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HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO 14 B
11-19

 

11.

Probablemente nosotros actuamos de manera parecida a aquella gente de Nazaret que  acabamos de escuchar en el Evangelio.

Jesús aparece como demasiado sencillo como para ser el enviado de Dios: ¿cómo puede  hablar Dios a través de un obrero humilde, sin cultura, a quien además conocen desde  hace años? Le llaman "el hijo de María":Cuando un semita recuerda sólo a la madre de un  hombre, y no al padre, intenta ofenderlo, como un hombre insignificante, sin pasado ni  porvenir. No puede ser que aquél a quien han conocido como carpintero tenga algo importante que  decirles. Y se pierden todo lo que Jesús les podía aportar. ¿Por qué actúa así aquella gente de Nazaret?

1º. Ya tenemos nuestra propia manera de ver las cosas y no tenemos ganas de hacer un  esfuerzo para verlas de otra manera. Estamos perfectamente instalados en nuestras coordenadas mentales, producto de  nuestro temperamento, educación, ambiente...  Es muy peligroso creer que ya lo sabemos todo. Creer que todos lo vemos claramente.  creer que creemos.

2º. Tenemos clasificadas a las personas y tenemos muy seguro que de algunas de ellas  nada nuevo ni bueno podemos aprender. La gente de Nazaret sabía que Jesús era el  carpintero y, por tanto, poco podía decirles.

Dios es siempre sorprendente. Dios nos sorprende casi siempre, pero respetando  siempre nuestra libertad. Si no queremos dejarnos sorprender, si nos cerramos en banda  en nuestras ideas y prejuicios, Dios no va a forzar las cosas; esto es algo de lo que  podemos estar bien seguros. Dios tiene "cierta tendencia" a no actuar de la forma en que nosotros esperamos. Donde  menos lo esperas, donde menos lo imaginas... allí puede surgir, hablarle al hombre,  comunicarse con él. A Dios hay que esperarle, no intentar forzarle la mano para que se nos  manifieste. 

Un creyente de fe madura sabe que debe dejar en su vida un amplio espacio a la  sorpresa y a la admiración, es consciente de su pequeñez ante Dios y de que la única  postura que puede adoptar ante él es la de acoger y adorar el misterio de amor que Dios le  revela.

Pero un creyente que todavía permanece en la fe infantil, fácilmente estará convencido  de que a Dios se le puede llegar a conocer y a dominar y su oración y sus prácticas  religiosas están orientadas hacia eso: a que Dios haga lo que yo quiero, cuando yo quiero y  como yo quiero.

Es un creyente que todavía no ha dejado en su vida un lugar a la sorpresa; de forma que,  cuando ésta surja y rompa sus esquemas, fácilmente se producirá el rechazo: si no  responde a lo que yo sé y espero no puede venir de Dios. Y entonces, por estar aferrado a  la idea que yo tengo de Dios, rechazo o no advierto la verdadera manifestación de Dios. Me  quedo con el ídolo, que es la idea que yo tengo de Dios, y rechazo al verdadero Dios.

El discípulo, gran buscador de Dios, preguntaba a su maestro: 

- ¿Y qué he de hacer cuando lo encuentre? Y el maestro le contestó tajantemente: 

- "¡Mátalo!"

La raíz de la incredulidad es, precisamente, esta incapacidad de acoger la manifestación  de Dios en lo corriente y vulgar. La incapacidad de reconocer a Dios cuando se pone el  vestido de todos los días.

 


12.

1. La vocación profética PROFETA/QUIÉN-ES: La figura del profeta es siempre apasionante y de máxima actualidad, porque mantiene  viva la lucha entre la palabra de Dios y el caos del mundo, porque pone constantemente en  cuestión la vida cómoda y superficial de los hombres.

Existe una ley de la inercia que nos afecta a todos los seres humanos. Las personas, los  grupos y las instituciones tendemos a fosilizarnos. Cuando hemos construido algo con  nuestro trabajo, nos cuesta criticarlo y no queremos cambiarlo, pase lo que pase. Si una voz profética hace tambalear las seguridades sobre las que hemos edificado  nuestra vida; si alguien se atreve a decirnos que nuestro montaje no es el único posible ni  el mejor, o que somos unos burgueses, o que nuestra vida deja mucho que desear...,  acostumbramos defendernos atacando al que ha tenido tal indelicadeza, pero sin  profundizar si lo que nos ha dicho tiene o no fundamento. Es un mecanismo de defensa con  el que justificamos nuestra inhibición y falta de compromiso en la vida con excusas, o  atacando lo que se ponga por delante para justificarnos.

Siempre es posible encontrar razones para no atender la llamada de los profetas a  caminar hacia el reino de Dios: instrumentalización política, falta de precisión en la  formulación, lenguaje ofensivo, no es de los nuestros... Todo nos vale para no abrirnos a la  llamada de Dios que nos llega a través de hombres santos y pecadores, cristianos y ateos,  de los nuestros o de los otros. La vocación profética supone un riesgo constante, un valor que raya en los límites de la  imprudencia y de la insensatez.

El profeta es un hombre crítico, que se enfrenta con todo para hacer posible el mundo  nuevo. Se enfrenta con el poder político cuando éste mantiene estructuras injustas, cuando  oprime al pueblo o no defiende todos los derechos humanos. Cuando esto sucede, el país  en que actúa lo ataca, lo calumnia, lo elimina. Los demás países, si les interesa de cara a  su propia política, lo defienden; atacando esos mismos planteamientos cuando sucede en  sus países respectivos. Lo mismo sucede a nivel de bloques. No es que el profeta quiera  usurpar el puesto del político, sino que busca que el político lo haga bien. Se enfrenta con  el poder económico cuando se antepone al bien de todos los hombres, que es siempre. Por  eso ataca constantemente al sistema capitalista y a cualquier otro que esclavice y explote al  hombre.

La voz del profeta debe ser escuchada por todos. Ante su requerimiento es necesario  convertirse poniendo en práctica sus palabras. Por su insolencia y valentía, el profeta resulta muy molesto. No es un hombre de gobierno  ni es oportunista. Profetiza a tiempo y a destiempo. Aunque tenga miedo, se lo juega todo  con tal de ser fiel a sí mismo. La tradición profética constante afirma que el profeta es objeto de la incredulidad y del  rechazo de sus contemporáneos. Ya les levantarán monumentos los que vengan detrás. Cuanto más torpe tiene un pueblo o una persona el corazón, más duro el oído y más  tapados los ojos, más tiene el profeta la sensación de provocar con sus palabras  reacciones contrarias a las que pretendía: los corazones se vuelven más embotados, los  ojos más ciegos y los oídos más sordos. Esto lleva al profeta, gradualmente, al aislamiento,  a la soledad, a causa de la palabra que proclama.

¿Por qué esta constante oposición? Solamente puede explicarla la ley de la inercia,  mencionada más arriba; el contraste entre las aspiraciones inmediatas del hombre y el  compromiso al que Dios quiere llevarnos. Nuestra vida superficial está en contradicción con  las exigencias de la vida verdadera, que es hacia la que apunta siempre el profeta. El profeta, que habla en nombre de Dios al que no ha visto, nunca sabe declarar  plenamente el porvenir, el fin hacia el que se encamina la historia. No sabe hacer otra cosa  que animar al pueblo a que abandone la situación actual de alienación y se deje orientar  hacia un final lejano y misterioso, pero pleno y eterno. Empuja a caminar siempre más allá:  siempre más alto y más lejos. Una pretensión demasiado ambiciosa como para provocar  entusiasmos.

Ninguna generación de hombres acepta con alegría de corazón estos grandes  desarraigos interiores que llevan a las comunidades y a las personas, al precio de costosas  renuncias, a las nuevas actitudes reclamadas por los profetas. De ahí la oposición  obstinada que reciben. Su mensaje es también impugnado por todos los que se creen profetas, por todos los que  están seguros de estar enterados del sentido de la historia, incluso cuando señalan la  dirección opuesta. La presencia del profeta en la historia de los hombres es esencial, porque nos recuerda  el destino verdadero de la vida, distinto del destino al que los hombres tendemos a  acostumbrarnos.

2. En la sinagoga de Nazaret 

Parece que Jesús fue más de una vez a su pueblo natal y que habló varias veces en su  sinagoga. El pasaje que vamos a comentar nos describe el desenlace de aquellas visitas y  de aquellas enseñanzas. Desenlace duro y violento, sobre todo en la narración de Lucas,  que es el que más extensamente nos cuenta lo sucedido. El rechazo de Nazaret no es un episodio aislado; no es simplemente la reacción de un  pequeño pueblo; es el símbolo del comportamiento de todo Israel y, por qué no, de toda la  Iglesia. Resume la actitud de Israel frente a Jesús al término de su actividad en Galilea.  Pronto la dejará del todo para caminar hacia Jerusalén.

Esta escena pone el punto final -en los sinópticos- a la enseñanza de Jesús en las  sinagogas. Seguirá hablando, pero en medio de la gente, lejos de todo ambiente oficial. El camino de Jesús hacia el abandono y la cruz se va perfilando en el horizonte. Cada  vez es más fuerte la separación entre la gran masa del pueblo, que continúa en la  incredulidad a pesar de todo lo que ha visto, y el grupo de los discípulos, al que se va a  dedicar más en profundidad en adelante.

El misterio de Cristo, que comienza en una cueva de Belén y termina en una cruz en  Jerusalén, tiene todas las apariencias de ser una inocente justificación del fracaso de una  utopía. ¿Cómo no calificar de ingenuo y absolutamente ineficaz el cristianismo de Jesús de  Nazaret en una sociedad en que las fuerzas que mueven a los hombres van en la dirección  opuesta?  Jesús fue a Nazaret con sus discípulos. Y el sábado, haciendo uso del derecho que  tenían todos los israelitas adultos y varones a hacer la lectura bíblica y comentarla,  "empezó a enseñar en la sinagoga".

Lucas nos trae el texto que leyó Jesús y el comentario que de él hizo (Lc 4,17-21). El  texto era claramente mesiánico, y su breve comentario, la afirmación de su mesianidad. Lucas nos lo presenta como el discurso inaugural de su vida pública, como la  proclamación de su programa al pueblo. El punto clave es el texto de Isaías que leyó Jesús.  Un texto que se habría leído muchas veces en la sinagoga, pero al que Jesús le da una  extraña actualidad, interpretándolo y explicándolo de una manera que a sus paisanos les  resultó incómoda y hasta ofensiva. Al hacer suyo el texto, Jesús hace suya una forma de  liberación popular que consiste en deshacer las opresiones reales y concretas de ahora,  sean de la clase que sean; una liberación que lleva a realizar la justicia en la historia actual.  La lucha por esta justicia se convierte en el eje de su vida y es el rasgo esencial del Dios  que él siente como suyo y que nos quiere dar a conocer.

El pasaje de Isaías es más largo que el leído por Jesús. Corta su lectura cuando el  profeta dice que el Señor le enviaba a anunciar "el día de venganza de nuestro Dios". Esta  frase, tan importante para los judíos de entonces, Jesús la suprime. Es decir, ve como  centro de la revolución mesiánica la supresión de toda clase de cadenas y opresiones, a fin  de hacer un mundo de hombres verdaderamente iguales. Por eso, todo lo que son  venganzas, afanes de imperialismo judío, desprecio por los que eran vencidos, no está en  los planes de Jesús, no forma parte de su verdadera revolución. Estas palabras, que excluyen la venganza y revancha sobre los actuales opresores de  los judíos, sorprenden y escandalizan a los de Nazaret. Su aferrado nacionalismo, la  conciencia de pueblo escogido que tiene que dominar a los demás, la fuerza movilizadora  que da el odio acumulado en tantos años de sufrir la opresión extranjera, se les puede venir  abajo si siguen la teoría de Jesús.

En sus planes sí entraba el realizar el año de gracia -devolver cada cuarenta y nueve  años los bienes a los dueños primitivos, dar libertad a los presos...-, para evitar la  acumulación de tierras y demás bienes en unos pocos. Pensemos en el entusiasmo de los  pobres cuando oyeron aquello, y en el miedo y furor de los ricos. Porque el año de gracia  estaba ya en desuso.

Dios habló en Nazaret por boca de Jesús. Pero habló a una sociedad ya hecha, que se  creía perfecta y fiel a Dios: iban a la sinagoga, cumplían los preceptos de la ley  interpretados a su conveniencia...; vamos a misa, tenemos el crucifijo en casa, hablamos de  Dios con un lenguaje muy actual, nos reunimos... Cuando una voz profética, en nombre del mismo Dios, nos llama a una conversión, a un  cambio, nos escandalizamos, nos irritamos. Es que la voz profética es insoportable para  todas las instituciones y personas que se cierran en sí mismas y se autoveneran,  convirtiéndose en pequeños ídolos y alejándose de Dios. Y para justificarse ante el profeta  y ante sí mismos le condenan con la misma palabra de Dios, convertida en ley, y con las  tradiciones, reducidas a un mecanismo de defensa contra la misma palabra de Dios. Dios se comunica con nosotros a través de hombres sencillos y de los sucesos  cotidianos. Lo que le sucedió a Jesús en Nazaret ya lo aprendimos; pero nos falta algo  esencial para entenderlo: ¿cómo sucedería ahora todo aquello? 

3. Reacciones de sus paisanos 

Los habitantes de Nazaret están asombrados de la enseñanza de Jesús, de su forma de  interpretar las Escrituras. Pero es un asombro incrédulo. Se sienten desconcertados: por  una parte, sienten admiración por él; por otra, se escandalizan de su atrevimiento: "Hoy se  cumple esta Escritura que acabáis de oír" (Lc 4,21). Su sorpresa no lo es por la propia  insuficiencia, por la alta revelación de Dios..., sino que es la sorpresa de la irritación, de la  protesta al verse heridos en sus propias seguridades.

Ante el mensaje de Jesús sólo caben dos posibilidades: quedar conmovidos hasta lo más  profundo del alma y dispuestos a cambiar de vida o sentirse amenazados y colocarse a la  defensiva por el orgullo ofendido o por los intereses que defender; es decir, abrirse a él con  la fe o cerrarse por el escándalo. Sus paisanos van a tomar la segunda postura. Los oyentes de la sinagoga se habrían sentido profundamente decepcionados y  amargados si con la visita de Jesús no hubiera pasado nada; pero lo que ocurrió fue de un  orden tan distinto a lo esperado que les llenó de indignación. Y lo que pasó fue sencillamente que Jesús actualizó las profecías, anunció su  cumplimiento: el reino de Dios ya ha llegado.

Concretó y tradujo a la vida sus ideas; hizo la profecía urgente y viva; le arrancó el  carácter lejano, nebuloso, que había ido adquiriendo a fuerza de repeticiones, y pone a sus  paisanos frente a su brusca realización. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si en lugar de rezar tantas veces el Padrenuestro nos  pusiéramos a trabajar por su cumplimiento? Jesús les obliga -nos obliga- a comprobar que  la irrupción del compromiso de lo sagrado en sus vidas cotidianas los desconcertaba, los  perturbaba; esa buena noticia les da un miedo terrible. No es lo mismo hablar de evangelizar pobres o visitarlos que hacerse pobre de verdad.  Los que hablan de ello o los visitan no tienen problemas y lo pueden hacer tranquilamente  bien situados en el escalafón de la vida social... Los que se hacen pobres (Mt 5,3) sí tienen  problemas: serán perseguidos (Mt 5,10) porque sus vidas son una constante acusación a  las injusticias de la sociedad.

Se les calumnia, se les elimina de mil formas para que no molesten... La ceguera del que  no sea capaz de "ver" esto no se arregla visitando al oculista. La sabiduría de sus enseñanzas y el poder de sus milagros provocan la pregunta justa,  que ningún hombre honesto puede dejar de hacerse: "¿De dónde saca todo eso?" La  respuesta parece obvia y al alcance de cualquiera: de Dios. Pero esa pregunta en aquellas  circunstancias muestra que no quieren oír y que en la sinagoga, en realidad, no le han  escuchado.

La pregunta "¿de dónde?" sigue siendo motivo de escándalo para muchas personas,  especialmente para los que han estudiado y conocen la historia y para los que siempre  llamaron de tú a Dios. Estos ya saben -¿sabemos?-, piensan que se puede contestar a  todas las preguntas con el Antiguo Testamento o con la doctrina ya aprendida, o que las  cosas significan ya siempre algo concreto y determinado.

La gente de Nazaret se pregunta, pero con la idea de quitar todo valor a la acción de  Jesús; y así no se puede llegar a la verdad de una persona. Han intuido en sus palabras  una pretensión mesiánica que no pueden aceptar y minimizan el alcance de los hechos que  contemplan, amparados en que lo conocen desde pequeño. "¿No es éste el carpintero?", dice Marcos. Para Mateo es "el hijo del carpintero". Jesús  ha ayudado a su padre en el trabajo y con él ha aprendido el oficio manual. Por eso no  pueden entender que Jesús tenga algo especial. El tono despectivo en que hacen las  preguntas son ya negaciones.

Le conocen de siempre; no puede haber traído nada extraordinario, ya que su familia  pertenece a la clase pobre del lugar. Para el proletario, al que le han alienado la  inteligencia, los que saben son los letrados, los sacerdotes, los que han estudiado; y los  que pueden hacer los cambios sociales son los que han acumulado algún poder físico real  o alguna riqueza. ¿Qué tiene Jesús de todo esto? Además, las revoluciones o cambios  sociales a muchos les gustan y les atraen mientras son anuncios lejanos, palabras bonitas  que prometen; pero cuando les dicen que ya es hora, que llegó el momento de enfrentarse  con el poder..., como eso exige mucho sacrificio y es arriesgado, es natural que muchos se  echen atrás y reaccionen en contra, porque llega el momento del compromiso real. Todo parecía conducir al orador y al auditorio a la mutua comprensión: está en su tierra,  es conocido de todos, tiene amigos y familiares. Pero todo es inútil; se produce el efecto  contrario al que se podía esperar. Seria advertencia para los cristianos de siempre: quienes  piensan conocer a Jesús no le comprenden y se alejan de él. Sólo los que han escuchado y  entendido adecuadamente con el corazón se pueden preguntar por el origen del que  habla.

"Desconfiaban de él". Al no poder atribuir a Dios su actuación, sospechan o acusan a  Jesús de magia. Es el eco popular de la acusación de los fariseos (Mt 12,24). Esta frase  nos introduce en el misterio de Jesús. La equivocación de sus paisanos es representativa  de todos aquellos que intentan comprender a Jesús partiendo únicamente de lo que puede  saberse sobre él: del mismo pueblo, trabajador manual, conocemos a su familia, no ha  estudiado... Intentar explicar el misterio de Jesús desde todas las posibilidades y facetas  humanas lleva a un callejón sin salida. Lo mismo puede ocurrir con un verdadero creyente. Si Jesús no es aceptado, más difícil será escuchar a un hombre débil y pecador, sin  fuerza ante el potente mecanismo de las instituciones, de la sociedad de consumo... Y más  fácil la autojustificación, nunca es fácil el diálogo, si hay algo que defender. Si lo que  intentamos defender es mucho, el diálogo se hace imposible.

El único que puede aceptar a un profeta es el hombre humilde, el que no está cerrado a  nada y deja la posibilidad a Dios de intervenir en su vida, el que lo espera todo de los  demás y de Dios, el que trata de poner en práctica sus ideales e ilusiones. La reacción de oposición o de indiferencia que mantenemos los hombres frente a las  voces proféticas obedece muchas veces al hecho de que el profeta se nos presenta  siempre bajo apariencias demasiado humanas. Preferimos el triunfalismo de los hechos  llamativos, los viajes multitudinarios, el turismo a santuarios con fama de milagrosos. Nosotros somos víctimas de la misma equivocación que los habitantes de Nazaret:  vivimos en un país de tradición cristiana y hemos oído hablar de Jesús desde pequeños,  que no es lo mismo que oír hablar a Jesús. Quizá lo tengamos tan como una cosa nuestra  que nos sea imposible dejarnos cuestionar por sus palabras. Y por eso, cuando alguien  pretende inquietar nuestra seguridad y tranquilidad, aunque sea por fidelidad al evangelio  de Jesús, reaccionamos oponiéndonos. Como los de Nazaret: primero es nuestro modo de  pensar y de vivir; luego, Jesús. Mientras no nos toquen nuestro montaje de vida, todo va  bien. Los nazarenos no estaban dispuestos a admitir que la fe en Jesús fuera el criterio de  su actuación. Reconocían en él signos admirables, pero "desde fuera". No estaban  dispuestos a dar el salto a la fe, a abandonar sus propias seguridades, a aceptar a un Dios  distinto al que ya tenían. Prefirieron conservar su ídolo.

El Dios de Jesús tiene el inconveniente de tener una cara demasiado conocida: la del  que tiene hambre y sed, está enfermo o en Ia cárcel... (Mt 25,35-36); y nosotros, que  conocemos esas caras, no sabemos reconocerlo en ellas; mejor dicho: no queremos. Nos  negamos a creer en un Dios que se revela en el rostro de un hombre. Nos empeñamos en  construirnos una imagen de Dios a nuestra propia semejanza, cuando debe ser al contrario.  Y si Dios se nos presenta distinto a esa imagen que nos hemos prefabricado, lo  rechazamos.

4. Nadie es profeta entre los suyos 

"No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa".  Parece ser como una ley que se inicie el rechazo donde menos se podía esperar. Por eso  es muy posible que la repulsa de los suyos no fuera ninguna sorpresa para Jesús, a pesar  de decirnos Marcos que "se extrañó de su falta de fe". Que un profeta se viera rechazado por su pueblo no era ninguna novedad, hasta el punto  de haber cristalizado esa experiencia en un proverbio que lo afirma y que nos traen los tres  evangelistas sinópticos. Es un proverbio basado en una larga experiencia, que ha  acompañado a toda la historia de Israel, que encuentra su máxima confirmaci6n en la  historia del Profeta, que seguirá repitiéndose puntualmente en la historia de la Iglesia. Dios  está de parte de los profetas, pero éstos se ven rechazados. Siempre procuramos quitar de  en medio a los hombres de Dios, aunque más tarde les construyamos monumentos (Mt  23,29-32). El profeta verdadero lleva la incomprensi6n en su misma entraña. ¡Cuánto más  el Profeta!  Los miembros de la propia familia, los vecinos, los que conviven con los profetas, son los  jueces más difíciles, los que más tardan en convencerse. Es difícil reconocer la dimensión  excepcional de un hombre junto al que se ha vivido, día tras día, durante mucho tiempo; de  un hombre al que se ha visto nacer y crecer. Y más aún si ese hombre está lleno de  flaquezas. No creo que sea exagerado decir que Jesús es mejor comprendido hoy por muchos que  no practican el cristianismo que por nosotros, que posiblemente estamos demasiado  acostumbrados a él y ya no esperamos nada nuevo. Hemos de tener mucho cuidado con  ese riesgo constante que tienen los destinatarios privilegiados de la palabra de Jesús de  oponerse al mensaje que anuncia. "Haz también aquí, en tu tierra, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún". Quieren  pruebas evidentes, signos para creer. Se sitúan ante Dios formulando exigencias en la  forma que agrada a los hombres. Pero Dios no se inclina ante esas actitudes  autosuficientes. Dios se manifiesta sólo al que se inclina con obediencia y aguarda confiado  y en silencio. Pide la fe para poder actuar.

Según Lucas, Jesús provoca al auditorio recordándoles la actuación de Elías y Eliseo  con extranjeros al no encontrar fe en las gentes de su pueblo. La historia se va a repetir.  Para Lucas la verdad de esta escena se ha cumplido de una forma total en el envío a los  gentiles, que nos narra en su libro de los Hechos de los Apóstoles. Los de Nazaret rechazan el universalismo. Jesús les insiste en que él es el enviado por  Dios al pueblo de Israel para realizar la liberación, y que esa liberación deberá ser  universal. Y que es fácil que los judíos lleguen a ella detrás de otros pueblos a causa de su  cerrazón. Sus oyentes no pueden aceptar esas cosas porque están en contradicción con la  opinión común del pueblo de Israel de ser ellos los únicos destinatarios de las promesas.  No saben aceptar a fondo el plan liberador propio del Dios de la Biblia. Se oponen a ampliar  su horizonte. No lo aceptan, han caído ya en una mentalidad dogmática, estática,  intransigente. Los nazarenos habían ido a la sinagoga para que les hablaran de cosas  "espirituales" y se encontraron con un sermón en el que Jesús "hacía política", que aquello  era casi un mitin.

El problema de la universalidad sigue siendo hoy una buena señal para descubrir el  verdadero sentido cristiano. Un cristiano sin visión universalista de su fe haría bien en  dedicarse a otra cosa. "Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos..." ¿Cómo acoger a este "médico"  que desprecia los privilegios de los judíos, adquiridos hace tantos siglos? El anuncio del  régimen del amor y de la misericordia, del perdón, es difícil admitir a los que esperan de la  justicia que subraye sus propias perfecciones y que refuerce sus privilegios; no toleran  verse al mismo nivel de aquellos que siempre consideraron inferiores, y menos aún que los  pongan por delante. La acogida que Jesús concede a los pobres, a los enfermos, a los  pecadores, a los extranjeros..., desagrada a los que no tienen más que menosprecio hacia  esos pequeños. Bien situados, asentados en ciertos privilegios, seguros de estar en  posesión de la verdad, se niegan a que los demás se les equiparen. Todos los textos  evangélicos están repletos de este drama, y el libro de los Hechos de los Apóstoles nos  describe su prolongación al mostrarnos cómo los paganos toman en la Iglesia los primeros  puestos que abandonan los judíos. Es el escándalo que suscitan siempre en la Iglesia los  hombres que proclaman el mensaje de Dios.

Los de Nazaret se llenan de despecho al ver que los de fuera -los de Cafarnaún- han  sido más favorecidos que ellos, e incluso los paganos -Sarepta, en Sidón, y Siria-. Nos  creemos los primeros y nos cuesta ver signos de predilección en los demás, especialmente  si no gozan de nuestra simpatía. Que les digan todo esto a la cara, y que se lo diga uno de  los suyos, les cae tan mal que la escena termina, en Lucas, con un intento de asesinar a  Jesús. En un pueblo oprimido y humillado, pero fanatizado, la oposición de mentalidades  degenera fácilmente en persecución, golpes, asesinatos. Llenos de violencia rechazan a  Jesús y pretenden deshacerse de él. Pero Jesús se libera de ellos y sigue su camino.  Como buen profeta, no se deja dictar su conducta por los suyos. Rompe con su ambiente  social cuando éste es injusto y cerrado.

Han acogido las palabras de Jesús hasta que esas palabras les han afectado  directamente; entonces quieren despeñarle. Es lo de siempre: todo va bien hasta que nos  dicen algo que nos duele. No intentan matarlo por mentiroso, sino por todo lo contrario:  Jesús no se ha conformado con decir la verdad, sino que se la ha demostrado con  ejemplos. Y eso es excesivo. El verdadero profeta siempre hace daño, incluso contra su  voluntad; siempre tiene enfrente, y con las uñas afiladas, a su auditorio. 

5. Sin fe es imposible el milagro 

En su tierra "sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos". Donde no hay fe, es  radicalmente imposible que haya milagros. También en Nazaret buscó a los enfermos y a  los pobres, como hacía en todas partes. Pero no son ésos los milagros que gustan a los  hombres. La fuerza de Dios que está en Jesús no puede forzar la fe, no puede actuar sin la  colaboración del hombre. Si el hombre se cierra, la fuerza liberadora de Jesús no puede  hacer nada. Sus milagros son la respuesta a la sinceridad del hombre que busca la verdad;  no son nunca un intento para forzar de algún modo el corazón humano. A diferencia de los  hombres, Dios no utiliza jamás la violencia para imponer sus propios derechos. ¿Cómo  podría hacerlo, si es amor? Ni hace milagros cuando los hombres pretenden sustraerse con  ellos al riesgo de la fe, ni cuando les gustaría explotarlos en su propio provecho, para  sostener sus propias pretensiones.

La fe precede a los milagros, nunca al contrario. Por eso es inútil montar una apologética  para "probar" la divinidad de Jesús partiendo de la existencia de unos hechos superiores a  las fuerzas de la naturaleza. Sus paisanos quizá habrían aceptado a un Jesús  "superhombre", como a un jefe nacionalista en lucha contra los romanos. Pero la realidad  que tenían delante era decepcionante. Con los sacramentos sucede algo parecido: sin fe son signos sin contenido; si hay fe, el  gesto sencillo del sacramento realiza en el corazón del hombre lo que significa. Entonces y  ahora, la fuerza de vida no está en la materialidad de los gestos, sino en la comunión con  Dios a través de la fe en Jesús. Esto es lo que expresan los sacramentos y explica la rutina  y la falta de vida de muchas de nuestras celebraciones litúrgicas. El sacramento es el  encuentro de la fe del hombre que trata de vivir el evangelio con el signo de la plenitud de  Jesús; encuentro por el que el hombre crece en el camino del Padre. La comunidad de  Jesús debe ser convocada exclusivamente por el Espíritu en el ámbito de la fe, nunca por  los hechos llamativos y triunfalistas.

Jesús "se extrañó de su falta de fe". Así cierra Marcos su relato, para que sigamos  meditando sobre el enigma de la incredulidad. Jesús abandona definitivamente Nazaret y emprende el camino hacia los extraños: "Se  abrió paso entre ellos y se alejaba", concluye Lucas. No serán sus paisanos -los creyentes  oficiales-, sino los paganos, los testigos de las grandes obras de Dios realizadas a través  de Jesús. Es lo mismo que había sucedido con todos los profetas. En el fracaso de Nazaret  está en germen la evangelización de los gentiles.

6. Nazaret, símbolo de siempre 

Esta escena de Nazaret es como el símbolo para todas las épocas de la Iglesia: fuerte  rechazo del pueblo judío -hoy de los cristianos- y una acogida abierta de los paganos -hoy  hombres de buena voluntad que trabajan por un mundo mejor para todos-. Naturalmente,  con muchas excepciones en uno y otro campo. Es difícil el quehacer del profeta: ser fiel a la palabra de Dios le lleva a un constante  enfrentamiento con las instituciones establecidas y sus representantes. Porque creer es  difícil y los hombres siempre encontraremos excusas para no arriesgarnos. Una Iglesia que se acomoda a los valores del mundo, que no inquieta ni molesta, que  halaga a los poderosos..., no es profética: es una Iglesia instalada y que, por tanto, en esa  medida deja de ser la de Jesús. Y una Iglesia sin profetas o es perfecta -cosa imposible- o  está muerta. La fe verdadera no existe al margen de la realidad cotidiana y dura; está enraizada en el  camino humano, es profundamente humana. Y esto escandaliza a muchos que preferimos  una fe más "celestial". Siempre que se encontró Jesús con una fe maravillosa o con un agradecimiento que  desdecía de la ingratitud general fue con los paganos o con los samaritanos. Es extraño  ese poder que tiene la religión de endurecer e impermeabilizar a los mismos hombres que  modela.

Jesús suspiraba por hombres nuevos capaces de impresionarse ante Dios. Y a su  alrededor no encontraba más que hombres habituados a creer, que pensaban que  conocían a Dios por el hecho de haber oído hablar mucho de él o,lo que es peor, por haber  hablado mucho de él. La verdad siempre encuentra enemigos donde hay ambición,  comodidad, intereses creados, seguridad, mentira... A veces pensamos que si nosotros hubiéramos conocido a Jesús, si le hubiéramos visto y  oído, nos sería más fácil creer en él. A todos nos es fácil glorificar a los antiguos profetas,  pero nos es difícil reconocer que Dios habla a través de los hombres de ahora y de aquí.  ¿Sabemos escuchar la voz de Dios que nos habla por los hombres de hoy? No olvidemos  que siempre que los hombres han hablado como Dios quería -pueblo de Israel, Jesús,  historia de la Iglesia- han sido incomprendidos. Sólo progresamos por el camino del  evangelio si nos dejamos iluminar por estas voces -nunca químicamente puras- que  concretan en nuestro "hoy" el mensaje salvador, liberador, de Jesús. Porque nosotros  estamos lejos de aquella espera; hay veinte siglos que nos protegen de su importuna  irrupción en nuestras "propiedades privadas" y en nuestra sociedad. Pero el evangelio  sigue pasando hoy; Dios vive con nosotros como entonces; depende de cada uno presentar  o reconocer las señales por las que hemos de darlo a conocer o aceptar su presencia.

Lo sucedido en Nazaret es una advertencia para todos nosotros, familiarizados con las  cosas divinas. Es necesario que seamos o nos hagamos jóvenes, consintiendo en que Dios  haga de nosotros una criatura nueva. Porque los hombres nacemos viejos y hemos de morir  jóvenes. Y es nuestra religión tradicional, rutinaria y estática, la que puede convertirse en el  mayor obstáculo para nuestra comunicación viva con Dios. Debemos llevar la palabra de  Dios en la vida y en los labios. Tarea arriesgada, porque pocos la aceptan y permiten que  se les diga. Si carecemos de espíritu profético -tan difícil siempre de discernir-, que nuestra actitud  sea, al menos, la de estar atentos a la voz de los profetas. Y no sólo de los profetas  bautizados, porque los hay también en otros campos y tendencias que deben ser  escuchados, ya que el Espíritu no se ata a nadie. Y debemos defenderlos, apoyarlos,  sostener su voz para que no desfallezcan, porque de ellos vivimos.

FRANCISCO BARTOLOMÉ GONZÁLEZ
ACERCAMIENTO A JESÚS DE NAZARET - 2
PAULINAS/MADRID 1985. Págs. 240-252


13.

1. Por qué resistimos a la Palabra  Las lecturas de hoy nos presentan una realidad tan cruda como cierta: los hombres  somos rebeldes ante la Palabra de Dios. Bien nos vale la frase de Ezequiel: "Yo te envío a  los israelitas, a un pueblo rebelde que se ha rebelado contra mí. Sus padres y ellos me han  ofendido hasta el presente día. También los hijos son testarudos y obstinados» (primera  lectura). Ciertamente que Dios no tenía muchos motivos para sentirse halagado por la atención  que le prestaba su pueblo.

Generalmente sus profetas fueron expulsados o muertos, y su mensaje cambiado por  cualquier teoría que resultara más fácil y llevadera. Así surgió el viejo refrán que recuerda hoy Jesús: «No desprecian a un profeta más que  en su tierra, entre sus parientes y en su casa.» Jesús probó la validez del refrán cuando  tuvo la buena idea de ir a su pueblo, Nazaret, para encontrarse con la envidia y el recelo de  los suyos.

Si Dios permanentemente habla en la historia del pueblo y de cada hombre, no menos  cierto es que todos sabemos encontrar la forma de no escucharlo. Sobre esto vamos a  reflexionar hoy: por qué los hombres resistimos a la Palabra de Dios y de qué medios nos  valemos. Lo primero que nos podemos preguntar es por qué el hombre resiste a la Palabra. No  vamos a hablar de quienes sencillamente ignoran o cuestionan la existencia de Dios, sino  de quienes, diciéndose creyentes, hacen oídos sordos a la llamada de Dios. Podríamos descubrir, entre otros, los siguientes motivos:

a) La dualidad interna del hombre  Sabemos por propia experiencia que en nosotros actúan dos fuerzas o voces interiores.  Son como dos instintos: el de la vida y del amor, y el de la muerte y del egoísmo. Cuando decimos que algo es para nosotros Palabra de Dios, no significa que hemos  tenido una revelación especial, sino que nos hemos sentido tocados por el instinto del  amor; sentimos que necesitamos crecer y que este esfuerzo exige cierta dosis de renuncia  por nuestra parte.

Pero también somos presa de esa fuerza misteriosa, tan misteriosa que se la ha atribuido  al demonio, fuerza que nos lleva precisamente a hacer lo contrario de lo deseado. Cuando  la Biblia afirma que el pueblo hebreo era duro y pertinaz, no hace sino la misma afirmación:  el hombre no es solamente arcilla, capaz de ser moldeada; es también piedra. Lo que estamos diciendo no se refiere solamente a cada individuo, sino que lo podemos  aplicar a una familia, a una comunidad o a toda la Iglesia en general. Por definición, la  Iglesia es la comunidad de Dios, salvada por Cristo, depositaria de su Evangelio, pero  ¡cómo le costó y le cuesta ser fiel al Evangelio, cómo claudicó una y mil veces, cómo vendió  a Cristo por un puñado de monedas o por una alianza política! Y con qué facilidad se  predica la pobreza desde los palacios, o la sinceridad mientras se amordaza las  conciencias, etc. El hombre es un rebelde por naturaleza; no sólo los hijos resisten a los padres, los  alumnos a los profesores, etcétera, sino que, sobre todo, el hombre resiste a su misma  verdad, a su yo interior, siempre recubierto por máscaras que alternativamente se quitan y  se ponen. Estamos amasados de vida y de muerte, y cuando la vida llega, la muerte refuerza sus  trincheras. Cuanto más viva es la Palabra de Dios, más dura es la resistencia. La muerte de Cristo en la cruz es la mejor prueba de ello.

b) No nos gusta cambiar de vida 

Tenemos un temperamento, una forma de ser, cierto tipo de personalidad, y nos cuesta  asumir la diaria responsabilidad por reformarnos y cambiar. Y justamente aquí pone su  dedo la Palabra de Dios, que es, casi por definición, una palabra que urge a la conversión. Si el hombre no tuviera nada que modificar, los profetas estarían fuera de lugar. Pero  desde el momento en que el profeta denuncia el pecado del hombre y de los pueblos, su  tarea se vuelve difícil y antipática. Quitárselos de en medio con la cárcel o la muerte fue  siempre un viejo recurso que aún no ha perdido vigencia.  En algún momento de la vida, a todos nos puede resultar un poco antipática la Palabra  de Dios: a veces suele ser dura, recta, intransigente; no cede ante el vicio, no afloja ante el  poderoso; no se amilana ante las dificultades.

c) Tenemos miedo a la inseguridad 

Si la Palabra de Dios nos urge a un cambio de vida, debemos por fuerza abandonar  cierta forma de pensar y de ser para comenzar de nuevo algo sobre lo cual no tenemos  experiencia ni garantía de felicidad y éxito. Escuchar la Palabra de Dios es como saltar  sobre un vacío... y sentir por un instante la sensación de volar sobre la nada. Este miedo suele ser de consecuencias fatales para una comunidad: aferrados a lo que  siempre tuvimos por verdadero, nos levantamos airados contra todo intento de cambio, sin  analizar, siquiera por un momento, si el cambio responde o no a una forma más auténtica  de vivir el Evangelio. Por eso, siempre hubo resistencias a las reformas de la Iglesia, tanto por parte de los  laicos como de los sacerdotes y obispos. Una vez que estamos instalados, con nuestros  esquemas endurecidos y, digámoslo de paso, cobijados y seguros bajo cierto régimen, se  hace muy duro hasta el solo hecho de ponerse a pensar que quizá sea necesario un  cambio. El hombre ama lo seguro... y la Palabra de Dios, tal como hizo con Abraham, suele  invitarnos a caminar «hacia la tierra que yo te mostraré», pero que nosotros no vemos ni  tenemos tanta seguridad de poseerla. Por otra parte, la fe no es una ciencia matemática o experimental que pueda demostrar  hasta la evidencia todos sus postulados. Siempre la fe trabaja sobre ciertas dosis de  confianza en el Dios que habla. Pero ahí está el problema del hombre: ¿Quién le asegura  que todo lo que se dice como Palabra de Dios es realmente cierto?

d) Tenemos miedo a encontrarnos con nosotros mismos 

Es el motivo que sintetiza toda nuestra resistencia: el temor a nuestra verdad desnuda, la  que emerge de nuestro yo verdadero y real. La Biblia nos presenta al hombre como un ser mentiroso desde el principio, como si la  mentira consigo mismo y con los demás fuese su arma más espontánea y la que mejor sabe  esgrimir. No hace falta que nos enseñen a mentir. Ante lo que nos molesta y duele en el orgullo, todos sabemos recurrir a sutiles formas  para autoengañarnos y engañar a los demás. Toda verdad duele y exige, sacude nuestra  pereza, aplasta nuestro orgullo y pone al descubierto esa oscura fuerza que nos  avergüenza pero que también nos domina. No es extraño, por lo tanto, que el evangelista Marcos nos muestre, con su crudeza  habitual, el triste espectáculo de los paisanos de Jesús que -sin motivo alguno serio-  resistieron sistemáticamente a su predicación, a tal punto que el mismo Jesús se asombró  de su falta de fe y, como cuenta Lucas, por poco terminan con él tirándolo por un  despeñadero.

2. Cómo resistimos a la Palabra 

Veamos, pues, cuáles son los mecanismos habituales mediante los cuales resistimos a la  Palabra de Dios, dando siempre una apariencia de racionalidad y de lógica a nuestras  excusas. El texto de Marcos nos sirve de guía.

a) «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos  milagros de sus manos?» Los habitantes de Nazaret, tras la predicación de Jesús -cuyo  texto trae Lucas-, se sintieron cautivados por su sabiduría, por la autoridad con que hablaba  y por los milagros que de él se narraban. Pero no estaban dispuestos a aceptar el cambio  que les proponía.

Entonces desviaron la atención de la llamada que se les hacía con esta pregunta: ¿Cómo  hizo para aprender todo esto? Detrás de esa pregunta hay otra cosa y es ésta: no estamos  dispuestos a pensar que tu palabra, la de un hombre como nosotros, sea la de Dios. Si Dios  quiere hablarnos, que venga directamente y que se nos revele como a los profetas. El orgullo humano choca contra la pobreza de Dios. Dios nunca habla con modos  espectaculares ni se vale de hombres muy sabios y famosos; sus mensajeros son siempre  muy poco divinos a los ojos humanos. Jesús no tenía gran escuela al modo de los escribas ni título alguno que mostrar. Había  escuchado al Padre en el silencio de su corazón y en las noches de oración. Pero, ¿cómo ponerse a la altura del orgullo humano si venía precisamente a destruir ese  orgullo? De ahí el dilema de la Palabra de Dios: no puede acomodarse al esquema humano  porque viene a denunciarlo como falso. Y al no acomodarse a la sabiduría humana -como  decía Pablo- concita el desprecio y la indiferencia. Si Cristo hubiera condescendido con sus paisanos, hubiera automáticamente traicionado  al Padre. Ese era su dilema y lo fue durante toda su vida.

Por eso comprendemos la resistencia de los nazarenos y la nuestra. Si llegáramos a  aceptar como Palabra de Dios esa palabra que nos llega por caminos tan humildes y  sencillos, tendríamos que renunciar a nuestra forma orgullosa de pensar y de obrar. Cuando Dios se nos revela por la pobreza y la humildad, intuimos qué nos quiere decir  con ese solo hecho. Y antes de que nos hable, ya tenemos el modo de esquivarlo: ¿De dónde saca esa  sabiduría? 

b) «No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y  Simón? ¿Y sus hermanas no viven con nosotros aquí?» Estas preguntas burlonas se basan  en el siguiente argumento: todo enviado de Dios viene del cielo, es distinto de nosotros y  nadie puede conocer nada de sus familiares porque es de otro mundo. En cambio, de este  Jesús conocemos todo, es como nosotros: nada especial hay en su familia ni en sus  parientes... ¿Qué se cree, entonces? Los evangelios nos enseñan que a menudo los judíos  apelaron a este argumento para resistir a la misión mesiánica de Jesús. Este modo de razonar, que podríamos llamar "mítico" o "mágico", desconoce y quiere  desconocer el misterio de la Encarnación. Con toda seguridad, cuando Marcos pone en  labios de los nazarenos estas preguntas, alude al escándalo que producía en judíos y  paganos el pensar que "un hombre como nosotros" pueda ser el Hijo de Dios, merecer culto  y tener que ser escuchado como mensajero divino.

En otras palabras: el mundo de los hombres está estructurado sobre la base de  categorías sociales y de status. Pensamos que todo lo importante tiene que venir de  alguien que está por encima de nosotros por su autoridad, su prestigio, su dinero, su poder,  etc. Y si Dios está por encima de los hombres, ¿cómo comprender a este Dios que nace en  un pesebre y muere en una cruz? En la misma Iglesia nos parece lógico que Dios hable de  arriba hacia abajo. Podemos aceptar la palabra de un Concilio o de un Papa, pero ¿y si la  Palabra de Dios se nos revelara a través de la gente sencilla, del testimonio de los pobres o  de los que no duermen a la sombra de un templo? Este fue el problema de los nazarenos:  Jesús no era escriba, ni jefe sacerdotal, ni teólogo, ni siquiera era sacerdote o levita. Era, ante los ojos de los ciudadanos, un profeta del pueblo, un hombre simple y vulgar.  Por lógica, entonces, no podía ser el mensajero divino.

Por eso, concluye Marcos, Jesús «fue motivo de escándalo entre ellos", o sea, motivo de  división y de caída. Jesús fue una trampa tendida a su orgullo fatuo y tonto, porque de muy  poco tenían que enorgullecerse los habitantes de uno de los pueblecitos más despreciados  de Palestina. Fina ironía del Evangelio. Para comprenderla mejor, bien podemos recordar aquel verso del cántico de María:  "Porque Dios poderoso... derribó a los orgullosos de su trono y exaltó a los humildes" (Lc 1,  52). Es la ironía de la fe: Dios se resiste a quienes quieren un Dios majestuoso, lejano, rico,  prepotente y politiquero. Ese es el Dios buscado por los hombres que quieren justificar sus  procederes amparados por slogans religiosos. Y hasta las mismas religiones acabaron por presentar ese Dios cuando sus jefes tuvieron  que justificar su poder y fastuosidad. Ese Dios es la tentación de la Iglesia que revive el  orgullo judío de negarse al Dios revelado en el carpintero, el hijo de María, cuya parentela  todos conocemos...

Concluyendo...

La Palabra de Dios hoy nos llega a nosotros provocando escándalo. Cada uno de nosotros quisiera una palabra que se acomodara a sus vicios, a su pereza,  a su modo de ser. Quisiéramos una palabra inofensiva, llena de elocuencia, pero que no  comprometiera a nadie. Y Dios nos habla, sí, pero a su modo. Nos habla aquí... Sí, aquí, en esta comunidad  donde todos somos gente vulgar, común y corriente, hasta el sacerdote que preside la  Eucaristía.

Como en aquella sinagoga de Nazaret, así aquí cada domingo nos habla Jesús, casi sin  que nos demos cuenta, porque éste es su modo de hablar. Y por eso también aquí puede pasar lo de Nazaret. Pasa muy poco o no pasa nada. Todo  sigue igual, porque no llegamos a valorarnos como personas, personas capaces de aportar  un grano de Palabra de Dios. Nos fijamos en los apellidos, en la profesión, en el coche, en  el dinero de los que estamos aquí, y preguntamos: ¿Quién de todos éstos puede  enseñarme algo? Y Jesús pasa desapercibido cuando salimos a la calle y se nos hace  presente en un amigo, en un familiar, en la noticia de un diario o en la página de un libro.  Su palabra nos puede llegar de las formas más insólitas, por eso es fácil hacerse el sordo. Si buscáramos realmente la verdad, la verdad desnuda, la encontraríamos en cualquier  parte y de cualquier forma. La verdad no tiene autor, ni título ni estuche especial. Hasta nos puede venir de un enemigo o del que está en la acera de enfrente. Si  fuéramos sinceros en buscarla, cuántas barreras caerían, cómo valoraríamos a los demás,  cómo dejaríamos de condenar al que no piensa como nosotros. Meditemos hoy un instante: Dios me habla por caminos sutiles y vulgares. ¿Quiero  escucharlo? ¿Quiero cambiar? ¿Cuáles son las mentiras que esgrimo para quitármelo de  encima? ¿Busco con sinceridad la verdad? 

SANTOS BENETTI
EL PROYECTO CRISTIANO. Ciclo B. 3º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1978


14. DIOS NO ES EXHIBICIONISTA  

¿No es éste el carpintero? 

Por lo general, los hombres buscamos a Dios en lo espectacular y extraordinario. Nos  parece poco digno encontrarlo en lo sencillo y habitual, lo normal y no vistoso. Según los relatos evangélicos, la verdadera dificultad para acoger al Hijo de Dios, no ha  sido su grandeza extraordinaria o su poder aplastante, sino precisamente el encontrarse  con «un carpintero», hijo de María, miembro de una familia insignificante. Alguien ha dicho que «la raíz de la incredulidad es precisamente esta incapacidad de  acoger la manifestación de Dios en lo cotidiano» (R. Fabris). No sabemos «reconocer» a  Dios en lo ordinario de la vida.

La encarnación de Dios en un carpintero de Nazaret nos descubre, sin embargo, que  Dios no es un exhibicionista que se ofrece en espectáculo, el Ser todopoderoso que se  impone y ante el que es conveniente adoptar una postura de «legítima defensa» (F.  Nietzsche). El Dios encarnado en Jesús es el Dios discreto que no humilla. El Dios humilde y cercano  que, desde el misterio mismo de la vida ordinaria y sencilla, nos invita al diálogo. Como  escribía D. Bonhoeffer, «Dios está en el centro de nuestra vida, aún estando más allá de  ella».

A Dios lo podemos descubrir en las experiencias más normales de nuestra vida cotidiana.  En nuestras tristezas inexplicables, en la felicidad insaciable, en nuestro amor frágil, en las  añoranzas y anhelos, en las preguntas más hondas, en nuestro pecado más secreto, en  nuestras decisiones más responsables, en la búsqueda sincera.

Cuando un hombre o una mujer ahonda con lealtad en su propia experiencia humana, le  es difícil evitar la pregunta por el misterio último de la vida al que los creyentes llamamos  «Dios». Lo que necesitamos es unos ojos más limpios y sencillos y menos preocupados por tener  cosas y acaparar personas. Una atención más honda y despierta hacia el misterio de la  vida, que no consiste sólo en tener «espíritu observador» sino en saber acoger con  simpatía los innumerables mensajes y llamadas que la misma vida irradia. Dios «no está lejos de los que lo buscan». Lo que necesitamos es liberarnos de la  superficialidad, de las mil distracciones que nos dispersan y de esa actividad nerviosa que,  con frecuencia, nos impide tomar conciencia de lo que es la vida y nos cierra el camino  hacia Dios.

JOSÉ ANTONIO PAGOLA
 BUENAS NOTICIAS NAVARRA 1985. Pág. 207 s.


15.

Lo dice un viejo papiro: "Un profeta no es acogido en su patria y un médico no consigue  curaciones entre personas conocidas". Los sociólogos constatan que, en las sociedades  tradicionalistas, cualquier intento de cambio por parte de uno de sus componentes suele ser  recibido como un ataque a la totalidad del grupo. Parece como si el innovador estuviese calificando de ineptos no sólo al resto de sus  convecinos, sino también a los antepasados.

Incluso actualmente, comunidades rurales y otros grupos pasan muchas veces por  situaciones parecidas. Es curioso que Jesús no volviese a hablar nunca en la sinagoga y lo hiciese a partir de  entonces al aire libre. La ceguera y sordera se habían adueñado de la institución.  El primer acto creyente de Abrahán fue "salir de su tierra y de su gente": confiar, caminar,  buscar. La comunidad de Jesús como conjunto y cada uno de sus integrantes de forma  personal tienen en él una pauta a seguir. No se trata de buscar solamente el rostro de  Cristo en la Iglesia, sus documentos y sus normas. Hemos de rastrearlo también al aire libre.

Descubrir la palabra en lo distinto, en las novedades, en los inventos, en las nuevas  situaciones y en la vida toda, sin dejarnos atrapar por lo establecido o acostumbrado, no  solamente es un deseo del Maestro, sino una necesidad de nuestra fe. Sin embargo,  suenen tal vez demasiado entre nosotros frases como: pies de plomo, hay que esperar (es  decir, aguardar), si es de Dios ya saldrá, el tiempo descubrirá, "qui va piano va lontano",  hay que ser prudentes, lo más seguro es esperar... Todo ello dicho en un mundo en el que,  para bien y para mal, la velocidad es una de sus características. Tan contrario a la virtud de  la prudencia es pasarse como no llegar, pero muchos sólo admiten en la práctica la primera  parte de la frase.

No podemos obligar a Dios a que hable siempre "por los cauces reglamentarios". La  biblia está llena de ejemplos en los que la palabra divina se da por medios insólitos o, al  menos, impensados por los hombres. El discípulo, sin menosprecio de su comunidad de fe, es invitado a la busca y escucha de  su Dios en lo pequeño, lo cotidiano o lo impensable. El hijo de un artesano normal y  corriente que vivía en una aldea que ni tan siquiera es citada en el Antiguo Testamento, sin  estudios especiales ni cargos relevantes, resultó ser la palabra definitiva de Dios. Y sus  vecinos más cercanos no le creyeron. Dios puede hablar en la tormenta y, tal vez, a través  de los rabinos más conocidos, pero ¿cómo va a hacerlo por una persona tan normal y  conocida? En el fondo se vislumbra una fe más en el Dios Altísimo y lejano que en el  Emmanuel o Dios con nosotros. Por el contrario, Ana y el anciano Simeón supieron  descubrirlo en la pequeñez de un niño.

El Nazaret tradicionalista no reconoció como profeta a uno de sus convecinos. La  Jerusalén del poder político, económico y religioso lo eliminará. Los discípulos no deben  olvidar lo ocurrido a su Maestro. Sus paisanos se hacen la pregunta exacta: "¿Quién es  éste?"; pero se contestan desde sus prejuicios y encasillamientos. No reconocen a Dios,  porque lleva el traje de todos los días. El milagro no consiste tanto en un hecho insólito externo, cuanto en ver la actuación de  Dios que salva. Hay que saber "leer" los hechos para ser testigos de un milagro. A los  nazaretanos les faltó fe para poder interpretar lo visto como acción divina. Jesús no pudo  hacer milagros en su aldea. 

EUCARISTÍA 1988, 32


16.

Cada uno de los cuatro evangelios tiene algunas características propias, peculiares. Y  una característica peculiar del evangelio de Marcos es la repetida pregunta que se hace  diversa gente ante Jesús: ¿quién es este? ¿de dónde le viene esta sabiduría y esta fuerza?  Y lo curioso es que -según Marcos- Jesús prácticamente no responde a la pregunta. Como  si quisiera decir: sólo el que me sigue, el que me va conociendo y amando, hallará -en el  fondo de su ser- la respuesta.

-Del asombro a la desconfianza  

Hoy hemos leído cómo la pregunta surge allí donde más conocían a Jesús: en su tierra,  en su pueblo, entre los hombres y mujeres que habían convivido treinta años con él, le  habían tratado como carpintero y conocían a toda su familia. Más aún: la pregunta surge  entre el que podríamos llamar el sector más practicante, más religioso de su pueblo (los que  iban el sábado a la sinagoga para la reunión semanal).

Notemos que -en la reacción de aquella gente- hay como dos pasos. El primero es de  reconocimiento asombrado de la sabiduría con que habla ahora Jesús, de constatación  sorprendida de la fuerza milagrosa de sus manos. Desde que Jesús ha dejado su pueblo,  las noticias que llegan de las poblaciones vecinas, de toda Galilea, hablan de estas  sorprendentes maravillas. Quizá algunos de Nazaret han sido testigos de ello en Cafarnaún,  en Tiberíades, etc. En una palabra: no niegan los hechos.

Pero -segundo paso- ante estos hechos, desconfían. ¿Por qué? Porque Jesús es uno de  ellos. Y lo que no pueden admitir -a pesar de la fuerza de las palabras y de los hechos- es  que Dios actúe y se manifieste a través de un hombre que es uno de ellos. Quizá si hubiera  venido de lejos, si hubiera sido un sabio con títulos o un hombre con misteriosos poderes...  Pero no uno de ellos: el carpintero, el hijo de María, el vecino y compañero de toda la vida.

-Pequeños profetas entre nosotros

Dice el evangelio que Jesús se extrañó de su falta de fe. Que allí apenas pudo hacer  nada (porque la desconfianza del hombre bloquea la eficacia del amor de Dios). Y, además, Jesús amplía el significado de este hecho más allá de él mismo. Comenta:  "No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa". Y este  comentario/constatación de Jesús nos puede llevar a preguntarnos -ahora y aquí- si no  puede suceder algo semejante entre nosotros.

"Profeta" no es sólo -ni sobre todo- aquel que habla del futuro sino todo aquel a través de  quien Dios habla y actúa y se hace presente entre los hombres y mujeres. Y no hemos de  imaginar sólo grandes profetas. Hay también muchos pequeños profetas que,  probablemente, pueden estar entre nosotros. (También en la Biblia, en el Antiguo  Testamento, encontramos profetas "mayores" y "menores": a menudo, estos, gente del  pueblo sin cargos ni estudios).

-¿Los valoramos? 

La cuestión que hoy, en este primer domingo de julio, nos podríamos plantear es si  nosotros reconocemos y valoramos a estos pequeños profetas menores que puede haber  entre nosotros. O si hacemos como aquella gente -practicante, religiosa- de Nazaret que  desconfió del profeta Jesús.

Me parece que debemos constatar que nos cuesta mucho admitir que Dios -el Espíritu de  Dios- habla y actúa y se hace presente en nuestra vida a través de hombres y de mujeres  semejantes a nosotros, sin necesidad de títulos ni de cargos. Fácilmente hacemos las  mismas preguntas escépticas que aquella gente de Nazaret: ¿no es este como uno de  nosotros? ¿de dónde le viene? 

Sin querer reconocer que a menudo esta reacción negativa viene de que estos profetas  nos inquietan, nos son incómodos. Fácilmente a Dios -y a sus profetas- preferimos tenerle  lejos, en otros tiempos y en otros lugares, no cerca de nuestra vida, junto a nosotros. Y así,  la semilla que quizá Dios quiere sembrar -a través de estos pequeños profetas- en nuestro  corazón, cae en la tierra dura de un corazón escéptico, desconfiado y no fructifica.

* * * 

"Se extrañó de su falta de fe" terminaba el evangelio hablando de Jesús y la gente de  Nazaret. Quizá también a veces Jesús se extrañe de nuestra falta de fe. Por eso, bueno  sería pedirle hoy que nos abra a la acción y a la palabra del Espíritu, que puede hacerse  presente en nuestra vida de muchos modos. También a través de hermanos y hermanas  semejantes y cercanos a nosotros. 

JOAQUIM GOMIS
MISA DOMINICAL 1994, 9


17.

1. El escándalo. 

El escándalo consiste en rechazar con razones penúltimas lo que habría que aceptar con  razones últimas (que se conocen muy bien). Eso es lo que hacen los paisanos de Jesús en  el evangelio de hoy. Ante todo no pueden sino asombrarse ante su enseñanza; no  comprenden «de dónde saca todo eso». Su sabiduría y su poder, mayormente sus  milagros, les superan, y así lo declaran. Pero no quieren admitirlo e invocan como  justificación de su actitud que conocen a su familia y que conocen ciertamente también su  vida anterior entre ellos. Si antes era un simple carpintero, ¿de dónde había sacado  súbitamente todo eso? Jesús generaliza esta objeción que le plantean sus paisanos: la  extiende al destino de todo profeta en su tierra, entre sus parientes y en su propia familia. Y  mientras el hombre mantenga esta objeción, no puede ser agraciado con ninguna curación,  que ciertamente presupone la fe confiada en Jesús. Pero el enviado de Dios debe  experimentar precisamente esta situación. Es lo que muestra la primera lectura de una  manera irrefutable.

2. «Enviado a un pueblo rebelde». 

Dios envía al profeta Ezequiel (como había enviado ya antes a Isaías, a Jeremías y a  otros profetas) expresamente a «los que le han ofendido», a «los testarudos», a «los  obstinados», a «los que se han rebelado contra él»: «A ellos te envío»; y el profeta no  puede llegar a ningún compromiso con ellos, sino que deberá transmitir únicamente la  palabra del Señor. No importa que el profeta tenga éxito o fracase en su predicación, eso  ya no afecta a su misión. El desprecio que Jesús experimenta en su tierra tuvieron que  experimentarlo no pocos profetas antes que él. Según el testimonio del propio Jesús casi  todos fueron asesinados para cerrarles la boca definitivamente. Posiblemente la gente  reconoció después «que hubo un profeta en medio de ellos».

3. «Cuando soy débil, entonces soy fuerte». 

El enigma de este designio divino se aclara con el destino universal de Jesús, que  determina también el de sus seguidores, los cristianos. Nadie ha sido rechazado tan radical  y universalmente como Jesús, que fue traicionado por un cristiano, despreciado por los  judíos y condenado a muerte por los paganos. «Los suyos no lo recibieron», aunque eran  «su casa» (Jn 1,11). El propio Jesús equipara su destino al de los profetas (Lc 13,33), pero  le distingue de ellos su misión humana y divina: tomar sobre sí el rechazo de los suyos y  obtener el asentimiento en sus corazones. Precisamente eso es lo que Pablo en la segunda  lectura ha comprendido como ley de la cruz que se verifica también en él: la gracia  demuestra «su fuerza en la debilidad». La cruz fue «la fuerza de Cristo». Y a partir de ella  puede decir también el cristiano: «Cuando soy débil -impotente, maltratado, perseguido-,  entonces soy fuerte; el destino victorioso de Cristo produce también su efecto en mí.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994. Pág. 177 s.


18. «COMO QUIEN OYE LLOVER» 

«Caer en saco roto»... «predicar en el desierto»... «por un oído me entra y por otro me  sale»... Son expresiones que vienen a significar lo mismo. Y que encierran, por supuesto,  un gran fondo de verdad: que, por nuestra deficiente actitud de escucha, muchas ideas,  propuestas e ideales pueden quedarse en «agua de borrajas», en proyecto, en bosquejo,  en sinfonías incompletas. En el evangelio de hoy, llega Jesús a su ciudad natal con el deseo ardiente de dejar caer  la simiente de Dios, la simiente de «su reino». Y sus paisanos, en vez de centrarse en el  mensaje que Jesús proclama, en lugar de interiorizar «la Palabra» para que iluminara sus  vidas, se enzarzan en un rosario de cotilleos caseros, miopes y paralizantes: «¿No es ése  el hijo del carpintero?».

¡Somos así! ¡Analizamos con lupa las puntillas del mantel y apenas valoramos la calidad  sustancial del tejido! Un porcentaje grande de nuestras actividades no producen el  anhelado fruto por alguna de estas razones:

-Por falta de prontitud en crear clima para la acogida y la escucha. (Ya ha comenzado el  profesor a explicar su asignatura; pero, vedlo: los alumnos siguen sacando; pasiva y  displicentemente, sus carpetas, sus folios, sus bolígrafos. Ya van pasando los compases  iniciales del concierto..; pero los oyentes siguen entrando con calma, entre sonrisas,  murmullos, y distracciones...).

-Por fijarnos más en el continente que en el contenido. (Efectivamente, nos hace gracia  que el profesor sea calvo o que la soprano sea voluminosa. Pero apenas nos enteramos del  contenido de la lección o de la capacidad expresiva de la cantante...).

-Por no dejar que sedimente lo que hemos visto y oído. Pasamos rápidamente a «otra  cosa» como patinando sobre hielo. No dejamos que las ideas calen, que lleguen al fondo  de nuestro discernimiento, que cuajen dentro para que podamos sacar lecciones prácticas  para la vida.

Ya se que estos ejemplos pertenecen al nivel humano, a nuestra vida social de cada día,  al vulgar empleo de nuestras horas y minutos. Pero podéis aplicarlos al terreno de lo  religioso, de lo apostólico, de nuestro compromiso cristiano. ¿Por qué no llegan a cristalizar  ciertos propósitos, ciertos objetivos, ciertos planes?  Admitámoslo sin paliativos. Tenemos muchas deficiencias en nuestra actitud de escucha.  Somos muy dados a perdernos en discusiones bizantinas. Dejamos fácilmente para mañana  lo que podemos hacer hoy. Y, mil veces, en vez de mirar al sol que nos señala el dedo, nos  quedamos mirando el dedo que nos señala al sol. ¿Qué es más importante: la Palabra de Dios que nos trasmite el sacerdote o el sacerdote  que nos trasmite la Palabra de Dios? ¿Hemos de declinar el colaborar en una buena causa  porque la idea haya partido «de uno que no es de los nuestros» o que es «hijo de algún  carpintero»? 

El final del evangelio de hoy es muy triste. Dice así: «Jesús, viendo que desconfiaban de  él, les decía: No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su  casa. Y no pudo hacer allí ningún milagro». Deberé hacerme esta reflexión muy seriamente. Muchos de mis pecados de omisión han  tenido como causa, la falta de prontitud y de atención en la escucha, la costumbre de «oír  como quien oye llover», la propensión a quedarme en la superficie de las ideas y de las  cosas, la falta de diligencia en tomar decisiones cuando las cosas ya están claras. ¿Habrá una segunda oportunidad? Me vienen a la mente como una premonición, los  bellos versos de Machado:

«Pregunté a la tarde de abril que moría:  
-¿Al fin la alegría se acerca a mi casa?  
La tarde de abril sonrió: 
La alegría  pasó por tu puerta. Y luego, sombría:  
-Pasó por tu puerta. Dos veces no pasa».

Por parte de Dios no faltarán. Es el Señor de la paciencia y de las nuevas  oportunidades.

ELVIRA-1.Págs. 163 s.


19.

Frase evangélica: «No desprecian a un profeta más que en su tierra»

Tema de predicación: LAS DIFICULTADES PARA CREER 

1. El Concilio afirmó que «la negación de Dios o de la religión no constituye, como en  épocas pasadas, un hecho insólito e individual; hoy día, en efecto, se presenta no raras  veces como exigencia del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo» (GS 7). En  realidad, más que oposición a la fe, se manifiesta en ciertos ambientes un desafecto; en  lugar de ateísmo o agnosticismo, se extiende una cierta increencia. En otros ámbitos donde  predomina la religiosidad popular, la fe se mezcla con elementos mágicos no cristianos; se  produce entonces un sincretismo en las creencias. No se atisba suficientemente al Dios de  Jesús, ni a Jesús el Cristo, ni el Evangelio del Señor.

2. Sus paisanos no sólo «desconfían» de Jesús, sino que se mofan de él denominándole,  en tono despectivo, «el hijo de María», sin paternidad conocida. Lo toman por un ser  insignificante, sin pasado ni futuro. Sencillamente, se muestran «faltos de fe». No creen ni  en la «sabiduría» de Jesús ni en sus «obras». Están decepcionados de su «enseñanza»,  pues no es Jesús el líder nacionalista capaz de arrojar a los romanos para implantar el reino  de Israel. La imagen de Jesús no encaja en los esquemas preconcebidos de los «judíos».

3. Las actitudes frente al hecho religioso cristiano y la vida evangélica de los creyentes  son a veces semejantes a las actitudes negativas de los compatriotas de Jesús. La fe se  considera una neurosis, el seguimiento de Cristo es cosa de alienados, y la sabiduría  evangélica equivale a pura necedad. Algunos desean un Dios controlable; admiten sólo la  imagen que se han hecho de Dios, pero no a Dios. Otros se aferran a un cristianismo  basado únicamente en los milagros.

4. Reconocen a Jesús los que escuchan sus palabras y las ponen en práctica. Para esto  último es necesario ir al «pueblo», defender como «profetas» la vida más amenazada y  soportar pacientemente posibles «desprecios». La salvación no viene del dinero, el poder y  las armas, sino de la «sabiduría» evangélica del pobre de Yavé.

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Somos personas de fe? 

¿Qué valor real damos a la vida cristiana? 

CASIANO FLORISTÁN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITÚRGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 215 s.