REFLEXIONES

1.

Demasiadas promesas, demasiados discursos, declaraciones, pronunciamientos, manifestaciones.... palabras. Demasiadas palabras y pocas nueces. Mentiras gordas o mentiras piadosas, pero mentiras, sin verdad, sin hechos y obras fehacientes, sin nada que las acredite ante el oyente.

Este divorcio gravísimo entre el pensamiento y la vida, entre las palabras y las obras, llaga lacerante de nuestro mundo de la comunicación -donde, a los más se comunica palabras, no los bienes, p. e.-, gravita con especial peligrosidad sobre la comunidad creyente. Como es sabido, la fe se mueve en el ámbito de lo que no se ve, pero a veces hacemos que discurra por donde no se ve absolutamente ni rastro, ni señales.

FE/RD/ANTISIGNOS: Porque no hay rastro de la paternidad de Dios cuando los que se creen hijos se comportan de cualquier manera, menos como hermanos (como buenos hermanos, claro). Ni se puede ver el rastro del mundo creado por Dios en un planeta que está tan mal repartido y tan mal organizado y explotado con el visto bueno -¿con regocijo también?- de los cristianos. Ni se ven señales del reino de Dios en unos creyentes demasiado interesados en mantener su buena posición a costa de las legítimas aspiraciones e intereses de la mayoría de la población mundial. Ni hay signos del perdón de Dios en los que, a pesar de "confesarse', son tan remisos en perdonar a los demás y en olvidar ciertas cosas.

Una cosa es que el evangelio resulte difícil de creer y otra que resulte increíble por el proceso de descrédito a que lo estamos sometiendo los cristianos. Somos más charlatanes que testigos, porque hablamos pero no hacemos, y así damos pie para pensar que, como el charlatán, hacemos trampa. Sabemos que la fe sin obras es una fe muerta. Y, para arreglar nuestras inconsecuencias, multiplicamos toda suerte de obras pías, que no son precisamente las obras de la fe, las que la fe exige y las que nos pide la gente para "ver" algo más que nuestros cuentos.

EUCARISTÍA 1982/10


2.

Van cundiendo en nuestra sociedad pluralista los intentos de sacudirse todo compromiso con el pretexto de que la gente, los demás, siempre los otros, resultan insoportables. No aguantamos a nadie. Pero lo cierto es que no nos aguantamos a nosotros mismos. La compañía se convierte frecuentemente en pura soledad de inaguantables e intolerantes.

Todos estamos muy bien dispuestos a disimular nuestras propias fragilidades. Y todos estamos muy predispuestos a denunciar y fustigar las de los otros. Tal parece como si, al echar la culpa a los demás, nos disculpásemos. En virtud de este mecanismo psicológico de autodefensa, preferimos ser jueces frente a los demás, creyendo que así nos liberamos de nuestro propio reato. No queremos reconocer nuestro propio pecado. Eso es todo. Pero el que no quiere reconocer su pecado, tampoco puede aceptar el perdón, y así nunca estará bien dispuesto a perdonar a los demás. Sólo el que se reconoce culpable es comprensivo con las flaquezas de los demás. Y nada hay que mueva más al hombre a perdonar a sus semejantes como el saberse culpable y perdonado.

ACEPTACION/TOLERANCIA: Nada hay que favorezca tanto la tolerancia y la aceptación de los otros como la aceptación de uno mismo. Y es que para aceptar al otro, tal como es, es menester comenzar por aceptarnos a nosotros mismos, tal y como somos. No podemos pretender que el otro deje de ser el otro, ni es saludable soñar con que tampoco nosotros somos como somos. Reconocer los propios defectos es aceptarnos tal como somos aceptados por Dios: pecadores, perdonados. Por eso, la aceptación de sí mismo es la condición de posibilidad para aceptar a los demás y ser comprensivo con sus deficiencias. Pues sucede a menudo que no soportamos al compañero, simplemente porque condenamos en él lo que odiamos en nosotros: nuestro pecado.

Pero aceptarse a sí mismo no es resignarse, como aceptar al amigo no es entrar en complicidad con él. Aceptarse a sí mismo es reconocer el pecado y es también aceptar el perdón; es asumir con paz y paciencia, con esperanza, la propia responsabilidad, a pesar de todo.

EUCARISTÍA 1979/09