31 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XVIII

(17-27)

 

17. IGNACIO-DE-LOYOLA

Las tres lecturas que hoy hemos escuchado convergen en un mismo interrogante: el centro de la vida humana, ¿está en la tierra?, ¿se limita al tiempo presente?, ¿se realiza en el disfrute de los bienes materiales? Interrogantes que todos, de una forma más o menos consciente, nos planteamos, y a los que damos cada día respuesta, si no teóricamente, sí con nuestra forma de vivir.

Veamos hoy cómo un personaje, que nació en el país vasco hace poco más de quinientos años, respondió a estas preguntas fundamentales. Me refiero a Ignacio de Loyola, cuya fiesta celebrábamos el pasado viernes.

- Ignacio de Loyola descubre la vaciedad de las cosas

Ignacio nació en el seno de una familia acomodada. De pequeño no le faltó de nada. Se sentía hijo de una estirpe noble, orgullosa de su pasado, en el que se había distinguido por su esp'ritu combativo y su fidelidad al rey.

Educado en la corte, conocía bien el uso de las armas. Llevaba, así lo reconoció él mismo, "una vida muy mundana". Su juventud fue la de un cortesano galante, amigo de los juegos de azar, de las riñas y de las mujeres. Aspiraba a hacer una buena carrera militar. Por eso se alistó a las órdenes del virrey de Navarra para defender la ciudad de Pamplona contra los franceses. Allí el 20 de mayo de 1521 resultó gravemente herido: una bala de cañón le destrozó la pierna derecha. Si mucho le dolía la herida, también le dolía el tener que rendirse y perder la plaza. Los franceses vencedores le dispensaron los primeros cuidados. Después fue trasladado a su casa de Loyola, donde se constató que los huesos de su pierna no habían soldado correctamente.

El enfermo, llevado por su orgullo, exigió ser operado de nuevo pues no se conformaba con quedar cojo para toda la vida. Sufrió terribles dolores, estando varias veces a las puertas de la muerte.

La convalecencia se alargaba y pidió a su hermana que le cuidaba le proporcionara libros para distraerse. Esta no tenía otros que vidas de santos. Le impresionaron, sobre todo, la de san Francisco y la de santo Domingo. Leyéndolas se preguntaba: ¿De qué me sirve sufrir por mantener una belleza corporal, que tarde o temprano perderé? ¿Qué sentido tiene servir a un señor, que tarde o temprano morirá? Como el autor del libro del Eclesiastés que hoy hemos escuchado en la primera lectura, se decía: "¿Qué saca el hombre de todo su trabajo y de los afanes con que trabaja bajo el sol?". Y concluía: "Vaciedad sin sentido, todo es vaciedad".

- Aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra

El buen ejemplo de los santos le motivaba. En su imaginación las proezas militares empezaban a dejarle vacío por dentro, mientras que las obras de los santos le llenaban de contento. Por eso decidió hacer lo que ellos. Pensó dedicarse a la penitencia y peregrinar a Tierra Santa para llevar una vida lo más parecida a la de Jesús. Como decía hoy san Pablo en la segunda lectura empezó "a aspirar a los bienes de arriba, no a los de la tierra". Se propuso despojarse "de las obras de la vieja condición humana, para revestirse de la nueva condición del que vive con Cristo". Este fue el inicio de su conversión. Y lleno de buenos propósitos, partió Ignacio hacia Palestina, pasando por Aránzazu, Manresa y Barcelona.

- Necio, lo que has acumulado ¿de quién será?

Caminaba pensando en las gestas que se proponía realizar por amor de Dios. Y llegado al monasterio de Montserrat resolvió velar sus antiguas armas toda la noche a los pies de Nuestra Señora, donde dejó las armas que hasta entonces había llevado. Era la noche del 20 de marzo de 1520. Después se acercó a un pobre y, despojándose de todos sus vestidos, se los dió. Y él se vistió del burdo sayal que había confeccionado.Y todavía hoy se conserva aquella espada que Ignacio dejó a los pies de la Virgen. Con estas entregas significaba que rompía con el pasado, con sus sueños de grandeza mundana, con su orgullo de hidalgo, para vestir las armas de Cristo.

Ignacio, como san Francisco y santo Domingo a los que tanto admiraba, como todos los santos, se tomó al pie de la letra las palabras de Jesús que recordábamos en el evangelio de hoy: "Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?". Y se propuso desde entonces no amasar riquezas para si, sino hacerse rico para Dios.

- Tomad Señor

Así Ignacio, un hombre como nosotros, quiso plasmar en su vida el mensaje que la palabra de Dios hoy nos ha transmitido. Podríamos acabar recordando una plegaria que él mismo nos dejó escrita en su libro de los Ejercicios Espirituales. Expresa el propósito de un total desprendimiento. Hagámosla nuestra, cada uno en su situación concreta. Dice así:

"Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad,
mi memoria, mi entendimiento, y mi voluntad,
todo mi haber y mi poseer;
vos me los disteis, a Vos, Señor, lo torno;
todo es vuestro,
disponed de todo a vuestra voluntad,
dadme vuestro amor y gracia,
que ésta me basta".

Sea esta nuestra disponibilidad ahora y siempre.

EQUIPO-MD
MISA DOMINICAL 1998, 10 23-24


18. COMENTARIO 1

SOLO PARA RICOS

Parte de nuestros males proviene de que hay demasiados hombres vergonzosamente ricos o desesperadamente pobres... Acabé con el escándalo de las tierras dejadas en barbecho por los grandes propietarios, indiferentes al bien público; a partir de ahora, todo campo cultivado durante cinco años pertenece al agricultor que se encargue de aprovecharlo... La mayoría de nuestros ricos hacen enormes donaciones al Estado, a las instituciones públicas y al príncipe. Muchos lo hacen por in­terés, algunos por virtud, y casi todos siguen ganando con ello. Pero yo hubiese querido que su generosidad no asumiera la forma de la limosna ostentosa y que aprendieran a aumentar sensatamente sus bienes en interés de la comunidad, así como hasta hoy lo han hecho para enriquecer a sus hijos. Guiado por este principio, tomé en mano propia la gestión del domi­nio imperial; nadie tiene derecho a tratar la tierra como trata el avaro su hucha llena de oro...'

Son algunos pensamientos entresacados de las Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar.

A la base de esta práctica de abuso y codicia de los ricos está el inagotable deseo de acaparar, fruto de la más feroz in­solidaridad, del más salvaje egoísmo. El dinero es demasiado peligroso para quien se deja caer en sus redes; hace inhumanos a sus rehenes, endurece el corazón y cierra los ojos de sus poseedores, que consideran al pobre producto de la holgaza­nería.

El capital se hace, sin duda, a base de injusticia. Ya lo decía el profeta Amós, dirigiéndose a los ricos comerciantes de Samaria: «Escuchad esto los que exprimís a los pobres y arruináis a los indigentes, pensando: ¿Cuándo pasará la luna nueva para vender el trigo? Para encoger la medida, aumentar el precio y usar la balanza con trampa, para comprar por di­nero al desvalido y al pobre por un par de sandalias. Jura el Señor por la gloria de Jacob no olvidar jamás lo que han he­cho» (Am 8,4-7).

También las palabras de Jeremías contra la injusticia eran tajantes: «Hay en mi pueblo criminales que ponen trampas como cazadores y cavan fosas para cazar hombres: sus casas están llenas de fraudes como una cesta está llena de pájaros, así es como medran y se enriquecen, engordan y prosperan; rebosan de malas acciones, se despreocupan del derecho, no defienden la causa del huérfano ni sentencian a favor de los pobres» (Jr 5,26-28).

En otro lugar, el profeta había sentenciado: «Perdiz que empolla huevos que no puso es quien amasa riquezas injustas: a la mitad de la vida lo abandonan y él termina hecho un necio» (Jr 17,11). Contra Jeremías hay que decir que no siem­pre sucede así. Su sentencia es más deseo de justicia inalcan­zable que realidad constatada.

El evangelio no es menos duro con los ricos. Cuenta Lucas que «uno del público pidió a Jesús: Maestro, dile a mi her­mano que reparta conmigo la herencia. Le contestó Jesús: Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vos­otros? Entonces les dijo: cuidado, guardaos de toda codi­cia, que aunque uno ande sobrado, la vida no depende de los bienes. Y les propuso una parábola: Las tierras de un hombre rico dieron una gran cosecha. El estuvo echando cálculos:

¿Qué hago? No tengo dónde almacenarla. Y entonces se dijo: -Voy a hacer lo siguiente: derribaré mis graneros, cons­truiré otros más grandes y almacenaré allí el grano y las demás provisiones. Luego podré decirme: -Amigo, tienes muchos bienes almacenados para muchos años: túmbate, come, bebe y date a la buena vida. Pero Dios le dijo: -Insensato, esta noche te van a reclamar la vida. Lo que te has preparado, ¿para quién será? Eso le pasa al que amontona riquezas para sí y para Dios no es rico» (Lc 12,13-21).

Menos mal que la vida no se puede comprar, pues de lo contrario vivirían sólo unos pocos...



19. COMENTARIO 2

RICOS, DOS VECES NECIOS

Nuestro mundo juzga inteligente a quien es capaz de acumular mucho dinero, de amasar grandes riquezas; nuestro mundo con­sidera una vida segura la que se cimenta en una sólida cuenta corriente; el evangelio tiene un concepto muy distinto sobre lo que son la inteligencia y la seguridad de la vida.


JESUS NO TIENE DOCTRINA SOCIAL

Uno de la multitud pidió:

-Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia Le contestó Jesús:

-Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o arbitro entre vosotros?


Muchas de las ideologías que proponen un determinado modelo de sociedad han pretendido apropiarse del evangelio; desde los que hablan de Jesús como el primer socialista hasta los que se adueñan del término «cristiano» y lo usan como apellido de su partido, como si esa opción política fuera la única permitida a los seguidores de Jesús. Este interés supone, por un lado, el reconocimiento de que el evangelio tiene una indiscutible dimensión social; pero encierra un grave peligro: confundir el evangelio con una opción política más, reducir el evangelio a pura teoría socioeconómica (esto no quiere decir que los diversos sistemas económicos y políticos sean indiferentes, desde el punto de vista del evangelio, sino que éste no es una alternativa política o económica más; es otra cosa).

«Uno de la multitud» pretende que Jesús intervenga para decidir en un asunto de este tipo: el reparto de una herencia; pero Jesús se niega. El no tiene respuesta para ese litigio, porque, entre otras cosas, si diera una respuesta supondría que acepta el principio de que los individuos tienen derecho a apropiarse de determinados bienes de la tierra. Pero, sobre todo, porque su mensaje no ofrece soluciones concretas a los problemas concretos de los hombres; esas respuestas, desde que Dios dijo a la primera pareja «dominad la tierra» (Gn 1,28), es el hombre el que debe buscarlas. El objetivo de Jesús es hacernos caer en la cuenta de un hecho: que los hombres, al buscar la solución a nuestros problemas, lo hacemos obsti­nadamente en una dirección equivocada; aquel hombre, segu­ro que pensaba que, si obtenía un buen pellizco de la herencia paterna, tendría el futuro asegurado, tendría asegurada la vida. Esa opinión, que la riqueza es seguridad para la vida, es lo que desautoriza Jesús en su respuesta.


GUARDAOS DE TODA CODICIA

Entonces les dijo:

Mirad, guardaos de toda codicia, que, aunque uno ande sobrado, la vida no depende de los bienes.


Jesús, para ilustrar su afirmación, propone a las multitudes -la opción por la pobreza es una exigencia evangélica para todos, no es un consejo para los que quieren ser más perfectos- una parábola: un terrateniente, feliz porque ha obtenido una excelente cosecha, decide construir graneros más grandes, y se dice a sí mismo: «Amigo, tienes muchas provisiones en reserva para muchos años: descansa, come, bebe y date a la buena vida»; pero su vida ha llegado ya a su término y no podrá disfrutar de su riqueza un solo día: «Pero Dios dijo: Insensato, esta misma noche te van a reclamar la vida. Lo que tienes preparado, ¿para quién va a ser?»

El sentido de la parábola es muy claro: la vida está en manos de Dios y sólo él puede asegurarla, por encima incluso de las limitaciones propias de la naturaleza humana, ante las cuales nada pueden hacer unos almacenes repletos de provi­siones; es una insensatez pensar que la vida puede ser buena por el simple hecho de tener las despensas llenas, es una necedad pensar que una buena manera de vivir es... la buena vida, descansar, comer y beber.


DOS VECES NECIOS

Esto es lo que le pasa al que amontona riquezas para sí y no es rico para con Dios.


Hoy siguen muchos pensando como aquel rico: conside­ran que la felicidad puede llegar por medio de la riqueza de acuerdo con esta proporción: a más riqueza, más felicidad; por eso muchos ni siquiera se dan a la buena vida, como el rico de la parábola: dedican todo su tiempo a acumular más y más riquezas, consagran su existencia a dar culto al dios dinero: por él se sacrifican y a él ofrecen incluso sacrificios humanos (¿no se pueden considerar víctimas ofrecidas a este dios los millones de seres humanos que mueren cada año a causa del hambre y la miseria?). Y así son dos o tres veces necios: la primera, porque pretenden asegurar su vida con el dinero; la segunda, porque muchos ni siquiera disfrutan de lo que se puede conseguir con el dinero, y la tercera, porque siendo causa del sufrimiento de muchos inocentes, se cierran la puerta a otra vida buena, a una felicidad de otra clase, la que sólo se alcanza en la expe­riencia del amor compartido.

Por eso dice Pablo (primera lectura) que los cristianos deben extirpar «todo lo que hay de terreno» en ellos y, en especial, «la codicia, que es una idolatría». Los seguidores de Jesús han de poner su seguridad, y también la seguridad de que no va a faltar ese mínimo necesario para una vida digna, en la realización del reino de Dios (Lc 12,31-32), en la solida­ridad y en el «amor mutuo, que es el cinturón perfecto» (Col 3,14).


20. COMENTARIO 3

EL DINERO COMO CUESTIÓN DE FONDO

Se presenta ahora la interpe­lación de «uno de la multitud» interesado en cuestiones de he­rencia, secuela del falso valor del dinero: «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia» (12,13). De nuevo podría sorprendernos este requerimiento, si interpretásemos las advertencias anteriores contra el fariseísmo en sentido moralizan­te. Esta interpelación central revela que el problema de fondo es la cuestión del dinero (medios, posición social, eficacia). Que no se trata de una 'herencia' en sentido figurado, lo evidencia la respuesta de Jesús y la parábola con que la apoya. La multitud que, aunque presente, había sido dejada de lado constantemente por Jesús, interviene por medio de alguien que la representa. Este lo considera un 'maestro' y le pide que ejerza como 'juez' o 'árbitro' (12,14). Jesús no viene a echar remiendos al sistema. Su 'magisterio' no va en la línea de los rabinos o maestros de Israel. La respuesta, en segundo lugar, se dirige a todos: «Cuidado: guardaos de toda codicia, que, aunque uno ande sobrado de dinero, la vida no depende de los bienes» (12,15). La interpretación de la parábola se halla en la acomodación que hace de ella el último versículo: «Eso le pasa al que amontona riquezas para sí y no es rico para con Dios» (12,21).


21. COMENTARIO 4

Lo que el sabio Qohelet llama vanidad no es más que la desilusión del hombre al comprobar la distancia entre el ideal que se ha formado de las cosas y su realización concreta: el hombre no llega a más. Hoy día a esto se le llama absurdo, depresión, sin sentido. La vanidad como defecto humano es el no reconocer esta finitud. Ningún hombre puede huir del absurdo de su propia existencia. La salida única es vivir la vida como es: con sus más y con sus menos, con su caducidad y con su fin.

Todo el vivir cristiano está en seguir e imitar a Cristo en su doble vertiente: morir al pecado y renacer a una vida nueva. Esta "muerte-vida" en el cristiano se logra eliminando "todo lo que es terreno" en el hombre: y no lo es sólo su cuerpo sino sus deseos. En el bautismo el cristiano murió a todo este cortejo de pecado. Ahora sólo le falta vivir en consecuencia y evitar las faltas contra la caridad, despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo, para que Cristo sea todo en todos.

Jesús en el evangelio de Lucas, contesta en primer lugar la tarea de juez que uno quería asignarle en una controversia de herencia entre dos hermanos. Su misión se coloca en un nivel distinto al de las disputas mezquinas vinculadas a intereses económicos. Jesús ha venido para hacernos descubrir que Dios nos ama, para darnos el mandamiento del amor mutuo, no para establecer quién tiene razón o no entre dos hermanos que pelean y se despedazan por un puñado de dinero. El enseña a compartir y no puede ser el testigo neutral de nuestras disputas cuando hacemos valer los propios derechos.

La parábola nos presenta la actitud contestataria de Jesús ante los pensamientos y proyectos mezquinos del "rico necio". Su tranquilidad, sus planes y sueños son interrumpidos bruscamente por un juicio sin apelación: "necio". El inventario de su fortuna, los planes de ampliación de sus graneros, las consideraciones acerca del "tranquilizador" estado de salud de su hacienda, las confortables previsiones de un futuro sin problemas, salpicado de comilonas continuas y bebidas desbordantes, van a chocar contra un muro: "esta noche te van a reclamar la vida".

Frente a la muerte, el rico insensato no podrá presentar esos balances. Las cifras de los beneficios ya no son legibles en esa oscuridad total. En todo caso podrán despuntar otras cifras luminosas (fraternidad, solidaridad, misericordia), que desgraciadamente están ausentes en sus libros de cuentas.

La parábola nos pone de frente ante la muerte. Muchos están preparados para presentar cuentas perfectas (saber, tener, poder). Lo malo es que es necesario dar cuenta de la vida, no de aquello que uno ha amontonado. O sea, ¿Qué has hecho de tu vida? ¿En qué las has empleado? ¿Qué orientación le has dado?

Jesús, en el fondo, acusa al rico de no haber sido previsor. No ha logrado pensar más allá de la "noche". Agranda los graneros, pero no logra ampliar los horizontes, se deja aprisionar en el horizonte terrestre, que termina con acabarlo.

Jesús ni siquiera condena la riqueza, simplemente censura a quien hace de ella un ídolo, que termina por sustituir al único Señor; reprueba a quien "amasa riquezas para sí y no acumula riquezas para Dios". La seguridad del hombre no viene de lo que uno ha acumulado, sino de los valores sobre los que ha plantado la propia existencia. La codicia empobrece al hombre, lo hace menos hombre, incluso inhumano y por último, lo convierte en ciego y desprovisto de la única luz capaz de aclarar la "noche" inevitable.

COMENTARIOS

1. Jesús Peláez, La otra lectura de los evangelios II, Ciclo C, Ediciones El Almendro, Córdoba

2. R. J. García Avilés, Llamados a ser libres, "Para que seáis hijos". Ciclo C. Ediciones El Almendro, Córdoba 1991

3. J. Mateos, Nuevo Testamento (Notas al evangelio de Juan). Ediciones Cristiandad Madrid.

4. Diario Bíblico. Cicla (Confederación internacional Claretiana de Latinoamérica).


22. I.V.E. 2004

Comentarios Generales

Eclesiastés 1, 2; 2, 21- 23

Hay quienes acusan al Eclesiastés (=Cohelet= Predicador) de pesimismo y aún de epicureismo. El valor que para él encierran Dios, su culto, el ejercicio de las virtudes, etc., nos impiden clasificarlo como tal. Sus enseñanzas son una óptima preparación para las del Evangelio:

-A la doctrina tradicional de que Dios premia y castiga en la vida presente, él opone la innegable experiencia que evidencia todo lo contrario.

-A la tesis de Job y de otros Sabios, que exigen a la Justicia de Dios que el hombre justo se vea galardonado de riquezas, salud, larga vida, numerosa prole y fama perdurable, responde el Cohelet que un tal galardón sería ridículo, pues todo lo que es provisional y caduco tiene el vacío en su entraña. Y al hombre no se le puede engañar con algo vacuo. La idea básica del Cohelet es su célebre aforismo: “Vanidad de vanidades y todo vanidad”.

-Con esta mirada tan profundad la vacuidad radical de todo lo terreno y temporal queda el terreno dispuesto para una revelación luminosa del más allá. Algunos Salmos, y sobretodo el Libro de la Sabiduría, van a traer la revelación de la Inmortalidad y del Premio eterno en Dios. Daniel y los Macabeos nos hablarán, además, de la Resurrección. El Evangelio tiene ya el clima dispuesto para proclamar: “Bienaventurados los pobres de espíritu. De ellos es el Reino de los cielos”. La vacuidad radical de todo lo terreno nos abre al destino trascendente y eterno que Dios ha señalado al hombre, que no es sólo carne, sino también espíritu.

Colosenses 3,1-5. 9-11:

San Pablo ya no camina entre sombras como el Cohelet, sino a la luz plena de la Resurrección de Cristo. A esta luz valora las cosas terrenas y las futuras:

-La plena luz viene de la Resurrección de Cristo. Cristo con su Resurrección vive plenamente la vida celeste. El Bautismo pone al cristiano en comunión con Cristo Resucitado; con la vida celeste de Cristo. La vida del cristiano está toda sellada de trascendencia; está del todo proyectada a los bienes celestes que Cristo goza y tiene preparados para nosotros.

-Todo esto sucede ahora a ocultas. Es la etapa de fe y de peregrinación. Poseemos, sí, la vida celeste o divina; pero velada. Cuando llegue la Parusía gloriosa de Cristo gozaremos también la vida divina. La resurrección de nuestros cuerpos nos hará partícipes de la gloria de Cristo en alma y cuerpo.

-La labor del cristiano debe ser: despojarse del “hombre viejo”; es decir, de la herencia de Adán, que es la caducidad y el pecado. Adán, creado a imagen de Dios, de Dios Inmortal tenía un destino de vida eterna. Por sus pecados deshonró esta imagen y quedóse con su caducidad y limitación. Herencia de Adán es el cúmulo de vicios y pecados que nos manchan (5.8). Recibimos la Redención, que es gracia de Cristo Redentor, para que venzamos en nosotros el pecado: “Despojaos del hombre viejo. Y revestíos del nuevo, este es el que es a imagen de su creador, y se va renovando hasta el pleno conocimiento” (10). Con nuestra respuesta de fe y de amor a la gracia de Cristo vamos superando en nosotros la herencia de pecado y nos transformamos en el hombre nuevo. Cristo modela esta nueva creación. Cristo nos da la filiación divina. Entramos de lleno en la familia de Dios. Entramos en calidad de hijos. Entramos todos con la misma dignidad (11). Pablo puede concluir con esta bellísima síntesis que abarca todo el plan de Dios: “Cristo lo es todo en todos” (11). “A fin de que Dios sea todo en todos” (1Cor 15,29).

Lucas 12,13-21:

El Evangelio da respuesta a los problemas sobre la caducidad de las cosas que el Cohelet pudo formular, pero no pudo resolver. Jesús nos señala el valor meramente provisional relativo a los bienes terrenos y nos recuerda el destino trascendente que nunca debemos olvidar:

-Jesús declara paulatinamente que su misión no es ni de juez de pleitos terrenos ni de repartidor de bienes caducos (13). Los bienes que Él nos trae son los eternos y celestes. Su Reino no es de este mundo.

-Más bien la doctrina de Jesús insiste machaconamente sobre el peligro de la riqueza y sobre la obligación del desprendimiento y de la limosna. La riqueza da orgullo y confianza en sí mismo. Da apego a las cosas efímeras. Para Jesús son felices los “pobres”: el “Rebañito del Padre” (v 32), que fía del todo en el amor y en la providencia del Padre. El rico de la parábola (16-20) hace de la riqueza efímera su bien definitivo. Olvida la caducidad de los bienes de acá. Olvida que su destino está en la eternidad. Y nada ha almacenado para la eternidad. Es necio y vacuo.

-Lo que, por tanto, interesa es ser rico en Dios, la pobreza, tejida de desprendimiento, limosna, caridad, confianza en Dios y abandono total y filial a su Providencia, es la verdadera riqueza en Dios: “A los que son acá ricos, intímalos: No se engrían, no pongan su confianza en las riquezas inseguras, sino en Dios, que nos provee generosamente. Intímalos que se ejerciten en la beneficencia y se enriquezcan de obras buenas. Que sean fáciles en repartir y en hacer partícipes a los otros de lo suyo. Que atesoren para sí mismos un rico fondo para el futuro a fin de que alcancen la vida que lo es de verdad” (1Tim 6,17-19). El mensaje del Evangelio predicado y practicado por los cristianos, y no tantas revoluciones utópicas, nacidas del odio y del egoísmo, nos dará la Ciudad terrena más unida, más pacífica y más progresiva.

-La Iglesia tiene esta bellísima oración que a la vez es la mejor orientación y el mejor estímulo para todo bautizado que siente el compromiso bautismal.

-El cristiano no se deja dominar por las cosas; no es esclavo del dinero. Saben que tienen un valor efímero y relativo; que la muerte le despojará de todo; entonces le quedarán sólo las riquezas que lo son de verdad: Las de la caridad.

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Juan de Maldonado, S.I.

Le dijo uno de entre la turba: “Maestro, di a mi hermano que parta conmigo la herencia”.- Dice San Lucas que dirigió a Cristo esta petición uno de aquella misma turba que lo rodeaba cuando habló de evitar la hipocresía farisaica (v. 1). Parece, pues, que sucedió en el mismo lugar y tiempo, aunque San Mateo lo refiera en otros adjuntos. No expresa el evangelista qué pudo inducir a este hombre a proponer a Cristo la repartición de la herencia; pero es verosímil que lo hiciera, por suponer que Cristo era un Mesías, según el error judío, que como rey y juez temporal se ocupase de defender a los pobres y pupilos, como parecía haber anunciado David (Sal 71, 1- 2): Señor, da tu juicio al Rey Mesías, y tu justicia al Hijo del Rey, para que juzgue a tu pueblo con rectitud y con equidad a los pobres. ¡Achaque frecuente éste, pedir a los maestros del espíritu ventajas temporales y no cuidarse de recibir las espirituales! Así vemos que acuden muchos a los religiosos para arreglar en su provecho los testamentos, para lograr con su favor algún provecho, para valerse de su influencia en asuntos de mera ambición, cosas del todo ajenas a su profesión como religiosos; y, en cambio, apenas acuden a tratar de su conciencia y hablar de asuntos espirituales, siendo así que, según el Apóstol (2 Tim. 2, 4), a ninguno que esté inscrito en la milicia de Dios conviene cargarse con asuntos seculares.

Es como si descuidaran lo mejor para andar tras lo que es peor. Que es lo que sobre este mismo lugar escribe San Agustín: “Pedía este hombre media herencia en la tierra, y el Señor le ofrecía una herencia entera en el cielo”.

Observa muy bien al mismo propósito San Ambrosio: “Ten en cuenta no lo que has de pedir, sino a quién; ni te expongas a callar acerca de las cosas más importantes, preocupado por otras inferiores”.

Mas él le respondió: “¡Oh hombre!, ¿quién me ha nombrado juez entre vosotros o repartidor de haciendas?”.- Tengo por manos probable a este respecto lo que escribe San Agustín, y en pos de él San Beda, Estrabón y Lirano, a saber: que lo llamó Cristo hombre por haber pedido cosas humanas y terrenas. Tal vez lo llamó así, con este apelativo común, por ser un desconocido, por la misma razón que hizo San Lucas designarlo con la frase uno de la turba. Con todo, la observación de dichos autores es de provecho para las aplicaciones morales. Porque realmente son hombres, esto es, carnales y terrenos, los que sólo piden a Cristo bienes materiales.

“Oigamos al que juzga y enseña (dice San Agustín). Hombre, le dice. Porque ¿qué otra cosa eres sino hombre, pues tienes en gran estima tales herencias? Quería él hacer que fuese algo más que hombre, apartándolo de la avaricia. ¿Qué es lo que quería hacer de él? Os lo diré: Yo dije que sois dioses e hijos del Altísimo todos. Esto es lo que quería hacer de él: contarlo entre los dioses, los cuales no tienen avaricia”.

“Con razón es rechazado aquel hermano (dice San Beda) que se atreve a proponer esta tarea de dividir bienes terrenos al que es Maestro de la suprema unidad y los gozos de la paz. Porque aunque tal repartición tenía relación con la paz, más la razón de responder así Cristo es para mostrar que venía a tratar de negocios más importantes. Por esta misma razón quería desviarlo de lo terreno y elevarlo a lo celestial.

“Con razón se desentiende de negocios terrenos (dice San Ambrosio) el que no había venido a ellos. Ni se digna ser juez de litigios, a pesar de tener facultad de decidir en asuntos de vivos, no menos que de juzgar a los muertos y determinar acerca de sus méritos”.

Y les dijo a ellos.- Tomando ocasión de la petición de aquel hombre, que descubría cierta codicia, como notan San Beda y Eutimio. No desperdiciaba Cristo ninguna ocasión para desviar al hombre de los cuidados terrenos y orientarlo hacia lo celestial; y así vemos que aprovechó ésta para hablar contra la avaricia, que es el vicio que más rebaja los hombres a las cosas de la tierra. Y enseña a huir de este vicio no sólo con razones, sino también con el ejemplo de aquel hombre rico. “Ya que la avaricia (como dice San Ambrosio) suele de ordinario tentar la virtud, por eso se pone aquí no sólo el aviso de evitarla, sino también el ejemplo.”

Estad alertas y guardaos.- Cuidad de guardaros o tened cuidado de huir de toda avaricia. En el texto griego falta la palabra toda, y solo pone de la avaricia. Parece verosímil que nuestro traductor leyera así, como lo traen San Agustín y San Beda, con lo que resulta la sentencia más completa y expresiva. Parece, en cambio, superfluo, como hacen algunos, inquirir porqué dijo de toda, como si hubiese muchas y varias clases de avaricia; pues aunque no hubiese sino una sola clase, muy bien pudo decir de toda avaricia, esto es, de la grande y de la pequeña, de la manifiesta y de la oculta. Añádase que la palabra griega significa propiamente el “ansia de poseer más de lo conveniente”, como traduce San Agustín; pero quiso Cristo avisarnos que huyésemos aún de la más pequeña codicia de poseer.

Que no depende la vida de cada uno de los bienes que posee.- Significa claramente, como convienen todos los autores, que no consiste la vida del hombre en tener abundantes riquezas, ni se mide la duración de la misma vida por la fortuna que se tenga, como prueba la siguiente parábola.

Algo semejante dice San Pablo a propósito de los manjares (1 Cor. 8, 8): No es la comida lo que nos hace recomendables ante el Señor, pues no seremos más porque comamos, ni decaeremos si no comemos. Buena razón, por cierto, para persuadir a los avaros, deshacer la utilidad o eficacia de las riquezas, que es precisamente lo que nos mueve a buscarlas y amontonarlas mientras viven.

Muestra Cristo lo vano e inútil que es tal empeño, pues no se puede prolongar la vida con las riquezas. Con la misma razón que son empujados a la avaricia, son refutados aquí por Cristo.

Les propuso luego esta parábola.- Se trata no de una historia, sino de una parábola, inventada y propuesta por Cristo en confirmación de lo que antes había dicho; pero es de tal índole, que parece tomada de lo que sucede de ordinario, o al menos conforme a lo que parece verosímil sucediera.

El campo de cierto hombre rico dio una gran cosecha.- La palabra griega significa un gran terreno o latifundio. Propuso el Señor esta parábola no de un rico comerciante, sino de un propietario agrícola, dueño de grandes fincas, por ser éste el género de riqueza más seguro, muy a propósito para hacer ver que ni siquiera en él hay algo estable. Pretendía probar, además, que no se alarga la vida del rico con las riquezas; y así propone la parábola de un rico que tenía muchas fincas, de las que sacaba gran cantidad de trigo, con que principalmente se podía conservar y prolongar la vida; y al ver que, a pesar de tanta abundancia de trigo, no pudo alargar su vida ni una noche siquiera, entendamos fácilmente y saquemos en conclusión que no hay ninguna clase de riqueza capaz de alargar la vida.

Se arguye tácitamente de lo más a lo menos, como si dijera: Si no tienen siquiera aquella eficacia que parecen tener, menos tendrán lo que no parecen tener en sí.

Trae la persona de un hombre rico, pero en nada piadoso, porque tales hombres impíos e injustos no suelen preocuparse de dónde viene la ganancia, sino de que venga y se hagan más ricos. De éstos está escrito (Sal. 143, 13- 14): Llenos están sus graneros hasta rebosar; sus ovejas son fecundas en sus crías, y gruesas sus vacas. No hay quiebra ni daño alguno que traiga lamentos en sus dominios.

Agrégase también a su avaricia otra razón de enriquecerse, y es que Dios no los castiga (como hace con sus hijos) ni los corrige quitándoles los bienes; antes muchas veces se les multiplica a su gusto, de suerte que los mismos bienes que codician desordenadamente, los venga a acongojar con su abundancia. Porque no tienen las preocupaciones de tantos otros hombres (dice el Salmista), ni les alcanza el azote de la desgracia, como a otros (Sal. 72, 5).

Y así leemos en Job (11, 7- 9): ¿Por qué razón viven los impíos y son encumbrados y acrecentados en riquezas? Dura su descendencia en su casa y rodéalos multitud de nietos y allegados. Seguras y tranquilas están sus casas, sin que asome el azote divino sobre sus cabezas. Fecundas son sus vacas, sin abortos ni desgracias. Sus pequeños se aumentan como un rebaño, y sus pequeños saltan alegres en sus juegos. No sueltan el tímpano y la cítara, alegrándose al son de la música. Pasan sus días entre bienes materiales. Mas en un momento descienden al profundo.

Y del mismo modo Jeremías (12, 1- 2): ¿Por qué prospera el camino de los malvados y les va bien a todos los que obran mal e injustamente? Los plantaste y luego arraigaron; crecen y llegan a sazón. Estás cerca de sus labios, pero muy lejos de su interior.

Mas dirá alguno: ¿cómo es que por medio de Isaías promete Dios a los buenos prosperidad en sus cosas, y al contrario a los malos? Si quisiereis oírme, gozaréis de los bienes de la tierra; mas de no querer, antes provocando mi indignación, mi espada os devorará (Is. 2, 19- 20). Del mismo modo afirma Moisés (Deut. 28) que, si observaren los judíos los preceptos del Señor, todo les sucederá bien y felizmente; y en caso contrario serán afligidos con peste, hambre, guerra, cautiverio y toda clase de calamidades. No es difícil la respuesta, a saber: que semejantes cosas se dicen del pueblo e hijos de Dios, el cual, por lo mismo que los ama, los corrige con el castigo (cf. Hebr. 12, 6; Apoc. 3, 19).

Según Anastasio, el hombre rico de la parábola es Judas y cualquiera que él sea un avaro. Pero, por lo mismo que es parábola, no se pone ningún hombre determinado.

¿Qué he de hacer, pues no tengo sitio bastante para encerrar mis granos?- No dudo que dice esto Cristo para ponderarnos lo extraordinario de aquellas riquezas, que vinieron a superar las esperanzas de su mismo dueño. Pero al mismo tiempo nos indica la gran preocupación que suelen traer consigo las mismas riquezas, y así nos pinta al rico revolviendo en su mente mil pensamientos acerca de ella.

Del mismo modo leemos en Santiago (4, 13- 14): Andáis diciendo: “Hoy o mañana tenemos que ir a tal ciudad y vamos a hacer allí buen negocio”. Y no sabéis con certeza lo que será de vosotros el día de mañana. Porque ¿qué es vuestra vida? Como una pompa de aire, que se ve un momento y luego se deshace.

Entonces aparece el rico más preocupado e inquieto cuando precisamente abunda más en bienes, como observan san Crisóstomo, San Basilio y San Gregorio. Por otra parte, en tan varias preocupaciones de aquel rico no se ve ningún recuerdo de Dios: decía hablando consigo, no con Dios, ni siquiera con los hombres, por los cuales a veces habla el mismo Dios y manifiesta sus designios. No está Dios en su presencia (dice el salmo 9, 17); así están siempre manchados sus caminos. Esto es también lo que pretendía Santiago de aquellos ricos a que aludía anteriormente: En vez de decir: “Si place al Señor o si vivimos, vamos a hacer esto o aquello” (Sant. 4, 15).

Y dijo: “Esto es lo que voy a hacer: destruiré mis graneros y construiré otros mayores”.- Vino al fin a tomar esta determinación, sugerida no por la caridad, sino por la codicia. La caridad hubiera aconsejado que, pues tenía tanta cosecha que ni siquiera le cabía, quisiera dar al menos lo sobrante a los necesitados. “Graneros bien capaces podían ser (dice San Basilio) los pobres hambrientos” La avaricia, en cambio, le persuadió que, aun a costa de grandes gastos, destruyera los antiguos graneros y levantara otros mayores en que encerrar su trigo hasta que lo vendiera a precio más elevado, en vez de darlo o venderlo al corriente.

Vemos aquí retratado al rico avariento, que anda solícito no solo de allegar riquezas, sino de guardarlas y conservarlas, sin parar en dificultades para su intento. Que también es propio de la avaricia ser amplio en gastar dinero, por la esperanza de un mayor lucro.

Y allí almacenaré todos mis productos y mis bienes.- San Basilio, San Beda y Teofilacto (en sus comentarios respectivos a estas palabras) y San Cirilo (citado por Santo Tomás) ponderan estas palabras: que me han sobrevenido, y los bienes míos, como si quisiera significar con esto aquel rico que se debía a sí y no a Dios aquella cosecha extraordinaria de sus campos, y así consideraba sus bienes como propios y no de los pobres, en atención a los cuales se los concedía Dios como a distribuido y no como a dueño absoluto. Así lo advierte Eutimio. Más aún, dice San Crisóstomo: Cometió el error de reputar como bienes verdaderos los que no lo eran.

Y podré decir a mi alma.- A mí mismo o a mi vida, pues se trataba de prolongarla con las riquezas, según el argumento de la parábola. Se ha de sobrentender que así lo hizo.

Ya tienes de repuestos muchos bienes para largos años.-Como si dijera: Puedes estar bien tranquila, pues tienes para mantenerte muchos años, sin que te pueda faltar nada.

Por eso es llamado luego necio por Dios, por prometerse vanamente muchos años de vida. Lo mismo reprende Santiago en el lugar citado (4, 14): Pues ignoráis lo que sucederá mañana.

Una pintura semejante de otro rico necio y seguro leemos en el Eclesiástico (11, 19- 20): Ya encontré reposo para mi alma. Comeré ahora de mis bienes. Y no sabe el tal que el tiempo pasa y la muerte se acerca, y tendrá que dejar todas las cosas en manos ajenas y morir.

Pero Dios le dijo.- Cómo se lo dijo, es cosa incierta. Según algunos, sólo por medio de la inspiración interior (así Eutimio y otros autores modernos). Según otros, ni siquiera de este modo, sino que lo dijo el mismo Dios, como hablando consigo, como si hablara con aquel rico, al ver su necia inseguridad: Insensato, esta misma noche te han de exigir el alma. Más probable parece esta segunda opinión. Pero, a mi entender, quiso Cristo indicar que se lo dijo el mismo Dios, bien por sí como parece suponer San Agustín; bien por un ángel o por un profeta. De lo contrario se pierde toda la fuerza y dramatismo de las palabras y de la sentencia, que resalta sobre todo en que, creyéndose seguro para muchos años, y diciendo a su alma: Descansa ya, come, y bebe alegremente, se le anuncia que ha de morir aquella misma noche, con lo cual se deshacen todas sus vanas esperanzas. Por esta razón no apruebo la opinión de San Beda, que piensa que no se lo dijo sino con el mismo hecho, anunciándole la misma muerte, al venir, que era llegada su hora.

Necio.- Con razón se llama así al que, olvidado de Dios, se prometía una larga vida, llena de placeres. Necio o insipiente, según significa el griego, pues no supo proveer bien lo futuro.

Esta misma noche.- Omito aquí la interpretación alegórica de San Gregorio, San Beda y San Ambrosio, que entienden esta noche por las tinieblas del alma. Únicamente pregunto por qué dice esta noche, en vez de hoy, como solemos decir de ordinario. A lo que creo, para indicar mejor lo breve del tiempo; pues le es enviado un ángel durante la noche para anunciarle en sueños su muerte (como otras veces son enviados) e indicarle así que ni siquiera había de ver la luz del día siguiente. O quizás dijo esta noche porque aquel rico, como suele suceder, revolvía consigo entonces sus vanos pensamientos: destruiré mis graneros, etc., y ocupado en ellos y como obsesionado, le sobrevino el anuncio de su muerte aquella misma noche.

Te han de exigir tu alma.- El poner esta frase el evangelista como impersonal, en tercera persona, ha hecho dudar a algunos intérpretes acerca de quiénes habían de reclamar al rico su alma. Según Teofilacto, los ángeles. A mi juicio, no hay aquí dificultad, según el modo de hablar de los hebreos, que usa en sentido de impersonal pasivo la tercera persona de plural, v. gr., piden por se pide, hacen por se hace, etc.

Lo que ciertamente se expresa de este modo es que el alma le había sido dada por Dios, por el cual había de ser tomada, y no por sus padres, como el cuerpo; y además, que ésta era inmortal, y por eso puede reclamarse, porque permanece.

Tratándose de cosa aún futura, ¿por qué se pone el verbo en presente, piden, y no en futuro, que parece más conveniente? A lo que pienso, para indicar, el que hablaba con aquel rico que estaba su muerte tan próxima, que se podía decir ya presente.

¿De quién serán todas las cosas que has almacenado?- Se podría preguntar por qué no le dijo mas bien: “Serás condenado al fuego eterno”, cosa mucho peor que perder los bienes que había allegado, y que merecía mejor tenerlo preocupado. Así habría de ser si no fuera insensato. Por lo demás, habla aquí conforme a la mentalidad y preocupaciones del mismo rico, el cual jamás se había ocupado de su suerte después de morir, sino sólo de allegar riquezas con que gozar, y así se decía: Alma mía, tienes ya muchos bienes de repuesto, para muchos años. Ni siquiera muestra preocupación por los herederos, que por lo visto no los tenía. Puesto que había reunido todos aquellos bienes preocupado sólo de su vida o alma, la cual le habían de pedir aquella noche, por eso se le dice: ¿De quién serán todas las cosas que has reunido? No porque esto fuese en sí el peor mal, sino para refutar su vana opinión y necia seguridad, y también porque, a su juicio, era éste el mal mayor. Que ninguna otra cosa duele tanto al avaro como la pérdida de su fortuna, en la que cifra todo su bien.

Así acontece al que atesora para sí y no es rico a los ojos de Dios.- Así sucede a todos aquellos que se entregan a amontonar riquezas, que mueren cuando menos lo piensan y dejan para disfrute de otros lo que prepararon para sí. “Es un necio (dice San Beda) y será arrebatado en la noche”

La frase griega incompleta “así aquel que atesora para sí mismo”, sobrentiende “morirá”, cuando menos lo piensa.

Atesorar para sí es reunir riquezas sólo para sí, sin ningún respeto a Dios, como hacía el rico de esta parábola, el cual pensaba haberse preparado bienes para vivir muchos años. Al contrario, es rico para con Dios, según muchos entienden, el que allega riquezas mirando a Dios, de modo que no los guarde para sí solo, sino para repartirlas también con los pobres, como explican San Ambrosio y San Beda. Según otros, rico para con Dios es aquel que de tal modo posee riquezas, que no pone en ellas su esperanza (como este rico), sino en sólo Dios, según Teofilacto, entendiendo en un mismo sentido para Dios, en Dios o según Dios. Según Eutimio y otros el que es rico en virtudes. La segunda de estas interpretaciones me parece mejor, como más acomodada a la parábola. Y en este sentido parece distinguir San Pablo entre ricos de este siglo y ricos de Dios: aquéllos confían en sus riquezas, y éstos en Dios Nuestro Señor. Todas estas tres acepciones, parece que recogió en aquel párrafo de su Epístola (1 Tim. 6, 17- 9): A los ricos de este siglo mándales que no sean altivos ni pongan su esperanza en las riquezas caducas, sino en Dios vivo (que nos provee de todo abundantemente para nuestro uso); que obren bien; que se enriquezcan de buenas obras; que repartan liberalmente y comuniquen sus bienes, atesorando un buen fondo para lo venidero, a fin de alcanzar la vida eterna.

Esto mismo dice David (Sal. 61,11): Si abundan las riquezas, no pongáis el corazón, es decir, no confiéis en ellas.

Lo que sigue, hasta el v. 32, queda ya explicado en San Mateo (6,19ss.).

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Santo Tomás de Villanueva

Riquezas de la Tierra

No os inquietéis, dice el Señor, pensando qué comeréis o qué beberéis. En realidad, las riquezas temporales no son verdaderas riquezas, no tienen más que un valor convencional, no son gloria que merezca ambicionarse, sino vergüenza e infamia. Cuando las gentes han dado en llamarlas convencionalmente riquezas, no ha sido sino erróneamente, y esto por tres razones, a saber, porque son viles, porque son exclusivamente externas y porque no duran más que un momento.

a) Son viles

¿Qué es el oro, pregunta San Bernardo, sino un poco de tierra roja o blanca? Por eso dice el profeta: Desgraciado el que amontona bienes que no son suyos. ¿Hasta cuándo amasará contra sí mismo pellas de barro? (Hab. 2, 6: Vulgata). Barro espeso, he ahí el nombre que el profeta da a las riquezas de este siglo.

Pena grima da a ver un alma, espíritu lleno de nobleza y dignidad, semejante a los ángeles, imagen de Dios, a quien puede poseer; destinado a la Jerusalén celestial, pena da verla aspirar ansiosa y ardientemente a esas riquezas miserables, buscar con tanto empeño esos juguetes de niño y consumir en la búsqueda de vanidades una vida que debiera emplear en alabar a Dios y ganar el cielo. ¡Oh, qué desengaño será el suyo en la hora de la muerte!

b) Son exclusivamente externas

Y, por consiguiente, no merecen el nombre de verdaderas. Un hombre cualquiera, por impío o necio que fuere, es capaz de poseerlas; pero suponed un hombre deforme, grosero, vicioso, brutal y abominable, poseedor, sin embargo, de mil cofres abarrotados de oro; decidme, ¿podrá, acaso, toda esa riqueza hacerle mejor, más hermoso o sabio? Por eso decía Salomón: ¿De qué le sirve al necio el precio con que comprar la sabiduría, si no tiene juicio? (Prov. 17, 16). Sería justo estimar a las riquezas si con ellas pudiera comprarse la habilidad, el entendimiento, la prudencia, la fuerza, la magnanimidad, etc.; pero, de lo contrario, ¿para qué sirven?

Me diréis que para abundar en comodidades temporales. Pero, si lo pensáis bien, os encontraréis que, en vez de producir la abundancia, lo que producen es la indigencia. ¿Por qué? Porque, cuando sois pobres, os contentáis con poca cosa; pero, si crecieran vuestras riquezas, crecerían con ellas vuestras necesidades y preocupaciones. Entonces es cuando encontraríais que os faltaban mil cosas que estimaríais necesarias para vuestra posición, para vuestros hijos, criados y porte exterior; entonces es cuando se verificaría la frase del Sabio: Con la mucha hacienda, muchos son los que comen, y ¿qué saca de ella el amor más que verla con sus ojos? (Eccl. 5, 10). Entonces es cuando se verificaría la frase de Boecio: “Es verdad que no hay persona más necesitada que la que posee muchas riquezas”. La experiencia nos lo demuestra; mirad los grandes de nuestro tiempo, y veréis que viven abrumados por las deudas. Mejor es tener menos necesidades y poseer menos bienes.

c) No son duraderas

Y, por lo tanto, no son veraces. Lo que se pierde en un momento no tiene valor alguno, y por eso el Señor nos recomendaba que no amasáramos tesoros que el orín consume y los ladrones roban, sino otros permanentes en el cielo (Mt. 6, 19). Acordaos de aquel rico del Evangelio que, cuando quiso descansar en sus bienes, oyó una voz que le decía: Insensato, hoy mismo morirás; ¿de qué servirá todo lo que has guardado? Así será el que atesora para sí y no es rico ante Dios (Lc. 12, 19).

Imaginad a un hombre desterrado durante dos meses en un lugar apartado, de donde habrá de salir inmediatamente, y que, sin embargo, construye en él palacios lujosos y compra grandes propiedades, que habrá de abandonar enseguida, ¿no os parece un loco? Pues escuchad lo que es el hombre que atesora en este mundo. No te impacientes si ves a uno enriquecerse, esto es, no tengas envidia. ¿Por qué? Porque a su muerte nada se llevará consigo, ni le seguirá su gloria. Tendrá que irse a la morada de sus padres para no ver ya jamás la luz (Ps. 48, 17-20). Pobreza máxima la del rico que cayó en un fuego donde no encontraba una sola gota con que refrescarse. Todo el que es sabio considere esto (Ps. 106, 43).

No os preocupéis, pues, por ninguna de estas cosas, sino únicamente por el reino de Dios y su justicia. Ezequiel vio unas ruedas poseídas de espíritu de vida que caminaban (1, 20). Así debe ser el hombre interior. La rueda no toca la tierra sino en un sólo punto y corre sin pararse; toca la tierra y se aleja de lo que ha tocado, da vueltas y se eleva sin cesar a regiones más altas. He ahí el modelo a que ha de ajustarse nuestra vida mortal.

(Verbum Vitae, B.A.C., Madrid, 1955, p. 398-400)

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San Ambrosio

Lucas 12, 13-21

“Lo que has acumulado ¿de quién será?...”

El que había descendido para razones divinas, con toda justicia rechaza las terrenas, y no se digna hacerse juez de pleitos ni repartidos de herencias terrenas, puesto que Él tenía que juzgar y decidir sobre los mérito de los vivos y de los muertos.-

Debes, pues, mirar no lo que pides, sino a quien se lo pides, y no creas que un espíritu dedicado a cosas mayores puede ser importunado por menudencias.-

Por esto, no sin razón es rechazado este hermano que pretendía que el Dispensador de los bienes celestiales se ocupara en cosas materiales, cuando precisamente no debe ser un juez el mediador en el pleito de la repartición de un patrimonio, sino el amor fraterno.

Aunque, en realidad, lo que debe buscar un hombre no es el patrimonio del dinero, sino el de la inmortalidad; pues vanamente reúne riquezas el que no sabe si podrá disfrutar de ellas, como aquél que, pensando derribar los graneros repletos para recoger las nuevas mieses, preparaba otros mayores para las abundantes cosechas, sin saber para quien las amontonaba (Sal 38,7).-

Ya que todas las cosas de este mundo se quedan en él y nos abandona todo aquello que acaparamos para nuestros herederos; y, en realidad, dejan de ser nuestras todas esas cosas que no podemos llevar con nosotros.-

Sólo la virtud acompaña a los difuntos, sólo la misericordia nos sirve de compañera, esa misericordia que actúa en nuestra vida como norte y guía hacia las mansiones celestiales, y logra conseguir para los difuntos, a cambio del despreciable dinero los eternos tabernáculos.-

Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib. VII,122

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Juan Pablo II

Las riquezas

Nos encontramos ante un grave drama que no puede dejarnos indiferentes: el sujeto que, por un lado, trata de sacar el máximo provecho y el que, por otro lado, sufre los daños y las injurias es siempre el hombre. Drama exacerbado aún más por la proximidad de grupos sociales privilegiados y de los países ricos que acumulan de manera excesiva los bienes, cuya riqueza se convierte, de modo abusivo, en causa de diversos males. Añádanse la fiebre de la inflación y la plaga del paro; son otros tantos síntomas de este desorden moral, que se hace notar en la situación mundial y que reclama por ello innovaciones audaces y creadoras, de acuerdo con la auténtica dignidad del hombre.

Si, "el desarrollo es el nuevo nombre de la paz", la guerra y los preparativos militares son el mayor enemigo del desarrollo integral de los pueblos.

Desde este modo, a la luz de la expresión del Papa Pablo VI, somos invitados a revisar el concepto de desarrollo, que no coincide ciertamente con el que se limita a satisfacer los deseos materiales mediante el crecimiento de los bienes, sin prestar atención al sufrimiento de tantos y haciendo del egoísmo de las personas y de las naciones la principal razón.

Como acertadamente nos recuerda la carta de Santiago: el egoísmo es la fuente de donde tantas guerras y contiendas... de vuestras voluptuosidades que luchas en vuestros miembros. Codiciáis y no tenéis (Sant. 4, 1 s).

Por el contrario, en un mundo distinto, dominado por la solicitud por el bien común de toda la humanidad, o se por la preocupación por el "desarrollo espiritual y humano de todos", en lugar de la búsqueda del provecho particular, la paz sería posible como fruto de una "justicia más perfecta entre los hombres". (Solicitudo Rei Sociales, II, 10).

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Catecismo de la Iglesia Católica

Riquezas

29 Pero esta "unión íntima y vital con Dios" puede ser olvidada, desconocida e incluso rechazada explícitamente por el hombre. Tales actitudes pueden tener orígenes muy diversos: la rebelión contra el mal en el mundo, la ignorancia o la indiferencia religiosas, los afanes del mundo y de las riquezas, el mal ejemplo de los creyentes, las corrientes de pensamiento hostiles a la religión, y finalmente esa actitud del hombre pecador que, por miedo, se oculta de Dios y huye ante su llamada.

1936 Al venir al mundo, el hombre no dispone de todo lo que es necesario para el desarrollo de su vida corporal y espiritual. Necesita de los demás. Ciertamente hay diferencias entre los hombres por lo que se refiere a la edad, a las capacidades físicas, a las aptitudes intelectuales o morales, a las circunstancias de que cada uno se pudo beneficiar, a la distribución de las riquezas. Los "talentos" no están distribuidos por igual.

2445 El amor a los pobres es incompatible con el amor desordenado de las riquezas o su uso egoísta:

Ahora bien, vosotros, ricos, llorad y dad alaridos por las desgracias

que están para caer sobre vosotros. Vuestra riqueza está podrida y

vuestros vestidos están apolillados; vuestro oro y vuestra plata

están tomados de herrumbre y su herrumbre será testimonio contra

vosotros y devorará vuestras carnes como fuego. Habéis acumulado

riquezas en estos días que son los últimos. Mirad: el salario que no

habéis pagado a los obreros que segaron vuestros campos está gritando;

y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de

los ejércitos. Habéis vivido sobre la tierra regaladamente y os

habéis entregado a los placeres; habéis hartado vuestros corazones en

el día de la matanza. Condenasteis y matasteis al justo; él no os

resiste (St 5,1-6).

2536 El décimo mandamiento prohíbe la avaricia y el deseo de una apropiación inmoderada de los bienes terrenos. Prohíbe el deseo desordenado nacido de la pasión inmoderada de las riquezas y de su poder. Prohíbe también el deseo de cometer una injusticia mediante la cual se dañaría al prójimo en sus bienes temporales:

Cuando la Ley nos dice: "No codiciarás", nos dice, en otros términos,

que apartemos nuestros deseos de todo lo que no nos pertenece. Porque

la sed del bien del prójimo es inmensa, infinita y jamás saciada,

como está escrito: "El ojo del avaro no se satisface con su suerte"

(Si 5,9). [Catecismo Romano]

2544 Jesús exhorta a sus discípulos a preferirle a El respecto a todo y a todos y les propone "renunciar a todos sus bienes" (Lc 14,33) por El y por el Evangelio. Poco antes de su pasión les mostró como ejemplo la pobre viuda de Jerusalén que, de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir. El precepto del desprendimiento de las riquezas es obligatorio para entrar en el Reino de los cielos.

2545 "Todos los cristianos... han de intentar orientar rectamente sus deseos para que el uso de las cosas de este mundo y el apego a las riquezas no les impidan, en contra del espíritu de pobreza evangélica, buscar el amor perfecto".

2552 El décimo mandamiento prohíbe el deseo desordenado, nacido de la pasión inmoderada de las riquezas y del poder.

2556 El desprendimiento de las riquezas es necesario para entrar en el Reino de los cielos. "Bienaventurados los pobres de corazón".


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EJEMPLOS PREDICABLES

Hace unos años una revista de Viena hablaba de una joven estadounidense convertida del protestantismo al catolicismo.

A raíz de su conversión había entrado en un convento dominicano. Poco después murió su padre dejándole doce millones y medio de dólares en herencia, con la única condición de que había de abandonar el claustro.

¿Sabéis qué contestó la muchacha heredera de tan enorme fortuna? Dijo: “Mi Padre del cielo es infinitamente más rico que mi padre de la tierra, y el día de mañana me puede compensar de todo esto magníficamente”. Y perdió la herencia.

¡Esto sí que es izar el estandarte de Cristo rey en nuestro corazón, dejándolo todo por el que lo es todo!


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Alejandro Magno pidió que, al ser conducido al sepulcro, le pusieran las manos al descubierto para que viera el pueblo que, a pesar de tanto como había poseído, no se llevaba nada.


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En un colegio de segunda enseñanza realizóse un examen ocasional sobre cultura general y sucesos corrientes. Una de las preguntas, habiendo ocurrido ya la muerte del famoso rey del petróleo, fue: “¿Cuánto ha dejado Rockefeller?”.

Un muchacho respondió: “Hasta el último céntimo”. No se esperaba tal respuesta, pero el examinador le dio la más alta puntuación.


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Un hombre muy rico dijo, en el lecho de muerte: “He trabajado durante cuarenta años como un esclavo para labrar una fortuna; los años que me restaban de vida los he empleado en guardarla como un policía; y ¿qué he recibido a cambio? Comida, casa y vestido”.

Tiene razón San Bernardo: “La fortuna la conseguimos con fatigas, la guardamos con pesares y la perdemos con dolor”.


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Después de la gran guerra de 1914 a 1918, fueron muchos los que, aprovechando la baja del marco, emplearon su dinero en comprar moneda alemana. Esperaban que Alemania se restableciera y ellos se harían ricos. Pero no fue así, por lo que perdieron el capital que habían expuesto. ¡Con qué desilusión rompieron sus marcos aquellos hombres al conocer que no valían nada! Tal será la desilusión de los condenados al ver que los bienes de esta vida no les sirven para nada.

(Mauricio Rufino, Vademécum de ejemplos predicables, Ed. Herder, 1962, nn. 446, 1082, 1088, 1085 y 1086)


23.

AHORRAR PARA EL CIELO

¡Qué difícil es no estar apegado a los bienes de aquí abajo, a los bienes de la tierra: dinero, propiedades, comodidades, lujos, gustos, placeres, seres queridos ...! Y si nos fijamos bien en la Palabra de Dios, el Señor nos pide apegarnos solamente a los bienes de allá arriba y desprendernos totalmente de lo que solemos llamar “mundo”; es decir, de las cosas de este mundo.

Cabe aquí recordar el fin último para el cual hemos sido creados. El ser humano ha sido creado por Dios para una felicidad perfecta. Y ese anhelo de felicidad es bueno, pues ha sido puesto en el corazón del hombre por Dios. Sin embargo, esa felicidad perfecta sólo será posible tenerla en la otra vida, en la vida que comienza después de esta vida terrena, cuando se inicia para los seres humanos la Vida Eterna, la vida que no tiene fin.

Cuando el hombre, entonces, busca equivocadamente esa felicidad en los bienes de este mundo, pierde de vista los bienes de allá arriba, corriendo el riesgo de quedarse con los bienes de aquí abajo y de perder los verdaderos bienes, que son los que recibiremos en la otra Vida.

De allí que sean varias y graves las advertencias del Señor sobre el apego a las cosas del mundo. “No acumulen tesoros en la tierra ... Reúnan riquezas celestiales que no se acaban ... porque donde están tus riquezas, ahí también estará tu corazón” (Mt. 6, 19-21 y Lc. 12, 33-34).

Esta advertencia de Jesucristo es muy importante. En ella nos pide “ahorrar” para el Cielo, “ahorrar” bienes celestiales. Y nos pide considerar estos bienes la verdadera riqueza. Al seguir considerando verdadera riqueza los bienes de aquí abajo, nuestro corazón quedará atrapado por esos bienes perecederos, que se acaban, y que, en todo caso, no podemos llevarlos para el viaje a la eternidad.

Y esto es muy claro y también comprobable: ¿Qué sucede con las riquezas acumuladas aquí abajo? ¿Las podemos llevar con nosotros? Esto lo advierte el Señor con un tono bastante grave en varias ocasiones. En una de ellas nos pide “evitar toda clase de avaricia, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que posea”. Y cuenta la parábola de un hombre acumulador de riquezas que se siente muy satisfecho de todo lo acumulado. “Pero Dios le dijo: ¡Insensato! Esta misma noche vas a morir. ¿Para qué serán todos tus bienes?" Y su consejo final: “Lo mismo le pasa al que amontona riquezas para sí mismo y no se hace rico de lo que vale ante Dios” (Lc. 12, 13-21).

San Pablo también insiste en esta idea: “Busquen los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios. Pongan todo el corazón en los bienes del Cielo, no en los de la tierra” (Col. 3, 1-2).

Y ¿cuáles son esos bienes del Cielo? Se trata de todas las obras buenas a las que nos invita el Señor a través de su Palabra. Una de ellas es el ejercicio de la Caridad, virtud que nos lleva a amar a Dios sobre todas las cosas y a amar a los demás como Dios nos pide amarlos. En la práctica de la Caridad podemos resumir los bienes de allá arriba, porque al final -antes de llegar a la Vida Eterna- seremos juzgados en el Amor. ¿Hemos amado a Dios -verdaderamente- sobre todas las cosas? ¿Hemos amado a Dios por encima de cualquier otro bien terrenal? ¿Hemos puesto a Dios primero que todo y primero que todos? Y ese Amor a Dios ¿lo hemos traducido en amor a los demás; es decir, en buscar el bien del otro antes que el propio?

Todo esto, y aún más, es acumular riquezas para el Cielo. Las advertencias del Señor sobre los bienes del Cielo y los bienes de la tierra nos deben llevar a examinarnos sobre cómo están nuestros “ahorros” para el Cielo.


La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.

Nuestra vida de fe no es una vana ilusión. El Señor nos llama para manifestar sobre nosotros su misericordia. Él se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza. Él nunca permaneció indiferente ante el sufrimiento humano; su vida y su Palabra son para nosotros la prueba de su amor. Esta prueba del amor de Dios hacia nosotros es lo que celebramos en esta Eucaristía. Nadie tiene más amor que aquel que da la vida por sus amigos. Y el Señor nada se reservó para sí mismo, sino que nos entregó incluso su propia vida para que nosotros tengamos vida y vida en abundancia. Él es para nosotros el Pan de vida eterna. Nosotros no sólo lo hemos de recibir de un modo indiferente o por mera tradición familiar. El Señor requiere de nosotros todo un compromiso de amor fiel a Él, de tal forma que, identificados con el Señor de la Iglesia, no vivamos indiferentes ante los males que aquejan a la humanidad, sino que trabajemos constantemente para que todos vivan no sólo con mayor dignidad, sino como hijos de Dios.

La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.

Nuestra vida de fe debe aterrizar en lo concreto de esta vida. Es cierto que muchas de nuestras obras al paso del tiempo serán obsoletas, o las destruirá el mismo tiempo; muchos de nuestros sueños se esfumarán por circunstancias imprevisibles; nosotros mismos algún día perderemos el vigor de la juventud y la vida se nos escapará de entre las manos. Sin embargo esto no puede desligarnos de la fidelidad en el compromiso que tenemos de construir un mundo más justo, más humano, más fraterno, más digno de todos. Desde nuestra fe sabemos que nuestro paso por esta tierra debe ser un comenzar a poner los pies en el camino del Reino de Dios. En medio de nuestras actividades diarias, de nuestros logros, de nuestras metas conquistadas, debemos saber que más allá está nuestra total perfección, ahí donde finalmente no será posible ir más allá y el retroceder sería imperfección. Por eso no podemos pensar que el sentido pleno del hombre está en lo material, en lo pasajero. Las personas somos más que simple materia, somos espíritus vivientes con una dimensión espiritual para relacionarnos con Dios, y con una dimensión corporal para relacionarnos con nuestro prójimo y con el universo entero. Esto no puede centrar nuestro trabajo sólo en lo material; nuestra realización debe abrir el horizonte de una relación personal de amor, de solidaridad, de misericordia, de perdón, de alegría, de fidelidad con el prójimo y también con Dios. La Iglesia, así, trabajará en el mundo sin ser del mundo; se esforzará por dar una solución adecuada a los problemas del hombre; pero se inclinará hacia ellos con el mismo amor y ternura como Dios lo ha hecho para con nosotros por medio de su Hijo Jesús, y no conforme a los criterios de este mundo.

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de amarlo sobre todas las cosas, pero también amar a nuestro prójimo en la misma medida con que nosotros hemos sido amados por Dios. Amén.

Homiliacatolica.com


24. FLUVIUM 2004

Riquezas para servir mejor a Dios

Da a entender Nuestro Señor, de otro modo, que no son decisivos los bienes materiales. Siendo Dios, como dispone sólo de un cierto tiempo para estar con nosotros, no sería razonable que se hubiera ocupado de lo material: de solucionar los problemas humanos poco relevantes; o, al menos, no de tanta importancia como lo que hizo por toda la humanidad. Las cuestiones económicas, aun cuando tienen importancia, no pasan de ser un medio instrumental para la vida del cuerpo. Jesucristo vino, en cambio, a conseguirnos la Vida Eterna, tal era la misión que había recibido del Padre. Es lógico, pues, que proteste: ¿quién me ha constituido juez o encargado de repartir entre vosotros? Lo suyo, como queda dicho, era proporcionarnos los medios, que sólo Él podía lograr, para que pudiéramos ser eternamente felices en el Cielo.

En todo caso, para mostrar gráficamente la doctrina del sentido relativo y secundario de los bienes materiales, expone la parábola del hombre rico que está a punto de morir. ¡Qué bien pone de manifiesto el Señor la inutilidad de tanto esfuerzo –lo desproporcionado de tanto desvelo– al hablarnos de la cortedad de la vida! No está de más que nos lo recuerde, porque, no pocas veces, nos sucede como al protagonista de la parábola: que ponemos lo mejor de nuestro empeño en asuntos que serán poco relevantes, para la vida para que fuimos pensados y creados por Dios. Bastaría con que nos detuviéramos a considerar, más a menudo, la trascendencia que tendrá lo que traemos entre manos, en el sentido más propio de la expresión. ¿Vale la pena dedicar a esto tanto tiempo, tanta intensidad, tanto esfuerzo? ¿Este gasto económico es verdaderamente razonable considerando el valor objetivo de la cosa; es decir, su repercusión de cara a mi vida ante Dios?

Aquel hombre se afanaba pensando cómo asegurar y aumentar sus riquezas, como si su completa existencia dependiera de ello. Ya con la garantía definitiva de su capital –para muchos años, dice la parábola– podría, según él, dar por concluido su trabajo. Precisamente esa temporada sus cosechas habían sido abundantes. Su felicidad y goce parecían garantizados de modo definitivo, como consecuencia de las riquezas almacenadas. Lamentablemente, sin embargo, había olvidado un detalle no pequeño: su muerte; que le sobrevendría en breve y sin previo aviso. ¡Qué inútiles y absurdos aparecían entonces –para quienes escuchaban la parábola del hombre afortunado– tantos refuerzos por conseguir y almacenar riquezas; tantas precauciones adoptadas para garantizar su futuro!

Jesús, Maestro para el hombre de hoy, como lo fue hace dos mil años, enfrenta, como opuestas entre sí, dos tipos de riquezas: las que ha acumulado, de hecho, para sí nuestro personaje, y las que podría haber ganado para Dios. ¿Estos bienes son en realidad valiosos ante Dios, o únicamente lo son desde mi punto de vista particular, transitorio, meramente material y tal vez egoísta? ¿Asesorando estas riquezas tengo la impresión de cumplir la voluntad de Dios, le agrado así? Preguntas de este estilo debía haberse formulado el protagonista de la parábola, mientras se afanaba organizándose para el futuro al contemplar su abundante cosecha. Pues no parece que el desacierto, la mala conducta que el Señor critica, fuera cosa de los campos, que dieron mucho fruto. La gran fortuna lograda, tal vez en cierta medida de improviso y sin excesivo esfuerzo de su parte, era más bien, por el contrario, una excepcional ocasión para atesorar ante Dios: practicando la caridad, que es, como sabemos, el primer mandamiento de la ley; que nos asemeja a nuestro mismo Creador, de quien hemos recibido todo gratuitamente.

En efecto: nos puede suceder que, por el egoísmo de pensar primero en nuestro propio provecho, no acertemos a descubrir el sentido y auténtico destino de nuestros talentos o fortunas, sean o no de tipo material. Una inteligencia brillante, una posición preeminente en la sociedad, unos medios económicos de sobra holgados, pueden tenerse o desearse para el propio provecho. Pero también, ante todo, como medios con los que servir más eficazmente. No he venido a ser servido sino a servir, advirtió Jesús a sus discípulos, y si queremos seguir su ejemplo –la única actitud razonable en quien quiera ser su discípulo– querremos servir en todo momento. Tal será, por tanto, en nuestros días, la actitud de fondo de los cristianos comprometidos en la evangelización de nuestro mundo. Utilizando para ello como instrumentos los mejores que se puedan conseguir honradamente. Sin reparar en gastos, para trabajar con mayor eficacia, aplicaremos lo mejor de las cualidades humanas y medios materiales que Dios nos ha concedido a esa tarea. Primero, claro está, la oración: sin Mí no podéis hacer nada; después todo el esfuerzo personal, con los mejores medios oportunos si es posible, sin abandonar la plegaria.

A la Reina de los Apóstoles nos encomendamos, para que conduzca prudente y maternalmente el paso de sus hijos, en la tarea de evangelización del mundo de hoy.


25.

Nexo entre las lecturas

Los textos litúrgicos de este domingo nos proponen dos modos de vivir y estar en el mundo. Está el modo de vivir del hombre viejo y está el propio del hombre nuevo (segunda lectura), existe el hombre que busca las cosas de la tierra y el que busca las cosas del cielo (segunda lectura), aquel para quien todas las cosas son vanidad y para quien todo es providencia de Dios (primera lectura). El Evangelio, por su parte, opone la vida de quien cifra todo en el tener, y atesora riquezas para sí, y la vida de quien funda su existencia en el ser, y atesora riquezas delante de Dios.


Mensaje doctrinal

1. Vivir para sí. Es un modo de estar en el mundo, de realizar la existencia en el arco de años entre el nacimiento y la muerte. Es un modo de pensar, de actuar, de relacionarse con los hombres y con las cosas. El punto de referencia de todo es el yo. El saber, el trabajo, el esfuerzo con sus buenos resultados aparecen, ante el yo, caducos y vanos. Si el hombre es un ser abocado a morir, ¿a qué le sirve su saber, su trabajo, si no puede vencer su destino mortal, su immersión en la nada? Todo es vanidad, humo que se lleva el viento. Cuando el yo es el centro de la vida, tenemos al hombre viejo, incapaz por sí mismo de salir de la tiniebla de su hermetismo, cada vez más sumergido en el fondo del vicio y del pecado, con la mirada cada vez más puesta en las cosas de la tierra sin la posibilidad de alzarla hacia las alturas. Hombre viejo, porque en cierta manera repite en su vida la historia antiquísima del primer Adán, del gusto del pecado y de la caída original. Por otra parte, el yo es sumamente pobre dejado en sus propias manos, porque privilegia el tener y el aparecer. ¿Hay algo más efímero y lábil que esas dos realidades? ¿Cómo se puede fundar una existencia sobre algo que hoy es y mañana desaparece? ¿Cómo se puede mirar de frente a la muerte, cuando los grandes valores que han regido la vida han sido los bienes materiales y las apariencias, a quienes está prohibido pasar el umbral del más allá? Con razón se puede aplicar a quien vive para sí las palabras de Jesús en la parábola del texto evangélico: "¡Insensato! Esta misma noche te reclamarán el alma. Las cosas que has acumulado, ¿para quién serán?". Así es quien atesora riquezas para sí, quien centra en sí su propio vivir y actuar entre los hombres.

2. Vivir delante de Dios. Dios no es, a decir verdad, el antagonista del yo, de la realización personal. ¡De ninguna manera! Pero la sabiduría eterna nos enseña que la propia realización consiste y se lleva a cabo por el camino del vivir para Dios, de vivir a los ojos de Dios. El trabajo y el saber, a los ojos de Dios, tienen un sentido y un destino providenciales, más allá de los límites de la esfera mundana. Todo lo que uno hace por Dios en este mundo lo trasciende y habita, purificado y elevado, en la eterna morada de Dios. Vive ante Dios y para Dios el hombre nuevo, que ha sido rehecho por Cristo mediante el bautismo a su imagen y semejanza, que ha sido circuncidado no en su carne sino en su corazón, y viviendo delante de Dios vive sin miedo a la muerte, que considera, más que un final absurdo y sin sentido, una puerta a una existencia nueva de la que ya se participa, aunque sea de modo muy pobre y elemental. Por eso, el hombre nuevo tiene los pies bien puestos en la tierra y en los quehaceres de este mundo, pero su mirada y su corazón están puestos arriba, en el cielo, hacia donde camina con confianza y esperanza. Quien vive para Dios no se enajena del mundo, no lo desprecia ni lo odia, porque es la casa que el Padre le ha dado para que en ella habite. Trabaja como todos los demás, gasta sus fuerzas para producir riqueza, pero tiene un corazón puro y desprendido y sabe muy bien que los bienes de este mundo tienen un destino universal, y no pueden ser injustamente acaparados en pocas manos. En vez de decirse a sí mismo: "Descansa, come, bebe, banquetea", piensa más bien en cómo ayudar para que los hombres todos, sobre todo quienes están más cerca de su vida, tengan su oportuno descanso, dispongan de alimentos y puedan sanamente disfrutar de lo necesario para un banquete de fiesta.


Sugerencias pastorales

1. El homo oeconomicus no tiene futuro. Solemos con frecuencia clasificar al hombre según algún aspecto que lo caracteriza. "sí, por ejemplo, se habla de "homo faber" para subrayar su capacidad manual, u "homo cogitans" para resaltar su vocación de pensador. Con la expresión "homo oeconomicus" se pone de relieve el tipo de hombre centrado en el dinero y en el bienestar. Pues bien, hemos de afirmar que este hombre carece de futuro. Hay gente que dice: "Con el dinero puedes hacer todo lo que quieras; abre todas las puertas". No es verdad. Con dinero no puedes comprar la felicidad, aunque a ratos te pueda hacer feliz. Con dinero no puedes comprar el amor, a lo más una noche de pasión o un amorío efímero y frustrante. El dinero no te hace virtuoso, más bien abre con no poca frecuencia la puerta al antro del vicio. Lo reconozcamos o no, todos pretendemos un futuro más feliz, pero ese futuro no lo encontrarás en una cuenta bancaria boyante. Lo encontrarás dentro de ti, en el sagrario de tu conciencia, en la paz interior ante ti mismo y ante Dios. Sobre todo, no tiene futuro, porque el "homo oeconomicus" no es ciudadano del cielo, le falta el pasaporte y ante la muerte y el juicio de Dios la cuenta bancaria no cuenta para nada. ¿Por qué no cambiar el "homo oeconomicus" en "homo pneumaticus", en hombre iluminado, guiado y configurado por la acción del Espíritu Santo?
No es fácil, pero es posible, deseable. Son muchos quienes lo han hecho. Inténtalo, si no lo has hecho todavía. Invita a otros a intentarlo.

2. ¿Tiene sentido cambiar de sentido? Los dos modos de vivir de que hemos hablado son como una autopista, con las dos vías separadas, sin posibilidad de maniobra para cambiar de dirección cuando uno quiera. Unos carriles van sólo en una dirección y otros en la dirección contraria. Esto da mucha mayor seguridad a los conductores, hace más fácil y menos cansado el conducir, se puede ir a mayor velocidad...se viaja a gusto en general, aunque habrá que tener cuidado en las curvas, no excederse en la velocidad, no dejarse vencer por la fatiga. Avanzo, progreso hacia Babilonia, veo que no voy sólo sino que muchos van por la misma dirección que yo. Pienso que he elegido bien la ciudad de mis sueños y que será una gozada vivir en ella, con gente per bene. De vez en cuando observo que hay un letrero en el que está escrito: "cambio de sentido". He visto que alguno que otro ha dejado la pista y ha buscado cambiar de dirección. Mi primera reacción ha sido: Ah... ¡pero qué tonto! ¿Tiene sentido cambiar de sentido?", y he seguido adelante. Luego, ante otros letreros iguales, o en momentos inesperados, me ha venido la imagen de quienes salían de la autopista. ¿Por qué lo harán? ¿Será gente rara? ¿Pensarán que se han equivocado de dirección? ¿Habrán comprendido que Babilonia no es una isla de felicidad? La verdad es que la espinita de la duda se me ha clavado dentro. ¿Qué hacer? Te animo a cambiar de dirección, a tomar el carril que se dirige a Jerusalén; a hacerlo en el próximo cambio de sentido, sin esperar al último... No creas que son pocos los que van en esa dirección. Al cambiar de sentido, te darás cuenta de que el tráfico es también intenso. ¡Jerusalén, la ciudad del gran Dios! ¡Jerusalén, la ciudad en que Jesucristo dio su vida por nosotros! ¡Jerusalén, la ciudad de los hijos de Dios! ¡Jerusalén, símbolo de verdad y de justicia, símbolo de amor y solidaridad! ¡Jerusalén, la ciudad fundada por Dios para que tú habites en ella!

P. Antonio Izquierdo


26.

Comentario: Rev. D. Jordi Pascual i Bancells (Celrà-Girona, España)

«La vida de uno no está asegurada por sus bienes»

Hoy, Jesús nos sitúa cara a cara en aquello que es fundamental para nuestra vida cristiana, nuestra vida de relación con Dios: hacerse rico delante de Él. Es decir, llenar nuestras manos y nuestro corazón con todo tipo de bienes sobrenaturales, espirituales, de gracia, y no de cosas materiales.

Por eso, a la luz del Evangelio de hoy, nos podemos preguntar: ¿de qué llenamos nuestro corazón? El hombre de la parábola lo tenía claro: «Descansa, come, bebe, banquetea» (Lc 12,19). Pero esto no es lo que Dios espera de un buen hijo suyo. El Señor no ha puesto nuestra felicidad en herencias, buenas comidas, coches último modelo, vacaciones a los lugares más exóticos, fincas, el sofá, la cerveza o el dinero. Todas estas cosas pueden ser buenas, pero en sí mismas no pueden saciar las ansias de plenitud de nuestra alma, y, por tanto, hay que usarlas bien, como medios que son.

Es la experiencia de san Ignacio de Loyola, cuya celebración tenemos tan cercana. Así lo reconocía en su propia autobiografía: «Cuando pensaba en cosas mundanas, se deleitaba, pero, cuando, ya aburrido lo dejaba, se sentía triste y seco; en cambio, cuando pensaba en las penitencias que observaba en los hombres santos, ahí sentía consuelo, no solamente entonces, sino que incluso después se sentía contento y alegre». También puede ser la experiencia de cada uno de nosotros.

Y es que las cosas materiales, terrenales, son caducas y pasan; por contraste, las cosas espirituales son eternas, inmortales, duran para siempre, y son las únicas que pueden llenar nuestro corazón y dar sentido pleno a nuestra vida humana y cristiana.

Jesús lo dice muy claro: «¡Necio!» (Lc 12,20), así califica al que sólo tiene metas materiales, terrenales, egoístas. Que en cualquier momento de nuestra existencia nos podamos presentar ante Dios con las manos y el corazón llenos de esfuerzo por buscar al Señor y aquello que a Él le gusta, que es lo único que nos llevará al Cielo.


27.

"LO QUE HAS ACUMULADO ¿DE QUIEN SERÁ?

            1. Desde el domingo 12 hasta el 18 del Ciclo C, Jesús nos ha venido ofreciendo en el evangelio las notas esenciales que deben caracterizar a sus discípulos. 1º, deben seguirle cargando con su cruz cada día (domingo 12); 2º, deben practicar la mansedumbre, predicada a Santiago y Juan en Samaría, afirmar la decisión de permanecer con él, y cumplir las exigencias del reino, manifestadas a los que pretenden seguirle (domingo 13); 3º, con la designación de los 72, ha dado las normas concretas para la evangelización (domingo 14); 4º, hay que practicar la caridad como lo ha hecho el samaritano (domingo 15); 5º, hay que escuchar la palabra, como Abraham y María de Betania (domingo 16); 6º, recibir la enseñanza del Padre Nuestro y persuadirse de la eficacia de la oración (domingo 17); y considerar el valor supremo del Reino, como superior a los valores humanos (domingo 18). En este domingo nos encontramos.

            2. Situemos la primera lectura: Al preguntarse el autor del Eclesiastés, si el hombre puede encontrar en las cosas de la tierra la felicidad plena que anhela su corazón, pasa revista a todas aquellas cosas que parecen prometerla, y el resultado de sus investigaciones es que los esfuerzos que el hombre pone en buscarla son tan vanos, como el perseguir al viento. Pero  descubre que existe una felicidad relativa, la que proporcionan la ciencia y las riquezas, los placeres de la mesa, las alegrías de la juventud y el hogar, todo como don de Dios, e invita a gozar de ellas en los días de vida que el Señor le conceda, hace un elogio relativo de la sabiduría, y recomienda el temor de Dios, que El no dejará sin recompensa. El libro ofrece un mode­rado optimismo. Y avisa que Dios juzgará las obras de los hombres, por lo que amonesta a que gocemos de los bienes y alegrías que el Señor nos conceda en los días de nuestra vida, pero sin ofender a Dios. El autor no es un pesimista decepcionado tras sus experiencias, que proclama que no vale la pena vivir, pues reconoce que existe en la tierra una felicidad relativa que él mismo invita a disfrutar. Ni es un optimista que sonría a la vida como si ésta ofreciese la felicidad a ultranza, porque todo es vanidad y persecución del viento. Es un realista, que juzga la vida tal como se presentaba a un israelita de su época. Ignora la felicidad eterna, no la encuentra en esta vida y, siente desilusión. Vive en una época social y políticamente deficiente, en que era difícil conseguir incluso las alegrías que la vida honrada puede ofrecer. El Eclesiastés, al conceder un cierto valor a los bienes terrestres, constata al mismo tiempo su inconsistencia y vaciedad, con lo que insensiblemente orientaba a los hombres hacia un futuro ultraterreno. En lo que resulta más positivo que el libro de Job, quien se hubiese aquietado si su bondad y justicia  hubiera recibido al menos una recompensa temporal. El Qohelet, no; porque todo el trabajo y el esfuerzo lo ha sometido a lo que la vida en el mundo da de sí y lo ha encontrado incapaz de satisfacer plenamente las aspiraciones del hombre como lo expresa en el siguiente párrafo: "Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y acierto, y tiene que dejarle su porción a uno que no ha trabajado" (Ecl 2,21).              

            3. Aparentemente negativo, Qohelet es altamente posi­tivo, pues  al  constatar la insuficiencia de una retribución terrena, lanza al hombre hacia nuevas metas, que son las que el evangelio nos señala: “ser rico ante Dios”, por lo que Pablo nos exhorta: a "buscar los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios, y no los de la tierra" Colosenses 3, 1. Y nos confiesa su planteamiento en su carta a los Filipenses: “Todo eso que para mí era ganancia, lo tuve por pérdida comparado con el Mesías; más aún, cualquier cosa tengo por pérdida al lado de lo grande que es haber conocido personalmente al Mesías Jesús mi Señor. Por él perdí todo aquello y lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo e incorporarme a él” (3, 7).

            4. Jesús nos cuenta la parábola de un hombre rico que consiguió una gran cosecha que desbordaba su almacén, por lo que se vio forzado a ensancharlo; y cuando ya tenía almacenado todo el grano y el resto de su cosecha, se dijo a sí mismo: No te acabarás lo que tienes, disfrútalo, date buena vida, come y bebe todo cuanto quieras. Pero Dios le dijo: "Necio, esta noche vas a morir. ¿Para quien será lo que has acumulado?" Lucas 12, 13. El pecador siempre teme morir; porque intuye que la muerte le ha de quitar todos los bienes y le ha de dar todos los males: La muerte de los pecadores es pésima (Sal 33,22). Por eso les amarga su recuerdo: Oh muerte, qué amargo es tu recuerdo para el que vive tranquilo con sus posesiones, para el hombre satisfecho que prospera en todo y tiene salud para gozar de los pla­ceres (Eclo 41,1].

5. Cuando Talleyrand, político francés, y hombre con una vida muy agitada y azarosa, cargado de honores y de títulos, estaba a punto de morir, se levantó de la cama y comenzó a abrazar sus muebles y sus joyas, y a cada objeto que abrazaba preguntaba: ¿También esto lo he de dejar? Los pecadores temen mucho la muerte porque aman mucho la vida de este mundo y poco la del otro. Pero el alma que ama a Dios vive más en la otra vida que en ésta, porque el alma vive más donde ama que donde anima. Por eso aprecia poco esta vida temporal y puede decir con San Juan de la Cruz: Máteme tu vista y hermosura.

            6. Los valores idolatrados por la sociedad actual son las riquezas, y el poder. Se planea una civilización del bienestar, con un horizonte cerrado, que no piensa en los demás, sean próximos o lejanos. Anestesiada por su confort y despilfarro, contempla impasible las imágenes de la pobreza y de la miseria, sin que su conciencia le reproche su mesa repleta, su confort y su derroche. Una sociedad que no piensa más que en vivir en este mundo, como si todo acabara con la muerte. Una civilización regresiva donde predomina la ley del más fuerte, llena de sí misma, suficiente y agresiva, prepotente y deshumanizada, que cierra sus ojos a la realidad de la verdad. Una sociedad que no duda en cerrar la puerta de la vida a los intrusos que se atreven a nacer y a disputar un plato más o un puesto más en el banquete de la vida, que quieren para ellos solos.

            Toda la riqueza que acumulan, sin reparar en la licitud de los medios, ni en los destrozos que causa a su alrededor, con el empobrecimiento y la ruina de los incautos, con la droga, que envena la vida de una innumerable multitud de jóvenes, con la corrupción y la mordida ¿quién  la  va a disfrutar? ¿Aspiran a ser los más ricos del cementerio?

            7. A este mundo moralmente enfermo Jesús le abre una ventana de emergencia, con promesa y esperanza de la riqueza de su Reino. La riqueza que no pasará, los tesoros que no pueden ser robados por los ladrones, ni siquiera por los de guante blanco, ni roidos por la polilla.

            8. Jesús califica de necio al rico que ha obrado pensando sólo en sí mismo sin acordarse para nada de Lázaro. Porque quiso ser rico para sí mismo, y no para el reino y para los ciudadanos del reino, con quienes debió haber compartido sus bienes almacenados, ambicionando y codiciando más tener que ser, ilusionándose con que no había de morir nunca. Si hubiera sido rico en virtudes; si hubiera almacenado en el cielo, ahora que va a morir, sabría que le estaban esperando los pobres con quienes había compartido el fruto de su trabajo, para abrazarle en las eternas moradas (Lc 16,9). En BALARRASA, aquella ya vieja película, protagonizada por Fernando Fernán Gómez, su hermana frívola, se miraba moribunda, una y otra vez, con insistencia, las manos y decía “Están vacías”. Es así como terminaremos todos al morir, con las manos vacías. Pero si hemos empleado nuestros talentos con sabiduría, mente, corazón, trabajo, dinero, bienes de cualquier orden en hacer crecer el bien y la virtud, la ciencia y la  santidad, las empresas con sentido social y humano, el momento de morir será el momento solemne de recibir el ciento por uno en nuestras manos vacías, que se convertirán en las alcancías que Dios necesita para llenarlas de la riqueza de su gloria.

            9. Por eso Jesús, que busca nuestro bien supremo, y que sabe que la sociedad que desdeña sus palabras no es más feliz, sino que tiene mayor índice de inseguridad aún aquí, y más criminalidad y mayor número de neuróticos, sigue invitando diciéndonos estas verdades tan fundamentales hoy: "¡Ojalá escuchemos hoy su voz, y no endurezcamos nuestro corazón" Salmo 94.

            10. “Buscad los bienes de arriba”. Pero ese arriba ya está aquí abajo, y consiste en estar abiertos al reino; en estar ya trabajando por realizar el reino ahora ya, comenzando por establecerlo en nuestro interior; compartiendo nuestros bienes aquí. Cristo nos enseña a seguir una nueva tabla de valores en la que nuestra vida como don para los demás pase a primer término. Con la certeza de que "buscando primero el reino de Dios, todo lo demás se nos dará por añadidura" (Lc 12,31).

            11. La palabra es eficaz y está obrando en nosotros la vida, escondida con Cristo en Dios, en quien nos está salvando y con él resucitando. Y obrará la eucaristía, nuestra fuerza y esperanza, don de su amor inefable, que nos aprovechará para nuestra salvación.

JESÚS MARTÍ BALLESTER