SAN AGUSTÍN COMENTA LA SEGUNDA LECTURA

Rom 8,28-30: Las etapas hacia Dios

Éste es el orden por el que nos encaminamos a la vida eterna: primeramente detestamos nuestros pecados; luego vivimos santamente, para que, desaprobando la mala vida y poniendo en obra la buena, merezcamos la eterna. En efecto, Dios, conforme al designio de su ocultísima justicia y bondad, a los que predestinó los llamó, a los que llamó los justificó, y a los que justificó los glorificó (Rom 8,30). Nuestra predestinación no ha tenido lugar en nosotros, sino ante él en su presencia ocultísima. Las tres cosas restantes, la vocación, la justificación y la glorificación tienen lugar en nosotros. Somos llamados a través de la predicación de la penitencia. Así, de hecho, comenzó el Señor a anunciar el evangelio: Haced penitencia, pues se ha acercado el reino de los cielos (Mt 3,2; 4,7). La justificación la recibimos en la llamada, obra de la misericordia, y mediante el temor del juicio. Ése es el motivo por el que se dice: Sálvame, Dios, en tu nombre y júzgame en tu poder (Sal 53,3). No teme ser juzgado el que antes ha pedido ser salvado. Una vez llamados renunciamos al diablo por la penitencia para no permanecer bajo su yugo; justificados, somos sanados por la misericordia, para que no temamos el juicio; glorificados, pasaremos a la vida eterna donde alabaremos a Dios sin fin. Pienso que a esto se refiere lo que dice el Señor: He aquí que expulso los demonios, y obro curaciones hoy y mañana, y al tercer día seré consumado (Lc 13,32). 

Lo mismo mostró en el triduo de su pasión, dormición y hecho de despertar. En efecto, fue crucificado, sepultado y luego resucitó. En la cruz triunfó sobre los príncipes y potestades (del mal), en el sepulcro descansó y en la resurrección exultó. La penitencia atormenta, la justicia tranquiliza y la vida eterna glorifica. La voz de la penitencia es: Apiádate de mí, ;oh Dios!, por tu gran misericordia, y borra mis iniquidades según la multitud de tus misericordias (Sal 50,3.19). Ella ofrece a Dios como sacrificio un corazón contrito, atribulado y humillado. La voz de la justicia de Cristo en sus elegidos es: Te cantaré, Señor, la misericordia y el juicio; salmodiaré y comprenderé en la vía sin mancha, cuando vengas a mí (Sal 100,1-2). Efectivamente, por la misericordia nos ayuda a obrar la justicia, para que lleguemos confiados al juicio, en el que son dispersados de la ciudad todos los que obran iniquidad (Sal 100,8). '

Comentario al salmo 150,3