Celebración de pascua

 

Vigilia pascual

Con la llegada de la noche nos encontramos en el corazón de las celebraciones de semana santa. Es la hora de la gran vigilia pascual, que san Agustín denomina "la madre de todas las vigilias".

Para los cristianos de la antigüedad, la pascua no era una fiesta entre tantas, sino "la fiesta de las fiestas". Y la celebraban especialmente en la vigilia nocturna, que culminaba con la misa de la resurrección.

La liturgia de nuestro tiempo ha vuelto a descubrir el significado profundo de la pascua y de la celebración del misterio pascual. Gracias a la restauración de los ritos, iniciada siendo papa Pio XII y completada a partir del Vaticano II, la preeminencia de la pascua en el año litúrgico queda asegurada. La semana santa es el corazón del año litúrgico, y la vigilia pascual está en el corazón de la semana santa.

¿Por qué es tan importante la vigilia pascual? ¿Por qué la Iglesia insiste para que tomemos parte en la prolongada liturgia que tiene lugar a una hora tan intempestiva? No se trata simplemente de revivir una antigua tradición; lo importante es su sentido profundo y su valor intrínseco. Aquí, en el corazón de la pascua, celebramos el misterio de la redención del hombre. Según la definición de Odo Casel, la pascua cristiana es "la fiesta de la redención humana mediante la muerte y resurrección del Señor".

A lo largo del año litúrgico, la Iglesia conmemora los varios aspectos de la obra de la redención. En esta ocasión lo celebra como un todo y en toda su amplitud. Es la fiesta pascual, que incluye todos los demás misterios cristianos. Mediante nuestra unión con Cristo por la fe y el bautismo, nosotros mismos somos asociados íntimamente con Cristo muerto y resucitado. Celebrando el misterio pascual de Cristo, la Iglesia celebra su propio paso de la muerte a la vida.

La pascua judía. Esta fiesta, la más cristiana de todas las fiestas, tiene sus raíces en el Antiguo Testamento, de modo que para comprenderla hemos de considerar previamente la pascua judía. La divina providencia ha querido que ambas celebraciones vayan unidas, y, además, el nombre mismo de "pascua" es originalmente judío.

La pascua judía se celebraba el 14 del mes de primavera de nisán, y conmemoraba la liberación de los israelitas de su vida de opresión y esclavitud en Egipto. Era la fiesta de la redención, de la liberación. La sangre del cordero, que marcaba las jambas de las puertas, resaltaba su carácter redentor; porque el ángel destructor pasaba de largo ante las casas preservadas por la sangre del cordero.

En esta fiesta se conmemoraban todas las maravillas que Dios había hecho en el curso de la historia: la liberación de la mano de los enemigos, la entrega de la alianza en el monte Sinaí, los portentos del éxodo y la entrada en la tierra prometida. También conmemoraban el "nacimiento" del pueblo de Dios. De ser una minoría oprimida en Egipto, pasó a ser un pueblo, una nación, "la propiedad misma de Dios".

La pascua era el gran acontecimiento en Israel. Su conmemoración en el festival anual de pascua era la gran fiesta del pueblo judío. En el capítulo 12 del libro del Exodo leemos:

Es la pascua de Yavé... Ese día será memorable para vosotros y lo celebraréis como fiesta de Yavé... Es noche de velar en honor de Yavé, esta noche en que los sacó de la tierra de Egipto.

Su celebración no era sólo conmemoración de lo que había tenido lugar en tiempos remotos, sino un memorial a través del cual el acontecimiento pasado se hacía realidad presente, y quienes lo celebraban se sentían implicados y hechos partícipes de la experiencia de sus antepasados. Incluso en nuestros días los judíos piadosos celebran la pascua con un intenso sentido de participación personal que resulta evidente si se tienen en cuenta las palabras de su ritual: "No sólo a nuestros antepasados redimió de Egipto el Altísimo (bendito sea), sino que nos redimió también a nosotros con ellos".

La pascua cristiana. El hecho de que Jesús sufriera su pasión y se sometiese a la muerte por nosotros en los días de la pascua judía no fue mera casualidad. Forma parte del designio de Dios y de su pedagogía. En su sacrificio en la cruz, Cristo aparece como la realización de la antigua pascua. En la expresión de san Pablo, "Cristo, nuestra pascua, ha sido inmolado" (1 Cor 5,7).

Entre los escritores del Nuevo Testamento, san Juan es el que tiene especial cuidado de mostrar la correspondencia entre los acontecimientos de la pascua judía y los misterios de la vida de Cristo. Nos hace ver, por ejemplo, cómo Cristo realiza los principales tipos del Exodo. El es el nuevo Moisés, que conduce a su pueblo a la libertad, lo alimenta con el nuevo maná que es la eucaristía y le da a beber de la fuente de aguas vivas. El es la serpiente de bronce, y todos los que lo miran con fe se salvan. El es la luz que brilló en las tinieblas, una luz más perfecta que la que guió a los israelitas a través del desierto. El es el verdadero cordero pascual 1.

San Juan comienza su relato de la última cena con las palabras que recuerdan la pascua y su celebración: "Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que le había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre" (Jn 13,1). En este pasaje misterioso Cristo realiza una liberación más maravillosa que la de Moisés. En su paso de este mundo al Padre, a través de la muerte, Cristo libera a todos los hombres del pecado.

La narración de la pasión según san Juan está llena de reminiscencias del Antiguo Testamento, muchas de las cuales se relacionan con la celebración de la pascua. San Juan afirma que Jesús es crucificado a la hora en que los corderos pascuales están siendo degollados en el templo. También nos dice que, en cumplimiento de lo que estaba escrito sobre el cordero pascual, los soldados no le rompieron las piernas: "No quebrantaréis ninguno de sus huesos" (cf Ex 12,46).

La pascua cristiana es la verdadera fiesta pascual que celebra el misterio pascual de Cristo y de su Iglesia. Es una fiesta de redención que la Iglesia celebra principalmente en la vigilia pascual. En ella celebramos la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, victoria que abre a los hombres una nueva vida en Dios. A través de nuestra participación en su muerte y resurrección, conseguimos el acceso al reino de la luz y la libertad.

La celebración de la vigilia. La vigilia se divide en cuatro partes: celebración de la luz, liturgia de la palabra, celebración bautismal y eucaristía pascual.

Celebración de la luz. El tema de la luz está constantemente presente en la liturgia de pascua. Es altamente significativo que la vigilia comience con la bendición del fuego y encendiendo el cirio pascual.

Lo ideal es iniciar la celebración fuera de la iglesia, enfrente del pórtico, donde se habrá encendido previamente una hoguera. El pueblo se reúne en círculo alrededor del fuego. Pascua es un nuevo comienzo del mundo; éste es el simbolismo del fuego nuevo y la nueva luz.

El rito del fuego es precristiano, pero ha sido asumido en la liturgia de la Iglesia por su rico simbolismo. En Irlanda se puede asociar el fuego pascual con el que, según se cuenta, encendió san Patricio una noche de pascua en la colina de Slane antes de comparecer en presencia del rey Laoghaire en Tara.

Por si acaso quedaran vestigios paganos en el ritual, las palabras introductorias del sacerdote se encargan de disiparlos:

Hermanos: En esta noche santa, en que nuestro Señor Jesucristo ha pasado de la muerte a la vida, la Iglesia invita a todos sus hijos, diseminados por el mundo, a que se reúnan para velar en oración. Si recordamos así la pascua del Señor, oyendo su palabra y celebrando sus misterios, podremos esperar tener parte en su triunfo sobre la muerte y vivir con él siempre en Dios.

Se bendice el fuego nuevo, en el que se encenderá el cirio. Desde ahora la atención se dirigirá al cirio precisamente, un cirio grande y hermoso que, durante todo el tiempo pascual, será símbolo de Cristo.

A fin de que cumpla bien su papel simbólico, debe estar marcado según la tradición medieval. En primer lugar, el sacerdote graba una cruz con un estilete. Luego traza la letra griega alfa por encima de la cruz y la omega por debajo. Son las letras primera y última del alfabeto griego. "Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último", dice el Apocalipsis (22,13).

Entre los brazos de la cruz se colocan las cifras correspondientes al año en curso; por ejemplo, 2001. Esto significa que Cristo es el "Rey de todos los tiempos". Para nosotros los cristianos, cada año es un año del Señor, porque estamos convencidos de que todos los tiempos y todas las épocas le pertenecen. El sacerdote acompaña dichas incisiones pronunciando la siguiente fórmula:

Cristo ayer y hoy, principio y fin, alfa y omega. Suyo es el tiempo y la eternidad, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.

El sacerdote puede poner cinco granos de incienso en el cirio para representar las cinco llagas que el Salvador recibió en las manos, en los pies y en el costado. Los pone en forma de cruz, diciendo: "Por sus llagas santas y gloriosas, nos proteja y nos guarde Jesucristo nuestro Señor. Amén".

Al encender el cirio con el fuego nuevo se dice: "La luz de Cristo que resucita glorioso disipe las tinieblas del corazón y del espíritu".

Luego se forma la procesión. El sacerdote o el diácono toma el cirio, lo eleva y aclama: "Luz de Cristo", a lo que todos responden: "Demos gracias a Dios". Luego, guiados por el portador del cirio, se encaminan hacia el interior de la iglesia, que está a oscuras.

A la puerta de la iglesia se eleva de nuevo el cirio, con la misma aclamación: "Luz de Cristo", y la misma respuesta: "Demos gracias a Dios". En este momento todos los miembros de la asamblea encienden sus pequeñas velas con la llama del cirio pascual. Este acto expresa la idea de que la luz, que es Cristo, ha de ser comunicada; cosa que tiene lugar cuando se anuncia el evangelio, cuando los hombres lo aceptan con fe y se bautizan. La fe es un don de Dios; pero, como instrumentos humanos suyos, ayudamos a comunicarla a otros.

Cuando el sacerdote o diácono que lleva el cirio llega al altar, se vuelve hacia el pueblo y repite por tercera vez la aclamación. El pueblo ocupa su lugar en la iglesia, y se encienden las luces. El cirio se coloca en su candelero, ubicado en el presbiterio.

Ahora se canta el himno pascual conocido por Exultet. Como sugiere la misma palabra latina, es un himno de gozo y exultación en alabanza a Dios, autor de la luz y dador de vida y salvación. Es costumbre entre los judíos decir una oración de bendición al tiempo que se enciende la luz en casa al atardecer. Tal costumbre fue aceptada por los cristianos, y de ella tomó origen la oración vespertina de la Iglesia, conocida en los primeros tiempos como lucernarium. La magnífica fórmula de alabanza y bendición que se pronuncia ante el cirio pascual no es otra cosa que una versión elaborada de lo que fue común en la antigua cristiandad.

Comienza con una triple invitación a la alegría: "Exulten por fin los coros de los ángeles... Goce también la tierra... Alégrese también nuestra madre la Iglesia..." La causa de la alegría es, por supuesto, la redención del género humano en todas sus fases y aspectos.

Toda la historia de la salvación se encierra aquí en términos poéticos: la pascua de los judíos, la de Cristo y la de la Iglesia. El cirio recuerda a un tiempo la columna de fuego que guió a los israelitas a través del desierto y a Cristo, luz del mundo. Es la luz de la revelación, del bautismo y de la gloria.

El Exultet es uno de los tesoros literarios y teológicos de la liturgia romana. En él la alabanza, la acción de gracias y la súplica se mezclan en espléndida unidad. Lo ideal es que se cante; los textos vernáculos ya han sido musicados. Se le da el mismo honor que a la proclamación del evangelio. Todo el pueblo permanece en pie con sus velas encendidas mientras se canta.

Liturgia de la palabra. Después del canto del Exultet se apagan las velas, y la asamblea se sienta para la liturgia de la palabra, que consiste en lecturas, cantos y oraciones. La lectura de la palabra de Dios es "el elemento fundamental de la vigilia pascual". Hay hasta nueve lecturas, que culminan en el evangelio de la misa. Por razones pastorales, el número de las lecturas puede reducirse, pero conviene siempre recordar que la Iglesia da mucha importancia a esas lecturas 2.

Para evitar la monotonía, es preferible tener varios lectores. Los buenos lectores pueden dar vida al texto. Las lecturas del Antiguo Testamento se prestan bien para una cierta interpretación dramática.

La atmósfera en que se desarrolla esta parte de la vigilia debe ser relajada, sin apresuramientos; hemos de disponernos para escuchar atentamente la palabra del Señor. Se presenta ante nosotros una sinopsis de la historia de la salvación, del gran proyecto de Dios para redimir al mundo. En el Antiguo Testamento se revela este plan; en el Nuevo encuentra su realización. Es la historia del amor de Dios al mundo.

Primera lectura. La primera lectura es el relato de la creación (Gén 1,1-31; 2,1-2). Hay un gran optimismo en la interpretación veterotestamentaria de la creación y en el estribillo: "Y vio Dios que era bueno". La creación reflejó la perfección misma de Dios.

El Dios de la creación es también el Dios de la redención. La Iglesia admira la obra de sus manos en la naturaleza y contempla también sus maravillas en el orden de la gracia. Puesto que es una vigilia bautismal, en ella se administra o se renueva el sacramento del bautismo. Incluso en esta primera lectura la tradición cristiana encuentra una tipología bautismal. El Espíritu de Dios que "se cernía sobre las aguas" en el principio es el mismo Espíritu que santifica las aguas bautismales. También la creación de la luz en el primer día sugiere el bautismo, sacramento de la iluminación.

El bautismo es una nueva creación. En el Génesis leemos que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Esta imagen había quedado deteriorada por el pecado y necesitaba ser restaurada mediante la obra redentora de Cristo. A través de la fe y el bautismo, la redención se hace operativa en nosotros. San Pablo recuerda a los recién bautizados: "Despojaos del hombre viejo con todas sus malas acciones, y revestíos del nuevo, que sucesivamente se renueva, hasta adquirir el pleno conocimiento conforme a la imagen del que lo ha creado" (Col 3,9-10). Y en otro lugar dice: "De modo que el que está en Cristo es una criatura nueva; lo viejo ya pasó y apareció lo nuevo" (2 Cor 5,17).

En esta lectura litúrgica del Antiguo Testamento estamos actuando, por así decir, a dos niveles. La Iglesia lee en esta narración de la creación el misterio de la re-creación, es decir, de la redención. Esto se expresa en la oración que sigue a la lectura y al salmo:

Dios todopoderoso y eterno, admirable siempre en todas tus obras; que tus redimidos comprendan cómo la creación del mundo, en el camino de los siglos, no fue obra de mayor grandeza que el sacrificio pascual de Cristo en la plenitud de los tiempos.

Segunda lectura. La restauración de esta lectura (Gén 22,1-18) en la vigilia pascual (de la que había sido eliminada en una reforma anterior) ha sido muy apreciada. La tradición cristiana la ha unido siempre estrechamente al ministerio pascual, y en el Antiguo Testamento se leía también en el contexto de la pascua.

Brevemente relata cómo Abrahán, para obedecer el mandato divino, se prepara para sacrificar a su único amadísimo hijo, Isaac. En el último momento aparece un ángel que le ordena que no levante la mano contra el muchacho. Su obediencia había sido sometida a dura prueba. En lugar de su hijo, Abrahán inmola un carnero como holocausto. En premio a su obediencia, recibe la promesa de ser padre de muchas naciones.

Abrahán estaba dispuesto a sacrificar incluso a su propio hijo, Isaac. En el Nuevo Testamento encontramos ecos de esta actitud con referencia a Cristo. San Juan nos dice: "Tanto ha amado Dios al mundo, que le ha dado a su Hijo unigénito, para que quien crea en él no muera, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16). Este fue un sacrificio más perfecto, porque Dios perdonó a Isaac, pero no hizo lo mismo con su propio Hijo. Sin embargo, la misericordia de Dios no restó méritos a la incondicional obediencia de Abrahán, que prefiguró la obediencia misma de Cristo, el cual fue "obediente hasta la muerte". También Isaac es "figura" de Cristo. No sólo es inocente, sino que acepta voluntariamente ser sacrificado. Cristo no ofrece resistencia a los que lo capturan, se deja conducir como oveja llevada al matadero.

El sacrificio de Cristo está así prefigurado, y también su resurrección. A ello alude el autor de la carta a los Hebreos: "Por la fe, Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac... Pensaba que Dios tiene poder incluso para resucitar a los muertos. Por eso recibió a su hijo, y en él, un símbolo" (Heb 11,17-20).

Finalmente, podemos considerar lo fructífera que fue la obediencia de Abrahán: Dios derramó bendiciones sobre él; sus descendientes fueron tan numerosos como las estrellas del cielo y las arenas del mar. ¡Cuánto más fructífero será el sacrificio de Cristo, por el cual el mundo se reconcilia con Dios y los hombres se unen como hijos de un mismo Padre! Por el sacrificio de Cristo se cumplen las promesas hechas a Abrahán (cf oración final).

Tercera lectura. La tercera (Ex 14,15-15,1) es tan importante para la comprensión del misterio pascual, que no puede omitirse. Describe el milagroso paso del mar Rojo por los israelitas. Esta fue la salvación decisiva del pueblo de Dios hacia la libertad, un acontecimiento de importancia incalculable en su historia.

La redención se presenta aquí como una victoria. El paso del mar Rojo fue un desastre para el faraón y sus ejércitos; para los israelitas fue un triunfo y una liberación. Simboliza la victoria de Dios sobre el poder del mal.

La redención realizada por Cristo también fue una victoria, y como tal la consideraban los padres de la Iglesia. Fue una batalla entre Cristo y su adversario, Satanás. El bien se opuso al mal, la luz a las tinieblas: "Lucharon vida y muerte en singular batalla, y muerto el que es Vida, triunfante se levanta" (secuencia del domingo de pascua). De esta lucha, en que al principio parece triunfar Satán, Cristo sale victorioso.

Por el bautismo el cristiano comparte la victoria de Cristo. Las aguas bautismales son una fuerza para vida y para muerte: vida para los que se lavan en ellas, muerte para cuantos se oponen al reino de Dios. Como los antiguos israelitas, el nuevo bautizado pasa a través de las aguas del mar Rojo, dejando tras de sí el mundo de las tinieblas y la esclavitud para encaminarse, con Cristo (nuevo Moisés) a la cabeza, hacia la tierra prometida.

Es de notar que el salmo responsorial es la continuación de la lectura. En ese punto la narración prorrumpe en canto: "Cantemos al Señor, ¡sublime es su victoria!" Es el canto de victoria del pueblo de Dios, el cántico de Moisés y de los hijos de Israel. Es también el canto victorioso del pueblo de Dios del Nuevo Testamento; es el canto de agradecimiento de todos aquellos a quienes Cristo ha redimido. En la noche de pascua lo cantamos exultantes. San Juan lo oyó cantar en la nueva Jerusalén: "Cantaban el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del cordero" (Ap 15,3).

El tema de la alianza. Las cuatro lecturas siguientes, todas ellas de los profetas, se pueden agrupar bajo el tema de la alianza. Hablan del amor redentor de Dios, de la alianza eterna hecha con su pueblo; nos exhortan a ser fieles a la alianza y totalmente leales a la ley de Dios.

La cuarta lectura (Is 54,5-14) expresa la relación de alianza entre Dios y su pueblo. No es un mero convenio legal; más bien se asemeja al contrato matrimonial. Es una asociación de amor que exige confianza mutua, generosidad y fidelidad. Donde faltan estas cualidades la relación es tensa, y puede romperse en cualquier momento si una de las partes es infiel.

Israel fue infiel repetidas veces a este contrato de matrimonio entre Dios y su pueblo; pero Dios nunca anuló el contrato ni rechazó a la esposa infiel. Su amor conquista. Donde ha habido alienación ahora hay reconciliación. Esto se expresa bellamente en las siguientes líneas:

En un arrebato de ira te escondí un instante mi rostro, pero con misericordia eterna te quiero -dice el Señor, tu redentor-

Dios reafirma su contrato matrimonial. Jura que su amor no abandonará nunca a su pueblo; su "alianza de paz" no se romperá jamás. Esta lectura llama la atención sobre un particular aspecto de la redención: el amor divino que la inspiró. Un amor no merecido y que tampoco sería correspondido es la explicación última y el motivo desencadenante de la redención del hombre. Al celebrar la pascua, la fiesta de la redención del hombre, nos encontramos cara a cara con el misterio del amor divino.

En la quinta lectura (Is 55,1-11) hallamos una vez más el tema de la alianza, aunque en este caso se pone más énfasis en nuestra respuesta a la misma que en la "piedad divina".

"Estableceré con ellos una alianza eterna", dice el Señor. La pascua del Antiguo Testamento conmemoraba, entre otras maravillas, la alianza dada por Dios. La Iglesia del Nuevo Testamento celebra en su pascua el establecimiento del "nuevo y eterno testamento", que fue sellado con la sangre de Cristo. En Cristo, mediador de la alianza, se cumplieron todas las promesas hechas a los patriarcas y a los profetas.

Como pueblo de Dios, debemos permanecer fieles a las condiciones de la alianza. El don no debe ser únicamente por parte de Dios; su amor y su fidelidad han de encontrar respuesta en nuestro amor y nuestra fidelidad; de otro modo no habrá verdadera relación de alianza. Cristo es nuestro modelo y, como cabeza de la humanidad redimida, ofreció al Padre la perfecta respuesta de obediencia y amor.

En la sexta lectura (Bar 3,9-15.23-4,4) el profeta, como enviado de Dios, hace una apasionada apelación a Israel para que se convierta y vuelva al Señor. Sus palabras son para nosotros un reto, como lo fueron para el pueblo judío cuando se encontraba esclavo en Babilonia.

La conversión debe expresarse en una pronta aceptación de la ley de Dios, lo que significa que nuestras vidas tienen que responder a esa ley y estar en conformidad con ella. Es otro modo de decir que nosotros debemos cumplir nuestra parte de la alianza.

Para nosotros, los cristianos, eso significa vivir de acuerdo con el evangelio de Cristo, en el cual la antigua ley encuentra su plenitud. Se nos pide no sólo la aceptación de cada uno de los mandamientos en particular, sino también la voluntad de vivir según el espíritu de la nueva ley.

El profeta Baruc presenta una hermosa e incitante panorámica de lo que sería una vida de acuerdo con la ley. Sería una vida bendecida por la paz, el vigor y la felicidad. La ley no es algo legalista y concebido con mentalidad estrecha, sino un modo de vida. Es la encarnación y expresión viva de la sabiduría.

La séptima y última lectura del Antiguo Testamento (Ez 36,16-28) contiene la promesa de Dios de perdonar a su pueblo infiel, reunirlo de entre las naciones y restituirlo a su propia tierra. La redención se considera aquí como obra de restauración y reunificación. El pecado es causa de división y dispersión. Cristo, el redentor del género humano, ha llevado a cabo la restauración más perfecta reuniendo gentes de todas las naciones en la unidad de su cuerpo. No se puede concebir unión más estrecha entre Cristo y sus miembros.

Después hay una expresión profética que vuelve sobre el tema del bautismo: "Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará". Los padres de la Iglesia vieron aquí una alusión a las aguas purificadoras del bautismo. La respuesta del salmo responsorial: "Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío", expresa el ansia de los catecúmenos de recibir el sacramento del bautismo.

La parte final de la lectura vuelve sobre el tema de la alianza. En adelante la ley del Señor será obedecida no sólo literalmente, sino con el corazón. Esto se debe a que Dios mismo transformará el corazón humano, haciéndolo capaz de dar una respuesta generosa. De esta manera se establece entre Dios y el hombre una relación más íntima que la del parentesco humano. Es la verdadera relación de alianza expresada en estas palabras que se repiten en la Biblia como un estribillo: "Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios".

La oración que sigue a la séptima lectura puede considerarse como un resumen de todas las lecturas del Antiguo Testamento. Se puede elegir entre dos. La primera expresa el ruego de que Dios lleve a cabo y complete la obra de la redención hace tanto comenzada; es un ruego por la renovación de la Iglesia y de toda la humanidad. La segunda fórmula pide una comprensión más profunda del amor que motivó el misterio pascual.

El "Gloria" de pascua. A veces ocurre que al final de un largo viaje nos sorprende el hecho de haber llegado a nuestro destino. La misma impresión se puede experimentar en la noche del sábado santo. La transición entre la profecía veterotestamentaria y el pleno esplendor pascual es repentina y casi imperceptible. Después de las siete lecturas con sus responsoriales y oraciones, se encienden las velas para la misa. No hay ruptura en la secuencia, sino una suave transición desde las tinieblas a la luz. La espera ha terminado, ha llegado pascua.

El celebrante entona el Gloria, ese alegre himno en prosa que hemos heredado de la antigüedad y que se recita o se canta en todas las misas festivas, excepto en cuaresma. Tradicionalmente está asociado con pascua de una manera particular, porque, según la costumbre romana, sólo podía ser cantado o recitado por los sacerdotes ordinarios en la misa de la vigilia. El Gloria expresa alabanza, adoración y súplica humilde. Para realzar la nota gozosa, se pueden tocar las campanas de la iglesia, proclamando así a lo lejos y ampliamente la buena nueva de la resurrección.

Sigue la oración colecta de la misa, en la que pedimos la gracia del espíritu filial y la renovación, para que, así renovados, podamos, entregarnos plenamente al servicio del Señor.

La primera lectura del Nuevo Testamento es de la carta de san Pablo a los Romanos (6,3-11). El Apóstol penetra el corazón del misterio pascual. Explica cómo, por el sacramento del bautismo, participamos en el misterio pascual de Cristo. Cristo, nuestra cabeza, sufrió, murió, fue sepultado y resucitó. Por la gracia del bautismo, nosotros, el cuerpo, estamos llamados a participar de una manera real e íntima en este misterioso paso de la muerte a la vida.

El bautismo es un comenzar de nuevo. El viejo estilo de vida queda atrás. El bautismo nos confiere el status de hijos de Dios. Desde ahora compartimos la vida de Cristo resucitado. La conducta moral cristiana debe estar de acuerdo con la dignidad de nuestra llamada. Nuestra vida ha de ser vivida en Cristo y con Cristo para Dios, nuestro Padre. Esto requiere una nueva actitud, una nueva orientación y sentido de finalidad. Un programa completo de vida cristiana se abre para nosotros en esta lectura.

El "Aleluya" de pascua. Después de la lectura, todos se ponen en pie y el sacerdote entona solemnemente el Aleluya, que la asamblea repite. Volvemos así a cantar esta aclamación tan expresiva de la alabanza, gozo y victoria que durante el largo período cuaresmal se omitía. La aclamación más característica del misterio pascual es precisamente esta singular palabra hebrea. Lo ideal es que se cante, y hay una melodía gregoriana muy sencilla para poder hacerlo así. San Agustín en sus homilías de pascua no se cansa de explicar el significado del Aleluya, grito que anticipa la liturgia del cielo. Aquí sirve de heraldo al evangelio de la resurrección y al mismo Cristo que está presente y nos habla. Esa es la función del Aleluya en todas las misas, pero adquiere su pleno significado en la noche de pascua.

El Aleluya, repetido tres veces, forma también la respuesta del pueblo al salmo responsorial. El salmo elegido es el gran salmo pascual 117. La tradición cristiana siempre lo ha relacionado con el misterio pascual, y por eso lo encontramos constantemente a lo largo de todo este tiempo. Tal como se usa en esta liturgia, el salmo canta la victoria de Cristo resucitado, que es también la victoria de todos aquellos a quienes ha redimido. Los catecúmenos que van a ser recibidos en el seno de la Iglesia, los pecadores que han vuelto a la gracia, el pueblo entero de Dios, renovado durante la disciplina cuaresmal, todos pueden hacer propias las palabras del salmo que la tradición aplica a Cristo en su resurrección: "La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa. No he de morir; viviré para contar las hazañas del Señor".

El evangelio de la resurrección. La palabra evangelio significa buena nueva. Y, en efecto, el evangelio es la buena nueva de la salvación. El evangelio de la resurrección que se lee en la noche de pascua es el más alegre de todo el año.

En el leccionario actual leemos el evangelio de la resurrección según san Mateo en el ciclo A, el de san Marcos en el ciclo B y el de san Lucas en el ciclo C. La resurrección según san Juan se lee en la misa del día.

Con razón la Iglesia ha encontrado lugar para cada uno de los evangelios. Cada uno de los autores sagrados describe lo ocurrido a su manera. Pero el mensaje central es siempre el mismo.

San Mateo nos cuenta que el ángel dijo a las mujeres: "Ya sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí: ha resucitado, como había dicho". En el evangelio de Marcos, un joven vestido de blanco dice a las tres mujeres: "¿Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado". Lucas nos habla de dos jóvenes con vestiduras luminosas que preguntan: "¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado".

Lo que interesa a nuestra fe es el hecho de la resurrección, no los detalles que la rodearon. Nosotros creemos y profesamos que Cristo resucitó de entre los muertos el domingo de pascua. En eso consiste el verdadero núcleo de nuestra fe cristiana.

Los evangelistas, y Cristo a través de ellos, nos hablan en la liturgia de pascua. La Iglesia deja que los evangelios hablen por sí mismos, sin adornos ni calificaciones. Y la mejor disposición para oír y beneficiarse de las lecturas litúrgicas es permanecer atentos a ellas con fe sencilla y con prontitud para obedecer su mensaje.

El evangelio de la resurrección (sea de Mateo, de Marcos, de Lucas o de Juan) es un mensaje para aquí y ahora. Puede que nos suene familiar; pero ¿podemos acaso creer que hemos comprendido el misterio del que nos hablan? Es un reto a nuestra fe, que nos induce a reflexionar seriamente acerca de los fundamentos mismos de nuestra religión cristiana.

La resurrección no es mero acontecimiento histórico; es una realidad siempre presente, que afecta a la vida de cada uno de nosotros; ha cambiado el curso de la historia y puede transformar nuestras vidas.

La liturgia bautismal. La celebración del misterio pascual en la solemne vigilia proporciona el marco más adecuado para administrar el bautismo. Desde el siglo II, el bautismo de los catecúmenos adultos estuvo ligado a la pascua; incluso cuando en el siglo VI desapareció el catecumenado de adultos, la Iglesia de Roma siguió bautizando a los niños por pascua y pentecostés durante varios siglos.

Si hay candidatos al bautismo, en este momento el sacerdote invita a la asamblea a rezar por ellos. Se elevan fervorosas preces por los que están a punto de ser admitidos a la plena integración en la Iglesia, y como se hace también en otras ocasiones semejantes (ordenación sacerdotal, profesión religiosa), cuando los candidatos están a punto de comprometerse en una nueva vida, se rezan o cantan las letanías de los santos para implorar sobre ellos las abundantes bendiciones de Dios.

En esta letanía, la Iglesia de la tierra une su plegaria a la del cielo. Cristo, sus ángeles y sus santos son invocados en favor de los "elegidos" que en este momento se aproximan a las aguas del nuevo nacimiento. La letanía invoca a santos de todos los tiempos, incluso de nuestra época. Hay una petición especial por los que están a punto de ser bautizados: "Para que regeneres a estos elegidos con la gracia del bautismo".

En este momento se prepara el agua con una solemne oración de bendición. La hermosa fórmula, que se supone del siglo VI o tal vez anterior, nos presenta una reflexión bíblica sobre el misterio del bautismo. Recuerda de nuevo los temas de las lecturas del Antiguo Testamento: el agua que cubría la tierra en el principio y el paso del mar Rojo, y los completa con los del Nuevo Testamento, como el bautismo de Cristo en el Jordán y la sangre y agua que brotó de su costado cuando fue traspasado en la cruz.

El Espíritu Santo, que se cernía sobre las aguas en los albores de la creación y que descendió sobre Jesús en forma de paloma en el Jordán, es invocado ahora para que santifique la pila bautismal. El agua es el elemento material mediante el cual, por el poder del Espíritu Santo, el hombre es purificado del pecado y del vicio y engendrado a nueva vida. La pila bautismal es a la vez la tumba en que somos sepultados al pecado y el seno materno del cual renacemos como hijos de Dios.

El papel del Espíritu Santo en la santificación del agua es evocado poderosamente mediante el rito de la triple inmersión del cirio pascual en la pila, diciendo: "Te pedimos, Señor, que el poder del Espíritu Santo, por tu Hijo, descienda sobre el agua de esta fuente". El cirio se mantiene en la pila hasta terminar la bendición.

Ha llegado el momento del bautismo. Es deseable que haya algunos candidatos, ya sean niños o adultos. Ser bautizados en esta noche especial significa participar de manera singular en la celebración del misterio pascual. El paso de la muerte a la vida simbolizado y realizado por el bautismo coincide con la celebración litúrgica de ese mismo misterio.

A continuación se nos da a todos la oportunidad de renovar y consolidar nuestro compromiso bautismal. Es uno de los momentos cumbre de la celebración pascual, para el que veníamos preparándonos a lo largo de toda la cuaresma.

Todos los presentes se ponen en pie con sus velas encendidas y, a invitación del sacerdote, renuevan su profesión de fe bautismal. En primer lugar renuncian a Satanás, a sus obras y a sus promesas engañosas. Luego profesan su fe en los artículos del Credo.

Este rito de renovación fortalece la unión de la comunidad. Todos nosotros: sacerdotes, religiosos y seglares, estamos unidos en la profesión de una misma fe; formamos el pueblo de Dios; somos los fieles de Dios, es decir, el pueblo establecido en la profesión de la fe bautismal.

Todo esto fue muy sencillo en nuestro propio bautismo. Los padrinos prometieron por nosotros. Pero hacer nuestra esa fe y vivirla como adultos no es cosa fácil. Nuestra fe puede ser sometida a dificultades de toda índole, mas también se nos da la gracia de poder decir, convencidos: "Yo creo". La gracia de la pascua es la gracia de una fe reencontrada. No solamente profesamos esa fe, sino que nos comprometemos a vivir según ella; lo cual significa renunciar a todo lo que es contrario a nuestra vida en Cristo.

Después de concluir con una oración, el sacerdote asperja al pueblo con el agua bendita, recordándole una vez más el bautismo. Durante la aspersión puede cantarse un canto bautismal.

La liturgia eucarística. La liturgia eucarística comienza de la forma acostumbrada con la presentación de los dones. Una rúbrica recomienda que los dones sean llevados al altar por los nuevos bautizados, los cuales reciben honor especial por tratarse de la misa de su primera comunión.

La eucaristía completa la obra divina comenzada en nosotros por el bautismo. Junto con la confirmación, integra la iniciación cristiana. A nosotros toca cooperar con la gracia divina para llevar este proceso a plena madurez. Con una conducta moral inspirada en el evangelio y sostenidos por los sacramentos, debemos "hacernos lo que somos", esto es, crecer hasta la plena realización de nuestro status de hijos adoptivos de Dios. Esta idea de plenitud se recuerda en la oración sobre las ofrendas: "Que este misterio pascual de nuestra redención lleve a perfección el misterio salvífico que has comenzado en nosotros".

El significado particular de la misa y comunión de pascua se expresa en el primer prefacio:

Es nuestro deber y salvación glorificarte siempre, Señor; pero más que nunca en esta noche en que Cristo, nuestra pascua, ha sido inmolado. Porque él es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo; muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida.

La misma nota pascual se percibe en el antiguo canon romano (plegaria eucarística I), que tiene inserciones propias para esta fiesta. Comienza así: "Reunidos en comunión para celebrar el día santo (la noche santa) de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo".

Se hace mención especial de los nuevos bautizados. "Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa por aquellos que has hecho renacer del agua y del Espíritu Santo, perdonándoles todos sus pecados". Este texto llama nuestra atención sobre los poderes que se nos confieren en el bautismo. Este sacramento otorga a todos aquellos que lo reciben una participación en el sacerdocio de Cristo que los capacita para ofrecer el sacrificio eucarístico 3.

La participación activa en la eucaristía tiene su más perfecta expresión en la comunión sacramental. Por la participación en el cuerpo y la sangre de Cristo nos unimos del modo más íntimo al sacrificio del Sumo Sacerdote. Esta realidad encuentra su expresión más gozosa en la antífona de comunión: "Ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo. Así pues, celebremos la pascua con los panes ázimos de la sinceridad y la verdad. Aleluya".

En la oración poscomunión se pide la gracia de la unidad:

Derrama, Señor, sobre nosotros, tu espíritu de caridad, para que vivamos siempre unidos en tu amor los que hemos participado en un mismo sacramento pascual.

Esta es la intención por la que el mismo Cristo rogó en la última cena: "Que todos sean uno" (Jn 17,11). Este era el objetivo de su muerte sacrificial, "reunir en uno solo los hijos de Dios dispersos" y atraer a todos hacia sí (Jn 11,52; 12,32). Esta unidad es perfeccionada por el Espíritu Santo que une a todos los seguidores de Cristo y los convierte en su cuerpo, la Iglesia. Recibiendo el cuerpo y la sangre de Cristo nos llenamos del Espíritu Santo y nos hacemos un solo cuerpo y un solo espíritu con él 4.

Nuestra comunión pascual nos ha hecho instrumentos más efectivos de la paz y el amor de Dios. Nuestra misión consiste en extender la buena nueva de su amor divino y trabajar por la realización del amoroso designio de Dios sobre el mundo. Para eso somos enviados por las palabras del sacerdote: "Podéis ir en paz; aleluya, aleluya".

Conmemoración de Nuestra Señora. Según una antigua tradición, Jesús resucitado se apareció en primer lugar a María, su madre. Tal aparición no consta en los evangelios, pero hubiera sido muy adecuada. Sea que se acepté o no, ello es que ha dado origen a una hermosa costumbre que se conserva en algunas comunidades monásticas.

Al concluir la misa de la vigilia pascual, el celebrante, los ministros y la comunidad se encaminan en fila desde el presbiterio. En un lugar especial de la iglesia se ha colocado un cuadro o escultura de la Dolorosa adornado con flores. Ante él se detiene la procesión y los monjes se vuelven hacia la piedad. Entonces un cantor entona el Regina Coeli, a cuyo canto se une la comunidad. Como se supone que Cristo llevó la buena nueva de la resurrección ante todo a su madre en la mañana de pascua, así la Iglesia ahora revive la escena con las palabras de la antífona:

Reina del cielo, alégrate, ¡aleluya!
Porque el Señor a quien mereciste llevar, ¡aleluya!, resucitó según su palabra, ¡aleluya!

Mañana del domingo

Los cristianos de rito ruso y otros de ritos orientales cuando se encuentran por pascua se saludan con la tradicional expresión: "El Señor ha resucitado", a lo que se responde: "Verdaderamente ha resucitado". Ciertamente es un saludo mucho más expresivo que nuestro banal "Felices pascuas". Es en la liturgia donde encontramos las expresiones adecuadas para manifestar el gozo de la pascua. La respuesta al salmo invitatorio del oficio de lecturas corresponde al saludo ruso: "Verdaderamente ha resucitado el Señor. Aleluya".

Con el correr del tiempo se han desarrollado costumbres de todas clases en torno a las fiestas religiosas, especialmente navidad y pascua. Una costumbre irlandesa merece especial consideración". Se trata de una práctica que tiene lugar especialmente en ambientes rurales, donde la gente madruga en la mañana de pascua para ver la "danza" del sol. Creo que esta idea y la costumbre correspondiente puede tener una interpretación cristiana como, por ejemplo, que la creación entera comparte el gozo de la resurrección. Así lo expone san Pablo: "La creación está aguardando ser liberada como nosotros de la esclavitud de la decadencia para gozar la misma libertad y gloria que los hijos de Dios" (cf Rom 8,19-23). La redención ganada por Cristo se extiende por todo el universo.

La misa. A plena luz del día, la Iglesia se reúne por segunda vez para celebrar la eucaristía pascual. El cirio está encendido sobre su candelero elevado. El presbiterio adornado con flores. Las vestiduras son blancas para simbolizar la alegría, y la antífona de entrada comienza con gozosas palabras: "He resucitado y aún estoy contigo, has puesto sobre mí tu mano: tu sabiduría ha sido maravillosa, aleluya". ¡Con cuánta habilidad la Iglesia se sirve de los salmos para expresar tanto los dolores como el gozo de Cristo! Aquí es el mismo Cristo quien habla dirigiéndose al Padre. Ha resucitado, ha vuelto ya al Padre. Este es el verdadero grito de la victoria del Cristo total, cabeza y miembros. Como bien dice una de las oraciones de la vigilia pascual, los que han caído son levantados, lo viejo se renueva y todo es llevado a perfección 5.

La oración colecta de la misa pide una renovación de nuestra vida moral en consonancia con el misterio de la resurrección: "Concede a los que celebramos la solemnidad de la resurrección de Jesucristo ser renovados por tu Espíritu, para resucitar en el reino de la luz y de la vida".

En la primera lectura, de los Hechos de los Apóstoles (10,34.37-43), san Pedro nos dirige la palabra dando testimonio de la resurrección de Jesús. Su discurso da un resumen de la vida pública de nuestro Señor, comenzando por su bautismo de manos de Juan. Todos los acontecimientos de esa vida demuestran tener poder salvífico y culminan en la muerte y resurrección.

La realidad de la resurrección se afirma rotundamente no sólo por la declaración: "Dios lo resucitó al tercer día", sino también por la afirmación de que después de la resurrección los apóstoles habían "comido y bebido" con él. San Pedro, el jefe de los apóstoles, da testimonio de todo ello. Habla como testigo presencial, pero también desde la experiencia de su fe personal iluminada por el Espíritu Santo. Este testimonio apostólico es importante para nuestra propia aceptación de la fe. El discurso de Pedro no es solamente una narración de lo que aconteció en la vida de Cristo; es también una profesión de fe, una proclamación de la creencia cristiana.

Esta lectura contiene además otro mensaje: la salvación que Cristo nos conquistó tiene una finalidad universal. "Quien cree en él, recibe la remisión de los pecados por su nombre". A través de la fe todos los hombres tienen acceso al poder salvífico de su muerte y resurrección.

En la segunda lectura, san Pablo se dirige a los cristianos de Colosas (Col 3,1-4) exhortándolos a vivir según el estado adquirido recientemente. La resurrección de los cuerpos y la gloria que nos está reservada sigue siendo objeto de esperanza; pero por nuestra unión íntima con Cristo disfrutamos con anticipación el gozo de la herencia futura.

Mientras peregrinamos en la tierra hemos de buscar siempre al Señor, porque él es nuestra vida: "Deleitaos en lo de arriba, no en las cosas de la tierra". Pero no es que san Pablo nos sugiera negligencia en las tareas humanas o en la atención a las personas con quienes vivimos. Eso sería una espiritualidad falsa. Hemos de vivir completamente comprometidos en la vida de este mundo sin quedar sumergidos o cautivados por él. Debemos tener presente que nuestro destino último no está aquí, en el mundo material, sino "oculto con Cristo en Dios", y que esperamos su venida y manifestación para que nuestras vidas reales puedan ser manifestadas.

El leccionario presenta otra lectura alternativa tomada de la primera carta de san Pablo a los Corintios (5,7-8); en ella los exhorta a vivir en "sinceridad y verdad", puesto que Cristo, nuestra pascua, ha sido inmolado.

La secuencia victimae paschali es una composición medieval que resume el misterio de la redención en forma poética. Cuando se canta con la melodía gregoriana, contagia del alborozo del primer domingo de pascua. Se presenta en forma de un apresurado diálogo entre nosotros y María Magdalena. María da testimonio de lo que ha visto; y nosotros, creyentes y discípulos, damos también nuestro propio testimonio: "Sabemos que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos". (Es de notar cómo el tema de combate victorioso, tan grato a los padres de la Iglesia, aparece de nuevo en la secuencia.)

El evangelio está tomado de san Juan (20,1-9). Una vez más encontramos a María Magdalena, que llega a la tumba "muy de mañana el primer día de la semana" y descubre que está vacía. De momento queda consternada. Luego corre a comunicarlo a los dos discípulos, los cuales, al oírlo, rivalizan corriendo hacia la tumba para llegar el primero. Llega antes Juan, pero permite a Pedro que pase delante.

"Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó". Este ver y creer constituye el clímax del evangelio. La proclamación del evangelio de pascua tiende a suscitar en cada una de las asambleas litúrgicas la misma respuesta de fe. Esta fe se apoya en el testimonio de los apóstoles y en las Escrituras inspiradas, que revelan el plan de Dios.

La celebración de este día debería hacernos más conscientes del carácter pascual de toda misa. La aclamación a la que estamos tan acostumbrados adquiere nueva profundidad y significado en el tiempo pascual: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección; ven, Señor Jesús", es particularmente adecuada para el día de hoy y hace eco al prefacio de pascua: "Muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida". En el mismo prefacio se describe a Cristo como "el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo", palabras que anticipan las que dice el sacerdote antes de la comunión: "Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo".

Nuestra participación en el sacrificio y sacramento de la misa nos capacita para vivir más auténtica y efectivamente el misterio que se inició en nosotros con el bautismo. En palabras de J. M. Tillard: "Por su conversión de corazón y su arrepentimiento, (el cristiano) entra en la muerte de Jesús; por la nueva calidad de obras y de vida, entra en su resurrección. Es la ley pascual del misterio cristiano".

Finalmente, hay una nota escatológica que se pone de especial relieve en la liturgia de pascua y que nunca está ausente de cualquier celebración eucarística: cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas (1 Cor 11,26). En la oración que sigue a la consagración (anamnesis) no sólo conmemoramos misterios pasados, sino que también consideramos la venida del Señor en su gloria. La liturgia de este día imprime en nuestras mentes algo que ya sabemos, que la eucaristía es prenda de vida eterna, de nuestra futura resurrección. El sagrado banquete de la eucaristía nos hace pregustar la eterna fiesta pascual: "¡Dichosos los llamados a esta cena!", es decir, "a la fiesta de las bodas del Cordero" (Ap 19,9).

Con esta nota de gozosa expectación, la oración poscomunión resume nuestras esperanzas y peticiones: "Protege, Señor, a tu Iglesia con amor paternal, para que, renovada por los sacramentos pascuales, llegue a la gloria de la resurrección".

La solemne bendición, que puede usarse en el tiempo pascual, dirige también nuestros pensamientos hacia la gloria futura: "Ya que por la redención de Cristo recibisteis el don de la libertad verdadera, por su bondad recibáis también la herencia eterna... Y pues confesando la fe habéis resucitado con Cristo en el bautismo, por vuestras buenas obras merezcáis ser admitidos en la patria del cielo".

Domingo por la tarde

La tarde del domingo de pascua está llena de sugerencias para nosotros. En primer lugar nos recuerda la aparición del Señor a dos discípulos por el camino de Emaús, que nos relata san Lucas (24,13-35). Los dos hombres van caminando abatidos y no reconocen al forastero que se une a ellos en el camino. Van discutiendo acerca de lo que acaba de suceder. Jesús reprende su falta de fe, y luego les explica cómo todo aquello estaba previsto en las Escrituras. Cuando llegan a la posada invitan al forastero a cenar y quedarse con ellos durante la noche. Luego, mientras comían, sus ojos se abrieron y "lo reconocieron al partir el pan".

Si se celebra misa el día de pascua por la tarde, debe leerse el evangelio de Lucas que narra este hecho 6. Es lo más apropiado para esta tarde. Aunque no figure en la liturgia, no deberíamos omitirlo en nuestra lectura bíblica.

"Quédate con nosotros, Señor, que anochece". La Iglesia hace suya esta apremiante invitación. Es una llamada al Señor para que permanezca con su pueblo y proteja a su comunidad. Es un grito que se oye con frecuencia durante la liturgia del tiempo pascual 7.

Con las segundas vísperas del domingo de pascua se cierra el triduo pascual. Esta oración de alabanza, acción de gracias y petición cierra, en ambiente de recogimiento, las celebraciones del día. Con los salmos, el cántico del Apocalipsis y el Magnificat, la Iglesia expresa su acción de gracias por la redención.

La tradición cristiana asocia a los nuevos bautizados con esta acción vespertina. La ceremonia incluía una procesión al baptisterio en donde, la noche precedente, aquellos nuevos cristianos habían recibido las aguas del nuevo nacimiento. Allí cantaban algunos salmos y el Magnifrcat, conmemorando agradecidos el sacramento que habían recibido. Visitaban también la capilla en que habían sido confirmados. Esta especial oración vespertina de pascua tuvo origen en Roma entre los siglos v y vi; de allí se propagó a otras partes de Europa, conservándose acá y allá hasta nuestros días. Atraía de tal manera la devoción popular que solía llamarse el "Oficio glorioso" (Officium gloriosum).

En esta misma tarde, el primer día de la semana, Jesús se apareció también a sus discípulos reunidos en la sala de arriba en Jerusalén. El evangelio que nos relata este hecho es de san Juan (20,19-31). Se lee en la misa del segundo domingo de pascua; pero en el día mismo de resurrección se recuerda este maravilloso acontecimiento dentro de la oración de la tarde. La antífona del Magnificat dice: "Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: `Paz a vosotros'. Aleluya".

Con esta nota de paz termina el domingo de pascua. La celebración termina; sin embargo, continúa, en una atmósfera de quietud y recogimiento, a nivel personal. Junto a la celebración pública y litúrgica está la "fiesta íntima" del corazón.

La paz es el principal don de Cristo a sus discípulos y a nosotros en este día. Por su misterio pascual ha restablecido la paz entre Dios y el hombre. El mismo es nuestra paz, y esta paz produce gozo inmenso. Bien podemos exclamar con los discípulos: "Hemos visto al Señor y estamos alegres".

Vincent Ryan
Cuaresma-Semana Santa
Paulinas.Madrid-1986.Págs. 115ss.

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1.  Cf Juan 6,31-32; 7,37-39; 3,13-15; 8,12-13; 19,33-37.

2. Se deben leer por lo menos tres lecturas del Antiguo Testamento, aunque por razones serias pueden reducirse a dos. Pero la lectura del Exodo 14 nunca debe omitirse.

3. Cf General Instruction on the Roman Missal, c. 3, n. 63, CTS edition, London 1973.

4. Cf Plegaría eucarística III.