rey y será sabio, y juzgará en toda la tierra». Y poco más o menos, en idénticos términos se expresan Daniel y casi todos los profetas del antiguo Testamento. Ahora, en el Nuevo, no son menores los testimonios. El Arcángel anuncia a la Virgen el nacimiento de un hijo, «al cual Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob para siempre». Mas el mismo Cristo da testimonio de su imperio. En efecto, sea en su último discurso a las turbas, cuando habla del premio y de las penas reservadas perpetuamente a los justos y a los condenados; sea cuando responde al gobernador romano, que le preguntaba públicamente si era Rey; sea cuando resucitado confió a los Apóstoles el encargo de enseñar y bautizar a todas las gentes, toma ocasión oportuna para atribuirse el nombre de y públicamente confirma que es Rey y anuncia solemnemente que a Él ha sido dado todo el poder en el cielo y de la tierra. Pero, además, es que Cristo se atribuyó igualmente poderes propios de Rey. Todo Príncipe, para que verdaderamente sea tal, debe gozar de triple potestad: la de legislar, juzgar y castigar. Ahora bien, este triple poder lo tiene Cristo: los santos Evangelios no solamente dicen que promulgó leyes, sino que nos lo muestran en el acto mismo de legislar cuando nos dan a conocer aquellas palabras de Cristo: «Oísteis que se dijo a los antiguos... pero yo os digo, etc.». Además el mismo Jesús manifestó a los judíos que tenía el poder de juzgar cuando profirió aquellas palabras: «El Padre ha dado juicio al Hijo», y el Apóstol afirma que Jesucristo fue constituido «Juez de vivos y muertos». En cuanto al poder ejecutivo de premiar o castigar, ha de atribuirse también a Cristo, porque tal poder no puede separarse de una forma de juicio, y porque sabemos que en el último día premiará a los buenos con el paraíso y condenará a los malos a los suplicios eternos.

Ante tan gran número de testimonios, ¿quién se atreverá a negar a Cristo el título de Rey? Sólo los corifeos de la impiedad, verdaderos ministro del príncipe de este mundo perecedero y maldito, y que se erigen en conductores de los hombres y de la sociedad, tienen la imprudencia de negar a Jesucristo este título nobilísimo. Nosotros, por el contrario, gozosos le proclamamos Rey supremo dé todo: de reyes, de naciones, de mentes y de corazones.

Más, ¿de dónde le viene a Cristo su dignidad real? ¿Es que acaso (como tantos otros en este mundo, entregado a las ambiciones de los hombres) ha arrancado por la fuerza ese título al que lo poseía legítimamente? No por cierto, Jesucristo goza de la Realeza porque le corresponde por su misma esencia y, por derecho de herencia y por derecho de conquista.

Jesucristo, en efecto, es Rey por aquella unión admirable que se llama «unión hipostática», que forma parte de su esencia. Esta unión eleva la naturaleza humana de Cristo a tal altura, y la aproxima tanto a Dios, que debe ser dotada en el más alto grado de todas las perfecciones que Dios concede a criaturas inteligentes. No se concibe que falte excelencia alguna de las que cualquiera otro de los seres creados posee, ni que quien es Hijo de Dios, sea inferior en algo a un ángel o a un hombre. Ahora bien, el poder real, sea espiritual, sea temporal, se concede a los hombres que gobiernan las sociedades; debe, por tanto, convenir y pertenecer a Jesucristo como hombre, tan perfecto como pueda concebirse, en toda su extensión y en todos sus grados.

Jesucristo es Rey por derecho de herencia. El derecho de propiedad soberana lo atribuye san Pablo a Jesucristo en la Carta a los Hebreos. «En estos últimos tiempos, dice: Dios nos ha hablado por su Hijo, a quien ha establecido heredero de todas las cosas». Considera aquí el Apóstol a Jesucristo como hombre, y, al afirmar que ha sido constituido heredero de todas las cosas, implícitamente afirma que es propietario de las mismas, ya que el heredero goza de todos los bienes y los mismos derechos que poseía el padre. Ahora bien, el Padre es Rey, luego, Cristo hombre, debe igualmente serlo.

Pero, además, Jesucristo es Rey por derecho de conquista y de redención. He aquí cómo expone esta verdad tan consoladora León XIII. «La autoridad de Cristo, no le viene sólo de un derecho de nacimiento como hijo único de Dios, sino también en virtud de un derecho adquirido. El mismo, en efecto, nos arrancó del poder de las tinieblas. Se entregó a sí mismo por la redención de todos. No sólo los católicos, no sólo los que han recibido el bautismo cristiano, sino todos los hombres sin excepción, son para el un pueblo conquistado».

Por lo anteriormente expuesto, vemos que Cristo es Rey o Señor. Así lo afirma también san Pedro: «Tenga todo Israel como certísimo que Dios le ha constituido Señor y Cristo (esto es, ungido o Rey). Más, ¿cuál es la extensión de su reino? ¿De qué es Señor? Respondemos con san Pablo: Señor de todas las cosas, Dominus universo visibles e invisibles. Pero averigüemos el sentido de la palabra Señor — Dominar —. Esta palabra significa, en general, el propietario o poseedor de fincas, o el amo que tiene criados, o quien está investido de alguna autoridad. La palabra Señor, aquí, tiene el significado de propietario, porque si Jesucristo no fuera propietario de todas las cosas invisibles y visibles, de los cuerpos y espíritus, de los hombres y ángeles, si no poseyera dominio soberano sobre el Universo y los seres que le componen, no se le podría llamar pura y sencillamente el Señor, el solo Señor. Si ciertas criaturas estuvieren, en cualquier manera, fuera de su dependencia, no se le podría considerar como el Señor propiamente dicho.

De este título se derivan importantes consecuencias. En primer lugar, como propietario universal y soberano, tiene el poder de disponer a su gusto de las criaturas materiales a las que puede conservar o destruir, mantener en la vida o causar la muerte. Después, en virtud de su propiedad sobre las criaturas dotadas de inteligencia, es Señor de los ángeles y de los hombres, a los cuales puede mandar y dar leyes; al paso que estas criaturas están obligadas obedecerle, porque la propiedad produce sus frutos para el propietario. Finalmente, si “tiene el derecho de mandar” a cada hombre y a cada ángel, tendrá también el mismo poder sobre todos ellos reunidos en sociedad, y en ese caso es Rey de las sociedades angélicas y humanas.

El reino de Cristo se extiende, por lo mismo, a las familias, porque mediante el sacramento del matrimonio, los esposos cristianos se unen con lanzo indisoluble y sobrenatural, del cual es autor Jesucristo. Esta unión los coloca debajo de su ley, y por tanto, debajo de su autoridad y en su reino.

Asimismo la realeza de Cristo se extiende sobre la sociedad civil. Se le llama Rey de las naciones — Rex gentium — porque todos los individuos unidos en sociedad no están me nos sujetos a Cristo que lo está cada uno de ellos separadamente. Él es la fuente de la salud privada y pública «y no hay salvación en ningún otro, ni fue dado a los hombres bajo el cielo otro nombre en el cual podamos ser salvos. Sólo Él es el autor de la prosperidad y de la felicidad verdadera, tanto para cada uno de los ciudadanos como opina el Estado: «No es feliz por otra razón distinta de aquella por la cual es feliz el hombre; porque la ciudad no es otra cosa que una multitud concorde de hombres».

Pero aun queda por afirmar otra verdad, y es que el reino de Cristo se extiende, no sólo sobre los individuos, sobre las familias y sobre los Estados católicos, sino también sobre todos los hombres y estados. Así lo proclama León XIII: «El imperio de Cristo se extiende no solamente sobre los pueblos católicos y sobre aquellos que, regenerados en la fuente bautismal, pertenecen en rigor y por derecho a la Iglesia, aunque erróneas opiniones los tengan alejados, sino que abraza a los que están privados de la fe cristiana, de modo que todo el género humano está debajo de la potestad de Jesucristo».

El reino que Jesucristo fundó es principalmente y se refiere a cosas espirituales, como nos lo demuestran muchos pasajes de la sagrada Escritura y nos lo confirma el mismo Jesucristo con su modo de obrar. En varias ocasiones, cuando los judíos y los mismos Apóstoles creían erróneamente que el Mesías devolvería la libertad, al pueblo y restauraría el reino de Israel, procuró Él quitarles ese vano intento y esperanza de la cabeza; y también, cuando estaba para ser proclamado Rey por la muchedumbre, que llena de admiración lo rodeaba, Él declinó tal título y tal honor, retirándose y escondiéndose en la soledad; finalmente, delante del procurador romano, anunció que su reino no era de este mundo. Este reino, en los Evangelios, se presenta de tal modo que los hombres deben prepararse para entrar en él por me dio de la penitencia, y no pueden formar parte de él sino por la fe y por el bautismo. Este reinó se opone únicamente al reino de Satanás y al poder de las tinieblas y exige de sus súbditos, no solamente un ánimo despegado de riquezas y de las cosas terrenas, la suavidad de costumbres y el hambre de la justicia, sino también la abnegación de sí mismos y el tomar la cruz. Ahora bien, Cristo como Redentor rescató la Iglesia con su sangre, y como Sacerdote, se ofrece a sí mismo perpetuamente, cual hostia propiciatoria por los pecados de los hombres; por lo mismo se sigue de esto que la dignidad real de que está Cristo revestido, tiene un carácter espiritual por uno y otro oficio. Por otra parte, erraría gravemente el que arrebatase a Cristo-Hombre el poder sobre las cosas temporales; puesto que Él tiene recibido del Padre un derecho absoluto, como hemos expuesto arriba, sobre todas las cosas creadas, de modo que todo se somete a su arbitrio; con todo eso, mientras vivió sobre la tierra, se abstuvo completamente de ejecutar tal dominio; y como despreció entonces la posesión y el gobierno de las cosas humanas, así permitió y permite que los poseedores de ellas los utilicen.

Si admitimos que Jesucristo es Rey por su misma naturaleza y esencia, y que lo es por herencia y por derecho de conquista; si admitimos que su imperio se extiende a todo «lo que está en los cielos o en la tierra»; si admitimos que es Rey de los ángeles y de los hombres, tanto considerados en particular como en sociedad, forzosamente hemos de aceptar ciertas consecuencias prácticas que de ello se derivan.

Y así en primer lugar si Jesucristo es Señor del hombre considerado en particular, éste debe estar enteramente sometido en cuerpo y alma; en su inteligencia, aceptando sus dogmas y enseñanzas; en su voluntad, obedeciendo sus mandatos; en su coraz6n y afectos, no teniendo otro amor más que el suyo; y en sus miembros,: empleándolos siempre en su servicio.

Si es Rey de la familia, ésta debe seguir las direcciones dadas por Cristo, tanto en las mutuas relaciones con los esposos, como en los fines del matrimonio y en la educación del la prole.

Si, finalmente, Jesucristo es Rey de la sociedad civil o de los Estados, estos necesariamente deben reconocer su imperio y obedecer sumisos las leyes de su Señor. Por eso la negación de esta verdad, el desconocimiento de Dios por parte del Estado (lo que se denomina ordinariamente con el nombre de neutralidad o laicismo del Estado) constituye la violación más profunda y más grave del orden social. Este es, como dijimos al principio, el crimen principal que el mundo expía en estos tiempos. Los Estados laicos des conocen a Dios, a Cristo y a su Iglesia. Dicen: «No queremos que éste reine sobre nosotros», y para ello excluyen a la religión de las leyes, de las escuelas públicas, de los tribunales, de las obras sociales y de la administración civil en todos sus grados»

Por el contrario, son copiosos los frutos que se seguirán a los individuos, a las familias y a los Estados de la aceptación del Reino de Cristo. Primero, el hombre que se somete al suavísimo imperio de Cristo, goza de paz abundante. Todo su ser, como descansa en la piedra de las enseñanzas de Cristo, se halla ordenado: el alma mandará sobre el cuerpo, la razón sobre los apetitos; y, como todo estará en orden, habrá paz, ya que ésta es la tranquilidad en el orden y con la paz la felicidad.

Este mismo fruto de paz se encontrará también en las familias. Los esposos se amarán en Cristo, y con el amor mutuo se disiparán los inevitables roces originados en la común convivencia; los hijos estarán sumisos a los padres y éstos les procurarán una educación y enseñanza cristiana. Ahora bien, los beneficios que se seguirán a los Estados o Naciones, el Papa Pío XI nos los declara con las siguientes palabras: «Si los Jefes del Estado, a una con sus pueblos, prestaren público testimonio de reverencia y sumisión al imperio de Cristo, se seguirán el incremento y progreso de la patria, junto con la integridad de su poder; porque cuando los hombres, en privado y en público, reconocen la soberana potestad de Cristo, necesariamente vendrán a la sociedad civil, señalados beneficios de la libertad, de tranquila sumisión y apacible concordia. La dignidad real de Nuestro Señor, así como hace, en cierto modo, sagrada la autoridad humana de los príncipes y de los jefes del Estado, así, ennoblece los deberes de los ciudadanos y de su obediencia. Así los súbditos, considerando a los gobernantes como vicarios de Jesucristo, se someterán dócilmente a sus mandatos. En cambio los príncipes y los magistrados legítimos, si se persuadieren de que mandan no tanto por derecho propio cuanto por mandato del Rey divino, se comprende fácilmente que harán uso santo y prudente de su autoridad, y se tomarán gran interés por el bien común y la dignidad de sus súbditos, al hacer las leyes .y exigir su cumplimiento. De ese modo, quitada toda causa de sedición, florecerá el orden y la tranquilidad».

Por fin, el último bien que se seguirá del reconocimiento de la dignidad regia de Nuestro Señor, se refiere a la Iglesia. Todos, en efecto, verán que ésta fue establecida por Cristo, como sociedad perfecta; que, por derecho propio, goza de plena libertad e independencia del poder civil, y en el ejercicio de su divino misterio de enseñar a todos los que pertenecen al reino de Cristo, no puede depender del arbitrio de nadie.

(Dom Columba Marmion, Jesucristo en sus misterios, Editorial Litúrgica Española, Barcelona 1948, p. 377-386)

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Leonardo Castellani



CRISTO REY

Ergo Rex es Tu? — Tu dixisti... Sed

Regnum meum non est de hoc mundo.

Joan. XVIII, 33-36.

El año 1925, accediendo a una solicitud firmada por más de ochocientos obispos, el papa Pío XI instituyó para toda la Iglesia la festividad de Cristo Rey, fijada en el último domingo del mes de octubre. Esta nueva invocación de Cristo, nueva y sin embargo tan antigua como la Iglesia, tuvo muy pronto sus mártires, en la persecución que la masonería y el judaísmo desataron en Méjico, con la ayuda de un imperialismo extranjero: sacerdotes, soldados, jóvenes de Acción Católica y aun mujeres que murieron al grito de ¡Viva Cristo Rey!

Esta proclamación del poder de Cristo sobre las naciones se hacía contra el llamado liberalismo. El liberalismo es una peligrosa herejía moderna que proclama la libertad y toma su nombre de ella. La libertad es un gran bien que, como todos los grandes bienes, sólo Dios puede dar; y el liberalismo lo busca fuera de Dios; y de ese modo sólo llega a falsificaciones de la libertad. Liberales fueron los que en el pasado siglo rompieron con la Iglesia, maltrataron al Papa y quisieron edificar naciones sin contar con Cristo. Son hombres que desconocen la perversidad profunda del corazón humano, la necesidad de una redención, y en el fondo, el dominio universal de Dios sobre todas las cosas, como Principio y como Fin de todas ellas, incluso las sociedades humanas. Ellos son los que dicen:

Hay que dejar libres a todos, sin ver que el que deja libre a un malhechor es cómplice del malhechor; — Hay que respetar todas las opiniones, sin ver que el que respeta las opiniones falsas es un falsario; — La religión es un asunto privado, sin ver que, siendo el hombre naturalmente social, si la religión no tiene nada que ver con lo social, entonces no sirve para nada, ni siquiera para lo privado.

Contra este pernicioso error, la Iglesia arbola hoy la siguiente verdad de fe: Cristo es Rey, por tres títulos, cada uno de ellos de sobra suficiente para conferirle un verdadero poder sobre los hombres. Es Rey por título de nacimiento, por ser el Hijo Verdadero de Dios Omnipotente, Creador de todas las cosas; es Rey por título de mérito, por ser el Hombre más excelente que ha existido ni existirá, y es Rey por título de conquista, por haber salvado con su doctrina y su sangre a la Humanidad de la esclavitud del pecado y del infierno.

Me diréis vosotros: eso está muy bien, pero es un ideal y no una realidad. Eso será en la otra vida o en un tiempo muy remoto de los nuestros; pero hoy día... Los que mandan hoy día no son los mansos, como Cristo, sino los violentos; no son los pobres, sino los que tienen plata; no son los católicos, sino los masones. Nadie hace caso al Papa, ese anciano vestido de blanco que no hace más que mandarse proclamas llenas de sabiduría, pero que nadie obedece. Y el mar de sangre en que se está revolviendo Europa, ¿concuerda acaso con ningún reinado de Cristo?

La respuesta a esta duda está en la respuesta de Cristo a Pilatos, cuando le preguntó dos veces si realmente se tenía por Rey. Mi Reino no procede de este mundo. No es como los reinos temporales, que se ganan y sustentan con la mentira y la violencia; y en todo caso, aun cuando sean legítimos y rectos, tienen fines temporales y están mechados y limitados por la inevitable imperfección humana. Rey de verdad, de paz y de amor, mi Reino procedente de la Gracia reina invisiblemente en los corazones, y eso tiene más duración que los imperios. Mi Reino no surge de aquí abajo, sino que baja de allí arriba; pero eso no quiere decir que sea una mera alegoría, o un reino invisible de espíritus. Digo que no es de aquí, pero no digo que no está aquí. Digo que no es carnal, pero no digo que no es real. Digo que es reino de almas, pero no quiero decir reino de fantasmas, sino reino de hombres. No es indiferente aceptarlo o no, y es supremamente peligroso rebelarse contra él. Porque Europa se rebeló contra él en estos últimos tiempos, Europa y con ella el mundo todo se halla hoy día en un desorden que parece no tener compostura, y que sin Mí no tiene compostura...

Mis hermanos: porque Europa rechazó la reyecía de Jesucristo, actualmente no puede parar en ella ni Rey ni Roque. Cuando Napoleón 1, que fue uno de los varones (y el más grande de todos) que quisieron arreglar a Europa sin contar con Jesucristo, se ciñó en Milán la corona de hierro de Carlomagno, cuentan que dijo estas palabras: Dios me la dio, nadie me la quitará. Palabras que a nadie se aplican más que a Cristo. La corona de Cristo es más fuerte, es una corona de espinas. La púrpura real de cristo no se destiñe, -está bañada en sangre viva. Y la caña que le pusieron por burla en las manos, se convierte de tiempo en tiempo, cuando el mundo cree que puede volver a burlarse de Cristo, en un barrote de hierro. Et reges eos in virga férrea: Los regirás con vara de hierro.

Veamos la demostración de esta verdad de fe, que la Santa Madre Iglesia nos propone a creer y venerar en la fiesta del último domingo del mes de la primavera, llamando en nuestro auxilio a la Sagrada Escritura, a la Teología y a la Filosofía, y ante todo a la Santísima Virgen Nuestra Señora con un Ave María.

Los cuatro Evangelistas ponen la pregunta de Pilatos y la respuesta afirmativa de Cristo:

— ¿Tú eres el Rey de los Judíos?

—Yo lo soy.

¿Qué clase de Rey será éste, sin ejércitos, sin palacios, atadas las manos, impotente y humillado? — debe de haber pensado Pilatos.

San Juan, en su capítulo XVIII pone el diálogo completo con Pilatos, que responde a esta pregunta:

Entró en el Pretorio, llamó a Jesús y le dijo: ¿Tú eres el Rey de los Judíos?

Respondió Jesús: ¿Eso lo preguntas de por ti mismo, o te lo dijeron otros?

Respondió Pilatos: ¿Acaso yo soy judío? Tu gente y los pontífices te han entregado. ¿Qué has hecho?

Respondió Jesús, ya satisfecho acerca del sentido de la pregunta del gobernador romano, al cual maliciosamente los judíos le habían hecho temer que Jesús era uno de tantos intrigantes, ambiciosos del poder político:

Mi reino no es de este mundo. Si de este mundo fuera mi reino, Yo tendría ejércitos, mi gente lucharía por Mí para que no cayera en manos de mis enemigos. Pero es que mi Reino no es de aquí. Es decir, mi Reino tiene su principio en el cielo, es un Reino espiritual que no viene a derrocar al César, como tú temes, ni a pelear por fuerza de armas contra los reinos vecinos, como desean los judíos. Yo no digo que este Reino mío, que han predicho los profetas, no esté en este mundo; no digo que sea un puro reino invisible de espíritus, es un reino de hombres; Yo digo que no proviene de este mundo, que su principio y su fin están más arriba y más abajo de las cosas inventadas por, el hombre. El profeta Daniel, resumiendo los dichos de toda una serie de profetas, dijo que después de los cuatro grandes reinos que aparecerían en el Mediterráneo, el reino de la Leona, del Oso, del Leopardo y de la Bestia Poderosa, aparecería el Reino de los Santos, que duraría para siempre. Ese es mi Reino...

Esa clase de reinos espirituales no los entendía Pilatos, ni le daban cuidado. Sin embargo, preguntó de nuevo, quizá irónicamente:

—Entonces, ¿te afirmas en que eres Rey?

—Sí lo soy, — respondió Jesús tranquilamente; y añadió después, mirándolo cara a cara: — Yo para eso nací y para eso vine al mundo, para dar testimonio de la Verdad. Todo el que es de la Verdad oye mi voz.

Dijo Pilatos:

— ¿Qué es la Verdad?

Y sin esperar respuesta, salió a los judíos y les dijo:

—Yo no le veo culpa.

Pero ellos gritaron:

—Todo el que se hace Rey, es enemigo del César. Si lo sueltas a éste, vas en contra del César.

He aquí solemnemente afirmada por Cristo su reyecía, al fin de su carrera, delante de un tribunal, a riesgo y costa de su vida; y a esto le llama El dar testimonio de la Verdad, y afirma que su Vida no tiene otro objeto que éste. Y le costó la vida, salieron con la suya los que dijeron:

“No queremos a éste por Rey, no tenemos más Rey que el César”; pero en lo alto de la Cruz donde murió este Rey rechazado, había un letrero en tres lenguas, hebrea, griega y latina, que decía: Jesús Nazareno Rey de los Judíos”; y hoy día, en todas las iglesias del mundo y en todas ‘las lenguas conocidas, a 2.000 años de distancia de aquella afirmación formidable: “Yo soy Rey”, miles y miles de seres humanos proclaman junto con nosotros su fe en el Reino de Cristo y la obediencia de sus corazones a su Corazón Divino.

Por encima del clamor de la batalla en que se destrozan los humanos, en medio de la confusión y de las nubes de mentiras y engaños en que vivimos, oprimidos los corazones por las tribulaciones del mundo y las tribulaciones propias, la Iglesia Católica, imperecedero Reino de Cristo, está de pie para dar como su Divino Maestro testimonio de Verdad y para defender esa Verdad por encima de todo. Por encima del tumulto y de la polvareda, con los ojos fijos en la Cruz, firme en su experiencia de veinte siglos, segura de su porvenir profetizado, lista para soportar la prueba y la lucha en la esperanza cierta del triunfo, la Iglesia, con su sola presencia y con su silencio mismo, está diciendo a todos los Caifás, Herodes y Pilatos del mundo que aquella palabra de su divino Fundador no ha sido vana.

En el primer libro de las Visiones de Daniel, cuenta el profeta que vio cuatro Bestias disformes y misteriosas que, saliendo del mar, se sucedían y destruían una a la otra; y después de eso vio a manera de un Hijo del Hombre que viniendo de sobre las nubes del cielo se llegaba al trono de Dios; y le presentaron a Dios, y Dios le dio el Poderío, el Honor y el Reinado, y todos los pueblos, tribus y lenguas le servirán, y su poder será poder eterno que no se quitará, y su reino no se acabará.

Entonces me llegué lleno de espanto — dice Daniel — a uno de los presentes, y le pregunté la verdad de todo eso. Y me dijo la interpretación de la figura: “Estas cuatro bestias magnas son cuatro Grandes Imperios que se levantarán en la tierra (a saber, Babilonia, Persia, Grecia y Roma, según estiman los intérpretes), y después recibirán el Reino los santos del Dios altísimo y obtendrán el reino por siglos y por siglos de siglos”.

Esta palabra misteriosa, pronunciada 500 años antes de Cristo, no fue olvidada por los judíos. Cuando Juan Bautista empieza a predicar en las riberas del Jordán: “Haced penitencia, que está cerca el Reino de Dios”, todo ese pequeño pueblo comprendido entre el Mediterráneo, el Líbano, el Tiberíades y el Sinaí resonaba con las palabras de Gran Rey, Hijo de David, Reino de Dios. Las setenta semanas de años que Daniel había predicho entre el cautiverio de Babilonia y la llegada del Salvador del Mundo, se estaban acabando; y los profetas habían precisado de antemano, en una serie de recitados enigmáticos, una gran cantidad de rasgos de su vida y su persona, desde su nacimiento en Belén hasta su ignominiosa muerte en Jerusalén. Entonces aparece en medio de ellos ese joven Doctor impetuoso, que cura enfermos y resucita muertos, a quien el Bautista reconoce y los fariseos desconocen, el cual se pone a explicar metódicamente en qué consiste el Reino de Dios, a desengañar ilusos, a reprender poderosos, a juntar discípulos, a instituir entre ellos una autoridad, a formar una pequeña e insignificante sociedad, más pequeña que un grano de mostaza, y a prometer a esa Sociedad, por medio de hermosísimas parábolas y de profecías deslumbradoras, los más inesperados privilegios: — durará por todos los siglos, se difundirá por todas las naciones, abarcará todas las razas; el que entre en ella, estará salvado; el que la rechace, estará perdido; el que la combata, se estrellará contra ella; lo que ella ate en la tierra, será atado en el cielo, y lo que ella desate en la tierra, será desatado en el cielo. Y un día, en las puertas de Cafarnaúm, aquel Varón extraordinario, el más modesto y el más pretencioso de cuantos han vivido en este mundo, después de obtener de sus rudos discípulos el reconocimiento de que él era el Ungido, el Rey, y más aún, el mismo Hijo Verdadero de Dios vivo, se dirigió al discípulo que había hablado en nombre de todos y solemnemente le dijo: Y Yo a ti te digo que tú eres Kefá, que significa piedra, y sobre esta piedra Yo levantaré mi Iglesia, y los poderes infernales no prevalecerán contra ella; y te daré las llaves del Reino de los Cielos. Y Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos.

Y desde entonces, vióse algo único en el mundo: esa pequeña Sociedad fue creciendo y durando, y nada ha podido vencerla, nada ha podido hundirla, nadie ha podido matarla. Mataron a su Fundador, mataron a todos sus primeros jefes, mataron a miles de sus miembros durante las diez grandes persecuciones que la esperaban al salir mismo de su cuna; y muchísimas veces dijeron que la habían matado a ella, cantaron victoria sus enemigos, las fuerzas del mal, las Puertas del Infierno, la debilidad, la pasión, la malicia humana, los poderes tiránicos, las plebes idiotizadas y tumultuantes, los entendimientos corrompidos, todo lo que en el mundo tira hacia abajo, se arrastra y se revuelca — la corrupción de la carne y la soberbia del espíritu aguijoneados por los invisibles espíritus de las tinieblas —; todo ese peso de la mortalidad y la corrupción humana que obedece al Ángel Caído, cantó victoria muchas veces y dijo: “Se acabó la Iglesia”. El siglo pasado, no más, los hombres de Europa más brillantes, cuyos nombres andaban en boca de todos, decían: “Se acabó la Iglesia, murió el Catolicismo”. ¿Dónde están ellos ahora? Y la Iglesia, durante veinte siglos, con grandes altibajos y sacudones, por cierto, como la barquilla del Pescador Pedro, pero infalible irrefragablemente, ha ido creciendo en número y extendiéndose en el mundo; y todo cuanto hay de hermoso y de grande en el mundo actual se le debe a ella; y todas las personas más decentes, útiles y preclaras que ha conocido la tierra, han sido sus hijos; y cuando perdía un pueblo, conquistaba una Nación; y cuando perdía una Nación, Dios le daba un Imperio; y cuando se desgajaba de ella media Europa, Dios descubría para ella un Mundo Nuevo; y cuando sus hijos ingratos, creyéndose ricos y seguros, la repudiaban y abandonaban y la hacían llorar en su soledad y clamar inútilmente en su paciencia...; cuando decían: “Ya somos ricos y poderosos y sanos y fuertes y adultos, y no necesitamos nodriza”, entonces se oía en los aires la voz de una trompeta, y tres jinetes siniestros se abatían sobre la tierra:

uno en un caballo rojo, cuyo nombre es La Guerra;

otro en un caballo negro, cuyo nombre es El Hambre;

otro en un caballo bayo, cuyo nombre es La Persecución final;

y los tres no pueden ser vencidos sino por Aquel que va sobre el caballo blanco, al cual le ha sido dada la espada para que venza, y que tiene escrito en el pecho y en la orla de su vestido: Rey de Reyes y Señor de Dominantes.

El Mundo Moderno, que renegó la reyecía de su Rey Eterno y Señor Universal, como consecuencia directa y demostrable de ello se ve ahora empantanado en un atolladero y castigado por los tres primeros caballos del Apocalipsis; y entonces le echa la culpa a Cristo. Acabo de oír por Radio Excelsior (Sección Amena) una poesía de un tal Alejandro Flores, aunque mediocre, bastante vistosa, llamada Oración de este Siglo a Cristo, en que expresa justamente esto: se queja de la guerra, se espanta de la crisis (racionamiento de nafta), dice que Cristo es impotente, que su sueño de paz y de amor ha fracasado, y le pide que vuelva de nuevo al mundo, pero no a ser crucificado.

El pobre miope no ve que Cristo está volviendo en estos momentos al mundo, pero está volviendo como Rey (¿o qué se ha pensado él que es un Rey?); está volviendo de Ezrah, donde pisó el lagar El solo con los vestidos salpicados de rojo, como lo pintaron los profetas, y tiene en la mano el bieldo y la segur para limpiar su heredad y para podar su viña. ¿O se ha pensado él que Jesucristo es una reina de juegos florales?

Y ésta es la respuesta a los que hoy día se escandalizan de la impotencia del Cristianismo y de la gran desolación espiritual y material que reina en la tierra. Creen que la guerra actual es una gran desobediencia a Cristo, y en consecuencia dudan de que Cristo sea realmente Rey, como dudó Pilatos, viéndole atado e impotente. Pero la guerra actual no es una gran desobediencia a Cristo: es la consecuencia de una gran desobediencia, es el castigo de una gran desobediencia y — consolémonos — es la preparación de una gran obediencia y de una gran restauración del Reino de Cristo. Porque se me subleven una parte de mis súbditos, Yo no dejo de ser Rey mientras conserve el poder de castigarlos, dice Cristo. En la última parábola que San Lucas cuenta, antes de la Pasión, está prenunciado eso: “Semejante es el Reino de los cielos a un Rey que fue a hacerse cargo de un Reino que le tocaba por herencia. Y algunos de sus vasallos le mandaron embajada, diciendo: No queremos que éste reine sobre nosotros. Y cuando se hizo cargo del Reino, mandó que le trajeran aquellos sublevados y les dieran muerte en su presencia”. Eso contó N. S. Jesucristo hablando de sí mismo, y cuando lo contó, no se parecía mucho a esos Cristos melosos, de melena rubia, de sonrisita triste y de ojos acaramelados que algunos pintan. Es un Rey de paz, es un Rey de amor, de verdad, de mansedumbre, de dulzura para los que le quieren; pero es Rey verdadero para todos, aunque no le quieran, ¡y tanto peor para el que no le quiera! Los hombres y los pueblos podrán rechazar la llamada amorosa del Corazón de Cristo y escupir contra el cielo; pero no pueden cambiar la naturaleza de las cosas. El hombre es un ser dependiente, y si no depende de quien debe, dependerá de quien no debe; si no quiere por dueño a Cristo, tendrá el demonio por dueño. “No podéis servir a Dios y a las riquezas”, dijo Cristo, y el mundo moderno es el ejemplo lamentable: no quiso reconocer a Dios como dueño, y cayó bajo el dominio de Plutón, el demonio de las riquezas.

En su encíclica Quadragésimo, el papa Pío XI describe de este modo la condición del mundo de hoy, desde que el Protestantismo y el Liberalismo lo alejaron del regazo materno de la Iglesia, y decidme vosotros si el retrato es exagerado: “La libre concurrencia se destruyó a sí misma; al libre cambio ha sucedido una dictadura económica. El hambre y sed de lucro ha suscitado una desenfrenada ambición de dominar. Toda la vida económica se ha vuelto horriblemente dura, implacable, cruel. Injusticia y miseria. De una parte, una inmensa cantidad de proletarios; de otra, un pequeño número de ricos provistos de inmensos recursos, lo cual prueba con evidencia que las riquezas creadas en tanta copia por el industrialismo moderno no se hallan bien repartidas”.

El mismo Carlos Marx, patriarca del socialismo moderno, pone el principio del moderno capitalismo en el Renacimiento, es decir, cuando comienza el gran movimiento de desobediencia a la Iglesia; y añora el judío ateo los tiempos de la Edad Media, en que el artesano era dueño de sus medios de producción, en que los gremios amparaban al obrero, en que el comercio tenía por objeto el cambio y la distribución de los productos. Y no el lucro y el dividendo, y en que no estaba aún esclavizado al dinero para darle una fecundidad monstruosa. Añora aquel tiempo, que si no fue un Paraíso Terrenal, por lo menos no fue una Babel como ahora, porque los hombres no habían recusado la Reyecía de Jesucristo.

Los males que hoy sufrimos, tienen, pues, raíz vieja; pero consolémonos, porque ya está cerca el jardinero con el hacha. Estamos al fin de un proceso morboso que ha durado cuatro siglos. Vosotros sabéis que en el llamado Renacimiento había un veneno de paganismo, sensualismo y descreimiento que se desparramó por toda Europa, próspera entonces y cargada de bienestar como un cuerpo pletórico. Ese veneno fue el fermento del Protestantismo; rebelión de los ricos contra los pobres, como lo llamó Beiloc, que rompió la unidad de la Iglesia, negó el Reino Visible de Cristo, dijo que Cristo fue un predicador y un moralista, y no un Rey; sometió la religión a los poderes civiles y arrebató a la obediencia del Sumo Pontífice casi la mitad de Europa. Las naciones católicas se replegaron sobre sí mismas en el movimiento que se llamó Contra-Reforma, y se ocuparon en evangelizar el Nuevo Mundo, mientras los poderes protestantes inventaban el puritanismo, el capitalismo y el imperialismo. Entonces empezó a invadir las naciones católicas una a modo de niebla ponzoñosa proveniente de los protestantes, que al fin cuajó en lo que llamamos Liberalismo el cual a su vez engendró por un lado el Modernismo y por otro el Comunismo. Entonces fue cuando sonó en el cielo la trompeta de la cólera divina, que nadie dejó de oír; y el Hombre Moderno, que había caído en cinco -idolatrías y cinco desobediencias, está siendo probado y purificado ahora por cinco castigos y cinco penitencias:

Idolatría de la Ciencia, con la cual quiso hacer otra torre de Babel que llegase hasta el cielo; y la ciencia está en estos momentos toda ocupada en construir aviones, bombas y cañones para voltear casas y ciudades y fábricas;

Idolatría de la Libertad, con la cual quiso hacer de cada hombre un pequeño y caprichoso caudillejo; y éste es el momento en que el mundo está lleno de despotismo y los pueblos mismos piden puños fuertes para salir de la confusión que creó esa libertad demente;

Idolatría del Progreso, con el cual creyeron que harían en poco tiempo otro Paraíso Terrenal; y he aquí que el Progreso es el Becerro de Oro que sume a los hombres en la miseria, en la esclavitud, en el odio, en la mentira, en la muerte;

Idolatría de la Carne, a la cual se le pidió el cielo y las delicias del Edén; y la carne del hombre desvestida, exhibida, mimada y adorada, está siendo destrozada, desgarrada y amontonada como estiércol en los campos de batalla;

Idolatría del Placer, con el cual se quiere hacer del mundo un perpetuo Carnaval y convertir a los hombres en chiquilines agitados e irresponsables; y el placer ha creado un mundo de enfermedades, dolencias y torturas que hacen desesperar a todas las facultades de medicina.

Esto decía no hace mucho tiempo un gran obispo de Italia, el arzobispo de Cremona, a sus fieles. ¿Y nuestro país? ¿Está libre de contagio? ¿Está puro de mancha? ¿Está limpio de pecado? Hay muchos que pare creerlo así, y viven de una manera enteramente inconsciente, pagana, incristiana, multiplicando los errores, los escándalos, las iniquidades, las injusticias. Es un país tan ancho, tan rico, tan generoso, que aquí no puede pasar nada; queremos estar en paz con todos, vender nuestras cosechas y ganar plata; tenemos gobernantes tan sabios, tan rectos y tan responsables; somos tan democráticos, subimos al gobierno solamente a aquel que lo merece; tenemos escuelas tan lindas; tenemos leyes tan liberales; hay libertad para todo; no hay pena de muerte; si un hombre agarra una

criaturita en la calle, la viola, la mata y después la quema, ¡qué se va a hacer, paciencia!; tenemos la prensa más grande del mundo: por diez centavos nos dan doce sábanas de papel llenas de informaciones y de noticias; tenemos la educación artística del pueblo hecha por medio del cine y de la radiotelefonía; ¡qué pueblo más bien educado va a ir saliendo, un pueblo artístico! ¡Qué país, mi amigo, qué país más macanudo! — ¿Y reina Cristo en este país? — ¿Y cómo no va a reinar? Somos buenos todos. Y si no reina, ¿qué quiere que le hagamos?

Tengo miedo de los grandes castigos colectivos que amenazan nuestros crímenes colectivos. Este país está dormido, y no veo quién lo despierte.

Este país está engañado, y no veo quién lo desengañe. Este país está postrado, y no se ve quién va a levantarlo. Pero este país todavía no ha renegado de Cristo, y sabemos por tanto que hay alguien capaz de levantarlo. Preparémonos a su venida y apresuremos su venida. Podemos ser soldados de un gran Rey; nuestras pobres efímeras vidas pueden unirse a algo grande, algo triunfal, algo absoluto. Arranquemos de ellas el egoísmo, la molicie, la mezquindad de nuestros pequeños caprichos, ambiciones y fines particulares. El que pueda hacer caridad, que se sacrifique por su prójimo, o solo, o en su parroquia, o en las Sociedades Vicentinas... El que pueda hacer apostolado, que ayude a Nuestro Cristo Rey en la Acción Católica o en las Congregaciones. El que pueda enseñar, que enseñe, y el que pueda quebrantar la iniquidad, que la golpee y que la persiga, aunque sea con riesgo de la vida. Y para eso, purifiquemos cada uno de faltas y de errores nuestra vida. Acudamos a la Inmaculada Madre de Dios, Reina e los ángeles y de los hombres, para que se digne elegirnos para militar con Cristo, no solamente ofreciendo todas nuestras personas al trabajo, como decía el capitán Ignacio de Loyola, sino también para distinguirnos y señalarnos en esa misma campaña del Reino de Dios contra las fuerzas del Mal, campaña que es el eje de la historia del mundo — sabiendo que nuestro Rey es invencible, que su Reino no tendrá fin, que su triunfo y venida no está lejos y que su recompensa supera todas las vanidades de este mundo, y más todavía, todo cuanto el ojo vio, el oído oyó y la mente humana pudo soñar de hermoso y de glorioso.

(Leonardo Castellani, Cristo ¿Vuelve o no vuelve?, Paucis Pango, Bs. As., 1951, 167-178).

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EJEMPLOS PREDICABLES



Calígula se hace adorar

La humanidad se ve oprimida por la corrupción de costumbres y la injusticia, reina. Sin Jesucristo no hay moralidad duradera, ni justicia; es necesario que El reine: oportet illum regnare. Con fe y entusiasmo, digamos ante su tabernáculo, como los israelitas ante Saúl: «Tú eres nuestro rey y nosotros tus súbditos: Vivat rex »... Solo El merece el reinado.

El emperador Calígula había mandado ubicar su estatua en el templo de Jerusalén, pretendiendo que los judíos le adorasen como a su dios.

Conocido el sacrilegio en la ciudad, todo el pueblo se dividió en seis escuadrones. Ante el palacio del gobernador romano, inclinados en tierra, con las manos atadas a la espalda, con cenizas sobre su cabeza, gritaron:

«Uno solo es nuestro rey: Dios... En el templo levantado a su gloria, no queremos que reine un hombre; sea quien sea»... No alcanzando ninguna satisfacción a su ruego, volvieron al templo. Entrando, derribaron con ímpetu la estatua de Calígula. Reducida a añicos, cada niño jugaba en la calle con sus fragmentos. (De Baronio, Annali, 42.)

Uno solo es nuestro Rey: Jesucristo; y su reino está dentro de nosotros, en nuestras almas. El demonio procura levantar en ellas una estatua al pecado... Con sentimientos de odio, envidia, pereza, vanidad, afición a lo ajeno. Hay que derribarla; somos súbditos de Cristo: solo El debe reinar en nosotros.



El rey de Normandía echado de su palacio.

Dice la leyenda: Un pequeño rey de Normandía, luego de luchas y alternativas, regresaba de la Cruzada a su reino. Por causa de ayunos y trabajos caminaba con dificultad. En el pecho conservaba aún una herida abierta y sangrando. Dos gruesas lágrimas cayeron de sus ojos al tocar los confines de su reino, pensando en sus queridos súbditos.

En la hora del mediodía era insoportable el calor. Por el camino encontró un hombre portador de un recipiente con agua fresca. “Soy tu rey que regresa; dame de beber”. Maravillado el hombre, sin reconocerle contestó villanamente: “Tú eres un andrajoso; no conozco a ningún rey»; y continuó su camino sin volver a mirarle.

El pobre rey, entristecido, le vio desaparecer entre la maleza. Luego murmuró: “Mañana tú tendrás sed; y no podrás beber en mi reino». Entre tanto la noche llegó; y el palacio real quedaba aún lejos. De pronto vio dibujada en el camino una franja de luz; era una casa de labriegos. Miró por la puerta entornada.

Sobre la mesa humeaban los alimentos. Un hombre, una mujer y un joven permanecían a su alrededor. El rey tenía hambre y sueño. Detenido en el umbral, suplicó: “Buena gente; dad a vuestro rey que viene de lejos, un poco de pan y un poco de pasto seco para dormir”... El marido se levantó blasfemando, lo echó a la oscuridad, cerrando la puerta con llave. El pobre rey, bajo las estrellas, mojando el dedo en su herida sangrante, escribió en la puerta: “Non est pax, nec hodie, nec cras: no habrá paz; ni hoy, ni mañana”.

Hacia el alba entró por el portón de la casa real. Casi no la reconoció; no estaba magnífica, ni tan linda como antes. Casi parecía una caballeriza. Oyendo salir voces de la sala, se detuvo y oyó: «El rey ha muerto; ya terminó el tiempo de la tiranía. Ordénase que todo el pueblo queme su aborrecida imagen, y use la del mandatario nuevo. Que se realicen grandes fiestas, en las cuales cada uno haga lo que quiera...

Embargado por la emoción, el pobre rey no pudo detenerse más y empujando la puerta gritó: “Queridos súbditos, alegraos; vuestro rey ha vuelto a reinar, para daros la paz y concordia”. Hubo un grito de espanto: nobles y príncipes, apretaron sus puños. “Aléjate; no queremos más rey.

Ya nos manda otro”. Desde ese día en aquel reino comenzaron las rapiñas, las violencias, fraudes, pestes, terremotos y guerras. El nuevo mandatario era muy ambicioso y desleal.

Comprendamos la leyenda: Cristo es el rey de nuestros corazones. Quiere y vuelve para reinar; ay del individuo que no apaga la sed con su alma; experimentará sed eterna en el infierno. Ay de los hogares que no le hospedan; no tendrán paz, ni este mundo, ni en el otro. Ay de las naciones que no respeten sus derechos inviolables; serán agobiadas por desastres físicos y morales. Caerán bajo el yugo tiránico, por no aceptar el del amor. (COLOMBO, Homilías.)

(Rosalio Rey Garrido, Anécdotas y reflexiones, Ed. Don Bosco, Bs. As., 1962, nn° 231;236)