DOCE HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XIIº


1. FE/RASGOS.

En este milagro se quiere destacar la fe del centurión, un hombre pagano, que no pertenece al pueblo de Israel. En la mente del evangelista está sin duda, el contraste con el pueblo de Israel que no manifiesta esa misma fe y rechaza a Jesús. Este episodio es, también, como un preludio de la futura entrada de los gentiles en la Iglesia.

Sabiendo que el Evangelio de Lucas tiene un sentido evangelizador y educador de la fe para que el discípulo aprenda lo que tiene que hacer en el seguimiento de Jesús, el centurión es aquí como un modelo de referencia. El punto de referencia es la persona del centurión, del cual los ancianos de los judíos dan un buen informe, pero en el fondo lo que se quiere destacar es la fe, como condición indispensable del discípulo para seguir a Jesús.

La fe es como una condición previa, como una actitud que se requiere para entrar en el Reino de Dios que predica Jesús. Está en todas las páginas del Evangelio. Es difícil de definir, pero se intuye y se siente. Definirla o intelectualizarla es desvirtuarla. Se han escrito tantos tratados sobre ella, que cuesta hablar de ella, aunque pensemos que es el fundamento. Está más cerca del corazón y del sentimiento que del entendimiento y la inteligencia. Más cerca de lo que llamamos confianza que de la certeza, aunque tenemos que reconocer que en toda confianza hay siempre algo de certeza.

A la fe, y lo mismo al sentido religioso, se le ha querido definir tan estrictamente que se ha caído en reduccionismos que los han desprestigiado. Y así se ha dicho que la fe es oscura, ciega, y don de Dios, y algo enteramente sobrenatural, con lo cual se ha oscurecido su valor y el enganche con la vida. Hoy tendríamos que destacar su conexión y punto de encuentro con la vida cotidiana (el amor humano, la convivencia...) así como su calor y su apertura a las aspiraciones y valores del hombre.

Cuando Jesús pide la fe no está pidiendo algo raro y extraordinario, casi un imposible, sino algo muy humano y razonable si se tiene en cuenta su estilo de vida y su sentido de Dios y su modo de pensar sobre los hombres y sobre la naturaleza.

La fe nace espontánea del corazón del hombre y de las exigencias de la vida cotidiana, siempre que no haya prejuicios psicológicos o ideológicos. Si nuestro mundo no cree es porque vive de una forma que le impide abrirse y confiar en el hermano y desde esa actitud tampoco se puede abrir a Dios. Son los intereses, el egoísmo, la búsqueda del poder y del placer, y un falso concepto del saber lo que le impiden creer.

En esta narración encontramos unos cuantos rasgos que sin pretender sean los rasgos esenciales de la fe ni los más importantes, son ejemplares para todo discípulo de Jesús. El pueblo de Dios real no coincide con el oficial. El centurión no pertenece al pueblo de Israel. La fe no siempre coincide con la confesión oficial ni con la religiosidad externa. Esto sucedía en aquel momento y sucede, sin duda, en el actual momento de la Iglesia. Sabemos que hay gente que se aferra a tradiciones y prácticas religiosas por encima y, a veces, en contra de la fe verdadera. Con una actitud así es muy difícil ser discípulo de Jesús. Se puede ser religioso, pero no cristiano.

La fe verdadera lleva a acoger a las personas por encima de razas e ideologías. En el centurión se da una actitud así, pero sobre todo en Jesús, y no sólo en este pasaje. Siempre ha sido muy peligroso creerse el pueblo y los elegidos de Dios. Más aún, creerse eso es alejarse de Dios como sucedió con los judíos.

Jesús va a lo hondo y a la intimidad de la persona, y ahí debe de ir el buen discípulo.

Cercanía, respeto y acogida a las personas.
Esta será una de la grandezas del cristianismo.
La fe verdadera está abierta y aprende siempre de los demás.

El centro de la fe cristiana es la persona de Jesús. El centurión manifiesta un profundo respeto por Jesús. No se considera digno de que visite su casa y usando una comparación militar demuestra una gran confianza en el poder de Jesús. Sus palabras las repetimos los cristianos con mucha frecuencia y en uno de los momentos más sagrados de la liturgia. Han quedado como modelo de fe y confianza.

Esta fe en la persona de Jesús, y a travès de él en el Padre, es la nota más característica de la fe cristiana. Es la condición previa que pide Jesús a todo el que quiera ser su discípulo. Esto está en todas las páginas del Evangelio.

Con una fe así son posibles los milagros y hasta lo imposible. Y sucede lo imposible, o lo que parece imposible, como es la curación del criado del centurión.

El evangelio se complace especialmente en figuras como la del centurión cuando se quiere destacar la fe. No lo hace a través de discursos ni razonamientos, sino de personas. Con frecuencia estas personas no son creyentes del pueblo de Israel. Así cuando nos habla de la viuda de Sarepta, o de Naamán el sirio, de la hemorroisa, y de otras figuras. ¿No se nos querrá recordar que la fe es un don o gracia universal que no se mide por la geografía ni por las creencias?.

Tiempos de increencias los nuestros y es algo que nos tiene que hacer reflexionar. La figura de este centurión, por su apertura, bondad y generosidad, y sobre todo por su fe, que no hay que separar de las otras virtudes, es un buen punto de referencia. Un buen modelo.

DABAR 1989/31



2. J/SOLIDARIDAD  FE/IDEOLOGIA

No es Jesús un espectador ante quien desfila la realidad para ser contemplada y entendida intelectualmente. No es Jesús un filósofo que nos da una maravillosa lección para hacernos entender la complejidad de la vida.

El Jesús de Lucas es Alguien que vive en medio de los acontecimientos, participando de sus avatares y tomando actitudes ante las personas. Es una persona sensible ante el dolor y el sufrimiento, preocupado por aliviar el peso de quienes soportan la carga más dura de la vida, solidario con quienes llevan la peor parte, cercano de quienes son apartados y marginados, portador y revelador de un Dios tremendamente humano, próximo y compasivo, en el buen sentido de sentir-con.

En el ambiente político de ocupación, se respira un aire de odio hacia el ejército invasor. El nacionalismo judío se siente humillado ante la prepotencia romana que confirma la regla, que ha dado muestras de superar el enfrentamiento y adoptar una actitud positiva de acercamiento y colaboración.

En este contexto, este hombre conoce la realidad que le circunda y la suya propia. Sabe que no puede apelar a sus derechos por no formar parte de aquella comunidad religiosa que se tiene como elegida y controladora de las actuaciones de Dios. También sabe que su pequeña parcela de poder no es capaz de conseguir lo que en ese momento necesita, ni le da derecho a reclamar un trato de privilegio. Está en manos de lo que Jesús quiera hacer. Pero conociendo su incapacidad y su no merecimiento, confía en Jesús como Alguien capaz de hacerlo y, sobre todo capaz de comprender y sentir con él. Por lo que ha oído, sabe que Jesús es sensible y humano, que no le importa lo que es y a qué grupo pertenece, que lo que importa es paliar el sufrimiento, curar el dolor, hacer el bien, preocuparse por las necesidades de las personas, sean quienes sean.

El grupo de personas que hacen de intermediarios manifiesta una actitud completamente distinta: se consideran en su función de intercesores que, con su actitud paternalista, van a tratar de conseguir algo que para ellos considerarían obvio, dada su pertenencia a la nación de Dios, al grupo de los religiosos, y que en el caso de este romano no lo es. Como no cumple el primer requisito o exigencia: ser de los nuestros, porque entonces entraría en la lógica de los derechos exigibles, evocan los merecimientos conseguidos por sus buenas obras y por su aptitud de simpatía hacia lo nuestro. Es la ideologización de la fe.

Han hecho de la fe un carnet de identidad, porque se puede distinguir a quien es de quien no es, a quien es bueno de quien no es bueno, a quien piensa como nosotros de quien no piensa como nosotros, a quien es hijo de Dios de quien no es hijo de Dios. Entienden a Dios como el protector de quienes se portan bien, en definitiva, en término legales.

Para Jesús, la fe es la del romano, que ha comprendido la actitud tan humana de Dios y sabe de su preocupación por los hombres, sean éstos como sean. Ha entendido a Dios como el interesado en el bien, la felicidad y la vida de los hombres. Lo ha descubierto como el Alguien más preocupado por salir al paso de las necesidades humanas. Lo ha experimentado como el Ser más humano que los hombres puedan encontrar nunca. Desde esa comprensión de Dios, el romano sabe que puede tener confianza, no porque se lo merezca ni porque sea importante, ni porque pertenece a un grupo. Simplemente porque Dios es profundamente bueno, sensible, cercano, Hombre.

Seguramente no conocía las grandes cuestiones de la religión sobre la Ley y los preceptos, es posible que no conociera las reglas básicas de un buen israelita. Había entendido, sin embargo, que, a pesar de todo, en Jesús podía tener confianza.

JOSÉ ALEGRE ARAGÜES
DABAR 1986/32



3. FE/QUÉ-ES.

"Ni en Israel he hallado tanta fe". ¿La hallaría Jesús en su Iglesia, entre los cristianos? Tal es la pregunta que debemos hacernos, si de verdad prestamos oído al evangelio, que es palabra de Dios. Y no es un mero recurso oratorio, sino una cuestión fundamental, pues hay muchas coincidencias, tal vez demasiadas, entre los cristianos y los judíos. Por de pronto, coincidimos en considerarnos privilegiados en la fe. Los judíos se enorgullecían de llamarse el pueblo elegido de Dios, como nos enorgullecemos nosotros de pertenecer a la verdadera Iglesia de Cristo. Pero, más allá de toda presunción, la del pueblo elegido y la verdadera Iglesia, Jesús pone el énfasis en la fe, que es una actitud personal de confianza en Dios. La fe no consiste en recitar el credo, ni siquiera en aprenderse la nueva formulación.

Tampoco consiste en tener por verdadero todo lo que la Iglesia nos propone. Creer es tener fe en Dios, en Jesucristo, Hijo de Dios. Por eso nos llamamos cristianos, porque creemos en Dios por Jesucristo, que es tanto como decir que creemos que Jesús es Dios y hombre verdadero.

-"Señor...". La fe nace del encuentro personal con Dios en Jesucristo. El centurión, educado en el politeísmo, simpatizó con el monoteísmo judío, hasta el punto de construir la sinagoga de Cafarnaún para atender a las manifestaciones religiosas de los judíos.

También había oído hablar mucho sobre Jesús, y así había dado los primeros pasos en la fe. Pero fue en su encuentro personal con Jesús como maduró su fe, hasta merecer el elogio de Jesús frente a la mediocridad de sus compatriotas judíos, recelosos de Jesús hasta la obstinación. La fe del centurión se expresa admirablemente en el modo como se dirige a Jesús, después de haberse encontrado con él: "Señor...". Jesús es el Señor, es decir, Dios, es la primera expresión de la fe cristiana. Eso es lo que creemos los cristianos. ¿Lo creemos porque nos lo han dicho o porque hemos tenido la experiencia del encuentro con Jesús? Todos nosotros hemos sido bautizados en la fe de la Iglesia, es decir, en lo que nos han dicho nuestros padres y nuestros curas. Pero es fe humana, que no religiosa. Hay que dar el salto de lo que nos han contado, de lo que hemos oído, a lo que vivimos y experimentamos en la oración, en la eucaristía, en los sacramentos, en el amor al prójimo. Hay que pasar de la fe sociológica, tradicional, a la fe de convicción y personal.

FE/HUMILDAD  FE/CREATURA  FE/ETAPAS.

-"Yo no soy digno". El primer paso para llegar a la fe religiosa es el reconocimiento de nuestra condición humana frente a Dios.

Somos hombres, no dioses. Nada más que hombres, por mucho que nos empeñemos en rebajarnos al nivel de los seres irracionales. El centurión tenía esa efímera, pero halagadora, experiencia de ser más o de creerse más, porque era un oficial del poderoso ejército de la superpotencia imperial de Roma. Pero frente a Jesús comprende que todo eso no es nada, sino apariencia. Le ha bastado la amarga experiencia de no poder hacer nada por uno de sus servidores enfermos y a punto de morir. El oficial temido por los pueblos avasallados y las gentes sometidas es sólo un hombre. Y hombres son sólo los ricos y los poderosos y los importantes y los influyentes, hombres entre los hombres y frente a Dios. Hay que rebajar los humos, humillarse, reconocerse como hombre para poder tener la experiencia de Dios. El que se endiosa, se incapacita para creer y se rodea de un corro de adoradores, de aduladores y cortesanos que le ciegan.

-"Mándalo con tu palabra". El segundo paso hacia la fe, tras la conciencia de los límites de nuestra condición humana, es el reconocimiento del poder de la palabra de Dios. En el principio ya existía la palabra, y la palabra era Dios. Y, como dice iterativamente el Génesis, dijo Dios: "Hágase la luz, y la luz fue hecha"; "Sepárense las aguas, y se separaron, y hubo mares y ríos". En la conciencia de nuestra debilidad humana barruntamos la fuerza del otro, de todos los hombres, de Dios. Por eso es más fácil encontrarse con Dios cuando bordeamos los límites de nuestra capacidad, casi siempre en nuestra debilidad frente al infortunio, la enfermedad y la muerte. Porque la vida y la muerte son humanas, pero la muerte no tiene que ver con Dios, que es Dios de vivos. Y la palabra de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros y se hizo, en Jesús, solidario de todos los hombres. Por eso la fe es confianza y esperanza sin límites, más allá de todo y a pesar de todo.

-"Y mi siervo quedará curado". El primer paso y el segundo trazan un solo camino, que es siempre el prójimo. Dios se hizo hombre, para que no lo busquemos en el cielo, sino en el prójimo. El otro, todos los otros, es el único camino que puede reconducirnos a Dios. Si no amamos al prójimo, al que vemos, dice san Juan, ¿cómo vamos a amar a Dios a quien no vemos? (/1Jn/04/20).

En el relato evangélico hay un rasgo que no puede pasar desapercibido. Y es la anotación del evangelista en dejar constancia de que el centurión, el oficial del poderoso imperio romano, sentía afecto y se preocupaba de la enfermedad de uno de sus servidores. Este insólito gesto de amor es, sin duda, la explicación del proceso que condujo al centurión hasta el encuentro con Jesús y a descubrir, por la fe, a Dios en Jesucristo.

La crisis de fe, que lamentamos a veces, coincide con una creciente pérdida de sentimientos humanos, con una deshumanización preocupante. Habiendo una clara conciencia de la dignidad y valor de la persona, como refleja la Declaración de los Derechos Humanos, el hombre es siempre la víctima de todos los eventos y desarrollos. La pobreza, la marginación, la infidelidad, la insolidaridad, la explotación, la violencia, la xenofobia, la injusticia y el egoísmo son los verdugos del hombre, que ejecutan a millares las vidas de los hombres, como si se tratase de pequeños detalles. No hay respeto al hombre, no hay fe en los otros. ¿Cómo puede haber fe en Dios, que se ha manifestado como Padre de todos los hombres? La crisis de fe no es más que el lado visible de un tremendo iceberg, que es la deshumanización del progreso tal y como se entiende y practica a escala mundial y aun a pequeña escala en la familia y en el trabajo o en la política y los negocios.

EUCARISTÍA 1989/26



4. FE/MILAGRO:

Y no ha sido sólo el Maestro el que ha quedado admirado de aquella fe fuera de lo normal. Parece que también Lucas ha sido tocado, fulgurado, casi trastornado. Por lo que da la impresión de que se olvida del criado moribundo, que está en la base de todo. Cae en la cuenta al final y lo remedia con una anotación apresurada: "Y al volver a casa, los enviados encontraron al criado sano". Ahí está todo. Es algo increíble.

El evangelista pretende contarnos un milagro. Y, por el camino, su pluma es desviada hacia otro suceso excepcional.

Tanto que, sólo en la última línea, se nos hace saber que el criado ha sido efectivamente curado. Casi como si el detalle resultase insignificante respecto al núcleo esencial de la narración, respecto a la "novedad" sorprendente con la que ha topado a lo largo del camino. Como diciendo que el verdadero milagro es la fe.

La fe constituye la premisa indispensable del milagro. No al revés.

La fe es la que provoca, la que hace posible el milagro.

No es el milagro el que hace nacer la fe (aunque ésta sea la mentalidad corriente).

Es más, ya la fe en sí misma representa el prodigio, el suceso milagroso, la realidad inaudita.

Jesús se pone en camino para ir a hacer un milagro.

Pero encuentra el milagro por el camino. Por lo que no puede librarse de proclamar la propia sorpresa: "os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe".

Sí. Aquí todo sucede a distancia.

Cristo y el centurión no se encuentran. No se conocen en absoluto.

Y tampoco se encuentran cara a cara el enfermo y el que cura.

Las palabras vienen "referidas".

El milagro de realiza a distancia. Y se constata "después".

¿No será la fe acaso esta realidad "presente", punto supremo de cercanía, que es capaz de soportar todas las distancias y todas las ausencias?.

Yo, desgraciadamente, necesito de un Dios siempre al alcance de la mano, al alcance de mis charlatanerías.

Un Dios de quien disponer en los momentos que yo quiero.

Un Dios que se deje oír, que me facilite las pruebas de su presencia, que me documente concretamente su cercanía.

Soy incapaz de fiarme de una palabra suya "a distancia", de agarrarme a su ausencia, de sentirme seguro incluso cuando no está (como yo pretendería). Entonces no es Dios quien está "distante".

Es mi fe la que está ausente.

(¿Quién sabe si a Jesús le "resulta" el milagro de curar una fe -la mía- que tiene necesidad de tantas palabras tranquilizadoras, claras, y ya no está en condiciones de percibir "una sola palabra" que llega de lejos?).

ALESSANDRO PRONZATO
PAN DEL DOMINGO/C.Pág. 124



5.

-La fe de un extranjero (Lc 7, 1-lO)

La narración de la curación del criado del centurión se encuentra en S. Mateo y en S. Lucas con algunas diferencias que no dejan de tener su interés. Parece que S. Lucas ha querido subrayar la calidad de la fe de un no-judío en contraposición a las dificultades que experimentan los judíos para confiarse a Cristo. Por eso está muy estudiada la puesta en escena. Como pagano que es, el centurión no va en persona a ver a Jesús; no es su ambiente y no se atreve a hacerlo. Envía en su nombre a judíos notables a los que sin duda habría hecho algunos favores. De hecho, los notables tienen buen cuidado en decirle a Jesús que el centurión ha construido la sinagoga; se trata de un amigo verdadero. Cuando Jesús se encamina hacia la casa del centurión, este le envía un aviso expresándole su deseo de no molestarle; sabe que un judío no puede entrar en casa de un pagano. Y su fe en Jesús se manifiesta de modo conmovedor, hasta el punto de que su confesión se perpetúa en la celebración eucarística de la Iglesia latina: "No soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi criado quedará sano".

S. Lucas relata cuidadosamente la reacción de Jesús: "Ni en Israel he encontrado tanta fe".

También a nosotros, nuevo Pueblo de Dios, se nos presenta un problema semejante. ¿Encuentra Cristo, entre nosotros, la fe del centurión? Este domingo nos debe plantear este problema tanto a nosotros mismos como a toda la Iglesia de nuestros días. ¿Los mayores testimonios de fe se encuentran en la Iglesia católica? ¿La fe en Dios se manifiesta con toda viveza en las Iglesias cristianas? La reacción de Cristo podría aplicarse perfectamente y con toda su dureza a nuestra época. La fe es un don, un don que debe sin duda ser acogido y cultivado, pero es un don y nadie puede acapararle en exclusiva.

-La oración del extranjero (1 R 8, 41-43)

Salomón construyó el Templo. Esto no dejaba de crear algún problema a la mentalidad judía, porque sabían que no se puede encerrar al Señor en un templo; que no era posible forzarle a escuchar a quien uno quiera e impedirle que atienda a quien uno no desee.

Salomón tuvo que exponer al pueblo los motivos de la construcción del templo (1 Re 8, 14-21). Después de una oración para que el trono de David tenga un sucesor para siempre, Salomón ora por todo el pueblo para que el Señor le escuche en toda circunstancia, y luego ora por los extranjeros, es decir, por aquellos que no pertenecen a la raza de Israel. No hay que extrañarse de que un extranjero vaya al templo. Algunos de ellos han oído hablar de lo que Dios ha hecho por su pueblo. Todos los pueblos de la tierra podrán reconocer el poder del Señor.

Este texto nos pone en contacto con lo que oiremos proclamar en el Evangelio: la fe puede darse también en un extranjero, es decir, en aquellos que no comparten nuestra religión. Este hecho no debe producir en nosotros tristeza, sino que debe conducirnos a alabar a Dios que quiere salvar a todo el mundo. Sin embargo, debe hacernos reflexionar; a nosotros la fe nos es accesible de muchas maneras y tenemos muchos dones de gracia para alimentarla: la Palabra de Dios, los sacramentos. Pero toda esta "facilidad para creer" ¿no puede ser una verdadera acusación contra nosotros?

NOCENT-6.Pág. 22 s.



6.

1. Los milagros de Jesús

La enseñanza de Jesús, nueva y radical, no ha hecho disminuir su popularidad. Mateo nos dice que "lo siguió mucha gente" (Mt 8,1), lo mismo que indicaba al comienzo de su primer discurso.

El discurso del sermón de la montaña ha sido pronunciado fuera de la ciudad de los hombres; esa ciudad en la que el hombre vegeta dominado por unos valores -el afán de placer, de poseer y de dominar- que jamás llenarán su vida. Sólo fuera de esa "ciudad" puede el hombre encontrarse con Jesús, con sus planteamientos, y aceptarlo. Sólo fuera de la ciudad podremos descubrir que nos compensa el seguimiento de Jesús, al ir descubriendo -en el silencio y la reflexión- los verdaderos valores humanos; porque ¿de qué nos sirve ganar el mundo entero si perdemos la vida? (Mt 16,26).

"Entró en Cafarnaún", donde se va a encontrar con las enfermedades y dolencias "del pueblo" (Mt 4,23), enfermedades y dolencias que intentará curar ante la oposición de los poderosos dirigentes religiosos.

Los milagros que nos narran los evangelistas no son sucesos espectaculares, sino la expresión de la acción salvadora de Jesús. Son signos de la acción de Dios en medio de los hombres, signos del deseo divino de liberar a los hombres de todas las esclavitudes. Y, como signos, exigen fe y confianza en esa liberación que Dios quiere; y trabajar por ella.

Saber exactamente lo que pasó en cada uno de los hechos milagrosos que nos narran los evangelistas nos es imposible. Lo que sí es claro es que éstos no hacen historia científica para que la aceptemos al pie de la letra, sino que presentan unas realidades que oprimen a los hombres, vistas y revestidas con los ojos de la fe y con la intención de interpretar esa fe.

Lo que es indiscutible es que la acción de Jesús fue interpretada por el pueblo como beneficiosa y curativa: curaba enfermedades, daba deseos de caminar y de vivir... Podemos decir que los milagros son una manera de decir simbólicamente que Jesús hizo más verdadera la vida de los que se encontraron con él y se abrieron a su mensaje. Sin negar que existieran realmente esos hechos milagrosos.

Así, por ejemplo, los leprosos pueden representar hoy a los marginados por la sociedad como indeseables: drogadictos, alcohólicos, disminuidos físicos y psíquicos, gitanos, negros, analfabetos, ancianos, vagabundos... Son en el mundo cientos de millones. Tampoco podemos olvidar que los milagros -como todo el contenido evangélico- han sido narrados después de la resurrección de Jesús y a la luz que ésta proyectó sobre toda su vida.

2. Los paganos también tienen cabida en el reino

Entre las narraciones de Mateo y Lucas sobre la curación del siervo del centurión hay algunas diferencias. La más notable es que, mientras en Mateo es el centurión el que se acerca a Jesús y le pide que le cure al criado, en Lucas "envió a unos ancianos de los judíos" a pedirle el favor, que elogian la bondad del centurión para con el pueblo judío. Es característico de Lucas no atacar a los romanos, sino presentarlos como buenas personas.

Comparando con otros acontecimientos de la vida de Jesús, podemos deducir que la "influencia" que podían ejercer en él los enviados del centurión era nula. Jesús no acepta las influencias, se ríe de ellas, las critica. Si aceptó ir a la casa, sería por otros motivos.

El centurión es un soldado del ejército de ocupación de Roma, que mantiene el orden militar en Palestina. Está al frente de un destacamento de cien hombres. Una situación necesariamente enojosa para los judíos, contrarios a esa ocupación. Por eso sorprende que se le presente como amigo de los propios judíos. Quizá fuera un prosélito (paganos que aceptaban de alguna forma la herencia religiosa de Israel).

Los paganos -y el centurión lo era- eran religiosamente impuros, por no pertenecer al pueblo de Israel. No se podía entablar conversación con ellos, y mucho menos ir a su casa (He 10,28).

Jesús no acepta las prohibiciones de la ley sobre lo puro e impuro. Y así, está dispuesto a ir a casa del centurión pagano y curar al enfermo. La salvación que trae es universal y no puede reconocer fronteras entre hombres y pueblos.

La intención de los evangelistas parece ser hacer patente que los paganos tienen también acceso a Jesús y, por tanto, a la comunidad cristiana. Insinúan que, debido a su fe ejemplar, tienen derecho a los primeros puestos.

Es de destacar la habilidad con que presentan una enseñanza tan difícil de aceptar por los judíos. Es fácil que pretendan también ayudar a superar la oposición que había a la entrada de los paganos en las comunidades que iban naciendo.

3. La fe del centurión:

Mientras los judíos se quedan simplemente en las obras, el centurión penetra en la realidad que representa Jesús, y lo acepta como venido de Dios con poder para que el mundo encuentre su liberación, simbolizada por la curación del siervo.

Jesús quiere ir a curar al criado. El centro de la narración es el diálogo entre el centurión y Jesús. La curación sólo se narra de pasada. El centurión se ha formado un gran concepto de Jesús, hasta el punto de creer que tiene poder para curar a distancia. Se considera indigno de recibirlo en su casa, porque es consciente de su inferioridad como pagano y del compromiso en que pone a Jesús si va a visitar al criado. Todo ello da ocasión para mostrar la extraordinaria calidad de su fe. Adopta la actitud de humildad e indignidad que experimenta el hombre cuando, personalmente y a solas, se encuentra con Dios. Establece una comparación entre su propia autoridad y la del joven galileo. El es un jefe que ordena una cosa a sus subordinados y es obedecido. Pero su poder es insignificante comparado con el de Jesús, que con su palabra, sin tocar ni ver al enfermo, a distancia, puede curarlo. Su fe en Jesús es enorme.

No hay acción de Jesús con el enfermo. El centurión le pide solamente una palabra. Es posible que ambos evangelistas quieran aludir aquí a la misión entre los paganos, que, sin haber tenido contacto directo con Jesús, experimentan la salvación que viene de él. Así adquiere también un sentido simbólico el hecho de no ir a la casa. La presencia física de Jesús no es necesaria; la salvación de los paganos se realizará a través del mensaje. La escena es como un preludio o anuncio del evangelio a los paganos.

Jesús está maravillado de lo que ha dicho el centurión. Antes de contestarle, dirige a sus hermanos en el judaísmo una frase durísima: "Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe". Y al centurión: "Vuelve a casa, que se cumpla lo que has creído".

4. Incredulidad de Israel

Israel no logra tener esa fe, y por eso perderá el puesto. Los verdaderos hijos de Abrahán serán los que tengan una fe como la del centurión. Jesús ve que su mensaje va a suscitar mejor respuesta entre los paganos que entre los israelitas.

"Y en aquel momento se puso bueno el criado". Mateo y Lucas nos muestran la eficacia de la palabra de Jesús, capaz de sacar al hombre de su estado sin esperanza. El verdadero milagro de Jesús consiste en suscitar la fe, en animar al hombre a caminar y a realizarse. La plenitud del hombre empieza con las buenas obras y termina en la apertura hacia el misterio salvador-liberador de Dios.

La curación, además de ser una ilustración del poder de la fe, es signo de una espera de Dios más viva en el mundo pagano que en el mismo Israel. Y es que la fe no se encuentra siempre donde se espera -quizá casi nunca-; no coincide con los ámbitos institucionales. Una cosa se pone aquí de nuevo en claro: nunca puede reclamarse un derecho -ser cristiano, por ejemplo- por la tradición, por los méritos de los antepasados, por pertenecer a una determinada familia, a una asociación o congregación religiosa, a un pueblo... Lo que decide es una fe como la del centurión.

La fe en Jesús es condición necesaria y suficiente para ser ciudadano del reino de Dios. Se derriba la barrera entre Israel y los demás pueblos. De la misma manera, se derriban, ahora y aquí, las barreras ideológicas y religiosas: salva la fe con obras en favor del hermano.

Este pasaje evangélico debería ser una lección para los cristianos de hoy. Estamos demasiado acostumbrados a Jesús, sabemos mucho de él desde pequeños; por eso estamos incapacitados para encontrarnos en profundidad con todo lo que representa. Creerse en posesión de la verdad trae estas sorpresas...

ACERCA-2.Págs. 48-52



7. COMULGAR MANO:

Al escuchar las palabras del centurión: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo...», más de un creyente recordará que son las mismas que pronunciamos poco antes de acercarnos a comulgar.

Entre tantas discusiones de no excesiva trascendencia, suscitadas después del Concilio, una de las más pintorescas ha sido, sin duda, la de recibir la comunión en la mano o en la boca.

Como es sabido, ambas maneras de comulgar pueden ser respetuosas y expresivas. Y es el mismo creyente el que ha de decidir si desea comulgar de un modo u otro, sin que el sacerdote se lo imponga según su gusto o preferencia.

En contra de lo que se piensa normalmente, comulgar en la mano no es algo «nuevo», sino la costumbre más natural durante los primeros siglos, tal como lo reflejan los diversos testimonios, pinturas y relieves de las iglesias de África, Oriente, Roma, España, Milán. En el siglo IV, san Cirilo de Jerusalén escribe así a sus fieles: «Cuando te acerques a recibir el Cuerpo del Señor, no te acerques con las palmas de las manos extendidas ni con los dedos separados, sino haciendo de tu mano izquierda como un trono para tu mano derecha, donde se sentará el Rey. Con la cavidad de la mano recibe el Cuerpo de Cristo y responde Amén.»

La modalidad de comulgar en la boca comenzó a introducirse sólo hacia los siglos Vll y Vlll, y no se aceptó en Roma hasta el siglo x. Después del Concilio Vaticano II, se ha recuperado de nuevo la práctica más antigua, pero sin que, desgraciadamente, muchos cristianos hayan descubierto su hondo significado.

Antes que nada, hay que realizar el gesto de manera correcta. Se extiende la mano izquierda, haciéndole con la derecha una especie de trono, para luego tomar el Pan con la mano derecha y comulgar allí mismo, antes de retirarse. No se «coge» el Pan que ofrece el sacerdote con los dedos de la mano derecha, a modo de pinzas, sino que «se acoge» el Pan en la cavidad de la mano izquierda.

Este es el gesto. Una mano abierta que pide, que espera y recibe. Unos ojos que miran con fe al Pan eucarístico que ofrece el sacerdote. Unos labios que dicen «amén». Este gesto realizado con fe expresa plásticamente lo que ha de ser nuestra actitud interior de humildad, pobreza, confianza y acogida al acercarnos a recibir a Cristo. Esa mano tendida somos nosotros mismos abiertos confiadamente a Dios. Ese Pan que recibimos es el mejor regalo que podemos tomar en nuestras manos: el alimento que sostiene nuestra fe y nuestra alegría interior.

Dichosos los que, domingo tras domingo, se sienten llamados a esa mesa.

PAGOLA-2.Pág. 75 s.



8. FE HUMILDE

Yo no soy quien...

Se ha dicho que todos los grandes hombres han sido humildes, ya que la humildad crece en el corazón de todo aquel que vive sinceramente la existencia.

Con cuánta más razón se puede decir esto de los grandes creyentes. No se puede vivir con hondura ante Dios si no es en actitud modesta y humilde. ¿Cómo puede vivir un hombre que, de alguna manera, ha experimentado a Dios si no es con humildad?

Tal vez sea ésta la razón más profunda de la devaluación actual de la humildad en nuestra sociedad. El hombre moderno no es capaz de adorar la grandeza de Dios, no sabe reconocer sus propios límites, no sabe intuir que su verdadera grandeza está en vivir humildemente ante Dios.

Naturalmente, cuando no se ha descubierto la grandeza de Dios, la humildad se convierte en «bajeza», en desprecio de sí mismo, en algo indigno de ser vivido. El núcleo de toda verdadera fe es la humildad. Una bella oración litúrgica de la Iglesia dice así: «Señor, ten misericordia de nosotros que no podemos vivir sin Ti ni vivir contigo». Esta es nuestra experiencia diaria. No podemos vivir sin Dios y no acertamos a vivir con él.

Dios es luz pero, a la vez, nos resulta demasiado oscuro. Es cercano, pero está oculto. Nos habla pero tenemos que soportar su silencio.

El creyente sabe por experiencia que Dios es paz, pero una paz que engendra intranquilidad e inquietud. Dios es pureza pero una pureza que nos descubre nuestra impureza y fealdad.

Por eso, todo hombre que se acerca a Dios con sinceridad lo hace como aquel centurión romano que se acercó a Jesús con estas palabras: «Yo no soy digno de que entres en mi casa». Sólo quien pronuncia estas palabras desde el fondo de su ser y piensa así de sí mismo, se está acercando a Dios con verdad y dignidad.

Al contrario, quien se siente digno ante Dios, está actuando indignamente. Se está alejando de quien es la luz y la verdad. Cuando más penetra el hombre en el fondo de su corazón, mejor descubre que el único camino para encontrarse con Dios es el camino de la humildad, la sencillez y la trasparencia.

Pocas veces estamos tan cerca de Dios como cuando somos capaces de rezar una oración como aquella que L. Boros nos sugiere en una de sus obras: «Señor, he ocasionado mucho mal en tu bello mundo; tengo que soportar pacientemente lo que los demás son y lo que yo mismo soy; concédeme que pueda hacer algo para que la vida sea un poco mejor allí donde tú me has colocado».

PAGOLA-1.Pág. 315 s.



9.

«Yo no soy quien»

El nacionalismo extremista judío, el sionismo, hunde sus raíces en un pasado secular. No es fácil dar un juicio histórico, pero probablemente pocos pueblos en el mundo han tenido una conciencia tan intensa de su singularidad, incluso de su superioridad sobre los demás, como el judío.

Quizá este es el factor que explica por qué ese pueblo, que ha tenido que vivir, como minoría, tanto tiempo y tantas veces en ambientes hostiles, haya podido sobrevivir y se haya mantenido tan fiel a muchas de sus tradiciones seculares. Desde sus orígenes se sintió como «pueblo escogido» por Dios, como un pueblo predilecto, que tenía un Dios superior al de otros pueblos y una ley mucho más justa que la de los demás.

Porque es verdad que en todo pueblo hay algo de eso, pero quizá no de una forma tan marcada como entre los judíos. Los españoles hemos cantado que «no quiere ser francesa la Virgen del Pilar»; hemos escuchado lo de «reinaré en España con más veneración que en otras partes», pero estoy convencido de que, en el fondo, no hemos tenido esa sensación de superioridad. La famosa frase: «España es diferente», contiene para nosotros un importante lastre de inferioridad y reconocimiento de nuestros defectos históricos y de nuestras indiscutibles limitaciones.

Desde este contexto de esa autocomprensión del pueblo judío debemos acercarnos a las lecturas de hoy. La primera lectura atribuye a Salomón unas actitudes que probablemente no fueron compartidas por aquel rey, que estaba imbuido de un fuerte sentimiento nacionalista. Es uno de los textos más universalistas del Antiguo Testamento. El libro de los Reyes exhorta a que se acoja a los extranjeros en el templo de Dios -algo que ciertamente está presente en otros textos veterotestamentarios-, pero se añade algo peculiar: «Te conocerán y te temerán todos los pueblos de la tierra, lo mismo que tu pueblo Israel». Ese «lo mismo» es realmente peculiar: no sólo admite a los extranjeros en la comunidad judía, sino que los pone al mismo nivel que los miembros del pueblo elegido, ya que conocerán y temerán a Yavé «lo mismo» que el pueblo de Israel.

Un rasgo fundamental de la persona de Jesús es el de no dejarse guiar por las etiquetas que los hombres solemos colgar sobre determinadas personas. Un extranjero, más aún, un militar romano, era para un judío nacionalista un «perro» y un «pecador». El relato de Lucas está muy cuidado para evitar la reacción negativa de unos judíos, a los que se les va a presentar como modelo a un pagano: la figura del centurión es presentada de forma muy poco personificada.

Un biblista, L. Monloubou, subraya los artificios del relato para personificar a ese centurión protagonista del milagro de Jesús. Cuidadosamente se evita citar la persona del centurión, para despersonalizarlo a través de un simple «él»: «él» amaba a su criado, «él» había oído hablar de Jesús, «él» le envió, «él» no es digno. Lucas «se atreve apenas a mencionar el hecho de que el héroe del incidente, que va a comportarse con tanta nobleza y que va a recibir de Jesús un elogio tal, sea un centurión, un pagano».

Pero a pesar de esa despersonalización, de ese «él», el centurión es el protagonista de la historia. La misma imagen de Jesús queda algo en segundo plano: no hay acción taumatúrgica directa de Jesús, no impone las manos sobre el siervo del centurión. Creo que es el único milagro de Jesús que hace a distancia: la fe del centurión es la que está en primer plano, ya que Jesús se limita a ponerse en camino. «os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe». El relato de Lucas no nos dice nada de cómo cayó esta frase del maestro, pero es claro que debió escocer a los que se consideraban miembros del pueblo escogido.

No podemos negar que entre nosotros existen actitudes que tienen que ver con las del pueblo judío. Ya hace años que Mingote contaba un chiste muy revelador de una actitud del pueblo cristiano español: una señora decía a otra a la puerta de una Iglesia: «Al cielo, lo que se dice al cielo, iremos solamente las católicas de toda la vida». Ha habido y sigue existiendo un sector en nuestra Iglesia española que se ha considerado como depositario del monopolio de los valores y actitudes religiosas correctas, que ha descalificado a los que no sienten como ellos y que ha considerado que, a la hora de la verdad, «al cielo. Io que se dice al cielo, solamente tienen derecho de entrada los que son y piensan como nosotros". Quizá los españoles no tenemos conciencia de pueblo elegido, pero sí tenemos esa conciencia en relación con nuestras propias ideas y actitudes, en cuanto que son distintas de las de los otros. Y estas actitudes se dan, para entendernos, tanto desde la derecha como desde la izquierda, desde los progresistas a los conservadores. Somos muy proclives para lanzar el evangelio o el último discurso del Papa contra los que no piensan y sienten lo que nosotros.

«No soy yo quien»: es una expresión espléndida de la humildad de aquel centurión. No alardea de sus títulos personales para ganarse la amistad de Jesús; son los otros los que dirán que trata muy bien a los judíos..., e incluso les ha construido una sinagoga -porque, se tenga el sentido comercial judío o no se le tenga, siempre se ha tratado bien a los bienhechores materiales-. El centurión no apela a sus títulos de prestigio, sino que se compara con aquellos militares que tenía a sus órdenes. Y con una impresionante humildad siente que no es digno: «Yo no soy quien para que entres bajo mi techo».

Ese «yo no soy quien» impactó tanto a la Iglesia que lo recogió como fórmula litúrgica antes de recibir la comunión. Es el «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa», que repetimos, quizá de forma rutinaria, antes de recibir el cuerpo de Cristo. Es la actitud del creyente que se acerca humildemente a recibir al Señor, con la humildad del mendigo. Sin embargo, cuántas más veces en nuestra vida debíamos estar dispuestos a repetir ese «yo no soy quién»:

--"yo no soy quien" para juzgar y condenar a mis hermanos, como si mi camino de vida cristiana fuese mejor que el de los otros:

--«yo no soy quien» para reclamar mis derechos y alardear de mis méritos ante Dios, aunque me considere un «católico de toda la vida» o un «cristiano comprometido y progresista»;

--«yo no soy quien» para condenar a los hombres y mujeres de otros pueblos, aunque sean distintos de nosotros, aunque sean árabes, negros o gitanos, cuya presencia va a ser, por pura ley demográfica, cada vez más frecuente entre nosotros;

--«yo no soy quien» para condenar a nadie, sin haberme preguntado antes cuál es mi parte de culpa en los conflictos interpersonales.

«Yo no soy quien»: los otros pueden ser tan honestos ante Dios lo mismo que nosotros. Únicamente nos queda pedir al Señor: «Dilo de palabra», «di una palabra». Sólo es el Señor el que puede sondear y conocer la verdad de nuestro corazón. Y estoy seguro de que al final de nuestra vida Jesús nos dirá que ha encontrado más fe en ese centurión, en ese a quien juzgamos o condenamos, que «ni en Israel», ni en muchos católicos de toda la vida o en muchos cristianos comprometidos y progresistas.

GAFO-J-2.Pág. 232 ss.



10.

1. «No soy yo quién para que entres bajo mi techo».

Resulta ciertamente impresionante la manera como el centurión pagano del evangelio transmite a Jesús su ruego de que cure a su criado enfermo. El se siente indigno de presentarse personalmente ante el Señor y envía a unos amigos judíos para que lo recomienden a Jesús. Y cuando Jesús se acerca, el centurión tampoco sale de su casa, sino que envía de nuevo a otros amigos, que deben informar a Jesús de la gran fe de que hace gala el centurión, quien está convencido de que, al igual que le obedecen a él los soldados que tiene bajo su disciplina, así también el poder de la enfermedad está sometido a Jesús. Esta confianza, expresada desde una doble distancia, «admira» a Jesús, pues se diferencia claramente del comportamiento de los judíos, quienes le exigen signos o malinterpretan muy a menudo los milagros que hace con habladurías sensacionalistas. La verdadera fe no se limita a Israel, se la puede encontrar fuera del pueblo elegido en una forma aún más pura (así también en el caso de la mujer cananea). El antiguo Israel sabía ya de la existencia de paganos sabios y piadosos que eran hombres modélicos (Ez 14,14; 28,3).

2. «Haz lo que te pide el extranjero».

Este acento universalista resuena ya en la oración de Salomón en el templo (primera lectura). El rey de Israel amplía su oración por el pueblo incluyendo también a los extranjeros, que, viniendo de lejos, rezarán en esta casa de Dios; que Dios se digne escucharlos: «Así te conocerán y te temerán todos los pueblos de la tierra». Aunque en la Antigua Alianza este aspecto no es frecuente, en la Iglesia de Cristo no sólo está permitido sino que está incluso expresamente prescrito: la Iglesia debe hacer «oraciones, plegarias, súplicas, acciones de gracias por todos los hombres, por los reyes y por todos los que están en el mando» (1 Tm 2,2). Pues la voluntad salvífica de Dios es universal y manifiesta desde la encarnación de su Palabra, que tiene poder «sobre toda carne» (Jn 17,2).

3. «No hay otro evangelio».

De ahí, en la segunda lectura, la sorpresa de Pablo de que los Gálatas hayan abandonado «tan pronto» el evangelio de la «gracia de Jesucristo», que está pensado para todos los hombres, para entregarse a una religión particular llena de prácticas "sin eficacia ni contenido" (Ga 4,9) que jamás podrían justificar al hombre ante Dios, aunque se cumpliera «la ley entera» con todas y cada una de sus prescripciones. Esto sería «neutralizar el escándalo de la cruz» (Ga 5,11), que ha revelado el amor de Dios a todos los hombres y nos impone un solo mandamiento, el del amor, por el cual, si es auténtico, queda cumplida de paso «la ley entera» (Ga 5,14). El mandamiento del amor es el único universal porque es simplemente la respuesta al acontecimiento de la cruz, y con ello, como «amor al prójimo», es también el único medio de salvación universal capaz de traer la paz de Dios al mundo dividido.

BALTHASAR-2.Pág. 260 s.



11..Frase evangélica: «Ni en Israel he encontrado tanta fe»

Tema de predicación: LA FE DE LOS PAGANOS

1. Frente al «pueblo» de Israel, elegido por Dios en alianza y a su servicio, se encontraban los «pueblos» paganos, considerados por los judíos como desconocedores de Dios. Pero en los textos misioneros del Nuevo Testamento Dios no es sólo de los judíos, sino también de los paganos. La acción de Jesús, llevada a cabo por sus discípulos en Iglesia, supera aquellas diferencias. Con la oposición de los judíos, Pablo será el apóstol de los paganos. Pero todavía hay otro concepto de «pueblo» en el Nuevo Testamento -el designado con los términos «gente», «masa», «multitud»...-, despreciado por los dirigentes y amado por Dios. Es el pueblo de los pobres y los sencillos.

2. El «centurión» del evangelio -oficial romano subalterno con cien soldados a sus órdenes- es símbolo de persona recta. A pesar de que los judíos consideraban desconocedor de Dios a todo pagano, aquí aparece el centurión conducido por Dios, llamado a la fe y creyente. En este evangelio se derrumba la distinción entre Israel, pueblo de la alianza, y las naciones que no conocen a Dios. Frente al particularismo judío está el universalismo profético.

2. Este centurión tiene una triple particularidad ejemplar: se preocupa de su «criado» (símbolo hoy del Tercer Mundo), cree en el poder de la palabra de Jesús (sin exorcismos ni magias) y se considera indigno de que Jesús entre en su casa (muestra una gran humildad). Sus palabras han pasado a la liturgia eucarística: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme».

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Cómo tratamos a los «extranjeros», sobre todo de otra raza?

¿Por qué no los consideramos hermanos?

FLORISTAN-1.Pág. 286



12. ¡HAY CENTURIONES Y CENTURIONES!

-«Señor, no soy digno de que vengas a mi casa. Pero una palabra tuya puede curar a mi criado».

Eso dijo el centurión, amigos. Y lo dijo con tan luminosa convicción, que esas palabras merecían «ir a misa». Y «a misa», fueron. Y «en misa» se quedaron. Para que todos nosotros, cuando vayamos a recibir al Señor, nos demos cuenta de lo que se dio cuenta aquel hombre y pensemos: «¿qué es el hombre, Señor, para que te acuerdes de él?» Efectivamente, las palabras del centurión se han convertido en una «frase célebre». Pero no de esas «frases célebres» que consagran el nombre de una persona y aparecen luego en las antologías por su belleza literaria. Sus palabras se hicieron «célebres» porque delatan una envidiable actitud existencial, en primer lugar. Son un hermoso itinerario que va desde la intuición a la fe pasando por el razonamiento. Y, en segundo lugar son un bello modelo de oración.

I. UN ITINERARIO DE FE.

-Pensad un poco. Aquel hombre era un pagano. Es decir, alguien muy distante del «mensaje y la figura de Jesús». Mucho más incluso que los samaritanos, los cuales, por problemas nacionalistas, «no le recibieron». Pero el centurión empezó teniendo una intuición: «Ese Jesús, de quien oía hablar, tenía que tener un extraño poder. Un poder distinto y mayor que el de las centurias y las legiones, único poder que conocían los romanos: el poder de las armas». Y con esa intuición, buscó intercesores que le rogaran: «Ven a mi casa, que tengo un criado enfermo». Fue entonces cuando entró en juego su razón: «Si yo tengo soldados a mis órdenes y le digo a uno "ven" y viene, y le digo a otro "haz esto" y lo hace, ¡cuánto más este "Señor de la Vida" puede decir a la enfermedad "vete" y se irá, a la salud "ven" y vendrá». ¡Elemental e irrefutable, amigos! Y. desde esas premisas, se lanzó al espacio vacío (?) de la fe: «No soy quién para que vengas a mi casa. Di una sola palabra y mi criado curará». Así, amigos: intuición, razón y fe. Una fe tan grande como la que soñaba Jesús para nosotros, «capaz de trasladar montañas». Una fe que le hizo exclamar sin disimulos: «No he encontrado una fe tan grande en todo Israel».

II. UN BELLO MODELO DE ORACIÓN.

-Profundidad, por favor, en estas cinco pinceladas:

-La humildad. El era un jefe, sí. Pero, igual que el publicano de la parábola, se humillaba: «Yo no soy digno, Señor». A pesar de pertenecer al pueblo «dominador» y Jesús al pueblo «dominado», supo ver en Jesús al «poderoso», al Todopoderoso. Su humildad le llevó a:

-La confianza. La depositó íntegramente en Jesús y la proclamó. Como si hubiera dicho: «En Ti pongo mi esperanza y confío en tu palabra». Como si reconociera sin reservas: «nuestro auxilio nos viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra». La confianza le condujo a:

-La sencilla exposición de los hechos. Nada de rodeos ni fórmulas alambicadas. Dejar hablar al corazón. Y como «de la abundancia del corazón habla la boca», dijo: «Tengo un criado enfermo, a punto de morir» ¡Ya basta! ¿Para qué más? Lucas añade conmovedoramente: «Era un criado a quien estimaba mucho». Añadid ahora:

-La perseverancia. Primero envió unos emisarios... Después, otros... Ya en otra ocasión, recomendaba Jesús: «Debéis rezar sin cesar...». En fin, tras esas premisas, llegó:

-El abandono total. Casi me parece escuchar como un susurro de fondo:

«quedéme y olvidéme.... dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado».

¡Hay centuriones y centuriones, claro!

ELVIRA-1.Págs. 240 s.