32 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO
9-16

9.

Hoy nos vamos a detener en la segunda lectura porque expresa una realidad de la Iglesia que nos afecta de manera particular y es motivo hoy de muchos empeños, tentativas y esfuerzos. Se trata de la formación y continuidad de una comunidad de fe. Dentro de la gran Comunidad que es la Iglesia existen pequeños grupos de creyentes que forman una Comunidad. Estos grupos -mejor sería decir agrupaciones- se llamaron en la antigüedad y hasta hoy "iglesias" que viven en el seno de la "iglesia". Estas agrupaciones son las iglesias locales que incluso, físicamente, pueden repartirse en ámbitos más pequeños.

Una comunidad nace de un acontecimiento misterioso y es San Pablo el que puede ser, en nuestro tiempo, un gran maestro para la fundación y desarrollo de esas Comunidades. El texto de hoy nos relata lo que es una Comunidad viva.

Toda la obra de San Pablo es una catequesis o predicación que tiene como finalidad la constitución de comunidades cristianas.

Estas comunidades se agrupan en torno a Cristo que gloriosa y misteriosamente vive no sólo en los cielos, sino también en la tierra, después de su Resurrección. Hoy nos preguntamos muchas cosas en torno a lo que es una Comunidad. En primer término nos preguntamos por su fundamento o punto de partida, en nuestro deseo de colaborar en el desencadenamiento de una Comunidad. Para San Pablo el fundamento de estas agrupaciones, de estas "iglesias" no consiste tan sólo en la participación en ciertos ritos ni en un cierto régimen de vida práctica -esto es la consecuencia-, sino ante todo en la transformación de nuestra existencia entera, consecuencia a su vez de una transformación de nuestro ser entero por la deificación debida a la unión con Cristo. Esta unión se produce por el Bautismo y queda sellada en la Eucaristía.

Esta es la Comunidad cristiana que nos ha legado la obra apostólica y que es el palpitar de la Iglesia. Se da una comunidad cristiana cuando hay vidas transformadas por la unión, no de unos miembros con otros por el vínculo de la amistad, mentalidad o simpatía, sino cuando CADA uno de los miembros está unido a Cristo y transformado en él.

Solamente con la unión que produce el Bautismo, solamente con la transformación por la fe, esperanza y caridad, se es apto para formar parte viva de una Comunidad cristiana. Esto representa que las Comunidades cristianas están enraizadas en el misterio de la Presencia de Cristo en la tierra después de su Resurrección y en la obra del mismo Cristo, por la fuerza del Espíritu que transforma la vida concreta de los hombres.

Dos cosas se nos presentan como problemas hoy a esclarecer.

Primero que una Comunidad queda empequeñecida si la reducimos a una pura práctica y participación ritual. Segundo que una Comunidad queda desviada si la reducimos a una coincidencia en la vida práctica.

Hemos de reconoce que psicológicamente al menos, hay una tendencia en muchos cristianos a una de estas dos reducciones. Y estas reducciones han sido posibles porque se ha debilitado la vivencia y la conciencia del fundamento de la comunidad: la transformación misteriosa de nuestro ser por la unión con Cristo en el Espíritu. El texto de hoy nos dice con toda claridad que la fe activa, el amor esforzado y la esperanza firme son las pruebas de una Comunidad viva. También el texto nos dice que una comunidad no se desencadena simplemente por una externa predicación, es decir, por un mero resonar formal de la Palabra, sino por la fuerza del Espíritu.

En resumen, una Comunidad es un misterio de Dios y no una obra de los hombres. No es la horizontalidad la que la hace sino la unión vertical con Cristo Resucitado. Hemos creído útil el detenernos en este punto cuando todos nosotros estamos empeñados en hacer consciente el sentido y la realidad de las Comunidades cristianas.

CARLOS CASTRO


10.

PRIMACÍA DEL SERVICIO DE DIOS

-Dar al Cesar lo que es del Cesar (Mt 22, 15-21)

He aquí una enseñanza dominical que puede interesar a muchos cristianos de hoy...: religión y politiza... Es importante, pues, dejar en su punto estas lecturas en unas pocas frases que quisieran ayudar a reflexionar en el problema que suscitan, dándole una respuesta. Esta no siempre va en el sentido que muchos cristianos quisieran.

"Dar al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios" es entendido a menudo como una respuesta cómoda para hoy día: dos dominios separados; cada uno en su casa, el cura en la sacristía y el político en la Cámara de debates.

Pero los dos miembros de la respuesta no son iguales. Ciertamente, Jesús afirma que hay que dar al Cesar lo que es del Cesar, pero también afirma que hay que dar a Dios lo que es de Dios. El evangelista quiere insistir sobre todo en esta última afirmación .

Para los contemporáneos de Jesús, había aquí una invitación a reconocer a Jesús como el Mesías y la presencia del Reino, del cual El es el Dueño. Ahora bien, los que plantean la cuestión no entienden que aquel a quien ellos interrogan es ese Señor que instaura el Reino y a quien todo le es debido. Pero a la vez que afirma la presencia del Reino en sí mismo, Jesús quiere precisar que ese Reino no es de este mundo y que no hay ninguna comparación que establecer con el del César; se sitúa en un nivel espiritual: "Mi Reino no es de este mundo", dirá Jesús en san Juan (18, 36). Jesús no es, pues, en modo alguno un Mesías político, y su Reino nada tiene de político; no hay, por tanto, competición alguna con el del César. Este, además, dado que Cristo anuncia un Reino divino, está evidentemente sometido a tal Reino. Porque todo está sometido al plan de Dios. La afirmación de Jesús: "Dar a Dios lo que es de Dios" invita a un acto de fe y de sumisión en ese Jesús Mesías que viene a establecer el Reino de una forma que sus contemporáneos no pueden entender, rehuyendo todo poder político y entregándose voluntariamente a sus enemigos para morir y ofrecer su vida y resucitar gloriosamente, fundando así en su victoria sobre el pecado y la muerte el Reino al que están llamados los hombres que creen.

"Dar al César lo que es del César" no tiene, evidentemente, un alcance del mismo nivel, ni es un adagio equivalente al de "Dar a Dios lo que es de Dios". Al recomendar que se dé al César lo que es del César, Jesús, reconociendo para todo individuo el interés social y político que debe conceder a su país, le quita al poder político todo carácter divino, sin retirarle por ello la responsabilidad que tiene respecto a Dios: Dios quiere que el hombre organice la vida que le ha dejado temporalmente en esta tierra.

"Dar a Dios lo que es de Dios", no significa quedarse en eso; e igualmente, "dar al César lo que es del César" expresa que la fidelidad al Señor, a quien debemos dar todo, incluye también el respeto al sentido social: "dar al César lo que es del César" es un deber que se inscribe en "dar a Dios lo que es de Dios"; lo primero se inscribe en la línea, en la medida y en la manera en que debe realizarse lo segundo.

Parece evidente que la importancia del pasaje reside todo él en el acto de reconocimiento del verdadero y único verdadero Reino: el que Cristo ha instaurado.

-Yo soy el Señor y no hay otro (Is 45, 1.4-6)

El interés de esta lectura reside en dos elementos: Ciro es un pagano; recibe, sin embargo, la investidura de parte de Dios. Esto es reconocer, a la vez, que el Señor puede distribuir sus dones y confiar un encargo a quien él quiere y no solo a alguien de la nación judía; y es también afirmar que el Señor se interesa por la vida humana y política de su pueblo. Pero esa misión y encargo confiado por Dios a Ciro, deben llevar al reconocimiento de que no existe otro Señor que el Dios de Israel. Ciro ha llegado a ser poderoso, pero su poder lo tiene por completo del Señor.

Este texto es significativo y nos ayuda a entender mejor el evangelio de hoy. "Fuera de mi no hay dios". Esta afirmación del Señor en el momento en que designa y consagra a Ciro como caudillo político, subraya que en la historia nada acontece independientemente de Dios. Si Ciro debe ser obedecido, no es por sí mismo, sino por estar investido del poder de Dios, porque es de Dios de quien él tiene el poder, de Dios que no se desentiende de la vida de los hombres y de su política, debiendo ésta última conducir finalmente a los hombres a la justicia, la paz y la salvación .

La doctrina del evangelio no es, por lo tanto, ni indiferente ni neutra en lo que a la política respecta, pero la política no puede ser neutra en lo que respecta a Dios. "Dar a Dios lo que es de Dios supone fidelidad a los deberes sociales y políticos, pero en la línea, el espíritu y las exigencias del evangelio, porque todo depende de Dios. Todo hombre debe, pues, vivir su vida de hombre en cuanto hombre y en el contexto social en que se encuentre, intentando trabajar por el progreso y el bienestar. Pero debe hacerlo obedeciendo a lo que el evangelio le indica. Por otra parte, la proclamación del evangelio por la Iglesia debe recordar a la política la primacía de Dios y la necesidad de ir por la vía de sus mandamientos, precisamente en orden a la felicidad humana de la comunidad, de esa comunidad a la que tiene el encargo de conducirla a la felicidad. Ambos adagios son, en consecuencia, complementarios, pero el "dad a Dios lo que es de Dios" es primero y de él dimana la obligación y el fundamento del segundo: "dad al César lo que es del César".

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 7
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 22-34
SAL TERRAE SANTANDER 1982.Pág. 71 ss.


11.

«Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»: es una de las frases más conocidas del Evangelio, pero cuya interpretación no es fácil. La historia muestra cómo esa frase ha sido interpretada de formas diversas e incluso contradictorias.

Ante todo hay que decir que se trata de una respuesta de Jesús a una trampa que le tienden al preguntarle: «¿Es lícito pagar impuesto al César o no?» No hace mucho tiempo se habló entre nosotros de la «trampa saducea», aunque en este caso son los fariseos los que hacen la pregunta capciosa a Jesús. Si Jesús respondía que hay que pagar impuesto al César, se ganaba la enemistad de un pueblo muy nacionalista, exasperado por el poder opresor del Imperio Romano. Si, por el contrario, Jesús rechazaba el impuesto, el predicador de Galilea podía ser acusado de revoltoso contra el poder de Roma. Jesús sale hábilmente de la trampa que le han tendido con una respuesta dialéctica. Surge por ello la pregunta: ¿es esta frase de Jesús sólo una respuesta feliz para evitar caer en la trampa que han puesto bajo sus pies?

PODER/Mt: Se ha escrito del Evangelio de S. Mateo que «es una amplia crítica contra el poder». En el relato de las Tentaciones invierte el orden presentado por S. Lucas y sitúa la tentación del poder, la de dominar sobre todos los reinos de la tierra, en tercer lugar como la suprema tentación. La crítica al poder se extiende, en labios de Jesús, tanto a los políticos de su pueblo como a los líderes religiosos de Israel (Monloubou).

Sin embargo es difícil no ver en la respuesta de Jesús una cierta invitación a tener en cuenta la autoridad establecida y a respetar sus derechos; hay que «dar al César lo que es del César». Jesús no responde con una doctrina elaborada teórica sobre la actitud que sus discípulos deben adoptar frente al poder; pero, al reconocer la existencia de ese poder, Jesús reconoce también sus derechos primordiales. Esta afirmación de que el cristiano debe ser un buen ciudadano, que debe cumplir las exigencias del orden social, va a ser repetida por S. Pablo y va a ser una constante en varios escritores cristianos de los primeros siglos. ·Tertuliano, por ejemplo, dirá en su defensa contra las acusaciones del mundo pagano: «Habitamos este mundo con vosotros. Navegamos como vosotros, con vosotros servimos como soldados, trabajamos la tierra, nos dedicamos al comercio... ¿Cómo podemos parecer inútiles para vuestros intereses, ya que vivimos con vosotros y de vosotros?».

Pero Jesús introduce un elemento nuevo que no estaba presente en la pregunta que le hacían. Jesús añade el «dar a Dios lo que es de Dios«, que supone un elemento revolucionario y contestatario de su mensaje. Para Jesús, Dios y la causa del Reino de Dios son el único absoluto. Todas las otras realidades humanas no son negadas, se les reconoce su valor, pero no constituyen nunca un absoluto: la familia, la vida misma y, por supuesto, el mismo poder, no pueden ocupar el primer plano en la escala de valores para el seguidor de Jesús. Hay situaciones en la vida en que esos valores pueden entrar en tensión y en conflicto con Dios y su Reino y, entonces, hay que estar dispuestos a sacrificarlos. Son situaciones en las que hay que repetir con Isaías: «Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mi no hay Dios». Para Jesús ningún César puede ocupar el lugar que Dios debe tener en la vida.

La frase de Jesús ha sido entendida con cierta frecuencia como si se levantase una barrera entre la vida religiosa y la vida política y social, de tal forma que la religión quedase relegada al ámbito de la esfera privada e individual, arrinconada en las sacristías, sin incidencia alguna en la vida social; como si Jesús hubiese creado dos reinos distintos, el de Dios y el del César, en donde cada uno tuviese su poder omnímodo e independiente del otro. Este no es el pensamiento de Jesús: para El, sólo Dios es el Señor y no hay otro Dios fuera de él. Para Jesús, ningún poder político podrá ocupar el puesto que sólo le corresponde a Dios.

Esto no significa no reconocer la autonomía de la ciudad secular y de sus legítimos e indiscutibles derechos; no se trata de que el altar sustituya al trono o la cruz a la espada, ni siquiera de que se hermanen. La historia muestra como esas situaciones de suplantamiento o de hermanamiento han sido siempre negativas para la Iglesia y, probablemente, también para el Estado. El creyente en Jesús debe reconocer y asumir las legítimas exigencias de la sociedad civil, pero debe tener siempre en la mente que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres», que Dios es el único Señor y no hay otro fuera de él.

Un autor, G. ·Bornkamm-G, aporta una sugerente interpretación de la frase de Jesús. Subraya que Jesús, antes de dar su famosa respuesta, pregunta quién es el que está representado en una moneda, de quién es esa imagen. En este contexto se sitúa la respuesta de Jesús: «La imagen de la moneda pertenece al César, pero los hombres no han de olvidar que llevan en sí mismos la imagen de Dios y, por lo tanto, sólo le pertenecen a El». Jesús nos quiere decir: «dad al césar lo que le pertenece a él, pero no olvidéis que vosotros mismos pertenecéis a Dios». (J. A. Pagola).

«Dar al César lo que es del César»: ¿nos distinguimos los católicos españoles por nuestra ejemplaridad en el cumplimiento de nuestras obligaciones civiles y sociales? Y, sobre todo, ¿nos distinguimos por poner la causa del Reino de Dios, la liberación total e integral del hombre, en sus vertientes horizontales y trascendentes, como objetivo primario de nuestra vida?

JAVIER GAFO
PALABRAS EN EL CORAZON/A
MENSAJERO/BURGOS 1992.Pág. 240 ss.


12.

1. Los enemigos se unen cada vez más

Después de las parábolas sobre el reino, dedicadas a los dirigentes religiosos de Israel, nos encontramos con unas controversias provocadas por los dos grupos más representativos del judaísmo: los fariseos y los saduceos. La primera trata del tributo personal que se pagaba al César, que estaba rodeado, en la teoría y en la práctica, de honores y exigencias divinos. Nos la cuentan los tres sinópticos.

Para entender correctamente el texto debemos saber las circunstancias concretas en que vivían los oyentes de Jesús. Israel, un pueblo con tanta historia a sus espaldas, que amaba profundamente la libertad y la independencia de su nación, se encuentra ocupada por las tropas del emperador romano. El signo más visible y más odiado de esta ocupación era el impuesto que debían pagar al César todas las personas, incluidos los siervos; los hombres desde los catorce años, y las mujeres desde los doce, hasta la edad de sesenta y cinco para todos. Había sido la introducción de este tributo la que había provocado la rebelión de Judas en el templo el año 6 d.C.

Pagar o rechazar este impuesto tenía para ellos una doble significación: someterse o rebelarse ante la ocupación y someterse o rebelarse ante la pretendida divinidad del emperador. Someterse y pagar significaba abandonar la defensa de la propia independencia y la divinidad única de Yavé, o reducirlas a puras palabras, ya que, según la concepción antigua general, uno se sometía al régimen en el poder mediante el pago de tributos e impuestos.

Rebelarse y no pagar obligaba a levantarse en armas, ya que con ellas forzaba la policía romana a los que se negaban, y así defender esa independencia y esa única divinidad. La postura de los diversos grupos políticos y religiosos estaba muy dividida. Los más radicales eran los zelotes, para los que pagar el impuesto era ir en contra del primer mandamiento, que manda reconocer a Yavé como único Dios (Dt 6, 4-5), y defendían la lucha armada contra Roma como camino para defender la independencia nacional. En el otro extremo estaban los herodianos, partidarios de Herodes, el rey-títere admitido por los romanos, que defendían el pago del impuesto por los beneficios y privilegios que disfrutaban con la ocupación. También los saduceos -el partido de las clases altas sacerdotales y laicas que dominaba el sanedrín y ejercía el poder político mediante una alianza de sumisión con los romanos- se había resignado al pago del impuesto y a todo aquello que no pusiera en peligro sus intereses económicos privados. Finalmente, los fariseos eran contrarios a la ocupación romana y al pago del impuesto, pero se habían sometido como mal menor, y adoctrinado al pueblo para que siguiera su ejemplo. Es curioso constatar que, de los cuatro partidos, el único que jamás se enfrentó con Jesús fue el primero: el de los zelotes. También fue el único que Jesús no atacó, a pesar de todas sus imperfecciones de fondo e incorrecciones de forma.

Atacar su ideología y su programa de lucha habría supuesto ponerse de parte de los conservadores y de los romanos. De su postura deberían tomar ejemplo muchas personas influyentes, siempre dispuestas a criticar la ideología y las estrategias de los movimientos revolucionarios populares que, lógicamente, tienen aspectos oscuros e imperfectos, dejando a los pueblos sin defensa posible.

2. Si los pensamientos olieran...

La actitud negativa de los fariseos frente al reino de Dios había sido puesta en evidencia por Jesús en tres parábolas (los dos hijos, los viñadores asesinos y la boda del hijo del rey). Pasan ahora al ataque y buscan desacreditarle ante el pueblo o hacerle prender por las tropas romanas, proponiéndole una cuestión política que le obligaría a una declaración comprometedora para él, diera la respuesta que diera. La presencia de unos herodianos aseguraría la denuncia, en caso de responder negativamente, que les parecía lo más probable teniendo en cuenta la opción de Jesús por el pueblo y que éste odiaba pagar un impuesto que les recordaba constantemente la dominación extranjera. El pueblo, testigo también de la pregunta, se separaría de él si contestaba de modo afirmativo. De esta forma pretenden, además, eludir las exigencias que Jesús predicaba. Ya tenían bastante con sus 613 preceptos. Es lo de siempre: desviar el verdadero problema y eliminar, si se puede, al que importuna. Actitud siempre lamentable, pero mucho más cuando se hace en nombre de Dios.

La pregunta no la hacen los mismos fariseos, sino "unos discípulos, con unos partidarios de Herodes". Estos jóvenes estudiantes de la ley, que aún no habían recibido el título de rabí, fueron los encargados de proponerle la difícil cuestión; posiblemente con más candidez y menor malicia que los jefes que los habían enviado.

Se dirigen a él cortésmente -"Maestro"- y preparan el terreno alabando su enseñanza y su valentía y libertad, que no se deja impresionar por la posición social de los hombres ni por los riesgos que le puedan ocasionar. Se presentan como israelitas piadosos que tienen un grave escrúpulo de conciencia. El elogio que hacen de Jesús, antes de lanzarle la insidiosa pregunta, subraya la figura de un rabino íntegro, honesto, resistente a todo chantaje.... todo lo contrario a un oportunista. Con sus palabras -para ellos aduladoras- quieren, evidentemente, empujarle a una declaración en contra del tributo. La trampa, de claro matiz político, es manifiesta: de responder negativamente, habría provocado la reacción inmediata de las autoridades romanas; si la respuesta era afirmativa -poco probable, si tenían en cuenta sus enseñanzas-, perdería la simpatía de las multitudes. Jesús se da cuenta de la trampa que intentan tenderle. Por esa razón no acepta el planteamiento. Y así, después de desenmascararlos -"¡Hipócritas!, ¿por qué me tentáis?"-, hace que los mismos que han formulado la pregunta queden implicados en la respuesta.

3. Los cazadores, cazados

Les obliga a quitarse la máscara: tienen que enseñarle una moneda del tributo y reconocer que se sirven del dinero del César.

El no puede mostrarla porque no la tiene. En el mundo grecorromano y en el judío estaba en vigor este principio: la zona de soberanía de un rey se extiende al área de validez de sus monedas.

Quien acepta y utiliza una moneda reconoce la soberanía del que la ha mandado acuñar. Si los judíos utilizan la moneda del emperador, reconocen también su soberanía y, consiguientemente, su deber de pagar impuestos. Así pues, ellos mismos han resuelto ya de antemano la cuestión que plantean a Jesús, que sólo tendrá que sacar la conclusión. Son precisamente ellos, los que querían comprometerle ante el pueblo o ante el gobernador, quienes atesoraban monedas de aquellas, tantas como podían, a costa del trabajo y de la miseria de las clases humildes, del pueblo. No en vano eran las capas sociales altas, sacerdotales y laicas, las que se habían sometido al pago del impuesto. "Le presentaron un denario", moneda de plata que pesaba unos 3,40 gramos.

Conocemos la efigie y la inscripción que llevaba la moneda del impuesto en tiempos de Tiberio (14-27 d.C.): en el anverso, el busto del emperador, adornado con una guirnalda de laurel que indicaba su dignidad divina, acompañado de la siguiente inscripción: "Tiberio César Augusto, hijo del divino Augusto"; en el reverso aparece "pontifex maximus" y la imagen de la madre del emperador sentada en un trono de dioses, llevando a la derecha el cetro olímpico y en la izquierda un ramo de olivo, que la hace aparecer como encarnación terrena de la paz celestial. Los enviados, celosos de la ley de Dios, llevan consigo esta moneda con todos los símbolos de la divinización del poder romano.

Jesús les pide algo que repugnaba a los "piadosos": mirar la efigie del emperador y la inscripción, impresas en la moneda del tributo, que indicaba su naturaleza divina. No teme hablar en presencia de la efigie del César, que en aquellos tiempos comprometía mucho: cualquier desacato ante su imagen era considerado como crimen de lesa majestad; despreciarla era un acto religioso-político de clara rebeldía contra el orden establecido. Naturalmente, penado con la muerte.

4. Al César lo del César y a Dios lo de Dios

Las relaciones entre lo religioso y lo político han estado, casi siempre, saturadas de confusionismo, llegándose en las grandes religiones a una estrecha relación, hasta el punto de ejercer una misma persona las máximas autoridades civil y religiosa: el rey era, a la vez, el máximo jefe religioso. El cristianismo nace independiente del poder político y sin relación con los Estados, que ven en él un peligro cuando es fiel a su Maestro. La fe cristiana no inspira a ningún partido político. Es una actitud de respuesta total a Dios, pero no invade los fueros de la vida secular. ¡Cuántas veces se ha olvidado, en la historia, un principio tan elemental!

"Pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios". Palabras que se han utilizado para defender todo tipo de posiciones contrapuestas. Desde afirmar que la Iglesia no tenía que meterse en cuestiones políticas ni sociales, porque eso eran cosas de los gobernantes y Dios no tenía nada que decir sobre ellas, hasta defender que, puesto que el poder venía de Dios y era Dios el que ponía a los gobernantes, la Iglesia tenía derecho a hacer y deshacer en todo lo de este mundo y del otro. Ambas posiciones extremas fueron defendidas por los que ocupaban los poderes políticos, económicos y religiosos: la primera, cuando la Iglesia se convertía al evangelio de Jesús y defendía los derechos de los oprimidos y explotados; la segunda, cuando las altas jerarquías religiosas y civiles unían sus intereses. Siempre era el pueblo sencillo el que pagaba los platos rotos.

La respuesta de Jesús se parece a esas frases enigmáticas de los sabios, que tienen la finalidad de demostrar la inteligencia del maestro y de obligar, al mismo tiempo, al discípulo a superar el caso particular para llegar a la raíz del tema planteado, porque son conscientes de lo limitadas e ineficaces que son las respuestas que sólo se interesan por las soluciones inmediatas.

La respuesta de Jesús es inesperada. Lleva el razonamiento a mayor profundidad. No coloca a Dios y al César en el mismo plano. Afirma claramente, delante de la moneda, cometiendo crimen de lesa majestad, que el César no es Dios; que hay cosas que no son suyas; que su poder no es absoluto, ni mucho menos.

Negando la divinidad del César, ataca en su raíz los fundamentos del Estado romano. Toma una posición política definida: si hay algo que de verdad sea de los romanos, que se queden con ello y que se vayan. Años más tarde, por entender perfectamente esta respuesta de Jesús y ser consecuentes con ella, muchos cristianos fueron asesinados. "A Dios lo que es de Dios". No se limita a responder a la pregunta. Añade unas palabras para él decisivas: lo fundamental es ponerse totalmente a disposición de Dios, que es lo que ellos tratan de evitar.

Para todo israelita consciente de su raza y de su fe, la tierra de Palestina, sus habitantes, el templo, los productos del suelo..., pertenecen a su único rey: Yavé. Devolver todo aquello a Dios implicaba, de momento, darle la primacía, sacarlo de las manos de los romanos y colocar al emperador en su justo lugar. Para Jesús, las cosas que son de Dios se le devuelven únicamente si son compartidas por todos los hombres por igual.

¿Hay algo en el mundo que no sea de Dios? Son de Dios los hombres y las cosas, el presente y el futuro, los gobernantes de todo tipo. Todos somos de Dios, llevamos la imagen y la inscripción de Dios en nuestro ser profundo. Imagen que puede desdibujarse, pero nunca borrarse del todo mientras vivamos. Y porque somos de Dios, cada uno de nosotros vale más que cualquier autoridad civil o religiosa de la tierra. Ninguna autoridad puede arrogarse atributos totalitarios y absolutos; ninguna autoridad es dueña del hombre y de su conciencia. Ser de Dios nos obliga a realizarnos como personas responsables y solidarias, a llevar a plenitud el plan que Dios se propuso realizar en nosotros, como individuos y como humanidad, antes de crear el mundo (Ef 1,4-5).

A pesar de su aparente oscuridad, la gente entendió perfectamente la respuesta de Jesús sobre el tributo. Los sumos sacerdotes y los letrados también. Pronto veremos cómo le acusan ante Pilato de haber dicho que no había que pagar tributo al César (Lc 23,2). La actitud de Jesús era clara y definida. Le negaba al César todo poder para dominar y para imponer tributos; le negaba todo derecho a oprimir a los súbditos, que era lo mejor que el emperador sabía hacer. Una vez más, se jugaba la vida. Su palabra se extendía desde lo más íntimo del hombre hasta lo más público de la sociedad, incluyendo las realidades políticas; removió conciencias e instituciones, intentó que los poderosos abandonaran su opresión y comodidad, llamó a todos a comprometerse en la edificación de una nueva humanidad.

La red se había tendido en vano. Los que habían planteado la cuestión enmudecen. La respuesta es objeto de admiración.

Pretendían poner una trampa a Jesús, y han resultado cogidos en ella. ¿Qué conclusiones podemos sacar para nosotros? Principalmente que un cristiano puede pensar políticamente como le parezca más oportuno, sabiendo que su pensamiento nunca será la perfección, nunca será lo absoluto. Pero con una limitación fundamental: jamás debemos amparar las dictaduras ni las esclavitudes del signo que sean, ni la opresión del pueblo, ni la insolidaridad. En todo lo demás, pensará y actuará como quiera, pero teniendo en cuenta que el evangelio de Jesús es una crítica constante de los pensamientos y las obras de los hombres, ya que los hombres nunca llegamos a realizar plenamente su amor y su justicia, nunca llegaremos a realizar en plenitud el reino de Dios. ¡Qué difícil les resulta a los que luchan por una sociedad más justa realizar su trabajo desde dentro de la Iglesia institucional, y a los cristianos comprometidos con la causa de los pueblos luchar por una sociedad más justa. Sólo uniendo la fe al trabajo por la liberación integral de los pueblos y de las personas seremos fieles a Jesús. Ni limitarnos a los problemas temporales del hombre, renunciando a su destino trascendente; ni evadirnos de esos problemas refugiados en un cristianismo desencarnado que, evidentemente, no es el de Jesús.

La tarea de evangelización cristiana no se identifica con la promoción humana que buscan los líderes políticos que de verdad quieren promocionar al pueblo. A pesar de ello, el cristiano verdadero lucha con el pueblo para lograr su liberación total y colabora con todos los que buscan sacar de la opresión a los hombres, aunque se queden en lo temporal.

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET- 4
 PAULINAS/MADRID 1986.Págs. 54-60


13. /Rm/08/28 MUERTE/MAL

-Dos peligros del creyente

La vida está llena de problemas y dificultades, y en el saber superarlos está la medida de la madurez del ser humano. El niño desconoce los problemas o sabe que son otros -normalmente los padres- quienes se preocupan de resolverlos; el adolescente descubre -dolorosamente- que ya no puede eludir los problemas y sueña con que desaparezcan; el adulto ha descubierto que son precisamente los problemas -el saber hacerles frente- lo que le ayuda en la vida a crecer y a madurar.

Sin embargo al hombre le cuesta entender esto; y por eso lucha contra los problemas, la mayoría de las veces, sin la ilusión, la esperanza y aún la alegría de quien sabe que su lucha vale para algo más que el simple quitarse de encima un problema (que, por supuesto, no es poco, pero se queda corto y es un tanto inhumano). Superar un problema sólo para encararse con el siguiente es algo sin sentido, agotador, que lleva muchas veces al abandono.

Al creyente le puede pasar -y le pasa- algo parecido. Y así, cuando se encuentra con las dificultades, los problemas y, en definitiva, el mal en cualquiera de sus formas, pronto siente la tentación de lanzar la acusación: ¿dónde se mete Dios?, ¿me escucha Dios?, ¿existe Dios? Para muchos creyentes su fe en Dios es una especie de patente de corso que les da derecho a no tener problemas; pero, claro, como la realidad no es así, vienen los problemas. La realidad es que para el creyente, más que para nadie, debe estar claro que los problemas son el camino que nos posibilita la cercanía a Dios.

TEILHARD-DE-CHARDIN supo describirlo con su finura y hondura características: «Dios, con tal que nos entreguemos a Él amorosamente, sin alejar de nosotros las muertes parciales (los problemas), ni la muerte final, que esencialmente forman parte de nuestra vida, las transfigura al integrarlas en un plano mejor. Y a esta transformación están no sólo admitidos nuestros males inevitables sino también nuestras faltas, incluso las más voluntarias, con tal de que las lloremos. Para quienes buscan a Dios, no todo es inmediatamente bueno, pero sí es susceptible todo de llegar a serlo« (El medio divino, pág. 82).

Quizás uno de los motivos más importantes que explican por qué a veces al creyente le cuesta encontrarse con Dios es porque está demasiado acostumbrado a buscarlo «en el cielo», en vez de buscarlo "en la tierra", en la historia, entre los hombres, en los acontecimientos de cada día.

Y esta doble lección (que Dios está con el hombre en la historia, y que el mal es aquello que, por nuestra lucha contra él, nos ayuda a crecer y a madurar) es la que nos presenta la primera lectura de hoy.

-La acción de Dios A-D/GRATUIDAD

Ver así la vida no es sólo cuestión de voluntariedad; aunque tenemos que reconocer y aceptar que los predicadores, con demasiada frecuencia, hemos exigido a nuestras feligresías que se esfuercen y se esfuercen, como si ser cristiano fuese sólo cuestión de fuerza de voluntad. Por supuesto que el esfuerzo y la voluntad son imprescindibles, pero como respuesta al don de Dios que es la fe, como respuesta a la acción de Dios en nosotros, que es el primero que actúa, el primero en amarnos. Quizás si los responsables del anuncio de la Palabra pusiésemos un poco más de empeño en que los creyentes nos abramos a la acción de Dios, las cosas serían de otra manera. Dios os ha elegido, proclama rotundamente Pablo en la segunda lectura de hoy. Y esa elección es una verdad que olvidamos con demasiada frecuencia los cristianos de hoy día. Por supuesto que no se trata de alardear de esa elección, pero sí de estar agradecidos. Cuando uno se sabe y se siente amado hace todo lo posible por corresponder, con amor -gratitud y gestos- a la persona amada. Nosotros, la mayoría de las veces, respondemos con obediencia por miedo. Entonces es que no nos sentimos amados por Dios. Y si esa es nuestra situación, tenemos que volver a empezar por el abc de nuestra fe, porque no nos hemos enterado de nada.

-Dios y el César

Quizás esta manera de vivir la fe es la que, a la hora de la verdad, nos crea tantos problemas y tantos líos, y acabamos sin saber qué es lo de Dios ni qué es lo del César, ni nada de nada.

No sabemos poner las cosas en su sitio, no sabemos dar a las cosas su verdadero y justo valor, y terminamos endiosando cualquier césar, cualquier diosecillo que nos resulte más o menos apetecible en la vida.

Si nos sentimos amados de Dios, sentiremos también todo lo que eso significa. Ser amado de Dios no es ninguna fruslería; que Dios nos ama significa que nos ama quien nos ha dado la vida, que nos ama quien todo lo puede, que nos ama el que nos va a rescatar de la muerte. No es un amor cualquiera el amor de Dios. Quien se siente amado por Dios sabe que es un amor de otra clase, de otra categoría, de otra dimensión (valga la expresión siempre y cuando no la interpretemos de un modo angelical y desencarnado). Alguien dijo, y es verdad, que allí donde terminan los grandes amores humanos, empieza el amor de Dios; allí donde los hombres ya no somos capaces de amar más, allí está el mínimo (es una manera de hablar) del amor de Dios; allí donde los hombres llegamos exhaustos al límite de nuestras posibilidades de amar, allí empieza fresco, lozano y recién estrenado el amor de Dios. El «mínimo» del amor de Dios al hombre esta muy por encima del «máximo» posible en nosotros.

Pero esto no hay que saberlo: hay que experimentarlo. Y, experimentándolo, es cuando empezamos a ver las cosas, la vida y los hombres de otra forma. Y entonces empezamos a entender quién es Dios y qué son los césares y cesarillos, a quienes no podemos por menos que «ponerlos en su sitio».

La frase tan aparentemente enigmática de Jesús, en el evangelio de hoy, no es sino una llamada a dar a Dios en nuestra vida el lugar que se merece, y a poner todo lo demás por debajo de él. Ningún césar, ningún ídolo, ningún diosecillo puede ponerse a la altura del Dios Padre de Jesús; aunque nosotros, a veces, seamos lo suficientemente brutos como para cometer semejante disparate. Terminemos volviendo por un momento a la primera lectura: «Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí no hay dios... Yo soy el Señor y no hay otro». No lo olvidemos.

LUIS GRACIETA
DABAR 1993/51


14.

Pocas frases de Jesús hay más citadas que ésta que acabamos de leer, ésta que se suele citar diciendo "dar al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios" (en realidad, el evangelio no dice propiamente "dad al Cesar" sino más exactamente "pagad" o "devolved al Cesar"). Pocas frases más citadas y además, con frecuencia, mal interpretadas. Porque de esta frase algunos deducen como si el Cesar -es decir, el poder político- y Dios sean dos mundos, dos campos de comportamiento humano, separados e independientes. o, al contrario, interpretan que ya que Dios es el Absoluto, Señor de todo, el poder político se debe someter a un Dios que identifican con la Iglesia y ésta con su jerarquía eclesiástica.

Citar palabras de Jesús fuera de su contexto, sin tener en cuenta en qué situación las dijo, siempre tiene el riesgo de desfigurar su sentido. Y además, en esta ocasión, me atrevería a decir que de este contexto narrativo se ve claro que Jesús da escasa importancia a estas palabras. Por tanto, no es hacerle ningún servicio convertirlas en una frase clave.

Hay sí, en este fragmento del evangelio, una palabra clave para entenderlo. Es la palabra "hipócritas".

Ante la cuestión del pago del impuesto por parte de los judíos al Imperio romano que le dominaba, había entre ellos por lo menos tres posiciones: el grupo de los llamados "celotas" -hoy serían los nacionalistas radicales hasta la violencia- que se oponían absolutamente hasta la revuelta; la de los "fariseos" -hoy serían los nacionalistas moderados- que negaban su licitud por razones nacional-religiosas pero en la práctica les interesaba transigir como mal menor; y finalmente la de los "herodianos" -hoy diríamos los colaboracionistas- que aceptaban la situación establecida ya que su jefe, Herodes, era quien en muchas cosas actuaba en nombre de Roma (y en provecho propio).

Pero vamos a los hechos narrados en el evangelio de hoy. Recordemos que nos hallamos ya en los último tiempos de la predicación de Jesús: la oposición de los poderosos políticamente -los herodianos- y de los poderosos religiosamente -fariseos- ha crecido de tal modo que están dispuestos a unirse -ellos que eran rivales incompatibles- para sacar de en medio al incómodo predicador Jesús de Nazaret. Por ello le preparan una trampa que les permita acusarle de "celota", es decir, de revolucionario violento y así acusarle ante el poder romano (el único que podía condenar a muerte). Notemos algo significativo para entender cómo era visto Jesús por muchos de sus compatriotas contemporáneos: fariseos y herodianos, ante la cuestión de si es lícito pagar el impuesto al César romano, suponen que responderá como un celota, como un revolucionario radical. Sin duda, porque gran parte de lo que Jesús decía les sonaba a ellos -gente de orden- como revolucionario.

Varias veces los evangelistas nos presentan escenas semejantes en que alguien pregunta a Jesús no porque realmente esté interesado en seguir su respuesta sino para provocarle. Y en la mayoría de estos casos, la respuesta de Jesús es una "no- respuesta", es decir, ante quien no desea buscar la verdad, no vale la pena ir al fondo de la verdad; basta con desenmascarar su hipocresía. El Jesús que buscaba y respondía a todo aquel que de algún modo anhelaba o añoraba verdad y amor, el que para ello entregó toda su vida, ante quien jugaba sucio imponía una condición previa: primero, juega limpio.

Esto es lo que sucede en esta ocasión y por eso la palabra clave es "¡hipócritas!, ¿por qué me tentáis?". Y lo que sigue es simplemente un modo de no entrar en su intento de que -en nombre de su Evangelio- resuelva cuestiones políticas.

Jesús no les da, como esperaban, la respuesta de un celota revolucionario. Se limita a constatar que si ellos tienen -usan- monedas romanas, si ellos aceptan o toleran el dominio del César, pues que paguen o devuelvan el impuesto que ello implica.

Me parece que, para nosotros, la conclusión es clara: no intentemos buscar en Jesús, en el Evangelio, respuestas ante las diversas opciones políticas. Hacerlo sería una hipocresía (sería utilizar a Jesús en función de nuestros intereses). El Evangelio de Jesús -"lo que es de Dios"- debe penetrar e iluminar y alimentar toda nuestra vida. Pero la responsabilidad de concretarlo de este o de aquel modo, es nuestra. Jugar limpio, no hacer trampa, es el primer paso -la condición previa- para escuchar de verdad, para seguir con responsabilidad, el Evangelio de Jesucristo.

JOAQUIM GOMIS
MISA DOMINICAL 1993/13


15.

Aunque tradicionalmente se pretenda interpretarlo así, el tema de la lectura evangélica de hoy no es la separación Iglesia-Estado, ni siquiera las relaciones religión-poder político. Esto sería impensable en una sociedad teocrática cuyo Sumo Sacerdote era, a la vez, Presidente del Gobierno (y por esto se le ungía como a los reyes). El problema político judío se centraba en el nacionalismo frente al ocupante romano.

Los comentarios tradicionales a este pasaje tratan más bien de encontrar argumentos para enfrentarse a proBlemas de su tiempo -cuando ya la Iglesia era poderosa- y emplean este relato como pretexto porque en él se contrapone al césar y a Dios. Pese a todo, esa exégesis infundada no soluciona gran cosa. Concluir que se debe dar a cada uno lo suyo, no es muy iluminador para ninguna situación concreta.

Lo que sí está claro es que imponerse desde el poder no es muy neotestamentario. No fue ésa la actitud mantenida por Jesús. El césar actúa con su fuerza para lograr un sometimiento externo de los súbditos sin importarle la libertad de éstos. El Maestro se dirige al corazón de la persona para que cambie y se convierta desde su libertad, y no recurre a ninguna estrategia que pueda forzar la decisión. Sería preocupante, desde el punto de vista cristiano, que la Iglesia buscase más la conversión del Estado que la de la sociedad. Jesús se negó a ser coronado rey como los de este mundo. Su apostolado no comenzó por Herodes o Poncio Pilato.

El texto recalca perfectamente que la protagonista de la escena es lo que Jesús llama hipocresía. Literalmente se habla de "comprometer" y de "mala voluntad". Por eso, El no da una doctrina sobre el nacionalismo judío, ni siquiera explicita su postura. Lo que el Maestro manifiesta es una actitud hacia aquellos que se defienden de Dios -en este caso atacándole- en lugar de buscarle. Ya una vez había escuchado la "oración", ciertamente extraña, de unos criadores de cerdos: «Te rogamos que te marches». La táctica de los adversarios no es ya la de no escuchar, sino la de acallar su voz. Así llevarán a Jesús hasta el Calvario.

Como se ve, la narración continúa la línea de las parábolas de la viña y el banquete, que nos hablaban de la negativa a escuchar a Dios.

Como el viejo Israel (la palabra tiene aquí sentido espiritual y no étnico), nos defendemos de Dios. El trata de sacarnos de una estabilidad pasiva, e intenta dinamizarnos hacia nuestra plenitud. Pero, seguimos prefiriendo los ajos y cebollas de Egipto. Esta tentación debe ser muy fuerte cuando, hasta en una época en que el adjetivo «progresista» parece ser la calificación máxima, preferimos ser auténticamente conservadores en religión. No buscamos la voluntad de Dios, sino reforzar nuestra postura. En la narración que comentamos, Jesús -como en otras ocasiones (Mc 11,33)- no contesta y se limita a descubrirles su mala voluntad. Si las monedas con la cara del césar las usáis sin escrúpulos para haceros ricos, es claro que vosotros ya habéis tomado partido con vuestra actitud. Ni siquiera sois tan nacionalistas como pretendéis, les viene a decir. Por nuestra parte, si quisiésemos comprender, escucharíamos de los labios del Señor reproches similares.

No obstante, prescindiendo de la mala intención, lo que le plantean a Jesús es un problema de técnica política. ¿Tiene algo que decir la fe en estos temas? Desde luego que el Evangelio llama a la solidaridad y al respeto. Su vivencia da la esperanza y también la fuerza interior. Sin embargo, para realizar esos ideales necesitamos la aplicación de conocimientos técnicos que el Evangelio no da. La fe no suministra un recetario para la solución de los problemas, ni unas estrategias concretas para actuar. Se precisa la mediación de conocimientos técnicos acertados (política, economía, sociología, derecho...) y un proyecto ordenado de aplicación de los mismos. Qué hacer en el sindicato, en la empresa, en la política, en la familia o en la universidad, es algo que no resuelve la teología. Está claro que Jesús no consagra ningún sistema de organización social concreto. Así lo afirma la Iglesia en numerosos documentos. También por ello, la misma Doctrina Social de la Iglesia no es algo cerrado y fijo sino en continua evolución. En un mundo complejo y en pleno cambio cultural suele ser más fácil decir lo que no es cristiano, que elegir aquella solución que es mas cristiana.

Apliquémonos la lección: No basta con querer ayudar al hombre, hemos de saber cómo hacerlo con efectividad. «No podremos servir si no servimos", si no sabemos cómo ayudar. Nuestra fe nos debe llevar a adquirir una mayor formación en los campos que son imprescindibles para practicar esa caridad social de la que nos habla la Iglesia. Hay que construir unas estructuras sociales más justas. Limitarnos a la limosna asistencial sería recortar nuestra solidaridad.

-¿Cómo practico la búsqueda y escucha de Dios? ¿Por qué medios purifico mis criterios?

-¿Qué esfuerzo dedico a mi formación en problemas humanos? ¿Tengo la sensación de que esto tiene que ver poco con la fe?

-¿Entiendo y admito la existencia de cristianos que den a los problemas soluciones distintas a las adoptadas por mí?

EUCARISTÍA 1993/47


16.

1. «Yo soy el Señor, y no hay otro» Durante varios domingos hemos considerado las parábolas del Reino de Dios; el tema de hoy no le es ajeno ya que se trata de la relación posible entre este Reino divino y el reino de los hombres.

Desde siempre, las relaciones entre lo religioso y lo político estuvieron saturadas de confusionismo, llegándose generalmente en las grandes religiones a una estrecha relación de forma tal que la autoridad estatal era simultáneamente autoridad religiosa. Cada nación tenía su dios o sus dioses, de quienes recibían protección y a quienes debían acatamiento; el rey, representante de la divinidad, era también Sumo Sacerdote.

Desde esta perspectiva, el cristianismo nace como un movimiento religioso muy original: era obvia su independencia del poder político y su falta de relación con un Estado en particular, aunque ya sabemos que en tiempos de Jesús sus discípulos aún identificaban el Reino mesiánico con el Estado judío.

No solamente el cristianismo nace sin esta apoyatura política, sino que más bien sufrió el proceso a la inversa: los poderes políticos prefirieron deshacerse de él, entre otros motivos, por "falta de patriotismo". Esta fue la acusación más seria que surgió por parte del Imperio Romano hacia los cristianos. ¿En qué se apoyaba esta acusación? En la negativa de los cristianos a adorar al Emperador como «dios» o «Señor», ya que no reconocían más Señor que a Jesucristo.

Este fue el dilema de los cristianos de los primeros siglos: ser fieles a Dios en Jesucristo, y al Emperador, jefe político del Estado romano. La solución del dilema, al menos en su planteo teórico, la presenta el evangelio de hoy, aparentemente enmarcado en un contexto exclusivamente judaico: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.» Jesús, puesto entre la espada y Ia pared ante fariseos y herodianos (enemigos de los romanos los primeros, y partidarios los segundos), zanja la cuestión con suma ironía: quienes tenían en su bolsa la moneda con la efigie e inscripción del emperador, que se la devuelvan como tributo, pues si no, ¿para qué la tenían? A Dios no le preocupan esas monedas; otro es el servicio que se le debe prestar.

El problema se vuelve a plantear, esta vez más dramáticamente, durante el juicio de Jesús ante el tribunal de Pilato: ¿Es rey Jesús, y por lo tanto atenta contra el César, o qué significa su supuesto reinado mesiánico? Conocemos ya la respuesta, muy relacionada con el evangelio de hoy: «Soy rey, pero mi reino no es de este mundo», o sea, no pertenece a este esquema de estructura política al que vosotros os referís.

Cuando se interpreta este texto de hoy, generalmente se le refiere inmediatamente a las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Para ser más precisos, debemos verlo ante todo como un planteo con relación al Reino de Dios, tal como las parábolas y discursos de Jesús lo han presentado en el Evangelio. Jesús no piensa en determinada institución religiosa en conflicto con la autoridad, sino en poner en evidencia, una vez más, el carácter absolutamente original del Reino de Dios, es decir: de la soberanía absoluta de Dios sobre el mundo.

Para entender esto, puede ayudarnos la primera lectura de Isaías cuando afirma: «Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí no hay Dios.» Pero ya podemos caer en error si pensamos que Dios reina al modo de los reyes, necesitando un aparato político, burocrático y militar. ¡No! Ya sabemos que su reinado se ejerce en el interior de los corazones por medio del amor y mediante el ejercicio de la justicia absoluta.

Sin embargo, la situación se complica cuando surge el cristianismo organizado como institución religiosa. La Iglesia se presenta como intermediaria entre el Reino de Dios y los hombres, organizados naturalmente en Estados políticos. La confusión era casi inevitable y así fue hasta nuestros días... ¿Es la Iglesia un Estado dentro del Estado político? ¿Está por encima de las leyes políticas? ¿Si se somete, no pone en peligro el total sometimiento de los valores absolutos del hombre al poder totalitario del Estado? Si, finalmente, nos referimos al caso concreto de la Iglesia Católica, cuyo jefe visible es el Papa, soberano de un Estado reconocido como tal por todas las naciones, las cosas llegan a un grado máximo de confusión. ¿Qué sucedería si existiese una controversia entre el Vaticano y un Estado moderno?...

Sin aires de resolver estos complejísimos problemas, será conveniente que, al menos, tengamos ciertas ideas claras: la primera, a tenor del evangelio de hoy, es que todos los hombres, ciudadanos comunes o jefes de Estado, fieles de una religión o jerarquía, todos, sin distinción alguna, están llamados, en cuanto hombres, simplemente por ser hombres, a participar en el Reino de Dios, Reino que, en ningún caso, interfiere las relaciones humanas a nivel social o político. Ninguna autoridad, civil o religiosa, puede arrogarse atributos totalitarios y absolutos; ninguna autoridad es dueña del hombre y de su conciencia. Si tenemos esto claro, ya hemos avanzado bastante.

Desde este punto de vista, no hay mayor contrasentido que un poder absoluto del Estado o de determinada persona, apoyados precisamente en lo religioso. En ningún caso lo religioso otorga al hombre el poder que solamente para el hombre de fe le es debido a Dios. Por tanto, quien afirma creer en Dios, jamás podrá usar tal creencia como forma de sometimiento de los demás hombres.

Si lo único absoluto para el cristiano es el Reino de Dios, podrá en ciertos casos relativizar la estructura de la Iglesia y adaptarla a los tiempos, tal como ya ha sucedido tantas veces. en la historia. No debemos ahogarnos en un vaso de agua: demos a Dios lo que es de Dios; pero no hace falta que le demos más de lo necesario...

Muchos conflictos, si no todos, se resolverían si los cristianos no hubiéramos perdido el sentido del Reino. No todo lo que, en determinada circunstancia histórica y estructura concreta, debemos darle a la Iglesia como institución es necesariamente algo exigido perentoriamente por el Reino.

Un ejemplo, hoy ya no polémico, puede ayudarnos a comprender este principio: en una época la Iglesia se ocupaba de la inscripción de los nacimientos y defunciones, como del cuidado y control de los cementerios. Hoy no es así; esa función la ejerce el Estado: signo evidente de que no se creyó como «cosa debida a Dios» el ejercicio de esos servicios, aunque en su momento seguramente no se vio tan claro. Fácil es descubrir otros ejemplos...

Ahora comprendemos mejor por qué hemos insistido tanto en la distinción entre el Reino de Dios y la estructura concreta-histórica de la Iglesia. Identificarlas es caminar hacia un callejón sin salida, pues inevitablemente haremos pasar por derechos absolutos de Dios lo que simplemente puede ser una contingencia histórica del momento o el fruto de ciertas tradiciones más o menos seculares.

2. Reino e Iglesia: salvaguarda de los derechos del hombre

Todo lo anteriormente dicho no invalida la existencia de una relación querida por Jesús entre su comunidad cristiana y el Reino. La existencia de esta comunidad se justifica como la defensa de los derechos absolutamente inalienables del hombre y que están representados en lo que llamamos los valores del Reino o los derechos de Dios soberano. Cuando un Estado, o cierta institución, o determinada ideología política o filosófica, o cuando alguna autoridad jerárquica-religiosa viola estos inalienables derechos, entonces sí se debe obrar conforme al principio postulado por el evangelio de hoy: darle al César solamente -y no más- lo que le es debido. (De la misma forma que a Dios se le debe dar solamente -y no más- de lo debido, lo que ya es bastante, por cierto...) El principio es claro teóricamente y en algunos casos concretos más sencillos, mas no siempre en cada época se ve con claridad cuáles son esos derechos «inalienables».

Sólo la honestidad y la sinceridad del corazón pueden salvarnos del riesgo de una solución apresurada. El evangelio de hoy no es una panacea universal que se pueda aplicar automáticamente: exige, muy por el contrario, una actitud de constante búsqueda y de permanente control y autocrítica. Lo cierto es que hoy vivimos ciertos conflictos aún no resueltos que nos exigirán aún mucho esfuerzo por ver claro lo que, por el momento, es oscuro. Situaciones tales como la promulgación de la Constitución del Estado o la revisión del Concordato con la Santa Sede son ejemplos típicos de lo que vamos diciendo. Concluyendo: el Reino de Dios se presenta como Ia garantía y salvaguarda de los derechos del hombre -ante todo, el derecho a crecer como persona-, y por eso mismo, como salvaguarda de la supervivencia armoniosa del Estado. Toda contradicción entre Reino de Dios y Estado será siempre aparente, y es esfuerzo nuestro el de dar salida a los conflictos con la conciencia de que nada de lo que le debemos a Dios puede ir contra el Estado, y nada de lo que le debemos como ciudadanos a nuestro país podrá estar contra Dios. Bastará tener en cuenta un detalle del que se hace eco la escena evangélica de hoy: total y absoluta sinceridad...

SANTOS BENETTI
CRUZAR LA FRONTERA. Ciclo A.3
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1977.Págs. 290 ss.