30 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXI - CICLO C
6-9

 

6.

Jesús, decepcionado, ha dejado Nazaret y se dirige a Jerusalén, enseñando en la ciudades y aldeas que encuentra por el camino.

En este simbólico viaje, que abarca gran parte de su evangelio (Lc 9,51 al 19,27), Lucas nos va narrando enseñanzas importantes de vida cristiana.

El tiempo disponible para llamar a su propio pueblo a la conversión es cada vez menor para Jesús y va pasando rápidamente sin encontrar verdaderas respuestas a sus llamadas. Los discípulos se acercan a la hora del gran escándalo, ante un Jesús cada día más desconcertante; los judíos no parecen tener más alternativa que deshacerse del molesto profeta, que ni respondía a los esquemas religiosos tradicionales ni a las expectativas nacionalistas y políticas del pueblo. Todos tenían la impresión de estar viviendo unos tiempos decisivos y fundamentales de su historia personal y comunitaria. La misma predicación de Jesús así lo indicaba.

Los textos evangélicos siguen confirmando las diferentes perspectivas que existen entre Dios y los hombres. Entre un Dios que no hace acepción de personas, que lee en el corazón de ellas y unos hombres que juzgan por lo exterior, por las apariencias, por el puesto que se ocupa, que buscan seguridades y se aferran a ritos y parentescos para asegurarse su salvación; entre un Dios que quiere que vivamos la verdadera vida y unos hombres desencantados, faltos de alegría y de valentía, que renuncian a combatir, que se soportan y que buscan remedios en caminos divergentes de la verdadera fe.

Aunque la vida de fe es un don de Dios, no podemos olvidar el esfuerzo del hombre. Sólo corriendo se gana una carrera. El esfuerzo personal es el raíl paralelo a la gracia de Dios.

1. Una pregunta acuciante

"¿Serán pocos los que se salven?" ¿Cuántos serán? Un oyente que ha escuchado el mensaje de Jesús, le pregunta sobre el número de los que se salven. Tiene curiosidad por saberlo y se sitúa desde fuera del problema. Su pregunta era normal en el ambiente fariseo de aquel tiempo.

Es una pregunta que no ha dejado de plantearse a lo largo de la historia de la Iglesia. Durante siglos los predicadores tendieron a aterrorizar a los oyentes para obligarles, por miedo, a la práctica de los ritos cristianos, para lograr que fueran dóciles a sus enseñanzas moralizantes. De ahí esas ideas aberrantes sobre la eternidad para infundir pavor en los oyentes: un encerado lleno de ceros con un uno delante eran siglos que, cuando pasaran, la eternidad no habría dado un paso ni el fuego del infierno habría disminuido en lo más mínimo; o la bola de acero macizo del tamaño de nuestro planeta que un pájaro, rozándola con el ala una vez al año, desgastaría algún día, pero la eternidad seguiría como al principio...

Es lamentable que todas las religiones del mundo hayan procedido más o menos de la misma manera, lo que indica la falta de verdaderos conocimientos religiosos de los hombres, siempre incapaces de ir un poco más allá de sus miopes horizontes. Actualmente la tendencia más general es la contraria: que la misericordia de Dios no puede permitir que nadie se condene por toda la eternidad, que no hay infierno o que, si lo hay, está vacío.

También entre nosotros son muchos los que quieren tener una respuesta precisa sobre el número de los que entrarán en el cielo. Por eso siguen discutiendo sobre la necesidad del bautismo de los niños, la suerte de los no bautizados..., a pesar de la clara actitud de Jesús evadiendo las respuestas concretas.

Son muchas las preguntas que se nos pueden ocurrir sobre este punto: ¿Qué es la salvación?, ¿quién nos salva y de qué?, ¿qué hace falta para salvarse?, ¿qué pasa con los que no se salvan?

Los cristianos que viven dentro de un esquema religioso simplista y reducido, por desconocer los planteamientos evangélicos profundos, suelen ajustar la salvación a lo que ellos hacen o piensan, identificando el plan de Dios con su modo de ser y de vivir. Es lo que hacían la mayoría de los judíos contemporáneos de Jesús: los descendientes de Abrahán estaban llamados a la salvación si cumplían la ley de Moisés; el resto de la humanidad, los paganos, jamás la alcanzarían si no aceptaban esa ley. Y así estos cristianos excluyen de la salvación a los que no están bautizados, a los cristianos no católicos, a los que practican otras religiones y, por supuesto, a los ateos y agnósticos. A la vez que se hacían esas exclusiones, proliferaban las devociones que aseguraban la salvación contra todo riesgo de última hora: los nueve primeros viernes de mes, la devoción a tal santo o virgen..., proporcionaban de un modo infalible la entrada al paraíso. Convertían la religión en una agencia de viajes al cielo, los ritos religiosos eran como el pago de la renta del "chalet celestial".

A pesar de las grandes facilidades y rebajas concedidas para salvarse, suponían que el número de los salvados sería muy reducido, dada la corrupción del mundo y la escasa credibilidad de su cristianismo.

Si profundizamos en los evangelios, estaremos cada vez más en condiciones de comprender por qué pudo introducirse en la Iglesia toda esa mentalidad materialista de la religión, con tan desastrosas consecuencias para su vida interna y para su testimonio ante el mundo. El no situarnos desde la perspectiva de Jesús, que es la perspectiva del reino de Dios, ha traído graves consecuencias para la fe, consecuencias que hemos de profundizar si queremos purificar nuestras actitudes.

2. Elegir "la puerta estrecha"

"Esforzaos en entrar por la puerta estrecha". Jesús no responde directamente a la pregunta que le han hecho. Prefiere no responder a una curiosidad inútil. Aparte de que es muy dudoso que supiera hacerlo. Su mensaje no pretendía aterrorizar pecadores ni tranquilizar justos, sino convertir a todos. El Padre admitirá a su reino a los que vayan hecho el bien.

La respuesta de Jesús debería ser suficiente para terminar con todo cristianismo triunfalista que, mientras hacía fáciles las cosas a los propios cristianos, se las ponía casi imposibles a los demás. Por eso, cuando alguien nos plantee o nos planteemos la cuestión, lo más prudente es respetar el misterio y hacer como Jesús.

La entrada al reino no es más fácil ni más difícil para unos que para otros. Será la consecuencia de una vida vivida con sentido. Si queremos participar de la plenitud de vida que el Padre quiere para todos, es necesario que empecemos a vivirla ahora.

Nadie puede sentirse ya salvado por pertenecer a esta o aquella religión, por pertenecer a una u otra raza..., como pensaban los judíos del tiempo de Jesús y piensan muchos cristianos de ahora.

Tenemos que elegir la puerta estrecha que nos enfrenta con nuestra propia conciencia, la puerta estrecha que consiste en cargar con la cruz de cada día (Mt 10,38), la puerta estrecha de la constante conversión a una vida personal más verdadera y a trabajar por unas estructuras sociales que hagan posible la liberación de los oprimidos.

El camino a la puerta del reino es la misma vida que debemos construir, paso a paso, creándola constantemente, mejorándola, sublimándola a través de tantos actos aparentemente intrascendentes. Es el quehacer diario del obrero solidario en su lugar de trabajo, del ama de casa entre sus cacharros y vecinas, del estudiante entre sus libros y sus compañeros... No hay salvación fácil ni difícil. Es como la vida: a la medida de nuestras capacidades. Una vida que hemos de vivir con sinceridad. La salvación no es tema de curiosidad, sino de compromiso, nos vendría a decir ahora Jesús.

3. La puerta solamente la abre el amor-pobreza

Hay quienes se creen con derechos sobre el reino. Son los que se acercan a la puerta y mandan: "Señor, ábrenos". Sus razones parecen evidentes: han comido y bebido con él y han escuchado sus palabras. Evidentemente, son amigos y pueden exigir. Sin embargo, la respuesta es: "No sé quiénes sois". Jesús no los reconoce porque son obradores de iniquidad. Y es que cuando falla el amor, todo lo demás carece de valor y de sentido. Es el amor lo único que puede abrir la puerta.

Hemos de tener mucho cuidado con el pecado de "equivocación". No todo lo que creemos hacer por el reino es realmente liberador de las masas oprimidas. Y si no es liberador de ellas, no puede ser del reino. La "buena fe" quizá salve al individuo por tonto o engañado, pero por sí sola no construye el reino. Lo que importa son los hechos. No basta confiar en que hemos participado en la eucaristía y en los sacramentos, ni en que hemos escuchado el evangelio... Todo eso es, sin duda, fundamental para quienes creemos en Jesús, pero no nos basta. No vale pretender comulgar después con la plenitud de vida que es el reino de Dios, sin intentar hacerlo ya ahora.

Es inútil pertenecer a la misma raza de Abrahán y de Jesús, inútil escuchar la Biblia y asistir a la eucaristía, inútil pertenecer a esta o aquella asociación religiosa, si no queremos aceptar la conversión constante del corazón y el cambio hacia una religión que toque la misma raíz del hombre.

Las palabras de Jesús no dejan lugar a dudas: ni el templo, ni los sacrificios a Dios, ni la lectura de la Biblia, ni el rosario y la misa diaria, ni estar constantemente con el nombre de Dios en los labios..., son decisivos para la salvación si no van acompañados de las obras de la justicia.

Hemos de evitar hacer ciencia-ficción: quién se salva, quién se condena, cuántos..., y seguir las orientaciones que nos ofrece el evangelio: la prueba decisiva son las obras. Lo que los cristianos debemos interpretar como una llamada a la penitencia y a la conversión.

Ni siquiera debemos pretender que nuestro camino sea el mejor para llegar a Dios. Una verdadera religiosidad está siempre reñida con esas elucubraciones que socavan el mismo fundamento de la fe. Es cierto que para nosotros Jesús es "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6), pero ¿podemos afirmar que son sus planteamientos los que vivimos los cristianos? Tenemos el gran peligro de reducir los horizontes del reino de Dios y de la vida humana a nuestras perspectivas personales y a encerrarlo todo en una iglesia prefabricada por nosotros mismos. Una Iglesia aún hoy con muchas murallas -costumbres, lenguaje, ritos, cultura inercias históricas...- lo suficientemente eficaces como para mantener alejados de ella a contemporáneos nuestros que ya están construyendo el reino con su vida, obrando el bien con sudores y fatigas, liberando a los oprimidos de las garras de tantos "cristianos" opresores... Mientras, nosotros podemos estar velando el cadáver de unas comunidades, de unas parroquias, de unas órdenes religiosas y de unas diócesis cerradas en sí mismas, que ya no tienen nada que decir al hombre de hoy. ¿Quién nos puede garantizar que nuestra perspectiva sea la correcta, aunque sea grande nuestra fe?

La Iglesia es abierta, no tiene fronteras ni aduanas, es propiedad pública de todos los que creen en Jesús y lo están demostrando con su vida. No es propiedad privada de nadie. Sólo somos Iglesia en la medida en que tratamos de seguir el camino de Jesús. No basta con afirmarlo: son necesarias las obras de liberación del pueblo.

I/RD: No podemos olvidar que el reino es más que la Iglesia. Hay quienes trabajan por el reino sin ser de la Iglesia, y hay en la Iglesia estructural quienes son antisignos del reino; por lo que debemos saber, descubrir y valorar todo lo que hay de reino fuera de la Iglesia, y descubrir y combatir todo lo que le sea contrario dentro de ella y de cada uno de nosotros.

La Iglesia no puede seguir siendo un coto cerrado que asegura la salvación a sus fieles y condena a los que no piensan como ella. Su pastoral debe volver a evangelizar, a abrir caminos de salvación y de ilusión a todos los hombres. Es necesario que el hombre de hoy vuelva a encontrar en la religión un aliciente para su vida de trabajo, política, cultura... Utilizar la religión sólo para "salvar el alma" la ha convertido en hipocresía y opio al conciliar esa salvación con la miseria y la explotación de millones "de cuerpos", a cuyas "almas" se les promete el cielo siempre que acepten ciertas condiciones, dadas normalmente por los que tienen poder y dinero.

La Iglesia tiene que ser capaz de descubrir a los hombres y a los pueblos de todos los lugares el fermento de reino de Dios que existe dentro de ellos mismos.

4. Dios tiene otras cuentas

"Hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos". Parece la dolorosa conclusión de la historia de la evangelización durante el primer siglo. Los judíos, que debían haber sido los primeros en aceptar a Jesús, lo han rechazado, con lo que han quedado relegados al último lugar; mientras, los paganos han ido ocupando progresivamente los primeros lugares en la naciente Iglesia.

Pero la frase no se refiere solamente a aquella época y a una sola categoría de personas; vale para todas las generaciones de creyentes y también para la nuestra. No son los que aparecen como los más importantes los que realmente lo son para Dios: él aplica otros criterios. Lo importante no es preguntarnos por el puesto que ocupamos en la Iglesia, sino la fidelidad en el seguimiento de Jesús. Lo importante no es preguntarnos por el número de los salvados o si estaremos nosotros entre ellos: es preferible dejar todo eso en las manos de Dios, que siempre serán mejores que las nuestras.

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET - 2 PAULINAS/MADRID 1985.Págs. 253-259


7.

1. Quiénes se salvan...

A medida que Jesús avanzaba hacia Jerusalén, el tema de la entrada al Reino de Dios se iba agudizando. Para Jesús, se reducía el tiempo disponible para llamar a la conversión a su propio pueblo; para los discípulos, se acercaba la hora del gran escándalo ante un Jesús cada día más desconcertante; para los judíos, no parecía quedar más alternativa que deshacerse del molesto profeta que ni respondía a los esquemas religiosos tradicionales ni a la expectativa política del pueblo.

De cualquier forma, en todos había la certeza de que se estaba viviendo una hora fundamental y decisiva en la historia de la salvación. La misma predicación de Jesús no parecía dejar dudas al respecto, según el testimonio de los evangelistas.

En ese contexto no nos puede extrañar la pregunta que alguien le hizo: ¿Serán pocos los que se salven? ¿Cuántos serán?

A alguno de nosotros le podrá extrañar tanta ingenuidad; sin embargo, no está lejana la época en que esta preocupación y otras similares constituían un elemento siempre presente en la catequesis, teología y predicación, a pesar de la clara actitud de Jesús, que no sólo evadió dar una respuesta concreta, sino que condenó todo tipo de especulaciones al respecto. Vayamos por partes.

Es evidente que esa pregunta representa un esquema mental acerca de la salvación y del Reino de Dios. Muchas son las preguntas que a uno se le pueden ocurrir: ¿Qué es la salvación? ¿Quién nos salva? ¿De qué nos salva? ¿Qué hace falta para salvarse? ¿Qué pasa con los que no se salvan?

Quienes no han comprendido casi nada del Reino de Dios anunciado por Jesús, se mantienen dentro de un esquema simplista y reducido, llegando a la lógica conclusión de que la salvación se ajusta precisamente a lo que ellos hacen. En otras palabras: por feliz casualidad el plan de Dios coincide exactamente con su modo de ser y vivir.

Así, por ejemplo, los judíos de aquella época pensaban que, evidentemente, todos los hijos de Abraham por raza estaban llamados a la salvación siempre que cumplieran la Ley de Moisés; el resto de la humanidad, los paganos, jamás verían la salvación, a excepción de los pocos que accedían a hacerse prosélitos.

De la misma manera, son muchos los cristianos que pensaron y que piensan que, si uno no está bautizado, a lo sumo podrá llegar hasta el "Limbo", adonde naturalmente irían a parar la mayoría de los niños del mundo; después continuaron especulaciones como la de si bastaba ser cristiano o había privilegios para los católicos; seguidamente se hicieron minuciosas listas: unas, que aseguraban la salvación contra todo riesgo; otras, claramente condenatorias. Poco a poco la religión se fue convirtiendo en una especie de agencia de viajes al Paraíso y los clientes podían adquirir pases seguros con una devoción a tal santo o virgen, repitiendo tal novena, entrando en tal institución, etc. Lo importante era salvar el alma, la de uno, se entiende. Para ello, cumplir con lo estrictamente necesario, no dejar de lado ningún requisito de los llamados esenciales (comunión pascual, misa dominical, etc.) y asegurar sobre todo el momento de la muerte para que no falte la absolución, en cuyo caso bastaba la atrición, o en caso contrario, la contrición...

A pesar de las facilidades dadas para salvarse (lo que alguien llamó «la gracia fácil»), se suponía que aun así el número de los salvados sería muy reducido, dada la irrupción general que hay en el mundo, la escasa expansión de la fe cristiana, etc., etc.

Quienes hemos seguido paso a paso estas reflexiones centradas en el mensaje del Evangelio de Lucas, ciertamente estaremos en condición de comprender por qué toda esa mentalidad materialista de la religión pudo introducirse tanto en la Iglesia con tan desastrosas consecuencias para su vida interna y para su testimonio ante el mundo. El no considerar el problema desde la perspectiva del Reino de Dios -en gran medida por el desconocimiento del Evangelio y por una predicación exclusivamente moralista- trajo serias y graves consecuencias que es interesante tenerlas en cuenta a fin de que continuemos con la purificación de nuestras actitudes. Así, por ejemplo, podríamos citar, entre otras:

--La conciencia de que la Iglesia es un ghetto cerrado que no sólo asegura la salvación a sus fieles adeptos, sino que es capaz de señalar a los demás con juicios de condenación. El sentirnos poseedores «de la verdad» nos hizo intolerantes, orgullosos, presuntuosos, cerrados a la crítica y a la investigación, pedantes, etc., con lo que estas actitudes tan poco evangélicas terminaron de vaciar una fe ya muy resquebrajada y falta de convicciones serias.

--La pastoral de la Iglesia, de las congregaciones, parroquias, etc., se desvirtuó hasta el punto de que la evangelización dejó de ser su elemento principal, llegando incluso a desaparecer totalmente; la catequesis y predicación se volvieron racionales, frías, especulativas, moralizantes y juridicistas; aumentó considerablemente el clericalismo con la consiguiente apatía y recelo -cuando no miedo- del laicado, que no pudo encontrar en la religión un aliciente para su vida de trabajo, política, arte, cultura, etc. El cumplir la religión sólo para salvar el alma condujo a una religión tan hipócrita que pudo conciliarse con la miseria y explotación de muchos millones de «cuerpos» a cuyas almas se les prometía el cielo siempre y cuando aceptaran ciertas condiciones.

--Finalmente, desde el punto de vista de la universalidad de la fe, la vida misionera no supo descubrir en los pueblos evangelizados el fermento allí existente del Reino de Dios, lo que llevó no sólo a desconocer y arrasar los valores indígenas, sino a implantar un cristianismo calcado de los moldes occidentales, como si la salvación no pudiera darse fuera de los esquemas de la cultura occidental europea.

Por todo ello, y mucho más, parece que lo más oportuno es volver a nuestras fuentes, es decir, a la actitud de Jesucristo, dejarle a Dios la espinosa tarea de la que quisimos ocuparnos, y preguntarnos más bien qué puede implicar para nosotros el deseo de estar en el Reino de Dios, que jamás dejará de ser un verdadero "misterio" en el sentido de que, si es cosa de Dios, será mejor que nos dediquemos a hacer nuestras cosas de hombres sin pretender desde aquí dirigir los pensamientos y decisiones divinos.

La tajante respuesta de Jesús a aquel curioso puede constituir un cubo de agua fría para todo cristianismo triunfalista que, mientras nos hace fáciles las cosas a nosotros, se las hizo muy difíciles a los demás. De cualquier manera -y valga como consuelo-, todas las religiones del mundo procedieron más o menos de la misma forma, lo que indica que el mal está en la misma raíz del hombre incapaz de pensar un poco más allá de sus miopes horizontes; o, como dice Jesús, buscarse la puerta ancha y fácil a fin de que, religión aparte, nada cambie en nuestra vida privada ni en las estructuras sociales.

2. La única condición

La respuesta que dio Jesús a aquel típico representante de la religión imperante está, en primer lugar, dirigida al pueblo judío como tal, a quien Jesús le exige que entre, si quiere, por la puerta estrecha, la única que conduce al Reino. En efecto, es inútil pertenecer a la misma raza de Abraham y de Jesús, inútil practicar el culto y escuchar la Biblia si no se quiere aceptar la conversión del corazón y el cambio hacia una religión que toque la misma raíz del hombre.

Y a la inversa: serán los malditos pueblos extraños, los paganos incircuncisos de oriente y de occidente los que se sentarán a la mesa con los grandes profetas y patriarcas, conforme a los oráculos de los profetas del exilio, como recuerda la primera lectura de hoy: «Yo vendré, dice el Señor, para reunir a las naciones de toda lengua.... los que nunca oyeron mi fama ni vieron mi gloria: y anunciarán mi gloria a las naciones...»

En segundo lugar, es evidente que al menos el espíritu de la respuesta de Jesús tiene mucho que ver con los que hoy somos cristianos y nos sentimos parte de la Iglesia. Por algo hoy se nos anuncia esta palabra en una celebración litúrgica que actualiza aquí y ahora la obra evangelizadora de Jesús.

«Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán.»

La expresión está relacionada con lo que poco antes dijera Jesús -según Lucas- con motivo de aquellos galileos que habían sido muertos por Pilato en los atrios del templo: «Si no cambiáis de vida -si no os convertís-, todos pereceréis» (13,1-5), lo que fue ilustrado con la parábola de la higuera estéril que debía ser cortada si, dentro de un nuevo plazo, no daba frutos (13,6-9).

Si no existe este cambio de vida, es inútil -sigue Jesús- aducir el consabido «hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas», pues la respuesta será dura: «No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados.»

Ya no hace falta discutir quién se salva y quién se condena, o si serán muchos o pocos los llamados al Reino.

A quien hoy camina sobre la tierra se le deja su única y máxima preocupación: abandonar el esquema viejo del pecado y renovar su mente, su corazón y sus actos con sinceridad ante Dios y ante los hombres.

Es evidente que Dios tiene múltiples caminos para llegar a cada hombre, esté donde esté, y llamarlo a una vida más pura y digna. El Reino de Dios no tiene fronteras ni prejuicios ni obstáculos insalvables, y bien puede hacer que los últimos sean los primeros, y los primeros se queden últimos.

Dicho de otra manera: no nos salva la pertenencia a la institución religiosa, sino la praxis de una vida nueva, generosamente volcada en madurar nuestra personalidad. Ni la pertenencia a la Iglesia, o a una congregación religiosa, o a quién sabe qué institución piadosa nos hace más o menos aptos para el Reino de Dios. El creerlo es simple hipocresía..., y con qué facilidad nos autoconvencemos de que estar en un lugar sagrado nos hace más santos que los que están fuera.

A veces se infiltra cierto espíritu mágico que nos hace creer que el contacto material con cosas llamadas sagradas, por una especie de contagio o simbiosis, automáticamente nos transforma en sagrados. Pero la predicación de Jesús fue tan clara como para que pudiera ser tachado de blasfemo: ni el templo, ni los sacrificios a Dios, ni la Biblia, ni pronunciar el nombre de Dios o de Jesús producen cambio alguno; menos nos hacen merecedores de cierto galardón divino. De ahora en adelante sólo una cosa es importante: abrirse generosamente a la llamada de Dios, revisar la propia vida, volcarnos a la vivencia de la justicia integral y a una paz fruto del amor... Todo lo demás es relativo a esas formas culturales de expresarse que tiene cada pueblo. Dios está más allá de esas modalidades particulares.

Ni siquiera debemos mirar cómo los otros intentan llegar hasta Dios o pretender que nuestro método sea el mejor. Una sana religiosidad está siempre reñida con esas conductas que, subrepticiamente, socavan el fundamento de la fe -la conversión permanente- y pretenden consciente o inconscientemente una «auto-justificación», puerta segura, no del Reino, sino de la hipocresía.

Así, pues, tenemos que elegir la puerta estrecha que nos enfrenta con nuestra propia conciencia, desnudos de todo aparato mágico o estructura que pretenda facilitarnos las cosas. La entrada al Reino no es más difícil para unos ni más fácil para otros; es tan fácil o tan difícil -según se mire- como lo es la misma vida de cada uno, con sus continuas opciones, con sus tentaciones, con sus cambios, con sus choques y con sus crisis. La puerta del Reino es la misma vida que se debe construir, paso a paso, creándola permanentemente, mejorándola, corrigiéndola, animada por espíritu, sublimada a través de tantos actos aparentemente intrascendentes.

Es la heroicidad del quehacer diario: la del obrero en su fábrica, la del ama de casa entre sus cacharros, la del profesor con sus alumnos. No hay gracia fácil ni salvación fácil. Es como la vida: es a nuestra medida y con la exigencia de nuestra medida y capacidad. En síntesis: es mejor vivir fielmente cada día que preguntarnos por quiénes se salvarán. Es una puerta estrecha, pero la única posible.

SANTOS BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C.3º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs. 211 ss.


8.

En pocos años ha cambiado de manera decisiva la actitud social ante el sexo. Todo aquel que quiera pertenecer a esta sociedad moderna ha de rechazar hoy cualquier tipo de miedo o tabú sexual y defender en este terreno una libertad absoluta.

Cualquier normativa o prohibición es considerada inmediatamente como una represión inaceptable en una sociedad que no tolera ninguna forma de imposición. El único criterio que aquí vale es «la prohibición de prohibir», pues cada persona ha de comportarse como le plazca y apetezca.

Sin duda, el clima actual está pidiendo una clarificación. Si era ingenua y equivocada aquella condena absoluta que no veía en el sexo sino algo negativo y degradante, no lo es menos la postura actual de quienes se niegan a ver los riesgos del sexo vivido sin criterio orientador alguno.

Uno de los elementos positivos de la cultura moderna de la sexualidad es ciertamente el descubrimiento del erotismo como fuerza enriquecedora de la persona, que moviliza su fantasía, despierta la emoción, busca el encuentro gratificante y satisface la necesidad de comunión amorosa con el otro.

El hombre moderno ha redescubierto el cuerpo como «el gran signo erótico del deseo amoroso». El cuerpo sugiere, expresa, atrae y estimula el encuentro gozoso y placentero. Un cuerpo que no es puro instrumento de placer, sino cauce de una comunicación amorosa que no acaba sólo en el gozo de la posesión sino en la comunicación profunda con el otro. Pero, como lo describe ya Platón en el «Banquete», «Eros» es hijo de «Poros» (la riqueza) y de «Penia» (la pobreza). El erotismo crea misterio, encanto, gozo y admiración porque es regalo y don placentero que nace de la riqueza de la persona. Pero, al mismo tiempo, puede despertar el egoísmo, la manipulación y la sed de posesión, pues nace también de la indigencia y pobreza del individuo.

Y es aquí precisamente donde reside toda su ambigüedad. El erotismo puede enriquecer hasta límites insospechados el encuentro amoroso, pero puede también reducirlo a puro interés, donde el otro deja de ser persona para convertirse en objeto del que yo me apodero y al que utilizo para mi propia y exclusiva satisfacción.

Por eso, también hoy es necesario afirmar y defender que todo lo que sea instrumentalizar a la persona, fomentar la búsqueda instintiva del mero placer sin ningún respeto al otro, incitar a la violencia sexual, convertir el sexo en fuente de ganancia económica... sigue siendo algo indigno y deshumanizador. Ninguna persona sensata aceptará que un proyecto como éste sea el modelo de sexualidad que ha de imponerse en nuestra cultura.

También en este campo se ha de recordar que no es la vía ancha y relajada la que conduce a la salvación del ser humano. Cuántos hombres y mujeres disfrutarían más de su encuentro amoroso y descubrirían todo el gozo humano del erotismo si escucharan esas palabras aparentemente difíciles de Jesús: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha.»

JOSE ANTONIO PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo C
SAN SEBASTIAN 1944.Pág. 99 s.


9. RLS-IGUALES I/SALVACIÓN

La verdadera religión

·Gandhi escribía que «las religiones son distintos caminos que desembocan en el mismo punto. ¿Qué importa que vayamos por distintos caminos si alcanzamos la misma meta?». Esta frase nos puede servir de punto de partida en las reflexiones sobre la palabra de Dios que acabamos de escuchar.

I/EXTRA-NULLA-SALUS: Dentro de la fe cristiana se han desvanecido aquellas interpretaciones rígidas de la vieja fórmula «extra Ecclesiam nulla salus» («fuera de la Iglesia no hay salvación posible»), que llevaba a considerar que era urgente enviar misioneros fuera de nuestras fronteras para que los infieles pudiesen entrar dentro de la Iglesia y así salvarse. Hoy sintonizamos mucho más con la formulación de Gandhi y estamos convencidos de la existencia de un fondo común en todas las religiones existentes y que todo hombre que es fiel a su conciencia se va a salvar, aunque no forme parte de la Iglesia.

Más aún, existen voces que afirman que han pasado los tiempos de las misiones -o que su sentido consiste en establecer programas de desarrollo en el tercer mundo-, pero que es secundario su trabajo evangelizador. Incluso es frecuente creer que todas las religiones son igualmente válidas, que todas llevan a la misma meta y que, por tanto, es lo mismo ser católico, que protestante, que budista, musulmán o hindú.

«¿Serán pocos los que se salven?». Esta es la pregunta que se hace a Jesús cuando iba «de camino a Jerusalén», un recurso literario que recorre el evangelio de Lucas desde el capítulo noveno, cuando el maestro «decide irrevocablemente ir» hacia la ciudad santa, es decir, desde el momento en que Jesús es consciente que debe anunciar su mensaje en Jerusalén y que allí va a encontrarse con su muerte.

«¿Serán pocos -o muchos- los que se salven?». Los comentaristas insisten en que detrás de esta pregunta estaba resonando la convicción israelita de que sólo los judíos, por raza o por conversión, eran los que iban a encontrar la salvación. En relación con esta convicción, la liturgia de la Iglesia ha escogido uno de los no frecuentes textos del Antiguo Testamento en que se presentaba una concepción universalista de la salvación: Dios aparece convocando a hombres de todos los pueblos y enviándolos a todas las naciones -a Tarsis (nuestras costas españolas), Etiopía, Libia, Masac, Tubal y Grecia-. Sobre todo son universalistas las frases finales: «De entre ellos escogeré sacerdotes y levitas, dice el Señor»: no sólo formarán parte del pueblo creyente, sino que serán escogidos por Dios como sacerdotes y levitas.

La respuesta de Jesús suena, a primera vista, distante de la frase de Gandhi, citada al inicio. El maestro nos dice: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán». Jesús presenta un camino y una puerta estrecha. Podríamos decir que fuera de esa puerta no hay salvación, en contra de lo que decía Gandhi sobre los distintos caminos que todos llevan a la misma puerta. Por otra parte, la exhortación contenida en el texto de hoy de la Carta a los hebreos parece más bien situarse en la línea de Gandhi: «Fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes y caminad por una senda llana».

Para entender el verdadero significado de la respuesta de Jesús, hay que hacer dos precisiones. En primer lugar, y en contra de su frecuente interpretación, la salvación no se refiere exclusivamente a la salvación definitiva, al cielo o al infierno. Ciertamente se refiere también a ella, pero la salvación es también intramundana: que el hombre pueda también encontrar en su vida un horizonte, un sentido, una fuerza..., que es la salvación ofrecida por todas las religiones, que surgen de la convicción general de que el hombre necesita una salvación.

La segunda precisión se refiere a la ya citada creencia de los israelitas de que "sólo" los judíos -por raza o por conversión- podían salvarse. Aquí, y en un primer sentido, la puerta de la salvación es estrecha: no basta con pertenecer al pueblo judío, no basta con afirmar que hemos comido y bebido con el Señor. Por dos veces se repite la misma frase de Jesús: «No sé quiénes sois». Pero, al mismo tiempo, la puerta estrecha se convierte en ancha: «Hay últimos -es decir, no judíos- que serán los primeros, y hay primeros -es decir, judíos- que serán últimos». Y empalmando con el texto de Isaías de la primera lectura, «vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur y se sentarán en el reino de Dios». Cuando Lucas escribe su evangelio, esa frase del maestro se había hecho ya realidad: habían venido otros hombres, que estaban ya ocupando el lugar del pueblo elegido de Israel.

Creo que pueden sacarse de las lecturas de hoy tres conclusiones concretas para nuestra vida cristiana:

1) No basta con la pertenencia a la Iglesia para sentirse tranquilo y creer que se ha encontrado ya la salvación prometida, en su sentido integral, y la entrada en el reino de Dios. De ninguna manera bastan nuestros títulos de «católicos practicantes» o de pertenencia a ciertos movimientos religiosos, para poder estar tranquilo ante Dios y ante mi conciencia. No basta con que me considere un fiel hijo de la Iglesia y defensor estricto de la ortodoxia, como tampoco el progresismo cristiano y el vivir al ritmo de los tiempos constituye una garantía de la salvación.

Hay que esforzarse en entrar por la puerta estrecha -el evangelio de Juan presenta a Jesús como la puerta por la que hay que entrar-. Jesús presenta, al mismo tiempo, un camino ancho: porque nos habla de un Padre que es ternura y amor, no nos asfixia con normas y leyes, pone al hombre por encima del sábado y de la ley, y respeta nuestra libertad y nuestra conciencia. Pero, al mismo tiempo, su camino es estrecho: exige entrar por su puerta, vivir como él vivió, intentar reproducir sus actitudes y sentimientos. Si no luchamos por vivir así, nuestras pertenencias, hechas de fidelidades o de progresismos, nos van a valer de poco. Podemos escuchar esa dura frase de Jesús: «No sé quiénes sois».

2) La segunda consecuencia es la aceptación de la frase de Gandhi. Lo ha reconocido el concilio Vaticano II al afirmar, por una parte, el valor supremo de la propia conciencia como última referencia de nuestro quehacer moral y también al reconocer que en las distintas religiones existen reflejos de la manifestación del único Dios. Quizá hay que añadir también, como dice E. W. Eschmann, que «es necesario mirar conjuntamente todas las religiones para vislumbrar a Dios en la multiplicidad de sus reflejos». Tenemos que saber aprender de los cristianos de otras Iglesias, de los judíos, de los musulmanes, de las religiones orientales, de los mismos no creyentes. Tenemos que reconocer que en los creyentes de otras religiones existen unos maravillosos testimonios de vida que sería injusto no valorar; ahí está el mismo ejemplo de Gandhi.

3) PLURALISMO/RELA: Pero, al mismo tiempo, nunca podemos los cristianos olvidar que Cristo es la suprema y definitiva revelación de Dios. Hoy existe la tendencia y el peligro de confundir el pluralismo con el relativismo. No podemos negar que, tanto en el nivel religioso como en el humano, vivimos en un mundo plural, pero esto no significa que todas las cosmovisiones sean igualmente válidas y absolutamente equiparables. Tiene razón Gandhi cuando afirma que las religiones desembocan, por distintos caminos, en el mismo punto: ofrecen al hombre una salvación, contienen una ética que presenta muchísimos rasgos comunes, llevan a un último sentido de la vida. Por eso tiene razón cuando afirma que no importa que vayamos por distintos caminos a la misma meta.

Los cristianos no podemos negar esa vivencia fundamental de que Cristo es el camino, la suprema y definitiva revelación del Dios, a quien nadie ha visto jamás y al que han buscado las distintas religiones. Esta afirmación es irrenunciable para el cristiano de ayer y de hoy. Como creyentes en Cristo, dentro de la comunidad eclesial, nunca podemos negar ese aspecto básico de nuestra fe. Hacerlo hoy, rehuyendo injustas autosuficiencias y agradeciendo el don gratuito de nuestra fe, es exigencia fundamental del creyente en Jesús.

JAVIER GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C
Madrid 1994.Pág. 297 ss.