LA VIGILIA Y SU SIGNIFICADO

ADRIEN NOCENT

BAU/PROMESAS  BAU/RENUNCIAS  REDDITIO AYUNO/SABADO-SANTO 

El sábado santo presenta una fisonomía particular. A excepción  de los oficios de origen más bien monástico, como es el oficio de  maitines, ese día no se celebra oficio del día ni siquiera el  vespertino. El sábado santo se caracteriza también por el ayuno  hasta la noche. Ayuno festivo: se ayuna a la espera de la vuelta del  Señor.

Esa mañana, en Roma se tenía una sola celebración: la "entrega  del Símbolo" y el último exorcismo que precedía a la renuncia  solemne .

Hemos seguido hasta aquí al catecúmeno y nos hemos  preocupado de su transformación progresiva. La Iglesia de Roma se  interesa por él de modo particular este sábado, en el momento cn  que el catecúmeno se va a situar entre los suyos, en esa noche de  la Pascua.

Los libros antiguos nos refieren el desarrollo de la ceremonia  matinal. En Cuaresma, los catecúmenos habían pasado primero tres  escrutinios y posteriormente otros seis. El último escrutinio adopta  un aire más solemne. Se les había "entregado" el Símbolo, el  celebrante les había dado un comentario de los artículos de la fe, y  ahora ellos debían recitar el Símbolo que habían aprendido de  memoria. No se trataba de una verdadera profesión de fe. Si  indudablemente tenían un inicio de fe, ésta es sin embargo un don  que recibirán en el sacramento mismo del bautismo. Harían  profesión de su fe en el agua bautismal, cuando se lo pidiera el  sacerdote al preguntarles: "¿Crees en el Padre?". ., a lo que  responderían ellos "Creo en él", recibiendo la inmersión en el  nombre de las tres Personas divinas.

Pero se quería tener una información sobre sus conocimientos y  disposición para profesar su fe en el acto bautismal. Más impresionante aún era la renuncia solemne a Satanás por  parte de los catecúmenos. Antiguamente iba precedida de la  imposición de manos por el obispo, del Effeta y de la unción. El  catecúmeno renunciaba entonces a Satanás, a sus pompas y a sus  obras. Con justificada preocupación pastoral, la palabra "pompas"  ha sido traducida por "seducciones". Hay que reconocer, sin  embargo, que esta traducción sólo imperfectamente da lo  significado por la palabra original. Aquel término recordaba el  cortejo de culto a las divinidades paganas, los juegos circenses y  toda la pompa de una civilización comprometida por la lujuria en la  riqueza y el fausto. El catecúmeno tenía que renunciar a todo aquel  paganismo ambiente. En ocasiones, la ceremonia era más expresiva  aún, como por ejemplo en Oriente, donde se practicaba el rito de la  expectoración: el catecúmeno escupía en dirección al Occidente,  significando con ello su desprecio a las fuerzas del mal. Los Padres  se han complacido en describir esta renuncia solemne en la que el  catecúmeno, comprometiendo su lealtad de hombre, declaraba  apartarse del "mundo".

Aludiendo a aquel antiguo escrutinio, la Iglesia invita hoy a todos  los bautizados a renovar esta renuncia, que irá seguida de la  renovación de las promesas del bautismo.


 

FUEGO/BENDICION CIRIO PREGON-PASCUAL J/LUZ 

La bendición del nuevo fuego es, sin duda, la sacralización de  una necesidad, la necesidad que antiguamente había de reanimar  la luz para los oficios, dado que habían sido extinguidas las  lámparas tras el lucernario. Pero en esta bendición del nuevo fuego  lo mismo que en la bendición del cirio pascual y en la bendición del  agua bautismal, hemos de ver los efectos de la redención. El mundo  adquiere ya una nueva faz, la criatura infrahumana recupera su  sitio, vuelve a integrarse en la unidad, deja de ser enemiga, y  recobrando el sentido de servicio, se convierte de nuevo en  instrumento de gracia.

Este rito de la bendición del nuevo fuego es como una especie de  teatro de mimo representado ante los ojos del catecúmeno, que  desde muchos días atrás viene esperando la iluminación. El Señor  duerme en el sepulcro, pero el profeta Oseas escribía: "Oh muerte,  yo seré tu muerte; país de los muertos, yo seré tu aguijón" (Oseas  13. 14. antífona 1ª de las Vísperas del sábado santo). Cristo se  apropia estas palabras convirtiéndolas en realidad, y los Laudes de  esta mañana han recordado a todos que era forzoso esperar la  victoria del que había dicho: "Destruid este templo, y en tres días lo  levantaré" (Jn 2, 19). Ese Señor que así duerme será el dueño  victorioso del mundo. La Iglesia ha hecho que, al final del oficio de  Vísperas de este sábado, canten sus fieles un pasaje de la epístola  a los Filipenses que, unido a los dos versículos que inmediatamente  le siguen, es como la carta de resurrección del Señor: Cristo, por nosotros se sometió incluso a la muerte, y una muerte  de cruz; por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el  "Nombre-sobre-todo-nombre". De modo que al Nombre de Jesús  toda rodilla se dobla -en el cielo, en la tierra, en el abismo-, y toda  lengua proclame: "¡Jesucristo es Señor!", para gloria del Padre (Flp  2, 08-11).

A Cristo Señor se le ha dado, pues, el imperio sobre el universo.  La carta a los Filipenses subraya esta soberanía del resucitado  sobre las criaturas del cielo, de la tierra y sobre las que están por  debajo de la tierra.

En la epístola a los Colosenses quiere san Pablo afirmar otra vez  este imperio absoluto de Cristo vencedor de la muerte, y escribe: Cristo Jesús es imagen de Dios invisible, primogénito de toda  criatura, porque por medio de él fueron creadas todas las cosas:  celestes, terrestres, visibles e invisibles. Tronos, dominaciones,  principados, potestades, todo fue creado por él y para él. El es  anterior a todo, y todo se mantiene en él (Col 1, 15-17).

La epístola a los Efesios afirma el mismo imperio sobre el  cosmos: ...Dios... resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su  derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza  y dominación y por encima de todo nombre conocido, no sólo en  este mundo, sino en el futuro (Ef 1 20-21).

Es muy interesante ver cómo insiste san Pablo en este triunfo de  Cristo y en su imperio sobre la creación entera. El misterio de la  Pascua renueva ese imperio. Es cosa normal y lógica. El hombre fue  colocado en el mundo y llamado a adjudicar un nombre a las  criaturas destinadas a servirle. Al adquirir el hombre una existencia  nueva en la línea del servicio de Dios, es preciso que las criaturas  que existen a su alrededor y fueron creadas para él, sean  renovadas también ellas y vuelvan a ponerse a servir, para que el  hombre pueda ser su administrador y les haga consentir en la gloria  divina. El que ahora se hace servidor del hombre es el fuego, "este  nuevo fuego que para nuestro uso hemos hecho brotar del  pedernal", y que se convierte en servidor de Dios: él debe contribuir  a que Dios "encienda en nosotros deseos tan santos que podamos  llegar con corazón limpio a las fiestas de la eterna luz" (Oración de  la bendición del nuevo fuego). Es un nuevo comienzo de la vida.

El nuevo fuego es asperjado en silencio, después se toma parte  del carbón bendecido y, colocado en el incensario, se pone incienso  y se inciensa el fuego tres veces. Mediante este sencillo rito  reconoce la Iglesia la dignidad de la creación que el Señor rescata. Pero la cera, a su vez, resulta ahora una criatura renovada. Se  devolverá al cirio el sagrado papel de significar ante los ojos del  mundo la gloria de Cristo resucitado. Por eso se graba en primer  lugar la cruz en el cirio. La cruz de Cristo devuelve a cada cosa su  sentido. El canon de la misa romana expresa bien esta universalidad  del gesto de la redención, cuando dice: "Por él (Cristo) sigues  creando todos los bienes, los santificas, los llenas de vida, los  bendices y los repartes entre nosotros". Al grabar la cruz, las letras  griegas Alfa y Omega también las cifras del año en curso, el  celebrante dice: "Cristo ayer y hoy. Principio y Fin. Alfa y Omega.  Suyo es el tiempo. Y la eternidad. A él la gloria y el poder. Por los  siglos de los siglos. Amén". Así expresa el celebrante con gestos y  palabras toda la doctrina del imperio de Cristo sobre el cosmos,  expuesta en san Pablo. Nada escapa de la redención del Señor, y  todo, hombres, cosas y tiempo están bajo su potestad.

Puede pensarse que, desde el punto de vista pastoral, la  restauración que se ha hecho de estos ritos, antiguos unos y otros  únicamente locales, no ha sido muy afortunada por dar lugar en la  celebración a un tiempo muerto en el que escasamente se ve  estimulada la participación de los fieles. Se está a obscuras, apenas  se ve, los gestos y las fórmulas que se pronuncian son secas y  fragmentarias. No obstante, acabamos de ver las riquezas  doctrinales contenidas en tal restauración. En la última reforma se  ha dejado una gran libertad, y pueden omitirse estos ritos o elegir  uno u otro. Se ha creído conveniente conservar aún los cinco  granos de incienso, cuyo origen proviene de una mala lectura de un  texto latino, al haber confundido el lector la palabra "incensum", que  significa "encendido" y se refiere al cirio, con "incienso", que es otro  significado de la misma palabra. Esta confusión dio origen a los  "granos de incienso", que han pasado a significar simbólicamente  las cinco llagas de Cristo: "Por sus llagas santas y gloriosas nos  proteja y nos guarde Jesucristo nuestro Señor".

Las palabras expresan bien el misterio de muerte gloriosa. Quizá  este simbolismo bastante remoto pudiera desaparecer sin gran  perjuicio para una liturgia rica ya por otra parte y que no conviene  obstaculizar, si se quiere que los fieles se dejen marcar por los  rasgos fundamentales del misterio pascual.

Termina el celebrante esta preparación, diciendo al encender el  cirio pascual con el fuego nuevo: "La luz de Cristo, que resucita  glorioso, disipe las tinieblas del corazón y del espíritu".

Tras el cirio encendido que representa a Cristo, columna de  fuego y de luz que nos guía a través de las tinieblas y nos indica el  camino a la tierra prometida, avanza el cortejo de los celebrantes.  Se escucha el primer "Lumen Christi", Luz de Cristo. Se avanza un  poco y, cuando el celebrante acaba de encender en el cirio pascual  su propia vela, el diácono vuelve a cantar en tono de voz más  elevado: "Luz de Cristo"; y se responde: "Demos gracias a Dios".  Entonces se encienden en el cirio pascual las velas del clero. 

Vuelve a avanzar el cortejo y, llegados ante el altar, proclama el  diácono por tercera vez: "Luz de Cristo". Y entonces se encienden  en el cirio recién bendecido las velas de los fieles y las lámparas de  la iglesia.

Hay que vivir estas cosas con alma de niño, sencilla pero  vibrante, para estar en condiciones de entrar en la mentalidad de la  Iglesia en este momento de júbilo. El mundo conoce demasiado bien  las tinieblas que envuelven a su tierra en infortunio y congoja. Pero  en esa hora, puede decirse que su desdicha ha atraído la  misericordia, y que el Señor quiere invadirlo todo con oleadas de su  luz. Los profetas habían prometido ya la luz: "El pueblo que  caminaba en tinieblas vio una luz grande", escribirá Isaías (Is 9, 1;  42, 7; 49, 9). Pero la luz que amanecerá sobre la nueva Jerusalén  (Is 60, 1 ss.) será el mismo Dios vivo, que iluminará a los suyos (Is  60, 19) y su Siervo será la luz de las naciones (Is 42, 6; 49, 6). San  Pablo termina su discurso ante el rey Agripa diciendo cómo Moisés y  los profetas habían anunciado "que el Cristo había de padecer y  que después de resucitar el primero de entre los muertos,  anunciaría la luz al pueblo y a los gentiles" (Hch 26, 23). El propio  Jesús hace saber lo que quieren decir sus milagros y,  especialmente después de curar al ciego, exclama: "Mientras estoy  en el mundo, soy la luz del mundo" (Jn 9,5). San Juan, en el prólogo  de su evangelio, vio a Cristo como "la luz verdadera, que alumbra a  todo hombre que viene a este mundo" (Jn l, 9). Es emocionante  comparar esta hora que vive la Iglesia al presente, con la que vivió  con su Cristo cuando Judas salió del cenáculo después de la Cena:  "Era de noche", apunta san Juan (Jn 13, 30), y Cristo había dicho  en su prendimiento: "Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas  (Lc 22, 53). Ahora la Iglesia contempla la luz: "El es la luz", escribe  san Juan, y "en él no hay tiniebla alguna" (1 Jn 1, 5).

El catecúmeno que participa en esta celebración de la luz sabe  por experiencia propia que desde su nacimiento pertenece a las  tinieblas; pero sabe también que Dios "le llamó a salir de la tiniebla y  a entrar en su luz maravillosa" (l Pe 2, 9). Dentro de unos  momentos, en la pila bautismal, como escribe san Pablo a los  Efesios, "Cristo será su luz" (Ef 5, 14) Se va a convertir de tiniebla  que es, en "luz en el Señor" (Ef 5, 8). Arrancado de las tinieblas e  incorporado a la Iglesia, será transferido al Reino del Hijo y  compartirá la herencia de los santos en la luz (Col l, 12).

Ahora les resta a todos los fieles que están presentes y cara a  cara con la luz, elegirla de nuevo o rechazarla. Ninguna celebración  litúrgica por pastoral, emotiva y significativa que pueda ser forzará a  los fieles, y, ante Cristo resucitado, existe siempre la división entre  "los hijos de este mundo" y "los hijos de la luz" (Lc 16, 8). La  cuestión es siempre creer concretamente en la luz para ser hijos de  la luz (Jn 12, 36). Mediante la lucha caminan los fieles hacia la  Jerusalén celestial. En el Apocalipsis señala san Juan que Jerusalén  puede pasarse sin el resplandor del sol y de la luna, porque la  ilumina la gloria de Dios y la lámpara del Cordero (Apoc 21, 23). El diácono se acerca ahora al celebrante para pedirle su  bendición antes de proclamar el pregón pascual. Después inciensa  el libro en que está escrito el texto del Exultet, y a continuación  inciensa el cirio pascual alrededor. Seguidamente entona el pregón  pascual denominado clásicamente "Laus cerei".

La palabra "Exultet" con que empieza el el pregón y que en  realidad afecta sólo al prólogo, ha dado nombre a la pieza entera,  que también es llamada "praeconium paschale", proclama, pregón. Primero anuncia el diácono a todos la alegría de la Pascua,  alegría del cielo, de la tierra, de la Iglesia, de la asamblea de los  cristianos. Esta alegría procede de la victoria de Cristo sobre las  tinieblas.

Tras esta primera parte, que lo mismo que su continuación era a  menudo improvisada sobre el tema de la resurrección, el diácono  entona la gran Acción de gracias. Su tema es la historia de la  salvación resumida por el poema: recuerda la redención que redimió  el pecado de Adán, rememorando luego las figuras de esta  redención: el Cordero pascual, el Mar Rojo, la columna de fuego. En  esta noche se da la salvación y Cristo alcanza su victoria. Entonces  el diácono expresa, en términos aún más poéticos, lo que acaba de  cantar y ensalza la venturosa noche en que se rompen las cadenas  de la muerte, noche de la condescendencia de Dios para con  nosotros, noche de la inestimable ternura de su amor, pues para  rescatar al esclavo entregó a su propio Hijo; canta el diácono a la  "feliz culpa", feliz por haber tenido tan augusto redentor. Después  canta el diácono al cirio mismo que la Iglesia toda ofrece. Que este  cirio arda sin apagarse, y que el lucero matutino (que es Cristo) que  no conoce ocaso, al salir del sepulcro lo encuentre ardiendo  todavía.

Una tercera parte consiste en una oración por la paz, por la  Iglesia en sus jefes y en sus fieles, por los que gobiernan los  pueblos, para que todos lleguen a la patria del cielo. Esta bellísima pieza lírica -cuyo autor quizá pudiera ser san  Ambrosio de Milán-, aunque al comienzo de su canto arrebate a  menudo a los fieles sorprendidos además por la impresión de la  noche iluminada por el fulgor vacilante de las velas, en nuestra  época apenas puede ya impresionarles con su doctrina. No sólo la  lengua latina (como sucedía antes) sino también la profusión de  figuras, la excesiva condensación de los temas y un lirismo  desfasado respecto a nuestra actual manera de reaccionar  convierten esta pieza valiente, que requiere una sólida voz en el  diácono, en un lapso un tanto prolongado en el que los fieles,  después del clarinazo del Lumen Christi, se quedan un poco como  con hambre y corren peligro de cansarse, cuando se está sólo en  los primerísimos comienzos de la celebración del misterio pascual. 

Con sentimiento por tratarse de tal obra maestra, hay que decir que  una futura reforma debería acortar su longitud y encontrar unos  términos más de acuerdo con la mentalidad actual. Aquí es donde  hace falta encontrar pastores autorizados y armados de valor para  sacrificar algo que está teológicamente construido y artísticamente  compuesto, en favor de una adaptación que podrá resultar tanto  más hermosa cuanto que dé a un nuevo canto en la lengua usual  un valor pastoral real. Nada puede ser verdaderamente hermoso si  no es funcional; este principio es tan cierto en liturgia como en  arquitectura. No hay que vivir ni del pasado ni del porvenir, sino del  presente.

Pág. 119-124)


-La cumbre de la Vigilia: la Eucaristía, Pascua de la Iglesia

Hay que tener precaución: quizá por un exceso de atención a la bendición del fuego, al  canto del Pregón, a la bendición del agua y a la celebración del  bautismo y de la confirmación, podríamos celebrar esta eucaristía  como la de un día corriente. Ahora bien, esta eucaristía constituye  la cumbre de la celebración de la Vigilia. De ella reciben su  dinamismo el bautismo y la confirmación, y a ella conducen ambos.  Es la eucaristía más solemne de todo el año, incluso más que la del  jueves santo.

La eucaristía es la verdadera Pascua de la Iglesia. Ella realiza el  continuo pasar a la vida definitiva, es actualización del misterio de la  Pascua, purificación del hombre. De ella depende la remisión de los  pecados en el bautismo. Por eso, si en la mentalidad de la Iglesia de  los primeros siglos se advierte la exigencia de una purificación antes  de participar en la eucaristía, se considera al mismo tiempo que ésta  purifica de sus culpas a los penitentes sinceramente arrepentidos. 

Así pues, la Iglesia se edifica y se consolida constantemente por  medio de la repetición de la Cena pascual confrontada con el  sacrificio único de la Cruz y ofreciéndolo al Padre con el Hijo.

EU/RS: Al mismo tiempo, la eucaristía está íntimamente  unida a la resurrección del Señor. Pues sin la resurrección de  Cristo, ¿qué podría significar la eucaristía, vaciada así de todo  contenido? La eucaristía supone la resurrección y se la comunica a  los hombres; lo mismo que dice Jesús "Yo soy la resurrección y la  vida", dice también "Yo soy el Pan de vida". Sin la resurrección, la  eucaristía sería una mera comida de fraternidad, carente de toda  actividad que comunicara la vida de Dios, y no sería creadora. Porque todavía hay otro aspecto en el que debemos pensar:  Cristo en la eucaristía, por haber resucitado, domina  verdaderamente el mundo, supera nuestra muerte en su  resurrección y el mundo va siendo así transfigurado lentamente por  la eucaristía que le comunica la incorruptibilidad.

Así pues, celebrar la eucaristía es, y muy especialmente en esta  Noche de la resurrección de Cristo, la cumbre absoluta de la  actividad de la Iglesia, el acto clave en la celebración de la Vigilia  pascual.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 4
SEMANA SANTA Y TIEMPO PASCUAL
SAL TERRAE SANTANDER 1981.Pág. 151