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Homilías
que se pueden emplear indistintamente en cada uno de los tres ciclos del domingo
34, fiesta de Cristo Rey
Las circunstancias históricas y la secularización creciente han dejado atrás el tiempo en que la expresión "Cristo Rey" parecía un argumento a favor de la restauración de monarquías más o menos sacralizadas. Hoy, los escasos reyes en activo están sometidos a una constitución. Reinan, pero no gobiernan. Ello evita interferencias ambientales al preguntarnos sobre el sentido del título de rey aplicado a Cristo.
La llegada del reinado de Dios fue el objeto de la predicación de Jesús. Al igual que sucede con otras palabras (culto, templo, etc.), en boca de Jesús también cambia radicalmente el contenido de los términos "reinado" y "rey". El reino anunciado por él es bien diferente de los que vivieron sus contemporáneos o conocemos nosotros. Contrapondremos algunas características de uno y otro concepto de "rey", sin olvidar el viejo aforismo según el cual el verdadero poder está detrás del trono.
Mientras que los reyes de este mundo y sus asimilados se imponen a sus súbditos desde fuera adentro por medio de la fuerza física, legal y propagandística, el reinado de Dios crece desde dentro hacia afuera. Es verdad que actualmente el recurso a la fuerza bruta está mal visto, y por ello, se usan mecanismos más finos, imperceptibles y efectivos para reclutar una mayoría electoral que cumpla este viejo papel. El control de la información, el distractivo "calidad de vida y fútbol" (antiguo "pan y circo") y las promesas que nunca se cumplirán son algunos de estos métodos.
Lo importante no es la libertad real del ahora llamado ciudadano, sino que la gente tenga la sensación de ser libre. Jesús marcha por otros caminos. Alguien montado en un pacífico asno no es la imagen de un rey poderoso y temido. Por eso él y quienes le siguen son la burla de los servidores del poder y la irritación de los encargados de justificarlo con una propaganda basada en su interesado concepto de patria y de religión.
Soldados y políticos no pueden ver en él a un rey. Debe ser un loco o, a lo más, un payaso. De cualquier forma, alguien que no usa la racionalidad imperante. Sin embargo, sin libertad no puede haber auténtico hombre ni siquiera ciudadano, solamente puede existir el esclavo (consciente o inconsciente) y el súbdito.
El reinado que Jesús pregona respeta toda la libertad del hombre, que por definición es un ser condicionado y limitado. La adhesión al reino, la fe cristiana, sólo es válida desde esta libertad. No sirve el marketing, ni siquiera el dar liebre por gato. Al reino no se entra engañado u obligado. Nadie puede creer ni amar a la fuerza. Por otra parte, ese reinado que tiene su comienzo en la tierra culminará con la rotura de toda limitación humana. El pecado, término religioso con el que se la designa, será vencido. El hombre llegará a su plenitud. El objetivo de los reyes de este mundo es el aumento y la consolidación de su poder político y económico. Cuando el país es más rico, también es más poderoso su rey. El escalafón tiene su meta arriba y los súbditos aspiran a llegar a lo más alto posible. Cuantos más tenga debajo, es señal de que están más arriba. El camino de la cima de la pirámide es cada vez más estrecho y sólo pasan la selección unos pocos convencidos seguidores del sistema. El darwinismo social funciona: los fuertes sobreviven comiéndose a los débiles. Sobre estructuras y escalafón, el reinado de Dios tiene unos criterios inversos: los importantes son los que sirven, los que están más abajo. Los que carecen de peso social, los que, a fuerza de ser muchos, tienen (según la ley de la oferta y la demanda) poco valor. En la pirámide social tienen poca altura, son pequeños. El que quiera ser el primero, sea el último y sirva a los demás. "Yo estoy entre vosotros como quien sirve". Jesús, lavando los pies a sus discípulos, con el desacostumbrado y humillante significado que tenía en su tiempo, es la mejor imagen de Cristo rey. Pero no es un "darle la vuelta a la tortilla"; porque se trata de una estructura en círculo, no de una pirámide. "No os llamo siervos, sino amigos". Es como un banquete en el que todos están sentados alrededor de la misma mesa y al mismo nivel.
Los reyes de este mundo exigen sumisión, obediencia y fe en sus eternas cantinelas: las cosas no pueden ser de otra manera, no se puede hacer todo en un día, vamos atendiendo a los más débiles, etc. Detrás de esas palabras, nadie puede ocultar la realidad de que las diferencias entre unos y otros son cada vez más grandes. La justicia es dinámica y cuando los de abajo consiguen algo, los de arriba están ya muy por encima de aquel punto. Los primeros van delante con cada vez más ventaja.
Pero, de nada serviría una hipotética igualdad si no estuviese basada en una fraternidad solidaria. Por eso la llegada del reino es una buena noticia para los pobres, los perseguidos, los angustiados de todo tipo. Se supone que los seguidores de Jesús los ayudarán a salir de su desgraciada situación. Los pobres son bienaventurados porque van a dejar de serlo. Los discípulos hemos sido bautizados como sacerdotes, profetas y reyes. Esto supone por nuestra parte un plan de vida acorde con esta realidad. Como sacerdotes, hemos de dar culto al Padre cumpliendo su voluntad: la salvación del hombre. Como profetas, hemos de anunciar el reino y trabajar para que cambien las injustas estructuras humanas. Como reyes, tenemos la obligación (al igual que los reyes del viejo Israel) de ser los defensores del pobre. Individualmente, como pequeña comunidad y como gran Iglesia, tenemos esta tarea. Contamos con la fuerza del Espíritu de Jesús. ¡Venga a nosotros tu reino!
EUCARISTÍA 1989, 54
2. CR/QUIEN-ES RD/IDENTIDAD/CR
Pienso que la forma más cabal de hablar de Cristo Rey es presentarlo como nos lo presenta fundamentalmente el Evangelio: como anunciador del Reino. Y entonces esta homilía puede convertirse en ocasión para presentar el tema más nuclear del cristianismo: la identidad cristiana. ¿Qué es ser cristiano? "Ser discípulo de Cristo", decía el catecismo.
Ser cristiano es, pues, hacer, vivir, trabajar, optar ante la vida como Cristo. Y bien, para ser seguidores suyos, discípulos suyos, nos interesa saber: ¿qué quiso Cristo?, ¿qué pretendía? ¿por qué vivió y luchó? Si miramos bien en el Evangelio, parece que está claro: Jesús fue ante todo el anunciador e iniciador del Reino.
Ciento veintidós veces aparece en el Evangelio la palabra "Reino de Dios", noventa de ellas en boca de Jesús. Y hoy sabemos que el tema del Reino es ciertamente prepascual, que pertenece a las palabras mismísimas del Jesús histórico. El dato que tenemos más asegurado de la historia de Jesús es que su vida y predicación estuvieron centrados en el Reino de Dios.
El Reino fue el estribillo, la obsesión, la manía, el leit-motiv, la causa de Jesús. El Reino fue la causa de la que Jesús habló, por la que vivió, con la que Jesús soñó, por la que se arriesgó, por la que fue perseguido, preso, condenado y ejecutado. El vivió por y para el Reino de Dios. Ese parecer ser el Cristo del Evangelio. ¿Qué era el Reino? Jesús no lo explicó nunca apodícticamente, en unas cuantas lecciones sistemáticas. Lo explicó de mil maneras con sus palabras y, sobre todo, con sus hechos. El Reino de Dios es la transformación global (=revolución) del hombre y del mundo, introducido en el orden de Dios. Es el aniquilamiento de todos los factores de mal que andan desatados por el mundo: el odio, la injusticia, el individualismo, la insolidaridad, la discordia, la guerra, la falta de fraternidad, el oscurecimiento de la presencia de Dios, la falta de respuesta a su amor. Dicho en positivo, el Reino de Dios es paz, justicia, amor, vida, verdad, cercanía de Dios, filiación y fraternidad, reconciliación universal, comunidad fraterna y adorante.
Esa fue la causa por la que vivió Jesús, por la que vivió, luchó y fue muerto Jesús. Quienes están por el amor, la fraternidad, el perdón... están por la causa de Jesús, consciente o inconscientemente, sea cual sea su bandera. Quienes están por el odio, la guerra, la explotación, la injusticia, el egoísmo, la división, la venganza... están contra la causa de Jesús, contra el Reino de Dios, sea cual sea su bandera, aunque sea la bandera cristiana y aclamen a Cristo como Rey.
Ser cristiano, ser discípulo de Cristo, "reconocerlo como Rey", no consiste en la mera proclamación verbal, ni en la alabanza, ni en el cumplimiento de normas, ni en la aceptación de fórmulas, ni en tener buenos sentimientos religiosos. Ser cristiano, discípulo o partidario suyo, es "vivir y luchar por la causa de Jesús". Vivir, luchar (y morir), por su causa, es decir, por el amor, la fraternidad, la justicia, la libertad, la igualdad, la reconciliación, la potencia de la presencia de Dios, la respuesta a su invitación amorosa. Sólo cuando se vive y se lucha por la causa de Jesús, sólo entonces puede tener sentido aquello otro.
Porque ser cristiano no es una doctrina, pero tiene contenidos doctrinales; no es una ética, pero tiene derivaciones éticas; no es una "religión", pero tiene implicaciones religiosas. Pero si los contenidos doctrinales, las derivaciones éticas, las implicaciones religiosas, los sentimientos religiosos... no parten de y sirven para reforzar la lucha por la causa de Jesús (El Reino) entonces ya no serán cristianas en verdad. Ya lo hemos dicho, y concluimos: celebrar a Cristo como Rey no consiste en proclamarlo tal con la palabra o la liturgia, ni creerlo (mentalmente) o sentirlo vivamente. Eso solo (sólo eso) puede ser una alienación nuestra, o un insulto a Jesús.
DABAR 1980, 59
3.
-El Reino de Jesús
Como colofón de todo el año litúrgico: la solemnidad de JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO. ¡Cristo ayer, hoy y siempre! ¿Lo creemos, nos fiamos de ello? Más, ¿podemos decir como san Pablo: "Mi vida es Cristo; no soy yo quien vive sino que es Cristo quien vive en mí"? Confieso que disfruto enormemente saboreando el prefacio de hoy. "Reino eterno y universal: reino de la verdad y de la vida, reino de la santidad y la gracia, reino de la justicia, el amor y la paz".
Primero, porque es un programa tan repleto de valores que ni el político más utópico osaría formular, por su autenticidad, su gran densidad, tanto que si hiciéramos realmente caso de él, si nos lo tomáramos un poco seriamente...; y después, porque pone en evidencia que su reino "no es de este mundo", y justifica nuestro canto del "Cristo vence, Cristo reino, Cristo impera".
Hay que reconocer que en su misión liberadora del hombre, consecuencia de su deseo de hacer siempre la voluntad del Padre -"hago siempre la voluntad de mi Padre"- en su deseo de hacer al hombre libre a fin de que pueda convertirse en discípulo suyo, miembro de su Reino, desautoriza la farsa de los profesionales de la piedad de su tiempo, los fariseos; desilusiona a todos los que esperaban a un Mesías luchador, triunfador, que les quitara el yugo de los romanos, y claro, predicando palabras de verdad y de vida ("la verdad os hará libres"), y obrando amando a los hermanos y no el poder, el dinero y los placeres fáciles, no podía acabar de ningún otro modo que en la cruz. Y clavado en la cruz cumple su profecía: "Cuando sea levantado sobre la tierra atraerá todas las cosas a mí". Sí, Cristo reina, pero su podio de vencedor -cuando todo el mundo lo veía como una derrota- los siglos han demostrado que es la cruz.
-El Reino en nosotros.
Y todo esto debe continuar en nosotros, en la Iglesia. Muy a menudo la Iglesia ha rehuido la cruz, cuando en realidad nunca la vemos y encontramos más cercana al Cristo sufriente, al Cristo liberador, como cuando es incomprendida, calumniada, perseguida; cuando sintoniza con tantos hermanos que viven en la máxima pobreza, en el dolor, en el sufrimiento....; cuando está al lado de los "sin voz", de los marginados, de los oprimidos...
A veces, cuando miramos a nuestro alrededor o cuando miramos más allá, a la anchura del mundo, lo vemos todo muy grande, muy problemático. ¡Cuántas cosas tendríamos que hacer para que el Reino de Jesucristo se hiciera más presente en nuestro mundo! ¡Cuánta verdad y vida, santidad y gracia, justicia, amor y paz habría que hacer crecer! Y cuántas veces nosotros, la iglesia, cada uno de los cristianos, no somos fieles al camino de la cruz, que es el camino del Reino! Ciertamente que en nuestro mundo hay cosas ante las cuales nos sentimos muy impotentes, como si sólo pudiéramos mirárnoslas como espectadores.
Pero (¡y qué pero!) que Cristo reine en nosotros y nos haga vivir tal como él ha vivido. ¿de quién depende? Que esta Eucaristía, actualización de la entrega de Cristo, que vino a SERVIR, "servir es reinar", nos estimule a dejar que Cristo reine en nosotros para que así pueda reinar en nuestro mundo.
JAUME
BAYO
MISA DOMINICAL 1992, 15
Hace apenas 50 años que Robert Eisler provocó el estupor del mundo de los especialistas con un libro que situaba a Jesús entre aquellas figuras de la historia judía que pretendían hacer efectiva la esperanza de David mediante un reino político y que trataban de introducir por la fuerza el reino de Dios. Eisler se apoyaba, para su concepción, en dos importantes hechos de la historia de Jesús: en su entrada en Jerusalén y en la expulsión de los mercaderes del templo con la purificación del mismo. La entrada, según opinaba él, sólo podía tener el sentido de un golpe de estado: el de una maniobra para hacerse con el poder; en cambio, la purificación del templo, no podía realizarse sin recurrir a la fuerza entre los tratantes de animales del Oriente. Entonces, Eisler con su libro Jesús rey sólo consiguió movimientos de cabeza desaprobatorios; hoy, ha prendido la chispa: el Hijo del hombre que no cambió al mundo no dice nada a la juventud de la humanidad revolucionada por la miseria, pero Jesús, como símbolo de la lucha contra la opresión, como constante estímulo revolucionario en la carne del mundo, esto sí que convence.
¿Pero fue efectivamente la vida de Jesús un intento fracasado de ocupar el trono de David y nada más? ¿Fue la cristiandad eclesial una falsa interpretación de la idea revolucionaria de Jesús, una reconciliación con el poder y nada más? Jesús entró sobre un asnillo en la ciudad santa, y lo hizo incluso en uno que no le pertenecía: él no poseía tal animal. Y, de esa manera, hizo entender a todos los de su pueblo una profecía de Zacarías (9,9): el caballo, entonces símbolo del poder militar y algo que correspondía a lo que es hoy el carro blindado, no aparece; el verdadero rey de Israel no llegará sobre un caballo, no se mezclará en las disputas de los poderes del mundo y ni siquiera pretenderá gozar de un poder, sino que cabalgará sobre un asno, el símbolo de la paz, la bestia sin apenas valor de los pobres. Su entrada en Jerusalén sobre un asno, y además prestado, es símbolo de la impotencia terrena, el cumplimiento de la promesa profética. La purificación del templo, un golpe de fuerza había sido apagado en seguida; tal como la realiza Jesús, se convierte en una profecía de su muerte: «El celo de tu casa me consume». Jesús no utilizó la espada.
No suministró ningún lema a los revolucionarios. Sus discípulos murieron como mártires de la paz y, en eso precisamente, son sus testigos, testigos de lo que él era y no era.
¿Pero cuál es, según eso, su reino? El asnillo prestado es expresión de su impotencia terrena, pero al mismo tiempo expresión de la plena confianza en el poder de Dios. Este se manifiesta en Jesús. Él no erigió ningún reino propio junto al reino de Dios, sino que sólo dio testimonio de éste. Su nada es su todo. Él no está por el poder terreno, sino por la verdad, la justicia y el amor hacia Dios. Este reino de Dios sigue siendo frágil en medio del mundo. Pero únicamente por él el mundo es digno de vivirse, es humano. No son los revolucionarios los que hacen al mundo humano, ni siquiera los que mejor piensan entre ellos; ellos dejan detrás de sí ruinas y sangre. Lo que nos permite vivir en el mundo es la bondad, la veracidad, la fidelidad y el conocimiento de que Dios es todo esto. Lo que nos permite vivir es la creencia de que Dios es como Jesucristo, de que Jesús es Dios: de que él, el hombre que camina sobre un asnillo prestado, es el verdadero rey, el verdadero y último poder del mundo. El vivir en conformidad con ese poder -con él- ésta es la exigencia de este día: venga a nosotros tu reino.
JOSEPH
RATZINGER
EL ROSTRO DE DIOS
SÍGUEME. SALAMANCA-1983.Págs.
110 s.
5.
La fiesta de Cristo Rey es reciente, pero su contenido es tan viejo como la misma fe cristiana. Pues la palabra «Cristo» no es otra cosa que la traducción griega de la palabra mesías: el ungido, el rey. Jesús de Nazaret, el hijo crucificado de un carpintero, es hasta tal punto rey, que el título de «rey» se ha convertido en su nombre. Al denominarnos nosotros cristianos, nosotros mismos nos denominamos como la «gente del rey», como hombres que reconocemos en él al rey.
Pero lo que significa el reino de Jesucristo sólo puede entenderse adecuadamente si se tiene en cuenta su origen en el antiguo testamento. Ahí se observa en primer lugar algo muy curioso. Un reino no estaba previsto, a todas luces, por parte de Dios para Israel.
Surgió precisamente de una rebelión de Israel contra Dios y contra sus profetas, de un rechazo de la voluntad originaria de Dios. Después de la toma de posesión de la tierra prometida, este pueblo, que estaba constituido por muchas razas, se unió en una especie de confederación que no tenía ninguno que le mandara, sino sólo jueces. Y el juez ni siquiera tenía que hacer la ley como un jefe, sino que se tenía que contentar con aplicar la ley existente, la ley dada. Así, pues, el mando sobre Israel se hallaba sólo en la ley, en el derecho divino que se le había suministrado. La ley debía ser el rey de Israel y a través de la ley, inmediatamente, el mismo Dios. Todos eran iguales, todos libres, porque sólo había un Señor el cual en la ley imponía sus manos sobre Israel.
Pero Israel sintió envidia de los pueblos que le rodeaban, los cuales tenían poderosos reyes. Y quiere ser como ellos. Inútilmente advierte Samuel al pueblo: si tienen un rey, llegarán a ser sus esclavos. Pero ellos no quieren la libertad, la igualdad, el derecho a la elección, el reino de Dios. Quieren ser como los demás; y se asocian así al gesto de Esaú: no cuenta la elección, sino la codicia y la vanidad. El rey es, en Israel, casi la expresión de una rebelión contra el mandato de Dios, una repulsa de la elección, para situarse al nivel de los demás pueblos. Pero ahora ocurre lo curioso. Dios se amolda al capricho de Israel y establece así una nueva posibilidad de su aplicarse o darse a ellos. El hijo de David, del rey, se llama Jesús: en él aflora Dios a la humanidad y se casa con ella. El que mira con profundidad descubre que ésta es la forma fundamental de actuar de Dios. Dios no posee un rígido esquema, que hace que se imponga, sino que sabe encontrar siempre de nuevo al hombre y convertir incluso sus descarríos en caminos: esto se manifiesta ya en Adán, cuya culpa se convierte en una feliz culpa, y eso se manifiesta asimismo en todas las vicisitudes de la historia.
Así, pues, esto es el reino de Dios: un amor que no tiene que desarmarse, cuya fantasía encuentra al hombre por caminos siempre nuevos y de formas siempre nuevas. Por eso el reino de Dios significa para nosotros una confianza inconmovible. Pues esto vale siempre y vale en cada una de las vidas. Nadie tiene motivos para la angustia o el miedo o para la capitulación. Dios siempre hace que se le encuentre. De ahí debiéramos tomar ejemplo en nuestra vida: no anular a nadie, intentar siempre de nuevo dejando que actúe la fantasía de un corazón abierto. No es el imponerse lo más grande, sino la disponibilidad para ponerse en camino hacia Dios y hacia los demás. Así Cristo rey no es la fiesta de aquellos que se hallan bajo un yugo, sino la de aquellos que se sienten agradecidos en manos de aquél que sabe escribir derecho con renglones torcidos.
JOSEPH
RATZINGER
EL ROSTRO DE DIOS
SÍGUEME. SALAMANCA-1983.Págs.
112 s.
6. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO
San Alberto Hurtado
CRISTO REY
Archivo Padre Hurtado. Se trata de la prédica pronunciada por el P. Hurtado, en
la Basílica del Salvador, la noche del 26 de octubre de 1 vísperas del domingo
de Cristo Rey. La procesión, en que participaron 20.000 jóvenes con antorchas en
sus manos, recorrió las calles Vicuña Mackenna, 10 de Julio, Portugal, Alameda y
Almirante Barroso, hasta llegara la Basílica. La Santa Misa fue presidida por
don Alejandro Menchaca, Asesor Nacional de la Juventud católica de chile, y la
prédica fue pronunciada por el P. Alberto Hurtado (Cf. El Diario Ilustrado).
Jóvenes cristianos:
Estamos en una época en que los reyes, jefes, dictadores pasan revista a sus
tropas y las hacen desfilar con sus armas para inspirar confianza en la fuerza
de sus fusiles y en el poder destructor de sus tanques, aviones y
ametralladoras. También nuestro Rey, Cristo, esta noche ha llamado revista a sus
jóvenes y los ha invitado a desfilar por las calles de Santiago ostentando sus
armas: la Cruz del sacrificio, la luz de su verdad, el fuego de su amor. ¡Qué
ideales tan diferentes los que congregan la muchedumbres de nuestro tiempo! Los
jefes de nuestro tiempo juntan sus fuerzas para destruir, para matar o para
aniquilar ciudades y vidas, aunque éstas sean de niños indefensos o de débiles
mujeres... Lo más a que pueden aspirar es un poco más de oro, de influencia, de
comodidades, que no van a traer ni felicidad ni alegría, que no van a ennoblecer
más al hombre; sino a envilecerlo, hacerlo más orgulloso, más egoísta y
codicioso. Y por esta causa ¡tanto entusiasmo, tanto idealismo, tantas vidas que
se sacrifican, tantas generaciones que se arruinan! Y todo eso, ¡parece lo más
natural! Lo contrario lo llamaríamos ¡cobardía! Pero para el cristiano, para el
hombre de fe, de fe viva; ¿qué valen esos triunfos? ¡Qué vanos parecen esos
sacrificios frente a otro Reino de proporciones inmensamente mayores, de frutos
de eternidad... El Reino de Cristo, Reino de justicia, de amor, de paz! Reino
que viene no a destruir al hombre sino a regenerarlo: “a esto he venido, a que
tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10,10); a levantarlo del fango de las
pasiones que lo esclavizan, a hacerlo libre: libre de la tiranía del pecado
libre de la impureza, libre del egoísmo, libre del odio, libre del orgullo,
libre del mal que es el pecado y el desorden. Pero basta esto; viene a elevarlo
a una grandeza que jamás el hombre podía sospechar: amigo de Dios: “ya no os
llamaré siervos sino amigos” (Jn 15,15); templos donde Él habita: “vendremos a
él y haremos en El nuestra morada” (Jn 14,23), elevados por participación a la
vida divina, a la unión con el Creador, a vivir la misma vida de Dios por la
gracia santificante: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos” (Jn 15,5); viene
Cristo en el colmo de su amor no a traerle sus dones, sino a darse El mismo como
don, a alimentarnos a nosotros, pobres mortales, con su Cuerpo y Sangre, prenda
de la vida eterna. Y mientras dura nuestro curso por el mundo, la actividad del
soldado de Cristo es hacer el bien: la caridad material, la limosna al pobre, el
consuelo al débil, la justicia al oprimido, la caridad al que sufre. En una
palabra: a continuar la redención de nuestros pobres hermanos, los hombres. ¿Por
qué entonces, me diréis, jóvenes cristianos, nuestro Reino no apasiona como
apasionan las campañas guerreras de los conductores de pueblos? ¡Qué no
apasiona...! No sois vosotros ciertamente los que lo diréis, vosotros los que
conocéis un poco la historia de la Iglesia de Cristo. ¡Cómo ha apasionado
siempre a los espíritus más nobles del mundo!... Desde Pablo de Tarso, que al
mundo entero lo reputaba como estiércol y basura con tal de ganar a Cristo, para
quien su aspiración suprema era vivir en Cristo: “Mi vivir es Cristo” (cf. FIp
3,8; Gal 2,20); San Ignacio de Antioquía, que aspiraba a ser molido como trigo
entre los dientes de los leones para ser hostia agradable a Cristo, Sebastián,
que prefería a los honores del palacio imperial las saetas que atravesaron su
cuerpo de mártir por Cristo; Luis Gonzaga, que prefiere la pobreza de Cristo a
la corona de marqués; Francisco de Borja, la pobre sotana religiosa a la corona
de virrey; Francisco de Asís, la desnudez del niño de Belén a los placeres de la
juventud; y ¡para qué hablar de tiempos antiguos! Puesto que hoy en nuestros
días despierta el entusiasmo de millares de jóvenes que dejan su patria, su
familia, su lengua, para sepultarse en China, en las islas Carolinas, en Alaska,
para dar a conocer el nombre de Cristo; de los valientes mártires que han
acabado en la cruz o en las prisiones cantando su vida por Cristo, como Manuel
Bonilla, Miguel Agustín Pro, Silva, Anacleto González Flores.., mártires de
Cristo, del amor y lealtad a Cristo hasta su muerte ¡Que acaso no hay amor a
Cristo incluso en nuestro Chile! Lo desconoce únicamente quien no ha convivido
con grupos de jóvenes de alma ardiente que, obreros, universitarios, colegiales,
preparándose al sacerdocio o al matrimonio cristiano, no tienen más lema que
éste: “Instaurarlo todo en Cristo” ¡Oh, consuelo el de nuestras, almas de
sacerdotes de tener la dicha de escuchar esos latidos ardientes de jóvenes
apasionados, hoy como en los tiempos en que el Maestro recorría Galilea, por el
divino Amigo, el Soberano Jefe, el Redentor de las almas! Si tocásemos a reunión
el clarín del ejército de Cristo a todos los jóvenes que aspiran a firmar
incluso con su sangre, su programa: “instaurarlo todo en Cristo”, ¡qué grupo tan
espléndido se reuniría! ¿Qué plaza del mundo; podría contenerlo? ¡Qué ejército
de valientes, de valientes de veras, los que entonces se agruparían! Jamás en el
mundo se habría reunido una manifestación de seres más nobles de alma, más
generosos, más puros, más idealistas... Jamás palabras y tanto fuego, ni
acciones tan heroicas se habrían realizado. Pero, es cierto, ese ejército
numeroso en pie de guerra desde hace dos mil años, que lejos de disminuir
aumenta en número y en valor, ese ejército es todavía hoy como en tiempos de
Cristo —tal vez lo será siempre así— “pussillus grex’ un rebañito pequeño... (Lc
12,32). Frente a él, sin tener siquiera el valor de reunirse, el número inmenso
de los que se llaman cristianos, pero que no tienen de cristiano más que el
nombre... y, más allá, la región inmensa del paganismo sumida hoy todavía en las
sombras de la muerte (cf. Sal 106,10)... Y ¿por qué esos cristianos de nombre no
forman parte del ejército de Cristo? Porque, mis amados jóvenes, el que no está
dispuesto a dar su vida por su Jefe, tiene tal vez el alma marcada con el sello
del bautismo, pero ese signo señala más bien su apostasía. Renovó tal vez su
juramento el día de su primera comunión, pero no pertenece a Cristo. Por
definición, un cristiano es un candidato al martirio: todos sus intereses, su
fortuna, sus amores, sin exceptuar la vida, están subordinados al amor de
Cristo. Esto es algo básico en nuestra religión. Los que han creído que el
cristianismo es un asilo para salvaguardar su fortuna, su rango, sus virtudes
mezquinas y mediocres, han tenido que desengañarse. Cristo no es un modelo que
haya bajado del cielo para servir de argumento a Leonardo da Vinci ni a Rafael,
para que sus cuadros hermoseen los salones; ni subió a la Cruz para que su
imagen, de marfil o de bronce, adorne un dormitorio; ni envió apóstoles para
encantarnos con su elocuencia; vino a reclamar nuestras vidas para elevarlas
hasta Dios, sea que las entreguemos gota a gota en el curso de una larga
existencia, o que un día nos llegue la ocasión de mostrar que no somos
cristianos de parada. Oh, el cristiano verdadero, mucho más que el soldado de
las causas terrenas, tan inferiores a la de Cristo, ha de estar siempre
dispuesto a seguir el llamado de Cristo que resuena cuando menos se lo espera! Y
esta es la última palabra de la doctrina cristiana: No un difícil razonamiento,
una teología complicada y sutil; la última palabra de la doctrina de Cristo se
la recibe cuando uno se decide a poner sus pasos tras los pasos de Jesús,
condenado a muerte y marchando inocentemente al suplicio. ¡Ah, mis amados
hermanos, qué ideas tan falsas circulan con frecuencia sobre el Reino de Cristo!
Muchos se imaginan un reino de triunfos, mítines, congresos, cruzadas militares,
campañas externas... No puede ser condenado el empleo de ninguno de esos medios,
cuando son justos, pero no es eso lo fundamental. “Regnavit a Digno Deus’ Cristo
reinó desde la Cruz (cf. Sal 95,10). Desde la Cruz venció al pecado, la muerte,
el infierno. El Reino de Cristo se fundó en el Calvario, y se mantiene sobre
todo en la prolongación del Calvario, que es la Eucaristía: la prolongación
incruenta del sacrificio redentor, del gran viernes de la humanidad. Y uno es
soldado de Cristo en la medida en que acepta incorporarse al sacrificio del
Jefe; en la medida en que acepta su Pasión, sin escándalo, y se decide a
completar en su cuerpo lo que falta a la Pasión del Redentor (cf. Col 1,24). Uno
es cristiano en la medida en que vive realmente del sacrificio eucarístico, en
que celebra la misa —no la oye—, la celebra: Esto es, ofrece el sacrificio de
Cristo total, del Cristo místico, el de Jesús y el suyo ¡Cuán necesario es
insistir en estas ideas, en una época en que un espíritu de placer domina el
mundo: ansia de gozo, guerra al esfuerzo, huida al sacrificio! Hoy como nunca la
Cruz de Cristo es escándalo para los judíos y locura para los gentiles, aunque
para los cristianos sea la sabiduría de Dios (cf. 1 Cor. 1,23-24). La crisis de
valores morales por la que atraviesa la humanidad es espantosa. Los más grandes
pensadores y estadistas están horrorizados de esta ansia de vida fácil, de esta
sed de diversiones, de este convertir la vida en perpetuo weekend, donde no hay
nada que pueda negarse, y donde todo sacrificio parece una austeridad imposible
para la joven generación de nuestros días. Hay una enorme cobardía para tomar
responsabilidades, para aceptar ataduras, un horror ante el esfuerzo que
significa la vida moral, todo parece excesivo. En estas condiciones, claro está
que el cristianismo parece algo que escandaliza... y viene ese buscar
componendas entre el cristianismo y la comodidad del vivir. Ese perpetuo
escándalo que presencia el mundo moderno de una doctrina de abnegación y de
generosidad hasta el heroísmo, cubriendo tanto egoísmo y tanta sensualidad. La
inmensa mayoría de la generación joven de nuestra época, incluso la cristiana,
ha abierto las puertas a la más cruda sensualidad, mancha su uniforme de soldado
de Cristo en sitios donde jamás debiera penetrar un cristiano; no tiene el valor
ni siquiera de luchar por negarse un placer, derrotada de antemano, sin pensar
que su momento de culpa es una puñalada al corazón de Cristo, su Rey:
Crucificando de nuevo al Hijo de Dios en sus corazones (cf. Heb 6,6). Desde hace
varios años este mismo día se vienen reuniendo grupos cada vez mayores de
jóvenes en una manifestación imponente de entusiasmo: Hasta 20.000 jóvenes
enronquecen sus gargantas al grito de ¡Viva Cristo Rey!, agitan sus antorchas y
demuestran su adhesión al Jefe Supremo. La manifestación se disuelve y ¡qué poco
han cambiado las vidas! ¡Qué pocos progresos hace Cristo en las almas de sus
cadetes! ¡Cómo no va a ser impresionante ver deshacerse manifestaciones tan
grandiosas como éstas, sin que la compasión de Cristo por las turbas se encienda
en los corazones! Vemos ese pobre buen pueblo nuestro, que yace en la oscuridad
y en la más negra ignorancia, falto de cultura material, deshecho su hogar,
socavada su conciencia por prédicas malsanas, en una ignorancia religiosa
total... y estos soldados de Cristo que se reúnen en el día de su fiesta, ¡qué
triste sería que continuaran volviéndose a sus casas contentos con los gritos
entusiastas y con haber consumido una antorcha! El espíritu de Cristo no estaría
en ellos si no volvieran a sus hogares dispuestos a sacrificarse por sus
hermanos, a ir al pueblo, a llevarles a Cristo, a enseñarles la Buena Nueva, la
gran Nueva de su redención; a esperarlos en la salida de las fábricas con la
Nueva de su regeneración en Cristo, de la divinización de sus vidas, a los
pobres obreros que se creen los condenados de la tierra; a ir a las
universidades a clamar a los estudiantes el amor de Cristo para con ellos; a ir
donde se sufre, a llenar de consuelo esas vidas con los consuelos de Cristo...
No podrá llamarse soldado de Cristo el que no dé un sentido social a su vida, el
que no se interese por sus hermanos. Para muchos, durante muchos años, el
cristianismo ha sido un asunto puramente individual, algo así como una especie
de seguro para la otra vida, o un consuelo para los momentos amargos de la
vida... Pero el cristianismo auténtico no es eso: es la religión de los hermanos
que se sienten responsables de la salvación de sus hermanos; es el amor de
Cristo por los demás que los lleva a buscarles todos los bienes, sobre todo el
gran bien de la fe; es la responsabilidad de una vida consciente de la parábola
de los talentos, que impone a cada uno trabajar en la medida de la luz que ha
recibido. Ese es el cristianismo que espera de vosotros vuestro Rey, esta noche
de fiesta... Si al menos uno de vosotros hiciese un serio examen de su fe y se
decidiese a ser cristiano de veras, con la gracia de Cristo que no faltará, ese
uno dará más gloria a Cristo que los clamores entusiastas de los 20.000
restantes, que se quedan en puras voces sin asemejar su vida a la de su Jefe,
Maestro, Rey.
Las antorchas que traíais en vuestras manos me han hecho pensar en las que
llevaron los cristianos de los primeros siglos en las catacumbas, que los hacían
buscar las tinieblas para huir de la muerte. Cada cierto tiempo el cristianismo
parece acomodarse a la vida social, pero felizmente una nueva racha sacude el
árbol cuya cabeza es Cristo y las ramas nosotros. Las hojas muertas y las ramas
secas caen. Sólo permanecen indestructibles los que reciben la savia de Cristo.
Pero esas persecuciones exteriores son las que menos puede temer un cristiano,
pues el árbol sacudido por la tempestad se arraiga más, y la Cruz se ha regado
siempre con sangre, comenzando con la del Redentor... No son ésas las
persecuciones más temibles, sino las aparentemente pacíficas, las que vienen de
nuestros hermanos débiles y mundanos, las que vienen de la pereza, del egoísmo,
de la inercia que arranca la Cruz de tantas almas. Ante esas persecuciones,
levantaos virilmente esta noche y haced profesión a vuestro Rey que queréis
combatir como valientes. No os contentéis con llevar antorchas en vuestras
manos: sed antorchas, sed luz, sed calor. Consumíos en el sacrificio, como esas
luces, símbolo del que es la luz del mundo, que por amor a nosotros, siendo Rey
eternal, se aniquiló, se consumió, se sacrificó por nosotros (cf. FIp 2,7).
Nuestro amor al Jefe se medirá con la medida de nuestro sacrificio. Y para
animarnos a beber el cáliz amargo de nuestros sacrificios, pensemos esta noche
con viril inquietud: ¿Qué ha hecho Cristo por mí? ¿Qué he hecho yo por Cristo?
¿Qué puedo hacer y sufrir por Cristo? Y ante todos los dolores, animémonos con
el pensamiento que recreaba el corazón de Pablo... Con tal que Cristo sea
glorificado, ¿qué importa lo demás? (cf. Flp 1,18). Sea ésta, hermanos, la
gracia que esta noche pidamos a Cristo en la Sagrada Comunión: el fusionarse
nuestras vidas con la del eterno Rey y Amigo, Jefe de nuestras almas.
(San Alberto Hurtado S.I., La Búsqueda de Dios, Ed. Universidad Católica de
Chile, Santiago de Chile, 2005, 180-186)
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P. Julio Menvielle
La Realeza De Cristo Y El Momento Actual
Pbro. Dr. Julio Menvielle
Nuestro tema es "La realeza de Cristo y el momento actual", tema que nos obliga
a tomar partida de esa verdad que es la realeza de Cristo. Ustedes saben que la
fiesta de la realeza de Cristo fue instituida por Pío XI allá por el año 1925, y
el documento que publicó entonces sobre esta fiesta, la encíclica "Quas Primas"
(8), comenzaba en esta formas: «En la primera encíclica que dirigimos una vez
ascendidos al Pontificado, a todos los Obispos del Orbe católico, mientras
indagábamos las causas principales de las calamidades que oprimían y angustiaban
al género humano, recordamos haber dicho claramente que tan grande inundación de
males se extendía por todo el mundo, porque la mayor parte de los hombres se
habían alejado de Cristo y de su santa ley en la práctica de su vida, en la
familia y en las cosas publicas; y que no podía haber esperanza cierta de paz
duradera entre los pueblos, mientras los individuos y las naciones negasen y
renegasen el imperio de Cristo Salvador».
Después explica el remedio: la vuelta a Cristo y su paz. "Por lo tanto, como
advertimos entonces, es necesario buscar la paz de Cristo en el reino de Cristo.
Así anunciamos también que había de ser este fin cuanto nos fuese posible por el
reino de Cristo, porque nos parecía que no se puede tender mas eficazmente a la
renovación y afianzamiento de la paz, sino mediante la restauración del Reino de
Nuestro Señor". De modo que el Papa ya señalaba aquí el mal y señalaba el
remedio; y el remedio de la sociedad y de los individuos hoy, esta en el
sometimiento al suave yugo de Cristo: Sometimiento en la inteligencia,
sometimiento en la voluntad y sometimiento en los corazones por la caridad.
De tal modo, en efecto, se dice que Cristo debe reinar en la inteligencia de los
hombres, no solo con la elevación del pensamiento y de su ciencia, sino también
porque Él es la Verdad, y es necesario que los hombres reciban con obediencia la
Verdad de Él. Igualmente reina en la voluntad de los hombres, ya porque la
voluntad está entera, perfectamente sometida a la santa voluntad divina, ya
porque con sus aspiraciones influye en nuestra voluntad, de tal modo que nos
inflama hacia las cosas más nobles. Finalmente, Cristo es reconocido como rey de
los corazones por su caridad, que sobrepasa a todo lo humano en comprensión, y
por los atractivos de su mansedumbre y virilidad. Nadie entre los hombres fue
tan amado, y no lo será nunca, como Jesucristo. Ustedes saben que Cristo es rey
por dos conceptos. En primer lugar , por razón de su humanidad, que ha sido
asumida por el Verbo, por la Divinidad. Esa humanidad de Cristo goza, por lo
tanto de una perfección que sobrepasa todo lo que el hombre puede imaginar. En
segundo lugar, Cristo es Rey de los hombres por el derecho de conquista, porque
con su pasión y con su muerte ha conquistado el derecho de regir a la humanidad;
y en Cristo este reinado tiene tres poderes: Poder de legislar, poder de juzgar
y poder de mandar, poderes que trasmitió a su Iglesia. El reinado de Cristo no
se extiende solamente sobre los individuos, sino también sobre la sociedad. Esto
también lo hace notar Pío XI en la Quas Primas: «No hay diferencia entre los
individuos y el consorcio civil, porque los individuos unidos en sociedad, no
por eso, están menos bajo la potestad de Cristo que lo están cada uno de ellos
en la sociedad pública y privada. Y no hay salvación en algún otro, ni ha sido
dado del cielo a los hombres otro nombre en el cual podamos salvarnos".
Estas son las palabras de los Hechos de los Apóstoles, o sea, palabras de la
Escritura. Cristo es el autor de la verdadera felicidad tanto para el mundo de
los ciudadanos como para el Estado . No es feliz la ciudad por otra razón
distinta de aquella por la cual es feliz el hombre, porque la nación no es otra
cosa que una multitud concorde de hombres. De modo, entonces, que el hombre
tiene que reconocer el imperio de Cristo sobre los individuos, pero no solamente
sobre los individuos, sino sobre la sociedad. Sobre las sociedades particulares,
la familia, las distintas organizaciones intermedias, los Estados, las naciones
y la vida internacional. Esta realeza de Cristo se concretaba en otros tiempos
en lo que se llamaba la Cristiandad, es decir, la civilización cristiana, el
orden cristiano. La cristiandad, en rigor, comienza con Constantino, después de
la época de los mártires, y conoce su esplendor más grande en el reinado de San
Luis, rey de Francia; un esplendor en todas las actividades de la vida, no
solamente en la política, sino en todas las otras actividades; en el arte, con
Fray Angélico, en la filosofía, con Santo Tomas; en fin, todas las
manifestaciones de la cultura alcanzan su esplendor.
Todo esto que estoy diciendo suena a viejo hoy, porque dentro del mundo, y
particularmente dentro de la Iglesia, nos ha invadido el progresismo, y entonces
existe un repudio a Constantino y a la época constantiniana, a la época
carolingia, a la época gregoriana. Estamos pasando un momento en el cual los
mismos católicos están renegando de dos mil años de historia; repudian la época
constantiniana, repudian la Cristiandad, la civilización cristiana. Son estas,
hoy, malas palabras.
A pesar de esto hay que reconocer y afirmar la grandeza de esa época histórica,
y para eso nada mejor que recordar las palabras grandes de León XIII en la "inmortale
Dei": “Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados,
entonces aquella civilización propia de la sabiduría de Cristo y de su divina
virtud, había compenetrado todas las leyes, las inteligencias, las costumbres de
los pueblos, impregnando todas las capas sociales y todas las manifestaciones de
la vida de las naciones. Tiempo en que la Religión fundada en Jesucristo estaba
firmemente colocada en el sitial que le correspondía en todas partes, gracias al
favor de los príncipes y la legitima protección de los magistrados. Tiempos en
que el sacerdocio y el poder civil unían armoniosamente la concordia y la
amigable de mutuos deberes". Organizada de este modo la sociedad, produjo un
bienestar superior a toda imaginación. Aún se conserva la memoria de ellos, y
ella perdurará grabada en un sin numero de monumentos de aquella gesta que
ningún artificio de los adversarios podrá jamas destruir ni oscurecer.
Si la Europa Cristiana civilizó a las naciones bárbaras e hizo cambiar la
ferocidad por la mansedumbre, la superstición por la verdad; si rechazó
victoriosa las invasiones de los bárbaros; si conservo el cetro de la
civilización y si se ha acostumbrado a ser guía del mundo hacia la dignidad de
la cultura humana y maestra de los demás; si ha agraciado a los pueblos con la
verdadera libertad en sus varias formas; si muy sobriamente ha creado numerosas
obras para aliviar la desgracia de los hombres; ese beneficio se debe, sin
discusión posible, a la religión, la cual auspicio la realización de tamañas
empresas y coadyuvó a llevarlas a cabo. Habrían perdurado ciertamente aún esos
mismos beneficios, si ambas potestades hubiesen mantenido la concordia, y con
razón mayores se podrían esperar si se acogiesen la autoridad, el magisterio y
las orientaciones de la Iglesia con mayor lealtad y constancia. Las palabras que
escribía Ivo de chartres al Romano Pontífice Pascual II debían respetarse como
norma perpetua: "Cuando el poder civil y el sacerdote viven en buena armonía, el
mundo esta bien gobernado, la Iglesia florece y prospera; pero cuando están en
discordia no-solo no prosperan las cosas pequeñas, sino también las cosas
grandes decaen miserablemente". La Cristiandad produjo, entonces, una época en
que reinaban la concordia, la estabilidad y la paz en las familias, en la
sociedad y en la Cristiandad. Frente a esta sociedad gobernada por Jesucristo a
través de la Iglesia, esta la Revolución. La Revolución quiere otra sociedad, no
una sociedad estabilizada en el orden y en la paz, sino una sociedad en
movimiento, en cambio, en dialéctica. La Revolución, en su esencia, representa
la replica exacta de la primera rebelión del hombre contra Dios, tal como ha
sido relatada en el Génesis; ella toma por su cuenta la frase del tentador:
"Seréis como dioses". Su apoyo, su soporte, es la filosofía del devenir puro que
se opone radicalmente a la filosofía del Ser, la de Dios, que se presenta en el
Antiguo Testamento como "Aquél que es el que es". La Revolución no puede ser
considerada como una concepción bien definida del mundo, ya que ella quiere
representar su devenir perpetuo; no hay propiamente verdad revolucionaria, sino
solamente una cosa que quiere ser transformación del mundo con el hombre en
perpetuo movimiento. El hombre no es, el hombre se hace; el mundo no es, el
mundo se crea; por lo tanto, no hay verdad ni falsedad, ni bien ni mal, se
maneja con la dialéctica, la famosa dialéctica hegeliana, en la cual se pasa de
la afirmación a negación, que se superan en la síntesis, y así anda dando el
mundo un espiral sin llegar a la meta. La Revolución es dialéctica, y con la
dialéctica se destruye todo un mundo fundado en la Verdad, en el Ser, en la
estabilidad; es decir, en el sometimiento del hombre a las leyes naturales y
sobrenaturales, al derecho natural, a una concepción de que el hombre es un
compuesto, que tiene una esencia, y que no hay que contrariar a esta esencia,
sino que hay una concepción de que el hombre es un compuesto, que tiene una
esencia y que no hay contrariar a esta esencia, sino que hay que respetarla. La
Revolución no reconoce ni naturaleza ni sobrenaturaleza, y la revolución opera
con la dialéctica en la destrucción de la Cristiandad, y esto lo viene haciendo
no desde ahora, no desde el tiempo de Marx, ni desde Hegel, sino que lo viene
haciendo desde que comenzó la Revolución hace cinco siglos. La Iglesia, aunque
su destino definitivo sea la vida futura, logró edificar aquí en la tierra una
ciudad, aunque imperfecta como todo lo humano, ostenta las condiciones
esenciales para ser y denominarse católica. Pero una ciudad católica es una
realización muy difícil que solo puede darse milagrosamente bajo la acción de
una providencia especial.
El hombre ha quedado de tal suerte, herido en el estado que tiene en este mundo,
en las facultades más naturales, que cuando se ordena naturalmente queda en
estado de equilibrio inestable, muy difícil de mantener. Necesita de la Gracia
para moverse en ese estado, gracia que se le da si la pide.
La Civilización o Ciudad Católica es un milagro, y tiene muchos enemigos
interiores y exteriores. Los enemigos interiores provienen del mismo hombre,
pues si no es muy humilde para sostener el Don Divino, va a flaquear, caer y
perderlo todo y perderse. Los enemigos son el Diablo, príncipe de este mundo, y
los pueblos judíos y paganos, que van a tratar con toda clase de astucia de
destruir la Cristiandad. Para destruir la Cristiandad se hecha mano de armas
dialécticas. ¿Qué es la dialéctica? La dialéctica consiste en romper, separar y
dividir lo que esta unido. Toda destrucción es separación; así como la vida es
unión, unión de la creatura con el Creador, de la naturaleza humana con la
Divina, de la razón con la Revelación, de la política con la teología, del
imperio con la sociedad contra el Sacerdocio. Metieron cuñas para separar y
dividir lo que por disposición divina esta unido, y llegó un momento en que la
separación se produjo. Se separo el sacerdocio del imperio, la Teología de la
filosofía, la política de la religión, la razón de la Fe, la naturaleza de la
sobrenaturaleza, las naciones de la Cristiandad, los pueblos del Ungido de Dios.
Consumada la primera ruptura, producida la primera quiebra, no quedaba sino una
alternativa; o rehacer lo que se había quebrado o continuar un proceso de nueva
ruptura. Y hoy día la ruptura llega a lo ultimo. En primer lugar, la sociedad
civil estaba unida a la religión, pero se quiebra esta unión, se independiza la
religión de la sociedad civil, y luego la sociedad misma se anarquizando; se
llega a lo ultimo en todos los ordenes. Ahora que se ha llegado al extremo, es
decir que la Cristiandad no existe, la naturaleza del hombre no es respetada. En
la revolución que se ha operado es tal el proceso de destrucción de la
civilización cristiana, que se esta pensando unir al hombre sobre otra base para
llegar a la unificación total del mundo por medio de un gobierno mundial,
gobierno mundial que no va a respetar ni la naturaleza del hombre ni la
sobrenaturaleza. En ese plan estamos actualmente. Ese plan, el plan de la
Revolución, lo han preparado las logias masónicas desde hace siglos. En el siglo
XVII aparece un personaje muy importante, el cual ya profetizo, anuncio o echo,
mejor dicho, los lineamientos de un nuevo poder social fundado en la Revolución.
Ese personaje es Amos Komenius. ¿Quién era Komenius? Komenius había nacido en
1892, en Moravia, de padres que pertenecían a la comunidad de los Hermanos
Moravos, que habían tomado ese nombre en 1575, cuando se acordó el derecho de
reunión. Eran sucesores directos de los husitas, es decir de aquellos herejes
que habían nacido en Praga y que fundaron el primer régimen comunista, el más
absoluto que fue instalado en Munster por los anabaptistas bajo el nombre de
Reino de Dios.
Todo eso fue desecho por los príncipes de entonces y Komenius se retiró a
Londres, se impregno de las obras de Bacon y de los Rosacruces, fue a Suecia,
estuvo con su amigo Luis de Greer, que era de la secta de los Rosacruces, y
después fue a Polonia; Y, como digo, Komenius planifico lo que había de ser la
sociedad. Hizo esa planificación en la cultura por el Consejo de la Luz, en la
política por un Tribunal de Paz y en lo religioso por una Unión de Iglesias.
Para realizar ese plan, el plan de unificación total de la sociedad humana con
un gobierno también mundial, encontró que había dos grandes enemigos.
Esto lo dejo escrito en un libro que se llama "Lux in tenebris" en 1657. Vamos a
leer las paginas textuales en que denuncia a estos dos grandes enemigos. «El
Papa es el gran Anti-Cristo -dice Komenius- de la babilonia universal. La bestia
que va detrás del Anti-Cristo es el Imperio Romano, el Santo Imperio
Romano-Germano, y especialmente la casa de Austria. Dios no tolerara por mas
tiempo estas cosas. Destruirá, por fin, el mundo de los impíos en un diluvio de
sangre. Al final de la guerra el papado y la casa de Austria serán destruidas".
De modo que ya Komenius en el siglo XVII anuncia que los dos enemigos para
llegar al gobierno mundial, un gobierno de la Revolución, son el Papado y la
casa de Austria. El Papado, que representaba el poder espiritual, y el Santo
Imperio Romano-Germano, como símbolo o como resto del poder político universal
que venia de Constantino.
Este plan de Komenius se va a ir cumpliendo inexorablemente poco a poco, y se
pueden indicar como fechas del cumplimiento, en primer lugar, la paz de
Westafalia en 1648, en la cual se llego al reconocimiento de las religiones
protestantes en Europa, perdiendo la Iglesia Católica el predominio que tenia en
la sociedad; el Congreso de Viena en 1815; la perdida del poder temporal de los
Papas en 1870 y el fin de la casa de Austria en 1917 con la primera guerra
mundial. Después de la Reforma los estados protestantes tenían ya un peso muy
grande en los negocios de Europa, pero en 1818 se había hecho inclinar la
balanza en su favor. No solo estos países, en su mayoría católicos, como Rumania
y Bélgica, pasaban el poder de las monarquías protestantes, sino que la
confederación Germánica, esbozando la Unidad alemana por la desaparición de un
cierto numero de estados pequeños, disminuía considerablemente la influencia de
la católica Austria en el centro norte de Europa, mientras que Rusia venia a
dominar la parte oriental. Inglaterra, por su parte, se aseguraba con el imperio
de los mares sus relaciones con la futura política imperial en el Mediterráneo,
en el Medio Oriente y en el Extremo Oriente, hasta el día en que al comenzar el
siglo XX controlaría, directa o indirectamente, casi un cuarto de la población
del globo. En 1849 se anuncia la nueva configuración de Europa, una Europa en la
cual iba a desaparecer el Papado, que realmente desaparece en 1870. El poder
político iba a terminar con la Casa de Austria en 1917. Lo que sorprende
inmediatamente al observador astuto es la inversión de los polos que se ha
realizado en Occidente; con el Catolicismo definitivamente evacuado de la
política internacional absolutamente laicalizada, el eje no pasa ya por las
capitales de los Estados católicos. París y Viena son puntos secundarios con
relación a las naciones de predominancia protestante y ceden el sitio a Londres.
Berlín y Nueva York. En lo internacional se va haciendo un cambio y se va
anulando la influencia de la Iglesia, del Catolicismo y sobre todo del Papado,
con lo que se cumple una cosa muy importante que es la siguiente: San Pablo,
cuando en la carta a los Colosenses se pregunta por qué no viene el Anti-cristo
contesta: El Anti-Cristo no viene porque hay un obstáculo que le impide venir.
¿Cuál es ese obstáculo? Los exegetas medievales, entre ellos Santo Tomas de
Aquino, explican que el obstáculo es el Imperio Romano, y mientras perdure el
Imperio Romano el Anti-Cristo no puede venir.
Y ese obstáculo ha sido removido totalmente, ya no queda nada del Imperio
Romano; entonces el enemigo puede planear, puede proyectar el Imperio del Anti-Cristo,
un imperio político unificado en un régimen de un gobierno sometido al enemigo,
sometido al Anti-Cristo. Como ven, estamos muy lejos de la encíclica Quas Primas
y de que la sociedad universal debe estar sometida al suave yugo de Cristo.
Con esta afirmacion de que el mundo va caminando al imperio del Anti- Cristo
entramos en otra parte de nuestra conferencia, en la que voy a esbozar los
planes del gobierno mundial. Los planes del gobierno mundial que estan
actualmente en ejecucion y que estan en lucha en este momento son dos. Uno es un
gobierno mundial con el liderazgo americano, o sea, el mundo bajo el gobierno
efectivo de los E.E.U.U.; el otro es un gobierno mundial con liderazgo europeo.
El gobierno mundial con liderazgo americano ha sido expuesto por un presidente
americano del siglo pasado. En 1872, Grant, dos veces presidente de los E.E.U.U.,
inaguraba su segundo mandato con una proclamacion en la cual había un parrafo
que decía: «El mundo civilizado tiende al republinanismo, hacia el gobierno del
pueblo por sus representantes y nuestra republica esta destinada a servir de
guía a todas las otras. Nuestro Creador prepara el mundo para convertirse, con
el tiempo oportuno, en una gran Nación, que no hablará sino una sola lengua y en
que todos los ejércitos y la flota no serán necesarios». Para cumplir este
gobierno mundial, las logias de la masonería mundial, sobre todo guiadas por una
logia, la logia del paladismo, comenzó amover los títeres de la política mundial
con ese objeto. Para conocer cuál es el segundo plan del gobierno mundial - el
de liderazgo europeo- vamos a referirnos al Pacto Sinárquico, que es un escrito
que consta de trece proposiciones fundamentales y 598 artículos, en el que se
explica cómo va a ser el gobierno mundial futuro. Este pacto fue descubierto en
tiempo de la ocupación de Francia. Vamos a leer solamente algunas proposiciones
que nos interesan. El punto trece dice así: «El orden sinárquico que no puede
concebirse fuera de la paz civilizadora, fundada sobre el honor, y honorable
para todos, exige no tanto que el estado actual de las potencias sea modificado
por un desplazamiento de las fronteras, sino que la vida sinárquica de cada
pueblo sea respetada de modo original, que la unión federativa de Europa sea
realizada, que, en fin, la sociedad mayor de las naciones sea cumplida y llevada
a su realidad universal por la interposición judicial de cinco sociedades
menores de naciones ya construidas de hecho y en vías de constitución en nuestra
época». Y después va explicando como sería esta estructura sinárquica del mundo.
En cada nación se arreglaría la sociedad por orden, por capas organizadas, las
cuales terminarían en tres grandes órdenes: un orden que contemplaría todo el
orden social y económicos de los pueblos; otro orden que encerraría el orden
cultural de los pueblos, y en ese orden cultural estaría incluido lo religioso.
Eso en cada nación del mundo, que luego se agruparían en cinco grandes
federaciones: una sociedad menor de naciones británicas, que comprenderían a
Inglaterra y el Commonwealt; una sociedad menor de naciones americanas, que
comprendería a E.E.U.U. y a toda América Latina; una sociedad menor que
comprendería a Rusia y a todas las naciones panasiaticas que comprendería al
Asia. Esto sería una estructura sinárquica piramidal, que implica la formación
de cinco grandes federaciones imperiales, ya constituidas o en vías de
constitución.
Este ordenamiento sinárquico del mundo se caracteriza por su equilibro mundial,
por lo tanto no habría como hoy hay naciones que tienen un gran predominio, por
ejemplo E.E.U.U. y Rusia, sino que habría un equilibrio, estarían todas las
naciones más o menos emparejadas, dándose un equilibrio mundial más allá del
colectivismo y el liberalismo. La sinarquía quiere superar la antitesis del
liberalismo y del colectivismo y llegar a una sociedad sinárquica dendo se
equilibren el comunismo y el liberalismo, donde se haga una cosa pareja. Eso ya
está en movimiento, en constitución, siendo Francia la Nación que está haciendo
toda su política, no solamente dentro de sus fronteras, sino en toda Europa.
La sinarquía no es ni liberal ni comunista, sino que está por encima de ambas
ideologías tratando de compaginar un gobierno de empresarios (liberal) con los
obreros (comunismo), es decir una unión de burgueses y proletarios, un
equilibrio mundial más allá del colectivismo y del liberalismo, sin ninguna
potencia hegemónica, bajo la acción de Francia «como lugar histórico». Esto está
dicho en la proposición 578: « El imperio sinárquico francés es el lugar
histórico, lo mismo que el espíritu francés es el catalizador psicológico de una
grande y noble experiencia de la cooperación humana, entre las razas blancas,
amarillas y negras. Nuestra ambición es perfecta: una síntesis de carácter
universal que se da como la imagen de lo que la Francia metropolitana, país de
síntesis demográfica y centro geográfico del mundo». Civilizado el imperio
sinárquico francés, no puede ser finalmente concebido ni querido al margen de la
vida europea ni de la vida del mundo. Un programa aparentemente nacional, donde
se trataría de respetar la voluntad de las naciones, de autodeterminación de los
pueblos en un equilibrio mundial. Esto es lo que propone la Sinarquía. Hay un
libro de Pierre Virion («El Gobierno mundial y la contra Iglesia») que hace ver
como en realidad este gobierno mundial tiende a la tecnocracia, tiende a una
organización mecánica del hombre y de los pueblos, como si fuesen robots, como
si fueran maquinas, como si fueran una computadora electrónica y que supone toda
una acción de lavado de cerebro por medio del empleo de los métodos
psicotécnicos para cambiar al hombre. Una organización del mundo en el cual el
hombre se convierte en esclavo, pero no en esclavo del tipo antiguo, en que por
terror se lo sometía a un orden y al trabajo, sino una esclavitud en la cual,
usando los medios psicotécnicos, se haría entrar al hombre en la sociedad, para
que haga lo que la sociedad quiere. Todo está en ejecución, y las luchas que hay
en el mundo actual están provocadas por la pugna que hay entre dos fracciones
para la ejecución de estos planes. En la primera guerra mundial se liquida la
casa de Austria, que es el último resto que quedaba de orden cristiano, y se
implanta el comunismo.
Viene la segunda guerra mundial y tiene como resultado el acuerdo de Yalta, que
hace dos cosas fundamentales: 1º Une al mundo eslavo detrás de la cortina de
hierro, cumpliendo los planes del siglo pasado. 2º Impone una política bipolar,
es decir divide al mundo en dos zonas de influencia:; una que se reserva a
Estados Unidos y otra que se reserva a Rusia. Y ahora se está yendo a una
tercera guerra para imponer una política de gobierno mundial de tipo sinárquico,
un mundialismo con el liderazgo de De Gaulle. Todos estos hechos determinaron la
aparición, desde hace unos años, de una lucha entre la política bipolar
desarrollada por el acuerdo ruso- americano y la política neutralista encabezada
por De Gaulle; lucha que se manifiesta en tres puntos claves: Vietnam, en el
Medio Oriente y en Europa.
En el Vietnam, por ejemplo, la política que mantienen Rusia y Estados Unidos es
una política de equilibrio. Cuando más temperatura hay en una de las zonas -la
americana o la rusa- más los grandes tientan de clamar la fiebre y volver al
estado de equilibrio. Todo pasa como si cada uno empujase a sus peonesen
convivencia con el otro para mantener o restablecer el equilibrio de fuerzas, y
por eso no llegan a una definición ni los unos ni los otros, hecho que nos hace
pensar más en un acuerdo que en una rivalidad ruso-americana. Otro tanto pasa en
Medio Oriente, donde también hay otro estado de equilibrio. Y en Europa pasa lo
mismo, donde frente a la política bipolar se va desarrollando una política
neutralista encabezada por De Gaulle, para que se salga del dominio de la
hegemonía rusa y de la hegemonía americana y se afirme la neutralidad. En
definitiva, ¿cuál mundialismo logrará imponerse? Es claro aquí que no podemos
conjeturar. Es difícil saber lo que va a pasar. Por lo pronto hay que reconocer
que la balanza del poder tecnológico y militar se está inclinando a favor del
mundialismo americano. Los últimos acontecimientos de Europa lo revelan.
Checoslovaquia, influenciada por los políticos neutralistas y por De Gaulle,
estuvo a punto de pasarse a la sinarquía. Eso, evidentemente, habría sido un
gran contratiempo para el liderazgo americano, pues se habría reforzado el
Mercado Común Europeo. Como consecuencia, Rusia -obedeciendo a la influencia del
Pentágono- lo ha impedido, ocupando militarmente a Checoslovaquia. Sin embargo,
aunque el poder militar está trabajando a favor del mundialismo americano, sería
mejor, en este momento crítico y decisivo, atender al poder político de la
sinarquía mundial, y sobre todo al poder de intriga, en el que son expertos los
judíos que estan manejando a la sinarquía de un modo particular. La técnica va a
ser la siguiente: endurecer ambos polos del sistema bipolar, para que una vez
endurecidos vayan al choque y a la guerra. Este es, a mi entender, el único
camino que tiene la sinarquía para abatir el evidente predominio americano y
cumplir los planes sinárquicos del gobierno mundial, fundados en una igualdad de
federaciones mundiales porque el poder nuclear está más o menos equilibrado;
Estados Unidos podrá aniquilar a Rusia, pero Rusia puede también aniquilar a
Estados Unidos. De esta forma se podrá pasar directamente a un gobierno mundial
sobre un equilibrio de naciones sin gigantes, de naciones igualadas. Con una
guerra mundial el mundialismo sinárquico se impondría. No faltará quien piense
que la guerra es una locura, Respondamos, efectivamente, que el mundo esta loco,
está esquizofrénico, es por tanto lógico que se sumerja en una crisis de locura.
En efecto, no hay nada estable en la política del mundo moderno, no hay, por lo
tanto, verdad. Solamente negar la existencia de una verdad inmutable viene a ser
lo mismo que negar la existencia de un orden, ya que la verdad es el pensamiento
de acuerdo con lo real, lo real natural y sobrenatural, naturaleza y gracia, es
decir, aquel orden que conoció la cristiandad, el orden establecido por el suave
yugo de Cristo. En esta condiciones no se puede establecer orden perdurable; se
condena al desorden de elegir una inestabilidad permanente, que es el estado
natural de la revolución. Las guerras y los conflictos más y más cercanos y
sangrientos son inevitables a medida que se quiere el devenir, el puro cambio, y
no el Ser. El deseo de paz está seguramente en el corazón de cada uno , pero
poner la paz sin Dios es un absurdo, porque sin El, la justicia esta separada y
toda esperanza de paz se convierte en quimera . Justamente el mundo
contemporáneo proclama la paz en nombre de los sueños pacifistas de un
sincretismo religioso y filosófico, bajo pretexto de olvidar lo que divide para
poner en común lo que une. Comienza así el más grande pecado que hay contra
Dios, que vino sobre la tierra para dividir el bien del mal, el error y la
mentira de la verdad; y hoy en cambio , se mezcla el bien y mal, la verdad y el
error, los sexos, todo se mezcla. Ya que las guerras son consecuencia del pecado
de los hombres, el pecado del espíritu no puede sino alejar la paz y traer sobre
las naciones los peores castigos. No es por nada, que al comienzo del siglo XX,
la Madre de Dios, vino ella misma a advertirnos en Fátima, el año 17, que si no
se cambiaba de vida, si no se escuchaban sus súplicas, habría guerras y
persecuciones que causarían el aniquilamiento de grandes naciones. La paz del
mundo, como en las familias y en los individuos, será siempre proporcional a la
sumisión al orden, será siempre proporcional al grado de unión con Dios;
rechazado el suave yugo de Nuestro Señor Jesucristo, la realeza de Cristo, es
decir, repudiando hasta la noción misma de cristiandad, nuestro mundo ha entrado
en revuelta, en rebelión, en revolución; ha caído bajo el poder del príncipe de
este mundo, Satán, que como decía Cristo, es homicida desde el comienzo. Aquí se
ve la importancia central que tiene todo ordenamiento político, tanto nacional
como internacional, la noción de cristiandad, noción que envuelve la del
sometimiento de las naciones y del mundo al suave yugo de Jesucristo. Por ello,
la festividad de Cristo Rey proclama la necesidad de que el mundo se someta a
Jesucristo no solo como verdad religiosa sino como verdad política; proclama la
necesidad absoluta para el hombre -creatura y pecador- de encontrar su salud
total y temporal en Jesucristo, el Unigénito del Padre que ha tomado nuestra
humanidad en el seno de la Virgen Madre. Sin Jesucristo el individuo, las
naciones y el mundo marchan aceleradamente a la catástrofe. Sólo en Jesucristo
tenemos la salud eterna y temporal. Nada más
Conferencia dictada por el Padre Julio Menvielle en Rosario con ocasión de la
Festividad de Cristo Rey, publicada en la Revista Verbo Nº 235 de Agosto de
1983. (No se menciona la fecha de la conferencia)
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Tihamer Toth
PILATOS
Mis amados hermanos:
Todo lo que el corazón humano puede contener de odios y de maldad, todo lo que
puede existir en él de corrupción y de ingratitud apareció en el gran día de la
Pasión del Señor. Después de Judas el traidor y de Pedro el cobarde vamos a
echar una mirada sobre la debilidad de Pilatos. Sobre Pilatos que a la época de
Nuestro Señor, representaba en Judea, el supremo poder romano, que debía haber
tenido no solamente el deber, sino también el poder de arrancar a Jesús, de la
rabia criminal de los Judíos, que después de un largo interrogatorio se
convenció plenamente de la inocencia de Cristo y a pesar de esto, ratificó la
injusta sentencia de muerte dada contra Él, porque era cobarde, sin carácter y
no quería hacer ningún sacrificio por la verdad que había reconocido. En el
sermón de hoy me propongo delinear a grandes rasgos 1º) lo que era Pilatos para
que podamos comprender 2º) lo que pasó con Cristo ante Pilatos y 3º) la tragedia
de Pilatos.
QUIÉN ERA PILATOS
En la época de Nuestro Señor, la Judea estaba bajo la dominación Romana. Pilatos
era el más alto representante del victorioso poder Romano desde el año
veintiséis al año treinta y seis.
A) Que no pertenecía a la primera clase de los viejos y firmes “caracteres
romanos”, no podemos dudarlo. Seguramente la pequeña Judea era un punto tan
insignificante en el inmenso territorio romano que el Empesador no había enviado
ciertamente, al hombre más eminente. Los amigos y confidentes del Emperador no
se disputaban el gobierno de la Judea. Desde luego, no les ofrecía tantas
ventajas como cualquiera de los otros países, en seguida porque no era fácil
mantener la tranquilidad bajo el yugo de Roma, en el pueblo Judío continuamente
en revolución. Pilatos, desde su llegada, se esforzó por una parte en organizar
su vida lo más cómodamente posible, en este Lejano Oriente, y por otra parte en
pasar el tiempo de su gobierno con los menos conflictos posibles. Vivir bien y
no molestarse, tal era su divisa. La realización de la primera parte no era
difícil para un representante del Poder Romano. Sobre la costa del Mediterráneo,
tenía a su disposición el palacio de los gobernadores, que por su riqueza y
esplendor no dejaba nada que desear. Tenía pues, toda clase de comodidades, y
sin embargo no estaba satisfecho. Pilatos era casado y precisamente, lo que supo
por su mujer un día, comenzó a inquietarle. Parece que ella, había oído hablar
mucho de Jesús y le contó a su marido, lo que por lo demás, era el tema de las
conversaciones en todo el país, que de Nazaret un nuevo Profeta había llegado
entre los Judíos, pero un profeta extraordinario, más grande que todos sus
predecesores y que el pueblo estaba lleno de entusiasmo por Él a causa de sus
milagros. Para Pilatos esta noticia era muy desagradable. El presentía que de
alguna manera, sea que con este Profeta, sea para que con el Sanedrín, tendría
dificultades porque los Príncipes de los Sacerdotes miraban con envidia la
manera de proceder del nuevo Profeta. Pilatos deseaba su tranquilidad y no
quería por ningún motivo meterse en este asunto.
B) No obstante, lo que tanto temía le sucedió antes de lo que él pensaba.
En el año treinta y tres, se fue a Jerusalén a la fiesta de Pascua. Pascua
atraía a los Judíos por centenas de miles a la Capital. Estaba pues indicado que
el gobernador Romano estuviera presente para sofocar inmediatamente cualquier
desorden posible. Pero estas fiestas parecían que iban a ser extraordinariamente
agitadas, pues se esparcían los rumores más extraños respecto al Profeta de
Nazaret: que resucitaba a los muertos, y que el entusiasmo del pueblo había
llegado a tal punto que deseaban proclamarlo Rey. Y era este último punto lo que
hacía palidecer a Pilatos. En efecto si se tratara solamente de cuestiones
religiosas o problemas metafísicos, no habría perdido su tranquilidad. Pero
¡proclamarlo Rey! Esto equivalía a sublevarse contra el Poder Romano. Y él, el
representante supremo del Poder Romano, él que además, tenía el título de
“amicus Caesaris” amigo de
César, no podía permanecer como simple espectador. En estas circunstancias,
Pilatos, estuvo ciertamente muy contento de saber que en la noche del jueves los
Judíos habían tomado prisionero al gran Profeta. Si los Judíos se deshacían
ellos mismos del Profeta, no habría sufrido él ningún mal. Sería condenado, sin
haber tenido él que intervenir. Que fuere inocente o no, no tenía ninguna
importancia; lo esencial en que su tranquilidad no fuera turbada por este
hombre. La alegría de Pilatos fue prematura. Los Judíos condenaron en efecto a
Cristo, pero a muerte, pero para poder ejecutar la sentencia capital, era
necesario obtener la ratificación de sentencia por el Gobernador Romano.
Así sucedió que después todo el Sanedrín y la muchedumbre engañada y en
efervescencia llevaron a Jesús atado ante la casa del Gobernador pidiendo la
ratificación de la sentencia de muerte.
Y fue así que Nuestro Señor Jesucristo compareció ante Pilatos.
Cristo ante Pilatos
¡Cristo ante Pilatos! ¡Qué encuentro! Un magnífico cuadro de Munkacsy nos
sugiere muchos pensamientos sobre la emocionante sublimidad de esta escena, pero
cuán lejos queda aún de la realidad.
Por un lado, se ve a Pilatos, el gozador, el escéptico, el hombre sin carácter,
el ambicioso y detrás de él la fuerza opresora del inmenso Imperio Romano. Por
el otro lado, el Profeta de Nazaret abandonado, torturado y atado, y detrás de
Él las turbas furiosas pidiendo su muerte.
He aquí el momento que Pilatos siempre había querido evitar y que siempre había
temido. El momento en el cual Pilatos se vio obligado a escoger el partido que
debía tomar o con el Profeta o con sus acusadores.
A) Al principio, parecía que escogía a Cristo, que tomaba el partido de Él. Al
principio, parecía que el sentimiento romano del derecho hablaba en él. A pesar
del clamoreo de las turbas, Pilatos, quiso desde luego oír por qué motivo Cristo
merecía la muerte: “¿Qué acusación traéis contra este hombre?” (S. Juan XVIII,
29). Pero la muchedumbre no hace más que aumentar sus gritos exigiendo la
condenación.
Entonces la fiereza romana se rebela en Pilatos y declara: Voy a interrogarlo yo
mismo para ver lo qué merece. Yo quiero saber si es cierto lo que le reprocháis:
“que subleva al pueblo”, “que prohíbe pagar el tributo al César”, pero sobre
todo “que se dice Él mismo Rey”. (S. Lucas XXIII, 2). En efecto si es verdad que
subleva al pueblo contra los Romanos, o contra los tributos o que se quiere
hacer Rey y librar a los Judíos de la dominación extranjera, entonces pagará con
su vida. Después Pilatos hace comparecer a Jesús. Pilatos y Nuestro Señor se
encuentran por primera vez frente a frente. Podéis imaginaros a Pilatos fijando
sus miradas: el Poderoso Gobernador y Cristo atado, con su dulce mirada.
¿Es este el Profeta revolucionario? ¿El que quiere ser Rey? Yo tenía una idea
muy distinta de un Rey. Sí, mi Señor el Emperador Romano, a la cabeza de
innumerables ejércitos, es Rey. Yo también soy Rey, un Rey pequeñito, pero el
representante del inmenso Poder Romano en este pequeño y remoto país de la
Judea: ¿Pero este Cristo? ¿Este hombre desarmado, atado, que sufre callado?
¿Quiere ser Rey?
Con una cierta vacilación le preguntó: “¿Eres tú el Rey de los Judíos?” (S. Juan
XV, 33). Y en el tono de su voz se puede conocer lo que piensa: Semejante Rey
inofensivo, se le puede dejar tranquilamente con los Judíos.
B) Nuestro Señor le responde y sus palabras tranquilas y suaves penetran en el
alma de Pilatos y la conmueven profundamente. “Mi reino no es de este mundo; he
nacido y venido a este mundo, para dar testimonio de la verdad. Cualquiera que
sea de la verdad, escucha mi voz” (S. Juan XVIII, 36). ¡Cuán suave y
tranquilamente habla el Señor y no obstante qué turbación en el alma de Pilatos!
¡La verdad! Fue esta palabra la que desconcertó a Pilatos. Tal vez le recuerda
su juventud, cuando todavía creía en la verdad, entonces sabía todavía
distinguir entre el bien y el mal, entre lo bello y lo feo, entre lo noble y lo
ruin, entonces cuando dirigía su vida en consecuencia, cuando tenía un fin en su
existencia. Pero, ¿qué se había hecho todo esto en el duro combate de la vida?
Habéis visto el arribismo sin alma, el deseo de alcanzar a cualquier precio,
había visto hollar bajo los pies el honor, la moralidad, las conveniencias del
dinero, había visto la lucha desigual entre lo justo y lo injusto. . . ¡Si sólo
lo hubiera visto! Pero en seguida se había sumergido hasta el cuello. Se había
devorado a los filósofos, que exaltan esta ausencia de carácter, para
sumergirlos en un diluvio de astucia, como un ideal que se debe esperar... y
mientras todo esto pasó como un relámpago por su imaginación, y de sus labios
incrédulos salió esta cínica pregunta: “¿Qué es la verdad?” (S. Juan XVIII, 38)
-
¿Qué es la verdad? La verdad, es el poder de los ejércitos romanos. La verdad es
la riqueza de Roma. La verdad es todo lo que se puede tocar, palpar, medir,
registrar, alinear en columnas. La verdad es el éxito, la gloria, el fausto, el
bienestar, beber y comer, el triunfo. Pero, ¿el alma, la moral, la virtud, la
honradez y sobre todo tu reino?... - ¡Ah!, ¿qué es la verdad? Fue así que habló
Pilatos. Y es así como hablan también después de diecinueve siglos los
correligionarios de Pilatos. ¿Qué es la verdad? preguntan con gesto desdeñoso y
una cínica mirada, y no se dan cuenta que pronuncian ellos mismos, contra su
alma, una sentencia de muerte.
C) En efecto, para Pilatos la verdad no era nada, la verdad no tenía el menor
valor, sólo valía el interés y el arte de hacerse valer- ¡Cómo lo demuestra
abiertamente, algunos minutos más tarde!: No encontró en Cristo ninguna falta y
fue por esto que lo hizo flagelar. “No he encontrado en Él, ningún crimen de los
que le acusáis... Voy pues a hacerlo castigar”. (S. Lucas XXIII, 14-16). ¿Habéis
escuchado semejante razonamiento? No encuentro en Él ninguna culpa, pues...
Pues, lo pongo en libertad. He ahí lo que se espera. Si no hay falta en Él,
entonces lo han acusado falsamente, termino el proceso y lo pongo en libertad.
Esta habría sido una palabra viril. Y si Pilatos hubiera procedido así, su
nombre no aparecería para su vergüenza, en el Credo. Pero Pilatos no era un
carácter. Le habría gustado a la vez obedecer a la verdad y complacer a los
Judíos. Dirigía sus miradas a ambos lados y fue así que llegó a esta falsa
conclusión: “No encuentro en Él falta alguna, entonces lo voy a hacer castigar”.
¡Conclusión increíble, y no obstante cuántos lo han imitado! Yo sé, comprendo
que Cristo tiene la razón. Su religión es bella, su doctrina tan elevada, su
imitación es apacible, pues... pues, no Lo seguiré puesto que tendría que
sacrificarme, sería necesario renunciarme a mí mismo, el mundo se burlaría de
mí. Sí, raciocina como Pilatos, aquél que lleva el nombre de cristiano, pero su
vida, su actitud moral, sus distracciones, sus gustos contradicen este nombre.
“No he pecado jamás contra la luz”, decía con gran consuelo el Cardenal Newman,
el ilustre convertido inglés. Qué alegría para el alma del que puede decir
también: no he procedido jamás contra mi conciencia, contra mis convicciones y
mis principios morales.
D) Pilatos no puede en justicia decir esto, pero miremos con compasión las
dificultades y penas porque tuvo que pasar. Con la firme convicción de la
inocencia de Cristo y la violencia de sus soldados, tenía en sus manos la verdad
y el poder, y sin embargo cayó, porque era un cobarde y un sin carácter, que el
pueblo luego lo conoció y explotó su debilidad. ¡Qué de recursos para evitar la
ratificación de la sentencia!
Envía al Salvador a Herodes para que sea Juzgado. Pero Herodes se Lo devuelve.
Entonces propone hacer participar a Cristo en la amnistía acordada habitualmente
con ocasión de las fiestas. Pero las turbas exigen la amnistía en favor del
asesino Barrabás. En seguida hace flagelar a Jesús, con la esperanza que el
pueblo quedará satisfecho. Pero a la vista de la sangre, su apetito se
acrecienta. Ve ahora que se puede negociar y discutir con él, que el aire severo
de Pilatos esconde una gran debilidad. Y ahora el pueblo da un gran golpe: “Si
té lo libras no eres amigo del César; cualquiera que se hace Rey se declara
contra el César” (S. Juan XIX. 12). Y con este golpe consiguió lo que deseaba.
“Tú no eres amigo del César”. Ah! Estas gentes quieren denunciarme al César.
¿Qué dirá el César? Yo quisiera colocarme del lado de este desgraciado, pero,
¿qué dirá el Emperador? ¿Qué será de mi porvenir? ¿Qué será de mi carrera?
Después de todo, este hombre no será el último que sufrirá aunque inocente. Y
además tendrá que morir un día u otro. ¿Con qué fin hacer cuestión de
conciencia? “Ibis ad crucem”, dijo: “tú irás a la cruz”.Entonces se los entregó
para que fuera crucificado”. (S. Juan XIX, 16).
LA TRAGEDIA DE PILATOS
A) La tragedia de Pilatos es para nosotros una gran enseñanza. Pilatos habría
podido salvar a Cristo, si hubiera tenido un carácter bien templado y una
voluntad indomable. Si se hubiera podido decir de él: es un hombre de palabra y
un corazón de bronce, si no hubiera negociado, si no hubiera discutido, pero
hubiera golpeado con el puño en la mesa diciendo: “Pongo en libertad a este
hombre, porque no encuentro en Él falta alguna”. Pero a Pilatos le faltaba
precisamente esto. Era cobarde, era un veleta. Sonreía a derecha e izquierda,
como un acróbata trataba de guardar el equilibrio. Aullaba con los lobos. Estaba
siempre del partido de la mayoría, dispuesto a todo, pero no para asegurar el
éxito de la verdad. No observamos constantemente que el más peligroso enemigo de
la verdad, es el temor a la opinión general, a la cual sólo puede oponerse un
carácter viril, firme como la roca, dispuesto a sostener la verdad establecida.
“yo por mí no lo haría, es la excusa que se oye a menudo. No iría a este baile
con un vestido tan escotado, no temería que Dios nos dé un tercero o cuarto
hijo, no me suscribiría a esta revista indecente, no diría chistes tan frívolo
si... si no hubiera moda, opinión, buen tono, complacencia del mundo”...
Ciertamente Pilatos no habría condenado a muerte a Jesús, si no hubiera sido por
las exigencias de los Judíos. “Hombre solo e independiente necesita pieza”
leemos frecuentemente en los avisos de los diarios. Hemos pensado alguna vez en
la rareza de los que son verdaderamente independientes de aquéllos que se
atreven a permanecer fieles a sus convicciones y tomar una determinación aunque
deban permanecer aislados en la verdad. La verdad no es jamás popular. Es por
esto que la verdad está generalmente en el destierro y la soledad. Sin embargo,
la humanidad camina a su perdición con hombres de la especie de Pilatos. Sí,
iría a su ruina, si la ola vagabunda y caprichosa de las pasiones de las masas
no tropezara con un dique: con estas almas firmes como la roca que no se someten
a las vicisitudes del tiempo y se colocan valerosamente al lado de la verdad. La
brújula en los barcos se aísla cuidadosamente, a fin de que no sufra ninguna
otra influencia sino la atracción del polo magnético, pues es así como se puede
dar al barco la dirección. Lo mismo, sólo pueden encaminar bien a la humanidad
aquéllos a los cuales las al mas se vuelven hacia el polo magnético de la
verdad.
B) De la tragedia de Pilatos se desprende para nosotros una gran enseñanza. Si
se colocó del lado de los enemigos de Cristo, se le puede encontrar cierta
excusa; pero, ¡qué responsabilidad para nosotros cuando abandonamos a Cristo!
Pilatos pudo estar aturdido por el clamoreo de las turbas; su acusado ha sido
defendido por diez y nueve siglos de historia. Pilatos contaba los años “ab urbe
condita” de la fundación de Roma, ¿cómo habría podido saber que el eje del
mundo, al presente había sido cambiado y que los datos de la historia partirían
del nacimiento de este hombre cubierto de sangre, de harapos y sin fuerzas, que
estaba ahí atado ante él? Pero nuestros Pilatos de hoy deberían saberlo. ¿Cómo,
Pilatos vive todavía hoy? Sí, Pilatos vive actualmente. Vive en todos aquéllos
que tienen, aún hoy día, por divisa: “Cerrando un poco los ojos, se va más lejos
que un hombre honrado”. Pilatos vive en aquéllos que dicen: “No seamos tan
tontos y aprovechemos la ocasión, qué importa que el alma y la mano se ensucien
un poco”. Pilatos vive en aquéllos que alzan los hombros, ante las almas
generosas dispuestas a sacrificarse por la verdad de sus convicciones religiosas
y morales y que aseguran con cinismo: “¿La verdad? ¿Qué es la verdad? Comer y
beber bien, divertirse, hacer buenos negocios, he ahí la verdad”. Pilatos vive
en aquéllos que por un ascenso, por su carrera, por un buen partido, reniegan de
sus convicciones y abandonan la fe. Pilatos vive en todos aquéllos que nadan con
la corriente, aúllan con los lobos, pues el carácter, la convicción, la
fidelidad, la honradez, no es una política realista. Pilatos vive en todos
aquéllos que huellan con los pies a los inocentes y se lavan las manos
hipócritamente.
C) Pilatos se lava las manos. Es inútil que se lave las manos. ¡Y aun cuando se
las hubiera lavado no en el agua de una jofaina, sino en las aguas del Jordán!
¡No en el Jordán, sino aún en el mar de Galilea! ¿Habrá bastante agua en todos
los océanos para lavar esta horrorosa mancha? ¿Cuál? La de haber procedido
contra su conciencia. Mis hermanos, ante cada una de nuestras acciones,
¿escuchamos la voz de nuestra conciencia? ¿Nos preguntamos, lo que Dios ha dicho
o bien preguntamos cómo lo hizo Pilatos: Qué dicen los Fariseos, qué dicen las
turbas, qué dice el Emperador? Cuántos hay que preguntan: ¿Qué dicen mis
vecinos, mis amistades, mis relaciones, mi estómago, mi cartera, mi carrera, mi
situación...? Y cuán pocos hay que preguntan: ¿Qué dice mi conciencia? “Veamos,
¿cómo podéis hacer una cuestión de conciencia?” Tal es el lenguaje frívolo que
se oye a cada instante. Es seguramente la desgracia del mundo actual, que la
gente no quiere ahora, hacer de cualquier cosa que sea, cuestión de conciencia.
Ni de la fidelidad al deber. Ni de honradez. Ni de la integridad. Ni de la
fidelidad conyugal. Ni de ninguna otra cosa.
D) Se puede ahogar un cierto tiempo la voz de la conciencia, se le puede dejar a
un lado, traicionarla, renegarla, proceder en sentido contrario a ella, pero es
inútil, ella hablará sin embargo, un día y esta voz será terrible. La condición
anterior de Pilatos proclamó ante el mundo una gran enseñanza, que a menudo es
necesario un sacrificio para colocarse abiertamente del lado de la verdad y
permanecer fieles a Cristo, pero es un sacrificio que eleva el alma; por el
contrario despreciar cínicamente la verdad, no es sino una táctica pasajera e
infructuosa que será inevitablemente seguida de castigo. No se sabe exactamente
lo que le sucedió Pilatos después de la muerte de Cristo. Pero sabernos una
cosa: esta carrera, esta situación, este éxito que perseguía a todo precio, aun
sacrificando la inocencia de Jesús, no lo encontró. “Si tú le pones en libertad,
no eres amigo del César” (S. Juan XIX, 12) gritaba la muchedumbre amenazándolo.
¡Y bien! no lo librará. Lo entregó en manos de los asesinos. ¿Y así permaneció
siendo amigo del César? ¡Nada de eso! Como lo cuenta el historiador Flavio
Josefo (Antigüedades 18, 31; 4, 2), desde el año treinta y seis. Tiberio lo
llamó a Roma para que rindiera cuenta. Pero a su llegada, Tiberio acababa de
morir. El historiador Eusebio (Historia Eclesiástica, 2, 7) cuenta que puso fin
a sus días bajo el reinado de Calígula. No poseemos más que estos escasos datos
históricos sobre la suerte de Pilatos. Pero la leyenda sabe más y lo que cuenta
es conmovedor e instructivo. Cuando se atraviesa el lago de Cuatro-Cantones, se
divisa una montaña de forma muy característica. Cuando se pregunta el nombre de
esta montaña, se recibe esta curiosa contestación: “Pilatos”. ¿Pilatos? ¿Cómo
recibió ese nombre? Cuentan que Pilatos, después de la muerte de Nuestro Señor,
fue atormentado por horribles visiones. Fue inútil, que se refugiara en su
palacio de mármol, fue inútil que escondiera la cara entre las manos, siempre
tenía ante sí el rostro ensangrentado de Cristo, que parecía decirle: “¿Por qué
me condenaste a muerte, a pesar de mi inocencia?” Pilatos no pudo más; se fugó
al extranjero, pero el rostro ensangrentado de Cristo lo perseguía por todas
partes. Medio loco, erraba a la ventura y llegó un día a las orillas del lago
Cuatro-Cantones, se arrojó al agua y se ahogó, pero el agua lo arrojó sobre la
playa y espíritus invisibles rodaron sobre él una gran piedra, como una
enseñanza eterna: es hoy día el monte .Pilatos. Mis hermanos, esto no es más que
una leyenda. Pero lo que no es leyenda, lo que es realidad, es que el recuerdo
de la falta de carácter de Pilatos está más firmemente grabado en nuestro Credo,
que en esta montaña. En esta oración que recitan diaria mente millones y
centenas de millones de cristianos a través del mundo, cuando se llega al nombre
de Pilatos, nos acordamos que de este hombre, la historia no nos puede contar
sino que fue él, con su actitud cobarde, baja e inhumana quien hizo posible el
homicidio más horroroso de la historia del mundo. Pero nosotros, mis hermanos,
cuando salgamos de la Iglesia y lleguemos a casa, y vosotros todos que escucháis
este sermón, apagad vuestra radio, y todos reflexionemos algunos minutos, con el
alma emocionada, sobre las palabras de Jesús tan cobardemente olvidadas por
Pilatos: “Aquél que me confesare delante de los hombres, yo también lo confesaré
delante de mi Padre que está en los cielos; pero aquél que me negare delante de
los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre”. (S. Mateo X, 32-33).
(Tihamer Toth, Cristo Redentor, Sermón 23, Biblioteca de doctrina Católica,
233-242)
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Dr. D. Isidro Gomá
EL PROCESO CIVIL: JESUS POR PRIMERA VEZ ANTE
PILATOS: IoH. 18, 28-38; Lc. 23, 2.4-7
(Mt. 27, 11-14; Mc. 15, 2-5; Lc. 23,3)
Explicación. — Los tribunales judíos no podían mandar la ejecución de ninguna
sentencia de muerte: los romanos les habían quitado el jus gladíi; sólo podían
dar la muerte a los extranjeros, aunque fuesen romanos, que penetrasen dentro
del recinto del Templo más allá de las columnas en que estaban escritas en
griego y latín las disposiciones que prohibían el paso. Si más tarde leemos que
se dio muerte al diácono Esteban (Act. 7, 58) y a Santiago el Menor, estas
ejecuciones tuvieron un carácter sedicioso y antilegal. Ello nos da la razón de
que Jesús, ya condenado a muerte por el supremo tribunal judío, fuese traído al
tribunal civil del Procurador romano: debía éste ratificar la sentencia del
Sinedrio y mandar su ejecución. No quiso Pilatos refrendar de plano la
condenación del Señor, produciendo su resistencia la serie de episodios se
narran en este número y siguientes. En el fragmento que vamos a comentar podemos
distinguir cuatro momentos: presentación del reo a Pilatos por el Sinedrio (loh.
28-32); acusación pública (Lc. 23, 2); interrogatorio privado (Ioh. 38-38); otra
vez la acusación pública (Lc. 4-7).
PALACIO DE CAIFÁS AL PRETORIO (28-32). — Declarado Jesús de muerte por el
Sinedrio, es llevado por sus mismos jueces al tono: llamábase así la residencia
oficial del pretor o gobernador romano. Residía Pilatos ordinariamente en
Cesarea, en la costa del Mediterráneo pero en los días de gran concurrencia en
la capital, como eran los de Pascua, allí se trasladaba, para despachar los
serosos negocios y evitar revueltas: Llevan, pues, a Jesús desde casa de Caifás
al pretorio: era éste el suntuoso palacio que Herodes había construido en
Jerusalén, según unos; otros creen que era la Torre Antonia, al noroeste del
Templo. Y era por la mañana, no apuntar el día, ya que a esta hora se tuvo el
segundo concilio en casa de Caifás, sino probablemente a la hora de prima, entre
seis y nueve, cuando estaban ya las calles de la ciudad en plena vida.
A pesar de la animosidad de los sinedristas contra Jesús, y de los apremios para
deshacerse del reo cuanto antes, se paró el acompañamiento ante el umbral del
pretorio: la casa del pagano es inmunda para un judío (Act. 11, 3); quien entra
en ella queda impuro por un día entero; la entrada en el pretorio importaba,
pues, la pureza legal que les hubiese impedido comer el cordero pascual: Y ellos
no entraron en el pretorio, por no contaminarse, y por poder comer la
Pascua.Otra vez aparece el espíritu del fariseo que no teme derramar la sangre
del justo y se detiene tímido ante la puerta de un pagano, que es para él como
un animal, dice el Talmud.
Pilatos se acomoda, como solían hacerlo las autoridades romanas, a las
costumbres religiosas del pueblo que gobierna, y es él quien sale al encuentro
de los que a su tribunal traían a Jesús Pilatos, pues, salió fuera a ellos. El
procurador estaría ya avisado que se trataba de un malhechor insigne: lo
denuncian el hecho de que se hubiese requerido el auxilio de la cohorte para
prenderle y el que se le presente el reo maniatado, pues así eran tratados los
que debían ser condenados a muerte. Por otra parte, los interrogarios que
siguieron revelan que Pilatos tiene noticia de la naturaleza del reo y de lo que
sus enemigos tramaban contra él. Por esto no quiere ratificar sin ulterior
juicio la sentencia pronunciada por el Sinedrio; quiere saber por qué le
condenan: Y dijo: ¿Qué acusación traéis contra este hombre?
La pregunta de Pilatos sorprende a los sinedristas, que creerían imponer su
criterio al Procurador con la solemnidad de la entrega del reo, hecha por el
tribunal en pleno. La desconfianza que la pregunta del Procurador revela hace
que los soberbios sinedristas tomen una actitud celosa de su prestigio:
Respondieron, y le dijeron: Si éste no fuera malhechor, no te lo hubiéramos
entregado: palabras que revelan el despecho de quienes, siendo jefes de la
nación, se ven sometidos al yugo de aquel extranjero, y no pueden por sí mismos
llevar a ejecución su propia sentencia.
Al despechado orgullo, Pilatos, con razón ofendido, les responde irónicamente,
burlándose de su impotencia para hacer morir a aquel hombre, y dándoles al
propio tiempo una lección de recta administración de justicia: Díjoles, pues,
Pilatos: Tomadle vosotros, y juzgadle según vuestra ley: no quiero yo ser juez
sin que me deis razones para juzgar; si os resistís a dármelas, matadle, si os
atrevéis, que es lo que no podéis; o castigadle con las penas que vosotros
podéis, según ley, infligirle, que es lo que no queréis.
Comprenden los sinedristas el alcance de las palabras del poderoso extranjero,
y, al tiempo que revelan su intención de matar a Jesús, se ven obligados
vilmente a confesar su impotencia: Y los judíos le dijeron: No nos es lícito a
nosotros matar a alguno. Nota aquí el Evangelista el designio providencial de
Dios al querer que así se realizara la predicción profética de Jesús: Para que
se cumpliese la palabra que Jesús había dicho, señalando de qué muerte había de
morir: porque si el Sinedrio hubiese tenido el derecho de matar, Jesús hubiese
muerto lapidado, ya que ésta era la pena que a los blasfemos imponía la ley
(Lev. 24, 14); ahora, porque no pueden matarle los judíos, morirá como ha
predicho, clavado en cruz —suplicio usado por los romanos—, entregado por los
príncipes de los sacerdotes, levantado en alto, para atraer a sí todas las cosas
(cf. Mt. 20, 19, etc.).
ACUSACIÓN PÚBLICA (Lc 23, 2). — Ante la resistencia del Procurador de condenar
al reo sin oír la causa, los sinedritas se ven obligados a la acusación.
Condenado a muerte por blasfemo, ésta debía ser la razón que debían alegar,
pero, comprendiendo que a Pilatos puede importarle poco una blasfemia contra el
Dios de Israel, acuden dolosamente a motivos que puedan interesarle mas como
gobernador romano y representante del Imperio: Y comenzaron a acusarle. Los
capítulos de cargo son tres, escalonados en forma ascendente en orden a su
gravedad: Primero, le acusan de sedicioso y perturbador diciendo: A éste hemos
hallado pervirtiendo a nuestra nación, llevando al pueblo por caminos
extraviados, fuera del orden estatuido. Segundo: Y vedando dar tributo a César,
con lo que substrae a la nación del vasallaje debido al emperador, al tiempo que
anula los resortes de la administración: Tercero: Y diciendo que él es el Cristo
rey, intentando con ello suplantar al mismo, poder imperial. Cuán infames son
las acusaciones, aparece en Ioh. 6, 15; Lc. 20, 25, donde aparece Jesús huyendo
al monte para que las turbas no le proclamen rey, y mandando dar al César lo que
es del César.
Tan malvadas son como ineptas estas acusaciones: no debía Pilatos sobre ellas
fundar una sentencia de muerte contra Jesús, cuando sabía que era la envidia la
que movía a aquellas lenguas (Mt. 27, 18), y que no debía dar crédito a aquellos
hombres que, odiando profundamente la dominación romana, así se fingían ahora
celosos de la seguridad y prestigios del imperio y del César, sólo para
satisfacer una infame pasión. Con todo, la tercera acusación, la de que Jesús se
dice rey, ha interesado al Procurador, sea porque tañe directamente al poder
imperial, y un descuido en este punto acarrearle a Pilatos gravísimo daño, sea
por la misma atmósfera que se había hecho alrededor del hijo de David (Ioh. 12,
13). Por esto sujeta a Jesús al siguiente.
INTERROGATORIO PRIVADO (Ioh. 33-38). —Volvió, pues, a entrar Pilatos en el
pretorio, y llamó a Jesús, que se halla solo ante el juez, lejos de sus
terribles enemigos. Y Jesús compareció ante el Presidente, y le preguntó el
Presidente, y le dijo: ¿Eres tú el rey de los judíos? Tú, hombre de pobrísima
apariencia, indefenso, ¿te arrogas la dignidad y el poder real sobre tu pueblo?
Jesús no responde directamente a la pregunta: quiere antes concretar el concepto
de su realeza, que no es el de la acusación que ha merecido de los judíos; por
esto le insinúa al juez si se hace solidario de la acusación de sus enemigos:
Respondió Jesús: ¿Dices tú esto por tu cuenta, o te lo han dicho otros de mí?,
es decir, ¿me crees capaz de rebelarme contra la persona del emperador, como
pretenden mis adversarios? Respondió Pilatos, visiblemente contrariado, en su
orgullo de romano, de que Jesús le suponga envuelto en la acusación de los
sinedristas, judíos, y por ello aborrecidos: ¿Soy yo acaso judío? No soy yo
quien te acuso de que te proclames rey, cualquiera que sea el concepto que tenga
yo del rey que los judíos esperáis: Tu nación, y por ella el Tribunal que la
representa, y los pontífices te han puesto en mis manos, acusándote de que te
dices rey: ¿Qué has hecho, para que se te acuse así de pretendiente al título de
rey?
Jesús responde definiendo el concepto de su realeza, que es tal que de ella nada
deben temer los emperadores: Respondió Jesús: Mi reino no es de este mundo: por
lo mismo, la acusación de los judíos es calumniosa; el reinado de Cristo es
compatible con el del César. Es reino de verdad, de justicia y santidad,
compatible con todo reino temporal, que cabe dentro de los reinos de la tierra y
que trasciende sobre todos ellos, en dignidad y en amplitud. Y da la razón de
que su reino no es como el de los reyes de la tierra: Si de este mundo fuera mi
reino, mis ministros, secuaces, soldados, sin duda pelearían para que yo no
fuera entregado a los judíos: tendría ejército y armas; mas, como ves, ahora mi
reino no es de aquí; su origen es celestial, su naturaleza, espiritual.
Crece con la respuesta de Jesús la curiosidad y extrañeza de Pilatos: Entonces
Pilatos le dijo, para conocer la naturaleza del poder de aquel extraño rey:
¿Luego tú eres rey? ¿Eres tú el rey de los judíos? Afirma Jesús su realeza:
Respondió Jesús: Tú dices que yo soy rey: así es en verdad como dices. Y explica
la naturaleza de su reinado, que no es otro que el de la verdad: Yo para esto
nací, refiérese a su nacimiento temporal, y para esto vine al mundo, para dar
testimonio de la verdad: ésta es mi misión, y mis súbditos son todos aquellos
que son amigos de la verdad, porque escuchan mis enseñanzas y vienen a mí,
creyendo en mí: Todo aquel que es la verdad, escucha mi voz.
Se persuade Pilatos que tiene ante sí un hombre inofensivo, soñador, un
especulativo que se cree con preeminencia sobre los demás y que por ello se
llama rey. Por ello Pilatos le dice, revelando en su pregunta su espíritu
escéptico, no su ansia de conocer la verdad: ¿Qué cosa es la verdad? Ríese el
procurador de especulaciones, y, considerando que se ha hecho ya cargo de que se
trata de un visionario, no de un criminal, sin aguardar una respuesta que no le
interesa, cuando esto hubo dicho, salió otra vez a los judíos, que, fuera del
pretorio, aguardaban el resultado del juicio, a los príncipes de los sacerdotes
y a la multitud, y les dijo: Yo no hallo en él delito alguno.
OTRA VEZ LA ACUSACIÓN PÚBLICA (Lc. 4.7). — Ante el pretorio se ha congregado
multitud ingente, esperando el fallo judicial de Pilatos. Este, convencido deja
inocencia de Jesús, a quien estima sólo como hombre de teorías inofensivas, sale
hacia los acusadores y la multitud para confesarles el resultado negativo de su
inquisición: Dijo Pilatos a los príncipes de los sacerdotes, y al pueblo: Ningún
delito hallo en este hombre.
Cuando los judíos hubieron oído la inocencia de Jesús proclamada por el
Presidente, del grupo de los sinedristas, temerosos de que se les escape la
presa, salieron de nuevo numerosas acusaciones contra Jesús. Sin duda muchas de
ellas serían violentas increpaciones contra la misma persona del reo, que calla
ante la gritería: Y siendo acusado por los príncipes de los sacerdotes, y los
ancianos, en muchas cosas, nada respondió. Y Pilatos se extraña del silencio de
Jesús ante la multitud y la magnitud de las acusaciones, y, dirigiéndose a él,
le preguntó otra vez, diciendo: ¿No respondes nada? Mira de cuántas cosas te
acusan. ¿No oyes cuántos testimonios dicen contra ti? Jesús sigue en absoluto
silencio: Jesús, empero, nada más contestó, ni una palabra, de modo que se
maravilló Pilatos en gran manera. Era de admirar el espectáculo de un hombre
inocente, que cien veces ha tenido en jaque a sus adversarios, y que ahora,
apoyado como está por la autoridad del Procurador romano, no rechaza las
injustas imputaciones.
Estos momentos en que Pilatos interroga a Jesús son de alta emoción: quizás
derive de la pregunta y su respuesta la sentencia de liberación del reo; por
ello los sinedristas arrecian en sus gritos, tratando de prevenir el juicio de
Pilatos con el creciente alboroto, a falta de más eficaces razones: Mas ellos
insistían, diciendo: Tiene alborotado al pueblo con la doctrina, que no es de
simple especulación, sino poderoso factor de sedición; y no la reserva para los
iniciados de su escuela, sino que es enseñanza que esparce por toda la Judea, no
la sola provincia de Judea, sino toda la Palestina, comenzando desde Galilea,
hasta aquí.
El solo nombre de la Galilea, gente dura y pendenciera, de quienes el mismo
Pilatos había tenido que sofocar una revuelta con derramamiento de sangre en el
Templo (Lc. 13, 1), debió hacer entrar en recelo al procurador, quien quiso
cerciorarse si realmente era galileo el acusado: Pilatos, que oyó decir Galilea,
preguntó si aquel hombre era galileo. La respuesta fue afirmativa: en Nazaret
pasó Jesús su juventud (Lc. 2, 51), y nazareno era llamado y como oriundo de
Nazaret era tenido (Mt. 21, 11; Mc. 1, 24; Lc. 4, 34; Ioh. 1, 45, etc.); por lo
mismo, pertenecía a los dominios de Herodes Antipas (Lc. 3, 1; 13, 31). Y
Pilatos, cuando entendió que Jesús era de la jurisdicción de Herodes, no porque
Pilatos no pudiese juzgarle, pues en la Judea había sido aprehendido, sino
porque veía en ello ocasión magnífica para deshacerse de un molesto negocio,
inhibiéndose de aquella causa, lo remitió a Herodes, el cual en aquellos días se
hallaba también en Jerusalén, con motivo de las grandes fiestas de Pascua. Así
Pilatos aquietaba su Conciencia, porque creía inocente a Jesús, y no desairaba a
los sinedristas, cuyo poder y cuya posible delación al César temía.
Lecciones morales. — A) v. 28. — Ellos no entraron en el pretorio, por no
contaminarse... — Quienes decimaban la menta y el eneldo, dice el Crisóstomo,
creían contaminarse entrando en el pretorio, mas no matando injustamente a un
hombre. ¡Cuánto interesa la formación de nuestra conciencia! Porque ella es la
norma inmediata de nuestras acciones, en cuanto promulga dentro de nosotros
mismos, para cada uno, la ley que se ha dado por todos. Si tenemos la conciencia
verdadera, es decir, ajustada a la ley objetiva, y seguimos sus dictámenes,
obraremos según ley; si nos formamos conciencia falsa o equivocada, que
falsifique dentro de nosotros la ley, nos exponemos a que nuestra vida sea un
tejido de acciones pecaminosas. Aquí les llevó a los judíos una conciencia
falsa: por un exceso de respeto a la ley, creen pecar pasando los lindes de la
puerta del pretorio; en cambio, no creen pecar pidiendo la muerte de Jesús, de
quien voluntariamente se han formado concepto erróneo. Temamos pensar y obrar de
tal manera que digamos al bien mal, y al mal bien.
B) v. 30 Si éste no fuera malhechor, no te lo hubiéramos entregado. —
Pregúntese, y respondan, dice San Agustín, a los liberados del espíritu maligno,
a los enfermos curados, a los leprosos limpiados, a los sordos que oyeron, a los
mudos que hablaron, a los ciegos que vieron, a los muertos resucitados, y lo que
es más, a los necios hechos sabios, si Jesús es un malhechor; pero eran éstos de
la raza de aquellos de quienes decía el profeta: «Pagábanme males por los bienes
que les hice...»(Ps. 34, 12). Es negra, dicen, la ingratitud; pero, cuando sobre
no agradecer se devuelve mal por bien; cuando se desagradecen especialmente los
bienes recibidos de orden espiritual; cuando se buscan colaboradores para
hacerle mal al dadivoso; cuando se hace en nombre de la justicia como en este
caso, entonces la ingratitud resulta una verdadera monstruosidad, de la que no
se halla caso en la creación sino buscándolo en los hombres profundamente
pervertidos.
c) v. 31. — No nos es lícito a nosotros matar a alguno. — ¿Quién mató a Jesús
sino los judíos, dice San Agustín, que afilaron sus lenguas como espadas y
gritaron el « ¡Crucifícale, crucifícale!»? ¿No habían intentado varias veces
matarle, prescindiendo de escrúpulos legales, y no pudieron, porque no había
llegado la hora de Jesús? Hicieron cuanto se requiere para consumar el
cristicidio: tuvieron voluntad de hacerlo; lo compraron para juzgarlo a
mansalva; lo entregaron al poder de un extranjero; arremetieron como fieras
contra el reo y contra el juez cuando éste trataba de soltarlo; se burlaron
sangrientamente de la víctima ante su patíbulo; sobornaron a los custodios de su
tumba; y, lo que es más, quisieron para sí la responsabilidad y el peso de la
sangre de aquel crimen. Lo que alegan ante Pilatos no es más que una razón,
humillante para ellos de no poder hacerlo por sus propias manos. Por esto vino
sobre ellos, de lleno, la maldición de Dios que de lleno habían merecido al
perpetrar llenísimamente aquel crimen horrendo. No hallemos excusas en lo menos
cuando hemos sido capaces de hacer lo más.
D) v. 35. — Tu nación y los pontífices te han puesto en mis manos- — ¡Cuán
amargas debieron ser para Jesús estas palabras del Procurador romano! Es El,
Jesús, el Dios de Israel, quien hizo de este pueblo un pueblo de selección, «su
hijo», como le llaman las Escrituras y ahora este pueblo, por El salvado del
diluvio universal de errores y crímenes en que el mundo se perdió, por El
custodiado través de los siglos con amor de padre, lo entrega a un gentil para
que le aplique la pena de muerte que contra El ha decretado más alto tribunal de
la nación. Aprendamos, primero, a honrar los hermanos en patria; y luego a
tolerar con paciencia, como Jesús, las ingratitudes que los hermanos de patria
tengan con nosotros.
E) v.36. — Mí reino no es de aquí. — No dice Jesús: Mi reino no está aquí, dice
San Agustín, sino: No es de aquí. Todo lo humano está aquí, en la tierra, y no
puede substraerse a ella; pero mientras todo lo que no ha sido regenerado por
Cristo está aquí, y aquí deja de ser, de modo que aquí vive y aquí muere, el
reino de Cristo no hace más que peregrinar en el mundo, para tener un fin
definitivo en el cielo, donde se transformará en el reino eterno del Dios
eterno. Es que la realeza de Jesús es realeza de la verdad, del amor, de la vida
espiritual de orden sobrenatural, sin que ello quiera decir que renuncie Jesús a
la realeza que le compete sobre todos los demás órdenes, que están supeditados
al orden espiritual.
F) v. 38. — ¿Qué cosa es verdad? — La pregunta de Pilatos revela la situación de
espíritu de los hombres, hasta de los de buena voluntad, con respecto a la
verdad, cuando vino Jesús al mundo. La verdad estaba desterrada de la tierra. Un
solo pueblo era el depositario de la verdad, y este pueblo, el judío, se había
hecho indigno de la verdad, por haberla adulterado hasta el punto de entregar a
los gentiles al que es la Verdad esencial. Pilatos es escéptico, porque el mundo
desesperaba de hallar la verdad; Platón había dicho: «La verdad debe venirnos
del cielo.» Y Jesús, Verbo de Dios, la trajo al mundo. Y la trajo en forma que
su verdad ha sido la estela luminosa por donde han caminado los hombres que han
oído su palabra. Ya nosotros no debemos preguntar qué es la verdad; sino que
debemos decir, con gozo íntimo de nuestra alma: La verdad es mi fe: si no es
toda la verdad, es la verdad necesaria para vivir según Dios quiere que vivamos;
para saber lo que necesitamos para ir derechos a la posesión definitiva de la
Verdad esencial y eterna, que es Dios.
(Dr. D. Isidro Gomá y Tomás, El Evangelio Explicado, Vol. II, Ed. Acervo, 6ª ed.,
Barcelona, 1966, p.607 - 615)
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P. Gabriel de Sta M. Magdalena
Cristo Rey
“A aquel que nos amó, nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre..., la
gloria y el poder por los siglos de los siglos” (Ap 1. 5-6).
La solemnidad de hoy, puesta al fin del año litúrgico, aparece como la síntesis
de los misterios de Cristo conmemorados durante el año, y como el vértice desde
donde brilla con mayor luminosidad su figura de Salvador y Señor de todas las
cosas. En las dos primeras lecturas domina la idea de la majestad y la potestad
regia de Cristo. La profecía de Daniel (7, 13-14) prevé su aparición «entre las
nubes del cielo» (ib 13), fórmula tradicional que indica el retorno glorioso de
Cristo al fin de los tiempos para juzgar al mundo. Pues «a él se le dio poder,
honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su poder es
eterno, no cesará. Su reino no acabará» (ib 14). Dios —«el Anciano» (ib 13) — lo
ha constituido Señor de toda la creación confiriéndole un poder que rebasa los
confines del tiempo.
Este concepto es corroborado en la segunda lectura (Ap 1, 5-8) con la famosa
expresión: Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el
Todopoderoso» (ib 8). Cristo-Verbo eterno es «el que es, y ha sido siempre,
principio y fin de toda la creación. Cristo-Verbo encarnado es el que viene a
salvar a los hombres, principio y fin de toda la redención, y es además el que
vendrá un día a juzgar al mundo. ¡Mirad! El viene en las nubes. Todo ojo lo
verá; también los que le atravesaron. Todos los pueblos de la tierra se
lamentarán por su causa» (ib 7). De este modo a la visión grandiosa de Cristo
Señor universal se une la de Cristo crucificado, y ésta reclama la consideración
de su inmenso amor: «nos amó, nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre»
(ib 5). Rey y Señor, no ha escogido otro camino para librar a los hombres del
pecado que lavarlos con su propia sangre. Sólo a ese precio los ha introducido
en su reino, donde son admitidos no tanto como súbditos cuanto como hermanos y
coherederos, como copartícipes de su realeza y de su señorío sobre todas las
cosas, para que con él, único Sacerdote, puedan ofrecer y consagrar a Dios toda
la creación. «Nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre
» (ib 6). Hasta ese punto ha querido Cristo Señor hacer partícipe al hombre de
sus grandezas.
También el Evangelio (Jn 18, 33b-37) presenta la realeza de Cristo en relación
con su pasión y a la vez la contrapone a las realezas terrestres. Todo ello a
base de la conversación entre Jesús y Pilato. Mientras que el Señor siempre se
había sustraído a las multitudes que en los momentos de entusiasmo querían
proclamarlo rey, ahora que está para ser condenado a muerte, confiesa su realeza
sin reticencias. A la pregunta de Pilato: »Con que ¿tú eres rey?», responde: »Tú
lo dices: Soy Rey (ib 37). Pero había declarado de antemano: «Mi reino no es de
este mundo» (ib 36). La realeza de Cristo no está en función de un dominio
temporal y político, sino de un señorío espiritual que consiste en anunciar la
verdad y conducir a los hombres a la Verdad suprema, liberándolos de toda
tiniebla de error y de pecado. «Para esto he venido al mundo —dice Jesús—; para
ser testigo de la verdad» (ib 37). Él es el »Testigo fiel» (2ª lectura) de la
verdad —o sea del misterio de Dios y de sus designios para la salvación del
mundo—, que ha venido a revelar los hombres y a testimoniar con el sacrificio de
la vida. Por eso únicamente cuando está para encaminarse a la cruz, se declara
Rey; y desde la cruz atraerá a todos a sí (Jn 12, 32). Es impresionante que en
el Evangelio de Juan, el evangelista teólogo, el tema de la realeza de Cristo
esté constantemente enlazado con el de su pasión. En realidad la cruz es el
trono real de Cristo; desde la cruz extiende los brazos para estrechar a sí a
todos los hombres y desde la cruz los gobierna con su amor. Para que reine sobre
nosotros, hay que dejarse atraer y vencer por ese amor.
Dios todopoderoso y eterno, que quisiste fundar todas las cosas en tu Hijo muy
amado. Rey del universo; haz que toda la creación, liberada de la esclavitud del
pecado, sirva a tu Majestad y te glorifique sin fin. (MISAL ROMANO, Colecta).
Rey sois, Dios mío, sin fin, que no es reino prestado el que tenéis. Cuando en
el Credo se dice: »Vuestro reino no tiene fin», casi siempre me es particular
regalo. Aláboos, Señor, y bendígoos para siempre; en fin, vuestro reino durará
para siempre (Camino, 22, 1).
¡Oh Jesús mío! ¡Quién pudiese dar a entender la majestad con que os mostráis! Y
cuán Señor de todo el mundo y de los cielos y de, otros mundos y sin cuento
mundo y cielos que vos creásteis, entiende el alma, según con la majestad que os
representáis, que no es nada para ser Vos Señor de ello. Aquí se ve claro, Jesús
mío, el poco poder de todos los demonios en comparación del vuestro, y cómo
quien os tuviere contento puede repisar el infierno todo... Veo que queréis dar
a entender al alma mía cuán grande es [vuestra majestad] y el poder que tiene
esta sacratísima Humanidad junto con la Divinidad. Aquí se representa bien qué
será el día del Juicio ver esta majestad de este Rey, y verle con rigor para los
malos. Aquí es la verdadera humildad que deja en el alma, de ver su miseria, que
no la puede ignorar. Aquí la confusión y verdadero arrepentimiento de los
pecados, que, aun con verle que muestra amor, no sabe adónde se meter, y así se
deshace toda. (STA. TERESA DE JESÚS, Vida, 28, 8-9).
(P. Gabriel de Sta M. Magdalena, O.C.D, Intimidad Divina, Editorial Monte
Carmelo, Burgos, 1998, Pag 1543-1546)
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Dom Columba Marmion
JESUCRISTO REY DE LA CREACIÓN ENTERA
La persona sagrada de Cristo reúne en sí misma todos los títulos que se
encuentran en nuestra humana naturaleza. Como tiene la primacía de todo y de
todos, debe reunir en sí todo aquello que ennoblece y levanta a nuestra
naturaleza. Es Salvador porque de «su plenitud» todos los hombres y los ángeles
reciben la gracia de la salvación; es Redentor porque ha pagado nuestro rescate,
y, rompiendo nuestras cadenas, nos concedió la gracia de ser hermanos suyos e
hijos adoptivos de Dios; es Pontífice por que, mediante el sacrificio de la
Cruz, en que fue a la vez víctima y sacrificador, ofreció a Dios la expiación
del pecado; es Maestro porque recibió de su Padre la misión de enseñar a los
hombres la doctrina que conduce a la patria celestial.
Pero hay un título nobilísimo que compete de modo particular a Cristo-Hombre y
corona los otros que ya posee: es el de Rey. Numerosísimas veces, en la Sagrada
Escritura, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, se da a Cristo este
título, quizá para que no dudásemos los hombres nunca de una verdad que ahora
parece estar oscurecida. Así es, en efecto. El crimen mayor del mundo actual es
el de la apostasía de Dios, de Cristo y de su Iglesia. Se erige ahora en la que
las sociedades, tanto civiles como particulares, no deben profesar religión
alguna; que el laicismo integral debe imperar en las leyes, en las instituciones
y en la enseñanza; que los gobernantes, como tales, deben ser aconfesionales.
Únicamente se tolera (y no siempre en todas partes) que el individuo pueda tener
una religión, pero sólo allá en su interior. Asimismo, no quiere reconocerse el
imperio de Cristo sobre todos los, hombres y sobre todas las cosas. Se pretende,
por el contrario, que sea el individuo el único señor de sí mismo y de sus
acciones. Contra este espíritu y contra esta doctrina, nosotros, los católicos,
hijos de la santa Madre Iglesia, hemos de proclamar, con energía, que Cristo es
Rey, no sólo de su Iglesia, sino de todos y cada uno de los hombres, Rey de
todos los reinos o estados y Rey de todas las sociedades.
Pero veamos en las Sagradas Escrituras, donde se encuentran las fuentes de la
revelación, y en las que se halla la verdad y la vida, los lugares en que se
proclama a Cristo Rey y Señor de la Creación entera. Ellas, en efecto, afirman
claramente que «un Príncipe (Cristo) deberá salir de Jacob» y que «el Padre le
ha constituido Rey sobre el monte santo de Sión… y que «recibirá las gentes en,
herencia y poseerá los confines de la tierra». El salmo nupcial, que en la
imagen de un Rey riquísimo y potentísimo, preconizó al futuro Rey de Israel,
dice así: «Tu trono, oh Dios, por los siglos de los siglos, cetro es de rectitud
el cetro de su reino» «Su reino (de Cristo) será sin límite y enriquecido con
los dones de la justicia y de la paz». «En sus días aparecerá la justicia y la
abundancia de la paz... y dominará de un mar a otro mar desde el Río (Eufrates),
hasta los términos del orbe de la tierra» Pero los Profetas son los que con más
extensión hablan de la realeza de Cristo. He aquí el conocidísimo texto de
Isaías: «Nos ha nacido un Párvulo, nos ha sido dado un Hijo, y el principado ha
sido puesto sobre sus hombros y se le llama el Consejero admirable, Dios fuerte,
Padre eterno, Príncipe de la paz; para extender el imperio y dar paz sin fin al
trono de David, para restablecerle y robustecerle con el derecho y la justicia,
desde ahora y para siempre». Y del mismo modo habla Jeremías, cuando predice que
nacerá de la estirpe de David. «El Vástago justo» que, «cual hijo de, David,
reinará como Rey y será sabio, y juzgará en toda la tierra». Y poco más o menos,
en idénticos términos se expresan Daniel y casi todos los profetas del antiguo
Testamento. Ahora, en el Nuevo, no son menores los testimonios. El Arcángel
anuncia a la Virgen el nacimiento de un hijo, «al cual Dios le dará el trono de
David, su padre, y reinará en la casa de Jacob para siempre». Mas el mismo
Cristo da testimonio de su imperio. En efecto, sea en su último discurso a las
turbas, cuando habla del premio y de las penas reservadas perpetuamente a los
justos y a los condenados; sea cuando responde al gobernador romano, que le
preguntaba públicamente si era Rey; sea cuando resucitado confió a los Apóstoles
el encargo de enseñar y bautizar a todas las gentes, toma ocasión oportuna para
atribuirse el nombre de y públicamente confirma que es Rey y anuncia
solemnemente que a Él ha sido dado todo el poder en el cielo y de la tierra.
Pero, además, es que Cristo se atribuyó igualmente poderes propios de Rey. Todo
Príncipe, para que verdaderamente sea tal, debe gozar de triple potestad: la de
legislar, juzgar y castigar. Ahora bien, este triple poder lo tiene Cristo: los
santos Evangelios no solamente dicen que promulgó leyes, sino que nos lo
muestran en el acto mismo de legislar cuando nos dan a conocer aquellas palabras
de Cristo: «Oísteis que se dijo a los antiguos... pero yo os digo, etc.». Además
el mismo Jesús manifestó a los judíos que tenía el poder de juzgar cuando
profirió aquellas palabras: «El Padre ha dado juicio al Hijo», y el Apóstol
afirma que Jesucristo fue constituido «Juez de vivos y muertos». En cuanto al
poder ejecutivo de premiar o castigar, ha de atribuirse también a Cristo, porque
tal poder no puede separarse de una forma de juicio, y porque sabemos que en el
último día premiará a los buenos con el paraíso y condenará a los malos a los
suplicios eternos.
Ante tan gran número de testimonios, ¿quién se atreverá a negar a Cristo el
título de Rey? Sólo los corifeos de la impiedad, verdaderos ministro del
príncipe de este mundo perecedero y maldito, y que se erigen en conductores de
los hombres y de la sociedad, tienen la imprudencia de negar a Jesucristo este
título nobilísimo. Nosotros, por el contrario, gozosos le proclamamos Rey
supremo dé todo: de reyes, de naciones, de mentes y de corazones.
Más, ¿de dónde le viene a Cristo su dignidad real? ¿Es que acaso (como tantos
otros en este mundo, entregado a las ambiciones de los hombres) ha arrancado por
la fuerza ese título al que lo poseía legítimamente? No por cierto, Jesucristo
goza de la Realeza porque le corresponde por su misma esencia y, por derecho de
herencia y por derecho de conquista.
Jesucristo, en efecto, es Rey por aquella unión admirable que se llama «unión
hipostática», que forma parte de su esencia. Esta unión eleva la naturaleza
humana de Cristo a tal altura, y la aproxima tanto a Dios, que debe ser dotada
en el más alto grado de todas las perfecciones que Dios concede a criaturas
inteligentes. No se concibe que falte excelencia alguna de las que cualquiera
otro de los seres creados posee, ni que quien es Hijo de Dios, sea inferior en
algo a un ángel o a un hombre. Ahora bien, el poder real, sea espiritual, sea
temporal, se concede a los hombres que gobiernan las sociedades; debe, por
tanto, convenir y pertenecer a Jesucristo como hombre, tan perfecto como pueda
concebirse, en toda su extensión y en todos sus grados.
Jesucristo es Rey por derecho de herencia. El derecho de propiedad soberana lo
atribuye san Pablo a Jesucristo en la Carta a los Hebreos. «En estos últimos
tiempos, dice: Dios nos ha hablado por su Hijo, a quien ha establecido heredero
de todas las cosas». Considera aquí el Apóstol a Jesucristo como hombre, y, al
afirmar que ha sido constituido heredero de todas las cosas, implícitamente
afirma que es propietario de las mismas, ya que el heredero goza de todos los
bienes y los mismos derechos que poseía el padre. Ahora bien, el Padre es Rey,
luego, Cristo hombre, debe igualmente serlo.
Pero, además, Jesucristo es Rey por derecho de conquista y de redención. He aquí
cómo expone esta verdad tan consoladora León XIII. «La autoridad de Cristo, no
le viene sólo de un derecho de nacimiento como hijo único de Dios, sino también
en virtud de un derecho adquirido. El mismo, en efecto, nos arrancó del poder de
las tinieblas. Se entregó a sí mismo por la redención de todos. No sólo los
católicos, no sólo los que han recibido el bautismo cristiano, sino todos los
hombres sin excepción, son para el un pueblo conquistado».
Por lo anteriormente expuesto, vemos que Cristo es Rey o Señor. Así lo afirma
también san Pedro: «Tenga todo Israel como certísimo que Dios le ha constituido
Señor y Cristo (esto es, ungido o Rey). Más, ¿cuál es la extensión de su reino?
¿De qué es Señor? Respondemos con san Pablo: Señor de todas las cosas, Dominus
universo visibles e invisibles. Pero averigüemos el sentido de la palabra Señor
— Dominar —. Esta palabra significa, en general, el propietario o poseedor de
fincas, o el amo que tiene criados, o quien está investido de alguna autoridad.
La palabra Señor, aquí, tiene el significado de propietario, porque si
Jesucristo no fuera propietario de todas las cosas invisibles y visibles, de los
cuerpos y espíritus, de los hombres y ángeles, si no poseyera dominio soberano
sobre el Universo y los seres que le componen, no se le podría llamar pura y
sencillamente el Señor, el solo Señor. Si ciertas criaturas estuvieren, en
cualquier manera, fuera de su dependencia, no se le podría considerar como el
Señor propiamente dicho.
De este título se derivan importantes consecuencias. En primer lugar, como
propietario universal y soberano, tiene el poder de disponer a su gusto de las
criaturas materiales a las que puede conservar o destruir, mantener en la vida o
causar la muerte. Después, en virtud de su propiedad sobre las criaturas dotadas
de inteligencia, es Señor de los ángeles y de los hombres, a los cuales puede
mandar y dar leyes; al paso que estas criaturas están obligadas obedecerle,
porque la propiedad produce sus frutos para el propietario. Finalmente, si
“tiene el derecho de mandar” a cada hombre y a cada ángel, tendrá también el
mismo poder sobre todos ellos reunidos en sociedad, y en ese caso es Rey de las
sociedades angélicas y humanas.
El reino de Cristo se extiende, por lo mismo, a las familias, porque mediante el
sacramento del matrimonio, los esposos cristianos se unen con lanzo indisoluble
y sobrenatural, del cual es autor Jesucristo. Esta unión los coloca debajo de su
ley, y por tanto, debajo de su autoridad y en su reino.
Asimismo la realeza de Cristo se extiende sobre la sociedad civil. Se le llama
Rey de las naciones — Rex gentium — porque todos los individuos unidos en
sociedad no están me nos sujetos a Cristo que lo está cada uno de ellos
separadamente. Él es la fuente de la salud privada y pública «y no hay salvación
en ningún otro, ni fue dado a los hombres bajo el cielo otro nombre en el cual
podamos ser salvos. Sólo Él es el autor de la prosperidad y de la felicidad
verdadera, tanto para cada uno de los ciudadanos como opina el Estado: «No es
feliz por otra razón distinta de aquella por la cual es feliz el hombre; porque
la ciudad no es otra cosa que una multitud concorde de hombres».
Pero aun queda por afirmar otra verdad, y es que el reino de Cristo se extiende,
no sólo sobre los individuos, sobre las familias y sobre los Estados católicos,
sino también sobre todos los hombres y estados. Así lo proclama León XIII: «El
imperio de Cristo se extiende no solamente sobre los pueblos católicos y sobre
aquellos que, regenerados en la fuente bautismal, pertenecen en rigor y por
derecho a la Iglesia, aunque erróneas opiniones los tengan alejados, sino que
abraza a los que están privados de la fe cristiana, de modo que todo el género
humano está debajo de la potestad de Jesucristo».
El reino que Jesucristo fundó es principalmente y se refiere a cosas
espirituales, como nos lo demuestran muchos pasajes de la sagrada Escritura y
nos lo confirma el mismo Jesucristo con su modo de obrar. En varias ocasiones,
cuando los judíos y los mismos Apóstoles creían erróneamente que el Mesías
devolvería la libertad, al pueblo y restauraría el reino de Israel, procuró Él
quitarles ese vano intento y esperanza de la cabeza; y también, cuando estaba
para ser proclamado Rey por la muchedumbre, que llena de admiración lo rodeaba,
Él declinó tal título y tal honor, retirándose y escondiéndose en la soledad;
finalmente, delante del procurador romano, anunció que su reino no era de este
mundo. Este reino, en los Evangelios, se presenta de tal modo que los hombres
deben prepararse para entrar en él por me dio de la penitencia, y no pueden
formar parte de él sino por la fe y por el bautismo. Este reinó se opone
únicamente al reino de Satanás y al poder de las tinieblas y exige de sus
súbditos, no solamente un ánimo despegado de riquezas y de las cosas terrenas,
la suavidad de costumbres y el hambre de la justicia, sino también la abnegación
de sí mismos y el tomar la cruz. Ahora bien, Cristo como Redentor rescató la
Iglesia con su sangre, y como Sacerdote, se ofrece a sí mismo perpetuamente,
cual hostia propiciatoria por los pecados de los hombres; por lo mismo se sigue
de esto que la dignidad real de que está Cristo revestido, tiene un carácter
espiritual por uno y otro oficio. Por otra parte, erraría gravemente el que
arrebatase a Cristo-Hombre el poder sobre las cosas temporales; puesto que Él
tiene recibido del Padre un derecho absoluto, como hemos expuesto arriba, sobre
todas las cosas creadas, de modo que todo se somete a su arbitrio; con todo eso,
mientras vivió sobre la tierra, se abstuvo completamente de ejecutar tal
dominio; y como despreció entonces la posesión y el gobierno de las cosas
humanas, así permitió y permite que los poseedores de ellas los utilicen.
Si admitimos que Jesucristo es Rey por su misma naturaleza y esencia, y que lo
es por herencia y por derecho de conquista; si admitimos que su imperio se
extiende a todo «lo que está en los cielos o en la tierra»; si admitimos que es
Rey de los ángeles y de los hombres, tanto considerados en particular como en
sociedad, forzosamente hemos de aceptar ciertas consecuencias prácticas que de
ello se derivan.
Y así en primer lugar si Jesucristo es Señor del hombre considerado en
particular, éste debe estar enteramente sometido en cuerpo y alma; en su
inteligencia, aceptando sus dogmas y enseñanzas; en su voluntad, obedeciendo sus
mandatos; en su coraz6n y afectos, no teniendo otro amor más que el suyo; y en
sus miembros,: empleándolos siempre en su servicio.
Si es Rey de la familia, ésta debe seguir las direcciones dadas por Cristo,
tanto en las mutuas relaciones con los esposos, como en los fines del matrimonio
y en la educación del la prole.
Si, finalmente, Jesucristo es Rey de la sociedad civil o de los Estados, estos
necesariamente deben reconocer su imperio y obedecer sumisos las leyes de su
Señor. Por eso la negación de esta verdad, el desconocimiento de Dios por parte
del Estado (lo que se denomina ordinariamente con el nombre de neutralidad o
laicismo del Estado) constituye la violación más profunda y más grave del orden
social. Este es, como dijimos al principio, el crimen principal que el mundo
expía en estos tiempos. Los Estados laicos des conocen a Dios, a Cristo y a su
Iglesia. Dicen: «No queremos que éste reine sobre nosotros», y para ello
excluyen a la religión de las leyes, de las escuelas públicas, de los
tribunales, de las obras sociales y de la administración civil en todos sus
grados»
Por el contrario, son copiosos los frutos que se seguirán a los individuos, a
las familias y a los Estados de la aceptación del Reino de Cristo. Primero, el
hombre que se somete al suavísimo imperio de Cristo, goza de paz abundante. Todo
su ser, como descansa en la piedra de las enseñanzas de Cristo, se halla
ordenado: el alma mandará sobre el cuerpo, la razón sobre los apetitos; y, como
todo estará en orden, habrá paz, ya que ésta es la tranquilidad en el orden y
con la paz la felicidad.
Este mismo fruto de paz se encontrará también en las familias. Los esposos se
amarán en Cristo, y con el amor mutuo se disiparán los inevitables roces
originados en la común convivencia; los hijos estarán sumisos a los padres y
éstos les procurarán una educación y enseñanza cristiana. Ahora bien, los
beneficios que se seguirán a los Estados o Naciones, el Papa Pío XI nos los
declara con las siguientes palabras: «Si los Jefes del Estado, a una con sus
pueblos, prestaren público testimonio de reverencia y sumisión al imperio de
Cristo, se seguirán el incremento y progreso de la patria, junto con la
integridad de su poder; porque cuando los hombres, en privado y en público,
reconocen la soberana potestad de Cristo, necesariamente vendrán a la sociedad
civil, señalados beneficios de la libertad, de tranquila sumisión y apacible
concordia. La dignidad real de Nuestro Señor, así como hace, en cierto modo,
sagrada la autoridad humana de los príncipes y de los jefes del Estado, así,
ennoblece los deberes de los ciudadanos y de su obediencia. Así los súbditos,
considerando a los gobernantes como vicarios de Jesucristo, se someterán
dócilmente a sus mandatos. En cambio los príncipes y los magistrados legítimos,
si se persuadieren de que mandan no tanto por derecho propio cuanto por mandato
del Rey divino, se comprende fácilmente que harán uso santo y prudente de su
autoridad, y se tomarán gran interés por el bien común y la dignidad de sus
súbditos, al hacer las leyes .y exigir su cumplimiento. De ese modo, quitada
toda causa de sedición, florecerá el orden y la tranquilidad».
Por fin, el último bien que se seguirá del reconocimiento de la dignidad regia
de Nuestro Señor, se refiere a la Iglesia. Todos, en efecto, verán que ésta fue
establecida por Cristo, como sociedad perfecta; que, por derecho propio, goza de
plena libertad e independencia del poder civil, y en el ejercicio de su divino
misterio de enseñar a todos los que pertenecen al reino de Cristo, no puede
depender del arbitrio de nadie.
(Dom Columba Marmion, Jesucristo en sus misterios, Editorial Litúrgica Española,
Barcelona 1948, p. 377-386)
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Leonardo Castellani
CRISTO REY
Ergo Rex es Tu? — Tu dixisti... Sed
Regnum meum non est de hoc mundo.
Joan. XVIII, 33-36.
El año 1925, accediendo a una solicitud firmada por más de ochocientos obispos,
el papa Pío XI instituyó para toda la Iglesia la festividad de Cristo Rey,
fijada en el último domingo del mes de octubre. Esta nueva invocación de Cristo,
nueva y sin embargo tan antigua como la Iglesia, tuvo muy pronto sus mártires,
en la persecución que la masonería y el judaísmo desataron en Méjico, con la
ayuda de un imperialismo extranjero: sacerdotes, soldados, jóvenes de Acción
Católica y aun mujeres que murieron al grito de ¡Viva Cristo Rey!
Esta proclamación del poder de Cristo sobre las naciones se hacía contra el
llamado liberalismo. El liberalismo es una peligrosa herejía moderna que
proclama la libertad y toma su nombre de ella. La libertad es un gran bien que,
como todos los grandes bienes, sólo Dios puede dar; y el liberalismo lo busca
fuera de Dios; y de ese modo sólo llega a falsificaciones de la libertad.
Liberales fueron los que en el pasado siglo rompieron con la Iglesia,
maltrataron al Papa y quisieron edificar naciones sin contar con Cristo. Son
hombres que desconocen la perversidad profunda del corazón humano, la necesidad
de una redención, y en el fondo, el dominio universal de Dios sobre todas las
cosas, como Principio y como Fin de todas ellas, incluso las sociedades humanas.
Ellos son los que dicen:
Hay que dejar libres a todos, sin ver que el que deja libre a un malhechor es
cómplice del malhechor; — Hay que respetar todas las opiniones, sin ver que el
que respeta las opiniones falsas es un falsario; — La religión es un asunto
privado, sin ver que, siendo el hombre naturalmente social, si la religión no
tiene nada que ver con lo social, entonces no sirve para nada, ni siquiera para
lo privado.
Contra este pernicioso error, la Iglesia arbola hoy la siguiente verdad de fe:
Cristo es Rey, por tres títulos, cada uno de ellos de sobra suficiente para
conferirle un verdadero poder sobre los hombres. Es Rey por título de
nacimiento, por ser el Hijo Verdadero de Dios Omnipotente, Creador de todas las
cosas; es Rey por título de mérito, por ser el Hombre más excelente que ha
existido ni existirá, y es Rey por título de conquista, por haber salvado con su
doctrina y su sangre a la Humanidad de la esclavitud del pecado y del infierno.
Me diréis vosotros: eso está muy bien, pero es un ideal y no una realidad. Eso
será en la otra vida o en un tiempo muy remoto de los nuestros; pero hoy día...
Los que mandan hoy día no son los mansos, como Cristo, sino los violentos; no
son los pobres, sino los que tienen plata; no son los católicos, sino los
masones. Nadie hace caso al Papa, ese anciano vestido de blanco que no hace más
que mandarse proclamas llenas de sabiduría, pero que nadie obedece. Y el mar de
sangre en que se está revolviendo Europa, ¿concuerda acaso con ningún reinado de
Cristo?
La respuesta a esta duda está en la respuesta de Cristo a Pilatos, cuando le
preguntó dos veces si realmente se tenía por Rey. Mi Reino no procede de este
mundo. No es como los reinos temporales, que se ganan y sustentan con la mentira
y la violencia; y en todo caso, aun cuando sean legítimos y rectos, tienen fines
temporales y están mechados y limitados por la inevitable imperfección humana.
Rey de verdad, de paz y de amor, mi Reino procedente de la Gracia reina
invisiblemente en los corazones, y eso tiene más duración que los imperios. Mi
Reino no surge de aquí abajo, sino que baja de allí arriba; pero eso no quiere
decir que sea una mera alegoría, o un reino invisible de espíritus. Digo que no
es de aquí, pero no digo que no está aquí. Digo que no es carnal, pero no digo
que no es real. Digo que es reino de almas, pero no quiero decir reino de
fantasmas, sino reino de hombres. No es indiferente aceptarlo o no, y es
supremamente peligroso rebelarse contra él. Porque Europa se rebeló contra él en
estos últimos tiempos, Europa y con ella el mundo todo se halla hoy día en un
desorden que parece no tener compostura, y que sin Mí no tiene compostura...
Mis hermanos: porque Europa rechazó la reyecía de Jesucristo, actualmente no
puede parar en ella ni Rey ni Roque. Cuando Napoleón 1, que fue uno de los
varones (y el más grande de todos) que quisieron arreglar a Europa sin contar
con Jesucristo, se ciñó en Milán la corona de hierro de Carlomagno, cuentan que
dijo estas palabras: Dios me la dio, nadie me la quitará. Palabras que a nadie
se aplican más que a Cristo. La corona de Cristo es más fuerte, es una corona de
espinas. La púrpura real de cristo no se destiñe, -está bañada en sangre viva. Y
la caña que le pusieron por burla en las manos, se convierte de tiempo en
tiempo, cuando el mundo cree que puede volver a burlarse de Cristo, en un
barrote de hierro. Et reges eos in virga férrea: Los regirás con vara de hierro.
Veamos la demostración de esta verdad de fe, que la Santa Madre Iglesia nos
propone a creer y venerar en la fiesta del último domingo del mes de la
primavera, llamando en nuestro auxilio a la Sagrada Escritura, a la Teología y a
la Filosofía, y ante todo a la Santísima Virgen Nuestra Señora con un Ave María.
Los cuatro Evangelistas ponen la pregunta de Pilatos y la respuesta afirmativa
de Cristo:
— ¿Tú eres el Rey de los Judíos?
—Yo lo soy.
¿Qué clase de Rey será éste, sin ejércitos, sin palacios, atadas las manos,
impotente y humillado? — debe de haber pensado Pilatos.
San Juan, en su capítulo XVIII pone el diálogo completo con Pilatos, que
responde a esta pregunta:
Entró en el Pretorio, llamó a Jesús y le dijo: ¿Tú eres el Rey de los Judíos?
Respondió Jesús: ¿Eso lo preguntas de por ti mismo, o te lo dijeron otros?
Respondió Pilatos: ¿Acaso yo soy judío? Tu gente y los pontífices te han
entregado. ¿Qué has hecho?
Respondió Jesús, ya satisfecho acerca del sentido de la pregunta del gobernador
romano, al cual maliciosamente los judíos le habían hecho temer que Jesús era
uno de tantos intrigantes, ambiciosos del poder político:
Mi reino no es de este mundo. Si de este mundo fuera mi reino, Yo tendría
ejércitos, mi gente lucharía por Mí para que no cayera en manos de mis enemigos.
Pero es que mi Reino no es de aquí. Es decir, mi Reino tiene su principio en el
cielo, es un Reino espiritual que no viene a derrocar al César, como tú temes,
ni a pelear por fuerza de armas contra los reinos vecinos, como desean los
judíos. Yo no digo que este Reino mío, que han predicho los profetas, no esté en
este mundo; no digo que sea un puro reino invisible de espíritus, es un reino de
hombres; Yo digo que no proviene de este mundo, que su principio y su fin están
más arriba y más abajo de las cosas inventadas por, el hombre. El profeta
Daniel, resumiendo los dichos de toda una serie de profetas, dijo que después de
los cuatro grandes reinos que aparecerían en el Mediterráneo, el reino de la
Leona, del Oso, del Leopardo y de la Bestia Poderosa, aparecería el Reino de los
Santos, que duraría para siempre. Ese es mi Reino...
Esa clase de reinos espirituales no los entendía Pilatos, ni le daban cuidado.
Sin embargo, preguntó de nuevo, quizá irónicamente:
—Entonces, ¿te afirmas en que eres Rey?
—Sí lo soy, — respondió Jesús tranquilamente; y añadió después, mirándolo cara a
cara: — Yo para eso nací y para eso vine al mundo, para dar testimonio de la
Verdad. Todo el que es de la Verdad oye mi voz.
Dijo Pilatos:
— ¿Qué es la Verdad?
Y sin esperar respuesta, salió a los judíos y les dijo:
—Yo no le veo culpa.
Pero ellos gritaron:
—Todo el que se hace Rey, es enemigo del César. Si lo sueltas a éste, vas en
contra del César.
He aquí solemnemente afirmada por Cristo su reyecía, al fin de su carrera,
delante de un tribunal, a riesgo y costa de su vida; y a esto le llama El dar
testimonio de la Verdad, y afirma que su Vida no tiene otro objeto que éste. Y
le costó la vida, salieron con la suya los que dijeron:
“No queremos a éste por Rey, no tenemos más Rey que el César”; pero en lo alto
de la Cruz donde murió este Rey rechazado, había un letrero en tres lenguas,
hebrea, griega y latina, que decía: Jesús Nazareno Rey de los Judíos”; y hoy
día, en todas las iglesias del mundo y en todas ‘las lenguas conocidas, a 2.000
años de distancia de aquella afirmación formidable: “Yo soy Rey”, miles y miles
de seres humanos proclaman junto con nosotros su fe en el Reino de Cristo y la
obediencia de sus corazones a su Corazón Divino.
Por encima del clamor de la batalla en que se destrozan los humanos, en medio de
la confusión y de las nubes de mentiras y engaños en que vivimos, oprimidos los
corazones por las tribulaciones del mundo y las tribulaciones propias, la
Iglesia Católica, imperecedero Reino de Cristo, está de pie para dar como su
Divino Maestro testimonio de Verdad y para defender esa Verdad por encima de
todo. Por encima del tumulto y de la polvareda, con los ojos fijos en la Cruz,
firme en su experiencia de veinte siglos, segura de su porvenir profetizado,
lista para soportar la prueba y la lucha en la esperanza cierta del triunfo, la
Iglesia, con su sola presencia y con su silencio mismo, está diciendo a todos
los Caifás, Herodes y Pilatos del mundo que aquella palabra de su divino
Fundador no ha sido vana.
En el primer libro de las Visiones de Daniel, cuenta el profeta que vio cuatro
Bestias disformes y misteriosas que, saliendo del mar, se sucedían y destruían
una a la otra; y después de eso vio a manera de un Hijo del Hombre que viniendo
de sobre las nubes del cielo se llegaba al trono de Dios; y le presentaron a
Dios, y Dios le dio el Poderío, el Honor y el Reinado, y todos los pueblos,
tribus y lenguas le servirán, y su poder será poder eterno que no se quitará, y
su reino no se acabará.
Entonces me llegué lleno de espanto — dice Daniel — a uno de los presentes, y le
pregunté la verdad de todo eso. Y me dijo la interpretación de la figura: “Estas
cuatro bestias magnas son cuatro Grandes Imperios que se levantarán en la tierra
(a saber, Babilonia, Persia, Grecia y Roma, según estiman los intérpretes), y
después recibirán el Reino los santos del Dios altísimo y obtendrán el reino por
siglos y por siglos de siglos”.
Esta palabra misteriosa, pronunciada 500 años antes de Cristo, no fue olvidada
por los judíos. Cuando Juan Bautista empieza a predicar en las riberas del
Jordán: “Haced penitencia, que está cerca el Reino de Dios”, todo ese pequeño
pueblo comprendido entre el Mediterráneo, el Líbano, el Tiberíades y el Sinaí
resonaba con las palabras de Gran Rey, Hijo de David, Reino de Dios. Las setenta
semanas de años que Daniel había predicho entre el cautiverio de Babilonia y la
llegada del Salvador del Mundo, se estaban acabando; y los profetas habían
precisado de antemano, en una serie de recitados enigmáticos, una gran cantidad
de rasgos de su vida y su persona, desde su nacimiento en Belén hasta su
ignominiosa muerte en Jerusalén. Entonces aparece en medio de ellos ese joven
Doctor impetuoso, que cura enfermos y resucita muertos, a quien el Bautista
reconoce y los fariseos desconocen, el cual se pone a explicar metódicamente en
qué consiste el Reino de Dios, a desengañar ilusos, a reprender poderosos, a
juntar discípulos, a instituir entre ellos una autoridad, a formar una pequeña e
insignificante sociedad, más pequeña que un grano de mostaza, y a prometer a esa
Sociedad, por medio de hermosísimas parábolas y de profecías deslumbradoras, los
más inesperados privilegios: — durará por todos los siglos, se difundirá por
todas las naciones, abarcará todas las razas; el que entre en ella, estará
salvado; el que la rechace, estará perdido; el que la combata, se estrellará
contra ella; lo que ella ate en la tierra, será atado en el cielo, y lo que ella
desate en la tierra, será desatado en el cielo. Y un día, en las puertas de
Cafarnaúm, aquel Varón extraordinario, el más modesto y el más pretencioso de
cuantos han vivido en este mundo, después de obtener de sus rudos discípulos el
reconocimiento de que él era el Ungido, el Rey, y más aún, el mismo Hijo
Verdadero de Dios vivo, se dirigió al discípulo que había hablado en nombre de
todos y solemnemente le dijo: Y Yo a ti te digo que tú eres Kefá, que significa
piedra, y sobre esta piedra Yo levantaré mi Iglesia, y los poderes infernales no
prevalecerán contra ella; y te daré las llaves del Reino de los Cielos. Y Yo
estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos.
Y desde entonces, vióse algo único en el mundo: esa pequeña Sociedad fue
creciendo y durando, y nada ha podido vencerla, nada ha podido hundirla, nadie
ha podido matarla. Mataron a su Fundador, mataron a todos sus primeros jefes,
mataron a miles de sus miembros durante las diez grandes persecuciones que la
esperaban al salir mismo de su cuna; y muchísimas veces dijeron que la habían
matado a ella, cantaron victoria sus enemigos, las fuerzas del mal, las Puertas
del Infierno, la debilidad, la pasión, la malicia humana, los poderes tiránicos,
las plebes idiotizadas y tumultuantes, los entendimientos corrompidos, todo lo
que en el mundo tira hacia abajo, se arrastra y se revuelca — la corrupción de
la carne y la soberbia del espíritu aguijoneados por los invisibles espíritus de
las tinieblas —; todo ese peso de la mortalidad y la corrupción humana que
obedece al Ángel Caído, cantó victoria muchas veces y dijo: “Se acabó la
Iglesia”. El siglo pasado, no más, los hombres de Europa más brillantes, cuyos
nombres andaban en boca de todos, decían: “Se acabó la Iglesia, murió el
Catolicismo”. ¿Dónde están ellos ahora? Y la Iglesia, durante veinte siglos, con
grandes altibajos y sacudones, por cierto, como la barquilla del Pescador Pedro,
pero infalible irrefragablemente, ha ido creciendo en número y extendiéndose en
el mundo; y todo cuanto hay de hermoso y de grande en el mundo actual se le debe
a ella; y todas las personas más decentes, útiles y preclaras que ha conocido la
tierra, han sido sus hijos; y cuando perdía un pueblo, conquistaba una Nación; y
cuando perdía una Nación, Dios le daba un Imperio; y cuando se desgajaba de ella
media Europa, Dios descubría para ella un Mundo Nuevo; y cuando sus hijos
ingratos, creyéndose ricos y seguros, la repudiaban y abandonaban y la hacían
llorar en su soledad y clamar inútilmente en su paciencia...; cuando decían: “Ya
somos ricos y poderosos y sanos y fuertes y adultos, y no necesitamos nodriza”,
entonces se oía en los aires la voz de una trompeta, y tres jinetes siniestros
se abatían sobre la tierra:
uno en un caballo rojo, cuyo nombre es La Guerra;
otro en un caballo negro, cuyo nombre es El Hambre;
otro en un caballo bayo, cuyo nombre es La Persecución final;
y los tres no pueden ser vencidos sino por Aquel que va sobre el caballo blanco,
al cual le ha sido dada la espada para que venza, y que tiene escrito en el
pecho y en la orla de su vestido: Rey de Reyes y Señor de Dominantes.
El Mundo Moderno, que renegó la reyecía de su Rey Eterno y Señor Universal, como
consecuencia directa y demostrable de ello se ve ahora empantanado en un
atolladero y castigado por los tres primeros caballos del Apocalipsis; y
entonces le echa la culpa a Cristo. Acabo de oír por Radio Excelsior (Sección
Amena) una poesía de un tal Alejandro Flores, aunque mediocre, bastante vistosa,
llamada Oración de este Siglo a Cristo, en que expresa justamente esto: se queja
de la guerra, se espanta de la crisis (racionamiento de nafta), dice que Cristo
es impotente, que su sueño de paz y de amor ha fracasado, y le pide que vuelva
de nuevo al mundo, pero no a ser crucificado.
El pobre miope no ve que Cristo está volviendo en estos momentos al mundo, pero
está volviendo como Rey (¿o qué se ha pensado él que es un Rey?); está volviendo
de Ezrah, donde pisó el lagar El solo con los vestidos salpicados de rojo, como
lo pintaron los profetas, y tiene en la mano el bieldo y la segur para limpiar
su heredad y para podar su viña. ¿O se ha pensado él que Jesucristo es una reina
de juegos florales?
Y ésta es la respuesta a los que hoy día se escandalizan de la impotencia del
Cristianismo y de la gran desolación espiritual y material que reina en la
tierra. Creen que la guerra actual es una gran desobediencia a Cristo, y en
consecuencia dudan de que Cristo sea realmente Rey, como dudó Pilatos, viéndole
atado e impotente. Pero la guerra actual no es una gran desobediencia a Cristo:
es la consecuencia de una gran desobediencia, es el castigo de una gran
desobediencia y — consolémonos — es la preparación de una gran obediencia y de
una gran restauración del Reino de Cristo. Porque se me subleven una parte de
mis súbditos, Yo no dejo de ser Rey mientras conserve el poder de castigarlos,
dice Cristo. En la última parábola que San Lucas cuenta, antes de la Pasión,
está prenunciado eso: “Semejante es el Reino de los cielos a un Rey que fue a
hacerse cargo de un Reino que le tocaba por herencia. Y algunos de sus vasallos
le mandaron embajada, diciendo: No queremos que éste reine sobre nosotros. Y
cuando se hizo cargo del Reino, mandó que le trajeran aquellos sublevados y les
dieran muerte en su presencia”. Eso contó N. S. Jesucristo hablando de sí mismo,
y cuando lo contó, no se parecía mucho a esos Cristos melosos, de melena rubia,
de sonrisita triste y de ojos acaramelados que algunos pintan. Es un Rey de paz,
es un Rey de amor, de verdad, de mansedumbre, de dulzura para los que le
quieren; pero es Rey verdadero para todos, aunque no le quieran, ¡y tanto peor
para el que no le quiera! Los hombres y los pueblos podrán rechazar la llamada
amorosa del Corazón de Cristo y escupir contra el cielo; pero no pueden cambiar
la naturaleza de las cosas. El hombre es un ser dependiente, y si no depende de
quien debe, dependerá de quien no debe; si no quiere por dueño a Cristo, tendrá
el demonio por dueño. “No podéis servir a Dios y a las riquezas”, dijo Cristo, y
el mundo moderno es el ejemplo lamentable: no quiso reconocer a Dios como dueño,
y cayó bajo el dominio de Plutón, el demonio de las riquezas.
En su encíclica Quadragésimo, el papa Pío XI describe de este modo la condición
del mundo de hoy, desde que el Protestantismo y el Liberalismo lo alejaron del
regazo materno de la Iglesia, y decidme vosotros si el retrato es exagerado: “La
libre concurrencia se destruyó a sí misma; al libre cambio ha sucedido una
dictadura económica. El hambre y sed de lucro ha suscitado una desenfrenada
ambición de dominar. Toda la vida económica se ha vuelto horriblemente dura,
implacable, cruel. Injusticia y miseria. De una parte, una inmensa cantidad de
proletarios; de otra, un pequeño número de ricos provistos de inmensos recursos,
lo cual prueba con evidencia que las riquezas creadas en tanta copia por el
industrialismo moderno no se hallan bien repartidas”.
El mismo Carlos Marx, patriarca del socialismo moderno, pone el principio del
moderno capitalismo en el Renacimiento, es decir, cuando comienza el gran
movimiento de desobediencia a la Iglesia; y añora el judío ateo los tiempos de
la Edad Media, en que el artesano era dueño de sus medios de producción, en que
los gremios amparaban al obrero, en que el comercio tenía por objeto el cambio y
la distribución de los productos. Y no el lucro y el dividendo, y en que no
estaba aún esclavizado al dinero para darle una fecundidad monstruosa. Añora
aquel tiempo, que si no fue un Paraíso Terrenal, por lo menos no fue una Babel
como ahora, porque los hombres no habían recusado la Reyecía de Jesucristo.
Los males que hoy sufrimos, tienen, pues, raíz vieja; pero consolémonos, porque
ya está cerca el jardinero con el hacha. Estamos al fin de un proceso morboso
que ha durado cuatro siglos. Vosotros sabéis que en el llamado Renacimiento
había un veneno de paganismo, sensualismo y descreimiento que se desparramó por
toda Europa, próspera entonces y cargada de bienestar como un cuerpo pletórico.
Ese veneno fue el fermento del Protestantismo; rebelión de los ricos contra los
pobres, como lo llamó Beiloc, que rompió la unidad de la Iglesia, negó el Reino
Visible de Cristo, dijo que Cristo fue un predicador y un moralista, y no un
Rey; sometió la religión a los poderes civiles y arrebató a la obediencia del
Sumo Pontífice casi la mitad de Europa. Las naciones católicas se replegaron
sobre sí mismas en el movimiento que se llamó Contra-Reforma, y se ocuparon en
evangelizar el Nuevo Mundo, mientras los poderes protestantes inventaban el
puritanismo, el capitalismo y el imperialismo. Entonces empezó a invadir las
naciones católicas una a modo de niebla ponzoñosa proveniente de los
protestantes, que al fin cuajó en lo que llamamos Liberalismo el cual a su vez
engendró por un lado el Modernismo y por otro el Comunismo. Entonces fue cuando
sonó en el cielo la trompeta de la cólera divina, que nadie dejó de oír; y el
Hombre Moderno, que había caído en cinco -idolatrías y cinco desobediencias,
está siendo probado y purificado ahora por cinco castigos y cinco penitencias:
Idolatría de la Ciencia, con la cual quiso hacer otra torre de Babel que llegase
hasta el cielo; y la ciencia está en estos momentos toda ocupada en construir
aviones, bombas y cañones para voltear casas y ciudades y fábricas;
Idolatría de la Libertad, con la cual quiso hacer de cada hombre un pequeño y
caprichoso caudillejo; y éste es el momento en que el mundo está lleno de
despotismo y los pueblos mismos piden puños fuertes para salir de la confusión
que creó esa libertad demente;
Idolatría del Progreso, con el cual creyeron que harían en poco tiempo otro
Paraíso Terrenal; y he aquí que el Progreso es el Becerro de Oro que sume a los
hombres en la miseria, en la esclavitud, en el odio, en la mentira, en la
muerte;
Idolatría de la Carne, a la cual se le pidió el cielo y las delicias del Edén; y
la carne del hombre desvestida, exhibida, mimada y adorada, está siendo
destrozada, desgarrada y amontonada como estiércol en los campos de batalla;
Idolatría del Placer, con el cual se quiere hacer del mundo un perpetuo Carnaval
y convertir a los hombres en chiquilines agitados e irresponsables; y el placer
ha creado un mundo de enfermedades, dolencias y torturas que hacen desesperar a
todas las facultades de medicina.
Esto decía no hace mucho tiempo un gran obispo de Italia, el arzobispo de
Cremona, a sus fieles. ¿Y nuestro país? ¿Está libre de contagio? ¿Está puro de
mancha? ¿Está limpio de pecado? Hay muchos que pare creerlo así, y viven de una
manera enteramente inconsciente, pagana, incristiana, multiplicando los errores,
los escándalos, las iniquidades, las injusticias. Es un país tan ancho, tan
rico, tan generoso, que aquí no puede pasar nada; queremos estar en paz con
todos, vender nuestras cosechas y ganar plata; tenemos gobernantes tan sabios,
tan rectos y tan responsables; somos tan democráticos, subimos al gobierno
solamente a aquel que lo merece; tenemos escuelas tan lindas; tenemos leyes tan
liberales; hay libertad para todo; no hay pena de muerte; si un hombre agarra
una
criaturita en la calle, la viola, la mata y después la quema, ¡qué se va a
hacer, paciencia!; tenemos la prensa más grande del mundo: por diez centavos nos
dan doce sábanas de papel llenas de informaciones y de noticias; tenemos la
educación artística del pueblo hecha por medio del cine y de la radiotelefonía;
¡qué pueblo más bien educado va a ir saliendo, un pueblo artístico! ¡Qué país,
mi amigo, qué país más macanudo! — ¿Y reina Cristo en este país? — ¿Y cómo no va
a reinar? Somos buenos todos. Y si no reina, ¿qué quiere que le hagamos?
Tengo miedo de los grandes castigos colectivos que amenazan nuestros crímenes
colectivos. Este país está dormido, y no veo quién lo despierte.
Este país está engañado, y no veo quién lo desengañe. Este país está postrado, y
no se ve quién va a levantarlo. Pero este país todavía no ha renegado de Cristo,
y sabemos por tanto que hay alguien capaz de levantarlo. Preparémonos a su
venida y apresuremos su venida. Podemos ser soldados de un gran Rey; nuestras
pobres efímeras vidas pueden unirse a algo grande, algo triunfal, algo absoluto.
Arranquemos de ellas el egoísmo, la molicie, la mezquindad de nuestros pequeños
caprichos, ambiciones y fines particulares. El que pueda hacer caridad, que se
sacrifique por su prójimo, o solo, o en su parroquia, o en las Sociedades
Vicentinas... El que pueda hacer apostolado, que ayude a Nuestro Cristo Rey en
la Acción Católica o en las Congregaciones. El que pueda enseñar, que enseñe, y
el que pueda quebrantar la iniquidad, que la golpee y que la persiga, aunque sea
con riesgo de la vida. Y para eso, purifiquemos cada uno de faltas y de errores
nuestra vida. Acudamos a la Inmaculada Madre de Dios, Reina e los ángeles y de
los hombres, para que se digne elegirnos para militar con Cristo, no solamente
ofreciendo todas nuestras personas al trabajo, como decía el capitán Ignacio de
Loyola, sino también para distinguirnos y señalarnos en esa misma campaña del
Reino de Dios contra las fuerzas del Mal, campaña que es el eje de la historia
del mundo — sabiendo que nuestro Rey es invencible, que su Reino no tendrá fin,
que su triunfo y venida no está lejos y que su recompensa supera todas las
vanidades de este mundo, y más todavía, todo cuanto el ojo vio, el oído oyó y la
mente humana pudo soñar de hermoso y de glorioso.
(Leonardo Castellani, Cristo ¿Vuelve o no vuelve?, Paucis Pango, Bs. As., 1951,
167-178).
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EJEMPLOS PREDICABLES
Calígula se hace adorar
La humanidad se ve oprimida por la corrupción de costumbres y la injusticia,
reina. Sin Jesucristo no hay moralidad duradera, ni justicia; es necesario que
El reine: oportet illum regnare. Con fe y entusiasmo, digamos ante su
tabernáculo, como los israelitas ante Saúl: «Tú eres nuestro rey y nosotros tus
súbditos: Vivat rex »... Solo El merece el reinado.
El emperador Calígula había mandado ubicar su estatua en el templo de Jerusalén,
pretendiendo que los judíos le adorasen como a su dios.
Conocido el sacrilegio en la ciudad, todo el pueblo se dividió en seis
escuadrones. Ante el palacio del gobernador romano, inclinados en tierra, con
las manos atadas a la espalda, con cenizas sobre su cabeza, gritaron:
«Uno solo es nuestro rey: Dios... En el templo levantado a su gloria, no
queremos que reine un hombre; sea quien sea»... No alcanzando ninguna
satisfacción a su ruego, volvieron al templo. Entrando, derribaron con ímpetu la
estatua de Calígula. Reducida a añicos, cada niño jugaba en la calle con sus
fragmentos. (De Baronio, Annali, 42.)
Uno solo es nuestro Rey: Jesucristo; y su reino está dentro de nosotros, en
nuestras almas. El demonio procura levantar en ellas una estatua al pecado...
Con sentimientos de odio, envidia, pereza, vanidad, afición a lo ajeno. Hay que
derribarla; somos súbditos de Cristo: solo El debe reinar en nosotros.
El rey de Normandía echado de su palacio.
Dice la leyenda: Un pequeño rey de Normandía, luego de luchas y alternativas,
regresaba de la Cruzada a su reino. Por causa de ayunos y trabajos caminaba con
dificultad. En el pecho conservaba aún una herida abierta y sangrando. Dos
gruesas lágrimas cayeron de sus ojos al tocar los confines de su reino, pensando
en sus queridos súbditos.
En la hora del mediodía era insoportable el calor. Por el camino encontró un
hombre portador de un recipiente con agua fresca. “Soy tu rey que regresa; dame
de beber”. Maravillado el hombre, sin reconocerle contestó villanamente: “Tú
eres un andrajoso; no conozco a ningún rey»; y continuó su camino sin volver a
mirarle.
El pobre rey, entristecido, le vio desaparecer entre la maleza. Luego murmuró:
“Mañana tú tendrás sed; y no podrás beber en mi reino». Entre tanto la noche
llegó; y el palacio real quedaba aún lejos. De pronto vio dibujada en el camino
una franja de luz; era una casa de labriegos. Miró por la puerta entornada.
Sobre la mesa humeaban los alimentos. Un hombre, una mujer y un joven
permanecían a su alrededor. El rey tenía hambre y sueño. Detenido en el umbral,
suplicó: “Buena gente; dad a vuestro rey que viene de lejos, un poco de pan y un
poco de pasto seco para dormir”... El marido se levantó blasfemando, lo echó a
la oscuridad, cerrando la puerta con llave. El pobre rey, bajo las estrellas,
mojando el dedo en su herida sangrante, escribió en la puerta: “Non est pax, nec
hodie, nec cras: no habrá paz; ni hoy, ni mañana”.
Hacia el alba entró por el portón de la casa real. Casi no la reconoció; no
estaba magnífica, ni tan linda como antes. Casi parecía una caballeriza. Oyendo
salir voces de la sala, se detuvo y oyó: «El rey ha muerto; ya terminó el tiempo
de la tiranía. Ordénase que todo el pueblo queme su aborrecida imagen, y use la
del mandatario nuevo. Que se realicen grandes fiestas, en las cuales cada uno
haga lo que quiera...
Embargado por la emoción, el pobre rey no pudo detenerse más y empujando la
puerta gritó: “Queridos súbditos, alegraos; vuestro rey ha vuelto a reinar, para
daros la paz y concordia”. Hubo un grito de espanto: nobles y príncipes,
apretaron sus puños. “Aléjate; no queremos más rey.
Ya nos manda otro”. Desde ese día en aquel reino comenzaron las rapiñas, las
violencias, fraudes, pestes, terremotos y guerras. El nuevo mandatario era muy
ambicioso y desleal.
Comprendamos la leyenda: Cristo es el rey de nuestros corazones. Quiere y vuelve
para reinar; ay del individuo que no apaga la sed con su alma; experimentará sed
eterna en el infierno. Ay de los hogares que no le hospedan; no tendrán paz, ni
este mundo, ni en el otro. Ay de las naciones que no respeten sus derechos
inviolables; serán agobiadas por desastres físicos y morales. Caerán bajo el
yugo tiránico, por no aceptar el del amor. (COLOMBO, Homilías.)
(Rosalio Rey Garrido, Anécdotas y reflexiones, Ed. Don Bosco, Bs. As., 1962, nn°
231;236)