LA SEMANA SANTA

 

Por su venerable origen y por su actual condición de días dedicados al ocio, la Semana Santa es una de las semanas más destacadas del año. Su llegada es advertida en esta sociedad secularizada, no tanto por la Cuaresma como tiempo propicio de preparación para la Pascua, cuanto por la publicidad turística y el calendario académico, que nos recuerdan que es «tiempo de vacaciones». No obstante, los medios de comunicación se hacen eco de la dimensión religiosa de esta semana. Como el jueves y el viernes son festivos, conservan un cierto tono religioso tradicional. Poseen casi tanto relieve como el domingo anterior, visibilizado por los «ramos»; pero eclipsan la magnitud del Domingo de Resurrección, apenas festejado entre nosotros como tal.

Estructura y elementos

Desde el punto de vista cristiano, la Semana Santa, denominada antiguamente «semana mayor» o «semana grande», es la semana que conmemora la Pasión de Cristo. Se compone de dos partes: el final de la Cuaresma (del Domingo de Ramos al Miércoles Santo) y el Triduo Pascual (Jueves, Viernes y Sábado-Domingo). Es el tiempo de más intensidad litúrgica de todo el año, y por eso ha calado tan hondamente en el catolicismo popular.

En la Semana Santa se pueden descubrir cuatro estratos, correspondientes a diferentes épocas. En primer lugar, está el estrato sacramental, que corresponde a la celebración de la Noche Pascual. El Triduo-Pascual nació en torno a la celebración gozosa del «día en que actuó el Señor», mediante el memorial de la gran liberación realizada por Dios en Jesucristo. Pronto precedió a la celebración eucarística un prolongado ayuno de uno o dos días, en señal de duelo por la crucifixión del Salvador. Un segundo paso fue el de la incorporación bautismal. Los nuevos cristianos pertenecían a la comunidad creyente cuando por el baño de regeneración asimilaban la muerte y resurrección del Señor en la Vigilia Pascual. La Pascua era plenitud bautismal y eucarística, a la que precedía una Cuaresma de corte estrictamente catecumenal.

En segundo lugar, descubrimos el estrato psicológico, constituido por las representaciones de los hechos históricos, como la «procesión de ramos» del Domingo de Pasión, el lavatorio de pies del Jueves y la adoración de la cruz del Viernes Santo. Son quizá las únicas dramatizaciones litúrgicas oficiales con sello popular. En tercer lugar, se observa el estrato funcional, o de los ritos preparatorios de algunas celebraciones, como la bendición de los ramos, el monumento del jueves o la consagración de los óleos, que terminaron por ensombrecer las acciones hacia las cuales se ordenaban. La misma Vigilia, desprovista del bautismo de adultos, se redujo a un abigarrado ceremonial, en la mañana del sábado, sin asistencia de fieles.

En cuarto y último lugar, es muy visible el estrato de la religiosidad popular, constituido por la superposición de actos piadosos populares, como visitas a los «monumentos», hora santa, sermón de las siete palabras, viacrucis, procesiones, representaciones teatrales y actos de hermandades. Cuando la liturgia se clericalizó y pasó a celebrarse en latín, lengua muerta, el pueblo abandonó el culto oficial y construyó su propia liturgia. De este modo, la celebración pascual popular salió de los templos a las plazas, calles y campos enarbolando símbolos más accesibles, como han sido y siguen siendo los «pasos» de las procesiones.

El Domingo de Ramos

La Semana Santa es inaugurada por el Domingo de Ramos, en el que se celebran las dos caras centrales del misterio pascual: la vida o el triunfo, mediante la procesión de ramos en honor de Cristo Rey, y la muerte o el fracaso, con la lectura de la Pasión correspondiente a los evangelios sinópticos (la de Juan se lee el viernes). Desde el siglo V se celebraba en Jerusalén con una procesión la entrada de Jesús en la ciudad santa, poco antes de ser crucificado. Debido a las dos caras que tiene este día, se denomina «Domingo de Ramos» (cara victoriosa) o «Domingo de Pasión» (cara dolorosa). Por esta razón, el Domingo de Ramos -pregón del misterio pascual- comprende dos celebraciones: la procesión de ramos y la eucaristía. Lo que importa en la primera parte no es el ramo bendito, sino la celebración del triunfo de Jesús. A ser posible, debe comenzar el acto en una iglesia secundaria, para dar lugar al simbolismo de la entrada en Jerusalén, representada por el templo principal. Si no hay iglesia secundaria, se hace una entrada solemne desde el fondo del templo. El rito comienza con la bendición de los ramos, que deben ser lo bastante grandes como para que el acto resulte vistoso y el pueblo pueda percibirlo sin dificultad.

Después de la aspersión de los ramos se proclama el evangelio, es decir, se lee lo que a continuación se va a realizar. Por ser creyentes, por estar convertidos y por haber sido iniciados sacramentalmente a la vida cristiana, pertenecemos de tal modo al Señor que, al celebrar litúrgicamente su entrada en Jerusalén, nos asociamos a su seguimiento. La Semana Santa empieza y acaba con la entrada triunfal de los redimidos en la Jerusalén celestial, recinto iluminado por la antorcha del Cordero.

A la procesión sigue inmediatamente la eucaristía. Del aspecto glorioso de los ramos pasamos al doloroso de la pasión. Esta transición no se deduce sólo del modo histórico en que transcurrieron los hechos, sino porque el triunfo de Jesús en el Domingo de Ramos es signo de su triunfo definitivo. Los ramos nos muestran que Jesús va a sufrir, pero como vencedor; va a morir, mas para resucitar. En resumen, el domingo de Ramos es inauguración de la Pascua, o paso de las tinieblas a la luz, de la humillación a la gloria, del pecado a la gracia y de la muerte a la vida.

La segunda parte de la Semana Santa está constituida por el Triduo Pascual, que conmemora, paso a paso, los últimos acontecimientos de la vida de Jesús, desarrollados en tres días.

a) La Pasión de Cristo

Según los tres sinópticos, Jesús sube a Jerusalén una sola vez, y entra en ella triunfalmente (Domingo de Ramos), despliega su última actividad durante cinco días y, finalmente, es arrestado (Jueves Santo) y crucificado (Viernes Santo). Jesús no rehuye la muerte, pero tampoco la busca directamente. De hecho, es Judas quien lo delata. La pasión comienza bíblicamente con el prendimiento de Jesús; litúrgicamente, con la entrada en Jerusalén.

La misión de Jesús se comprende en referencia al Dios de la gracia y de la exigencia. Jesús no viene a predicar verdades generales, religiosas o morales, sino a proclamar la inminencia del reino y la buena noticia del Evangelio. El advenimiento del reino de Dios es el tema central del mensaje y de la praxis de Jesús, precisamente en unos momentos de exacerbado nacionalismo judío frente al pagano dominador, con la creencia extendida de que la intervención final y definitiva de Dios, por medio de un Mesías entendido políticamente, está a punto de producirse. El rechazo de Jesús como Mesías es evidente: es escándalo para las clases dirigentes religiosas, necedad y locura para el poder ocupante, decepción para el pueblo y desconcierto para los discípulos. Ahí radican los sufrimientos profundos de Jesús en la cruz, unidos a sus dolores físicos.

En la actual sociedad secular, crítica con las tradiciones religiosas mágicas o demasiado identificada con ciertas éticas de poder, la Semana Santa ha perdido ese aura de misterio tremendo e inefable de que le había rodeado la cristiandad. En cambio, crece en comunidades y grupos de creyentes la fuerza del Evangelio de Jesús, revelador de la justicia del reino y del perdón de Dios. La lectura e interpretación de los relatos de la Pasión en relación a las celebraciones en las que se proclaman nos revela que la vida es camino de cruz -vía crucis-, a partir de una entrega al servicio de los hermanos que coincide con el servicio a Dios. Al menos esto es lo que puede deducirse de la lectura y celebración de la Pasión de Cristo en la Semana Santa.

b) La muerte del Señor

Los cuatro relatos de la Pasión siguen una sucesión parecida de acontecimientos, con cinco secuencias: arresto, proceso judío, proceso romano, ejecución y sepultura. A partir de un relato previo y breve sobre la crucifixión de Jesús, las pasiones evangélicas están redactadas con más atención y detalle que las otras narraciones. Su estilo difiere del de cualquier otra literatura que narre la batalla final y la muerte de un héroe. Son, además final y comienzo de la vida y destino de Jesús, al que los discípulos llaman «Cristo» y «Señor» después de la resurrección. Según como se interprete y se viva la muerte y resurrección de Jesús, así se configurará el modo de ser cristiano.

Jesús fue condenado a muerte y crucificado por blasfemo religioso y alterador del orden público. Es lógico pensar que Jesús contó con una muerte violenta, a juzgar por su comportamiento y las acusaciones que recibió de mago, blasfemo, falso profeta, hijo rebelde, quebrantador del sábado y purificador del Templo. La muerte de Jesús se descubre fundamentalmente por la lógica de su vida. Para entender la muerte de Jesús no basta relacionarla con el sanedrín judío o el gobernador romano; es preciso conectarla con su Dios y Padre, cuya cercanía y presencia proclamó. El cómo y el porqué de la muerte de Jesús tienen una estrecha relación con el cómo y el porqué de toda su vida. La interpretación última -o, si se quiere, primera- de la muerte de Jesús es teológica.

La comunidad creyente postpascual, a la luz de la resurrección, denominó «Cristo» y «Señor» a Jesús de Nazaret. Desde entonces, con una nueva lectura de la muerte de Jesús, proclamó la Iglesia el señorío de Cristo, traducción actualizada del reino de Dios. Este paso no equivale a un silenciamiento del profetismo de Jesús, de su opción privilegiada por los pobres, de la justicia que entraña el reino y de las exigencias evangélicas que comporta la fe como conversión. El reino de Dios se hizo presente, de un modo nuevo, con la actividad de Jesús, aunque se concentró de una manera definitiva en el cuerpo resucitado del Señor. Quedarse con el Resucitado sólo de un modo piadoso o sacramental, sin abarcar con la misma fe al Jesús histórico, es reducir la entraña misma de la fe. Y para entender el comportamiento y las actitudes de Jesús en su ministerio público es preciso tener en cuenta las claves del itinerario que sigue hasta la crucifixión. La muerte de Jesús es consecuencia de su obrar. Pero, una vez aceptado que la cruz es consecuencia del proceder de Jesús, la resurrección debe entenderse como toma de posición de Dios en favor de Jesús y, por tanto, como iluminación de la cruz. Jesús no queda en poder de la muerte, sino fuera de la misma. La cruz de Jesús no se entiende si no es desde la totalidad de su vida; pero, a su vez, su muerte no tiene sentido si no es por la resurrección, clave de lectura de todo lo previo, a saber, el condicionamiento del vivir de Jesús y de nuestro propio vivir.

El pueblo se ha identificado y se identifica a su modo con el Crucificado, más que con el Resucitado, quizá porque su historia es una historia de sufrimientos. La teología pascual de la resurrección no le hace mella; intuye en lo profundo una teología de la cruz. Pacientemente ha aceptado la interpretación teológica de la resignación o de la oblación de Cristo como víctima inocente que paga el rescate por todos los pecados. El pueblo venera a Cristo como «varón de dolores» sufriente y moribundo, con el que se identifica a través del llanto, como pueblo de oprimidos y desheredados. Por esta razón es el Viernes Santo, no la Pascua, la fiesta cristiana popular por antonomasia. La muerte de Cristo es símbolo de todo sufrimiento, tanto del natural como del provocado. Muy en segundo plano queda la cruz como imagen del «Rey de la gloria» o del Cristo resucitado. En ese Dios desamparado y cercano, no en el Todopoderoso distante, encuentra alivio el pueblo al buscar la cura de sus sufrimientos por medio de un sufrimiento divino. Naturalmente una cosa es el uso y abuso de la cruz como apaciguamiento de esclavos, y otra la aceptación popular del dolor y la muerte de Cristo, expoliado y crucificado por hacerse hermano y amigo de publicanos deshonestos, mujeres de mala vida, leprosos y extranjeros que no respetaban las leyes judías.

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993, pág. 54-60