24 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XI DEL CICLO C
(13-24)

 

13.

1. Dos posturas opuestas

La reflexión evangélica de este domingo continúa y completa la del domingo anterior por varios motivos. Primeramente, porque el acontecimiento narrado por Lucas responde a los signos del Reino de Dios, signos que a su vez revelan la personalidad profética de Jesús puesta en duda por el fariseo que se escandaliza ante el gesto del Señor: «Si éste fuera profeta...»

En segundo lugar, porque la protagonista en cuyo favor actúa Jesús es nuevamente una mujer, también marginada por la sociedad: una prostituta. Y este hecho ya de por sí es muy significativo.

Lucas, preocupado por mostrar la actividad liberadora de Jesús, no sólo habla de publicanos, pobres, enfermos y niños, sino que acentúa la relación de Jesús con las mujeres, que no solamente son regeneradas de su humillante situación, sino que se transforman en verdaderas discípulas y seguidoras de Jesús. El evangelista cita a varias mujeres liberadas de los malos espíritus que juntamente con los Doce escuchan la palabra del Señor y lo sirven en sus diversas necesidades. Tal es el caso de la famosa María Magdalena, de la cortesana de Herodes, Juana, de Susana y de otras más (cf Lc 8,2-3).

Con esto Jesús rompe la rigurosa tradición rabínica judía que jamás toleraba a las mujeres en calidad de discípulas, estableciendo al mismo tiempo una estricta división sexual con relación al culto con evidente desventaja para las mujeres.

Desde la perspectiva de Lucas, la dignificación de la mujer por parte de Jesús es uno de los signos de la presencia del Reino de Dios en el mundo. La mujer es llamada al Reino de Dios, y el evangelio testifica la fe y la valentía de aquellas primeras mujeres «cristianas» que estuvieron al pie de la cruz cuando los apóstoles se mantenían escondidos, y que fueron las primeras en correr al sepulcro por lo que serán también las primeras testigos del Señor resucitado.

Dentro de este encuadre general tan característico del Evangelio de Lucas, el episodio de la prostituta anónima cobra un relieve particular, pues también es un caso-límite de opresión en la mujer y de la nueva perspectiva del Reino en Jesús.

La anónima mujer prostituta es como el signo personalizado de la condición prostituida de ese cincuenta por ciento de la humanidad que en aquella época vivía en clara situación de inferioridad con respecto al varón; mujer que aún hoy en nuestros países civilizados sufre directas o indirectas formas de prostitución y menosprecio.

Con estos elementos el evangelista Lucas contrasta magníficamente -como en el caso del publicano y del fariseo que rezaban en el templo, o en el caso de la adúltera y de los fariseos acusadores- dos características y opuestas posturas del hombre ante el Reino de Dios. Una es la posición del hombre que se reconoce pecador y que se salva por la fe y el amor; la otra es la postura del hombre que pretende redimirse por el legal cumplimiento de ciertas normas que le darían el acceso al Reino a modo de merecido premio.

Esta idea fundamental para comprender el cristianismo es desarrollada por el apóstol Pablo en la Carta a los romanos y en la Carta a los gálatas, tal como hoy se nos ha anunciado en la segunda lectura.

Sabemos por el domingo pasado cómo esta carta de Pablo denuncia la actitud de una minoría clasista judeo-cristiana que pretendía mantener cierto monopolio del Reino de Dios, enfatizando la separación con los llamados «pecadores». Pablo -antes que estuviera publicado el Evangelio de Lucas- subraya que la única postura del hombre ante Dios es la de quien necesita ser salvado por la fe en Jesucristo y no por los méritos de cierto cumplimiento legalista de la Palabra de Dios. Por eso dice: «El hombre no se salva (no se justifica) por cumplir la ley, sino por creer en Cristo Jesús... Si la salvación (justificación) fuera efecto de la ley, la muerte de Cristo sería inútil.»

Dentro de este contexto se comprende la frase reveladora de Jesús ante el escándalo de los invitados: «Tu fe te ha salvado, vete en paz», le dice a la mujer. La paz de Dios, fruto y signo del Reino, es la palabra con que Dios responde a la fe y al amor del pecador.

2. Una necesaria complementación

El relato evangélico de este domingo, más allá de la minuciosa e irónica narración de Lucas, subraya la única y auténtica postura del hombre creyente. Pablo habla de la fe que salva; Lucas habla de la fe y del amor (porque ama mucho se le perdona mucho), como poniéndonos en guardia contra cierta comprensión racional de la fe, que si es tal, no sólo es fruto del amor, sino que supone la erradicación del egoísmo para la instauración de un amor total a Dios y a los hombres.

La complementación de la fe y del amor («Tu fe te ha salvado... porque has amado mucho») es algo más que una discusión teológica; es la denuncia de una postura religiosa que en nombre de Dios y de la religión odia y condena al prójimo, con lo cual la religión se transforma automáticamente en un factor de división social e instrumento de poder para los farisaicamente auto-titulados hombres religiosos. Si los cristianos de todos los siglos hubiéramos abrazado en un solo gesto la fe y el amor (y no puede haber amor a Dios sin amor concreto al prójimo..., y prójimo no es solamente el "hermano" sino principalmente el extraño...), decimos que si esta unión se hubiera mantenido, nos hubiéramos ahorrado muchos odios, muchas divisiones y muchas guerras sostenidos y justificados en nombre de Dios y de su santa verdad.

La ironía de Lucas es clara: mientras el fariseo cumplidor de la ley divina desprecia y condena a la mujer prostituta, y condena a Jesús por dejarse tocar y besar por ella («Si éste fuera profeta, sabría quién es esta mujer que le está tocando y lo que es: una pecadora»), Jesús, por el contrario, pone al descubierto la solícita ternura de aquella mujer, ternura que contrasta con el frío trato, aunque cortés, del rico fariseo que no se preocupó ni por saludarlo con un beso ni por ofrecerle agua para los pies ni perfume para su cabeza.

La actitud del fariseo era aparentemente correcta, según los cánones sociales de aquella época y también de la nuestra. ¿Qué puede pensarse de un hombre que así se deja hacer por la prostituta? Sin embargo, los ojos nuevos de Jesús supieron ver lo que los demás no veían: la intención sincera y recta de aquella mujer que así demostraba su arrepentimiento, transformando los gestos pecaminosos de su "profesión" en gestos de reparación y de acción de gracias.

Pero hay algo más aún: en la parábola de los dos deudores del prestamista, Jesús revela que el amor de aquella mujer no solamente es la puerta que le abre al perdón, sino que también es la respuesta a un amor de Dios que fue primero. Como decíamos el domingo pasado: Dios toma la iniciativa para con el pecador que, al sentirse perdonado en lo mucho, responde con un gran amor.

El resumen y la síntesis de este interjuego entre Dios y el pecador es la frase final de Jesús a aquella mujer: «Tus pecados están perdonados... Tu fe te ha salvado.»

¿Qué es, entonces, la fe?

La palabra fe -de tan pobre significado entre nosotros- es uno de los vocablos más ricos del Nuevo Testamento, pues condensa en sí toda la nueva actitud y la nueva relación que Jesucristo preconiza entre Dios y los hombres. La fe no es ni esto ni lo otro, sino todo un conjunto de actitudes que van desde la confianza y la entrega hasta la conversión, el compromiso fraterno, el amor y la universal reconciliación.

Y esta fe -como no se cansa de repetirlo toda la Biblia- descansa sobre la firme confianza del hombre en un Dios bastante más comprensivo y fiel de lo que los hombres imaginamos y de lo que la misma religión se ha encargado de divulgar. Esa fe permitió a los publicanos y a aquellas mujeres pecadoras de las que se ocupa Lucas, como más tarde permitirá a los despreciados paganos, el convertirse en discípulos de Jesús y miembros de su Reino.

Así obra Dios, mal que les pese a muchas mentalidades farisaicas de ayer y de hoy. Y es esa misma fe la que obra el gran cambio en el interior del hombre que se reconoce pecador: transforma su pecado en gracia. Es la fe que repara todo el mal que se hizo anteriormente; es la fe que rectifica el camino torcido. Es, en fin, la fe del seguimiento hasta el pie de la cruz, como reflexionaremos en el próximo domingo.

Por tratarse de un texto evangélico tan rico en elementos, simples pero revolucionarios, será bueno que sinteticemos algunas conclusiones a fin de que cada uno en particular o en sus respectivos grupos pueda seguir profundizando desde una perspectiva actual.

1. La dignificación y revalorización de la mujer es uno de los grandes signos del advenimiento y presencia del Reino de Dios en el mundo.

Desde esta perspectiva será interesante que nos preguntemos si todavía no tenemos mucho que hacer en este campo, eliminando tantos tabúes machistas tanto de la sociedad en general como de la Iglesia en particular. Devolverle a la mujer el lugar que le corresponde en la comunidad cristiana para que su fe no parezca como de segunda categoría, puede ser un interesante objetivo de la acción evangelizadora de la Iglesia y de cada uno de nosotros en particular.

2. El Reino de Dios -a diferencia de lo que comúnmente ocurre en las instituciones religiosas- postula la preeminencia de la fe, del amor y de la recta intención interior por encima del cumplimiento de las normas morales, jurídicas y rituales.

FARISEÍSMO: El «espíritu farisaico» -que nada tiene que ver con la postura personal de muchos fariseos del tiempo de Jesús, pues el fariseísmo es una degradación de lo religioso- es la permanente tentación de la institución religiosa que sabotea el espíritu del Reino en pro de los intereses de los sujetos. El fariseísmo falsea lo religioso, transformando en fin lo que es un simple medio, ahogando la interioridad en beneficio de las formas. Por eso mismo cada comunidad por más religiosa que se considere -y precisamente por eso- debe examinarse constantemente a fin de que el amor -interior y concreto al mismo tiempo- prime sobre cualquier otro criterio.

También aquí tenemos otro interesante objetivo para nuestra vida cristiana: interiorizar la fe tanto en nuestras relaciones con Dios como en las relaciones entre los componentes de la comunidad.

BENETTI-C/3.Págs. 59 ss.



14.

Jesús y la mujer

Una mujer vuelve a ser la protagonista del relato del evangelio de hoy. El domingo pasado era aquella pobre viuda de Naín a la que Jesús, que formaba parte de esa comitiva de vida, le devuelve a su hijo único.

El evangelio de Lucas continúa con la pregunta de los discípulos, enviados por Juan Bautista, sobre si es Jesús el esperado, y con la polémica con los fariseos y escribas que acusan al maestro de comilón y borracho, amigo de recaudadores y descreídos. A continuación aparece el pasaje del evangelio de hoy, en que Jesús no come con pecadores, sino con el fariseo Simón, pero en el que irrumpe una mujer, conocida como pecadora, que comienza a cubrir sus pies de besos. Y el relato acaba con unas líneas en que se afirma que Jesús iba predicando la buena noticia, acompañado por algunas mujeres, a las que había curado y de "otras muchas que le ayudaban con sus bienes". Pocos pasajes son más reveladores del talante y de la persona de Jesús que el evangelio de hoy. Estamos acostumbrados a oírlo y, por eso, hay que intentar volver a escucharlo con frescura, imaginándose la escena.

Jesús es invitado a comer por un fariseo, en una época en que comer con una persona no era un acto convencional, sino cuando compartir la comida con una persona era participar de una compañía -precisamente, según algunos, «compañía» viene de «cum pane», compartir el pan con otro-. Fue una invitación fría e impersonal, en la que el anfitrión de Jesús no le dio las muestras de hospitalidad tradicionales en este tipo de comidas. De repente irrumpe esa mujer, conocida en la ciudad como pecadora pública, y comienza a extremar sus muestras de cariño al maestro. El evangelista es muy prolijo en los detalles: «Llegó con un frasco de perfume, se colocó detrás de él junto a sus pies, llorando, y empezó a regarle los pies con sus lágrimas, se los secaba con su pelo, los cubría de besos y se los ungía con aceite».

La situación creada fue de las que calificaríamos como embarazosa. Pensemos en un obispo o un sacerdote, invitado a una comida convencional y protocolaria, y en la que entrase de repente una mujer pecadora, probablemente una prostituta. Fácilmente hubiéramos pensado que esa mujer era una inoportuna, que no sabía guardar las formas. Quizá hubiésemos sacado la agenda y le hubiéramos dado hora para otro día.

Jesús no fue así: actuó con una libertad absoluta. Le habló con tremenda claridad al fariseo, incluso se le podría haber acusado de ineducado, a través de una hábil parábola: permitió que esa mujer le expresase todo su afecto y todo su respeto -el gesto de la mujer es una mezcla de gran amor y de gran respeto-. Y dijo unas frases impresionantes sobre el amor y el perdón: «Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor: pero -y otra vez se refiere veladamente al fariseo- al que poco se le perdona, poco ama».

Romano Guardini, comentando quizá este pasaje, decía que «cuando Jesús dice que no ha venido a salvar justos sino a pecadores, no quiere decir que excluya a los justos, sino que no los hay. Los hombres que no se consideran pecadores no existen para la redención o, mejor dicho, su redención consiste ante todo en que reconozcan que son pecadores».

No se trata de agudizar un neurótico sentido de la culpabilidad: pero si somos honestos con nosotros mismos, si reconocemos toda la necesidad que existe a nuestro alrededor, si somos conscientes de la injusticia que reina en nuestro mundo, ¿no tenemos que confesar inevitablemente, como David ante el profeta Natán: «He pecado contra el Señor»?

Si valoramos todo lo que hemos recibido en la vida, si somos creyentes y experimentamos el amor de Dios que se nos ha dado, ¿no tenemos que reconocer también, inevitablemente, que no estamos trabajando con los talentos que hemos recibido? ¿Cómo puedo decir que yo no tengo pecados porque no robo y no mato? Probablemente Francisco de Borja pagaba un tributo a su tiempo, al firmarse como «Francisco pecador», pero estaba mucho más en la realidad que nosotros cuando en el fondo nos consideramos justos y no necesitados del perdón de Dios.

¿Qué pasó en el corazón de aquella mujer, conocida como pecadora? Un autor da la siguiente explicación: «Lo que lleva a esta mujer a los pies de Jesús no es todavía el arrepentimiento. Es un amor anterior al perdón, es un amor violento, como una gran hambre o una gran sed. Esta mujer está invadida de una necesidad de pureza y de perdón, hasta morir, y con impulso infalible, reconoce en Jesús al Cordero que quita el pecado del mundo y que la purificará» (·Knox-R).

Aquella mujer debió experimentar lo que todos hemos sentido ante algunas personas: que hay en ellas una autenticidad, una pureza, una honestidad, que nos atraen irresistiblemente y ante las que sentimos que brota de nuestro interior lo mejor de nosotros mismos. Era una mujer que "tenía esperanza de encontrar a alguien que no la considerara objeto de placer; esperanza de ofrecer ya no su cuerpo, sino su corazón. En la presencia de Jesús se sintió habitada por aquel hombre» (·Chalet-F).

Y allí, en aquel encuentro tan humano, tan de corazón a corazón, sintió que brotaba de su interior la presencia de un Dios que creía en ella y que le daba el mejor de sus perdones.

Por el contrario, y en el otro extremo, está la figura de Simón el fariseo: el hombre frío y calculador que no se compromete para no cogerse los dedos. Ante la clara parábola de Jesús, responde con ese juicioso: «Supongo que aquel a quien la perdonó más». Es nuestro peligro: el hacer las paces con nosotros mismos, el creernos justificados ante Dios y ante nuestra conciencia porque «ni robo ni mato», o porque soy una persona cumplidora y practicante; es verdad que tengo pecados, pero no son graves... Aunque sea paradójico decirlo, ¿no es verdad que necesitamos a veces algún revolcón en lo que más nos duele para hacernos conscientes de que, como decía Guardini: «Los hombres que no se consideran pecadores no existen»? Es lo que le sucedió al rey David: quizá en su corazón se había creado una conciencia de hombre justo, que se derrumbó ante Betsabé, la mujer de Urías, el hitita. Y su figura salió engrandecida de aquel revolcón: «He pecado contra el Señor», y de los labios de aquel rey poeta surgió una de sus más bellos salmos, el salmo 51.

¿Cuántas veces experimentamos la vivencia bella y consoladora del perdón generoso de Dios que nos empuja a amar mucho? Algo más adelante el evangelio de Lucas nos va a presentar la maravillosa parábola del hijo pródigo, que en realidad es la parábola del Padre bueno: el mismo evangelista que nos había relatado con todo detalle la actitud de la pecadora ante Jesús, nos presenta con el mismo detalle el perdón generoso del Dios Padre que siempre nos espera al volver de nuestros caminos: «Su padre lo vio de lejos y se enterneció -se le conmovieron las entrañas-, salió corriendo, se le echó al cuello y lo cubrió de besos». Nuestras confesiones, nuestras reconciliaciones con Dios, deberían dejar de ser una rutina convencional para convertirse en un encuentro entre un Padre que nos cubre de besos y un hijo que regresa y le cubre también de besos.

Jesús en malas compañías es el título de una obra teológica, en la que el autor, A. Holl, subraya el hecho de que Jesús se sentaba a comer con los publicanos y los pecadores, con las personas de mala nota.

También podemos hoy añadir que para el mundo judío las mujeres eran igualmente «mala compañía». Ningún rabí hasta Jesús había permitido ser acompañado por mujeres. Jesús fue también distinto: las mujeres ocuparon un lugar indiscutiblemente importante en su vida y en su actividad. Jesús supo percibir toda la grandeza y la dignidad que anida en el corazón de la mujer.

Pablo al que algunos acusan de poco feminista ya tuvo que afirmar que en la fe de Jesucristo` ya "no hay hombre ni mujer"; que de la misma forma que se había roto la barrera que separaba a los griegos y los judíos, también se han desmoronado las barreras que separan a la mujer del varón.

¿Aprenderemos pronto los discípulos de Jesús a dar a la mujer la dignidad y la importancia que esta se merece y que ciertamente recibió del maestro?

GAFO-J-2.Pág. 242 ss.



15.

1. «He pecado contra el Señor»

El pecado de David, del que informa la primera lectura, es grande: abrasado por la concupiscencia, para conseguir a una mujer, se ha convertido en un asesino. Su pecado es más grave porque David ha sido agraciado por Dios con esplendidez. Ha sido ungido como rey de Israel, su enemigo ha sido sometido y las mujeres de éste han caído en sus brazos. Pero éstas no le bastaban, quería acostarse con otra, con la mujer de Urías el hitita. Se le impone un castigo: la espada no se apartará de su casa, y también el hijo de Betsabé morirá. Sólo entonces se llena de compunción y confiesa su pecado; y tras esta confesión, se le perdona su culpa.

2. Muy distinto es el perdón del que se habla en el evangelio. A la pecadora que importuna en el convite del fariseo, se le perdonan sus muchos pecados porque tiene mucho amor. ¡Qué declaración más misteriosa! Ciertamente con el «mucho amor» no se está pensando en sus pecados eróticos. Y sin embargo, aunque la prostituta era una amante extraviada y pecaminosa, era y es una mujer de alguna manera amable y amada, no instalada en su propia justicia, y en su amor aún impuro encontrará la gracia divina del perdón un punto de contacto para impulsarla a este maravilloso testimonio de arrepentimiento. «Los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios» (Mt 21,31). No es que el amor de la prostituta haya movido a la misericordia de Dios a perdonarla, para que ella pueda después demostrar al Señor un amor grande y puro. Pero el concurso de la gracia siempre preveniente y del principio de un amor auténtico en la mujer constituye un todo que no debemos intentar disociar. En el escaso amor del que se cree justo, el amor divino que perdona sólo puede arraigar difícil e insuficientemente. La parábola que Jesús cuenta a su anfitrión fariseo (la del prestamista que tenía dos deudores: uno que le debía quinientos y otro cincuenta denarios), es y seguirá siendo paradójica: pues en realidad el fariseo debe mucho más a Dios que la pecadora. La parábola se pronuncia desde el horizonte espiritual del fariseo. Pero quizá se pueda establecer un nexo con la historia de David, pues el gravísimo pecado de éste tampoco procede en último término de un corazón malvado y obstinado, sino de un amor extraviado por el pecado. Por eso se hunde enseguida cuando se le acusa, se arrepiente y confiesa su culpa.

3. «El hombre no se justifica por cumplir la ley».

La enseñanza de Pablo en la segunda lectura puede entenderse como una explicación del evangelio. Pablo es un fariseo y un pecador que ha sido perdonado. Pero Jesús le ha convencido de su pecado («¿por qué me persigues?»), y su falso celo ha sido transformado por la gracia en un celo autentico. Por eso está «muerto para la ley, porque la ley me ha dado muerte»; con su perseverancia en el camino de la ley (que produce el pecado: Rm 7) ha llegado a su fin; no por sus propias luces sino por la gracia del que se le ha revelado como el Crucificado -por la ley, pero Crucificado por mí- y lo ha crucificado con él. Crucificado en el amor a Cristo, un amor que -Pablo lo sabe bien- es la única causa de mi conversión a la pura entrega. Ahora ya no están frente a frente mi yo y la ley que yo debo guardar, sino el Cristo que me ama y mi fe (es decir, mi entrega) en él, o mejor: esta relación ha quedado superada porque el Señor, que me ha tomado consigo, a mí y a mi pecado, me posee en sí, de manera que ya no vivo en mí mismo, sino en él; o mejor aún: «Es Cristo quien vive en mí».

BALTHASAR-2.Pág. 263 ss.



16. «LAS PROSTITUTAS OS PRECEDERÁN»

Allá te llegaste, mujer, con tu frasco de perfume, a la sala del festín, en casa de aquel rico fariseo. Allá te entraste, mujer de la «soledad» y de «las compañías,» «oscuro objeto del deseo», aventurera del placer epidérmico y triste, trabajadora del oficio más antiguo del mundo, según dicen.

Pero no te entraste como otras veces: a exponer tu mercancía y dejar que «los otros» te eligieran para usarte. Para usarte y luego dejarte. Para dejarte y luego comentar: «Es una mujer de la vida, es una pecadora». No. Esta vez no fue como otras veces. Esta vez, en cierto modo, elegiste tú. (Y digo «en cierto modo» porque ya sabes que este tipo de elección siempre viene de El.) Y hacia El te fuiste con soltura y decisión. Y no pediste dinero a nadie. Al contrario: el despilfarro corrió de tu cuenta, porque «te colocaste detrás, junto a sus pies, los regaste con tus lágrimas, los enjugaste con tus cabellos, se los cubriste de besos y se los ungiste con tu perfume».

Todos hicieron «sus juicios» naturalmente. El anfitrión pensó que Jesús «no era un profeta, porque si lo hubiera sido, sabría quién era aquella mujer». Judas pensó en lo bien que habría venido el dinero de aquel perfume para «su bolsa». Los demás probablemente te vieron como una intrusa que les ibas a «aguar la fiesta» y ¡quién sabe si podías dejar al «descubierto» sus «cubiertas aventuras»!

Pero el «juicio» que nos interesa fue el que hizo Jesús, naturalmente. Y fue éste: «Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor. Pero al que poco se le perdona, poco ama».

Y esta frase bifocal, mujer del llanto y del perfume, ha quedado ahí como fuente inagotable de reflexión sobre el amor y el arrepentimiento. ¿Es una frase disyuntiva o es un binomio ambivalente? ¿Se te perdonaron los pecados porque amaste mucho a Jesús? ¿O amaste mucho a Jesús porque se te perdonó todo?

Que discutan los teólogos y los exegetas. A ti te queda el consuelo de que a ti, por ti y a propósito de ti, la dijo Jesús. A nosotros, los demás pecadores, nos resulta válida por cualquier lado que la miremos.

-«Se me perdonará mucho -todo- si amo mucho». Si amo de verdad: de pensamiento, palabra y obra. Afectiva y efectivamente. Al Dios que hay en Jesús y al Jesús que hay en nuestros hermanos. Si les amo en la salud y en la enfermedad, en las alegrías y en las penas, todos los días de la vida. Se me perdonará mucho -todo-, si yo, a mi vez, perdono todo. Y a todos.

-Y la segunda frase también ha de convertirse en realidad: «Como se me perdona mucho, tengo que amar mucho». Es decir, el amor con que nos ha amado Dios, nos compromete. Nobleza obliga. Amor con amor se paga. «¿Qué devolveré al Señor por todo lo que El me ha dado?» A nada que haya en nosotros un mínimo de lógica y un mínimo de vergüenza, tendremos que estremecernos y repetir con San Pablo: «Me amó y se entregó a sí mismo por mí». Y anonadarnos de asombro ante la pasividad de los hombres que no rompen sus «vasos de perfume» ante el Señor, exclamando con el «poverello» de Asís: «El Amor no es amado, el Amor no es amado»...

ELVIRA-1.Págs. 242 s.



17.

Frase evangélica: «Tus pecados están perdonados»

Tema de predicación: EL ARREPENTIMIENTO DEL PECADO

1. Después de mostrar a Jesús poderoso en palabras, Lucas lo presenta poderoso también en obras, como liberador de la enfermedad (criado del centurión), de la muerte (el muchacho de Naín) y del pecado (la mujer pecadora). Jesús es un «gran profeta» que acoge a los pecadores y los perdona cuando éstos reconocen que su salvación está en Dios. El amor es consecuencia del perdón, fruto de la conversión. Pero, ante todo, la fe: «Tu fe te ha salvado».

2. El pecado aparece a lo largo de toda la Escritura, porque se opone al amor y la misericordia de Dios, que constituyen la verdadera trama del relato bíblico. Los profetas muestran que el pecado es oposición a los planes de Dios, a su alianza, a su promesa, a su reino... Por eso denuncian el pecado, lo ponen en su lugar y proponen la conversión. No es suficiente el arrepentimiento como mero reconocimiento de un error o falta; es necesario además cambiar de vida para producir frutos de conversión.

3. Cristo es el Siervo que ha venido a librar al ser humano de sus pecados. Es, por tanto, el Salvador. Jesús ama a los pecadores, aunque denuncia el pecado; y muestra en sus enseñanzas la misericordia de Dios. Se acerca a los pecadores, come con ellos y los defiende de la severidad de los fariseos. Cuando hay arrepentimiento, perdona siempre.

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Por qué motivos nos arrepentimos?

¿Unimos el arrepentimiento a la conversión?

FLORISTAN-1.Pág. 288



18. TU FE TE HA SALVADO; VETE EN PAZ

Comentando la Palabra de Dios

2Sam. 12, 7-10. 13. Aquel niño, pastor humilde y sencillo, que fue sacado por Dios de andar tras las ovejas y puesto como rey al frente de su pueblo, se ha convertido en un criminal, violador y asesino. La Escritura no cierra los ojos ante los gravísimos pecados cometidos por David. Lo único que lo salva es el reconocimiento humilde de su maldad y el haber sabido pedir perdón. Dios, rico en misericordia, siempre está dispuesto a perdonar a quien, reconociendo su culpa y su pecado, vuelve a Él con un corazón sinceramente arrepentido, pues Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Por muy grandes que sean nuestros pecados jamás podrán apagar el amor, lleno de misericordia, que Dios siente por nosotros. Esto no puede llevarnos a ser unos malvados pensando que al fin y al cabo Dios siempre nos perdonará. El Señor no nos quiere hundidos en el pecado. Él quiere que nos levantemos e iniciemos el camino de retorno a Él para que, renovados en Cristo, iniciemos un nuevo camino, como testigos del amor y de la misericordia que Dios nos ha manifestado, para que todos vuelvan al Señor y encuentren en Él el perdón de sus pecados y la Vida eterna.

Sal. 31. La obra de salvación no es obra nuestra, sino la Obra de Dios en nosotros. Efectivamente, si algo tenemos de qué gloriarnos sería sólo de nuestras debilidades y pecados. Junto con el profeta Daniel confesamos ante el Señor Dios nuestro: A ti, Señor, la justicia, a nosotros la vergüenza en el rostro, como sucede en este día. Al Señor, Dios nuestro, la piedad y el perdón, porque hemos sido rebeldes contra Él. Y Dios se llena de celo por su pueblo; escucha el clamor de los pobres; contempla la sinceridad de nuestro arrepentimiento y nos absuelve de nuestra culpa y de nuestro pecado. Por eso, justificados por Dios, debemos caminar en adelante ya no como esclavos de la maldad, del pecado y de la muerte, sino como hijos de Dios, renovados en Cristo y hechos criaturas nuevas para alabar el Nombre de nuestro Dios y Padre.

Gál. 2, 16. 19-21. La Ley ha cumplido con su papel de conducirnos hacia Cristo. Pero la justificación no procede del cumplimiento de la Ley, sino de la gracia, de la misericordia y del amor gratuito que Dios nos tiene, y que nos ha manifestado en Cristo Jesús. Quienes creemos en Él, en Él encontramos la salvación, pues no hay otro nombre, ni el cielo ni en la tierra, en el cual podamos salvarnos. Creer en Cristo no puede reducirse a confesarlo como Señor y Dios nuestro con los labios. La fe en Jesús debe afectar toda nuestra persona, pues Dios no sólo quiere iluminar nuestra mente con verdades reveladas, sino que quiere revestirnos de su propio Hijo, de tal forma que pueda contemplar en nosotros a su Hijo amado, en quien Él se complace. Quien una su vida a Cristo, en Él será santo como Dios es Santo. Pero para esto debemos aceptar ser renovados en Cristo, dejarnos perdonar por Él, e iniciar un nuevo camino, ya no bajo el impulso de nuestras pasiones desordenadas, ni de nuestra concupiscencia, sino bajo el impulso del Espíritu, que día a día nos va formando conforme a la imagen del Hijo de Dios. Dejémonos guiar y renovar en Cristo por obra del Espíritu Santo, que actúa en nosotros la salvación que Dios ofrece a todos.

Lc. 7, 36-8, 3. Dar un banquete mientras se juzgan las actitudes de los convidados, pensando que sólo uno tiene la razón; o que todos deben actuar según los pensamientos de uno mismo, según la propia formación o conforme a la propia cultura es tanto como vivir, no unos momentos de auténtico amor sino sólo unos momentos de aristocracia, de querer quedar bien ante los demás, de lucimiento personal. Pero cuando se tiene la confianza de entregar incluso la propia vida, tal vez demasiado deteriorada, poniéndola confiadamente en Aquel que sabemos que nos ama y que puede reorientar nuestra vida, significa no sólo dejarse amar, sino amar dándolo todo sin reservas. Finalmente, lo que parece contar en la presencia de Dios es el amor. Eso es lo único que Él reconoce como suyo, aun cuando pareciera muy poca cosa.

La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.

En la Celebración de la Eucaristía no podemos decir que le hemos cumplido a Dios únicamente porque hemos realizado puntualmente los ritos establecidos. Lo que Dios espera de nosotros es que lo amemos, presentándonos ante Él sin hipocresías; ofreciéndole lo que somos, tal como somos y nos encontramos en el momento presente. No nos ganaremos a Dios con ofrendas tal vez muy importantes. Es el amor lo único que nos hace dignos en su presencia, pues Él bien sabe que quien lo ame estará dispuesto a dejarse renovar y a convertirse en un signo de su amor salvador para los demás. Entonces llegaremos a nuestro prójimo no sólo como aquellos que han estudiado mucho acerca de Dios, sino como aquellos que son testigos del amor y de la misericordia del Señor para con todos. En la Eucaristía el Señor se acerca a nosotros con todo su poder salvador, sabiendo que somos pecadores, pero sabiendo que si Él se ha hecho uno de nosotros es porque quiere salvar todo aquello que se había perdido. Por eso acerquémonos con gran confianza al Señor, rico en misericordia; pero con un corazón contrito, humillado y lleno de amor por el Señor que nos ama y quiere salvarnos.

La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.

Destaquemos aquello que nos dice el final del Evangelio de este día: Jesús continuó su camino proclamando el Evangelio por diversas ciudades y poblados. Y, además de los doce, lo acompañaban algunas mujeres que habían sido liberadas de espíritus malignos y curadas de varias enfermedades; y le socorrían con sus bienes. Aquel que ha sido objeto del amor divino; aquel que ha recibido los dones y beneficios de Dios debe hacer llegar a los demás aquello con que Dios le ha socorrido. Nuestra fe, efectivamente, no se nos puede quedar en sólo arrodillarnos ante el Señor. Mientras nos conformemos con proclamar el Evangelio sólo con los labios, incluso yendo a tierras lejanas, pero pasemos de largo ante el dolor, ante el sufrimiento, ante las injusticias, ante la pobreza, ante el hambre y la desnudez de los demás no podremos ser unos auténticos testigos del Señor pudiendo llegar, incluso, a ser considerados unos hipócritas, por no unir nuestras obras al Evangelio de Salvación que proclamamos.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber dar testimonio, en la vida ordinaria, del Misterio de salvación que hoy hemos vivido, sabiendo ser misericordiosos para con todos, como Dios lo ha sido para con nosotros. Amén.

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19. DOS FORMAS DE ACOGIDA SEGÚN LA CAPACIDAD DE AMAR

Al término del primer tramo de la estructura paralela que estamos examinando, encontramos una perícopa (unidad bien delimitada que tiene sentido por sí misma) donde se ejemplifican dos actitudes contrastadas, actitudes que de hecho se dan ya entre los diversos componentes del grupo de discípulos de Jesús, a fin de que los miembros de las diversas comunidades que van a leerlo y comentarlo examinen sus propias actitudes y disciernan por sí mismos con cuál de los dos personajes se identifican.

Tratándose de la última perícopa del primer tramo de la estructura, podríamos decir que Lucas resume en ella las diversas actitudes con que Jesús se ha topado hasta ahora en Israel, y a la vez se sirve de ella, a manera de puente, para introducir el segundo tramo. Puesto que ya hemos identificado una serie de marcas y de rasgos característicos del «lenguaje» de Lucas, trataremos de relacionarlos y de contrastarlos, a fin de sacarles el meollo. Los cuatro evangelistas describen una escena análoga, pero con rasgos muy discordes, indicativos de situaciones completamente diversas (véanse Mc 14,3-9; Mt 26,6-13; Jn 12,1-8).


LOS OBSERVANTES Y LOS MARGINADOS DE ISRAEL EN UN PUÑO

Empecemos por el escenario: la «casa del fariseo» Simón (7,36b), como lugar de reunión de todos los que participan de su mentalidad, la comunidad (vv. 37b.44b, subrayada por la repetición) constituida por Simón y los «comensales» (v. 49a). El escenario queda calificado a continuación por la intencionalidad mostrada por el fariseo: «Un fariseo lo invitó a comer con él» (7,36a). Se pone de relieve la función de «comer», siendo el «alimento» sinónimo de enseñanza: participar de una misma mesa comporta, en la mente de un semita, compartir una misma mentalidad. Jesús entra en casa del fariseo y se recuesta a la mesa (vv. 36b.37b.44b, nuevamente muy subrayado).

Los personajes. El primero que aparece en escena es un individuo masculino, descrito con los rasgos típicos de los personajes representativos («cierto», indefinido), perteneciente a una colectividad («de entre los fariseos», v. 36a). Representa, por tanto, una parte o facción de esta colectividad, no todo el partido fariseo. De momento no lleva nombre. Además del partitivo «cierto (individuo) de entre los fariseos», es identificado como «el fariseo» tres veces (vv. 36b.37b.39a). En el preciso momento en que pone en duda que Jesús sea un profeta, éste lo pone en evidencia designándolo por su nombre, «Simón», nombre que se repetirá a partir de ahora también tres veces. Es el único fariseo que lleva nombre en los evangelios sinópticos (de «fariseos» con nombre, sólo encontramos, en Jn 3,1, Nicodemo; en Hch 5,34, Gamaliel, y 23,6, Pablo: «Yo soy fariseo, hijo de fariseos»).

En contrapartida, el segundo personaje es femenino, una «mujer pública» (vv. 37a.39b.47-48; además, «mujer» aparece también en los vv. 44a.44b.50a: es el modo de subrayar al máximo, dentro de un género literario arcaico, la calidad de un personaje), sin nombre, introducido con una locución que los evangelistas emplean con frecuencia para centrar la atención en el personaje en torno al cual gira el relato («y, mirad, una mujer...», v. 37a: se corresponde con el foco de los escenarios; véase 2,25; 5,12; 7,12, etc.). Representa («cierta mujer») el estamento de los marginados por motivos religiosos y sociales por parte de la sociedad teocrática judía.

La descripción detallada que Lucas hace de la mujer, que todos tienen en la ciudad por una «pecadora», deja ya entrever que en ella se ha verificado un giro de ciento ochenta grados: «Y, mirad, una mujer conocida en la ciudad como pecadora, al enterarse de que estaba recostado en la mesa en casa del fariseo, llegó con un frasco de perfume, se colocó detrás de él, junto a sus pies, llorando, y empezó a regarle los pies con sus lágrimas; se los secaba con el pelo, se los besaba y se los ungía con perfume» (7,37-38). Con tres acciones –"regar/secar, besar, ungir" describe de forma tridimensional el sentimiento de profunda gratitud de esta mujer. Volveremos a ello en seguida.


¿QUE PINTA UNA PECADORA PUBLICA EN CASA DE UN FARISEO?

En la escena que examinamos descubrimos una serie de rasgos sorprendentes: un individuo perteneciente al partido fariseo (los observantes y defensores por antonomasia de la Ley) invita a Jesús (vv. 36a.39a.45b, triple repetición tipos en negrilla actuales) «a comer con él», convencido que comparte las mismas ideas y convicciones religiosas, pese a que los dirigentes religiosos (los fariseos y los letrados juristas) hayan rechazado a Jesús (6,11) y que éste les haya reprobado haber frustrado el plan que Dios tenía previsto para ellos (7,30). El fariseo Simón, además, no está sólo, sino que ha invitado también a sus colegas que piensan como él, «los otros comensales» (v. 49a). Jesús, por el contrario, no va acompañado de nadie cuando entra en la casa (vv. 36b.44c).

Un segundo rasgo chocante lo constituye el hecho de que una mujer pública ponga los pies en casa de un fariseo. Simón, por lo que se ve, no es fariseo intransigente, ya que muestra cierta tolerancia hacia los individuos representados por la pecadora, por lo menos mientras Jesús está en su casa. Tampoco los comensales hacen aspavientos, al menos en principio.

Ni el fariseo ni los comensales se atreven a reprochar a Jesús su comportamiento hacia la pecadora, sino que lo formulan en su fuero interno (vv. 39a. 49a). El primero se escandaliza porque Jesús se ha dejado «tocar» por una «mujer pecadora» (7,39b), pues quien toca a un impuro queda él mismo impuro. Como buen fariseo, pese al afecto que profesa a Jesús, continúa creyendo en la validez de la Ley de lo puro e impuro, continúa dividiendo la humanidad entre buenos y malos, entre justos y pecadores, ufano de su condición privilegiada de hombre justo y observante. Los comensales se escandalizan también, pero en un segundo momento: «empezaron a decirse: "¿Quién es éste, que hasta perdona pecados"» (7,49), es decir, no repiten el reproche, sino que, complementándose con aquél, formulan uno más grave. El primero ponía en duda la aureola de «profeta» que rodeaba a Jesús; los segundos en la misma línea que los fariseos y los maestros de la Ley en el caso del paralítico (cf. 5,17.21-22)- se resisten a aceptar que un hombre pueda «perdonar pecados», cosa que ellos reservaban en exclusiva a Dios coronando así la pirámide del poder (Dios - dirigentes - pueblo), pirámide que les permitía excluir y marginar a todos los que no pensaban como ellos.


EL AGRADECIMIENTO, DISTINTIVO DE LA PERSONA LIBERADA

La parábola que encontramos en el centro de la perícopa ilumina y desenmascara dos actitudes contrapuestas, invirtiendo la escala de valores que todos tenían como válida: «"Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios de plata y el otro cincuenta. Como ellos no tenían con qué pagar, hizo gracia (de la deuda) a los dos. ¿Cuál de ellos le estará más agradecido?" Contestó Simón: "Supongo que aquel a quien hizo mayor gracia." Jesús le dijo: "Has juzgado con acierto"» (7,41-43). El número «cinco», factor común a «quinientos» y a «cincuenta», pone en íntima relación los dos deudores y su deuda. El término «hizo gracia» indica que no solamente se les ha perdonado la deuda (aspecto negativo), sino que los ha «agraciado» con un don, el don del Espíritu (aspecto positivo). La experiencia del Espíritu se manifiesta en la capacidad de agradecimiento de uno y otro.

Teniendo en cuenta la descripción que acaba de hacer de los dos personajes, nos damos cuenta de que el observante, el fariseo, tiene una exigua capacidad de agradecimiento, pues está convencido de que se ha ganado a pulso la salvación, a excepción de la pequeña deuda que había contraído. La seguridad personal que le da el cumplimiento de la Ley le impide experimentar plenamente la gratuidad de la salvación. La liberación que experimenta es relativa, pues está condicionada por el lastre de sus prácticas religiosas. La mujer pecadora, en cambio, que ha tocado fondo, tiene mucha más capacidad que el otro de percatarse de la novedad que comporta el mensaje de Jesús y de la nueva e incomparable libertad que ha experimentado al acogerlo.


QUE CADA COFRADE TOME SU VELA

En la aplicación de la parábola, Jesús recalca los rasgos con que Lucas había descrito la actitud de acogida de la persona de Jesús por parte de la pecadora y los contrasta con las omisiones del fariseo: éste no ha sido capaz siquiera de ofrecerle las tradicionales muestras de hospitalidad típicas del mundo oriental: «¿Ves esta mujer? (¡la que él tanto ha despreciado!). Cuando entré en tu casa no me diste agua para los pies; ella, en cambio, me ha regado los pies con sus lágrimas y me los ha secado con su pelo. Tú no me besaste, ella, en cambio, desde que entró no ha dejado de besarme los pies. Tú no me echaste ungüento en la cabeza; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume» (7,44-46).

El contraste palmario entre «el fariseo» y la mujer «pecadora», personajes que ejemplarizan dos tipos de «deudores» a quienes «se ha hecho gracia» de deuda (500/50 denarios) que nunca hubieran podido saldar (vv. 41-43) y que, no obstante haberse sentido atraídos uno y otro por la persona de Jesús y su mensaje liberador, dan muestras muy diversas de «agradecimiento», sirve para elevar a nivel de paradigma dos actitudes contrapuestas que con toda probabilidad se dan ya entre los mismos discípulos: la del grupo que representa a Israel, compuesto de judíos observantes y religiosos (su única preocupación es la Ley de la pureza / impureza ritual), tipificado por Simón, Santiago y Juan (cf. 5, 1-11), así como por los Doce (cf. 6,12-16) y, ahora, por el fariseo Simón (¿es pura coincidencia la homonimia entre Simón «Pedro» y el «fariseo» Simón?), y la del grupo que representa a los marginados de Israel, descreídos y ateos, tipificado por el recaudador de impuestos, Leví (cf. 5,27-32), y, ahora, por la mujer pecadora.


LA CONCIENCIA DEL PERDÓN
ACRECIENTA LA CAPACIDAD DE AMAR

La acogida que uno y otro han brindado a Jesús es diametralmente opuesta. Ambos han sido descritos mediante una terna -agua, beso, ungüento- de acciones / omisiones (vv. 38 / 44-46) que son interpretadas como muestras de agradecimiento / de falta de afecto: «Por eso te digo (forma solemne de introducir una aseveración importante): "Sus pecados, que eran muchos, se le han perdonado, por eso muestra tanto agradecimiento; en cambio, al que poco se le perdona, poco tiene que agradecer"» (7,47). Tanto a Simón como a la mujer les ha sido perdonada una deuda personal con anterioridad a la presente escena: la invitación hecha a Jesús para que comiese con él quería ser una muestra de gratitud, pero como el cambio de vida que había experimentado no ha sido profundo, se ha mostrado poco agradecido; la mujer, en cambio, todo lo contrario, ha dado grandes muestras de agradecimiento por la liberación plena que había experimentado.

El hilo conductor de la secuencia es la actitud agradecida de la mujer por la salvación que ha experimentado gracias a su adhesión a Jesús; por contraste, queda en evidencia la actitud fría y desagradecida del fariseo Simón. En el fondo, la temática es la sólita de Lucas: «justos / pecadores». Aquí se nos explica por qué los justos no son capaces de amar y, por tanto, de dar una adhesión plena y confiada a Jesús: porque se les ha perdonado poco y no han tomado conciencia de que la deuda, por pequeña que les pareciese, nunca la habrían podido enjugar; no están capacitados para valorar la gracia del perdón, ya que son unos autosuficientes. Los pecadores, en cambio, tienen conciencia clara de la absoluta gratuidad del perdón y se adhieren plenamente y sin reservas a Jesús, gracias al cual se han sentido liberados.

Hemos visto la última secuencia del primer tramo de la estructura paralela. Por cuarta vez se formula en el marco de esta estructura la cuestión sobre la identidad de Jesús: «Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo», en boca de Israel; «¿Eres tú el que tenía que llegar o esperamos a otro?», en boca del Precursor; «Este, si fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo está tocando: una pecadora», en boca de Simón; «¿Quién es éste, que hasta perdona pecados?», en boca de los comensales. Jesús ha ido mostrando toda su capacidad liberadora: curando al esclavo del centurión romano, representante del paganismo; resucitando al hijo único de la viuda de Naín, representante del pueblo de Israel; respondiendo a la interpelación de Juan con toda clase de signos liberadores y dejando constancia una vez más de que el Hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados (cf. 5,24). La liberación es condición previa para que el mensaje pueda ser proclamado.

Josep Rius-Camps, El Éxodo del Hombre libre. Catequesis sobre el Evangelio de Lucas, Ediciones El Almendro, Córdoba 1991


20.

La presente unidad narrativa es característica y exclusiva de Lucas. Las principales articulaciones son: en primer lugar, un hecho (7,36-38); en segundo término, la reacción silenciosa del fariseo y la discusión abierta con Jesús (7,39-46); después, una conclusión (v. 47) cuya importancia es decisiva en orden a la interpretación del texto; finalmente, el perdón y la despedida de Jesús a la pecadora.

El contexto de esta escena es un banquete en el que Jesús es invitado y dos personajes muy distintos (un fariseo y una prostituta) se acercan a ofrecerle sus dones.

La actitud del fariseo, quien invita a Jesús a un banquete material, es de juicio y dominio, por eso se pronuncia con autoridad ante la actitud de Jesús. Se trata de la actitud típica farisaica. Tiene hecha su verdad, no necesita que nadie le enseñe.

La pecadora, por el contrario, que no ha sido invitada, se acerca a Jesús, ha descubierto quién es él, y le ofrece sencillamente lo que tiene: el perfume que utiliza para su trabajo, sus lágrimas y sus besos. Ante estos dos personajes Jesús hace una comparación. Interpreta la actitud de la mujer como un efecto de su amor y gratuidad por haber sido comprendida y perdonada.

Esta visión de Jesús se ilumina a partir de la parábola (7,41-43): de los dos deudores insolventes: amará más al Señor aquél a quien le ha sido perdonada la mayor de las deudas. De este modo queda evidenciada la actitud del fariseo y de la prostituta. Lucas nos viene a mostrar cómo Jesús ha venido a ofrecer el perdón de Dios a todos los insolventes de la tierra. La actitud típica farisaica es no aceptar el perdón; piensa que sus cuentas están claras, se siente plenamente en paz y, por lo tanto le resbalan las palabras de Jesús que aluden al don de Dios que borra los pecados. Este Evangelio nos lleva a comprender cómo la mirada de Jesús penetra las actitudes profundas. No se queda en las apariencias, sino que mira el corazón. Así es el Dios de los cristianos, y así en buena lógica deberíamos ser también los cristianos. Ante un mundo donde se le da tanta importancia a la imagen, a las apariencias, al caparazón, a la superficie, los cristianos están llamados a ser hombres y mujeres del corazón, de la interioridad, del ser.

Diario Bíblico. Cicla (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica)


21.

Jesús es invitado a cenar a casa de un fariseo llamado “Simón”. Invitar a comer en la propia casa a alguien importante es un signo de que se quiere honrar a esa persona, por tanto, se hará lo mejor para que se sienta bien. Sin embargo, Simón el fariseo, el anfitrión, no guarda las reglas de cortesía con las que se solía atender a un huésped importante. No recibe a Jesús en la puerta, no coloca las manos en el hombro de Jesús ni lo saluda con un beso. No le ordena a un siervo que le lave los pies, ni le ofrece agua para lavarse la cara y las manos antes de comer; tampoco lo unge con perfume para que tenga un olor agradable.

Mientras Jesús cenaba, se presentó una mujer conocida en el pueblo como una pecadora y enjugó con perfume y con sus lagrimas los pies de Jesús, los secó con su cabello y los besó. Los invitados y el mismo Simón quedaron sorprendidos, no por lo que estaba haciendo la mujer, sino porque Jesús se dejara tocar por una prostituta. ¿Qué clase de profeta era Jesús?, pensaba Simón. Jesús se adelantó al pensamiento de Simón y le contó un breve relato en el que subraya un aspecto muy importante de su mensaje salvífico: la misericordia de Dios para con los pecadores.

Hay que entender el texto de hoy desde el contenido de la parábola que cuenta Jesús. El amor de los deudores es la respuesta al perdón de la deuda del prestamista, es decir que, al que mucho se le ha perdonado, demuestra mucho amor, en cambio, al que se le perdona poco, demuestra poco amor. El perdón de Jesús para con la pecadora es la respuesta al gran amor manifestado por la misma mujer para con Él. Con estas palabras el evangelista nos quiere expresar la íntima relación que hay entre el amor agradecido y el perdón de los pecados. Un perdón que se hace presente en Jesús, que nos presenta el rostro misericordioso del Padre.

Simón, el fariseo y todos sus invitados, parecen incapaces de comprender lo que significa la misericordia de Dios, no pueden abrirse a la dimensión de la salvación porque se encuentran entre aquellos a los que se les ha perdonado poco, son autosuficientes, se creen buenos, no necesitan del perdón de Dios. No pueden entender lo que significa la gracia, el don gratuito y generoso que ofrece Jesús como hijo del Padre misericordioso. No entienden, ni comprenden, ni aceptan que el perdón no se da a cambio de amor, sino que se da simplemente sin esperar nada a cambio. El perdón es un regalo gratuito, esto es lo que la fe de la pecadora ha entendido; por eso Jesús le dice: “Tu fe te ha salvado, vete en paz”.

A veces nosotros somos como Simón, el fariseo y sus invitados. ¿Con cuánta frecuencia somos incapaces de descubrir la presencia misericordiosa de Dios y de su mano amorosa en los acontecimientos ordinarios de nuestra vida?

SERVICIO BÍBLICO LATINOAMERICANO


22. La mujer pecadora y la misericordia de Dios

Autor: P. Juan J. Ferrán

Es un relato maravilloso en todo su desarrollo. Comienza la historia con la invitación de un fariseo a comer en su casa. En la misma ciudad había una mujer pecadora pública. Al saber que Jesús estaba allí, cogió un frasco de alabastro de perfume, entró en la casa, se puso a los pies de Jesús a llorar, mojando sus pies con sus lágrimas y secándoselos con sus cabellos, ungió los pies de Cristo con el perfume y los besó. El fariseo, entretanto, ponía en duda a Cristo. Pero Jesús, que leía su pensamiento, le propuso una parábola sobre un acreedor que tenía dos deudores y a ambos perdonó. Se aprovechó de aquella parábola para salir en defensa de aquella mujer comparando su actitud con la de él: la de ella llena de amor y arrepentimiento; la de él llena de soberbia y vanidad. Tras ello, hace una afirmación que parece la absolución tras una excelente confesión: “Le quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor”, dice dirigiéndose al fariseo, llamado Simón. Y a la mujer: “Tus pecados quedan perdonados. Tu fe te ha salvado. Vete en paz”. Los comensales volvieron a juzgar a Jesús: “Quién es éste que hasta perdona los pecados?”.

Siempre que se mete uno a fondo en la propia vida y comprueba lo lejos de Dios que se encuentra y ve cómo el pecado grave o menos grave nos domina, se puede sentir la tentación del desaliento y de la desesperación. Del desaliento en cuanto a sentirse uno incapaz de superar las propias limitaciones. De desesperación en cuanto a pensar que no se es digno del perdón misericordioso de Dios. En estos momentos de los ejercicios, tras haber reflexionado sobre el pecado, podemos sentirnos desalentados o desesperados. Por ello, es muy importante sin frivolidad y sin infantilismos, -porque a veces se toma a Dios así-, echarnos en brazos de la misericordia divina.

Dios siempre está dispuesto a perdonar, a olvidar, a renovar. Ahí tenemos la parábola del hijo pródigo en la que un padre espera con ansia la vuelta de su hijo que se ha ido voluntariamente de su casa. Dios siempre nos espera; siempre aguarda nuestro retorno; nada es demasiado grande para su misericordia. Nunca debemos permitir que la desconfianza en Dios tome prisionero nuestro corazón, pues entonces habríamos matado en nosotros toda esperanza de conversión y de salvación. La misericordia del Señor es eterna. En el libro del Profeta Oseas leemos frases que nos descubren esa ternura de Dios hacia nosotros: “Cuando Israel era niño, yo le amé... Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí... Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla...” (11, 1-4).

Frecuentemente una de las acciones más específicas del demonio es desalentarnos y desesperarnos. “Ya no tienes remedio. Ya es demasiado lo que has hecho”. Y muchos de nosotros nos dejamos llevar por esos sentimientos que nos quitan no sólo la paz, sino la fuerza para luchar por ser mejores. Dios, en cambio, siempre nos espera, porque nos ama, porque no se resigna a perder lo que su Amor ha creado. “Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión” (Os 2,21). Qué nunca el temor al perdón de Dios nos aparte de volver a El una y otra vez! Hasta el último día de nuestra vida nos estará esperando.

La misericordia de Dios, sin embargo, no se puede tomar a broma. Ella nace en el conocimiento que Dios tiene de nuestra fragilidad, de nuestra pequeñez, de nuestra condición humana, y, sobre todo, del amor que nos profesa, pues “El quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”. La misericordia divina no puede, en cambio, ser el tópico al que recurrimos frecuentemente para justificar sin más una conducta poco acorde con nuestra realidad de cristianos y de seres humanos, o para permitirnos atentar contra la paciencia divina por medio de nuestra presunción.

A espaldas de la pecadora sólo hay una realidad: el pecado. En su horizonte sólo una promesa: la tristeza, la desesperación, el vacío. Pero en su presente se hace realidad Cristo, el rostro humano de Dios. Ella nos va enseñar cómo actúa Dios cuando el ser humano se le presta.

La mujer reconoce ante todo que es una pecadora. Esas lágrimas que derrama son realmente sinceras y demuestran todo el dolor que aquella mujer experimentaba tras una vida de pecado, alejada de Dios, vacía. Hay lágrimas físicas y también morales. Todas valen para reconocer que nos duele ofender a Dios, vivir alejados de Él. A ella no le importaba el comentario de los demás. Quería resarcir su vida, y había encontrado en aquel hombre la posibilidad de la vuelta a un Dios de amor, de perdón, de misericordia. Por eso está ahí, haciendo lo más difícil: reconocerse infeliz y necesitada de perdón.

Cristo, que lee el pensamiento, como lo demostró al hablar con Simón el fariseo, toca en el corazón de aquella mujer todo el dolor de sus pecados por un lado, y todo el amor que quiere salir de ella, por otro. Todo está así preparado para el re-encuentro con Dios. Se pone decididamente de su parte. Reconoce que ella ha pecado mucho (debía quinientos denarios). Pero también afirma que el amor es mucho mayor el mismo pecado. “Le quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor”. Se realiza así aquella promesa divina: “Dónde abundó el pecado, sobreabundó la misericordia”. El corazón de aquella mujer queda trasformado por el amor de Dios. Es una criatura nueva, salvada, limpia, pura.

La misericordia divina le impone un camino: “Vete en paz”. Es algo así como: “Abandona ese camino de desesperación, de tristeza, de sufrimiento”. Coge ese otro derrotero de la alegría, de la ilusión, de la paz que sólo encontrarás en la casa de tu Padre Dios. No sabemos nada de esta pecadora anónima. No sabemos si siguió a Cristo dentro del grupo de las mujeres o qué fue de ella. Pero estamos seguros de que a partir de aquel día su vida cambio definitivamente. También a ella la salvó aquella misericordia que salvó a la adúltera, a Pedro, a Zaqueo, y a tantos más.

En nuestra vida de cristianos, y muy especialmente en la vida de la mujer, tan sensible a la falta de amor, tan proclive al desaliento, tan inclinada a sufrir la ingratitud de los demás, es muy fácil comprender lo que le dolemos a Dios cuando nos apartamos de su amor y de su bondad. Por ello, abrámonos a la Misericordia divina para reforzar nuestra decisión de nunca pecar, de nunca abandonar la casa del Padre, de nunca intentar probar ese camino de tristeza y de dolor que es el pecado.

La constatación de nuestras miserias, a veces reiteradas, nunca deben convertirse en desconfianza hacia Dios. Más aún, nuestras miserias deben convencernos de que la victoria sobre las mismas no es obra fundamentalmente nuestra sino de la gracia divina. Sólo no podemos. Es a Dios a quien debemos pedirle que nos salve, que nos cure, que nos redima. Si Dios no hace crecer la planta es inútil todo esfuerzo humano. Somos hijos del pecado desde nuestra juventud. Sólo Dios pude salvarnos.

Junto a esta esperanza de salvación de parte de Dios, la Misericordia divina exige nuestro esfuerzo para no ser fáciles en este alejarnos con frecuencia de la casa del Padre. Hay que luchar incansablemente para vivir siempre ahí, para estar siempre con Él, para defender por todos los medios la amistad con Dios. El pecado habitual o el vivir habitualmente en pecado no puede ser algo normal en nosotros, y menos el pensar que al fin y al cabo como Dios es tan bueno... Estaremos siempre en condiciones o en posibilidades de invocar el perdón y la misericordia divina?

No olvidemos que como la pecadora siempre tenemos la gran baza y ayuda de la confesión. Ella hizo una confesión pública de sus pecados, manifestó su profundo arrepentimiento, demostró su propósito de enmienda. Al final Cristo la absolvió. La confesión es fundamental para el perdón de los pecados. Más aún, es necesaria la confesión frecuente, humilde, confiada. Como otras muchas cosas, sólo a Dios se le ha podido ocurrir este sacramento de la misericordia y del perdón. No acercarse a la confesión con frecuencia es una temeridad. Tenemos demasiado fácil el regreso a Dios.


23.

Comentarios Generales

 II SAMUEL 12, 7-10. 13:

Esta narración ha dejado en la Historia Salvífica y en la Teología profunda huella por las interesantes enseñanzas que contiene:

— El pecado de David narrado con toda su objetividad y crudeza. Ni se calla ninguna de las circunstancias agravantes. El Rey ha sido elegido por Dios; y colmado de honores, victorias y predilecciones como ningún otro personaje de la Historia de Israel. A estas predilecciones divinas va ahora a responder David con pecados gravísimos que ofenden a Dios, manchan la Alianza y escandalizan a todo el pueblo: Adulterio del Rey con agravio despiadado de uno de sus más fieles soldados: mientras este leal soldado—Urías— está en campaña, David comete adulterio con Bersabé, esposa de Unas. Al adulterio sigue el asesinato. Un asesinato tramado villanamente, cínicamente. El mismo Unas lleva en sus manos, en pergamino sellado que ha de entregar a Joab, la sentencia que David ha fulminado contra el fiel servidor. A sangre fría la ejecuta Joab; y al recibir David la noticia de: «Misión cumplida», celebra la boda con Bersabé, sin que asome el mínimo remordimiento a su conciencia. Es uno de esos asesinos a los que la conciencia no les advierte que sus manos chorrean sangre, porque la astucia al servicio de las pasiones conduce al cinismo y a la insensibilidad moral.

— Tan grave ataque a la Ley de la Alianza no puede dejar mudos a los Profetas, guardianes de su pureza y fidelidad. El Profeta Natán se enfrenta con el poderoso y atolondrado Rey; y en nombre de Dios le conmina con los castigos divinos. Su apólogo o parábola, ordenada a despertar la conciencia y el arrepentimiento del Rey David, hizo impacto inmediato; y lo sigue haciendo a través de los siglos en miles de conciencias. Haríamos bien en leerlo y aplicárnoslo hoy, que tanto se va perdiendo la conciencia del pecado.

— David será ejemplar de pecador penitente. Su humildad, su dolor, sus lágrimas de contrición sincera parecen palpitar en el Salmo «Miserere», que será por siempre más la oración del corazón contrito y humillado. Nos sería muy provechoso recitarlo siempre que nos acercamos al Sacramento de la Penitencia.

GÁLATAS 2, 16. 19-21:

Ante la asamblea de Antioquía y ante una falta de tacto de Pedro (no error doctrinal), Pablo defiende el camino a seguir. El Evangelio ni es ni debe parecer una secta Mosaica:

— La Ley no puede dar otra santidad que la ritual o cultual; mera sombra y prenuncio de la que lo es de verdad: la gracia. Pedro defendió esta verdad en Act 11, 1-18. Si en Antioquía se atiene a la Ley Mosaica es en consideración de los judíos allí residentes; para evitar su escándalo. Pero con ello hace daño a los muchos cristianos de la gentilidad que hay en la Comunidad de Antioquía. La gran autoridad de Pedro podría convertir en un deber lo que él hace sólo para no exacerbar a los «judaizantes». Pablo ve el peligro de que éstos hagan de la conducta de Pedro una tesis y una bandera; e impongan la Ley Mosaica a todos los convertidos de la gentilidad. Esto era cerrar la puerta al Evangelio entre los gentiles. Y contenía el peligro de un gravísimo error dogmático: que la «Salvación» pendiera de la Ley y no de Cristo. S nos salva Moisés, ¿a qué ha venido Cristo? Pablo, que fue celoso fariseo, conoce esto existencialmente y con claridad meridiana desde que en Damasco se pasó de los brazos yertos de la Ley a los brazos salvadores de Cristo crucificado y resucitado.

— Esta su hermosa experiencia vivencial nos queda cincelada en aquella su frase inmortal, de la que teólogos y místicos extraerán sus luces y sus ardores:

«Vivo, mas ya no yo; es Cristo quien vive en mí» (20). Mi «yo», mi persona, si sólo cuenta con el propio caudal o si sólo recibe ayuda de otro débil y limitado como yo, ni que sea Moisés, no tiene más destino que el fracaso y la muerte. Pero Cristo, Hijo de Dios, se me entra en lo más íntimo de mi ser y sin destruir mi personalidad física e individual me llena de su Espíritu; ya vivo de El; ya vive El en mí; ya soy hijo de Dios; ya soy inmortal. La fe y adhesión vital a Cristo, por tanto, no me empobrece. Me dignifica. Me plenifica.

LUCAS 7, 36-8, 3:

Este Evangelio nos recuerda cómo encontrarse con Jesús es encontrarse con la Salvación, por grandes que sean nuestros pecados. El los perdona todos porque los expía todos. Él los perdona todos porque es la Misericordia de Dios, el rostro visible de la Bondad de Dios.

— Esta «pecadora» no es la Magdalena (8, 2), ni María de Betania (Jn 11, 1). Es innominada.

— La Ley es sólo para llegar a Cristo. Sólo Cristo nos da la Salvación. Retornar a la Ley y exigirla como condición salvífica sería anular a Cristo. Es evidente:

— La clave para interpretar la parábola de Jesús nos la da el v 47: La pecadora responde con señales de inmensa gratitud y amor porque sabe que se le perdona mucho. El fariseo es incapaz de todo esto, porque es incapaz de entender y reconocer que necesita el perdón.

— Es muy exacta la definición que los fariseos han dado de Jesús, bien que la dan maliciosamente. Sí, Jesús es amigo de pecadores. Esta es nuestra suerte. Su misericordia no tiene medida. Sólo se pierde el que por orgullo o contumacia rechaza el perdón del Salvador, que todos necesitamos.

(José Ma. Solé Roma O.M.F., "Ministros de la Palabra", ciclo "C", Herder, Barcelona, 1979, p. 167-170)


 

San Gregorio Magno

 

Homilía XIII. Predicada al pueblo en la basílica de San Clemente en la feria sexta de as cuatro témporas de septiembre.

Al pensar en la penitencia de María Magdalena, mejor que decir algo, quisiera llorar; pues ¿a qué corazón, aunque sea de piedra, no movería a imitar su penitencia las lágrimas de esta pecadora? Porque ella consideró lo que había hecho y, no quiso poner coto a lo que había de hacer: ella se presentó en medio de los comensales, llegó sin ser llamada y ofrendó sus lágrimas en medio del festín. Deducid qué amor la abrasaría, cuando no se avergüenza de llorar en medio de un banquete.

Pero esta a quien San Lucas llama mujer pecadora, San Juan la llama María; nosotros creemos que es aquella María de la que San Marcos afirma que fueron arrojados siete demonios. Y ¿qué se designa por los siete demonios sino todos los vicios?, pues como todo el tiempo se comprende en siete días, propiamente todas las cosas se significan por el número siete; por eso María, que tuvo todos los vicios, tuvo siete demonios.

Más he aquí que se puso a mirar las manchas de su torpe vida y corrió, para ser lavada, a la fuente de la misericordia; sin avergonzarse de los convidados; porque, como ella se avergonzaba gravemente de sí misma en su interior, no creyó que hubiera exteriormente cosa que la avergonzara.

¿Y cuál admiramos más, hermanos carísimos, el que María venga o el que la reciba el Señor? ¿Que la recibe diré o que la trae? Pero mejor diré que la trae y la recibe; porque sin duda, El, que con su mansedumbre la recibió exteriormente, interiormente la trajo con su misericordia.
Bien: recorriendo el texto del Evangelio, veamos también ya el orden por el que vino a ser sanada. Trajo un vaso de alabastro lleno de bálsamo, y, -arrimándose por detrás a los pies de Jesús, comenzó a bañárselos con sus lágrimas, y los limpiaba con los cabellos de su cabeza, y los besaba, y derramaba sobre ellos el bálsamo.

Es cosa clara, hermanos, que aquella mujer, mientras estuvo dada antes a las obras ilícitas, llevó consigo el bálsamo para perfumar su cuerpo; de manera que aquello que antes torpemente habla aplicado a sí, ahora laudablemente lo ofrecía a Dios; con los ojos había deseado lo terreno, pero ya, afligiéndolos por el arrepentimiento, lloraba; había exhibido sus cabellos adornando su rostro, pero ahora con los cabellos limpiaba las lágrimas; habla hablado con labios altaneros, pero ya, besando los pies del Señor, los imprimía en las plantas de su Redentor. Luego cuantos deleites tuvo, otros tantos holocaustos halló en sí. El número de sus delitos lo convirtió en número de virtudes, para que cuanto por su parte había despreciado culpablemente a Dios, todo ello sirviera a Dios en penitencia.

Mas el fariseo, viendo esto, lo despreció; y no sólo reprochó a la mujer pecadora que vino, sino también al Señor; que la recibe, diciendo en su interior: Si éste fuera profeta, bien conocería quién y qué tal es la mujer que le está tocando, porque es una mujer de mala vida He ahí el fariseo, verdaderamente soberbio en su interior y falsamente justo; tacha a la enferma por su enfermedad y al médico por su acogida, siendo así que él mismo padecía la llaga de la soberbia y lo ignoraba.

De suerte que el Médico hallábase entre dos enfermos, pero el uno, en medio de su fiebre, conservaba íntegro el sentido; el otro en la fiebre había perdido el sentido de la inteligencia. En efecto, aquélla lloraba lo que había hecho, pero el fariseo, ensoberbecido con falsa justicia, aumentaba lo grave de su enfermedad; así es que en su enfermedad había perdido además el sentido, puesto que también ignoraba que él distaba de, estar sano.

Pero, al hablar de esto, fuérzanos a llorar el ver que algunos de nuestro orden, adornados con el ministerio sacerdotal, si han llegado tal vez a hacer bien alguna cosa, aunque sea la más insignificante, en seguida menosprecian a los súbditos y se indignan contra los pecadores del pueblo y no quieren compadecerse de los que confiesan su culpa, y, al modo del fariseo, tienen por indigno el dejarse tocar por la mujer pecadora.

¡Oh Cierto que, si aquella mujer se hubiera acercado a los pies del fariseo, sin duda que la habría retirado, echada a puntapiés, porque se creería manchado con el pecado ajeno; mas, por no estar en posesión de la verdadera justicia, enfermaba con la enfermedad ajena.

Por eso es siempre necesario que, cuando veamos a cualesquiera pecadores, nos consideremos primero a nosotros como caídos en la desgracia de aquéllos, porque tal vez o hemos caído o podemos caer en cosas semejantes; y aunque es verdad que la censura del maestro debe perseguir siempre los vicios con la virtud de la disciplina, pero, con todo, conviene que distingamos cuidadosamente que a los vicios los debemos el rigor, pero a la naturaleza la compasión; porque, si se debe fustigar al pecador, al prójimo hay que sostenerle. Ahora bien, cuando él mismo se arrepiente de lo que ha hecho, entonces nuestro prójimo ya no es pecador, pues, al aplicarse a sí mismo la justicia de Dios, ya castiga en sí lo que la divina justicia condena.

Más oigamos ya la sentencia por la que este soberbio y arrogante queda convicto. Se le presenta el ejemplo de dos deudores, uno de los cuales debía menos y el otro más, y se le pregunta que, habiendo sido perdonada la deuda a ambos, quién de los dos ama más al que los perdonó. Pregunta a la cual responde en seguida: Aquel a quien se perdonó más.

Aquí es de notar que el fariseo, al quedar convicto por su propio fallo, viene a cargar, como frenético, con el lazo en el cual quedó prendido.

El Señor le enumera lo bueno que ha hecho la mujer pecadora y le enumera lo malo que ha hecho el falso justo, diciendo: Yo entré en tu casa, y no me has dado agua con que se lavaran mis pies; más ésta ha bañado mis pies con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabe- llos. no me has dado el ósculo de paz, pero ésta, desde que llegó, no ha cesado de besar mis pies. Tú no has ungido con óleo mi cabeza, y ésta ha derramado sobre mis pies su bálsamo. Y después de este recuento, deduce la sentencia: Por todo lo cual te digo que le son perdonados muchos pecados, porque ha amado mucho.

¿Qué pensamos, hermanos míos, que es el amor sino fuego? Y ¿qué la culpa sino hollín? Por eso ahora se dice: Le son perdonados muchos pecados, porque ha amado mucho. Como si claramente se dijera: Ha quemado del todo el hollín de sus pecados, porque está muy abrasada en el fuego del amor; pues tanto más se consume el hollín del pecado cuanto más se abrasa en la hoguera de la caridad el corazón del pecador.

Ahí lo tenéis; la que había llegado enferma al médico quedó curada; en cambio, otros enferman todavía con motivo de la salud de ella, puesto que los que estaban sentados a la mesa, a una murmuraron para sus adentros, diciendo: ¿Quién es éste, que también perdona los pecados?

Pero el Médico celestial no desprecia a los enfermos a quienes ve hacerse peores con la medicina, sino que asegura a la que antes había curado, pronunciando esta sentencia: Tu fe te ha salvado, vete en paz.

Ahora bien, su fe la salvó, porque no dudó conseguir lo que pidió; pero es que también había recibido ya la certeza de su esperanza por gracia de Aquel de quien confiadamente buscaba la salud.

Y se la manda que vaya en paz para que no torne nuevamente a la senda del escándalo desde el camino de la verdad. Por eso se dice también por Zacarías (Lc. I, 79) Para enderezar vuestros pasos por el camino de la paz. Enderezamos, pues, nuestros pasos por el camino de la paz cuando nuestras acciones siguen el camino que se conforma con la gracia de nuestro Creador.

Y bien, hermanos carísimos, ya que hemos concluido la exposición histórica, ahora, si os parece bien, expongamos todo lo dicho en sentido místico.

¿A quién, pues, designa el fariseo que presume de su falsa justicia sino al pueblo judío; y a quién la mujer pecadora que se arroja llorando a los pies del Señor sino a la gentilidad convertida? La cual vino con un pomo de alabastro, derramó el bálsamo, se colocó por detrás a las plantas del Señor, regó sus pies con lágrimas, las enjugó con sus cabellos y no cesó de besar los pies que ungía y enjugaba.

A nosotros, sí, a nosotros representó aquella mujer cuando, después de haber pecado, nos volvemos de todo corazón al Señor y la imitamos en el llanto de la penitencia; porque ¿qué se significa por el bálsamo sino el olor de la buena fama? Por eso dice San Pablo (2 Cor. 2,15): Nosotros somos el buen olor de Cristo delante de Dios. Luego, cuando obramos rectamente, perfumando la Iglesia con el olor de la buena fama, ¿qué hacemos sino derramar el bálsamo en el cuerpo del Señor? Pero nosotros nos hemos puesto frente a los pies del Señor cuando, situados en la culpa, nos resistíamos a seguir sus pasos; más cuando, después de haber pecado, nos convertimos a la verdadera penitencia, ya nos colocamos por detrás a sus pies, porque seguimos las huellas de Aquel a quien antes nos oponíamos.  

La mujer riega con lágrimas los pies del Señor; lo que también hacemos en realidad nosotros cuando, movidos a compasión, ayudamos a cualesquiera miembros de Cristo, aun a los últimos; cuando participamos en la tribulación de sus santos, cuando tenemos por nuestras sus aflicciones.  

La mujer enjugó con sus cabellos los pies que había regado. Los cabellos, es cierto, son cosa que rebasa del cuerpo; y ¿qué figuran los cabellos sino la abundancia de bienes terrenos? Y cuando exceden de lo necesario, aunque se corten, no se siente. Luego enjugamos los pies del Señor con los cabellos cuando a sus santos, de quienes nos compadecemos por caridad, los socorremos también con lo que nos sobra, y de suerte que el alma llegue a compadecerse de tal modo que muestre también con su largueza su sentimiento de dolor.  

Riega, pues, ciertamente con sus lágrimas los pies del Redentor, pero no los enjuga con sus cabellos, quienquiera que se compadece del dolor del prójimo, pero que, sin embargo, no le presta auxilio con las cosas que a él le sobran. Llora, pero no enjuga, el que acude con buenas palabras de dolor, pero que no alivia en modo alguno la violencia del dolor, suministrando lo necesario.

La mujer besa los pies que había enjugado; cosa que hacemos nosotros perfectamente cuando amamos solícitos a quienes proveemos con nuestra largueza, de modo que ni nos sea molesta la necesidad de ellos ni nos resulte onerosa su indigencia, y cuando el dar lo necesario no entibie el amor del alma.

 También puede entenderse por los pies del Señor el misterio de su encarnación, por la cual la divinidad vino a pisar la tierra, porque tomó la carne; pues el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (lo. 1,14).

Según esto, buscamos los pies del Redentor cuando de todo corazón amamos el misterio de su encarnación; ungimos con perfumes sus pies cuando con la buena opinión de la Sagrada Escritura predicamos el poder de su humanidad.

Más el fariseo ve esto y se indigna, porque, cuando el pueblo judío ve que la gentilidad predica a Dios o cree en Dios, se consume en su propia malicia. Pero nuestro Redentor recuenta las buenas obras de la mujer, es decir, las obras buenas de la gentilidad, para que el pueblo judío reconozca el mal en que yace; porque el fariseo, que, como hemos dicho, representa a aquel pueblo pérfido, queda confundido con estas palabras: Yo entré en tu casa y no me diste agua para lavar mis pies, y ésta ha regado con sus lágrimas mis pies. Pues bien, el agua es cosa que está fuera de nosotros, y las lágrimas son cosas que están dentro de nosotros; de modo que aquel pueblo infiel jamás dio al Señor ni las cosas exteriores, mientras que la gentilidad convertida dio por El, no sólo sus bienes, sino que hasta derramó su sangre.

Tú no me diste el ósculo, y ésta, desde que entró, no ha cesado de besar mis pies. Sabido es que el ósculo es señal de amor, y aquel pueblo infiel no dio a Dios el ósculo, pues no quiso amarle con caridad, sino que te sirvió por temor; en cambio, la gentilidad llamada no cesa de besar las huellas de su Redentor, pues continuamente suspira por su amor; que por eso, con palabras de la Esposa en el Cantar de los Cantares (1,1), dice a su mismo Redentor: Béseme con el beso de su boca. De veras desea el beso de su Redentor la que está dispuesta a servirle por amor.

No ungiste mi cabeza con óleo. Si por los pies del Señor significamos el misterio de su encamación, se sigue que por su cabeza signifiquemos su divinidad. Por eso se dice por San Pablo (1Cor. 11, 3): La cabeza de Cristo, Dios. El pueblo judío confesaba creer en Dios en cuanto tal, más no en cuanto hombre. De ahí que se dice al fariseo: No ungiste mi cabeza con óleo; porque el pueblo judío descuidó, además, el predicar dignamente el poder de la divinidad, en la cual afirmaba creer.

Esta, en cambio, ha ungido con bálsamo mis pies; pues la gentilidad, una vez que creyó el misterio de su encarnación, ensalzó con los más grandes encomios aun lo más bajo de El.
Y cuando ya el Redentor cesó de enumerar lo bueno, añadió esta sentencia: Por lo cual yo te digo: Se le perdonan muchos pecados, porque ha amado mucho. Como si claramente dijera: Aunque está muy duro lo que se cuece, sin embargo, sobra fuego de amor, en el cual hasta lo duro se consume.

Pláceme en medio de todo esto fijar la atención en tan grande misericordia. Tanta es la estima que a las obras de la mujer pecadora, pero ya penitente, tiene la Verdad, que llega hasta enumerárselas minuciosamente a su adversario.

El Señor estaba sentado a la mesa del fariseo, pero se deleitaba con la mujer penitente con manjares del espíritu; con el fariseo alimentabas la Verdad exteriormente; con la mujer pecadora, pero ya arrepentida, alimentábase interiormente. De ahí que la Iglesia buscándole bajo la figura de un cervatillo, le dice en el Cantar de los Cantares (1,6): Indícame tu, el amado de mi alma, dónde tienes los pastos, dónde el sesteadero al llegar el mediodía.

Ahora bien, el Señor es llamado cervatillo según la carne, en cuanto es hijo de los Padres antiguos. Al mediodía es más ardoroso el calor del sol, y el cervatillo busca un lugar sombrío, donde no penetra el calor del verano. Luego el Señor sestea en aquellos corazones a los que no abrasa el amor del presente siglo ni queman los apetitos de la carne y cuyas ansias no se satisfacen con las concupiscencias de este mundo. Por eso se dice a María (Lc. 1,35):

El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te hará sombra. Luego el cervatillo busca lugares sombríos para apacentarse al mediodía; es decir, que el Señor se apacienta en las almas que por respeto a la virtud de la templanza no se dejan abrasar en deseos corporales. Según lo cual, la mujer penitente alimentaba interiormente al Señor más que el fariseo le alimentaba exteriormente; porque nuestro Redentor, cual cervatillo, hablase refugiado contra el ardor carnal en el alma de aquella mujer, a la que, después del ardor de los vicios, había moderado la sombra de la penitencia.

Consideremos ahora cuán grande misericordia fue, no ya recibir con El a la mujer pecadora, sino el consentirla, además, que enjugase sus pies. Consideremos la gracia de Dios misericordioso y condenemos nuestros muchos pecados.

Ya lo estáis viendo: El ve a los pecadores y los aguanta; soporta a los que están resistiéndole y, no obstante, a diario los está llamando con su clemencia por medio del Evangelio; está deseando que hagamos una confesión sincera, y perdonar todos nuestros delitos. Con la misericordia del Redentor nos mitigó el rigor de la Ley, pues en ella está escrito (Ex. 19 y Lev. 20): El que hiciere esto y aquello, muera de muerte; el que hiciere esto y aquello, sea apedreado; mas nuestro Creador apareció hecho hombre, y a quien confiese los pecados promete no el castigo, sino la vida; recibe a la mujer que confiesa sus llagas y la despide curada. Luego su misericordia trocó el rigor de la Ley, puesto que a los que ésta condena justamente, El los libra misericordiosamente.

Por esto rectamente está escrito en la Ley (Ex. 17,12): Como los brazos de Moisés estaban cansados, tomando una piedra, pusiéronla debajo y sentóse en ella, y Aarón de una parte y Hur de la otra le sostenían los brazos. Ahora bien, Moisés sentóse en la piedra cuando la Ley reposó en la Iglesia; y esta misma Ley tuvo cansados los brazos porque no soportó con misericordia a pecador alguno, sino que los castigó con severo rigor. Asimismo, Aarón significa el monte de la fortaleza, y Hur el fuego, de manera que ¿a quién representa este monte de la fortaleza sino a nuestro Redentor, del cual se dice por el profeta Isaías (2,2): En los últimos días, el monte de la casa del Señor tendrá sus cimientos sobre la cumbre de todos los montes; y a quién representa el fuego sino al Espíritu Santo, del cual el mismo Redentor dice (Lc. 12,49): Yo he venido a poner fuego en la tierra? Luego Aarón y Hur sostienen los brazos cansados de Moisés y, sosteniéndolos, los aligeran, que es decir: viniendo el Mediador entre Dios y los hombres, con el fuego del Espíritu Santo nos hizo más llevaderos, mediante la inteligencia espiritual, los preceptos graves de la Ley, que, entendidos carnalmente, no podían soportarse. De manera que en cierto modo aligeró los brazos de Moisés, porque aclarándolos tomó en suave la dureza de sus preceptos.

Ya nos insinuó esta promesa de su misericordia, a los que le seguimos, cuando dijo por el profeta (Ez. 18,23 y 33,11): No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Por lo mismo, en otro lugar, a toda alma pecadora, figurada en la Judea, se dice (Ter. 3,1): Si un marido repudia a su mujer, y ella, separada de éste, toma otro marido, ¿acaso volverá jamás a tomarla? ¿No quedará tal mujer inmunda y contaminada? Pero tú es cierto que has pecado con muchos amantes; esto no obstante, vuélvete a mí, dice el Señor.

He ahí que ha puesto el ejemplo de una mujer liviana, y manifiesta que después de su liviandad no puede ser recibida; mas el Señor, por su misericordia, pasa sobre el ejemplo que antes puso, diciendo que, aunque no podía ser recibida la mujer fornicaria, El, no obstante, está dispuesto a recibirla.

Meditad, hermanos, y ponderad su grande misericordia; declara que no puede hacerse tal cosa y manifiesta que El mismo puede hacerla contra lo usado. Ya lo veis: El mismo llama y busca, para abrazarlos, aun a los que declara manchados, a aquellos de quienes se queja porque le han abandonado.

Por consiguiente, nadie desaproveche el tiempo de tan grande misericordia; nadie menosprecie los remedios que le ofrece la piedad divina. Ved que la divina benignidad nos llama a los extraviados y, cuando tornamos a El, nos abre las entrañas de su misericordia.

Piense cada cuál cuán obligado queda cuando Dios le espera; no sea que, despreciado, se exaspere. Quien no ha querido estar con El, vuelva; quien despreció el mantenerse en pie, al menos después de la caída levántese.

Con cuánto amor nos espera nuestro Creador, lo da a entender cuando dice por el profeta (Ier. 8,6): Yo estuve atento y los escuché; nadie habla cosa buena; ninguno hay que haga penitencia de su pecado, diciendo: ¡Ay!, ¿qué es lo que he hecho? Cierto que jamás hemos debido pensar cosas malas; pero, aunque no hemos querido pensar rectamente, vedle, todavía espera a que reflexionemos. Ved las entrañas de su gran piedad; considerad que tenéis abierto el regazo de su misericordia; a los que cuenta perdidos por pensar mal, los busca cuando piensan bien.

Hermanos carísimos, volved a vosotros la mirada de vuestra alma y poneos delante por modelo, que imitéis, a la mujer pecadora y penitente. Llorad lo que recordáis haber pecado en la adolescencia y en la juventud; cubrid con lágrimas las manchas de las costumbres y obras malas; amemos ya el seguir las huellas de nuestro Redentor, que habemos despreciado pecando. Ved que, como hemos dicho, nos abre, para recibimos, los senos de su infinita piedad y que no es despreciada nuestra vida pecadora. En cuanto nos horrorizamos de nuestra maldad, ya estamos concordes con nuestra limpieza interior.

El Señor, apiadado, nos abraza cuando a El volvemos, porque ya no puede serle indigna la vida que a fuerza de lágrimas se purifica en Jesucristo, nuestro Señor, que vive y reina con Dios Padre, en unidad del Espíritu Santo, por todos los siglos de los siglos. Amén.

(San Gregorio Magno, Obras, B.A.C., Madrid, 1958, p. 704-711)


 

Cardenal Gomá

 

La pecadora unge a Jesús

Explicación

Sólo San Lucas es el que refiere este delicadísimo episodio, que tan bien cuadra con el «Evangelio de la misericordia», como con razón se ha llamado al tercero. El no hacer el Evangelista indicación alguna de lugar ni tiempo del suceso, es prueba manifiesta que ocurrió poco más o menos a continuación de los anteriores. No es improbable que «la ciudad» a que el texto se refiere fuese Cafarnaúm, la ciudad de Jesús por aquel tiempo. Esta unción de la mujer pecadora no debe confundirse con el hecho semejante narrado por los demás evangelistas, y no por San Lucas. Las circunstancias de ambos hechos son totalmente distintas: esta unción tiene lugar en la Galilea, en los comienzos del segundo año del ministerio público de Jesús, siendo la protagonista una mujer pecadora que inspira desprecio a los convidados, cuya acción es defendida por Jesús contra Simón y cuyos pecados son perdonados. En cambio, el otro convite descrito por los otros Evangelistas (Mt. 26, 6-13; Mc. 14, 3-9; Jn. 12, 1-11), tiene lugar en Betania de Judea pocos días antes de la Pasión del Señor, siendo la mujer ardiente discípula de Jesús, el cual alaba su acción y la defiende contra la avaricia de Judas.

La unción de Jesús por la pecadora (36-38)

Y le rogaba uno de los fariseos que comiese con él. El ruego parece fue apremiante, aunque más por satisfacer la curiosidad que por afecto a Jesús, como es de ver por la frialdad con que el anfitrión le obsequia, y que el Maestro le echa amablemente en cara. Jesús aceptó el convite, no se dijera que comía sólo con publicanos y pecadores, y no con los «justos», a más de que había venido para salvar a todos: Y habiendo entrado en casa del fariseo, se puso a la mesa. Estaba ésta, o «triclinio», dispuesta en forma que los comensales estaban reclinados sobre el brazo izquierdo, las cabezas convergentes hacia el centro, libre la mano derecha para comer, los pies hacia fuera.

Y he aquí que una mujer pecadora que había en la ciudad... La expresión delata una mujer tenida por pública pecadora; no que fuese una vulgar prostituta, dice Maldonado, pero con seguridad de mala vida, tal vez mujer principal enredada en ilegítimos amores. Habría oído la infeliz la predicación de Jesús, y sintió trocársele el corazón; y cuando todo el mundo iba a Jesús para curarse de las dolencias del cuerpo, va ella a casa de Simón a buscar la medicina del espíritu. Es libre en Oriente la entrada en la sala de los festines; pero esta mujer debió revestirse de un valor sobrehumano para hacerlo: va a cancelar sus públicos extravíos con un acto público de penitencia: Cuando supo que estaba a la mesa en casa del fariseo, llevó un vaso de alabastro, lleno de ungüento: era un bote de esencias, construido en alabastro, que es la más apta materia para conservar los perfumes.

La escena que en pleno convite se desarrolla es conmovedora: la mujer se sitúa con humildad detrás de Jesús que, como todos los convidados, ha dejado sus sandalias al entrar en la casa de Simón: Y poniéndose detrás de él, a sus pies —recuérdese la actitud arriba descrita—, comenzó a regarle con lágrimas los pies, y los enjugaba con los cabellos de su cabeza. La intensidad del dolor le arranca abundantes lágrimas, que humedecen los pies del Señor, que enjuga la pecadora con la delicadísima toalla de sus cabellos, antes instrumento de vanidad y pecado. Y le besaba los pies, señal de amor y humildad, y los ungía con el ungüento, como era costumbre entre los orientales hacerlo en señal de honor y veneración.

¿Quién era esta mujer? Ella y la hermana de Lázaro y María Magdalena ¿son tres mujeres, son dos, son una misma mujer? Orígenes, Teofilacto, Eutimio y otros, creen que son tres nombres que corresponden a tres personas diversas. San Agustín y otros identifican esta pecadora con María de Betania, hermana de Lázaro, a la que distinguen de María Magdalena. San Gregorio hace de las tres una sola persona. Este criterio ha prevalecido en la Iglesia latina y en la Liturgia occidental, mientras que la Iglesia griega celebra tres fiestas, una en honor de cada una de las tres mujeres. La primera lectura de los Evangelios da la impresión de la distinción de las tres Marías: un detenido estudio de los pasajes relativos a las mismas, da la convicción de que si no son una misma persona, a lo menos no hay razón alguna demostrativa contra la unidad. Ésta parece deducirse: 1º De que el mismo Lc., en el capítulo siguiente, al hablar de las mujeres que siguen a Jesús, cita a María Magdalena, de la que había Jesús echado siete demonios (8, 2). 2º San Juan dice (11, 2) que María hermana de Lázaro era la que había ungido los pies de Jesús y los había enjugado con sus cabellos, lo que no puede referirse más que al pasaje que comentamos, y no al de Betania, que aún no había tenido lugar, y que San Lucas, por tanto, de referirse a él en este punto de su relato, debió indicarlo como futuro. 3º La mujer pecadora, María Magdalena y la hermana de Lázaro se presentan con los mismos caracteres: un amor intenso a Jesús, y un apasionado deseo de estar con él (Mt. 26, 7; Mc. 14, 3; Lc. 7, 47; 10, 38-42; Jn. 11, 32.33; 12, 2.3). En esta hipótesis, la pecadora sería oriunda de Magdala, o tendría allí posesiones que lo hubiesen dado el sobrenombre de Magdalena; y después habría ido a vivir a Betania en compañía de sus hermanos Lázaro y Marta. 4º La identidad de María Magdalena y de María hermana de Lázaro, dedúcese también de la historia de la pasión y resurrección, en la que aquélla aparece con el mismo amor ardentísimo hacia Jesús característico de la hermana de Lázaro. Lo mismo puede colegirse con probabilidad de Mc. 14, 8 (Jn. 12, 7), comparado con Mc. 16, 1.

Lección que da Jesús a Simón (39-47)

Como buen fariseo, el anfitrión se escandaliza en su interior. Había oído grandes cosas de Jesús; ha querido tratar con él en la intimidad de un convite, y ha sufrido desilusión: si Jesús fuese un profeta, como creen las multitudes, bien que el profeta no deba saberlo todo, pero, en un caso tan grave como es el que una mujer, pública pecadora, toque a un hombre de Dios, Dios le hubiese revelado lo inmundo de aquel contacto. Si un hombre justo, según los rabinos, no debe acercarse a menos de cuatro codos a una cortesana, ¿qué no deberá hacer un mensajero de Dios? Y viéndolo el fariseo que le había convidado, dijo entre sí mismo, con evidente desdén: Si este hombre fuera profeta, bien sabría quién y de qué condición es la mujer que le toca, porque pecadora es.

Jesús, suavísimamente, va a demostrarle a Simón que realmente es profeta, porque no sólo penetra lo secreto de su corazón, sino que lee en el espíritu de la pecadora que tiene a sus pies: Y Jesús, respondiéndole a la pregunta que en su interior se ha formulado, dijo: Simón, tengo que decirte una cosa. Y él respondió: Maestro, di. El Maestro propone al anfitrión una parábola en que encierra un clarísimo caso de conciencia: Un acreedor tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta. Mas como no tuviesen con qué pagarle, se los perdonó a entrambos. Pues ¿cuál de los dos le ama más?, es decir, ¿quién debe manifestarle mayor reconocimiento? Es fácil la respuesta: más agradecido deberá estar aquel a quien se han condonado 400 pesetas que el otro deudor de 40. Llevando a mal el fariseo que se proponga a su solución un caso tan claro, respondió Simón, al parecer con cierto desdén, y dijo: Pienso que aquel a quien más perdonó. Tal vez haya en la respuesta algún recelo de prestar armas a Jesús con que éste pueda reprocharle. No se equivoca: su respuesta, dice San Gregorio, es la cuerda con que en su locura va a ser atado: Y Jesús le dijo: Rectamente has juzgado; y al juzgar así, te has juzgado a ti mismo de haber formado un falso y temerario juicio de esta mujer.

La aplicación de la parábola, que hace Jesús, es inflexible en su lógica, y encierra una profunda lección dogmática y de vida cristiana: en ella se dirige exclusivamente al anfitrión, entre la expectación de los comensales. Simón ha recibido a Jesús con ciertas reservas, no haciendo con él lo que se hace con los huéspedes ilustres que se reciben con honor y afecto: lavar sus pies polvorientos sólo resguardados por las sandalias del polvo de los caminos; darle un beso de paz y ungirle cabello y barba con algún aceite oloroso: Y, volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves esta mujer? Y establece un dramático contraste entre ambos, en que aparece Jesús como acreedor y como deudores Simón y la pecadora: Entré en tu casa: no me diste agua para los pies: mas ésta con sus lágrimas ha regado mis pies, y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste beso: mas ésta, desde que entró, no ha cesado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con óleo: mas ésta con ungüento ha ungido mis pies. En realidad, pues, la pecadora ha hecho los honores de la casa, en forma mucho más exquisita que la de costumbre, que le ha negado el fariseo. Por ello, aun siendo muy grande la deuda que tenía contraída con Dios, le es condonada: Por lo cual te digo: Que se le perdonan muchos pecados, porque amó mucho. El amor es causa de perdón; la ardiente caridad, junto con el vivo arrepentimiento, fue la causa directa de su justificación: esta conclusión de Jesús es tan clara como consoladora. Mas aquel a quien menos se le perdona, menos ama. Han querido algunos que se refieran estas palabras al escaso amor del fariseo. No aparece así del contexto: es otra aserción de carácter doctrinal que significa el perdón de los veniales o de la pena temporal que se debe a los mortales, aun perdonados.

El perdón (48-50)

Aleccionado el fariseo, da Jesús a la pecadora el magnífico premio debido a su acción: Y dijo a ella: Perdonados te son tus pecados. El celestial acreedor condona la enorme deuda de la mujer, dándose por satisfecho con la paga de su amor. Es la misma generosa fórmula que usó con el paralítico (Lc. 5, 20). Y los comensales comenzaron a decir dentro de sí: ¿Quién es éste, que hasta perdona los pecados? Son palabras reveladoras de admiración y de expectación, quizás de escándalo, como cuando la curación del paralítico. Si quieren, podrán deducir por ahí la divinidad de Jesús; porque los pecadores son deudores de Dios: el que perdona los pecados debe ser Dios. Jesús, sin hacerse cargo de la impresión de sus comensales, indica a la mujer otra razón del perdón logrado: su fe: Y dijo a la mujer: Tu fe te ha hecho salva, porque la fe la condujo al amor de Jesús: creyó y amó; la fe es la raíz de la caridad; la fe informada de la caridad es la que justifica. Y la despide con dulces palabras: Vete en paz, o mejor, vete con la paz, permanece en la paz. Es uno de los bienes que el Mesías debía traer al mundo (Is. 9, 6.7; 52, 7; 53, 5).

Lecciones morales

A) v. 36. —Y habiendo entrado en casa del fariseo... — Entra Jesús en casa del fariseo, dice San Gregorio Niseno, no para que se le pegue alguno de sus defectos, sino para darle de su propia justicia. El trato con los malos, o menos buenos, puede ser un peligro para los que somos débiles o incautos o temerarios; pero para el hombre de Dios, animado del prudente celo, el campo de los malos es tierra abonada para sembrar la semilla del bien y cosechar copiosos frutos del apostolado. ¿Qué sería del mundo si los buenos, por miedo al mal de los malos, no hubiesen entrado en su campo para desbrozarlo para Dios y cultivarlo?

B) v. 37.— Y he aquí que una mujer pecadora... — Tantos motivos de deleite como halló en sí la pecadora, otros tantos holocaustos ofreció a Jesús, dice San Gregorio: transformó el número de sus crímenes en un número igual de virtudes, a fin de que, tanto como había ofendido a Dios por la culpa, le sirviese por la penitencia. Con sus ojos había codiciado las cosas terrenas: ahora los aflige con el llanto de la penitencia. Sus cabellos le habían servido para adornar su rostro: y ahora con ellos enjuga sus lágrimas. Palabras vanas y soberbias habían pronunciado sus labios: y ahora los adhiere a los pies de Jesús. Para perfumar su cuerpo había usado las esencias: ya lo que había servido a la torpeza lo ofrece generosamente a Dios. Como la pecadora, lo que hayamos hecho servir para el pecado, utilicémoslo para la justicia, como quiere el Apóstol (Rom. 6, 13).

C) v. 39. — Si este hombre fuera profeta... — He aquí, dice San Gregorio, un hombre falsamente justo ante sí y realmente soberbio, que reprocha a la enferma su dolencia y al médico la asistencia que va a prestarle. Si la mujer se hubiera llegado a sus pies, la hubiese echado de un puntapié. Hubiese creído mancharse de su contacto, él, a quien faltaba toda justicia. Suelen así portarse hasta algunos investidos con la dignidad sacerdotal, que, por haber exteriormente logrado alguna manifestación de virtud, pronto menosprecian a los inferiores, ni quieren tratos con los pecadores del pueblo. Preciso es que cuando veamos a los pecadores, cualesquiera que sean, lloremos nuestra desgracia en la suya; porque tal vez hemos caído en semejantes pecados, y desde luego podemos caer como ellos. Porque como dice San Agustín, «no hay pecado que haga un hombre que no pueda hacer otro hombre, si falta el auxilio de Aquel por quien ha sido hecho el hombre».

D) v. 47. — Se le perdonan muchos pecados... — Así como la lluvia copiosa es presagio de serenidad, dice el Crisóstomo, así las lágrimas de la penitencia dan la tranquilidad al espíritu y aniquilan la obscuridad de la culpa. Y así como por el agua y el Espíritu somos purificados en el Bautismo, así también por las lágrimas y la confesión en la Penitencia. Y es de notar, añade San Gregorio, que el perdón es según la medida del amor: tanto más se consume del moho del pecado cuanto más arde el corazón en la llama del amor.

E) v. 47. — Aquel a quien menos se le perdona, menos ama. — Por lo mismo, según el Crisóstomo, es preciso que tengamos un alma fervorosa, porque nada hay que impida al hombre hacerse grande. Que ninguno de los pecadores desespere; que ninguno de los virtuosos dormite. Ni éste confíe, porque muchas veces la meretriz le aventajará; ni aquél desespere, porque es posible que aventaje aun a los primeros. Es la caridad la que empuja el esquife del alma hacia Dios.

F) v. 50. — Vete en paz. — Después que Jesús ha perdonado a la pecadora, no insiste en la remisión de sus pecados, sino que añade el bien obrar. Por lo que le dice: «Vete en paz», es decir, en la justicia, porque la justicia es la paz del hombre con Dios, como el pecado es la enemistad entre Dios y el hombre. Como si dijera: haz todo aquello que te puede llevar a la paz con Dios.

 

Jesús y su acompañamiento: temor de los suyos

Explicación

Con el primero de los fragmentos que anteceden parece indicar San Lucas una intensificación de la predicación de Jesús en la Galilea. Desde este momento recorre las ciudades, aldeas y castillos, uno por uno, sin que nadie quede desatendido en el solemne anuncio de la Buena Nueva. Por lo que atañe al tiempo, es inútil esforzarse en disponer una serie ordenada según ocurrieron los hechos, cuya disposición cronológica no dieron los Evangelistas sino en contados casos. Para estos episodios y siguientes parece hay que señalar la segunda mitad del año segundo de la predicación de Jesús; así es lícito deducirlo de Lc. 9, 12 y Jn. 6, 4, donde se indica la proximidad de la penúltima Pascua de la vida pública de Jesús. Durante este tiempo, si bien empiezan por ser muy clamorosos los éxitos de la predicación del Señor, crece amenazadora la ola de odio de escribas y fariseos, que determina una crisis del divino ministerio en la misma Galilea.

El acompañamiento de Jesús (Lc. 8, 1-3)

Después de la escena del convite en casa del fariseo Simón, sin que pueda precisarse el tiempo transcurrido, Jesús recorrió detenidamente las ciudades y poblados de Galilea, en lo que invirtió varias semanas, quizás algunos meses. Ocupábase en la predicación y en el anuncio del reino de Dios, en lo que se expresa el tema general de sus discursos y el particular de la Buena Nueva que como Mesías traía: Y aconteció después que caminaba él (Jesús) por ciudades y aldeas, predicando y anunciando la buena nueva del Reino de Dios. Seguíanle en su ruta los doce apóstoles: Y los doce con él; a su lado se formaban aprendiendo lo que debían predicar a su tiempo, y cómo debían predicarlo, y la manera de tratar con los hombres.

Asimismo acompañaban a Jesús algunas mujeres piadosas, reconocidas al beneficio que les había hecho Jesús de la salud corporal o espiritual. Y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y de enfermedades; quizá lo de los espíritus malignos se refiera solamente a María Magdalena, que viene nombrada en primer lugar: María que se llama Magdalena, seguramente del lugar de donde era oriunda, Magdala, al oeste del lago de Genesaret, entre Tiberíades y Cafarnaúm, hoy miserables cabañas. De la cual habían salido siete demonios; lo interpretan algunos de la totalidad de los vicios de que estaba llena, aunque es más probable se tratara de una posesión violenta del maligno espíritu. Ya dimos antes como más probable la identificación de la Magdalena con la mujer pecadora que ungió los pies de Jesús, en casa de Simón el fariseo, y de la cual, según parece, fueron expulsados los malos espíritus antes de aquella escena. Y Juana, mujer de Cusa, procurador de Herodes: se trata del intendente de la casa y dominio de Antipas; reaparece esta mujer en Lc. 24, 10, regresando, con otras, del sepulcro de Jesús. Y Susana, de la que no ocurre otra mención en los Evangelios. Y otras muchas, entre las cuales se contaban Salomé, madre de Santiago y Juan, y María, madre de Santiago el Menor y de José (Mt. 27, 55.56; Mc. 15, 40.41), que le asistían con sus haciendas.

Este pequeño inciso es de gran sentido cristiano. Jesús no se desdeña de vivir de limosnas de personas agradecidas y devotas, para no ser una carga, él y sus apóstoles, a aquellos a quienes predicaba el Evangelio. Más tarde harán lo mismo los apóstoles predicando a los judíos (1 Cor. 9, 5 ss.). En cambio, se abstiene de ello San Pablo al predicar a los gentiles, para no dificultar la expansión del Evangelio; y trabaja con sus manos para ganar su sustento (Ibíd. vv. 12.18). Por lo demás, era costumbre que las mujeres judías ayudasen con sus haciendas a los rabinos; pero no lo era que los siguiesen. Fue ésta innovación de Jesús, que abrió con ello anchísimo campo al celo y a la caridad de la mujer cristiana.

Temor de los allegados de Jesús (Mc. 3, 20.21)

Y llegaron a casa: llegó Jesús con su comitiva probablemente a la casa de Pedro, en Cafarnaúm. La noticia cundió por la populosa ciudad, testigo de tantos prodigios obrados por el Señor; y, como sucedió en la curación del paralítico (Mc. 2, 1-7), se llenó de gente la casa en tal forma, que ni les daban tiempo de comer: Y júntase de nuevo tanta gente, que ni aun tomar alimento podían.

Ocurrió entonces lo que lacónicamente dice el Evangelista y que ha producido gran perplejidad en los intérpretes: Y cuando lo oyeron los suyos, salieron para echarle mano: porque decían: Ha perdido el juicio. «Los suyos» pudieron ser parientes o discípulos o simples allegados, quienes al saber la llegada de Jesús y el gran tumulto que ello había originado en la casa de Pedro, salieron de sus propias casas, en la misma ciudad, para apoderarse del Señor y ponerle en seguro.

¿Qué valor debe darse a las palabras de «los suyos» que suponen está Jesús fuera de sí? Dicen unos que fue ficción de los allegados, para más fácilmente librarlo del odio de escribas y fariseos. Maldonado cree que no fue ficción, sino convicción de los que tal dijeron, aunque es molesto para nuestra piedad el que así pensaran los que querían a Jesús. Fillion pone en boca de éstos: «Por el exceso de trabajo a que las turbas le obligan, se halla en un estado de sobreexcitación nerviosa próxima a la insania, o a lo menos perjudicial a su salud.» Sepp interpreta la frase en el sentido de un éxtasis sobrenatural. Parece que no pueden excusarse los parientes de Jesús, si es que lo eran, de la nota de celo imprudente, si no es la peor de un concepto falso e injurioso que de Jesús habían formado.

Lecciones morales

A) v. 1. — Caminaba él por ciudades y aldeas... — El que vino del cielo, dice Teofilacto, para hacerse nuestro ejemplo y forma, nos enseña a no ser perezosos en el enseñar. Y va de un lugar a otro, añade San Gregorio Nazianceno, no sólo para ganar a muchos, sino para santificar muchos lugares. Duerme y trabaja, para santificar el sueño y el trabajo; llora, para dar valor a las lágrimas; predica cosas del cielo, para levantar a los oyentes.

B) v. 1. —Y los doce con él... —Los lleva consigo, no para que le ayuden aún en la predicación, sino para instruirles en ella. Como el águila enseña a volar a sus polluelos, dice Beda, así Jesús, poco a poco, va levantando a sus apóstoles a las alturas de la misión que deberán cumplir. Aprendan de aquí cuantos tienen a su cargo la formación de otros, en cualquier orden que sea.

C) v. 2. — María, que se llamaba Magdalena... — Es, dice San Beda, la misma mujer que antes le había lavado y ungido los pies. Cuando esto escribe el evangelista, la llama sólo «pecadora», y calla su nombre, para no empañar su nombre con la memoria de sus crímenes; cuando sigue a Jesús, la llama con nombre y apellido, porque se trata de una acción laudable. Es ejemplo de caridad y prudencia que debemos imitar al referirnos a nuestros hermanos.

D) v. 21, Mc. —Ha perdido el juicio— ¡Dichosa multitud, dice San Beda, que de tal manera apremia al autor de la salvación que ni a él ni a los suyos, deja una hora libre para comer! Pero mientras la muchedumbre forastera acude a él, sus allegados manifiestan tenerle en poco, por no comprender la alteza de la doctrina que predica. Vayamos a Jesús con la sencilla avidez de las turbas, no sea que, siendo nosotros allegados a Jesús, por nuestro carácter o profesión o ministerio, lleguemos a estimar en menos, por el continuo trato, aquello de donde a todo el mundo viene la salvación.

(Dr. D. Isidro Gomá y Tomás, El Evangelio Explicado, Vol. I, Ed. Acervo, 6ª  ed., Barcelona, 1966, p. 562-571)


 

Manuel de Tuya

 

La pecadora arrepentida

Este pasaje, propio de Lc, es clásico por las opiniones sobre la identificación de esta «pecadora». Pero su gran importancia la tiene por la portada apologético-dogmática que entraña por el perdón de los pecados.

La situación literaria de este pasaje aquí es de gran oportunidad. Frente a la actitud engreída de los fariseos ante Cristo, una mujer pecadora va a encontrar el perdón. También ella va a ser así «hija de la Sabiduría».

Un fariseo llamado Simón invitó a Cristo a comer con él, a un banquete al que había invitados (v.49). No se dice la ciudad. Pero parece que era en Galilea, ya que el ministerio judaico lo va a tratar dos capítulos después. No muestra especial simpatía por Cristo, ya que no le da las muestras ordinarias de deferencia que se tienen con los huéspedes, y que Cristo le resaltará luego (v.44-46). Debe de ser por un simple motivo de curiosidad ante su fama, para formarse un juicio sobre él y hasta posiblemente para espiarle.

Durante el banquete entró en la sala una mujer pecadora. Está en las costumbres de Oriente el que se deje pasar a más gentes a estos actos como puros curiosos u observadores. Una vez dentro, se puso detrás de Jesús, para alcanzar sus pies. La comida se hacía al tipo de triclinios, reclinados sobre lechos, descansando el cuerpo sobre el brazo izquierdo y teniendo los pies hacia atrás, casi al nivel del suelo.

Esta pecadora derramó sobre sus pies un pomo de perfume y los regó con sus lágrimas, los besó y los enjugó con sus cabellos: grande debió de ser la cantidad de ungüento sobre ellos derramado.

Simón, al ver esta escena, pensó que Cristo no fuese profeta, porque no sabía qué clase de mujer fuese aquélla. La conclusión no era muy lógica, pues los profetas no tienen por qué saber todas las cosas. Pensaba posiblemente en ciertos antiguos profetas, tal como se lee en los libros de los Reyes (I Re 14,6; 2 Re 1,3; 5,24ss). Pero Cristo le va a demostrar no sólo que es profeta, pues lee en su corazón y en el de la pecadora, sino que se va a presentar con poderes excepcionales.

La comparación que le hace es sencilla. Dos personas deben a otra, una 500 denarios y otra 50. El denario era normalmente el sueldo diario de un trabajador (Mt 20,2). Como ninguno los puede pagar, el prestamista se los perdona a ambos. La respuesta era lógica: más lo deberá amar aquel a quien le condonó más. Y la parábola se alegoriza en el panegírico de la pecadora, comparada con Simón.

Este no le ofreció los signos de hospitalidad que se tienen en Oriente con los huéspedes, sobre todo distinguidos. Ni se le ofreció el agua para lavar los pies sudorosos de los caminos palestinos y tenerlos limpios para reclinarse en el triclinio; ni le dio el beso de paz del saludo; ni se le hizo ungir la cabeza con perfumes, tan usados en Oriente, para suavizar la piel y quitar el olor del sudor. Pero, en cambio, esta pecadora lo hizo con creces: le lavó los pies con sus lágrimas, los ungió con perfume sacado de un rico pomo de alabastro, los enjugó con sus propios cabellos y no cesó de besarlos.

Y, volviéndose a Simón, le dijo, refiriéndose a la pecadora, que le eran perdonados sus muchos pecados porque amó mucho. Esta mujer debió de haber sido testigo de los prodigios y doctrina de Cristo. Así es como lo localiza, sin más, al entrar. Pero va a El con un ansia de regeneración en el alma. Era un intenso amor a Cristo, en lo que El significaba como legado de Dios. Por eso le dijo a ella: «Tus pecados te son perdonados».

Los autores se han planteado varios problemas a este propósito. Si Cristo le perdona ahora mismo los pecados, es que antes no estaban perdonados. Pero antes parecería que lo estaban, pues el perdón iba anejo al gran amor. Sería la contrición perfecta. La conjunción usada (hóti) puede tener sentido causal o declarativo, equivalente aquí a signo o señal. En el primer caso, el amor le habría causado el perdón; en el segundo, estos signos de amor le van a traer el perdón.

Posiblemente no hay que urgir los términos hasta la precisión técnica. Es un relato hecho al modo ordinario de hablar. Cristo le dice a Simón que a esta mujer, por amar mucho, le son perdonados sus muchos pecados. Es el enunciado de un principio que tiene realización concreta en esta pecadora, y por ello El se los perdona. Y hasta podría pensarse que «Jesús se contenta con confirmar la sentencia del perdón, que la mujer ha merecido por la fe».

La sorpresa en los convidados fue máxima. «¿Quién es éste para perdonar los pecados?» No se trataba de un profeta que declarase a un pecador que, por su penitencia y su amor, Dios le hubiese perdonado sus pecados, sino que El, con su propia autoridad, los perdonaba. La conclusión que sacaron, aunque aquí no está expresa, es la que sacaron cuando Cristo, para demostrar que tenía poder para perdonar los pecados, curó a un paralítico: « ¿Quién es este que así blasfema? ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?» (Lc 5,21; par.). Así Cristo, con este procedimiento de las obras, se presenta con poderes que en el Antiguo Testamento estaban reservados exclusivamente a Dios. Según la tradición rabínica, el Mesías no tendría el poder de perdonar los pecados.

Tema muy discutido es saber si este relato se identifica con la unción en Betania que relatan los otros evangelistas (Jn 12,1-8; Mt 26,6-13; Mc 14,3-9), o si esta mujer pecadora se ha de identificar con María Magdalena, de la cual Cristo había «echado siete demonios» (Mc 8,2). Pero no hay base para esta identificación El que de Magdalena haya Cristo «echado siete demonios» no significa que fuese pecadora, sino que la había curado de siete enfermedades, o, en el peor de los casos, de tipos de posesión diabólica, aunque valorando esto con la apreciación popular de entonces; lo que no indica que fuese pecadora. Además, Lc, al comienzo del capítulo siguiente, presenta a Magdalena como a una protagonista desconocida. De identificarse, lo lógico era presentarla haciendo referencia a la escena que acaba de contar.

En cuanto a María de Betania, la hermana de Lázaro, la única razón que se alega para su identificación es el gesto de la unción con el perfume sobre sus pies y el enjugárselos con sus cabellos, según el relato de Jn, Pero contra esta identificación están las siguientes razones:

1º Jn destaca sólo la unción en los «pies», por razón del «simbolismo»; pero Mt-Mc destacan la unción en la «cabeza», por lo que debió de ser en cabeza y pies; pero no pueden decir que enjugase ambas cosas con los cabellos.

2º La escena de Lc tiene lugar en la época media del ministerio público de Cristo, y, por la situación del relato, tiene lugar en Galilea. La de Jn es en Judea seis días antes de su muerte.

3º Nunca se dice ni habla desfavorablemente de María de Betania. Y hasta sería posiblemente una razón psicológica el que Cristo, que no repara en ir a buscar a los pecadores, no hubiese admitido, por razón social, ni una hospitalidad tan habitual ni tan íntima con esta familia si María de Betania hubiese sido una mujer pecadora, reconocida como tal en la ciudad.

4º El enfoque estructural de ambos relatos es distinto. En el de Lc, el motivo del relato es el perdón y conversión de una pecadora; en el de Jn y Mt-Mc, el tema es un acto de amor a Cristo, que es comentado y presentado por Cristo en orden a su honra funeral.

5º El que el banquete se dé en casa de Simón en ambos relatos no es objeción, ya que este nombre era vulgarísimo. El Nuevo Testamento cita más de diez personajes de este nombre. Y mientras Lc lo llama sin más Simón, Mt-Mc lo destacan, precisamente para distinguirlo de entre lo usual del mismo, llamándolo «Simón el leproso». Jn, en su relato, omite el nombre de Simón.

Lo que acaso no repugne, a título de hipótesis, sería el admitir que Lc hubiese tomado para retocar su relato algún elemento-concretamente el enjugar con sus cabellos los pies ungidos- de la escena que relata Jn de María de Betania. La razón pudiera ser doble: a) No era normal, ni es fácil se repitiese, el que una mujer, después de ungir los pies de Cristo, los enjugase con sus cabellos. Esto aparece como un rasgo excepcional. b)El relato de esta escena de María de Betania tuvo tanta repercusión en la catequesis primitiva que, como Cristo anunció en la réplica a Judas, se narraría esto cuando se expusiese el Evangelio. Esto podría haber permitido a Lc tomarlo como un rasgo complementario para hacer la descripción de este otro episodio de la mujer pecadora.

Las proveedoras de Cristo

Este pasaje es propio de Lc. En él se da una pincelada general sobre la obra misionera de Cristo. Son como un «entrefilete» con el que Lc intenta producir en el lector un fuerte impacto con una fuerte alusión estratégicamente situada.

Es importante el dato que aquí refiere: que el colegio apostólico vivía, en ocasiones, de los «bienes» que les ofrecían diversas piadosas mujeres, al tiempo que los «acompañaban» en sus correrías apostólicas, sin duda para prestarles las atenciones materiales mientras ellos se ocupaban del apostolado. Según San Jerónimo, era ésta una costumbre antigua, y nada mal vista, el que prestasen a sus preceptores comida y vestido. Esta costumbre está igualmente atestiguada por San Pablo (I Cor 9,5). Fieles en este servicio, aparecerán también en el Calvario (Lc 23,49).

Eran motivos de gratitud lo que las movía a ello: habían sido curadas por él de diversas «enfermedades» y de «espíritus malignos», es decir, cierto tipo de endemoniados, según la concepción de entonces. De esas varias, da el nombre de tres: «María llamada Magdalena, de la cual habían salido siete demonios». Magdalena probablemente deriva, no de la raíz hebrea gadal, grande, con lo que se indicaría la grandeza moral de esta mujer al servicio de Cristo, como pretendía Orígenes, sino que toma el nombre de su pueblo de origen: Magdala, hoy el-Medjdel (la torre), en Galilea, en la orilla occidental del lago y cerca de Tiberíades, El que de ella hayan salido siete demonios no indica vida pecadora, sino sólo, conforme a las apreciaciones populares de entonces, o una fuerte posesión diabólica, o una o varias enfermedades. El número siete, número de plenitud, puede indicar sólo una variedad o gravedad en las mismas.

Otra de las mujeres citadas es Juana, mujer de Cusa, administrador (epítropos) de Herodes Antipas (Lc 24,10). Pero con este título de epítropos también se da en Josefo el equivalente a un alto privado o ministro.

De la tercera sólo se da el nombre, Susana (lirio). Pero les servían también con sus bienes y servicios «otras varias». No quiere decirse que siempre y todos formasen un grupo regular; las circunstancias condicionarían el grupo.

(Profesores de Salamanca, Manuel de Tuya, Biblia Comentada, B.A.C., Madrid, 1964, p. 814-819)


 

Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 20 de junio de 2004

1. El viernes pasado celebramos la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, la última de las grandes fiestas litúrgicas que, después del tiempo pascual, constituyen síntesis admirables del misterio cristiano:  la Santísima Trinidad, el Cuerpo y la Sangre de Cristo y, también, su Corazón Sacratísimo, "fuente de vida y santidad", "paz y reconciliación nuestra" (Letanías del Sagrado Corazón).

Nadie puede conocer a fondo a Jesucristo, si no penetra en su Corazón, es decir, en lo más íntimo de su Persona divino-humana (cf. Pío XII, Haurietis aquas AAS 48 [1956] 316 ss).

2. El misterio del amor misericordioso, que se expresa en el Sagrado Corazón de Jesús, nos ayuda a vivir mejor esta Jornada mundial del refugiado, que tiene por tema:  "Un lugar que debe llamarse casa. Reconstruir vidas con seguridad y dignidad". Toda persona necesita un ambiente seguro para vivir. Los refugiados aspiran a esto, pero, por desgracia, en varios países del mundo millones de personas permanecen aún en campos de acogida o, en cualquier caso, durante mucho tiempo se ven limitados en el ejercicio de sus derechos.

No olvidemos a estos hermanos nuestros refugiados. Expreso mi aprecio y aliento a todos los que en la Iglesia trabajan en favor de ellos. Al mismo tiempo, espero un renovado compromiso de la comunidad internacional, para que se eliminen las causas de este doloroso fenómeno.

3. Pidamos con confianza al Corazón Inmaculado de María, cuya memoria celebramos ayer, que la humanidad, acogiendo el mensaje de amor de Cristo, progrese en la fraternidad y en la paz, y que la tierra se convierta en la "casa común" de todas las naciones.


 

Alfonso Torres

 

La mujer pecadora que había en la ciudad

Por fuerza de ese arrepentimiento, la mujer pecadora lleva el deseo vivo de purificarse, de recobrar la libertad de espíritu, de ver la luz de vivir una nueva vida, de amar a Jesucristo. ¿Qué, sino esos deseos, la llevó a la sala del festín? ¿Qué, sino esos deseos, la impulsó a los sacrificios generosos que en aquella ocasión hizo?

Y los deseos se apoyan en la fe y la confianza. Si no hubiera tenido confianza, no se hubiera acercado a Jesús. Si no hubiera tenido confianza, hubiera seguido por el camino—en tal caso indeclinable—de sus mundanidades y vicios.

Esos deseos llenos de confianza, vosotros mismos los habéis experimentado cuando, examinando la propia conciencia y viendo las propias miserias, pequeñas o grandes—propias miserias que todos tenemos, porque si dijéramos que no tenemos pecado mentiríamos, según la enérgica frase de San Juan, y no habría verdad entre nosotros—, habéis deseado salir de ellas, volveros a Dios para encontrar la paz de la conciencia, la reconciliación y el amor. ¿Pero los hemos experimentado con la fuerza arrolladora, con la decisión inquebrantable, con la divina impaciencia de la pecadora de Naín? ¡Cuántas veces, al volvernos a Dios después de nuestras caídas, lo hacemos con una tibieza, con una irresolución, con un miedo a las renuncias y sacrificios, que contrastan vivamente con la conducta de esta mujer! En esta mujer el amor comienza la obra de la conversión y el amor la corona. La conversión es una historia de amor creciente, de amor que cada vez, a cada paso, se va encendiendo más. El amor que al principio va enlazado con el remordimiento y el temor, con la humillación y la confianza, pues ninguna de estas cosas se concibe sin algún género de amor, es como una semilla escondida en el surco; luego es acción de gracias, conocimiento de la bondad divina, ímpetu del corazón que busca derechamente a Dios y descanso en Dios. La luz en cierto modo siniestra de los remordimientos, el llamear de los deseos, descubren e iluminan la misericordia divina, y es imposible descubrir la misericordia divina sin que el corazón se sienta cada vez más abrasado de amor a Jesucristo. La obra que comenzó el amor, el amor la corona. El amor era la semilla y el amor es el fruto. El amor es el primer impulso del corazón y en el amor viene a descansar el corazón.

Aquella mujer se acercaba a Jesucristo atormentada por los remordimientos, anhelosa, con vivos deseos, pero sobre todo inflamada en amor. Imaginaos un alma de tal temple y sus torturas; su corazón batalla por ser de Dios y a la vez siente su propia miseria; busca a Jesucristo y se siente encadenada a sus propias culpas; padece las luchas más terribles de la vida, las más íntimas y desgarradoras, las únicas luchas que merecen el nombre de tales, aquellas en que ha de decidirse nuestra eterna salvación o nuestra eterna perdición. Oíd con asombro y amor cómo, en medio de esas luchas, una voz del cielo que sale de los labios de Jesús le dice: Tus pecados te son perdonados, y entonces comprenderéis cómo esa frase debió encenderla en amor, al mismo tiempo que percibiréis su contenido inagotable de misericordia y consuelo. Es como si le dijeran: en esta hora se rompen los vínculos que te esclavizaban, y puedes volar a los brazos de tu Dios; es la hora en que tu corazón puede saciar sus deseos, su sed de Dios. Decirle: Tus pecados te son perdonados, es como poner en sus manos el cielo. En ese cielo el alma encuentra su descanso y su felicidad. Los remordimientos se truecan en manantial de gratitud, las zozobras en seguridad del alma y los temores en amor.

Misterio dulcísimo que se descubre en la página evangélica que comentamos. Ese misterio de divino amor y de divina ternura no fue conocido de todas las almas que lo presenciaron. Los fariseos que comían con Jesús estaban ciegos, y cuando oyeron esas palabras entendieron todo el alcance de las mismas, pero con rebeldía de corazón. Aunque el Señor había hablado de una manera impersonal, diciendo: Tus pecados te son perdonados, comprendieron muy bien que esa frase era equivalente a esta otra: Yo te perdono tus pecados. Por eso exclamaron: ¿Quién es este que aun pecados perdona?

Pero, enredados en sus prejuicios de corazón rebelde, dieron a esta pregunta una respuesta de incredulidad y acusación, como en otras ocasiones parecidas.

No hemos de olvidar que en torno de Jesucristo ya se había formado un ambiente hostil, que en alguna ocasión, precisamente porque El perdonaba los pecados, le acusaron de impiedad y de blasfemia, y dijeron: ¿Quién puede perdonar los pecados sino Dios?

En este ambiente hostil a Jesucristo, una pregunta semejante equivale a decir: ¿Pero es posible que llegue la audacia de este hombre hasta atribuirse el poder divino de perdonar pecados? No podía formular la cuestión de una manera clara, porque poco antes habían sido testigos de aquel milagro estupendo realizado en la misma ciudad de Naín, que es uno de los más grandes del Evangelio; habían presenciado la resurrección del hijo de la viuda; pero como los milagros no tienen fuerza para rendir el corazón del hombre, cuando el hombre se niega a recibir las luces interiores de la gracia, aquellos hombres, que habían rechazado esas luces divinas, porque se buscaban a sí mismos, a pesar de los milagros seguían en sus dudas, en sus cavilaciones y en su hostilidades. Teniendo ojos, no veían, y poniéndoseles delante de los ojos aquel cuadro hermosísimo de la misericordia y del amor de Jesucristo, no conocieron sus bellezas. Se plantearon rabínicamente la cuestión de si Jesús podía o no perdonar pecados, y con el alma puesta en tal cuestión, no percibieron ni aprovecharon lo que más les importaba.

No vieron cómo el corazón de Cristo derramaba torrentes de misericordia y de amor para lavar las conciencias de los pecadores y para convertir en hijos de Dios a los que poco antes eran sus enemigos. Vieron en seguida lo que interesaba a su vanidad de doctos, pero se les ocultó el gran misterio de perdón, de esperanza y consuelo que Jesús les descubría. Mordieron con encarnizamiento las palabras oídas, pero no saborearon su dulcísimo contenido, que la pecadora despreciada gustaba con celestial deleite.

Aquella mujer, en medio de su dicha, probó la soledad de corazón que a veces experimentan las almas convertidas. Materialmente estaba rodeada de los comensales de Jesús, y quizá de una muchedumbre que seguía al Maestro con intenciones muy varias; pero espiritualmente estaba muy sola. En aquella hora en que su corazón hubiera deseado que todos conocieran la misericordia divina; en que necesitaba expansionarse, dejando que se desbordara su amor; en que hubiera querido que todos se unieran a ella para agradecer a Dios sus beneficios, halló en torno suyo murmuraciones, recelos y soledad dolorosa. Así suele suceder a los que se vuelven sinceramente a Dios.
Aquellos hombres eran la imagen del mundo que sigue, las sendas de sus desórdenes y de sus vicios abandonando a los que sirven al Señor. La pecadora que abandonaba ese mundo, iluminada con luz de lo alto, se encontraba sola en medio de él y para ella se trocaba en árido desierto. Más en esa soledad había encontrado a Dios. Cuando se encuentra a Dios, ¿qué importa la soledad en que nos dejan las criaturas?

Cuando se hacía más densa esa atmósfera hostil, resonó de nuevo pacificadora, perdonadora y amorosa la palabra del Redentor, diciendo: Tu fe te salvó, vete en paz, y esta palabra divina vino a sellar las paces que por fin se habían hecho entre Dios y la pecadora. ¡Feliz el alma que oye palabras semejantes! Por alcanzar esa corona, ¿quién no arrostraría los mayores combates y amarguras?

Merecían estas palabras que nos detuviéramos en ellas para recreo de nuestras almas; pero se nos acaba el tiempo y tenemos que abandonarlas a la meditación particular de cada uno. Precisemos, sin embargo, una idea que hay en ellas. Cuando dice el Señor: Tu fe te salvó, nos habla de la fuerza salvadora de la fe, pero hay que entenderlo rectamente.

Claro está que esas palabras no significan que cuando hay una fe, por llamarla así, puramente intelectual, cuando hay aquella fe que llaman los teólogos fue muerta, sólo con ella se consigue el perdón de los pecados. Lo que significan es que, cuando la fe no es una mera afirmación de los labios, ni es un mero asentimiento de nuestra inteligencia, sino además es entrega a la palabra de Dios, vida nueva que informa nuestros actos, aceptación completa de la ley de Dios; cuando la fe tiene toda su fecunda expansión y se traduce en amor, entonces salva. Habla Dios al hombre con misericordiosa dignación para enseñarle y guiarle. La divina Revelación no es mera enseñanza especulativa que satisfaga nuestra ardiente curiosidad de saber, sino que es la manifestación de una vida, la senda que conduce a ella. Si el alma se limita a recibir lo que tiene de especulativo la fe, no corresponde a los designios de Dios. Para corresponder a esos designios es menester que se esfuerce por vivir esa vida que se le descubre, que se deje dócilmente guiar por la palabra divina y así se ponga por entero en las manos de Dios. El alma que así corresponde a los designios divinos es la que entra de lleno en la región de la paz divina, es la que la que descansa en Dios.

Cuando el alma, cansada de mendigar felicidad y paz a las criaturas, que no le pueden dar, se fía a ciegas de la palabra del Señor y se conduce como ella le enseña, se vuelve a El llena de fe sincera y no quiere seguir otras sendas que las que le descubre la fe, entonces es cuando siente en sí misma la verdad renovadora de la palabra divina: Tu fe te salvó.

Estas palabras tan llenas de sentido pronunció Jesús para terminar todo este episodio, y nosotros no podemos repetirlas sin que las lágrimas se escapen de los ojos. Decidme: ¿quién de nosotros no ha luchado durante toda su vida por alcanzar esa paz profunda del corazón? ¿Quién de nosotros no ha tenido que combatir rudamente con sus pasiones para lograr que el corazón no haga su nido en las criaturas, sino que repose únicamente en Jesús? ¿Quién de nosotros no ha buscado con muchas oraciones y lágrimas que le diga el Señor Tu fe te salvó; vete en paz? Y cuando recordamos esas luchas y esos trabajos del alma, esas ansias del corazón y esas lágrimas derramadas, ¿no se nos ponen delante de los ojos las mil vicisitudes de nuestra vida espiritual, con todas las misericordias divinas y con todas nuestras infidelidades, con nuestros avances y retrocesos, y no sentimos dolor de no haber alcanzado la victoria definitiva, estableciendo nuestra morada en la paz? ¿No suben las lágrimas a los ojos, en oleadas amargas y súplica ardiente, cuando resuena en nuestros oídos la palabra que Jesús dice a la pecadora, como si con esas lágrimas lamentáramos de no haber alcanzado el bien que debimos alcanzar, y como si con ellas quisiéramos forzar el corazón de nuestro dulcísimo Jesús a que, abreviando sus horas, nos otorgara ese bien de la paz, fruto de fe viva, que a despecho nuestras miserias deseamos y buscamos con todo nuestro razón?

¡Oh, dichosa hora aquella en que se encuentra la paz que el mundo no puede dar! Será hora de Tabor o de cruz, que esto no importa a las almas cuando buscan a Dios en espíritu y en verdad; pero, de cualquiera manera, será hora de la que supera a todo sentido. Apiadaos, Señor, de nosotros; avivad nuestra fe y disponed nuestros rebeldes corazones para que merezcan oír pronto de vuestros divinos labios: Tu fe salvó; vete en  paz.

(Alfonso Torres, Obras Completas, Lecciones sacras sobre los Santos Evangelios, Vol. 2º, BAC, Madrid, 1967, Pág. 480-484)


 

Fray Justo Perez de Urbel

 

La pecadora

Hostilidad creciente

Los episodios que acabamos de relatar reflejan finamente el desarrollo progresivo de la oposición a Jesús en el seno del fariseísmo. La inquietud primera se va convirtiendo gradualmente en envidiosa resistencia, en furioso antagonismo, en guerra declarada. Cuando el milagro del paralítico, los fariseos observan con disgusto, pero se callan; después dan un paso más, pero sólo se atreven a enfrentarse con los Apóstoles; su audacia va en aumento y ya se deciden a discutir con Jesús, pero acompañados de los discípulos de Juan; hasta que, al fin, osan acercarse solos; primero, con una moderación hipócrita; después, con un descaro impertinente. El ridículo, en que quedan siempre, los ofusca, los exacerba, los irrita. Ya no dudan en unirse con los cortesanos despreciables, para deshacerse de aquel hombre, cuya predicación está minando su prestigio ante la multitud. Ha empezado a fraguarse la intriga, que terminará con un sangriento desenlace, y ya podemos adivinar la solución.

Lejos de vacilar ante aquella hostilidad creciente, Jesús responde a los ataques con una serenidad siempre triunfante, impregnada unas veces de dulce ironía y ungida otras de profunda piedad. Ni disimula el concepto que tiene de su naturaleza y de su misión, ni calla las intenciones perversas de sus enemigos. Sus afirmaciones tienen una fuerza que nos sobrecoge. Así, cuando dice: “El Hijo del hombre es dueño aún del sábado”, puede abrogar las observaciones judaicas, puede perdonar los pecados, y ha venido, ¡venida misteriosa!, no a llamar a los justos, sino a los pecadores.

En casa de Simón el fariseo

Entre sus enemigos hay muchos que han roto ya con El toda relación; pero no faltan algunos que, acaso por no querer enfrentarse con las turbas, por aparecer ante ellas como protectores y amigos del admirado profeta le distinguen con un trato puramente formalista y exterior. A estos últimos debía pertenecer aquel fariseo, llamado Simón, que un día le invitó a comer en su casa. Era en estos primeros tiempos de los choques y de los recelos, acaso en Cafarnaum, o bien en la villa de Naím, a raíz de la resurrección del hijo de la viuda. Es difícil adivinar los sentimientos íntimos de este fariseo, anfitrión del Señor. No hay motivo, ciertamente, para suponer en él pérfidas intenciones; pero, desde luego, parece más preocupado de observarle que de agasajarle. Las costumbres orientales habían creado un verdadero ceremonial, que todas las personas bien educadas debían observar en el recibimiento de un huésped. Desde la puerta aparecía un esclavo, que ayudaba al recién venido a quitarse las sandalias y no le dejaba pasar adelante sin lavarle los pies. Después aparecía el dueño y daba a los invitados el beso de bienvenida. Había una antesala, donde se saludaban los que luego habían de sentarse a la mesa, y se tomaban los aperitivos, se lavaban las manos con aguas aromáticas y, si se trataba de un banquete de gala, se ungían las cabezas con perfumes. De allí los comensales pasaban al comedor, y se tendían sobre esteras y tapices, o bien sobre lechos de mullidos almohadones. Si era en buen tiempo, las puertas quedaban abiertas, y los transeúntes tenían derecho a acercarse hasta el umbral de la sala, para observar lo que pasaba en el interior. Los pobres tenían libre el acceso, seguros de que también ellos tomarían parte en la comida por poco generoso que fuese el dueño de la casa.

Jesús entra en la casa de Simón, deja las sandalias a la puerta, busca un sitio en la sala del festín, se recuesta en su lecho, el cuerpo extendido, el busto apoyado sobre el brazo izquierdo y los pies echados hacia afuera. Pero el recibimiento ha sido frío y reservado: ni han aparecido los esclavos a lavarle y perfumarle, ni el dueño le ha besado en la mejilla. En este olvido del ceremonial ha influido tal vez el enojo de los fariseos allí presentes. Simón se conduce con una reserva intencionada, que, en realidad, era un quebrantamiento de las leyes de la cortesía. Jesús lo advierte, pero calla. Lo advierten también los demás invitados, algunos de ellos con íntima satisfacción. No había cordialidad en aquella mesa; había únicamente un deseo de guardar la corrección estricta, una recíproca desconfianza y una tensión angustiosa, que vino a aumentarse con un suceso imprevisto. De repente, una mujer se presenta en la sala, llevando en sus manos un frasco de ungüento aromático. Tímida y audaz a la vez, indiferente a la lluvia de miradas que cae sobre ella, se dirige hacia el asiento en que se recuesta Jesús, y se prosterna a sus pies. Fue para ella un momento de vergüenza y de sufrimiento indecible. Ella sabía con qué rigor evitaban los rabinos el trato con las mujeres, sobre todo en público. Sabía, además, que ella, más que nadie, estaba sujeta, al menos públicamente, a sus desvíos y anatemas. Era una mujer pecadora, de la cual se contaban toda clase de desórdenes y aventuras. Pero la congoja del arrepentimiento le punzaba ya en el corazón, y tenía la esperanza de que Jesús, siempre indulgente con los pecadores, había de recibirla sin despego. Las almas más degradadas pueden recobrar el respeto de sí mismas, si ven que otro las estima y respeta. Esta mujer conocía ya seguramente a Jesús, por lo menos de vista; le había oído hablar en público, había escuchado de su boca aquellas palabras que hablaban de penitencia, de transformación de la mente. La abyección de su vida la había aterrado, la había llenado de confusión: pero una gran confianza había venido luego a confortar su espíritu, poniendo ante él la perspectiva de una vida nueva e inspirándole la manera exquisitamente femenina de manifestar sus sentimientos a aquel misterioso bienhechor.

La pecadora

Mujer mundana y acostumbrada a las leyes del trato social, aquella pecadora echó fácilmente de ver que en aquella casa no se había recibido a Jesús con el decoro que requería su persona. Ni siquiera le habían lavado los pies. Esta desconsideración llenó su alma de una pena profunda, y, unida a la mansedumbre del Señor, que la permitía permanecer arrodillada delante de El, conmovió de tal manera las fibras más íntimas de su ser, que, perdiendo el dominio de sí misma, y con él todo respeto humano, rompió a llorar amargamente, dejó correr sus lágrimas sobre los pies de Jesús, y, desatando su cabellera, los enjugó con aquellas trenzas sedosas que eran antes el objeto de todos sus cuidados. Después, considerándose indigna de ungir la cabeza de Jesús, rompió el cuello del frasco de alabastro, derramó los perfumes sobre los pies que acababa de regar con su llanto, y comenzó a besarlos y a oprimirlos amorosamente contra su pecho.

Los comensales se miraban unos a otros, con caras de pasmo. ¿Por qué consentía Simón aquella escena en su casa? ¿Por qué el Profeta no rechazaba indignado las caricias de aquella mujer? Esto parecían decir las miradas, miradas de desprecio, sobre la pecadora y de malevolencia sobre el Nazareno. Simón, en el fondo, se sentía satisfecho. Parecíale haber descifrado un enigma. Sabía, por fin, a qué atenerse con respecto a aquel hombre que se sentaba a su mesa. En rigor, era uno de tantos, susceptible de engaños y no insensible a los halagos de una mujer: “Si éste fuese profeta, decía en su interior, debiera saber qué clase de persona es la que le toca, debiera saber que es una pecadora”. Y sus labios se plegaron en una sutil sonrisa.

El que más ama

Jesús, que hasta entonces había parecido indiferente a aquella escena, rompe al fin el silencio. Entre El y Simón se entabla un diálogo de una viveza insuperable, de un tono en que cada cual, a pesar de las distancias que los separan, hace esfuerzos por guardar las fórmulas de la estricta cortesía. “Simón, quisiera decirte una cosa”, dice Jesús con estudiada reserva. Y Simón responde fríamente: “Maestro, dí.” Viene luego uno de aquellos ejemplos que tanto empleaban los doctores de la Ley: “Un acreedor tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Y como ni el uno ni el otro tenían con qué pagar, les perdonó la deuda. ¿Quién de ellos le amará más?” La historia era clara y la pregunta sencilla; pero en la respuesta de Simón hay alguna reticencia: “Supongo, dice, que aquel a quien más perdonó”. “Juzgaste rectamente”, responde Jesús, y aplica el ejemplo a la pecadora, comparando de paso el descuido del fariseo con la exquisita delicadeza de la mujer: “¿Ves esta mujer? He entrado en tu casa, y no me has dado agua para los pies; pero ella me los ha regado con sus lágrimas y limpiado con sus cabellos. Tú no me has dado el beso de costumbre; pero ella, desde que entró, no ha cesado de besarme los pies. No me has ungido con óleo la cabeza; pero ella me ha ungido los pies con perfumes.” Había callado, había permanecido indiferente; pero todo lo había observado, hasta el último pormenor. Y, por si el fariseo no ha entendido, saca la consecuencia de la parábola: “Lo que con esto quiero decirte es que le son perdonados muchos pecados, porque ha amado mucho.” Su amor, aquel amor ardiente y generoso, que acaba de manifestarse de una manera tan ostensible, le ha valido el perdón. El uno es la medida del otro: “Aquel a quien se le perdona poco, ama poco.” Y no es que el pecado sea una condición previa para la santidad, sino que en la economía de la gracia, un amor remiso y tibio no puede traer un perdón pleno y generoso. En este caso la pecadora consiguió la remisión abundante, porque amó mucho, pero amó mucho porque se afanó ávidamente en busca del perdón. El pecado, ciertamente, es un obstáculo para entrar en el reino de los cielos; pero el pecado se borra con el fuego del amor. El verdadero obstáculo, el obstáculo insuperable es la falta del amor. El amor es causa y, al mismo tiempo, efecto del perdón. El amor de la pecadora merece que Cristo le diga la palabra definitiva: “Tus pecados te son perdonados.”

Es la primera palabra que Jesús dirige a la pecadora, la que ella deseaba escuchar desde el momento de aparecer en la sala. Palabra misteriosa, que ya Jesús había pronunciado en otra ocasión, y que, lo mismo que entonces, llenó de asombro a los circunstantes. Era una palabra arrogante, desconcertante, escandalizadora. “¿Quién es éste que se arroga el derecho de perdonar los pecados?”, se decían aquellos invitados, mirándose unos a otros y rompiendo aquel silencio malicioso y expectativo que habían guardado hasta ahora. Despreciando sus reflexiones, Jesús se volvió hacia la pecadora, y la despidió, diciendo: “Tu fe te ha salvado: Ma essalamé, vete en paz.”

(Fray Justo Perez de Urbel, Vida de Cristo, Ed.Rialp 1987, p. 250-255)


 EJEMPLOS PREDICABLES

 

La recompensa que dio un rey por una col y por un caballo

El Rey de Francia Luis XI, en cierta ocasión que regresaba de una cacería, quiso visitar a un campesino por frente a cuyo caserío acertó a pasar. Departiendo el Rey con el campesino, hizo el azar que el Rey viniese a decir que uno de sus manjares favoritos eran las coles. A poco de eso, un día, el campesino columbró en su huerta una col hermosísima. Radiante de alegría, corrió a palacio para ofrecérsela al Rey, pensando proporcionarle un gran placer. Así fue, en verdad, pues gustó mucho el Rey de aquel obsequio, y regaló al campesino muy ricamente, sentándolo a su mesa, y además dióle 100 luises de oro. Un cortesano, viendo como el Rey recompensaba un presente de tan poca monta, le propuso hacer él también un obsequio a monarca tan liberal. Y decíase para sus adentros: “Si por una col el Rey ha dado a este campesino cien monedas de oro, si le ofrezco un caballo, no será mezquino el provecho que pueda reportarme este negocio”. El Rey aceptó muy gustoso el presente y mandó entregar al cortesano un paquete muy bien sellado con los sellos reales. Abrióle el interesado palaciego con gran prisa y curiosidad, y halló dentro la col del campesino. Sin perder tiempo fuése a palacio y dijo al Rey, con muy buenas palabras, que como premio a su generosidad había recibido una col muy bien envuelta y acomodada en un paquete sellado con las armas reales, y que él creía muy firmemente que todo ello no era más que un error o una burla hecha por gente villana sin contar con la voluntad del Rey. Este se sonrió y contestóle: “No hay aquí error ni burla. La col que te he enviado creo que es el premio que te corresponde, pues no dejó de costarme cien luises de oro”. El Rey, muy discreto, adivinando las intenciones de aquel ambicioso, dejóle burlado y corrido. De manera parecida a la de este Rey, que no tenía en cuenta la magnitud de los presentes que le hacían sino la intención con que eran hechos, nos tratará Jesucristo al juzgarnos. Un acto pequeño y trivial al parecer, pero realizado por amor a Dios, por ejemplo, un sorbo de agua fresca que demos a algún hermano nuestro pensando darlo al mismo Jesucristo, será ricamente recompensado por Dios. En cambio, si llevamos a cabo algo trascendental, de que se hable mucho, y lo hacemos pensando en los elogios de nuestros conocidos y aun de toda la ciudad, pequeño será el premio que merezca en el otro mundo.

(Spirago, Catecismo en ejemplos, t. III, Ed. Políglota, 2ª Ed., Barcelona, 1931, pp.85-87)


24. Predicador del Papa: «La conversión es el camino a la felicidad y a una vida plena»

Comentario del padre Cantalamessa a la liturgia del próximo domingo

ROMA, viernes, 15 junio 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap. -predicador de la Casa Pontificia- a la liturgia del próximo domingo, XI del Tiempo Ordinario.

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Fue una mujer con un frasco de perfume


Hay páginas del Evangelio en las que la enseñanza está tan unida al desenvolvimiento de la acción que no se percibe plenamente la primera si se la separa de la segunda. El episodio de la pecadora en casa de Simón –que se lee en el Evangelio del XI domingo del Tiempo Ordinario- constituye una de éstas. Se abre con una escena callada; no hay palabras, sino sólo gestos silenciosos: entra una mujer con un frasco de aceite perfumado; se acurruca a los pies de Jesús, los empapa en lágrimas, los seca con sus cabellos y, besándolos, los unge con perfume. Se trata casi con certeza de una prostituta, porque esto significaba entonces el término «pecadora» referido a una mujer.

En ese momento, el objetivo se desplaza al fariseo que había invitado a Jesús a comer. La escena es aún callada, pero sólo en apariencia. El fariseo «habla para sí», pero habla: «Al verlo, el fariseo que le había invitado, se decía para sí: "Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora"».

En ese punto del Evangelio toma la palabra Jesús para dar su juicio sobre la acción de la mujer y sobre los pensamientos del fariseo, y lo hace con una parábola: «"Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más?". Respondió Simón: "Supongo que aquél a quien perdonó más". Le dijo Jesús: "Has juzgado bien"». Jesús, sobre todo, da a Simón la posibilidad de convencerse de que Él es, de hecho, un profeta, visto que ha leído los pensamientos de su corazón; al mismo tiempo, con la parábola, prepara a todos para comprender lo que está a punto de decir en defensa de la mujer: «"Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. En cambio, a quien poco se le perdona, poco amor muestra". Y le dijo a ella: "Tus pecados quedan perdonados"».

Este año se celebra el octavo centenario de la conversión de Francisco de Asís. ¿Qué tienen en común la conversión de la pecadora del Evangelio y la de Francisco? No el punto de partida, sino el punto de llegada, que es lo más importante en toda conversión. Lamentablemente, cuando se habla de conversión, el pensamiento se dirige instintivamente a lo que uno deja: el pecado, una vida desordenada, el ateísmo... Pero esto es el efecto, no la causa de la conversión.

Cómo sucede una conversión es perfectamente descrito por Jesús en la parábola del tesoro escondido: «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra y lo esconde de nuevo; después va, lleno de alegría, vende todo lo que tiene y compra ese campo». No se dice: «Un hombre vendió cuanto tenía y se puso a buscar un tesoro escondido». Sabemos cómo acaban las historias que empiezan así. Uno pierde lo que tenía y no encuentra ningún tesoro. Historias de ilusos, de visionarios. No: un hombre encontró un tesoro y por ello vendió todo lo que tenía para adquirirlo. En otras palabras: es necesario haber encontrado el tesoro para tener la fuerza y la alegría de vender todo. Fuera metáforas: primero hay que haber encontrado a Dios; después se tendrá la fuerza de vender todo. Y esto se hará «llenos de gozo», como el descubridor del que habla el Evangelio Así aconteció en el caso de la pecadora del Evangelio, en el caso de Francisco de Asís. Ambos han encontrado a Jesús y es esto lo que les ha dado la fuerza de cambiar.

He dicho que el punto de partida de la pecadora del Evangelio y de Francisco era distinto, pero tal vez no es del todo exacto. Era diferente en apariencia, en el exterior, pero en profundidad era el mismo. La mujer y Francisco, como todos nosotros, estaban en busca de la felicidad y se percataban de que la vida que llevaban no les hacía felices, dejaba una insatisfacción y un vacío profundo en sus corazones.

Leía estos días la historia de un famoso converso del siglo XIX, Hermann Cohen, un músico brillante idolatrado como niño prodigio de su tiempo en los salones de media Europa. Una especie de joven Francisco en versión moderna. Después de su conversión, escribía a un amigo: «He buscado la felicidad por todas partes: en la elegante vida de los salones, en el ensordecedor jaleo de bailes y fiestas, en la acumulación de dinero, en la excitación de los juegos de azar, en la gloria artística, en la amistad de personajes famosos, en el placer de los sentidos. Ahora he encontrado la felicidad, de ella tengo el corazón rebosante y querría compartirla contigo... Tu dices: "Pero yo no creo en Jesucristo". Te respondo: "Tampoco yo creía y es por eso que era infeliz"».

La conversión es el camino a la felicidad y a una vida plena. No es algo penoso, sino sumamente gozoso. Es el descubrimiento del tesoro escondido y de la perla preciosa.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]