COMENTARIOS A LA SEGUNDA LECTURA
2Co 4, 13-5, 1


1.

El apóstol se ve precisado a hacer la apología de su ministerio ante sus corresponsales corintios que ponen en duda su vocación y se escandalizan de manera particular de los fracasos y de las debilidades del enviado de Dios.

La respuesta del apóstol a sus detractores es sensiblemente idéntica a la exposición presentada en Rom 5, 1-5.

Ahí Pablo se apoyaba sobre la realidad de su vocación. Y justificación general o vocación particular no tienen más que una misma finalidad: la "masa eterna de gloria" (v. 17) prometida a todo hombre.

Ahora bien: esta masa de gloria trasciende a tal punto la vida humana que no es posible esperarla sin pasar por la prueba. El cristiano justificado la encuentra en su vida (Rom 5, 3), y tampoco el apóstol está libre de ella (vv. 16-17). Pero la esperanza produce, a su vez, la resistencia a la prueba: la constancia y, sobre todo, el amor del Padre y la morada del Espíritu en nosotros. En su carta a los romanos (Rom 5, 4-5) ha analizado ya Pablo con cierto detalle esa colaboración de las diversas virtudes, que elaboran la esperanza y la sostienen en la prueba. La segunda carta a los corintios no desciende a tantas precisiones y se limita a hablar del "hombre interior". La comparación de Rom 5, 1-5 y 2 Cor 4, 16-18 permite saber qué hay detrás de esa expresión: se trata de la interacción de las tres Personas divinas en el desarrollo del ser teologal del cristiano.

Esperar no es creer en una felicidad lejana que nos habrá de llegar de improviso; es, por el contrario, creer que esta felicidad se realiza a partir del momento en que le fue concedida la gloria a Jesús de Nazaret y sus arras fueron depositadas en nosotros. Debemos a San Pablo esta concepción de la esperanza de una gloria, esperada pero ya presente, capaz de soportar desde ahora las pruebas y las dificultades que no pueden más que la carne y lo visible, mientras que la gloria es fruto del Espíritu y de lo invisible.

Pero la pregunta que se hace el cristiano se refiere a cómo esa esperanza puede presentarse en el corazón de las esperanzas humanas. No podrá incrustarse en él si, en primer lugar, no se purifica de las alienaciones y de los comportamientos que la cristiandad ha heredado de épocas anteriores y que no tienen nada que ver con el Evangelio; si, después, no se reviste de una extrema paciencia para admitir las torpezas del hombre en busca de su salvación y que no comprueban el valor de sus esperanzas humanas sino al término de una larga experiencia. La tarea está a la altura del cristiano y del apóstol, pero resulta de una extrema complejidad. En eso consisten, sin duda, las pruebas a las que Pablo alude continuamente cuando define la esperanza de la gloria (Rom 8, 18-23). La Eucaristía alimenta sin cesar la reconciliación de la esperanza teologal y de la esperanza humana. Invita, en efecto, al hombre a la edificación del Reino y le purifica de su egoísmo, capacitándole para el ejercicio más consciente de sus recursos.

Pero al mismo tiempo le invita a movilizar esos recursos, transfigurados de ese modo, en la construcción de una ciudad humana en donde dará testimonio, en la medida de lo posible, de la victoria cotidiana sobre la muerte y sobre el odio.

MAERTENS-FRISQUE 5.Pág. 39


 
2.

Hay una sección bastante larga en 2 Cor dedicada a la exposición del ministerio apostólico (capts. 3-7 en términos reales). En ella Pablo expone diversos aspectos del ministerio.

En este párrafo, un tanto curiosamente cortado de lo precedente y posterior, aparece, en primer lugar el puesto fundamental de la fe para la predicación. Es algo evidente: no se puede hablar de Cristo y de lo de Cristo sin creer en él. Ahora bien, como siempre en Pablo, el hablar no es algo separado del ser. Por ello se habla de Cristo porque se está en Cristo, se ha muerto con El, se está unido a El y se espera la resurrección.

Un segundo punto. No es algo individual. También como punto base en Pablo, no se puede hablar de individuos solamente, sino de comunidad. El mismo apóstol no es algo separado de sus oyentes.

Todos forman algo. Diferente modo de ver del más moderno en que el predicador se contrapone muchas veces a sus oyentes y sólo forma comunidad con ellos de nombre o desde arriba.

Tercer punto: desgaste real del apostolado (vv. 16-18). No conviene minimizar. El predicar a Cristo es duro y puede costar un precio muy alto. A Pablo le costó y a muchos seguidores y predicadores de otros tiempos, aun de los nuestros (vg. en El Salvador), también.

Cuarto y último: esperanza. No escapismo o menosprecio de la realidad, como podría entenderse algo del v. 16, sino esperanza en la obra de Dios que supera cualquier limitación.

F. PASTOR
DABAR 1991/31


 
3.

La confianza que tiene Pablo en el poder de Dios, que resucitó a Cristo, y la esperanza en que este mismo poder se manifieste abundantemente en la gloria eterna de los creyentes, le hacen considerar en poco las tribulaciones de hoy, que bien pueden soportarse con paciencia. La esperanza se funda en el espíritu de fe, es decir, en aquella fe que causa el Espíritu de "porque creemos, por eso hablamos" (alusión al Sal 116, 10). Esa esperanza que late ya en nuestro interior como una primicia de todo lo que esperamos (cf. Rom 8, 18-39) se apoya en la fe en la resurrección de Cristo y tiende hacia la vida eterna de todos los creyentes.

EUCARISTÍA 1988/28



4. H/INTERIOR:

Desmoronamiento externo y renovación interna. La persona física viene destruida por las angustias y fatigas de cada día, las fuerzas se agotan hasta la destrucción total, son los vasos de arcilla del v. 7, pero el hombre interior, el hombre que por el bautismo ha sido trasplantado en nosotros y que encuentra vida en la fe, se vigoriza. En otros pasajes lo describe como hombre nuevo, Ef 4, 24, nueva creación, 2 Cor 5, 17. Es Cristo que crece en nosotros. Pablo experimenta el contraste del hombre mortal en el que actúan las fuerzas disgregadoras de la muerte pero que no pueden afectar al hombre interior.

P. FRANQUESA
MISA DOMINICAL 1985/12



5.

Irradia el fragmento un profundo optimismo. No puede uno olvidar aquello que reclamaba F. Nietzsche: Sólo si los cristianos tuvieran rostro de resucitados podría yo creer en su Salvador. Pero este optimismo no es sonrisa banal sino exigencia rotunda: "cuantos más reciban la gracia, mayor será el agradecimiento", lo que implica una actitud misionera constante. La depresión, pandemia espiritual de nuestro tiempo, además de terapias y psicofármacos encontraría alivio con las palabras del Apóstol: "Una tribulación pasajera y liviana produce un inmenso e incalculable tesoro de gloria". Las últimas palabras de Pablo pueden recalcarse citando la conocida frase de A. Saint Exupery en El Principito: "He aquí mi secreto que es muy simple: lo esencial es invisible para los ojos".

P. J. YNARAJA
MISA DOMINICAL 1991/09



6. 

MU/CONTINUA: La meditación sobre la efímera condición de esta vida ha sido una constante de la sabiduría cristiana de siempre. La presencia activa de la muerte en la vida es continua, sin faltar un momento, y se pone de manifiesto en la «decadencia de nuestro exterior, mientras nuestro interior se renueva de día en día» (4,16). La doctrina cristiana, como es bien sabido, lleva a ver la muerte no como el fin de todo, sino como un paso, el último y definitivo, que abre al hombre las puertas de la mansión celeste y eterna. Por otro lado, esta manera de ver la muerte no se presenta como una ilusión para continuar viviendo en este mundo a pesar de las dificultades de todo tipo, sino más bien como la meta final de la existencia humana fijada por el propio Dios (cf. 5,5). A pesar de vivir y morir, ni la vida ni la muerte pertenecen a quien vive o muere. Existe, en efecto, un Señor de la vida y de la muerte, de cada vida y de cada muerte, que ha sembrado y alimenta en lo íntimo de los creyentes la aspiración a las metas "verdaderamente últimas", aquellas "que no se ven y son eternas" (v 18).

El anhelo del ser humano es estar con el Señor y verlo. De ahí que sienta esta vida como un exilio, donde contempla en lejanía el cumplimiento de su deseo. La fe esperanzada llega a ser la condición de los exiliados, de los que, sin habérselo buscado, se encuentran en la necesidad de vivir lejos de la patria anhelada. Con todo, su sueño íntimo sería el de dejar esta existencia e irse con el Señor (5,8). Pero el cumplimiento de tal deseo no está en las manos de ninguno. Por eso se le presenta al creyente la pregunta: ¿qué hago entre tanto? ¿Qué he de hacer de mí mismo y de mi vida? La respuesta de Pablo aparece muy clara: «Nuestro mayor empeño es agradarle sea en este domicilio o en el destierro» (9). De esta manera, la toma de conciencia de la propia condición mortal, como un misterio que está en las manos del Señor, llega a ser liberadora para el hombre, en tanto lo descarga de las preocupaciones de algo que no está en su mano ni depende de él. De este modo queda enfrentado únicamente con sus propias posibilidades: tratar de hacer ahora lo que juzga digno del Señor, despreocupándose de todo lo demás.

M. GALLART
BIBLIA DIA A DIA.Pág. 882