23 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXI DEL TIEMPO ORDINARIO
8-19

 

8. PEDRO/ROCA ATAR/DESATAR

UN SUELO FIRME

-Sobre esta roca edificaré mi Iglesia (Mt 16, 13-20)

La proclamación litúrgica de un texto escriturístico no constituye un curso de dogmática. Estaría, pues, fuera de lugar extendernos aquí acerca de las consecuencias últimas de las palabras que Jesús dirige a Pedro. La proclamación que hoy se hace de estas célebres palabras es incisiva y debe suscitar en nosotros el deseo de profundizar, para mejor comprenderlas, estas palabras que tanta importancia tienen en la constitución vital de la Iglesia. El hecho de que hayan podido ser interpretadas de un modo abusivo, o que a veces hayan podido ser utilizadas con fines ajenos a su verdadera significación, no disminuye en absoluto la grandeza y la gravedad de lo que dichas palabras afirman.

El texto nos pone en presencia de una doble identificación: por una parte, Jesús pregunta cómo le identifica la gente; por otra, Pedro es identificado por Jesús tras la confesión de fe de aquél.

Pocas objeciones pueden hacerse acerca de la autenticidad de la primera parte, la confesión de Pedro. La segunda, por el contrario, la promesa hecha a Pedro, no podía dejar de suscitar dudas. Es fácil suponer que el evangelista forzara las palabras de Jesús para establecer la situación que se vivía prácticamente en la primitiva Iglesia y consolidarla, apoyándola en palabras del mismo Cristo. Hay que reconocer un hecho: si la primera parte, la confesión de Pedro, puede leerse en cada uno de los otros evangelistas (Mc 8, 27-30; Lc 9, l8-21; Jn 6, 69), la segunda parte, las promesas de Jesús a Pedro sólo aparecen como tal en el evangelio de Mateo, y sólo en otros contextos pueden hallarse afirmaciones semejantes en el evangelio de Lucas: "Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos" (Lc 22, 32), o en el evangelio de Juan, donde el Señor designa a Pedro como Pastor (Jn 21, 15-17).

Aunque pueda proponerse como tesis que Mateo introdujo aquí deliberadamente el relato, con objeto de subrayar las promesas de Cristo, ello no significa que el relato sea imaginario y haya que atribuirlo a necesidades apologéticas del evangelista. Por otra parte, esos pasajes que hemos citado de los otros evangelios comportan los elementos esenciales del texto de Mateo. Además, si tenemos en cuenta el género literario de este pasaje típicamente semítico, resulta evidente que es Jesús quien dio a Simón el nombre de Pedro, con todo el simbolismo que dicho nombre comporta.

Pero se nos plantea otro problema que trasciende al marco de este comentario litúrgico: la promesa hecha a Pedro ¿se reduce a su persona o supone una continuación en sus sucesores? Dos motivos principales inducen a admitir que estas promesas debían afectar también a los sucesores de Pedro y los discípulos. En primer lugar, la Iglesia debía continuar, y no se ve fácilmente cómo Jesús habría podido limitar a la persona de Pedro su auxilio, indispensable para la marcha de la Iglesia y su misión. Pero, además, contamos con la tradición continua de la Iglesia desde sus primeros tiempos, de la que ya podemos encontrar huellas en la redacción de los evangelios. Lejos de ser una invención debida a las necesidades de la causa, los evangelios reflejan la actitud que los discípulos adoptaron desde el momento en que Jesús instituyó a Pedro como jefe de la Iglesia. Numerosos rasgos de los relatos evangélicos, aparte del que leemos hoy, ponen de relieve la persona de Pedro. Y manifiestan la convicción general entre los discípulos que nunca será desmentida: Pedro recibió, para sí y sus sucesores, las promesas de Cristo. Por otra parte, a la muerte de Pedro, de la que no habla ningún texto sagrado, todo continúa normalmente y no poseemos ningún indicio de que se produjera confusión en la joven Iglesia en el momento en que perdió a su jefe visible. Si bien es cierto que a veces la sucesión no ha sido fácil, no se ponen nunca en cuestión el derecho que la garantiza ni las promesas vinculadas a ella.

Para expresar la naturaleza del firme apoyo que quiere dar a su Iglesia y a su jefe visible, Jesús emplea el símbolo de la roca El símbolo es bastante natural, pero es frecuentemente empleado en el Antiguo Testamento. Se trata de un símbolo típicamente bíblico. Las palabras "piedra". "roca" y "peña" son atribuidas a Dios. Dios es la roca de Israel (Dt 32, 15). Jesús empleó el salmo 118 para designarse a sí mismo como piedra angular: "La piedra que los constructores desecharon se ha convertido en piedra angular" (Sal 118, 22). Mateo pone este versículo en labios de Jesús, que se autodesigna de este modo (Mt 21, 42).

Por otra parte, en la Biblia, el hecho de dar un nombre o de cambiarlo significa conferir una particular misión a quien recibe dicho nombre. Dios cambia el nombre de Abram ( Gn 17, 5: Abraham), de Saray (Gn 17, 15: Sara), de Jacob (Gn 32, 29: Israel). Por consiguiente, es a Pedro, administrador de Dios, a quien corresponde juzgar a quién hay que abrir las puertas de la salvación y a quien hay que cerrárselas. Sería un error entender esta frase únicamente en el sentido del poder de gobernar, porque además comporta, sobre todo, el poder de definir y salvaguardar la fe y la doctrina.

Es la expresión "atar y desatar" la que mejor expresa el poder de gobernar, aunque aquí haya que comprenderla más bien en el sentido de gobierno espiritual. Existe, pues, una perfecta sincronización entre las decisiones de la Iglesia y las de Dios. Lo que se ata en la tierra queda atado en los cielos, y lo que se desata en la tierra queda desatado en los cielos. La expresión "atar y desatar" significa condenar o absolver, prohibir o permitir. Esta promesa hecha a Pedro será hecha igualmente a los discípulos (Mt 18, 18) y Pedro comparte este poder con sus colaboradores. La declaración de Cristo a los discípulos en el evangelio de Lucas: "El que os escucha a vosotros, a mí me escucha" (Lc 10, 16), confirma que este poder pertenece a los discípulos y, al mismo tiempo, que su ejercicio es ratificado por Cristo, en cuyo nombre se ejerce.

-Como un clavo en sitio firme (Is 22, 19-23)

En lugar de un usurpador que ocupa el puesto de gobernador, Dios escoge a su servidor Eliacín. Todas las palabras de este pasaje tienen su importancia: el siervo será revestido por Dios con la túnica, ceñido con la banda, y se le darán los poderes. Esto significa decir dos veces la misma cosa: Dios le da las insignias del poder y, después, el poder mismo. Su papel fundamental consistirá en ser padre para los habitantes de Jerusalén y para el pueblo de Judá. Es realmente, sustituto de Dios.

Llevará colgada de su hombro la llave del palacio de David. En aquel tiempo la llave era una barra de hierro que se llevaba colgada del hombro, lo cual, además de ser práctico, constituía una insignia de poder. A él se le da el poder de abrir y de cerrar. El palacio de David significa el reino, resultado de la alianza entre Dios y su pueblo; el siervo escogido es el administrador de Dios.

Será hecho estable como un clavo hincado en sitio firme. ¿A qué viene esta imagen del clavo? Hay que referirse a Isaías (33, 20), donde el profeta describe la vuelta a Jerusalén y compara la ciudad con una tienda que ya no será levantada, y cuyos clavos ya no serán removidos.

De las lecturas de este domingo no hay que sacar ciertamente una impresión de "triunfalismo católico". Lo importante es la meditación sobre la fe de Pedro en Jesús y en su divinidad. Es debido a esta fe por lo que ha recibido las promesas. La seguridad de que goza la Iglesia es un don que no ha merecido por sí misma, pero sí es una respuesta a su fe. En estos momentos difíciles por los que pasa la Iglesia, los pasajes que hoy proclamamos deben animarnos no a no ver las dificultades, ni a cerrar los ojos ante los defectos humanos de la Iglesia, sino a hacer crecer constantemente nuestra fe y a orar para que la fe de la Iglesia sea cada vez más firme, sea una auténtica fe en la ayuda poderosa de Dios, sea una firme certeza de que el Señor la asiste y que no tiene, por tanto, nada que temer, desde el momento en que aumenta su fe en quien todo lo puede. Se trata, pues, de que meditemos en qué consiste la fuerza invencible de la Iglesia dentro de toda su debilidad. Su fuerza consiste en creer en la fuerza de Dios que está con ella. Aquí radica la fuente del optimismo activo que debe caracterizar a todo cristiano, dentro de una Iglesia asistida por el Espíritu de Cristo.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 6
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 9-21
SAL TERRAE SANTANDER 1979.Pág. 119 ss.


9.

1. Fórmulas de fe y experiencia de vida

El relato de la confesión de fe de Pedro ocupa prácticamente el centro de los evangelios sinópticos, señalando un punto culminante y decisivo. Todo él gira en torno a la pregunta fundamental: ¿Quién es Jesús? Ciertamente que fue importante la respuesta que dio Pedro en nombre de sus compañeros; pero si esta cuestión ocupa el lugar central de la fe cristiana, justo es que hoy nos hagamos nosotros la misma pregunta para que esta página de la Palabra de Dios reviva en nosotros.

Seguramente que este relato debe ser leído desde la perspectiva de la resurrección: si la Iglesia se había separado del judaísmo como grupo religioso y si se había lanzado a la evangelización de los paganos, se debía sola y simplemente a esta convicción: Jesús es el Mesías enviado, el Hijo de Dios.

Por el momento no nos interesa discutir con sutileza teológica sobre el sentido exacto de estos conceptos; tampoco parece que Jesús se preocupó mucho por aclararlos según esta o aquella filosofía. La expresión, en sentido general, expresaba la fe de una comunidad en la especialísima misión de Jesús en orden al Reino de Dios. Esto es lo que se debe considerar ante todo para no perdernos en inútiles discusiones que nos llenan la cabeza de conceptos e ideas, pero pueden vaciarnos el corazón de un compromiso de fe.

Suele ocurrirnos muy a menudo que en las cuestiones religiosas divagamos en largas discusiones, buscamos palabras y más palabras con cierto preciosismo científico, y terminamos por quedar tan indiferentes como antes. Procuraremos hoy no correr este riesgo: sean cuales fueren nuestras palabras, que quede bien claro que si nuestra fe en Jesucristo no cambia nada en nuestra vida, de nada valen tampoco dichas fórmulas y toda la bella fraseología.

El mundo contemporáneo está harto de hermosos términos que no conducen a nada; la realidad de hoy es acuciante y una fe religiosa tiene validez si es capaz de responder o no a los cuestionamientos de esa realidad. De nada sirve un catecismo que nos sumerge en un supermundo espiritual que tiene más visos de evasión que de sublimación de la realidad.

Un error que a menudo hemos cometido fue atarnos a esta o aquella expresión sacada fuera de su contexto histórico-bíblico, como si el solo enunciado tuviese algún valor mágico-religioso. Al respecto, y con relación especial al tema que nos ocupa, no está mal recordar lo que dijera el mismo Jesús: «No todo el que dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de Dios, sino el que cumple la voluntad del Padre.» «Señor» era el título máximo que la comunidad le aplicaba a Jesús, título casi equivalente a Dios o enviado supremo de Dios. Fue la palabra que sintetizó la fe de la comunidad. Sin embargo, el enunciado de esa fórmula es puro viento echado a correr si no se apoya en una fidelidad real al Evangelio del Reino.

Así, pues, hoy podemos hacernos la pregunta de varias formas: ¿Quién es Jesús? ¿Quién es para nosotros? ¿Qué dice el dogma de Jesús? ¿Qué significa Jesús en mi vida? ¿Qué puede significar Jesús y su Evangelio en la historia actual de los hombres? Como bien podemos ver, no es lo mismo formular la pregunta de una manera o de otra: en unos casos buscamos definir al Cristo abstracto, al Cristo de las elucubraciones relacionales; en otros, nos interesa la especiaI relación que pueda existir entre Cristo y su mensaje con la real y concreta vida de los hombres.

De otra manera: podemos hoy pasarnos la mañana o el día discutiendo si esta fórmula es más exacta que la otra. En tal caso, perderíamos el tiempo con fina elegancia. Pero también podemos preocuparnos por descubrir si nuestra fe en Jesucristo cambia real y radicalmente nuestra vida. Pienso que esa es la fórmula válida y es la que está dentro del contexto de todo el Evangelio del Reino. Jesús en aquella oportunidad, junto a las fuentes del Jordán, no discutió una fórmula de fe con los apóstoles, sino que les exigió una definición personal con respecto a su persona.

En otras palabras les dijo: Quiero saber hasta qué punto vosotros estáis dispuestos a jugaros conmigo; saber hasta dónde llega vuestro compromiso; hasta qué punto estáis dispuestos a llegar en este largo camino iniciado juntos...

Los hechos posteriores fueron la mejor respuesta: la misma fórmula de fe de Pedro, tan clara y ortodoxa, ocultaba un real desencuentro con el Maestro, y a la hora de la verdad, la desbandada fue general.

Toda fórmula, como toda frase humana, tiene dos aspectos: la externa, como vehículo de comunicación, y la interna, como expresión de una actitud e intencionalidad. Desde esta distinción podemos hoy, por una parte, descubrir las mil maneras que tenemos de expresar nuestra fe común en Jesucristo. Así podemos llamarlo: Maestro, Señor, Hijo de Dios, Mesías, Salvador, etc. Mas esto solo no resuelve en absoluto la cuestión. Queda el otro aspecto:

¿Qué intencionalidad está latente en esas expresiones? Cuando afirmamos que Jesús es nuestro Salvador, ¿decimos algo que solamente se le aplica a él, o entendemos que también nosotros estamos implicados? Siguiendo con este ejemplo: para unos, la frase "Jesús salvador" puede significar concretamente que podemos estar tranquilos, pues tenemos la salvación asegurada, ya que Jesús murió por nosotros; para otros, la misma expresión implica la imperiosa necesidad de un esfuerzo por superar su egoísmo y de asociarse a la lucha liberadora de la humanidad.

Hoy Jesús, como para acuciar nuestra conciencia, nos pregunta a boca de jarro: «¿Quién decís que soy yo?» Como si dijera: No me importa lo que dicen los libros ni lo que habéis aprendido en el catecismo; no me importa el credo que vais a recitar ni las opiniones de los teólogos y de los concilios... Vuestra opinión, la que sale de vuestra experiencia y de vuestro corazón, la que os compromete, ¿cuál es? Lo cierto es que hoy a muy pocos les preocupa nuestra respuesta, como si ya se diera por sentado que se trata de una palabra más que nada puede agregar a la marcha de la historia. Está tan manoseado el nombre de Jesús, están tan manoseadas las fórmulas religiosas, que pueden servir para cualquier cosa: en nombre de Jesús y de nuestra confesión de fe en él nos permitimos hacer lo mismo que haríamos sin esa confesión... Los hechos están a la vista y no hace falta recordarlos. El nombre de Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios, fue una magnífica coraza para ocultar toda la posible gama de egoísmos y arbitrariedades...

Durante este año en muchas oportunidades hemos hablado de «cruzar la frontera»: hoy nos encontramos con la frontera del formulismo y del convencionalismo. También ésta debemos cruzarla: no digamos lo que no sentimos; expresemos, sí, lo que verdaderamente sale de nuestro interior como algo que es nuestro, parte de nuestro ser y componente real de nuestra vida. Si las fórmulas de fe terminaron por alejarnos del Evangelio comprometido con la vida, iniciemos una etapa de autenticidad: comencemos por la vida y la experiencia del Evangelio, y concluyamos por una fórmula coherente. Es el camino del sentido común...

2. La Iglesia, plataforma de lanzamiento del Reino

Una reflexión similar a la anterior podemos hacer con respecto a la segunda parte del evangelio de hoy. Jesús, haciendo juego con el nuevo nombre de Pedro-piedra, lo sitúa como fundamento de la comunidad de fe.

Todavía hoy siguen los estudiosos discutiendo si la frase es de Jesús o de la comunidad cristiana posterior, si es auténtica o una interpolación romana; si se refiere a Pedro solamente o también a sus sucesores, etc., etc. Lo cierto es que la consabida frase terminó por dividir a los cristianos en tres grupos que no tuvieron el menor remordimiento de separarse, odiarse y matarse en nombre de la unidad que Jesús preconizaba para su Iglesia...

Una vez más, si no queremos repetir errores y horrores pasados, necesitamos cruzar la frontera... Busquemos el espíritu de las frases del Evangelio, y no las frases que están de acuerdo con nuestro espíritu.

En una palabra: ¿Qué quiso Jesús para su comunidad? Ciertamente, que estuviera organizada y unida. De ello hay múltiples testimonios en el Evangelio. Esto, por lo tanto, es lo esencial y fundamental. Para que la Iglesia fuera signo del Reino de Dios, debía expresar en su misma estructura aquello que el Reino es por esencia: expresión de amor entre todos los hombres, de unidad entre los diversos pueblos, de perdón de los pecados (atar y desatar) y reconciliación, etc.

Si esto es así, y no hay dudas al respecto, edifiquemos la Iglesia sobre estos fundamentos que deben ser una "piedra" inamovible e inquebrantable. De esta forma, Pedro es la expresión humana y concreta de lo que debe ser toda la Iglesia: plataforma de lanzamiento del Reino de Dios al mundo.

Alguien preguntará: ¿Y todas las discusiones en torno al primado, al Papa, a los concilios, etc.? Pienso que estas cuestiones tendrán dos tipos de respuesta según nuestro punto de partida: si partimos del Reino de Dios y del servicio que la Iglesia debe brindarle, llegaremos sin duda alguna a un tipo de respuesta; si partimos de cierta tradición histórica y cultural que tuvo sus miras puestas en otros intereses, lógicamente las respuestas serán distintas.

En otras palabras: Dado el servicio que la Iglesia debe ofrecer al Reino de Dios, ¿cómo convendrá que solucionemos nuestros conflictos internos? (Conflictos que, por otra parte, casi nada interesan a los hombres de hoy; en todo caso, no hacen más que ahondar el escándalo...) Concluyamos: En ningún momento de nuestras reflexiones perdamos de vista la perspectiva del Reino de Dios. El resto se nos dará por añadidura...

SANTOS BENETTI
CRUZAR LA FRONTERA. Ciclo A
Tres tomos EDICIONES PAULINAS
MADRID 1977.Págs. 206 ss.


10.

¿QUIEN ES PARA NOSOTROS?

Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?

No es fácil intentar responder con sinceridad a la pregunta de Jesús: "¿quién decís que soy yo?".

En realidad, ¿quién es Jesús para nosotros? Su persona nos llega a través de veinte siglos de imágenes, fórmulas, ideologizaciones, experiencias, interpretaciones culturales... que van desvelando y velando al mismo tiempo su riqueza insondable.

Pero, además, cada uno de nosotros vamos revistiendo a Jesús de lo que nosotros somos. Y proyectamos en él nuestros deseos, aspiraciones, intereses y limitaciones. Y casi sin darnos cuenta, lo empequeñecemos y desfiguramos incluso cuando tratamos de exaltarlo.

Pero Jesús sigue vivo. Los cristianos no lo hemos podido disecar con nuestra mediocridad. No permite que lo disfracemos. No se deja etiquetar ni reducir a unos ritos, unas fórmulas, unas costumbres.

Jesús siempre desconcierta a quien se acerca a él con una postura abierta y sincera. Siempre es distinto de lo que esperábamos. Siempre abre nuevas brechas en nuestra vida, rompe nuestros esquemas y nos empuja a una vida nueva.

Cuanto más se le conoce, más sabe uno que todavía está empezando a descubrirlo. Seguir a Jesús es avanzar siempre, no establecerse nunca, crear, construir, crecer. Jesús es peligroso. Percibimos en él una entrega a los hombres que desenmascara todo nuestro egoísmo. Una pasión por la justicia que sacude todas nuestras seguridades, privilegios y comodidad. Una ternura y una búsqueda de reconciliación y perdón que deja al descubierto nuestra mezquindad. Una libertad que rasga nuestras mil esclavitudes y servidumbres.

Y sobre todo, intuimos en él un misterio de apertura, cercanía y proximidad a Dios que nos atrae y nos invita a abrir nuestra existencia al Padre.

A Jesús lo iremos conociendo en la medida en que nos entreguemos a él. Sólo hay un camino para ahondar en su misterio: seguirle.

Seguir humildemente sus pasos, abrirnos con él al Padre, actualizar sus gestos de amor y ternura, mirar la vida con sus ojos, compartir su destino doloroso, esperar su resurrección. Y sin duda, saber orar muchas veces desde el fondo de nuestro corazón: «Creo, Señor, ayuda mi incredulidad».

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 103 s.


11. I/ROCA

1. La roca.

Dos imágenes dominan en el evangelio la respuesta de Jesús a la confesión de fe de Simón Pedro: la imagen de la roca y la de las llaves. Ambas tienen su origen en el Antiguo Testamento, se retoman en el Nuevo y finalmente, como muestra el evangelio, se aplican a la fundación de Jesucristo. Primero la roca: en los Salmos se designa a Dios constantemente como la roca, es decir, el fundamento sobre el que puede uno apoyarse incondicionalmente: «Sólo él es mi roca y mi salvación» (Sal 62,3). Su divina palabra es perfectamente fidedigna, absolutamente segura, incluso cuando esa palabra se hace hombre y como tal se convierte en salvador del pueblo: «Y la roca era Cristo» (1 Co 10,4). Sin renunciar a esta su propiedad, Jesús hace partícipe de ella a Simón Pedro: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». También la Iglesia participará de esa propiedad de la fiabilidad, de la seguridad total: «El poder del infierno no la derrotará». La transmisión de esta propiedad sólo puede realizarse mediante la fe perfecta, que se debe a la gracia del Padre celeste, y no mediante una buena inspiración humana de Pedro. La fe en Dios y en Cristo, que nos lleva a apoyarnos en ellos con la firmeza y la seguridad que da una roca, se convierte ella misma en firme como la roca sólo gracias a Dios y a Cristo, un fundamento sobre el que Cristo, y no el hombre, edifica su Iglesia.

2. La llave.

En realidad la propiedad de ser roca y fundamento contiene ya la segunda cosa: los plenos poderes, simbolizados en la entrega de las llaves a un seguro servidor del rey y del pueblo; las llaves eran entonces muy grandes, por lo que el Señor puede cargar sobre las espaldas de Eliacín «la llave del palacio de David» casi como una cruz y en todo caso como una grave responsabilidad. Estos son los plenos poderes: «Lo que él abra nadie lo cerrará, lo que el cierre nadie lo abrirá» (Is 22,22). En la Nueva Alianza es Jesús «el que tiene la llave de David, el que abre y nadie cierra, el que cierra y nadie abre» (Ap 3,7). Es la llave principal de la vida eterna, a la que pertenecen también «las llaves de la muerte y del infierno» (Ap 1,18). Y ahora Cristo hace partícipe a un hombre, a Pedro, sobre el que se edifica su Iglesia, de este poder de las llaves que llega hasta el más allá: lo que él ate o desate en la tierra, quedará atado o desatado en el cielo. Adviértase que tanto en la Antigua Alianza como en los casos de Jesús y de Pedro es siempre una persona muy concreta la que recibe estas llaves. No se trata de una función impersonal como ocurre por ejemplo en una presidencia, donde en lugar del titular de la misma puede elegirse a otro. En la Iglesia fundada por Cristo es siempre una persona muy determinada la que tiene la llave. Ninguna otra persona puede procurarse una ganzúa o una copia de la llave que pudiera también abrir o cerrar. Esto vale asimismo para todos aquellos que participan del ministerio sacerdotal derivado de los apóstoles: en una comunidad o parroquia sólo el párroco (y sus colaboradores sacerdotales) tiene la llave, una llave que no puede ceder a nadie ni compartir con nadie. El párroco puede distribuir tareas y «ministerios», pero él no está edificado sobre la roca de la comunidad, sino que la comunidad, una parte de la Iglesia, está edificada sobre la roca de Pedro, del que participan todos los ministerios sacerdotales.

3. Lo mejor posible.

Ahora la alabanza de Dios en la segunda lectura puede sonar a conclusión: ¡qué ricas y sin embargo insondables son las decisiones de Dios también con respecto a la Iglesia! «¿Quién fue su consejero?». ¿Cómo hubiera podido construirse mejor su Iglesia, de un modo más moderno, más adaptado al mundo de hoy? La Iglesia edificada sobre la roca de Pedro y sobre su poder de las llaves se manifiesta siempre, y también hoy, como la mejor posible.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 98 s.


12. ASÍ TE VEO, SEÑOR

Soy discípulo tuyo, Señor, y creo en Ti. De eso no cabe duda. Pero, si tuviera que hacer un análisis profundo para aclarar «qué has sido Tú para mí» y concretar la «faceta» bajo la cual te sigo, es posible que me pillaras dando un parcial, incompleto, fragmentado y variopinto ramillete de opiniones y, consecuentemente, de actitudes con respecto a Ti: 

--Unas veces he creído que eras Juan Bautista.

--Es decir, se me han ido amontonando las escenas en las que te veía: nacer en la pobreza de Belén, vivir en el silencio y la humildad de Nazaret, «ser conducido al desierto para ser probado», «no tener una piedra donde reclinar la cabeza» y morir en la angustia y la soledad de la cruz. Al verte así, seguramente creí que la religión era eso: penitencia, austeridad, cruz. De este modo, más de una vez seguramente, he mantenido un enfoque oscurantista de la vida. Y he podido considerar que el buen discípulo tuyo es el hombre penitente, del mismo modo que la implantación del Reino debe consistir en un desprecio sistemático de las cosas del mundo. «¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad!»

--Otras veces te he tomado por Elías.

--El hombre marcado y arrebatado por el fuego. El que fue azote inmisericorde de reyes y príncipes. El que hizo espectaculares desafíos a los sacerdotes de Baal, como técnica apologética para demostrar la verdad de su religión. Sí, más o menos así, a veces, te he concebido. Como fustigaste con fuerza a los escribas y fariseos. Como aseguraste que «habías venido a traer fuego a la tierra y lo que querías era que ardiera». Como «empuñaste un látigo contra los vendedores del templo», tras de esas imágenes te miré. Y estoy seguro que, en ciertas épocas sobre todo, hasta mi predicación fue tremendista, apoyada más en el temor que en el amor; más dispuesta al anatema que a la misericordia.

--Otras veces has sido, para mí, «Jeremías».

--El varón atormentado. El hombre atrapado entre el amor a su pueblo por una parte y la fidelidad a su vocación por otra, que le llevaba a tener que condenar los desvíos de ese pueblo, lo cual le llevaría a la muerte. Así he pensado muchas veces que es la religión: «predicar en el desierto». Tu mismo, Señor, lo dijiste: «¡Cuántas veces he querido cobijaros como una gallina a sus polluelos, pero no habéis querido!» Ese fue, en verdad, tu «sino». «Pasaste haciendo el bien». Pero ellos querían que «uno» --Tú-- muriera por el pueblo. «Viniste a ellos como Luz, pero ellos prefirieron las tinieblas a la Luz». Sí, a veces me he quedado con esa parcial imagen tuya. En consecuencia, mi seguimiento tuyo ha podido tener tintes de pesimismo y de fatalidad, de creer, en una palabra, que casi toda la simiente se pierde. De falta de fe.

Pero, también como Pedro, a pesar de todo lo dicho, te he reconocido como «el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Y eso «no me lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino ese Padre que está en los cielos», el cual, «de muchos modos y maneras» --a través de mis padres, del ambiente de mi niñez, de la catequesis parroquial, de la reflexión que he ido haciendo sobre tu «palabra»-- me lo ha dejado ver bien claro.

Lo sé de verdad: «Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Por eso siento una profunda pena. Por haberme quedado tantas veces --a intervalos-- con esas otras imágenes tuyas, tan incompletas, tan fragmentadas y tan parciales. Viendo en ti solamente al Jesús penitente, al Jesús arrebatado por el celo de Dios, al Jesús agónico que le hacía exclamar al Serafín de Asís: «El amor no es amado».

No. Tú no puedes ser para mí sólo eso. Esas imágenes se derrumban si no se apoyan en la otra. En la que te reconoce como el «Hijo de Dios» que, por amor --¡eso sí!-- se hace penitente, «viene a traer fuego a la tierra» y vive en esa agonía de saber que «los suyos no le reciben».

ELVIRA-1.Págs. 88 s.


13.

LOS HECHOS DE LOS CREYENTES EDIFICAN LA IGLESIA

En aquel tiempo, llegó Jesús a la región de Cesarea de Felipe y preguntaba a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?» Ellos contestaron: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas».

Con esta pregunta Jesús se manifiesta preocupado por la catequesis, por la instrucción de los que en general le siguen: las gentes, pues sólo podemos educar cuando el que tenemos delante nos conoce y reconoce bien. La respuesta que dan los apóstoles son una serie de piropos para cualquier israelita: Juan, Elías, Jeremías. . .; pero es insuficiente. Quien no tiene una experiencia personal de encuentro con Dios sólo ve y aprecia en Jesús el fenómeno, lo que aparece, un líder social/político/liberador, y es lógico: el ignorante, el que no conoce, ve simplemente lo que hay delante. El instruido, el que conoce, adivina más allá de lo que se ve.

Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»

Esta pregunta siempre me ha hecho temblar, pues en cualquier momento el Señor nos la puede plantear a los cristianos. ¿Quién decimos que es Jesús con nuestras palabras y obras? ¿A qué Jesús estamos mostrando al mundo? Las gentes creerán o dejarán de creer y juzgarán a nuestro Dios por el comportamiento de los creyentes.

Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo».

Solamente desde el encuentro con Dios el hombre puede conocer el «noumeno», la esencia, la realidad profunda de Jesús y llegar a la adhesión personal que es la fe.

Jesús respondió: «¡Bendito tú, Simón hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo».

La fe no es cuestión de teologías, teorías ni ideologías. Es don gratuito que se recibe en el trato personal con el Padre y exige mantenerse en ese trato, en ese linaje que no es de sangre sino de espíritu. Quien vive hasta ese nivel la relación con Dios Padre es capaz de aceptar que Jesús de Nazaret es el Salvador del hombre, se fía hasta tal punto de él que hace historia cuanto de él conoce, se fía de sus palabras traduciéndolas a hechos. Acoge lo que le escucha y lo realiza históricamente convirtiéndolo en dichos y hechos propios que, al fin y al cabo, constituyen la Iglesia.

"Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo».

La grandeza de Pedro, como la de cualquier hombre, no radica en el pasado glorioso de su padre Jonás, sino en la apuesta sublime sobre el porvenir a la que se entrega. No se es cristiano por nacimiento, por herencia, sino por vocación.

Hay gente que es lo que es y hay quien acaba siendo lo que fueron, lo que eligieron. Pedro, con el tiempo llegó a ser lo que eligió ser, llegó a ser el resultado de un modo de vivir y pensar fruto de su fe y confianza en Jesús de Nazaret. Con Pedro todos podemos decir que nadie nace cristiano, sino que llegamos a serlo por el destino o vocación en el nombre del cual aceptamos entregar y sacrificar la propia vida, la propia existencia. El versículo que estamos tratando avala el primado de Pedro como cabeza de la Iglesia y hay que contemplarlo con otro, en cierto modo paralelo a él, que dice: «Todo aquel que oye mis palabras y las pone en práctica se parece a un hombre que ha construido su casa sobre roca»

Las piedras vivas de la Iglesia son los hechos de los creyentes. Dando un paso más vemos que cuando uno acoge la palabra de Dios y la pone en práctica son sus hechos de vida su mejor discurso, lo que lo define y le viene de inmediato el poder/ministerio del perdón. Es insustituible en el perdón, nadie puede perdonar en su lugar. El perdón es siempre expresión del amor, perdonamos a los que amamos y cuando les amamos. Y pedimos perdón porque amamos. Nada es imperdonable, todo es posible porque nada hay imposible para el hombre habitado por Dios.

Y mandó a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías.

Repetidas veces el Maestro aconseja a sus discípulos que sean discretos hasta el momento oportuno, que esperen el momento adecuado para empezar a actuar. Recomienda que filtren por su cabeza aquello que nace del corazón, que no sean impetuosos. Toda verdad, como toda confidencia, si no es liberadora y puede ser rectamente entendida no se debe decir. Hay que esperar el momento oportuno y buscar la manera adecuada.

BENJAMIN OLTRA COLOMER
SER COMO DIOS MANDA
Una lectura pragmática de San Mateo
EDICEP. VALENCIA-1995. Págs. 89-91


14.

- Dos preguntas comprometedoras

Hermanos, imaginemos que Jesús nos dirige a nosotros las dos preguntas que hizo a sus discípulos: ¿quién dice la gente que soy yo? ¿y vosotros, quién decís que soy yo? Respecto a la primera, seguramente tendríamos que contestarle que hay división de opiniones en el mundo de hoy. Para muchos cristianos, Jesús es la razón de su existencia. El que les da fuerza para el camino. Pero no para todos es así. Los hay agnósticos, que le ignoran, o que hasta dudan de su existencia, seducidos por teorías pseudocientificas e historias llenas de fantasía, que no son precisamente nuevas, porque hace siglos que corren en diversas formas. Otros han llegado a apreciar a Jesús como un hombre ideal, defensor de lo humano, gran maestro, profeta único, liberador del mal y denunciador de la injusticia, pero no llegan a lo profundo, no acaban de hacer suya la confesión de Pedro: "Tú eres el Hijo de Dios vivo".

Y ¿qué contestaríamos a la segunda pregunta? Porque Jesús nos invita a definirnos, a tomar partido. No se trata de que respondamos, casi como repitiendo el catecismo, lo que "sabemos" de Cristo Jesús: por ejemplo, que es Dios y hombre verdadero. Sino de que digamos quién es para nosotros. Los que acudimos regularmente a la eucaristía del domingo, seguramente podremos responder con confianza, aunque con humildad, que si creemos en Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios. Más aún, que estamos dispuestos, como Pedro, a seguirle, a vivir según su mentalidad, con todas las consecuencias, no "seleccionando" lo que nos gusta y orillando lo que nos parece exigente en su evangelio. Precisamente la eucaristía de cada domingo nos ayuda a este crecimiento en la vida cristiana, que nunca es madura del todo. Nuestra respuesta tendría que ser humilde, como la de Pedro después de la resurrección: "Señor, tú sabes que te amo...". Y la completaríamos diciendo: "Tengo fe, pero ayuda a mi fe...".

- Pedro y el Papa

Junto a esta fe en Cristo Jesús, hay otro aspecto importante en las lecturas de hoy: la respuesta de Jesús a Pedro, alabándole por su acto de fe y constituyéndole cabeza visible del grupo de los apóstoles. Y lo ha hecho con dos figuras simbólicas: le ha confiado las llaves y le ha dicho que va a ser la roca.

En la primera lectura, un rey, para indicar que destituye a un ministro de su cargo y nombra a otro, hace el gesto simbólico de darle las llaves a este último para que "abra y cierre". Jesús a Pedro le dice que le da "las llaves del Reino": lo que él ate y desate, queda oficialmente convalidado. Todos sabemos que el auténtico poseedor de las llaves es el mismo Jesús. El Apocalipsis habla de él como del Señor que tiene las llaves, el que abre y nadie puede cerrar, cierra y nadie puede abrir (Ap 3,7). Pero Jesús transmite este encargo visible a Pedro.

La otra imagen, la de la roca, también se aplica en primer lugar a Cristo, la piedra que desecharon los arquitectos y que resultó ser la piedra angular. Pero Pedro va a ser el signo visible de ese fundamento sólido que es Cristo, precisamente por la profesión de fe que ha sabido hacer con tanta claridad en nombre de los demás. Aquí se juega con el significado de Pedro, piedra, roca: es el nuevo Nombre que le ha dado Jesús, porque antes se llamaba Simón.

Estas palabras de Jesús a Pedro se proyectan también a sus sucesores, los papas. Entre los ministerios que Cristo ha querido en su comunidad, para bien de todos, sobresale ciertamente el ministerio del Papa. Pedro en la primera comunidad, y el Papa como sucesor suyo a través de las generaciones, es el encargado de animar en la fe a sus hermanos, de confirmarles en los momentos de dificultad, de ser el pastor y guía de la comunidad en nombre de Cristo, el fundamento visible de la unidad y de la caridad en la Iglesia. También ante la figura del Papa -sea quien sea la persona concreta que ejerce este ministerio en cada época- hay diversas actitudes, desde la agresivamente contraria hasta la selectiva, que le apoya o le critica según coincida o no su talante con la propia ideología. El evangelio de hoy nos invita a considerar al Papa como un ministerio querido por el mismo Cristo y, por tanto, a mirarlo con los ojos de la fe. La comunidad no es del Papa, sino de Cristo. Pero el Papa ha recibido el ministerio de animar, de discernir, de unir, de confirmar a la comunidad, que además de una, santa y católica, es también "apostólica".

En cada eucaristía nombramos al Papa, juntamente con el obispo de la propia diócesis. La eucaristía la celebramos en comunión con ellos y pedimos al Señor que les "confirme en la fe y en la caridad", porque también ellos son débiles. Pero este recuerdo de la misa deberla traducirse en una actitud de comunión también en la vida, en la respuesta a su magisterio, en la visión de fe de su papel en la Iglesia. No se trata de una aceptación ciega, pero si de una postura desde la fe y desde el amor. Desde la confianza en Cristo y en su Espíritu, que se sirven de los hombres para guiar a su Iglesia.

Por desgracia, a veces, nuestra "fe en Cristo" no va acompañada por la "fe en su Iglesia". Tendremos que contestar a Jesús que creemos en él, y que también creemos en su comunidad, la Iglesia, animada invisiblemente por el mismo Señor Resucitado y por su Espíritu, y visiblemente por el Papa, en comunión con los demás obispos y pastores de la Iglesia. Para que podamos dar en medio del mundo un testimonio creíble de fe en Cristo y de lucha por un mundo nuevo, conforme a su Evangelio.

EQUIPO MD
MISA DPMINICAL 1999/11


15.

Nexo entre las lecturas

Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. La confesión de Pedro en el evangelio concentra nuestra atención en este domingo. Pedro menciona dos verdades fundamentales: la mesianidad y la divinidad de Jesucristo. Es decir, Él es el Mesías, el que había de venir para salvar al pueblo, el ungido del Señor; y Él es el Hijo de Dios. Jesús se dirige a sus apóstoles y les pregunta: ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? Los apóstoles responden, sin demasiado compromiso, lo que la gente pensaba de Jesús: unos decían que era Juan el Bautista, otros que Jeremías o alguno de los profetas. En efecto, Jesús ya había realizado varios milagros y había ofrecido diversas predicaciones, su fama empezaba a extenderse. Sin embargo, Jesús desea saber cuál es el pensamiento de sus hombres: Y vosotros ¿quién decís que soy yo? La pregunta toca la esencia misma de la relación entre Jesús y sus discípulos. De esta respuesta depende el significado de sus vidas. De esta respuesta depende el sentido del sacrifico que habían hecho al dejar sus bienes y ponerse en seguimiento del maestro. No era, por tanto, una respuesta que se ofrece a la ligera y de modo superficial. Había que meditar antes de hablar. Por ello, debemos agradecer a Pedro su respuesta. Ella orienta todas las respuestas que nosotros ofrecemos a la identidad de Jesús. Debemos agradecer, sobre todo, al Padre del cielo que revela a Pedro la identidad de su Hijo: Tú eres el Mesías el Hijo de Dios vivo. Jesús es el Mesías, es decir, aquel que Dios ha ungido con el Espíritu Santo para realizar la misión de la salvación de los hombres y su reconciliación con Dios. Jesús es quien viene a instaurar el Reino de Dios. El esperado por las naciones. Jesucristo es el Hijo de Dios vivo: en este caso, la palabra: Hijo de Dios, no tiene sólo un sentido impropio en el que se subraya una filiación adoptiva, sino un sentido propio. Es decir, aquí Pedro reconoce el carácter trascendente de la filiación divina, por eso, Jesús afirma solemnemente: esto no te lo ha revelado la carne, ni la sangre sino mi padre que está en el cielo. (EV). No se equivoca Pablo al exponer, después de una larga meditación sobre el misterio de la salvación, que los planes divinos son inefables: qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento de Dios (2L). Efectivamente cuando uno contempla el plan de salvación y comprende, en cuanto esto es posible, que Dios se ha encarnado por amor al hombre, no queda sino prorrumpir en un canto de alabanza y en una disponibilidad total al plan divino. Así, después de su confesión, Pedro recibe el primado: será la piedra de la Iglesia, poseerá las llaves de los cielos.


Mensaje doctrinal

1. Jesús es el Mesías. La palabra Mesías significa "ungido". En Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran consagrados para una misión que habían recibido de él. Este era el caso de los reyes (cf. 1 S 9, 16; 10, 1; 16, 1. 12_13; 1 R 1, 39), de los sacerdotes (cf. Ex 29, 7; Lv 8, 12) y, excepcionalmente, de los profetas (cf. 1 R 19, 16). Éste debía ser por excelencia el caso del Mesías que Dios enviaría para instaurar definitivamente su Reino (cf. Sal 2, 2; Hch 4, 26_27). El Mesías debía ser ungido por el Espíritu del Señor (cf. Is 11, 2) a la vez como rey y sacerdote (cf. Za 4, 14; 6, 13) pero también como profeta (cf. Is 61, 1; Lc 4, 16_21). Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey. ( Cf. Catecismo de la Iglesia Católica 436)

Los ángeles anunciaron a los pastores Os ha nacido en la ciudad de Belén un salvador, que es Cristo (el Mesías, el ungido) Señor (Lc 2,11). Jesús es quien el Padre ha santificado y lo ha enviado al mundo. Esta consagración mesiánica manifiesta su misión divina: Jesús ha venido para glorificar del Padre y salvar a los hombres, siguiendo el plan divino. Muchos de sus contemporáneos descubrieron en Jesús al Mesías que había de venir: Simeón, Ana, las gentes que lo aclamaban Hijo de David. Sin embargo, el estilo de Mesías que Jesús encarna choca fuertemente con las esperanzas de los sumos sacerdotes, quienes esperaban un mesianismo de poder político. Ver a un Mesías humilde que habla de pobreza, de sufrimiento, de bienaventuranzas, resultaba para ellos algo incomprensible. Los mismos apóstoles en el momento de la Asunción expresan su esperanza de que Jesús manifieste todo su poder: «Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?» Hch 1,6. La comprensión del mesianismo de Jesús llego a los apóstoles sólo lentamente y de manera progresiva. Ellos tenían que entrar dentro de sí mismos y meditar toda la ejecutoria de Cristo, tenían que llegar a comprender "que era necesario que el Mesías padeciera y así entrara en su gloria". Jesús pone un empeño particular en purificar la concepción mesiánica de sus apóstoles. Su misión de Mesías repetirá los pasos del siervo doliente, será necesario que el Mesías sea rechazado por los ancianos, se le condene a muerte y resucite al tercer día. Jesús que, durante su vida había sido reservado al recibir el título de Mesías, cambia de actitud ante la pregunta del Sumo pontífice: «Yo te conjuro por Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios». Dícele Jesús: «Sí, tú lo has dicho. Y yo os declaro que a partir de ahora veréis al hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo». Mt 26,64.

¿No es verdad que nosotros, como los apóstoles, tenemos que purificar nuestra concepción sobre Cristo, sobre su misión, sobre su seguimiento? ¿No es verdad que, también nosotros, debemos entrar en el misterio de Cristo y ver queÉl es la cabeza y que nosotros somos sus miembros y que lo que ha tenido lugar en la cabeza, lo reproducirán también los miembros? En el fondo, se trata de descubrir el sentido de la misión de la propia vida, el sentido de la donación por amor en el sacrificio, el sentido del amor a la verdad para dar Gloria a Dios y a los hombres. Da gloria a Dios, éste podría ser el lema de la vida del cristiano. Estás injertado en la vida de Cristo, el ungido, perteneces a un sacerdocio real, eres pueblo de su propiedad, da gloria a Dios con tu vida, con tus sufrimientos, con tus alegrías, con tu muerte.

2. Jesús es el Hijo de Dios. Hijo de Dios, en el Antiguo Testamento, es un título dado a los ángeles (cf. Dt 32, 8; Jb1, 6), al pueblo elegido (cf. Ex 4, 22;Os 11, 1; Jr 3, 19; Si 36, 11; Sb 18, 13), a los hijos de Israel (cf. Dt 14, 1; Os 2, 1) y a sus reyes (cf. 2 S 7, 14; Sal 82, 6). Significa entonces una filiación adoptiva que establece entre Dios y su criatura unas relaciones de una intimidad particular. Cuando el Rey_Mesías prometido es llamado "hijo de Dios" (cf. 1 Cro 17, 13; Sal 2, 7), no implica necesariamente, según el sentido literal de esos textos, que sea más que humano. Los que designaron así a Jesús en cuanto Mesías de Israel (cf. Mt 27, 54), quizá no quisieron decir nada más (cf. Lc 23, 47). (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica 441).

Sin embargo, es distinto el caso que ahora nos ocupa. Cuando Pedro confiesa a Jesús como "el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16) hace una confesión de la divinidad del Mesías. Por ello, Cristo le le responde con solemnidad "no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos" (Mt 16, 17). Paralelamente Pablo dirá a propósito de su conversión en el camino de Damasco: "Cuando Aquél que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo para que le anunciase entre los gentiles..." (Ga 1,15_16). "Y en seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que él era el Hijo de Dios" (Hch 9, 20). Este será, desde el principio (cf. 1 Ts 1, 10), el centro de la fe apostólica (cf. Jn 20, 31) profesada en primer lugar por Pedro como cimiento de la Iglesia (cf. Mt 16, 18).

Si Pedro pudo reconocer el carácter transcendente de la filiación divina de Jesús Mesías es porque éste lo dejó entender claramente. Los Evangelios narran dos momentos solemnes, el bautismo y la transfiguración de Cristo, en los que la voz del Padre lo designa como su "Hijo amado" (Mt 3, 17; 17, 5). Jesús se designa a sí mismo como "el Hijo Único de Dios" (Jn 3, 16) y afirma mediante este título su preexistencia eterna (cf. Jn 10, 36). Pide la fe en "el Nombre del Hijo Unico de Dios" (Jn 3, 18). Esta confesión cristiana aparece ya en la exclamación del centurión delante de Jesús en la cruz: "Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios" (Mc 15, 39), porque solamente en el misterio pascual es donde el creyente puede alcanzar el sentido pleno del título "Hijo de Dios".

El mundo actual también encuentra dificultades para comprender la divinidad de Cristo. En el común de los creyentes parece obscurecerse esta verdad fundamental de nuestra fe. El Credo que rezamos cada domingo afirma la divinidad de Jesucristo: "Creo en Jesucristo Hijo único de Dios. Nacido del Padre antes de todos los siglos. Dios de Dios luz de luz". Es necesario que nuestra predicación ayude a las personas a descubrir la maravilla del plan divino y la profundidad de la encarnación. Dios, en su inmenso amor, quiso hacerse uno como nosotros, para llevarnos al Padre.


Sugerencias pastorales

1. Importancia de la catequesis sobre la divinidad de Jesucristo. Los medios de comunicación: periódicos, libros, revistas, televisión, cine etc... ofrecen, no pocas veces, una visión deformada de Cristo. Se le presenta como un hombre magnífico, de grandes ideales, pero un simple hombre cuya doctrina puede parangonarse con la de otros grandes personajes o líderes religiosos, no se dice nada de su divinidad, se esconde o se desvirtúa. Nuestros fieles están expuestos a todo este tipo de información, o mejor, de desinformación. Es, pues, importante, casi urgente, echar mano de todos los medios a disposición, para hacer una adecuada catequesis sobre este punto esencial de la fe. Catequesis infantil que arranca desde el hogar materno, pero que encuentra un momento privilegiado en la catequesis para la primera comunión. Las primeras nociones aprendidas en el hogar materno bajo el calor del hogar, no se olvidan, penetran suave y definitivamente en el alma, y nos acompañan durante todo el derrotero de la vida. Catequesis juvenil donde se plantean los problemas más serios de la vida y se abre el abanico de la existencia. Es el momento en el que se descubre el propio "yo" y se establece un diálogo profundo con Cristo Señor. Catequesis para adultos cuando han pasado ya las primeras etapas de la vida, se han ido cristalizando las posturas y disposiciones del hombre y de la mujer, y la persona se encuentra en un momento de ajustes profundos de su existencia. ¡Cuánto bien haremos al hombre al mostrarle que Cristo, es el Hijo de Dios que vino a la tierra por salvarlo y reconciliarlo con el Padre! Mostrar que Él es la revelación del Padre y que en Él tenemos acceso al cielo, a la vida eterna. Esta es la esperanza que vence cualquier pena y desafío de la vida

2. El amor al Papa. La liturgia de hoy nos invita a incrementar nuestro amor y adhesión al Papa, como sucesor de Pedro y vicario de Cristo. Veamos en él al Buen Pastor, veamos en él a la roca sobre la que se edifica la Iglesia, veamos enél a quien posee las llaves del Reino de los cielos. No lo dejemos solo en su sufrimiento por la Iglesia, acompañémosle, no solo con nuestra oración, sino también con nuestro sufrimiento y con nuestra acción apostólica. Conviene repetir aquí lo que Juan Pablo II dijo a unas religiosas de clausura al inicio de su pontificado: "Yo cuento con vosotras, yo cuento con vuestra oración y sacrificio". Que el Papa, sucesor de Pedro, pueda contar también con nosotros para la "nueva evangelización".

P. Octavio Ortiz


16. COMENTARIO 1


Y VOSOTROS, ¿QUÉ DECÍS?

La pregunta se mantiene planteada. Quien quiera conside­rarse seguidor de Jesús debe responder. Y no vale una res­puesta cualquiera. Ni siquiera es suficiente responder que Je­sús es el Hijo de Dios: hay que decir de qué Dios hablamos. Porque Jesús es Hijo del Dios de la Vida.


¿UNO MAS?

Fuera del país de Israel, en donde la esperanza en un me­sías hijo de David no tiene sentido, Jesús plantea a sus discí­pulos una pregunta fundamental: ¿Qué es lo que se ha enten­dido de su persona, de su mensaje, de su actividad? «¿Quién dice la gente que es el Hombre? »

Las respuestas indican que, para la mayoría de la gente, el mensaje de Jesús no ha llegado a romper la dura coraza de las tradiciones y creencias más o menos populares: «Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas». Todas las respuestas que recuerdan los discí­pulos se mantienen en el más estricto ámbito de la religión judía: Jesús es otro de los muchos hombres que Dios ha en­viado a su pueblo, como Juan Bautista, Elías, Jeremías... Alguien que les recuerda otra vez que constituyen el pueblo ele­gido del Señor, el compromiso que asumieron con él al aceptar la alianza del Sinaí y la obligación que tienen de cumplir sus leyes y mandatos, poniendo el énfasis quizá -a Jesús lo colo­can en la línea de los profetas- en aquellos mandamientos que se refieren a la práctica de la justicia y el amor dentro del pueblo. Uno más. Cierto que suscita el interés, que atrae por su manera de hablar, ....... Parece que nadie se ha dado cuenta de la novedad tan radical que Jesús representa y de lo absolutamente nuevas que son sus propuestas.


HIJO DE DIOS VIVO

Pero lo que quería Jesús no era informarse de lo que decía la gente; era la respuesta de sus discípulos la que de verdad le interesaba: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Asumien­do la representación de los demás discípulos, responde Pedro.

Al contar este episodio, Marcos y Lucas dicen que Pedro respondió: «El Mesías» y «El Mesías de Dios», respectiva­mente. Según estos dos evangelistas, los discípulos habían des­cubierto ya que Jesús era el Mesías, peto el concepto que te­nían de mesías era el del líder nacionalista de las tradiciones judías. Mateo, que como cada evangelista tiene su manera par­ticular de presentar el mensaje de Jesús, pone en boca de Pe­dro una respuesta más completa: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». No es cuestión que nos deba interesar mucho cuál de las tres respuestas fue la que realmente pronunció Pedro. Lo que Mateo quiere es explicar a sus lectores cuál es el auténtico mesianismo de Jesús.

Jesús es el Mesías, pero no un mesías cualquiera; él es el Hijo de Dios; Mateo ya lo había dicho: Jesús es «Dios con nosotros» (Mt 1,23). Jesús no es sólo un enviado de Dios; es el Hombre-Dios, es el rostro humano de Dios (véase el comen­tario del domingo vigésimo noveno del tiempo ordinario).

Pero es hijo no de un Dios cualquiera, sino del Dios vivo, esto es, del Dios que defiende la vida, que da la vida, del Dios que quiere ser Padre. Y porque es hijo de ese Dios, participa naturalmente de su vida, por lo que, al final, vencerá a la muerte y ofrecerá su vida para que todos puedan llegar a ser hijos y hermanos.


CIMENTADA EN ROCA

A la respuesta de Pedro, Jesús reacciona con una bienaven­turanza: « ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!», mostrándose de acuerdo con su contenido. La respuesta de Pedro, añade Jesús, procede de Dios mismo, de su Padre: «Porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre del cielo».

Esa fe confesada por Pedro y que tiene su origen en el Padre, dice Jesús que es la roca sobre la que se fundamenta la comunidad -de la que Pedro forma parte-, que deberá continuar su tarea en el mundo cuando él se marche: «Ahora te digo yo: Tú eres Piedra, y sobre esa roca voy a edificar mi comunidad, y el poder de la muerte no la derrotará». Jesús compara su comunidad con un edificio que hunde sus cimien­tos en una roca: esa roca es la fe que acaba de confesar Pedro. Y dará tal estabilidad y seguridad a la comunidad, que, supe­rando problemas y dificultades, garantiza la pervivencia de la comunidad, que ha de seguir adelante hasta que se logre ple­namente el proyecto de Jesús.

Todos están invitados a incorporarse a este proyecto y a esta comunidad. Y es a todos sus miembros -las palabras que aquí dirige Jesús a Pedro las dirigirá poco después (Mt 18, 15-18) a todos los discípulos; Pedro, igual que al responder, representa aquí a todo el grupo, a quienes da autoridad para abrir las puertas de la casa a los que quieran participar de la vida de la comunidad; no deberán pasar más que los que con­fiesen su fe en el Hijo del Dios vivo; a los que crean en otro mesías o en un mesías diferente, a los que se empeñen en ne­gar que el Padre no es Dios de muertos ni de muerte, sino que es un Dios vivo que da vida..., no tendrán más remedio que cerrarles las puertas. Dios respaldará su decisión.


17. COMENTARIO 2

v. 13. El paso a la parte pagana del lago (16,5) tenía por objeto salir del territorio judío. Cesarea de Filipo era la capital del terri­torio gobernado por este tetrarca, hermano de Herodes Antipas (cf. Lc 3,1). Para proponer a sus discípulos la cuestión de su iden­tidad, Jesús los saca del territorio donde reina la concepción del Mesías davídico.

Primera pregunta: cuál es la opinión de la gente (los hombres) sobre Jesús («el Hijo del hombre» «el Hombre»). El Hombre es el portador del Espíritu de Dios (cf. 3,16s); por contraste, «los hombres» en general son los que no están animados por ese Es­píritu, los que no descubren la acción divina en la realidad de Jesús.

«El Hombre/este Hombre»: la expresión se refiere claramente a Jesús, en paralelo con la primera persona («yo») de la pregunta siguiente (15). Este pasaje muestra con toda evidencia que Mt no interpreta «el Hijo del hombre» como un título mesiánico. Resul­taría ridículo que Jesús, cuando va a proponer a los discípulos la pregunta decisiva, les dé la solución por adelantado; incomprensi­ble sería, además, la declaración de que Pedro había recibido tal conocimiento por revelación del Padre (17), si Jesús mismo se lo había dicho antes.

v. 14. La gente asimila a Jesús a personajes conocidos del AT. O bien es una reencarnación de Juan Bautista (cf. 14,2) o Elías, cuyo retorno estaba anunciado por Mal 3,23; Eclo 48,10. Para Je­remías, cf. 2 Mac 15,l3ss. En todo caso, ven en Jesús una conti­nuidad con el pasado, un enviado de Dios como los del AT. No captan su condición única ni su originalidad. No descubren la no­vedad del Mesías ni comprenden, por tanto, su figura.

vv. 15-16. Pregunta a los discípulos, que han acompañado a Jesús en su actividad y han recibido su enseñanza. Simón Pedro (nombre más sobrenombre por el que era conocido, cf. 4,18; 10,2) toma la iniciativa y se hace espontáneamente el portayoz del grupo.

Las palabras de Pedro son una perfecta profesión de fe cris­tiana. Mt no se contenta con la expresión de Mc 8,29: «Tú eres el Mesías», que Jesús rechaza por reflejar la concepción popular del mesianismo (cf. Lc 9,20: «el Mesías de Dios» «el Ungido por Dios»). La expresión de Mt la completa, oponiendo el Mesías Hijo de Dios (cf. 3,17; 17,5) al Mesías hijo de David de la expectación general. «Hijo» se es no sólo por haber nacido de Dios, sino por actuar como Dios mismo. «El hijo de Dios» equivale a la fórmula «Dios entre nosotros» (1,23). «Vivo» (cf. 2 Re 19,4.16 [LXX]; Is 37, 4.17; Os 2,1; Dn 6,21) opone el Dios verdadero a los ídolos muertos; significa el que posee la vida y la comunica: vivo y vivificante, Dios activo y salvador (Dt 5,26; Sal 84,3; Jr 5,2). También el Hijo es, por tanto, dador de vida y vencedor de la muerte.

v. 17. A la profesión de fe de Simón Pedro responde Jesús con una bienaventuranza. Llama a Pedro por su nombre: «Simón». «Bar-Jona» puede ser su patronímico: hijo de Jonás; se ha inter­pretado también como «revolucionario», en paralelo con Simón el Fanático o zelota (10,4). Jesús declara dichoso a Simón por el don recibido. Es el Padre de Jesús (correspondencia con «el Hijo de Dios vivo») quien revela a los hombres la verdadera identidad de éste. Relación con 11,25-27: es el Padre quien revela el Hijo a la gente sencilla y el Hijo quien revela al Padre.

Pedro pertenece a la categoría de los sencillos, no a la de los sabios y entendidos, y ha recibido esa revelación. Es decir, los dis­cípulos han aceptado el aviso de Jesús de no dejarse influenciar por la doctrina de los fariseos y saduceos (16,12) y están en disposición de recibir la revelación del Padre, es decir, de comprender el sen­tido profundo de las obras de Jesús, en particular de lo expresado en los episodios de los panes (cf. 16,9s). Han comprendido que su mesianismo no necesita más señales para ser reconocido. La reve­lación del Padre no es, por tanto, un privilegio de Pedro; está ofre­cida a todos, pero sólo los «sencillos» están en disposición de reci­birla. Se refiere al sentido de la obra mesiánica de Jesús.

«Mi Padre del cielo» está en paralelo con «Padre nuestro del cielo» (6,9). Los que reciben del Padre la revelación sobre Jesús son los que ven en Jesús la imagen del Padre (el Hijo), y los que reciben de Jesús la experiencia de Dios como Padre (bautismo con Espíritu Santo) pueden invocarlo como tal.

v. 18. Jesús responde a la profesión de fe de Pedro (16: «Tú eres»; 18: «Ahora te digo yo: Tú eres»). Lo mismo que, en la de­claración de Pedro, «Mesías» no es un nombre sino indica una función, así «Piedra» en la declaración de Jesús.

Hay en ella dos términos, «piedra» y «roca», que no son equiva­lentes. En griego, petros es nombre común, no propio, y significa una piedra que puede moverse e incluso lanzarse (2 Mac 1,16; 4,41: piedras que se arrojan). La «roca», en cambio, gr. petra, es símbo­lo de la firmeza inconmovible. En este sentido usa Mt el término en 7,24.25, donde constituye el cimiento de «la casa», figura del hombre mismo.

v. 19. Con dos imágenes paralelas se describen ciertas funciones de los creyentes. En la primera, el reino de Dios se identifica con la iglesia o comunidad mesiánica. Continúa la imagen de la ciudad con puertas. Los creyentes, representados por Pedro, tienen las llaves, es decir, son los que abren o cierran, admiten o rechazan (cf. Is 22,22). Se opone esta figura a la que Jesús utilizará en su denuncia de los fariseos (23,13), quienes cierran a los hombres el reino de Dios. La misión de los discípulos es la opuesta: abrirlo a los hombres.

Sin embargo, no todos pueden ser admitidos, o no todos pueden permanecer en él, y esto se explicita en la frase siguiente. “Atar, desatar” se refiere a tomar decisiones en relación con la entrada o no en el reino de Dios. La expresión es rabínica. Procede de la función judicial, que puede mandar a prisión y dejar libre. Los rabinos la aplicaron a la explicación de la Ley con el sentido de declarar algo permitido o no permitido. Pero, en este pasaje, el paralelo con las llaves muestra que se trata de acción, no de en­señanza.

El pasaje no está aislado en Mt. Su antecedente se encuentra en la curación del paralítico, donde los espectadores alababan a Dios «por haber dado tal autoridad a los hombres» (9,8). La «autoridad» de que habla el pasaje está tipificada en Jesús, el que tiene autori­dad para cancelar pecados en la tierra (9,6). Esa misma es la que transmite a los miembros de su comunidad (“desatar”). Se trata de borrar el pasado de injusticia permitiendo al hombre comenzar una vida nueva en la comunidad de Jesús. Otro pasaje que explica el alcance de la autoridad que Jesús concede se encuentra en 18, 15-18. Se trata allí de excluir a un miembro de la comunidad («atar») declarando su pecado.

Resumiendo lo dicho: Simón Pedro, el primero que profesa la fe en Jesús con una fórmula que describe perfectamente su ser y su misión, se hace prototipo de todos los creyentes. Con éstos, Jesús construye la nueva sociedad humana, que tiene por funda­mento inamovible esa fe. Apoyada en ese cimiento, la comunidad de Jesús podrá resistir todos los embates de las fuerzas enemigas, representadas por los perseguidores. Los miembros de la comuni­dad pueden admitir en ella (llaves) y así dar a los hombres que buscan salvación la oportunidad de encontrarla; pueden también excluir a aquellos que la rechazan. Sus decisiones están refrenda­das por Dios mismo.

v. 20. La fórmula que Jesús prohibe divulgar no es la misma que Pedro ha expresado, sino más breve: que es el Mesías. Esta ex­presión aislada daría pie al equivoco: la gente la interpretaría en el sentido corriente, del Mesías davídico nacionalista y violento.


18. COMENTARIO 3

La confesión de Pedro en Cesarea de Filipo culmina esta sección del Evangelio (13,53-16,20) íntimamente ligada al discurso de las parábolas (13, 1-52). La finalidad principal del pasaje consiste en señalar el reconocimiento de Jesús por parte de los discípulos y, de esa forma, esclarecer el misterio de la elección divina.

Este punto constituye el núcleo central de todos los textos. En la primera lectura, un oráculo contra Sobná, mayordomo del palacio real, anuncia la elección de un nuevo mayordomo, Eliaquín, al que se le concederá el favor divino. En el salmo interleccional el orante reconoce en la propia vida la misma gracia, fruto de la lealtad y de la fidelidad de Dios a sus promesas para con el humilde.

El texto evangélico puede ser articulado a partir de una doble pregunta (vv. 13 y 15) sobre el mismo contenido, la opinión sobre Jesús. En ella, sin embargo, se contraponen claramente dos categorías de personas: la gente, en el primer caso, los discípulos en el segundo.

La respuesta de los discípulos respecto a la opinión de la gente constata que ésta identifica a Jesús con distintos personajes: Juan el Bautista, Elías, Jeremías o alguno de los profetas. La primera asimilación había sido atribuida a Herodes , al inicio de la sección (cf Mt 14,2), las restantes surgen de la lectura del Antiguo Testamento: la promesa del retorno de Elías según Mal 3,23 y Eclo 48,10 o la aparición de Jeremías a Judas Macabeo en 2 Mc 15,13ss. En todo caso, la gente coloca a Jesús en continuidad con el pasado y no logra descubrir en El su novedad y originalidad.

La opinión propia del círculo de discípulos, por el contrario, reconoce en Jesús esta condición única. Por la boca de Pedro, portavoz del grupo, se expresa la fe cristiana en su integridad. No solamente se reconoce su condición de “Ungido” sino también su filiación respecto al Dios viviente, contrapuesto a los ídolos muertos, incapaces de comunicar la verdadera Vida.

Este es el punto crucial que divide a los discípulos de la gente. La fe de los discípulos es el auténtico “entender” que Jesús viene exigiendo desde el discurso de las parábolas. En la respuesta de Jesús a Pedro, la profesión de fe del discípulo se liga íntimamente una nueva bienaventuranza que explicita y prolonga las anteriormente mencionadas en el texto evangélico (cf Mt 5,1-11; 11,4-6; 13,16-17).

Dicha bienaventuranza es fruto gratuito del querer divino. El don de la fe es incomprensible para la “carne y la sangre”, es participación de la incomprensible sabiduría de Dios como lo proclama el texto de la carta a los cristianos de Roma. En Pedro se prolonga la revelación a los sencillos (11, 25-27) imposible de entender por los sabios y entendidos.

Como en este último texto la revelación es fruto del reconocimiento de la íntima comunión entre el Padre y el Hijo, capacidad de comprensión de la obra mesiánica de Dios realizada en la actuación de Jesús. Pedro, “hijo de Jonás”, (para el cuarto evangelio en “hijo de Juan”, cf. 21,15.16.17) es el prototipo del discípulo de Jesús que como el profeta aludido con el nombre de su progenitor debe proclamar la fe en un mundo hostil.

En íntima conexión con esta proclamación de fe: “Tú eres el Mesías”, el “Ahora te digo yo” de Jesús pone de manifiesto la misión del discípulo expresada por el nombre que le asigna: Pedro. El término indica una piedra que puede trasladarse y hasta arrojarse. Pero con un juego de palabras la piedra se transforma inmediatamente en roca, que representa la firmeza, el cimiento inquebrantable sobre la que construye su casa el hombre sensato en Mt 7, 24-25.

Se da un estrecho paralelismo entre ambos textos. Quien adecua su actuación a la enseñanza de Jesús es una construcción firme. A la profesión de fe, coherente con esa práctica, se liga aquí la construcción de una “Iglesia”. Con este término se indica una “realidad de índole social” que trasciende el ámbito de la respuesta estrictamente individual.

Esta nueva realidad surge desde la fe en Jesús. Todo aquel que se adhiera de ese modo al proyecto de Jesús es cimiento de una nueva sociedad, espacio vital donde se manifiesta la presencia del Dios viviente (v.16) y contra la cual no puede prevalecer el Reino de la muerte. Los creyentes así convertidos en cimiento de la nueva construcción, están íntimamente unidos en la misma tarea y pueden establecer entre ellos un nuevo tipo de relación.

Por ello, a continuación se afirma que los creyentes tienen las llaves. Son como Eliaquín del texto leído de Isaías, mayordomos o administradores de la gracia divina. Luego se señala su capacidad de tomar decisiones que afectan a la pertenencia al Reino de Dios. Este sentido tiene la expresión “atar y desatar” que designa la acción de un juez que define sobre la libertad o prisión de un acusado.

La proclamación de fe asocia al discípulo con Jesús y crea una sociedad alternativa más acorde al designio de Dios. Se invita, de esa forma, en la persona de Pedro, a la proclamación del mensaje que ha transformado la propia vida.


Para la revisión de vida

La pregunta de Jesús “y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”, también va dirigida a nosotros, a la Iglesia de hoy, a mi comunidad, a mí… ¿Quién digo yo que es Jesús? ¿Qué es Jesús para mí?


Para la reunión de grupo

- El texto del evangelio de hoy es un texto claramente no histórico, sino pospacual. La comunidad cristiana va reelaborando su fe, más allá de lo que Jesús significó y dijo. Hoy es un consenso entre los especialistas que Jesús nunca se presentó así a sí mismo. Como de ha dicho después, «el mensajero se convirtió en el mensaje». Comentar esta frase.

- Puestos a responder cada uno de nosotros en nuestro corazón a la pregunta de “quién dicen que soy yo”, podríamos competir a ver quién dice sobre Jesús las cosas más maravillosas… ¿Pero será que no hay límite por ese camino? ¿Se puede absolutizar a Jesús? El cristianismo es cristocéntrico o teocéntrico?

- Comentar este texto de Dostoiewsky: « Creo que no existe nada más bello, más profundo, más atrayente, más viril y más perfecto que Cristo; y me lo digo a mí mismo, con un amor más celoso que cuanto existe o puede existir. Y si alguien me probara que Cristo está fuera de la verdad y que ésta no se halla en él, prefiero permanecer con Cristo a permanecer con la verdad». (Correspondence I (Paris 1961) 157, en carta a la baronesa von Wizine).

Para la oración de los fieles

- Para que la Iglesia, con su testimonio, comparta humildemente con los no cristianos su fe y su amor, consecuencia de nuestro seguimiento de Jesús. Roguemos al Señor.

- Para que nuestra sociedad sepa dar a las cosas su justo valor y ponga su confianza sólo en quien de verdad le puede dar la libertad y la vida. Roguemos...

- Para que nuestros gobernantes rechacen toda tentación de prepotencia y todo afán de convertirse en señores de los hombres. Roguemos...

- Para que sepamos reconocer siempre la voluntad de Dios en los acontecimientos y en las personas, y confiemos en Él incluso en aquellos momentos en que no lo entendamos. Roguemos...

- Para que para proclamemos en todo momento que Jesús nos lleva siempre más allá de sí mismo, hacia el Padre, hacia el Reino de Dios. Roguemos...


Oración comunitaria

Dios, Padre nuestro, que unes los corazones de tus fieles en un mismo deseo; inspira a tu pueblo el amor a tu voluntad y la firme esperanza en tus promesas para que, en medio de las dificultades de la vida, se mantenga siempre firme nuestra confianza en Ti y así vivamos gozando de la verdadera alegría. Por Jesucristo.


Dios Padre que en el amor extremo que nuestro hermano Jesús ha vivido te has hecho presente de un modo inefable; haz que, como Él mismo quiso, no nos detengamos en Él, sino que su palabra y su ejemplo sean siempre para nosotros camino hacia el Reino de Dios. Por Jesucristo.

1. R. J. García Avilés, Llamados a ser libres, "Seréis dichosos". Ciclo A. Ediciones El Almendro, Córdoba 1991

2 J. Mateos - F. Camacho, El Evangelio de Mateo. Lectura comentada, Ediciones Cristiandad, Madrid.

3. Diario Bíblico. Cicla (Confederación internacional Claretiana de Latinoamérica).