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HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXIII DEL TIEMPO ORDINARIO
18-21
18. El predicador
del Papa explica la corrección fraterna
Comentario al Evangelio del domingo del padre Raniero Cantalamessa
ROMA, viernes, 2 septiembre 2005 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario
del padre Raniero Cantalamessa OFM Cap, predicador de la Casa Pontificia, al
Evangelio del próximo domingo, Mateo (18,15-20).
* * *
La convivencia humana está entretejida de
contrastes, conflictos y tuertos recíprocos, debidos al hecho de que somos
diferentes por temperamento, puntos de vista, gustos. El Evangelio tiene algo
que decirnos también en este aspecto tan común y cotidiano de la vida. Jesús
presenta el caso de uno que ha cometido algo que es realmente equivocado en sí
mismo: «Si tu hermano llega a pecar...». No se refiere sólo a una culpa cometida
contra nosotros. En este último caso es casi imposible distinguir si lo que nos
mueve es el celo por la verdad o más bien el amor propio herido. En todo caso,
sería más una autodefensa que una corrección fraterna.
¿Por qué dice Jesús: «repréndele a solas»? Ante todo por respeto al buen nombre
del hermano, de su dignidad. Dice: «tú con él», para dar la posibilidad a la
persona de poderse defender y explicar sus acciones en plena libertad. Muchas
veces lo que a un observador externo le parece una culpa, en las intenciones de
quien la comete no lo es. Una franca explicación disipa muchos malentendidos.
Pero esto no es posible cuando el problema se lleva al conocimiento de todos.
¿Cuál es, según el Evangelio, el motivo último por el que es necesario practicar
la corrección fraterna? No es ciertamente el orgullo de mostrar a los demás sus
errores para resaltar nuestra superioridad. Ni el de descargarse la conciencia
para poder decir: «Te lo había dicho. ¡Ya te lo había advertido! Peor para ti,
si no me has hecho caso».
No, el objetivo es ganar al hermano. Es decir, el genuino bien del otro. Para
que pueda mejorarse y no encontrarse con desagradables consecuencias. Si se
trata de una culpa moral, para que no comprometa su camino espiritual y su
salvación eterna. No siempre depende de nosotros el buen resultado de la
corrección (a pesar de las mejores disposiciones, el otro puede no aceptarla,
hacerse más rígido); por el contrario, depende siempre y exclusivamente de
nosotros el buen resultado… a la hora de recibir una corrección.
No sólo existe la corrección activa, sino también la pasiva; no sólo existe el
deber de corregir, sino también el deber de dejarse corregir. Y aquí es donde se
ve si uno es suficientemente maduro para corregir a los demás.
Quien quiere corregir a alguien tiene que estar dispuesto a ser corregido.
Cuando ves que una persona recibe una observación y escuchas que responde con
sencillez: «Tienes razón, ¡gracias por habérmelo dicho!», te encuentras ante una
persona de valor.
La enseñanza de Cristo sobre la corrección fraterna debería leerse siempre junto
a lo que dice en otra ocasión: «¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo
de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes
decir a tu hermano: "Hermano, deja que saque la brizna que hay en tu ojo" no
viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? » (Lucas 6, 41-42).
En algunos casos no es fácil comprender si es mejor corregir o dejar pasar,
hablar o callar. Por este motivo es importante tener en cuenta la regla de oro,
válida para todos los casos, que el apóstol Pablo ofrece en la segunda lectura
(Romanos 13, 8-10) de este domingo: «Con nadie tengáis otra deuda que la del
mutuo amor... La caridad no hace mal al prójimo». Es necesario asegurarse, ante
todo, de que en el corazón se dé la disposición de acogida a la persona.
Después, todo lo que se decida, ya sea corregir o callar, estará bien, pues el
amor «no hace mal a nadie».
[Original italiano publicado por «Famiglia Cristiana». Traducción realizada
por Zenit]
19.INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO
Comentarios generales
Sobre la Primera Lectura (Ez 33, 7-9)
Este oráculo de Ezequiel contiene enseñanzas muy importantes:
-Se matiza la función profética. El Profeta es centinela y pastor. No basta con
que proclame los oráculos de Dios. No puede descansar mientras los hombres vayan
extraviados. Ha de ir tras ellos hasta convertirlos y volverlos a Dios (7). Todo
Profeta tiene un compromiso de apostolado.
-Igualmente se acentúa la responsabilidad que atañe a todo Profeta de Dios. Dios
le demandará cuentas de todas las almas que se extraviaron por su negligencia o
cobardía (8-9).
-En la Iglesia se mantiene esta urgencia y responsabilidad apostólica: 'La razón
de la actividad misionera se basa en la voluntad de Dios, que quiere que todos
los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad. La Iglesia,
enviada por Dios a las gentes para ser el sacramento universal del salvación,
por exigencias de su catolicidad y obedeciendo al mandato de su Fundador, se
esfuerza en anunciar el Evangelio a todos los hombres. Porque los Apóstoles
mismos, siguiendo las huellas de Cristo, predicaron la Palabra de la verdad y
engendraron las Iglesias. Obligación de sus sucesores es dar perennidad a esta
obra, para que la Palabra de Dios sea difundida y se anuncie y establezca el
Reino de Dios en toda la tierra. Se requiere, pues, el ministerio de la Palabra
para que llegue a todos el Evangelio' (Ad Gentes 1.7. 20). 'El Espíritu Santo
inspira la vocación misionera. El llamado debe responder a la vocación de Dios,
de suerte que, no asintiendo a la carne ni a la sangre (Gál 1, 16), se entregue
totalmente a la obra del Evangelio. El enviado entra en la vida y en la misión
de Cristo. Por eso debe estar dispuesto a renunciarse a sí mismo, a anunciar con
libertad el misterio de Cristo, cuyo legado es, de suerte que se atreva a hablar
de El como conviene, no avergonzándose del escándalo de la cruz. Dé testimonio
de su Señor con su vida enteramente evangélica, con mucha paciencia, con
longanimidad, con suavidad, con caridad sincera, y, si es necesario, hasta con
la propia sangre' (ib. 24). En estas orientaciones del Concilio queda claro que
el carisma misionero implica ser profeta, apóstol y pastor.
Sobre la Segunda Lectura (Rom 13, 8-10)
San Pablo nos da en perfumado ramillete las excelencias de la caridad:
-La caridad es una deuda insaldable que siempre nos urge (8). Con otras deudas
luego de pagadas quedamos en paz. Pero jamás saldamos la deuda del amor. Quien
ama más más debe aún amar.
- La caridad es la síntesis de la Ley (9). Quien de veras ama a Dios y a su
prójimo no sólo nunca hará nada contra Dios o el prójimo, sino que positivamente
traducirá su amor en obras (9b).
-La caridad es la plenitud de toda Ley. Sin ella tenemos formalismo o
hipocresía. Hay que reavivar incesantemente con el latido cálido de la caridad
toda observancia exterior de la Ley. 'Cristo es quien nos reveló que Dios es
Caridad. Y a la vez nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana es
el mandamiento nuevo del amor' (GS 38).
-La caridad no sólo es don, sino también presencia del Espíritu Santo. Sólo con
ella el carismático es grato a Dios. La Caridad debe, por tanto, embeber todos
los carismas.
Sobre el Evangelio (Mt 18, 15.20)
En la familia Mesiánica todo debe estar regido por el amor:
- Por amor hay que ir en busca del hermano desviado (15-17). En las
instrucciones de Jesús a sus Apóstoles les intima cómo han de agotar todas las
posibilidades de un pastor solícito y abnegado para retomar al buen camino a las
ovejas descarriadas.
-En este contexto del celo pastoral nos pone San Mateo los poderes que Cristo
otorga a los Apóstoles: de perdonar toda suerte de pecados. Poder que ellos
deben ejercitar ampliamente apenas adviertan en el pecador el primer brote de
arrepentimiento (18). Cristo deja en la Iglesia el Sacramento de la
Reconciliación o de la Penitencia. Los Apóstoles deben administrarlo con la
máxima generosidad (21-35).
-Y es también en este contexto eclesial donde Mateo inserta la riquísima promesa
de Cristo de estar siempre con nosotros y en nosotros. Es Cristo quien aglutina
a toda su Iglesia, a todos los fieles. Por esto, cuando éstos ruegan y se
dirigen al Padre, el Padre los atiende. En Cristo nos ve y nos ama el Padre
(19). 'En su Nombre' nos presentamos llenos de confianza ante el Padre. 'En su
Nombre' quedamos todos unidos y hermanados. No olvidemos nunca esta presencia
misteriosa de Cristo: 'Cristo está siempre presente a su Iglesia, sobre todo en
la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la
persona del ministro, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está
presente con su fuerza en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza,
es Cristo quien bautiza. Está presente en su Palabra, pues cuando se lee en la
Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla. Está presente, por último,
cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: Donde estén dos
o tres congregados en mi Nombre, allí estoy Yo en medio de ellos' (S.C. 7).
- Jesús promete y garantiza a su Iglesia su 'Presencia' pluriforme y
eficientísima:
a) Presente en sus ministros cuando éstos ejerzan sus funciones ministeriales (v
18).
b) Presente en cuantos se reúnan para orar (19).
c) Presente a su Iglesia en todas sus vicisitudes (20). Es el 'Emmanuel':
'Dios-con-nosotros' hasta el fin del mundo (Mt 28, 20).
Esta presencia de Cristo en el corazón de cada fiel y en medio de su Iglesia,
valoriza la persona de los creyentes aun a los ojos del Padre; y asegura la
caridad que debe reinar entre los discípulos de Cristo: 'Quien recibiere en mi
nombre a uno de los que en Mi creen, por humilde y pequeño que él sea, a Mi me
recibe' (Mt 18, 5). Tan cierto y real es que Cristo vive entre nosotros y en
nosotros. A Él amamos cuando amamos a un hermano en la fe. A Él ofendemos cuando
faltamos contra uno de sus fieles.
*Aviso: El material que presentamos está tomado de José Ma. Solé Roma (O.M.F.),'Ministros
de la Palabra', ciclo 'A', Herder, Barcelona 1979.
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P. ANTONIO ROYO MARIN O.P.
La Corrección Fraterna
La corrección fraterna—tercer acto exterior de la caridad —es una excelente
limosna espiritual encaminada a poner remedio a los pecados del prójimo, que
constituyen la mayor de sus miserias.
Santo Tomás dedica a la corrección fraterna toda una cuestión dividida en ocho
artículos( II, II, 33, 1-8) . He aquí un breve extracto de su doctrina, que
ampliaremos oportunamente en la segunda parte de nuestra obra.
1° La corrección fraterna es un acto que puede pertenecer a la caridad o a la
justicia. Pertenece a la caridad cuando con ella tratamos de corregir el pecado
ajeno en cuanto es nocivo para el propio delincuente; y a la justicia, cuando se
hace para remediar el pecado del delincuente en cuanto que perjudica a las demás
personas y principalmente al bien común (a.1).
2° Que estamos obligados a corregir a nuestros semejantes cuando yerran, se
desprende del amor efectivo que les debemos; si tenemos obligación de
socorrerles en sus necesidades corporales, con mayor razón lo estaremos en las
necesidades de su espíritu. Claro está que no debe hacerse de cualquier manera,
sino guardando las debidas circunstancias para su oportunidad y eficacia (a. 2).
La corrección fraterna se puede omitir sin faltar a la caridad cuando se espera
ocasión más oportuna o se teme que empeoraría la situación moral del delincuente
o perjudicaría a otros. Pero su omisión podría constituir pecado mortal si por
temor o codicia se dejara de corregir al hermano; y sería venial el retraso
injustificado en realizar este acto de caridad (Ibíd., ad 3).
3° La corrección fraterna pueden y deben ejercitarla no sólo los superiores
sobre los súbditos, sino incluso éstos sobre aquéllos, con tal de guardar los
debidos miramientos y consideraciones y en el supuesto de que se pueda esperar
con fundamento la enmienda; de lo contrario, los súbditos están dispensados de
corregir y deben abstenerse de ello. Lo cual no puede aplicarse a los
superiores, que tienen obligación de corregir y castigar a los que obran mal,
para salvar el orden de la justicia y promover el bien común mediante el
escarmiento de los demás (a. 3 y 4).
4° Incluso el pecador puede ejercitar la corrección fraterna, aunque su propio
pecado sea obstáculo para la eficacia de la misma. Pero, si reprende con
humildad al delincuente, no peca ni se gana doble condenación, aunque se sienta
reo en su propia conciencia, o en la del hermano, del mismo pecado que reprende
o de otros semejantes (a.5).
5° Cuando se prevé que la corrección empeorará la situación del pecador
endureciéndole más, debe omitirse si se trata de simple corrección caritativa;
pero no si se trata de una corrección judicial a cargo del superior, pues éste
debe mantener el orden de la justicia y promover el bien común mediante el
escarmiento de los demás (a.6).
6° En la corrección fraterna debe guardarse el orden impuesto por el Señor en el
Evangelio, de suerte que, tratándose de pecados ocultos, se empiece por la
amonestación secreta, se continúe ante dos o tres testigos y se haga
públicamente sólo cuando hubieran resultado infructuosas las correcciones
anteriores. Si se tratara de pecados públicos y conocidos de todos, habría que
hacer la corrección públicamente, para que no se escandalicen los demás (viendo
que quedan impunes) y escarmienten en cabeza ajena (a.7 y 8).
(Teología de la Caridad Ed. B.A.C., Madrid, 1963, 156 y ss.)
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p. Alfonso. Torres S.J.
Normas sobre la corrección Fraterna
El evangelista San Mateo, en el capítulo 18, versículos 15 y siguientes,
continúa el discurso de nuestro Señor, que hemos venido comentando en las
últimas lecciones sacras, del modo siguiente:
Pues, si pecare contra ti tu hermano, ve y corrígele entre tú y él solo. Si te
oyere, ganaste a tu hermano. Mas, si no oyere, toma todavía contigo uno o dos,
para que en la boca de dos testigos o tres estribe todo dicho. Si a ellos
desoyere, dilo a la iglesia, y si a la iglesia también desoyere, sea para ti
como el gentil y el publicano.
Habla el Señor de la corrección fraterna, o sea, de la obligación que cada uno
de nosotros tiene de corregir a su hermano; exponiendo el modo con que semejante
corrección debe hacerse, señala el divino Maestro como tres etapas de esa
corrección: ante todo, debemos corregir a nuestro hermano a solas; si esta
corrección a solas fuera inútil, debemos corregirle delante de dos o tres
personas, y, si aun esta corrección resultare infructuosa, hemos de acusarle,
finalmente, a la iglesia. Vamos a ver qué significan estas palabras del Señor.
Se trata, pues, de faltas graves; tan graves, que puedan dar ocasión a que quien
las comete sea arrojado de la iglesia y separado de la iglesia, que es el
término a que puede llevar, según las palabras que hemos leído, la corrección
fraterna. En esas faltas graves, la obligación de corregir que podemos tener
nosotros es mayor. La obligación de corregir nace, en primer término, del mismo
derecho natural. Así como tenemos obligación de remediar sus necesidades
espirituales, así cuando el modo de remediar esas necesidades espirituales es
corregir, tenemos obligación de corregir. Nace, pues, esa obligación del mismo
derecho natural, y, en cuanto nos sea posible, guardando las condiciones
debidas, hemos de corregir. Pero ¿qué faltas, volvemos a preguntar, aunque
parezca que ya está contestada nuestra pregunta, son las que, según el Señor en
este texto del evangelio, hay que corregir?
En el caso en que, miradas todas las cosas, atendidas todas las circunstancias,
tengamos obligación de corregir, ¿cuál ha de ser el camino por donde llevemos la
corrección? Dice el Señor: lo primero sea corregir en secreto. Esta corrección
en secreto es prudente, es caritativa y hasta es obligatoria. No tenemos derecho
a divulgar las faltas de nuestros hermanos, fuera de aquello que por nuestra
razón sea necesario, y si una falta de nuestro hermano se puede corregir en
secreto, entre él y nosotros, no tenemos derecho a descubrirla a nadie más. Aun
en el caso del pecado cuya falta conocemos con certeza, quiere el Señor que se
guarden todas las delicadezas de la caridad, porque, cuando uno va a hacer la
corrección fraterna, no debe ir con espíritu de juez, sino con espíritu de
hermano. El juez podrá buscar las faltas para castigarlas, para que se guarde el
orden de la justicia, pero el hermano las busca para remediar la necesidad
espiritual de su hermano; y si la necesidad espiritual de nuestro hermano se
puede remediar a solas, hablando con él de las faltas que ha cometido, vuelvo a
repetirlo, no se tiene derecho a dar conocimiento de esas faltas a ninguna otra
persona.
Para mover a las almas a hacer esta corrección fraterna y a cumplir con esta
obligación que casi siempre es muy difícil, añade aquí Jesucristo nuestro Señor
una palabra muy alentadora: Si te oyere tu hermano, es decir, si recibiera bien
tus palabras, si tus palabras dieran el fruto apetecido, habrás ganado a tu
hermano. Con lo cual quiere decir que, si es una falta contra nosotros, le
habremos ganado de nuevo el corazón, restableciendo la unión y caridad, y que,
si es una falta contra Dios, habremos salvado aquel alma de su propia ruina,
habremos ganado, en ese sentido, el alma de nuestro hermano.
La corrección fraterna es parte de nuestro celo y es parte de nuestra caridad.
Que no corrijamos a nuestro hermano simplemente para avergonzarle y humillarle,
no corrijamos a nuestro hermano para amargar su corazón. Corrijamos a nuestro
hermano para acercarle a Dios o para volverle a Dios. Y, cuando se corrige así,
de la caridad y no de otro sentimiento, no de un espíritu imprudente de censura,
ni de amargura de corazón, ni de una desunión de ánimo, brota la corrección
fraterna. Ese espíritu de caridad hace que al corregir no se busque otra cosa
que salvar el alma de nuestro hermano, y Jesús, sabiendo que éste debe ser el
fin de la corrección fraterna, nos asegura que, si el corregido escuchara bien
nuestras palabras, habremos ganado ese alma o para nosotros o para Dios.
¿Qué ha de hacer el que corrige si esa corrección prudente, caritativa, hecha a
solas, no diere resultado? Dice el Señor entonces que se debe corregir delante
de dos o tres personas, y cita a propósito de este consejo unas palabras del
Deuteronomio que dicen así: Porque en la boca de dos o tres testigos está todo
hecho (19,15). Convendría examinar el porqué de este consejo del Señor; porque
sólo examinando ese motivo es como se ve todo el alcance que tiene y el espíritu
que lo anima. Las palabras del Deuteronomio aluden a que para conocer una verdad
es medio adecuado el testimonio de dos o tres testigos. Cuando dos o tres
testigos contestes afirman lo mismo, en ese testimonio se puede apoyar el
conocimiento de la verdad del mismo.
El Señor cita estas palabras quizá con un doble fin. Ante todo, para persuadir
al que faltó. A veces, nuestra corrección fraterna hecha a solas no basta para
rendir el entendimiento, la voluntad, el ánimo del culpable; y, en cambio, si
coinciden dos o tres en la misma corrección, ese ánimo se rinde, se humilla.
Lo que en uno solo podría parecer una ignorancia o un apasionamiento, no lo
será, no tendrá las apariencias de tal, si éste procura atraer, como testimonio
de la misma corrección, a dos o tres personas, sobre todo si esas personas
reúnen ciertas condiciones especiales. Además, tal vez nuestro Señor miraba el
caso de resistencia a la corrección, en que sea obligatorio denunciar al
culpable ante la iglesia, y para este caso es conveniente, es útil que haya
varios testimonios a fin de que la iglesia tenga en quien apoyarse para
corregir, para juzgar, hasta para imponer sus castigos. No dice el Señor todavía
que se haga la corrección en público, de manera que por la misma corrección
quede difamado nuestro hermano. Exige lo indispensable: una o dos personas para
rendir la obstinación de un alma y para preparar la intervención de la iglesia.
Con todo este cuidado y con todo este miramiento lleva el divino Maestro esta
materia delicadísima de la corrección fraterna, tan íntimamente enlazada con la
virtud, también delicadísima, de la caridad. Pero en el caso en que la
corrección hecha en secreto y esta otra corrección hecha delante de dos o tres
testigos no dieran resultado, quiere el Señor que el culpable sea denunciado a
la iglesia. Estas palabras denuncia a la iglesia es menester entenderlas en su
verdadero sentido para no interpretar con menos rectitud este pasaje del
evangelio.
Había hablado El anteriormente ya de su iglesia cuando hizo a Pedro la promesa
de constituirle en primado de esa misma iglesia. A esa misma iglesia se refiere
ahora el Señor cuando dice: denúnciale a la Iglesia. En esa iglesia hay quienes
gobiernan, quienes juzgan, quienes oficialmente castigan, y hay muchedumbre del
pueblo cristiano. El Señor se refiere aquí no a la muchedumbre del pueblo
cristiano, sino al que tiene autoridad en la iglesia. Por eso, inmediatamente
después de estos versículos que yo os he leído, habla nuestro Señor de la
autoridad que El confiere a los apóstoles para atar y desatar. Está Él hablando
aquí particularmente de las autoridades eclesiásticas, que tienen el poder en
sus manos incluso para corregir, incluso para excomulgar, que ésta es la pena
que el Señor señala aquí: Si no oyere a la iglesia el pecador a quien tú has
corregido privadamente, a quien después has corregido delante de dos o tres
personas y después has denunciado a la iglesia, ése tiene que ser para ti como
un gentil o como un publicano, es decir, como un excomulgado. En estas palabras
se apoya la autoridad que tiene la Iglesia para arrojar al indigno de su seno
por medio de la excomunión. Se refiere, pues, a las autoridades eclesiásticas, a
las que tienen el poder de la iglesia para arrojar al indigno de su seno por
medio de la excomunión. Se refiere, pues, a las autoridades eclesiásticas, a las
que tienen el poder de la iglesia. Y hay la obligación, cuando la falta no se ha
podido corregir de otro modo y cuando se guardan todas las circunstancias a que
yo aludía en un principio, de denunciar la falta a la iglesia, para que al
menos, si el culpable no se corrige, que ese mismo culpable no corrompa con sus
malos ejemplos o malas doctrinas a los demás hermanos suyos en Cristo Jesús.
Esta es la doctrina contenida en los versículos que os leí al principio y, como
dije, queríamos comentar hoy. No es doctrina que necesite más largas
explicaciones, pero sí quisiera yo llamar vuestra atención sobre dos o tres
puntos que resplandecen en esa doctrina, que quizá sean los más provechosos para
todos vosotros.
En primer lugar quisiera llamar vuestra atención sobre la manera de proceder de
Cristo con los pecadores y sobre la oposición que hay entre esa manera de
proceder que Jesucristo nos aconseja y la manera de proceder que preconiza el
mundo. El mundo, dejándose llevar de los más egoístas, prescinde con facilidad
de los pecados de los demás; cada uno que siga su camino y cada uno que viva su
vida, como si no estuviéramos enlazados todos por los vínculos de la divina
caridad y como si no tuviéramos obligación de responder delante de Dios de
nuestro hermano, o, lo que es igual, de no haber evitado a nuestro hermano el
peligro que pudiéramos evitarle y en haberle hecho el bien que pudimos hacerle.
Esta doctrina, que consiste en desentenderse de los pecados de los demás como de
algo que no nos toca a nosotros, es una doctrina falsísima y del todo opuesta a
esta doctrina del Evangelio. Notad con qué insistencia el Señor inculca la
corrección fraterna. No se contenta nuestro Señor con que buenamente demos un
consejo al que faltó, sino que nos dice por qué caminos y de qué manera hemos de
insistir en nuestra corrección hasta que el culpable o se enmiende o sea
separado de los demás fieles a fin de que no les dañe. La doctrina del mundo es
muy cómoda; la doctrina del mundo rehuye dificultades, la doctrina del mundo
mantiene una cierta unión superficial muy cómoda entre las almas; pero la
doctrina del mundo es la negación de la doctrina del Evangelio.
Esta obligación de corregir es de todos, porque nace de la caridad, y la caridad
la hemos de procurar todos y la hemos de tener todos. Pero es particularmente
una obligación de los superiores de cualquier género que sean, de los que
mandan, porque a ellos les ha encomendado especialmente Dios nuestro Señor las
almas que les están sometidas. Que no es la autoridad que se tiene sobre otros
una autoridad que se nos ha dado para nuestro provecho o para nuestra honra; es
una obligación sacratísima de responder a Dios de las almas de los demás, y todo
aquel que ha recibido una autoridad sobre los otros, contrae, por el mismo
hecho, esta sacratísima obligación.
Me estoy refiriendo no solamente a los superiores religiosos, ni tampoco
solamente a los superiores eclesiásticos, cuya obligación es mucho más amplia,
sino a los mismos padres de familia, a los maestros, a cuantos ejercen la
autoridad. Desentenderse de las faltas de los hijos o de los subordinados,
aunque sea con pretexto de quitar importancia a esa falta, de creerla
incorregible, porque así es más cómodo vivir; desentenderse de las faltas de los
hijos o de los subordinados, es algo muy grave delante de Dios nuestro Señor. De
esta alma por la cual tuvimos que mirar y por la cual no miramos, hemos de dar
estrechísima cuenta al Señor.
Este es el criterio evangélico, y ese criterio evangélico se muestra aquí con
dos aspectos que parecen contrarios, pero que se hermanan muy bien. Lo primero,
el deseo de salvar el alma de nuestro hermano. La corrección fraterna no es un
acto judicial, no es que nosotros nos erijamos en jueces para castigar a nuestro
hermano que falte; es que nosotros tenemos caridad, y vamos buscando salvar a
ese hermano nuestro que está en peligro o que ha caído. Lo que se ha de buscar
es ganar el alma de nuestro hermano, salvar a nuestro hermano, hacer el bien a
nuestro hermano. No es la corrección fraterna ese espíritu de crítica, de
murmuración, de censura, que tanto abunda aun entre personas buenas; no es la
corrección simplemente el deseo de humillar, y de abatir, y de avergonzar al que
faltó; no es la corrección fraterna un celo amargo en que nosotros nos erigimos
en censores de los demás y en que los otros son víctimas de nuestras censuras;
es una efusión de caridad, y, como tal efusión de caridad, tiene que practicarse
una corrección que, por una parte, impone obligación tan grave, y, por otra
parte, es materia tan delicada. De modo que el fin ha de ser éste: el bien de
nuestro hermano.
Pero téngase en cuenta que este fin no contradice la otra cosa que hay aquí en
el mismo evangelio, y es que puede llegar a darse el caso en que para nosotros
nuestro hermano no sea más que como un gentil o como un publicano, haya dejado
de ser en realidad hermano nuestro, porque ha dejado de ser hijo de la santa
madre Iglesia. Esta última fase o este último aspecto que tiene la corrección
fraterna es tan grave como el anterior, porque lo mismo que hay almas que con un
celo amargo, indiscreto, soberbio, tratan de corregir a los otros, hay almas que
con una condescendencia pecaminosa, mala, confunden las ideas, se ponen en
peligro y dejan que libremente puedan circular entre los buenos los que debían
estar apartados de ellos. Entiéndase bien que la obligación de perdonar nuestras
ofensas personales, las ofensas que personalmente nos hacen a nosotros, no
equivale a que tengamos que ir del brazo de todos los escandalosos, de todos los
corrompidos. Si ésos no oyen a la Iglesia, si se resisten a su autoridad y
continúan en su obstinación, nosotros hemos de mirarles como paganos y como
publicanos. Es decir, como aquellos seres que eran tan abominables en los
tiempos de Jesucristo, para aquellos hombres a quienes El estaba predicando; y
los hemos de mirar así no por espíritu de odio, sino por espíritu de caridad.
Porque no podemos aparecer unidos a los enemigos de Dios y no podemos aparecer
unidos a los que dañan al alma de nuestro hermano y a los que así resisten a la
gracia del Señor. Esta es una obligación a la que más fácilmente se falta
todavía que a esa otra obligación de corregir, y de corregir con caridad y con
prudencia.
El evangelio se diferencia siempre de los criterios del mundo en que por un lado
y por otro va apartando todo lo que es falta y todo lo que es mal espíritu de
una condescendencia excesiva.
Por estas consideraciones, por estas verdades que estamos nosotros entresacando
del pasaje evangélico que hemos comentado hoy, veréis que se trata de una
materia gravísima en la cual peligran las almas de nuestros hermanos y nuestras
propias almas, y veréis qué necesidad hay de pensar delante del Señor en esa
sacratísima obligación y de pedirle a El gracia para cumplirla.
Dura es la obligación. No sé si habrá obligación más dura que esta de corregir.
Muchas veces es una obligación impracticable, porque hay almas cerradas a toda
corrección, obstinadas en suenas defectos, y con las cuales la corrección será
más bien daño que provecho; pero el alma que tiene caridad ha de estar siempre
atenta y siempre como atisbando por dónde puede entrar en el corazón de su
hermano para llevarle allí palabras de verdad divina, palabras de caridad
sincera, palabras de amor a Jesucristo, palabras de humildad, palabras de
arrepentimiento, palabras de vida eterna.
Y este estar como atisbando y como atendiendo a evitar los pecados de nuestro
hermano y enseñarle la senda de la virtud, es un modo de apostolado al cual
estamos obligados todos, y un modo de apostolado de todos los días y
fructuosísimo.
Quiera el Señor infundirnos a todos ese santo espíritu de caridad tan suyo y tan
de su corazón divino para que pasemos la vida haciendo bien por todos los
medios, y, entre otros medios, por este de la corrección fraterna. Ganaremos así
las almas de nuestros hermanos, ganaremos la nuestra para la vida eterna.
(Obras Completas - Tomo III- Ed. B.A.C. Madrid 1968 - Págs. 596-606)
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P. Juan Lehman V.D.
Pedir en Nombre de Jesús
Jesús nos dice en el Evangelio de hoy que la oración hecha en su nombre, tendrá,
más que ninguna otra, la bendición de su Padre celestial. Es, por tanto, de gran
interés para nosotros, conocer en qué circunstancias oramos en nombre de
Jesucristo.
Modelo de oración: el Padrenuestro. — Oramos en nombre de Jesucristo, cuando
presentamos a Dios las peticiones que Nuestro Señor nos enseñó en el
Padrenuestro. Al enseñar esta oración a sus Apóstoles, díjoles Jesucristo
expresamente: “Ved, pues, cómo habéis de orar: Padre nuestro”, etc. (Mt., 6, 9);
como si dijera: Las peticiones, que dirijáis a mi Padre, deben estar enteramente
de acuerdo con las del Padrenuestro.
1° Orden en el objeto de nuestra oración. — Ocupan el primer lugar entre estas
siete peticiones, las que se refieren a las necesidades del alma, y vienen en
segundo término las que se refieren a los bienes del cuerpo. Hablando en cierta
ocasión acerca de la oración, se expresó así Nuestro Señor: “No andéis, pues,
acongojados por el día de mañana”. “No vayáis diciendo acongojados: ¿Dónde
hallaremos qué comer y beber?”. “Buscad primero el reino de Dios y su justicia,
y todas las demás cosas se os darán por añadidura” (Mt, VI, 34, 31, 33).
Oración ejemplar de Salomón. — Un modelo hermosísimo de oración ejemplar nos
dejó Salomón, siglos antes, en aquella bellísima plegaria: “Yo soy (como) un
niño chiquito... da, pues, a tu siervo un corazón dócil para que sepa hacer
justicia y discernir entre lo bueno y lo malo” (III Rey., III, 7, 9). En
realidad esta oración nada deja que desear, y está de perfecto acuerdo con lo
que Nuestro Señor quiere que prevalezca en nuestras oraciones. La respuesta de
Dios, fue asimismo, en extremo complaciente: “Por cuanto has hecho esta
petición, y no has pedido para ti larga vida, ni riquezas, ni la muerte de tus
enemigos, sino que has pedido sabiduría para discernir lo justo, sábete que yo
he otorgado tu súplica... Pero aun esto que no has pedido te lo daré, es a
saber, riquezas y gloria; por manera que no habrá habido en todos los tiempos
pasados ningún rey que te iguale”.
Defecto común de nuestras oraciones. — El mayor defecto de que generalmente
adolecen nuestras oraciones es: el no ser suficientemente diplomáticas ni
psicológicas, si vale la expresión. Llenamos los oídos de Dios, si me es lícito
hablar así, con las niñerías mezquinas de nuestros intereses y necesidades
materiales. Colocamos en primer plano, preferentemente los intereses materiales:
nuestro bienestar. Las necesidades espirituales de nuestra alma quedan relegadas
a segundo o tercer término, si es que de ellas nos acordamos. Si pretendemos que
nuestras oraciones merezcan agradar a Dios, es necesario que las hagamos
conformes en todo a la de Salomón y a la de Nuestro Señor, es decir, que
pidamos, en primer lugar, bienes del alma, dejando para luego los del cuerpo.
2° Forma de nuestras oraciones. — No sólo en cuanto al objeto, sino también en
cuanto a la forma, debe conformarse nuestra oración con la que Cristo nos
enseñó.
Oración ejemplar de Jesús en Getsemaní. — ¡Qué modelo tan sublime de oración, la
de Jesús en el huerto de las Olivas! a) Confianza inquebrantable. Ante todo va
marcada con el sello de una fe inquebrantable y de una confianza inconfundible.
Como furiosa tempestad, cual pavorosa granizada, aflicciones, sufrimientos y
temores descargaban en el alma angustiada del Salvador. El Padre Eterno parecía
haberlo abandonado. Cualquiera de nosotros, puesto en su lugar se hubiera
desanimado y habría dicho como Adán en el paraíso: “He temido, y así me he
escondido” (Gen., 3, 10). Jesús, en cambio, no conoce el temor. En la hora de la
prueba más terrible, su corazón no vacila; no duda un instante del amor de su
Padre celestial; sabe muy bien que no ha de abandonarle ni por un segundo. Por
eso, lleno de confianza, comienza su oración, diciendo: “¡Padre!”.
La confianza ejerce un poder maravilloso sobre el corazón de Dios, lo mismo que
sobre el de los hombres. Al poner en Dios nuestra confianza, reconocemos y
afirmamos su bondad y misericordia, su amor y su poder. No hay nada tan eficaz
como la confianza para disponer a Dios a escuchar nuestras plegarias.
b) Conformidad. Otra cualidad, que debe adornar nuestras oraciones, tan preciosa
como la confianza, es la conformidad. La oración de Jesús en el huerto es la
expresión más perfecta de esta conformidad: “Padre mío, si es posible...” (Mat.,
26, 39). ¡Cuan diferente es nuestra oración de la que Cristo hizo en su agonía!
Nosotros rezamos a guisa de niños mal educados. A todo trance queremos que se
haga nuestra voluntad. Poco importa que sea o no para nuestro provecho lo que a
Dios le pedimos. Si el Eterno Padre hubiese atendido la primera parte de la
oración de su Hijo en el huerto de las Olivas, no hubiera existido el Viernes
Santo. Pero tampoco hubiera existido, por consiguiente, el jubiloso aleluya de
la Resurrección; ni se oirían tampoco los himnos triunfales de la Ascensión, y
hasta los grandiosos homenajes del mundo entero en el día del juicio universal
hubieran quedado suprimidos. “¡Qué locura!” — debería exclamar entonces Nuestro
Señor— “¡qué insensatez la mía de haber insistido en que se apartase de mí aquel
cáliz de amargura!”.
Al no querer apartar el cáliz del dolor ¿se negó el Padre Eterno a atender la
oración de su Hijo? De ninguna manera. El cáliz es cierto que quedó; pero, junto
con el sufrimiento, le otorgó el valor suficiente para apurar el cáliz hasta las
heces, quedando así plenamente satisfecha la petición del Salvador.
¡Confianza y conformidad! ¡Que nuestras oraciones se distingan siempre por estas
dos cualidades! Dios sabe mejor lo que más nos conviene. Así sucederá que, en
lugar del vil centavo que le pedimos, nos otorgará Dios monedas de oro purísimo,
cuyo valor conoceremos y apreciaremos en la eterna bienaventuranza.
Se oye decir con frecuencia: “No rezo más. ¿Para qué? ¡No se adelanta nada!”.
Este modo de hablar es absurdo. Es una falsedad, una herejía, un error. Son
palabras sugeridas por el demonio, que teme más la oración que el fuego del
infierno,
Realidad del poder de la oración
— La oración es una ayuda poderosa de maravilloso efecto; alcanza todo cuanto la
miseria humana necesita, y cuanto puede otorgar la misericordia y el poder
divino.
a) Palabra de Cristo. Dice Jesús claramente: “Pedid, y se os dará; buscad, y
hallaréis; llamad, y se os abrirá: porque todo aquel que pide, recibe; y quien
busca, halla; y al que llama se le abrirá” (Lc., XI, 9-10). “Todo cuanto
pidiereis en la oración, como tengáis fe, lo alcanzaréis” (Mt., 21, 22). “En
verdad, en verdad os digo, que cuanto pidiereis al Padre en mi nombre os lo
concederá” (Jn, 16.23).
b) El Antiguo Testamento lo confirma. La Sagrada Escritura nos presenta un
cuadro grandioso de la eficacia de la oración. Israel atravesando el desierto,
Moisés, Josué, las grandes y memorables hazañas de los Jueces y de los Macabeos,
los milagros de Jesús y de los Apóstoles, toda la historia del antiguo pueblo de
Dios y la historia entera de la Iglesia de Cristo están pregonando la eficacia
de la oración y sus efectos maravillosos. Es una continua y admirable urdimbre
de humanas necesidades y peticiones, y de divinos auxilios. Ante el poder de la
oración, se inclinan todas las leyes de la naturaleza. Ante el poder de la
plegaria, el sol se detiene en una ocasión, y en otra retrocede (Josué, 10, 13 y
IV Rey., 20, 11). Así como el cielo envuelve a la tierra, así también la oración
abraza con su activo poder a toda la humanidad, en su camino a través del tiempo
y del espacio.
c) Testimonios. “La oración de San Esteban convirtió a San Pablo”, dice San
Agustín. La oración actúa sobre todo en el reino de las almas. “Nada resiste por
fin a la acción lenta, suave y penetrante de la oración: ¡ni pasiones, ni
tentaciones, ni peligros! ¡Todo lo domina! La oración transforma silenciosamente
los pensamientos, el criterio, la voluntad y los sentimientos del hombre. Con
ella éste se renueva y se convierte en otro insensiblemente. ¡Qué difícil es
trabajar en hierro frío! Pero, ponlo en el fuego, y podrás hacer de él cuanto
quisieres. Reza, persevera rezando, y podrás dominar tus pasiones” (Meschler, S.
J.).
Dice Tertuliano: “La oración es el único poder, ante el cual el mismo Dios se
inclina”. No porque forzosamente haya de hacerlo, sino porque así de buen grado
lo dispuso. “La oración piadosa, bien hecha, es una escala de oro que llega
hasta el cielo, por la cual podemos subir y alcanzar al mismo Dios” (Denifle, La
vida espiritual).
El secreto del poder de la oración. — ¿En qué consiste el secreto de la eficacia
de la oración?
En la unión del hombre con Dios. Si ya de por sí puede el hombre hacer cosas
maravillosas, ¿qué no podrá hacer cuando trabaja con Dios, cuando se apoya en
Dios, contando firme y confiadamente con el poder, la sabiduría y la Providencia
del Omnipotente? Por medio de la oración el hombre se transforma en un
instrumento colocado en manos de Dios, y por eso se extiende a tanto su poder.
La causa propiamente dicha de la eficacia de la oración, no son nuestros
merecimientos, sino única y exclusivamente la bondad y misericordia divinas,
juntamente con las promesas vinculadas a la oración, que no pueden dejarnos
burlados. Por eso exclama el Salmista con transportes de júbilo: “Bendito sea
Dios, que no desechó mi oración, ni retiró de mí su misericordia” (65, 20). “Mi
alma alabará al Señor hasta la muerte, pues que mi vida estuvo a pique de caer
en el infierno. Cercáronme por todas partes, y no había quien me prestase
socorro; volvía los ojos en busca del amparo de los hombres; pero tal amparo no
parecía. Acordéme ¡oh Señor! de tu misericordia, y de tu obrar desde el
principio del mundo; y de cómo salvas, Señor, a los que en ti esperan, y los
libras de las naciones... Me libraste de la perdición, y me sacaste a salvo en
el tiempo calamitoso. Por tanto te glorificaré, y te cantaré alabanzas y
bendeciré el nombre del Señor” (Ecles., LI, 8-12, 16-17).
¿Por qué no atiende Dios a veces nuestras oraciones? — El Apóstol Santiago nos
responde: “Pedís y no recibís; y esto es porque pedís con mala intención” (4,
3). El Padre Meschler dice: “Cuando nuestra oración no es atendida, la causa no
está en Dios, sino en nosotros. Triple puede ser el motivo. Hay algo que no es
bueno: o nosotros, o nuestra oración, o lo que pedimos. Por tanto, pedid, pedid
bien, y seréis atendidos”.
“Orate fratres” —“Orad, hermanos”, exclama el Sacerdote en el altar todos los
días, después del Ofertorio. Sí, carísimos ¡orad!; ¡orad, niños!; ¡orad,
jóvenes! ¡Orad, hombres! ¡Orad, niñas y doncellas! ¡Orad, señoras! ¡Orad en la
iglesia y en casa, a solas y en común, por la mañana y por la noche, antes y
después de la comida! ¡Orad ante los que ríen y blasfeman, ante los incrédulos y
paganos! ¡Orad antes de trabajar y en el recreo, en la alegría y en el dolor, en
las horas de preocupación y de cuidados, en las pruebas y angustias, en las
luchas y tentaciones! ¡Orad hoy y mañana, toda la semana, el año entero! ¡Orad
hasta el fin!
“Orad los unos por los otros, para que seáis salvos; porque mucho vale la
oración perseverante del justo” (Santiago, 5, 16).
“¡Oremus!”. “¡Oremos!”.
“¡Suba hasta Vos, Señor, nuestra oración, y baje hasta nosotros vuestra
misericordia!”.
(Salio el Sembrador…- Tomo II- Ed, Guadalupe, Argentina, 1947, Págs. 573-577,
581- 584)
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San Juan Crisóstomo
La oración en común; condiciones para ser oído
"Yo os digo, además, que si dos de entre vosotros estuvieren de acuerdo sobre la
tierra, cualquier cosa que pidieren les será concedido por mi Padre, que está en
los cielos. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí esto yo en
medio de ellos..."
Mirad cómo deshace por otro lado las enemistades y elimina las pequeñeces de
alma y nos une los unos con los otros.-
Mas ahora no por el castigo con que nos amenaza, sino por los bienes que nos
vienen de la caridad.-
Y es así que, después de aquellas graves amenazas a la terquedad, aquí nos
presenta los grandes premios de la concordia, como que entre sí unidos son
capaces de alcanzar del Padre cuanto les pidieren y tienen en medio de ellos a
Cristo mismo.-
- Ahora bien, ¿es que no hay dos que estén entre sí de acuerdo?
Ciertamente que sí, en muchas partes y quizá en todas partes.-
- ¿Cómo es, pues, que no consiguen todo lo que piden?
Porque hay muchas causas que les impiden conseguirlo:
. En primer lugar, muchas veces piden cosas inconvenientes. ¿Y qué maravilla que
otros las pidan, cuando lo mismo aconteció al mismo Pablo, a quien hubo de
decirle el Señor:
"Te basta mi gracia, pues mi fuerza se acaba en la flaqueza..." (2 Cor. 12,9)?
. Otros no están a la altura de quienes oyeron esas palabras del Señor y no
hacen lo que está de su parte, cuando Él busca a los que son semejantes a os
apóstoles mismos.-
De ahí que diga:
"Si dos o más de entre vosotros...", es decir, de entre los que practican la
virtud, de los que llevan vida verdaderamente evangélica.-
. Otros ruegan contra quienes les han ofendido, reclamando castigo y venganza,
lo cual nos está prohibido. Porque "rogad -dice el Señor- por vuestros
enemigos..." (Mt. 5,44)?
. Otros, en fin, piden misericordia sin arrepentirse de sus pecados, y entonces
es imposible recibirla, ora la pidan ellos, ora la suplique a favor de ellos
otro que tenga valimiento para con Dios.-
Así Jeremías, orando por los judíos, hubo de oír:
"No me ruegues por este pueblo, porque no quiero escucharte..." (Jer. 11,14)?
Mas si se dan todas las condiciones debidas: pedir lo que conviene, hacer todo
lo que está de tu parte, llevar vida apostólica, guardar la concordia y el amor
con tu prójimo, no hay duda que alcanzarás lo que pidieres, pues misericordioso
es el Señor.-
La caridad, lazo de unión en Cristo
Después de decir el Señor: "Les será concedido de parte de mi Padre...", para
mostrarnos que también Él y no sólo el Padre concede la gracia que se pide,
añade: "Porque donde hubiere dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy en
medio de ellos..."
- Ahora bien, ¿es que no hay dos o tres reunidos en su nombre?
Los hay, pero raras veces. Porque no habla el Señor simplemente de unión ni es
eso lo único que Él requiere, sino principalmente, como ya antes he dicho, que
se acompañe delas demás virtudes.-
Luego esto mismo nos lo exige con mucho rigor. Porque lo que aquí quiere decir
es lo siguiente: "Si alguno me tiene a mí por causa principal de su amistad con
el prójimo, yo estaré con él, a condición de que tenga también las otras
virtudes"
Pero la verdad es que la mayor parte vemos que tienen muy otros motivos de
amistad.-
Uno ama porque a él le aman; otro, porque le han honrado; otro, por cualquier
otro motivo semejante. Por Cristo, empero, es difícil hallar quien ame
auténticamente y como es debido a su prójimo que le ama. La mayor parte se unen
entre sí por razón de negocios humanos.-
No amaba así, ciertamente, Pablo. Para Pablo el motivo del amor era Cristo. De
ahí que, aún cuando a él no se le amara como él amaba, no por eso se menoscababa
su caridad, pues eran muy hondas las raíces de su amor.-
Bien diferentes de lo que ahora vemos. Si examináramos uno por uno todos los
casos, hallaríamos que en la mayoría cualquier motivo hace la amistad antes que
éste del amor de Cristo.-
Y si ahora se me permitiera llevar a cabo ese examen en tan grande muchedumbre,
yo os demostraría que la mayoría de los hombres se unen entre sí por puros
motivos terrenos. Lo cual se demuestra por las mismas causas que producen la
enemistad.-
Como quiera que se unen entre sí por motivos pasajeros, su amor no puede ser ni
ardiente ni constante. Una desatención, un perjuicio en los intereses, la
envidia, la vanagloria, cualquier otro accidente semejante que ocurra, basta
para deshacer la amistad.-
Es que esa amistad no dio con la raíz espiritual. De ser así, nada terreno, nada
material hubiera podido destruir lo espiritual. El amor que tiene por motivo a
Cristo es firme, inquebrantable e indestructible. Nada, ni las calumnias, ni los
peligros, ni la muerte, ni cosa semejante, será capaz de arrancarlo del ama. El
que así ama, aun cuando tenga que sufrir cuanto se quiera, mirando al motivo por
que se ama, no dejará jamás de amar. El que ama por ser amado, apenas sufra algo
desagradable, terminará con su amor; mas el que se liga con la caridad de
Cristo, jamás se apartará de esa caridad. De ahí que Pablo dijera: "la caridad
jamás desfallece...(1 Cor. 13,8)
No hay razón alguna para dejar la caridad
¿Qué razón, en efecto, tienes que alegar? ¿Que el otro respondió a tus
consideraciones con injurias? ¿Que quiso derramar tu sangre en agradecimiento de
tus beneficios...?
Mas si amas por Cristo, ésas son razones que te han de mover a amar aún más.
Porque lo que destruye las amistades del mundo, eso es lo que afianza la caridad
por Cristo.-
¿Cómo?
En primer lugar, porque ese ingrato es para ti causa de mayor galardón.-
.En segundo lugar, porque ese justamente necesita de más ayuda y de más intenso
cuidado.-
Por eso, el que de esta manera ama, no mira el linaje, ni la patria, ni la
riqueza, ni el amor que a él se le tenga, ni otra cosa alguna semejante.-
Aun cuando a él se le odie, aun cuando se le insulte, aun cuando se le quiete la
vida, él sigue amando, pues le basta, para motivo de amar, Cristo.-
De ahí que, mirando a Cristo, permanece fijo, firme e inmutable. Porque así amó
también Cristo a sus enemigos, a los ingratos, a los que le insultaban y
blasfemaban, a los que le aborrecían, a los que no querían ni verle, a los que
lo posponían a leños y piedras, los amó con el más alto amor, aquel después del
cual no es posible ya hallar otro.-
"Porque nadie -dice Él mismo- puede tener amor más grande que dar la vida por
sus amigos..." (Jn. 15,13)
A los mismos que le crucificaron, a los mismos que tantos oprobios le hicieron
sufrir, mirad cómo no cesa Él de amarlos.-
Pues es así que ruega por ellos a su Padre, diciendo: "Padre, perdónalos, porque
no saben lo9 que hacen..." (Lc. 23,34)
Y luego a esos mismos les envió sus discípulos.-
(Homilías sobre San Mateo Homilía 60,2-3Paginas 263-267BAC)
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JUAN PABLO II
En la economía del Nuevo Testamento el Señor quiso que la Iglesia fuera
universale sacramentum salutis. El concilio Vaticano II enseña que «la Iglesia
es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con
Dios» (Lumen gentium, 1). En efecto, es voluntad de Dios que el perdón de los
pecados y la vuelta a la amistad divina se realicen a través de la mediación de
la Iglesia: «Lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que
desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16, 19), dijo
solemnemente Jesús a Simón Pedro, y en él a los sumos Pontífices, sus sucesores.
Dio esta misma consigna después a los Apóstoles y, en ellos, a los obispos, sus
sucesores: «Todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo
que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt 18, 18). La tarde
del mismo día de la resurrección, Jesús hará efectivo este poder con la efusión
del Espíritu Santo: «A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a
quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 23). Gracias a este
mandato, los Apóstoles y sus sucesores en la caridad sacerdotal podrán decir
entonces con humildad y verdad: «Yo te absuelvo de tus pecados».
Cf. Discurso del Santo Padre Juan Pablo II a la Penitenciarí, Sábado 13 de marzo
de 1999
La gran participación de los fieles en la confesión sacramental durante el Año
jubilar ha mostrado que este tema -y con él el de las indulgencias, que han sido
y son feliz estímulo para la reconciliación sacramental- es siempre actual: los
cristianos sienten esta necesidad interior y muestran su gratitud cuando, con la
debida disponibilidad, los sacerdotes los acogen en el confesionario. Por eso,
en la carta apostólica Novo millennio ineunte escribí: "El Año jubilar, que se
ha caracterizado particularmente por el recurso a la penitencia sacramental, nos
ha ofrecido un mensaje alentador, que no se ha de desaprovechar: si muchos,
entre ellos tantos jóvenes, se han acercado con fruto a este sacramento (...) es
necesario (...) presentarlo y valorizarlo" (n. 37).
Confortado por esa experiencia, que es promesa para el futuro, en este mensaje
deseo recordar algunos aspectos de especial importancia tanto en el plano de los
principios como en el de la orientación pastoral. La Iglesia es, en sus
ministros ordenados, sujeto activo de la obra de reconciliación. San Mateo
registra las palabras de Jesús a sus discípulos: “Yo os aseguro: todo lo que
atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la
tierra quedará desatado en el cielo" (Mt 18, 18). Paralelamente, Santiago,
hablando de la unción de los enfermos, también sacramento de reconciliación,
exhorta: “¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la
Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor" (St 5,
14).
La celebración del sacramento de la penitencia siempre es acto de la Iglesia,
que en él proclama su fe y da gracias a Dios, que en Jesucristo nos ha liberado
del pecado. De ahí se sigue que, tanto para la validez como para la licitud del
sacramento mismo, el sacerdote y el penitente deben atenerse fielmente a lo que
la Iglesias enseña y prescribe. Para la absolución sacramental, en particular,
las fórmulas que se han de usar son las que prescriben el Ordo penitentiae y los
textos rituales análogos vigentes para las Iglesias orientales. Se ha de excluir
absolutamente el uso de fórmulas diversas.
También es necesario tener presente lo que se prescribe en el canon 720 del
Código de cánones de las Iglesias orientales y en el canon 960 del Código de
derecho canónico, a tenor de los cuales la confesión individual e íntegra y la
absolución son el único modo ordinario para que el fiel consciente de pecado
grave pueda reconciliarse con Dios y con la Iglesia. Por eso, la absolución
colectiva, sin la previa acusación individual de los pecados, debe mantenerse
rigurosamente dentro de las taxativas normas canónicas (cf. Código de cánones de
las Iglesias orientales, cc. 720-721; Código de derecho canónico, cc. 961, 962 y
963).
Cf. Discurso del Santo Padre Juan Pablo II a la Penitenciaría, Sábado 31 de
marzo de 2001
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Ejemplos Predicables
Cómo se corrigió una criada ladrona
Una ama de casa tenía una sirvienta muy hacendosa y discreta. Pero no dejó de
llamar la atención a la señora que siempre que la criada salía para visitar a su
madre se echaban de menos algunas chucherías. Y puesta el ama sobre aviso,
cierta vez que la muchacha se disponía para visitar a la madre, hallóle un
paquete de azúcar, otro de café y algunas menudencias de la casa como cabos de
encaje, retazos de tela y un canuto para agujas, todo ello muy bien acomodado en
un cesto escondido bajo la cama de la ladronzuela. Midieron el azúcar y el café
que quedaba en los respectivos depósitos, y vieron que el hurto no era de poca
monta. Otra mujer que no hubiese sido esta prudente y avisada ama de casa,
hubiese armado gran bulla de insultos y denuestos y hubiese terminado llamando a
la policía para que prendiese a la sirvienta infiel.
Pero esta señora, muy inteligente y prudente y de muy buen corazón, creyendo que
para tornar una alma descarriada del sendero de la buena conducta al refugio de
la virtud del que en tan mala hora había huído, es más probado remedio la
suavidad y la discreción de unas palabras compasivas que no una cólera
destemplada y furiosa, dijo a su sirvienta con el más cordial acento que pueda
darse: “ Estoy cierta que tu madre no está muy sobrada de cosas que aquí por la
bondad de Dios no nos faltan; en este ceso hallarás algo de azúcar y café y
algunas baratijas; dáselas y dile que le enviamos con ello nuestros mejores
saludos”. Enrojeció avergonzadísima la sirvienta, balbuceando con gran confusión
algunas palabras de agradecimiento. De allí a poco volvieron a estar los
depósitos del azúcar y del café con el mismo contenido que tenían antes de la
ratería, y ya nada volvió a perderse en aquel hogar. Largos años sirvió aquella
sirvienta en la casa de la prudentísima señora, y siempre fue diligente y
puntual en el desempeño de los quehaceres domésticos, tanto que nunca dio lugar
a la queja más insignificante. Por este feliz resultado nunca se alabaría
bastante el tino, acierto y buen corazón de aquella ama de casa. Con una
amonestación oportuna y discreta mucho podemos hacer en pro del mejoramiento del
que va errado.
(Catecismo en ejemplos- 3° parte- Ed. Políglota- 1931- Págs 30- 31- Dr.
Francisco Spirago)
Intimidad con Dios
El P. Foucald escribe a su hermana: “Dios está en nosotros, en el fondo de
nuestra alma, presente siempre, escuchándonos y ordenándonos que conversemos un
poco con Él.
Acostumbra a tus hijos a que departan con el Divino Huésped de su alma. En la
medida en que me lo consiente mi flaqueza, ésa es también mi vida; ¡ojalá sea la
tuya! No te apartará ello de tus demás ocupaciones, ni te restará un minuto.
Solamente que en vez de hallarte sola, estaréis dos para cumplir tus
obligaciones… Poco a poco, te habituarás a lo dicho, y concluirás por sentir
constantemente a ese dulce compañero, a ese Dios de nuestros corazones…
Estaremos más unidos que nunca entonces, porque viviremos exactamente la misma
vida… Transcurrirá nuestro tiempo del mismo modo, con el mismo compañero”.
(Salió el Sembrador…- Tomo VIII- Ed. Guadalupe- 1951- Pág 304- P. Juan B.
Lehmann)
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CATECISMO
Reconciliación con la Iglesia
1443 Durante su vida pública, Jesús no sólo perdonó los pecados, también
manifestó el efecto de este perdón: a los pecadores que son perdonados los
vuelve a integrar en la comunidad del pueblo de Dios, de donde el pecado los
había alejado o incluso excluido. Un signo manifiesto de ello es el hecho de que
Jesús admite a los pecadores a su mesa, más aún, él mismo se sienta a su mesa,
gesto que expresa de manera conmovedora, a la vez, el perdón de Dios (cf Lc 15)
y el retorno al seno del pueblo de Dios (cf Lc 19,9).
1444 Al hacer partícipes a los apóstoles de su propio poder de perdonar los
pecados, el Señor les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores con
la Iglesia. Esta dimensión eclesial de su tarea se expresa particularmente en
las palabras solemnes de Cristo a Simón Pedro: "A ti te daré las llaves del
Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y
lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos" (Mt 16,19). "Está
claro que también el Colegio de los Apóstoles, unido a su Cabeza (cf Mt 18,18;
28,16-20), recibió la función de atar y desatar dada a Pedro (cf Mt 16,19)" LG
22).
1445 Las palabras atar y desatar significan: aquel a quien excluyáis de vuestra
comunión, será excluido de la comunión con Dios; aquel a quien que recibáis de
nuevo en vuestra comunión, Dios lo acogerá también en la suya. La reconciliación
con la Iglesia es inseparable de la reconciliación con Dios.
El sacramento del perdón
1446 Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de todos los
miembros pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo,
hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y
lesionado la comunión eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos
una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la
justificación. Los Padres de la Iglesia presentan este sacramento como "la
segunda tabla (de salvación) después del naufragio que es la pérdida de la
gracia" (Tertuliano, paen. 4,2; cf Cc. de Trento: DS 1542).
1447 A lo largo de los siglos la forma concreta, según la cual la Iglesia ha
ejercido este poder recibido del Señor ha variado mucho. Durante los primeros
siglos, la reconciliación de los cristianos que habían cometido pecados
particularmente graves después de su Bautismo (por ejemplo, idolatría, homicidio
o adulterio), estaba vinculada a una disciplina muy rigurosa, según la cual los
penitentes debían hacer penitencia pública por sus pecados, a menudo, durante
largos años, antes de recibir la reconciliación. A este "orden de los
penitentes" (que sólo concernía a ciertos pecados graves) sólo se era admitido
raramente y, en ciertas regiones, una sola vez en la vida. Durante el siglo VII,
los misioneros irlandeses, inspirados en la tradición monástica de Oriente,
trajeron a Europa continental la práctica "privada" de la Penitencia, que no
exigía la realización pública y prolongada de obras de penitencia antes de
recibir la reconciliación con la Iglesia. El sacramento se realiza desde
entonces de una manera más secreta entre el penitente y el sacerdote. Esta nueva
práctica preveía la posibilidad de la reiteración del sacramento y abría así el
camino a una recepción regular del mismo. Permitía integrar en una sola
celebración sacramental el perdón de los pecados graves y de los pecados
veniales. A grandes líneas, esta es la forma de penitencia que la Iglesia
practica hasta nuestros días.
1448 A través de los cambios que la disciplina y la celebración de este
sacramento han experimentado a lo largo de los siglos, se descubre una misma
estructura fundamental. Comprende dos elementos igualmente esenciales: por una
parte, los actos del hombre que se convierte bajo la acción del Espíritu Santo,
a saber, la contrición, la confesión de los pecados y la satisfacción; y por
otra parte, la acción de Dios por ministerio de la Iglesia. Por medio del obispo
y de sus presbíteros, la Iglesia en nombre de Jesucristo concede el perdón de
los pecados, determina la modalidad de la satisfacción, ora también por el
pecador y hace penitencia con él. Así el pecador es curado y restablecido en la
comunión eclesial.
1449 La fórmula de absolución en uso en la Iglesia latina expresa el elemento
esencial de este sacramento: el Padre de la misericordia es la fuente de todo
perdón. Realiza la reconciliación de los pecadores por la Pascua de su Hijo y el
don de su Espíritu, a través de la oración y el ministerio de la Iglesia:
Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la
resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los
pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo
te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo (OP 102).
20. Fray Nelson Domingo 4 de Septiembre de 2005
Temas de las lecturas:
Si no amonestas al malvado, te pediré cuentas de su vida * La plenitud de la ley es el amor * Si tu hermano te escucha, lo habrás salvado.1. El Centinela
1.1 Hay un rasgo común entre la primera lectura y el evangelio de este domingo: la imagen del centinela, de aquel que cuida del hermano. La segunda lectura, por su parte, revela cuál es la motivación que nos conduce a ese cuidado: el amor.
1.2 El mensaje de hoy va en contravía con el individualismo que suele imperar en nuestro tiempo. Frente al lema, hoy corriente, "viva y deje vivir," la Escritura pregona: "Si te escucha, habrás salvado a tu hermano." No podemos desprendernos de la alegría de ayudar a otros ni de la responsabilidad de hacer algo por ellos cuando es posible hacerlo. El Señor es claro en su mensaje: "el malvado morirá por su culpa, pero yo te pediré a ti cuentas de su vida."
1.3 Ahora bien, la corrección fraterna puede brotar de muchas fuentes y no todas son válidas. A veces queremos corregir a otro solamente para que no nos moleste o no nos estorbe. A veces castigamos para desahogar la ira. Hay también culturas que destinan para los culpables penas muy severas, incluso la pena de muerte, y la impresión que uno tiene es que ello es simplemente una forma de venganza. Corregir o castigar pueden ser actos que dividen y engendran desquite y espiral de violencia, si brotan del egoísmo, pero también pueden ser actos que transforman y dan vida, si nacen de auténtico amor.
2. Dar razón del hermano
2.1 El mundo se ha llenado de comunicaciones pero no de relaciones reales, a escala humana. Puentes inmensos, imponentes, inimaginables hasta hace pocos años, cruzan como avenidas el espacio físico, pero no logran con la misma facilidad cubrir lo que nos puede distanciar del corazón de un vecino o de un compañero de trabajo. El Internet de los corazones no se ha inventado.
2.2 O tal vez ya se inventó, y se llama COMUNIDAD. Existe comunidad cuando existe un camino real de acceso al corazón del hermano. Cuando su historia me importa. Cuando tengo una idea clara de sus luchas y de sus alegrías, aunque por supuesto no todo el mundo tiene que saber todo de todo el mundo.
2.3 Entre los primeros cristianos todo el mundo sabía que Pedro había traicionado, pero también sabía que Jesús lo había perdonado. La noción de "privacidad" o de "respeto a la persona" no implicaba "desconocimiento" ni mucho menos "indiferencia" ante la historia de los demás. Al ejemplo de Pedro hay que añadir prácticamente TODOS los nombres que conocemos en el Nuevo Testamento: Pablo, el traidor; María Magdalena, la ex-posesa; Mateo, el publicano; Santigo, el ambicioso; Juan, el iracundo. Y sin embargo, ese conocimiento real de los demás no conllevaba desprecio sino aprecio a la historia que Dios ha sido capaz de labrar con el otro.
2.4 El género de "tejido" social de una Comunidad es entonces mucho más que "relaciones humanas" o "convergencia de metas o intereses." Es una realidad teologal que nace cuando uno está expuesto junto con otros a los rayos bienhechores de la gracia divina que brota de la Palabra predicada por los apóstoles. La comunidad "transparente," aquella en la que las personas pueden conocer sus miserias y leerlas desde la misericordia, es el milagro continuo que se construye sobre la base de una vida apostólica en sentido pleno, es decir, una vida que fluye de la palabra y la sacramentalidad de los apóstoles.
2.5 Es esta vida la que tiene que llegar finalmente a cada comunidad concreta, y por ello es apenas lógico pensar en comunidades estables de "laicos y clérigos," en el lenguaje del Papa Juan Pablo. Comunidades donde el sacerdote y los fieles puestos bajo su particular cuidado se alimenten de una misma gracia mientras se reconocen como deudores unos de otros, renacidos todos del perdón. Tal es el entorno en donde todos pueden responder por (y son responsables de) todos. Esto es dar razón del hermano.
21. 4 de septiembre de 2005
EL AMOR REQUIERE LA CORRECCION FRATERNA, CON DELICADEZA Y TACTO
REVALORIZACION DE LA ORACION COMUNITARIA
Autor: Padre Jesús Marti Ballester
1. Los textos de hoy están dirigidos a la praxis de las comunidades en formación y tienen en cuenta la convivencia que conviene a los que son hermanos y viven en cierto modo en comunidad, fundada en el amor, en donde la condición humana produce ovejas que se descarrían, a las que hay que atraer al estilo del pastor de la parábola para reunirlas a todas en el amor, y cumplir el mandato de Cristo de que "todos sean uno, como el Padre y El son uno". Así hay que entender sobre todo a Mateo, más práctico y particularista, que a Ezequiel que invita a la conversión de un modo más general, como profeta del pueblo.
2. "Cuando escuches palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte" Ezequiel 33,7. También el profeta recibe la misión de sanear la comunidad desde dentro. Se trata de una acción personal e individual orientada a convertir a los pecadores mediante la exhortación y la corrección, de la que nos va a hablar hoy Jesús por San Mateo. Y es que la conversión masiva de los pueblos rara vez se da, si es que alguna vez se ha dado. La transformación de los pueblos comienza por los individuos, persona a persona. Y primero la persona del profeta, a quien se le advierte que si él no corrige la conducta del malvado al dictado de la palabra del Señor que le dice: "Malvado, eres reo de muerte", el malvado morirá por su culpa, pero a ti "te pediré cuenta de su sangre". En cambio, si tú le corriges y el malvado no se convierte, tú salvas tu vida, porque has cumplido con tu deber, llevándole la palabra salvadora, aunque él muera por su culpa. Debo corregiros, aunque sepa que me mataréis cuando baje del púlpito, decía el Cura d Ars. Por contra, Santa Teresa advierte que los predicadores van componiendo sus sermones para no descontentar, por eso se convierten tan pocos. ¡Cuánto tenemos que lamentar cuando nos hemos inhibido de corregir para no perder popularidad o tranquilidad y bienestar!
3. Pero hay que tener en cuenta que corregir no es coaccionar. Corregir no es usar la violencia, corregir es decir lo que se ha de decir. Lo acepten o no lo acepten. Ministerio difícil que exige tino, tacto, amor y comprensión, que con dificultad ejercerá bien el que corrige apasionadamente o con su amor propio herido, o carece de autoridad moral. Escribe San Juan de Ávila que quien no practica lo que tiene que enseñar, no enseñará lo que debe porque es antipsicológico enseñar contra si mismo. El profeta debe señalar el camino recto. Debe decir que el camino que se está siguiendo es contra la ley de Dios. Es fácil decir que no hay que tomar parte personal en la corrección, porque la realidad es que el que tiene la misión de corregir, siente la lucha en su espíritu y se afecta interiormente y hasta físicamente. Cuando Santa Teresa del Niño Jesús cesó en su cargo de ayudante de la maestra de novicias, al ver alguna falta en las hermanas, decía: "pero ya no tengo yo que corregir".
4. "Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos" Mateo 18,15. El mismo sentido que en Ezequiel, tiene la corrección en el evangelio de Mateo, aunque en tono más doméstico, comunitario y familiar, como hemos dicho. Si la Iglesia es un cuerpo, todo lo que afecte a cada célula, repercute en el cuerpo. Una célula enferma contamina a toda la comunidad. La solución no está en la extirpación sin más de la célula enferma. Eso puede darse en el organismo biológico, que no es inteligente, y sólo en casos de malignidad de la célula. No así en el organismo de la comunidad, compuesto por personas humanas, responsables y capaces de reaccionar ante la corrección del amor. Porque lo primero que se requiere para que la corrección sea eficaz es que esté hecha con amor. El amor que quiere lo mejor para aquel a quien ama y a su costa, que le ayuda con sacrificio propio a crecer, que no se queja de sus fallos, que reza por él. Quien tiene que corregir debe hacerlo con humildad y humillado, como quien lo hace por deber de caridad y no por venganza, rencor o resentimiento; sin lastimar y sin herir. Con ánimo de curar para restablecer el orden y la salud del hermano y de la comunidad. Muchísimo menos con ánimo de hundir y con suma caridad. La corrección destemplada hecha con orgullo, superioridad y suficiencia, o con murmuración previa, o con aires de impecabilidad por parte de quienes la ejercen, está condenada al fracaso, o con imprudencia, como su se hace a un esposo delante de su esposa, o un padre delante de sus hijos, o a un superior delante de sus subordinados, o a un maestro en presencia de sus alumnos, ante quienes necesita honor y respeto, y lo exige el honor y buen nombre y su propia dignidad. Si la corrección no viene adornada con estas cualidades y con estas condiciones no solamente será un fracaso, sino un escándalo y un pecado contra la caridad que se cometerá en nombre de la caridad. Por algo dice el Señor, "repréndelo a solas entre los dos". Muchas veces la corrección fraterna es una represalia o está enmascarada con el odio, el amor propio, lo que se llama propia frustración, un juzgar y condenar en su propio tribunal como en juicio sumarísimo. Sólo cuando el que corrige se siente humillado de tener que corregir, se sitúa en el caso del infractor de la ley y lo hace sin acritud y con mansedumbre, se puede esperar buen resultado, y a veces basta con señalar con el dedo. "Ahora, todo va con amor", escribe Santa Teresa. . "Os exhortamos, hermanos, a que amonestéis a los que viven desconcertados, animéis a los pusilánimes, sostengáis a los débiles y seáis pacientes con ellos" (1 Te 5,14). "No los miréis como a enemigos, sino amonestadlos como a hermanos" (2 Tes 3,15), nos aconseja san Pablo."Lo que soportáis os educa. Dios os trata como a hijos; y ¿qué hijo hay a quien su padre no corrija?. Si os eximen de la corrección, que es patrimonio de todos, será que sois bastardos y no hijos" (Hb 12,7). Y, ¿qué diremos del que se encarga de propalar los defectos del hermano, sobre todo los secretos? Esta es una acción fatal y destructora de la paz y dinamita las familias y toda sociedad.
5. Por eso el Señor se cuida de poner de relieve el secreto de la corrección: "a solas entre los dos". Y sólo cuando el trasgresor no acepte la corrección o no haga caso de la misma, hay que llamar a otro o a dos más, para que buscando la eficacia, no se viole el secreto, que debe prevalecer por la misma caridad. Sólo en el último caso habrá que manifestarlo a la comunidad.
6. Somos una familia, la familia de Jesús, y si el deseo de que todos sean buenos debe estar implantado entre nosotros, como somos débiles y de barro que tan pronto se rompe, como dice San Agustín, y estamos rodeados por todas partes del mal, lo que no se puede hacer es querer apagar la chispa encendiendo otras de rencor y de odio. Sería un atentado contra el amor, que es la ley de la comunidad.
7. Estaremos todos de acuerdo en que el deber de la corrección en la familia y en los colegios, estos últimos tiempos, ha brillado por su ausencia porque es impopular. Lo que uno siembra eso recoge (Gal 6,8). A veces, unas manos siembran, y otras arrancan las plantitas ya nacidas. Seguramente, aún en esta vida, se arrepentirán padres y madres, profesores y pastores de no haber corregido a su debido tiempo. Se habrán hecho daño mutuamente: Y "uno que ama a su prójimo, no le hace daño. Y amar es cumplir la ley entera" Romanos 13,8, también en este punto.
8. Por último, el remedio supremo de la oración: "Os aseguro que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos". Juan Pablo II, que comprendió profundamente estas palabras de Cristo, quiso desde el principio que sus visitas pastorales tuvieran encuentros de oración eucarística con la celebración del Santo sacrificio ante la participación masiva del pueblo, como un bombardeo celeste sobre este mundo tan necesitado de Dios.
9. El salmo 94 nos invita a aclamar al Señor con cantos dándole gracias por la creación porque es el Señor de la naturaleza, y el mejor de los cantos será cuidarla, mejorarla, no contaminarla como regalo suyo para todos, pero también nos previene, como pueblo que él apacienta y él guía, que no endurezcamos nuestro corazón como los israelitas en el desierto que le tentaron y le desobedecieron, ingratos, aunque habían contemplado las maravillas que por ellos había hecho sacándolos de la esclavitud de Egipto.
10. Pidamos a María que nos meta en las entrañas el valor inefable del amor fraterno y de la oración de la comunidad, que puede salvar tantas, todas, las situaciones. La comunidad reunida, como ahora, en la oración eucarística con Cristo entre nosotros, no sólo construye la unidad de la comunidad cristiana, sino que es base y testimonio de la reconstrucción del mundo, al cual es enviada, para que éste se salve.