59 HOMILÍAS PARA PENTECOSTÉS
(16-30)

 

16. 

-Se ha dicho con acierto que hablar del Espíritu Santo es como querer asir el Viento o dejar quieta la Vida. La frase resulta expresiva porque el Espíritu, por definición, escapa a cualquier imagen que pretenda encerrarlo, aunque ésta sea tan popular como la tradicional paloma. De todas formas, como humanos que somos, es preciso que nos hagamos una idea, aun a sabiendas de que necesariamente será incompleta. Nadie puede presumir de haber agotado con sus explicaciones la densidad trinitaria que el Espíritu conlleva. Más vale captar algún aspecto de lo que debe entenderse por Espíritu Santo, que carecer de todos por pretender su totalidad. Puede empezarse por alguno de los significados que la palabra tiene y que sean, en parte, aplicables a nuestro tema. Por ejemplo, se llama «espíritu de la ley» a la finalidad que persiguen los artículos de la misma y que debe ser conseguida con ayuda o a pesar de esa normativa concreta. Aplicado a las personas, pretende describir el interior de las mismas. Así, espíritu de Jesús sería lo que el Señor llevaba dentro y le hacía sentir, pensar, hablar y actuar del modo en el que lo hizo.

-La importancia del Espíritu Santo para el cristiano actual viene expresada en las mismas palabras del Maestro. Cuando no esté a vuestro lado, el Padre os enviará el Espíritu Santo que os explicará el sentido de mi persona y mis palabras. Podréis contar con él en cualquier situación de necesidad o dificultad. No es posible comprender a Jesús sin el Espíritu. Quien no renazca del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Nuestro bautismo no es de agua como el de Juan, sino de Espíritu Santo.

-La misión del Espíritu (valga la expresión) es enseñarnos el sentido de la persona y las palabras de Jesús. Por él las actualizamos y concretizamos constantemente, aplicándolas a nuevas situaciones y enraizándolas en todas las culturas sin canonizar ninguna como cristiana por antonomasia. A partir del fermento heredado, pero sin retornos a la materialidad de lo originario, vamos haciendo realidad un «permanecer cambiando». Y esto es así tanto para el cristiano individual como para la comunidad de creyentes. Sin el Espíritu la Iglesia no estaría hecha de piedras vivas.

-El captar lo que hemos descrito en líneas anteriores como «el espíritu de Jesús» nos permite actuar en cada circunstancia como él lo haría. De esta forma, el Espíritu Santo se convierte en la ley que Dios ha puesto en nuestro corazón. Todo lo demás son recetas normativas. Para Pablo, el Espíritu es lo contrario de la Ley mosaica. Dios envió a su propio Hijo para rescatarnos de la Ley y convertirnos en hijos. «Porque vosotros, hermanos, fuisteis llamados a la libertad que no debe ser pretexto para entregaros al egoísmo, sino principio de solidaridad».

-Es obvio que, en la práctica, antes de decidir o actuar según esta ley puesta en nuestro corazón, deberemos hacer un inevitable -pero no angustioso- discernimiento. No podemos trivializar el Espíritu atribuyéndole todos nuestros antojos. Esta misma preocupación nos hará ser más conscientes de Aquel que nos inhabita. El es la presencia de Dios que nos da esperanza, serenidad y alegría.

-Realmente, muchas de las características del Espíritu coinciden con lo que puede entenderse en profundidad por fe. La fuerza interior que incita a seguir a Jesús solemos designarla indistintamente con una de estas palabras. El Espíritu, como la fe o el amor, no lo tenemos sino que él nos tiene, nos posee.

-Vistas así las cosas, sin Espíritu Santo, Dios queda lejos, Cristo pertenece al pasado, el Evangelio es letra muerta y la Iglesia es una organización más. Por contra, con su presencia en nosotros, las palabras de Jesús son palabras vivas y actuales, Dios es cercano porque nos habla en el corazón y la Iglesia no recorta en nada nuestra libertad.

-Está claro que el Espíritu es un don de Dios, pero, ¿cómo podemos nosotros tener más conciencia de él? Pablo escribe a los filipenses que «tengan los mismos sentimientos que Cristo Jesús» y el mismo se define como una persona tan cristificada que «no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí». A través de la lectura bíblica estudiada, reflexionada y orada, hemos de ir conociendo el «espíritu de Jesús». Habremos de exprimir el Nuevo Testamento en su conjunto y no limitarnos a frases sueltas. Recordemos que no vamos buscando recetas, por buenas que éstas sean, sino a una persona: Jesús de Nazaret, Dios encarnado.

-Sólo el Espíritu puede hacer que se cumpla el deseo que manifestaba ·Pablo-VI: «Hay que corregir el falso concepto de creyente como un reaccionario obligado, un inmovilista de profesión, un extraño a la vida moderna, un insensible a los signos de los tiempos, un hombre privado de esperanza».

-¿Qué es para mí el Espíritu Santo? ¿Qué lugar ocupa en mi cristianismo?

-¿Cómo ejerzo el discernimiento para captar lo que Dios me pide?

-¿Qué hago en concreto para conocer el «espíritu" de Jesús?

DABAR 1994 26


17. 

1. El Espíritu, centro vital. Al celebrar hoy la fiesta de Pentecostés o del Espíritu Santo, que juntamente con la de Navidad y Pascua conforma las tres solemnidades mayores del culto cristiano, muchos se preguntarán por qué es tan importante este día, ya que aparentemente nadie celebra este domingo como una gran fiesta sino como un domingo más.

¿Quién es el Espíritu Santo y cuál es su importancia, ya que tan desapercibido suele pasar entre nosotros? Lamentablemente es muy cierto que para la mayoría de los cristianos el Espíritu Santo sigue siendo un "ilustre desconocido" y que este día, por lo mismo, no reviste las características de una fiesta como Navidad, Pascua o las fiestas patronales.

Sin embargo, la Palabra de Dios no piensa así y le asigna al Espíritu de Dios una importancia tal que, sin El, la obra de Cristo desde su nacimiento hasta su resurrección hubiera sido un imposible. Es, en efecto, el Espíritu Santo el que hace encarnar a Cristo en el cuerpo virginal de María, el que lo impulsa al desierto durante cuarenta días, el que lo empuja a predicar y a realizar signos liberadores, el que lo resucita de la muerte y el que le otorga la nueva vida.

En muchos domingos del año hemos visto y veremos estos aspectos. Pero hoy la liturgia quiere ponernos de lleno ante la manifestación del Espíritu en nosotros, los que formamos la comunidad de Jesucristo.

Para comprender mejor la riqueza y variedad de los textos de hoy, aunque sólo sea en sus elementos esenciales, vamos a partir del Evangelio de Juan. El evangelista nos dice que el mismo día de Pascua, Jesús se manifestó a su pequeña comunidad y, después de darle el saludo de la paz, sopló sobre los allí reunidos mientras les decía: «Recibid el Espíritu Santo.» Jesús había prometido este Espíritu en varias oportunidades y había insistido en que sólo El nos introduciría en la nueva vida de hijos de Dios. Así se lo dijo a Nicodemo (Jn 3). Por este motivo el evangelista Juan nos presenta a Cristo el mismo día de su resurrección engendrándonos como hombres nuevos e hijos de Dios mediante el soplo del Espíritu. Recordemos que en lengua hebrea «espíritu» significa precisamente: soplo, aliento, respiración, viento... Es decir: vida. Por lo tanto, recibir el soplo o aliento del Espíritu es lo mismo que recibir la vida de Dios.

Juan parece tener en su mente el relato de la creación de Adán cuando Dios le sopla el aliento de la vida y lo hace hombre. Ahora Cristo, el Hombre Nuevo, nos da el espíritu de la nueva vida.

Resumamos, pues: Cristo resucitado nos da la nueva vida o el espíritu de la nueva vida, soplando sobre nosotros su Espíritu Santo, es decir, su misma vida. Pues bien, Lucas ha querido en el Libro de los Hechos poner mucho más de relieve esta acción de Cristo de darnos su Espíritu, subrayando al mismo tiempo la obra del Espíritu en la vida de la Iglesia.

De ahí su relato más extenso y más lleno de simbolismo al referirse a Pentecostés. Más aún: a lo largo de todo su libro, Lucas presenta a la comunidad cristiana como llevada y casi empujada por el Espíritu para extender por todas partes, desde Jerusalén hasta Roma, la obra de la salvación por medio del anuncio del Evangelio.

Por este motivo, Lucas sitúa la manifestación del Espíritu cincuenta días después de la Pascua, haciendo coincidir este día con la fiesta de los «cincuenta días» (o Pentecostés) en la que los judíos conmemoraban la manifestación de Dios en el Sinaí cuando entregó la Ley a su pueblo. Esto explica por qué había tantos peregrinos de todas partes del mundo en Jerusalén.

Lo importante a tener en cuenta es lo siguiente: el relato de Lucas es una reflexión sobre la fundamental tarea que el Espíritu Santo desarrolla en la Iglesia. A través de atrevidos y variados símbolos que nosotros debemos desentrañar, Lucas pretende dirigir nuestra atención hacia quien es el centro vital de la Iglesia, cuerpo de Cristo: el Espíritu Santo.

2. Triple acción del Espíritu: unidad-fuerza-comunicación

a) Lo primero que resalta en el relato de Lucas es que «todos estaban reunidos en un mismo lugar». Eran los apóstoles, María, algunas mujeres y los discípulos que integraban la pequeña comunidad cristiana. Durante nueve días habían permanecido unidos en oración, compartiendo los alimentos y sus mutuas experiencias, y preparándose para iniciar, con las fuerzas que Cristo les prometiera, la misión de anunciar el Evangelio a todas partes. Y es esta comunidad reunida la que recibe el mismo Espíritu, el espíritu de la unidad de la Iglesia. Es el Espíritu el que nos reúne y quien hace de nosotros un solo cuerpo, a pesar de tanta diversidad de culturas, lenguas, condición social, etc.

Bien lo explica Pablo en la segunda lectura de hoy: si tenemos un solo Padre y un solo Señor, también es cierto que tenemos un solo Espíritu que se manifiesta en cada uno para el bien común de todos. El Espíritu impide que hagamos de la Iglesia una suma de individualidades en la que cada uno sólo busque su comodidad y su bienestar. El Espíritu nos da la conciencia de «bien común» y de que cada uno está para todos. Todos, seamos del origen que seamos, de esta o de la otra cultura o condición política o social, constituimos el mismo cuerpo de Cristo: un cuerpo comunitario que emerge de las aguas del único y mismo Espíritu.

En esta comunidad hay muchas tareas y ministerios: enseñar, curar enfermos, interpretar y anunciar las Escrituras... Mas quien obra en todos es el mismo Espíritu que distribuye a cada uno una responsabilidad especifica.

Quizá ahora comprendamos por qué el Espíritu Santo pasa desapercibido entre nosotros y no atinamos a celebrar una gran fiesta en su honor: la fiesta del Espíritu es la fiesta de la comunidad reunida, integrada, sin diferencias sociales, sin privilegios; en la que no hay miembros más dignos que otros, en la que todos trabajan para el bien de cada uno y de todos. Cuesta celebrar esta fiesta cuando nos encontramos con el panorama de las divisiones, la distinciones sociales, los individualismos, los prejuicios culturales y raciales...

¿Cómo sentir al Espíritu Santo? Ante todo, reuniéndonos. No lo encontramos en la soledad ni en el individualismo. Así como podemos hablar del «espíritu de un pueblo o de un equipo» sólo si concebimos a ese país o equipo como un conjunto integrado de personas, de la misma forma sucede con el espíritu de la Iglesia. No lo tiene nadie como cosa propia, ya que El es precisamente «eso que nos une». Al sentir que respiramos el mismo aliento divino, nos sentimos el único Cuerpo de Cristo. El Espíritu Santo es ese Aliento común, ese respirar la misma fe y la misma caridad.

b) El Espíritu Santo es vivenciado por los evangelistas como un viento impetuoso que llega bramando. Fácil nos es descubrir en ese símbolo la fuerza dinámica de Dios que ejerce presión sobre nosotros para empujarnos hacia nuevos horizontes. El Espíritu nos urge a cruzar la frontera...

Ante un viento impetuoso nada permanece estático; todo se pone en movimiento hacia adelante, con ritmo y con decisión. Así el Espíritu transforma la imperturbable quietud de nuestra comunidad perezosa y la presiona para que se ponga en camino, para que no se detenga; para que no se contente con estar sólo aquí sino que crezca hacia más allá, para que extienda su campo de acción, para que piense y busque nuevas iniciativas, para que se abra a nuevas ideas...

Es el mismo Lucas quien en los Hechos alude a esta «presión» que ejerce el Espíritu, por ejemplo, impulsando a Pedro a que concurra a la casa del centurión romano Cornelio, o controlando las decisiones del Concilio de Jerusalén, o desviando de la ruta a Pablo para que se dirija hacia Macedonia y Grecia...

Todo esto -que como las obras del viento es un tanto sutil y a veces imperceptible- exige por nuestra parte una atenta escucha de ese ruido que acompaña al viento. Son murmullos de gentes que se inquietan o de pueblos que buscan algo nuevo... ¡Y qué peligrosa resulta entonces la quietud y la sordera de la Iglesia! Cuando vemos a nuestras instituciones anquilosadas en reuniones estériles, a nuestras comunidades insensibles ante todo lo que pasa a su alrededor, cuando no se observan esfuerzos por reformar la Iglesia o por cambiar tal cosa que no anda bien..., es señal de grave peligro. El viento ha dejado de soplar y la voz del Espíritu se extingue. ¿Quién de nosotros se imagina a un Cristo aburguesado, estático, quieto, mudo, indiferente, acomodado a la situación político-social, imperturbable ante el dolor de los que sufren? Y, sin embargo, ¡cómo nos hemos acostumbrado a que todo esto suceda en la Iglesia y en nuestra comunidad! Entonces preguntamos quién es él Espíritu Santo, pues no lo vemos. Mas, ¿cómo verlo si hemos cerrado las ventanas del corazón para no sentir la fuerza de su viento ni oír el ruido impetuoso que lo acompaña?

c) Finalmente, el Espíritu Santo es experimentado por aquella primera comunidad como «lenguas de fuego», tan ardientes que sacaron a los apóstoles de su mutismo y los hicieron proclamar ante todas las naciones las maravillas de Dios.

Todos sabemos que la lengua sirve para hablar, para comunicarnos y unirnos a las demás personas. Así el Espíritu se nos da como un nuevo lenguaje, ardiente y apasionado como el fuego, que ya no entiende de barreras culturales o nacionales, porque es el lenguaje de la unidad del género humano.

Para entender mejor todo esto, tengamos en cuenta que, en su narración, Lucas tiene presente la bíblica escena de la torre de Babel. Allí los hombres, llevados por el orgullo, no se entendieron, se separaron divididos por sus diversas lenguas y cada uno tuvo que tomar un rumbo distinto y opuesto. Es el espectáculo de una humanidad dividida: por la raza, por las culturas, por las religiones, por los límites de países, por las clases sociales... Una humanidad que no se entiende, no porque le falte lengua, sino porque le falta amor en su lenguaje. Lenguas de fuego...

Para Lucas, el Espíritu Santo representa la otra cara de la moneda. Hoy nace una nueva humanidad en la que los pueblos ayer enemistados son capaces de unirse en una empresa común: la liberación universal. El Espíritu no puede quedar aprisionado en Jerusalén, formando una Iglesia de ghetto, circunscrita por un tipo de cultura y por un solo modelo de pensamiento. Bien lo expresa el texto: judíos y árabes, romanos y partos, egipcios y mesopotámicos... (o sea, pueblos tradicionalmente enemistados entre sí) se admiran porque ahora son capaces de entenderse y comprender el mismo lenguaje que se les anuncia.

Es una pena que, después de varios siglos, hayamos de alguna manera encerrado al Espíritu entre los muros de Occidente, y no hayamos sido capaces de hablar con el mismo lenguaje del amor con los pueblos de Africa, Asia y América indígena; y que permanezcamos encerrados en un esquema que creímos único y absoluto. Bien lo dijo Jesús a Nicodemo: «El Espíritu sopla donde quiere...», y qué gran pecado contra el Espíritu es pretender encerrarlo exclusivamente dentro de nuestro esquema de vida, como si fuese el único capaz de abarcar toda la riqueza del Evangelio.

Concluyendo...

Ciento veinte personas reunidas en comunidad esperan el Espíritu Santo, mas cuando éste llega, las dispersa por los cuatro rumbos para formar nuevas comunidades y para ser los artífices de una comunidad universal.

Doble y conjugada acción la del Espíritu: como la respiración, inspira aire, recoge a la gente; pero después la expira, enviándola al exterior con la fuerza del viento. Al celebrar hoy la fiesta del Espíritu de la comunidad, abramos bien las ventanas para que la fuerza de su viento nos airee, nos sacuda de la estática quietud y nos haga descubrir que el cristiano está puesto en el mundo para ser el artífice de un diálogo ininterrumpido con todos los hombres sin excepción. Bajo ningún pretexto podemos cerrarnos a los ateos o a los de otras confesiones o a las otras comunidades cristianas. Quizá tengamos razón en no hacer de Pentecostés una fiesta ruidosa. Mejor que nos mantengamos en un profundo silencio para sentir dentro de nosotros a este Espíritu que nos habla sutilmente con una Palabra que no siempre coincide con nuestras verdades. En este clima de silencio hagamos oración, unidos por el mismo amor para que el Viento y el Fuego de Dios "haga de nuevo todas las cosas".

«Envíanos, Señor, tu Espíritu y las cosas serán creadas. Y renovarás la faz de la tierra...»

SANTOS BENETTI
CRUZAR LA FRONTERA. Ciclo A. Tomo 3
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1977, págs. 8 ss.


 

18. 

1. El Espíritu de la universalidad

Al celebrar hoy la fiesta de Pentecostés, nuestra atención vuelve a concentrarse en esa figura siempre misteriosa y difícil de captar que se llama Espíritu Santo. Lo cierto es que, si bien litúrgicamente Pentecostés es una fiesta tan importante como la de Pascua y de mayor relieve que la misma Navidad, sin embargo en la práctica ha pasado a ser un domingo más en la vida de los países llamados cristianos. La piedad cristiana popular se ha centrado en el niño Jesús, nacido en Belén, y en el Cristo muerto en la cruz; y, justo es decirlo, Pascua y Pentecostés, los dos grandes ejes de la fe cristiana, no gozan hoy del mismo favor que gozaron en los primeros tiempos del cristianismo.

Todo ello podría resultar sintomático a la hora de analizar el contenido de la fe cristiana tal como la vivimos en nuestro pueblo, ya que precisamente los elementos más espirituales de la fe -resurrección y Espíritu Santo- han sido suplantados por los elementos más concretos y, si se quiere, sentimentales: nacimiento y muerte de Jesús.

Podríamos así aventurarnos a preguntar si no es ésta una de las causas de por qué se ha puesto tanto énfasis en los aspectos exteriores, formales y materiales del cristianismo, mientras se descuidó su mismo espíritu, su mentalidad abierta y pluralista, su mística de empuje y la sublimación de las características cultualistas y jurídicas propias de toda religión.

O, en otras palabras, cómo hemos hecho del cristianismo una religión más, la religión católica, pero acentuando en ella el aspecto institucional, organizativo, visual y concreto, con lo cual el cristianismo de occidente perdió la mística, o sea, perdió el espíritu, hasta tal punto que no ha sido capaz de responder a las inquietudes de una época nueva que vive la humanidad, como tampoco a los interrogantes de otros pueblos y culturas que no pertenecen a la tradición occidental, tradición que -contra el espíritu de Pentecostés- se ha confundido con el cristianismo.

Lo cierto es que no sólo la práctica popular, sino también la teología y el derecho canónico, han hecho de la Iglesia de Cristo una institución lo suficientemente cerrada y rígida como para que en ella se tuviese que hablar con la lengua -vale decir, según las costumbres y mentalidad- de un solo pueblo, a pesar de que todos los años se leía y se lee el fundamental capítulo de los Hechos de los Apóstoles con el que hoy se abre la liturgia de Pentecostés. Los cristianos, acostumbrados a pensar que la Iglesia está constituida por el Papa, la curia, los obispos y sacerdotes, y por toda esa inmensa maquinaria organizativa en la que el dinero suele cumplir un papel demasiado importante, lo mismo que los edificios eclesiásticos y los templos, podremos sentirnos sorprendidos si hoy leyéramos con atención los textos bíblicos de la liturgia pentecostal, y si extrajéramos de ellos todas las aplicaciones concretas que parecen surgir de su letra y de su espíritu.

Sin pretender -porque excede del ámbito de estas reflexiones- analizar en profundidad todo el espíritu de Pentecostés y cotejarlo después con nuestra praxis católica, al menos intentaremos -para comenzar a pagar nuestra deuda con el Espíritu- captar algunos de los elementos esenciales que hacen al cristianismo, elementos que según los escritos del Nuevo Testamento y la promesa de Jesús a los apóstoles, surgen por la presencia del Espíritu Santo en la comunidad cristiana.

Tomando en su conjunto la narración simbólica de los Hechos de los Apóstoles, nos damos cuenta inmediatamente de que Lucas no pretende narrar un hecho concreto que hubiera sucedido un solo día en Jerusalén, sino que su intención es mostrarnos cuál ha de ser el espíritu del cristianismo, ahora que con él se inicia la nueva era anunciada por los profetas, entre ellos Joel, la nueva era de un «proyecto cristiano» cuya proyección, valga la redundancia, resulta absolutamente insospechada para quienes no miramos más allá de las cuatro paredes de nuestro templo, grupo o iglesia.

El capítulo dos de los Hechos es una verdadera carta programática para la Iglesia de ayer, de hoy y de siempre, si quiere mantenerse fiel a ese Espíritu que Cristo le insufla para que sea un organismo viviente y no un recuerdo del pasado, una secta o un peso para la historia.

La característica fundamental del cristianismo -a tenor del texto en cuestión- es su universalidad. Es la universalidad del Espíritu... Lucas parece dividir la historia humana en dos tiempos: antes del Espíritu y después del Espíritu. Antes del Espíritu -es la era de las religiones raciales- la humanidad aparece dividida entre sí, separada por las barreras de la raza, de la cultura, de la historia, de la religión, etc. Es la era de Babel: los hombres no logran entenderse; prima la ambición sobre el deseo de comunión y de cooperación.

Lucas, teniendo en cuenta el mapa de su época, nos muestra a los partos y a los romanos, dos enemigos acérrimos; a los judíos y a los árabes; a los egipcios y a los babilonios; habitantes de las islas y de tierra firme, de oriente y de occidente. Todos ellos son los protagonistas de una larga historia de guerras, de odios, de persecuciones, de destierros y de exterminios. Cada uno de ellos habla su propia lengua, sin interés alguno por aprender la lengua de los demás, por ver el punto de vista del otro, por enriquecerse con los elementos culturales de quienes viven más allá de sus fronteras.

Y llega el Espíritu. Ahora debe morir Babel y su confusión, para que nazca la comunidad humana, animada por la sed de comunicación. Les habla Pedro con la palabra del Espíritu y todos se sorprenden porque, sin perder sus características propias, étnicas o culturales, todos lo oyen como si fuese en su propia lengua. Poco importa que Pedro les habla en arameo, griego o latín... El lenguaje de Pedro es el lenguaje del amor y de la comprensión. Pedro se siente -como dirá Pablo en su momento- hebreo con los hebreos, griego con los griegos, romano con los romanos...

El cristianismo no nace con una lengua propia que lo diferencie de los demás pueblos, sino que asume el lenguaje universal que le permita, no sólo comunicarse con toda la humanidad, sino y sobre todo terminar con las divisiones y los odios, para hacer de los pueblos separados la gran familia unida por el mismo Espíritu.

El relato de Lucas más parece una visión profética que la descripción de una realidad. Con pocos trazos ha pretendido que los cristianos de todos los siglos comprendiéramos sin tantas disquisiciones teológicas en qué consiste esta nueva comunidad que ha surgido de la Pascua y que es puesta en marcha con la fuerza impetuosa del Espíritu, ese viento que viene bramando para terminar con cuantas barreras separan a los hombres. No nos corresponde ahora examinar en qué medida la Iglesia ha sido enteramente fiel a este espíritu que debe ser su característica principal; ni preguntarnos ahora cómo y por qué con el tiempo se identificó con una sola cultura, con una lengua, con un solo rito, con una sola modalidad, interpretando la universalidad más como la imposición de una modalidad cristiana propia de Occidente que como el abrazo generoso con todas las culturas del mundo.

Pero sí, al menos, necesitamos en este día de Pentecostés vaciar nuestro corazón de tantos elementos particularistas, regionales o nacionales que hicieron del cristianismo más una secta que una iglesia, para abrirnos a un «espíritu» que, si fue nuevo en la circunstancia que nos describe Lucas, no menos nuevo es hoy. La particularidad del cristiano, su signo distintivo, no puede ser jamás un motivo para separarse de los hombres no cristianos, sino, por el contrario, el acicate para buscar más que nadie el modo de entenderse y comunicarse con los que aparecen como distintos, pero que han sido llamados al mutuo entendimiento, a la cooperación y a la elaboración de un proyecto que, si es cristiano, lo es por su universalidad y apertura.

2. Espíritu de comunidad

La segunda lectura, tomada de la Primera carta a los Corintios, refuerza la idea anterior. Pablo, al tanto de las internas divisiones y rivalidades entre los cristianos de Corinto, les recuerda cuál es el "espíritu" de la iglesia. «Nadie puede decir: "Señor, Señor", si no es bajo la acción del Espíritu Santo.» Bastaría esta sola frase para revisar veinte siglos de cristianismo.

Nadie tiene fe si no la tiene según el Espíritu; nadie puede fabricar el cristianismo a su manera, ni cercenarlo, parcializarlo o circunscribirlo como si fuera el dueño de una fe que no conoce más barrera que la del Espíritu. Y el Espíritu no tiene barreras... Poco importa que en la comunidad cristiana uno sea sacerdote y otro laico, éste casado y aquél célibe; poco importa que haya diversidad de funciones, de tareas y de responsabilidades. Nadie es dueño de la Iglesia, porque -dice Pablo- en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común».

En efecto, de la misma manera que todos los miembros y órganos del cuerpo humano son solidarios entre sí y evitan la estúpida competitividad entre uno y otro, de la misma forma todos formamos el único cuerpo de Cristo. Que nadie subraye en él las diferencias: seamos europeos o americanos, africanos, asiáticos o de las islas de Oceanía, occidentales u orientales, hombres o mujeres, viejos o jóvenes, ricos o pobres, cultos o ignorantes, «todos hemos bebido de un mismo Espíritu». El Espíritu es como el viento: está aquí y allá, se infiltra donde quiere y sale por donde nosotros no podemos salir. No espera nuestra llamada para intervenir como brisa o como huracán...

Nosotros no somos espíritu, por eso nos encerramos en las casas o levantamos murallas; sólo vemos lo concreto, lo material, los resultados que están a la vista o en los libros de estadística. Por eso acentuamos las diferencias, porque nos falta la sutileza del viento que todo lo penetra.

Decíamos al comienzo de esta reflexión que nuestro catolicismo se ha fijado en lo concreto y material, cerrando las ventanas más que abriéndolas. ¿Y cómo podrá soplar el viento si las ventanas están cerradas? Por su parte, el Evangelio de Juan -tercera lectura de hoy- subraya otra característica del Espíritu: él obra la reconciliación entre los hermanos: "Recibid el Espíritu Santo: a quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados." El espíritu del cristianismo es un espíritu de perdón, de olvido de las ofensas, de abrazo generoso, de reconciliación... No es Iglesia de Cristo, no son cristianos de Cristo según el Espíritu de Cristo quienes se niegan al perdón; un perdón que hace de los dos una sola comunidad, un solo cuerpo.

Nos preguntábamos al principio cómo ha sido posible que los cristianos olvidáramos al Espíritu Santo... Ahora comprendemos que por ese olvido los cristianos nos hemos pasado muchos siglos odiándonos entre nosotros, echándonos en cara ofensas, injurias, costumbres diferentes, modalidades litúrgicas o matices teológicos que poco cuentan para el Espíritu, un Espíritu que hace que cada hombre pueda honrar a Dios con sinceridad de corazón aunque se exprese en forma distinta a la nuestra.

Concluyendo...

Es posible que basten estas pocas consideraciones para que nos demos cuenta de algo que cierta vez dijo Jesús: «La letra mata; sólo el espíritu da vida.» Si el cristianismo de Occidente agoniza en una cultura en la que se siente ajeno, si ese cristianismo ha sido capaz incluso de matar y cercenar a culturas enteras, llevando a enajenar las conciencias de los individuos y de los pueblos, es porque se puso el acento en la letra y no en el espíritu.

Y cuando hablamos del espíritu del cristianismo, hoy ya nadie puede dudar de qué espíritu estamos hablando: del espíritu de Pentecostés, el Espíritu que nos ha sido dado por Cristo Resucitado para que la Iglesia sea una comunidad viviente, no una tumba o un mausoleo. Como tantas veces hemos insinuado desde estas mismas páginas de reflexiones bíblicas, no bastan los sacramentos, no bastan los concilios y congresos... Sin Espíritu, todo eso es letra muerta. Y éste es el mensaje de este domingo: un mensaje que hiere nuestro orgullo y que sacude nuestra pereza.

No basta festejar ruidosamente la Navidad o llenar nuestras ciudades de cruces para que haya cristianismo. Sin el Espíritu, también la Navidad y el viernes santo son días de muerte.

Volvamos a los evangelios, volvamos a los Hechos de los Apóstoles y a las cartas de Pablo. En esas páginas viejas y anticuadas, simples y casi toscas, deberemos encontrar las huellas del Espíritu: el mismo Espíritu que empujó a Cristo a predicar, que lo sacó de la tumba como lo había sacado del seno de su madre; el mismo Espíritu que hizo de los apóstoles, muertos de miedo, una comunidad de profetas y de mártires.

SANTOS BENETTI
EL PROYECTO CRISTIANO. Ciclo B. Tomo 3
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1978, págs. 9 ss.


 

19. 

-Dedo de Dios
Si comparáis las citas paralelas de Lucas y Mateo, veréis que Jesús expulsa demonios por el Dedo de Dios (/Lc/11/20), o sea, explica Mateo, «por el Espíritu de Dios» (/Mt/12/28), lo que significa que ha llegado su reino. Decir Dedo de Dios significa la acción terminal de Dios, su acción salvífica, que llega hasta nosotros como el toque de Dios al primer hombre en el paraíso.

-Fuerza de Dios 
Dedo de Dios es lo mismo que la Fuerza de Dios: fuerza, no para destruir o matar, como Sansón, del que se dice que lo llenaba el Espíritu. (Esa fuerza bruta de Sansón es sólo una pálida figura). La fuerza del Espíritu es la que vivifica: «Señor y dador de vida», la que cura, la que levanta y sostiene. Es una fuerza que crea y recrea, que expulsa demonios y libera las almas. Es la fuerza más grande, la que construye el mundo. Y la fuerza que pone en pie la Iglesia y transforma a los discípulos. Es la Fuerza de Dios que todo lo penetra, todo lo llena, todo lo vence y lo supera, todo lo potencia y lo transforma. Jesús se siente «ungido por Dios con el Espíritu Santo y con poder" (Hch 10, 38). A María se le dice: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc. 1, 35).

A los discípulos se les promete «ser revestidos con la fuerza de lo alto» (Lc. 24, 49; Hch. 1, 8). Ellos «predican con valentía» (Hch. 4, 31), y su predicación es «una demostración del Espíritu y del poder» (I Cor. 2, 4). El evangelio se extiende como «una fuerza exuberante del Espíritu» (1 Tes. 1, 5).

-Don de Dios 
El Espíritu es el Don de todos los dones divinos, en él se concentran y culminan todos los dones de Dios, como en Cristo. El Espíritu es la efusión de Dios sobre toda criatura y significa la intensidad de la donación y la universalidad. El Espíritu es el símbolo de la generosidad divina. «Altísimi donum Dei». Cristo habla del Espíritu como «la Promesa del Padre» (Lc. 24, 49) que «da el Espíritu sin medida» (Jn. 3, 34); el «baño de regeneración y renovación del Espíritu Santo, que él derrama sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo» (Tit. 3, 5-6). Así estaba anunciado (cf. Jo. 2, 28). Recordáis la historia de los setenta ancianos que recibieron el Espíritu profético con Moisés. Cuando dos de ellos, que estaban fuera del campamento, también profetizaron, Josué trató de impedirlo. Entonces replicó Moisés: «¿Es que estás tú celoso por mí? ¡Ojalá que todo el pueblo de Yahaveh profetizara, porque Yahaveh les daba su Espíritu!» (Nm. Il, 25-29). Es un buen ejemplo para curar nuestras envidias y mezquindades.

-Variedad de carismas 
El Espíritu es múltiple y generoso. Si hablamos de siete dones, se trata sólo de un número simbólico que significa plenitud. Pero ¿quién sabría contar los dones, gracias y carismas que el Espíritu derrama en la Iglesia y en cada uno? «Con diversos dones jerárquicos y carismáticos, dice el Vaticano Il, dirige y enriquece con todos sus frutos a la Iglesia..., enriqueciéndola con todos sus frutos (L.G. 4,12). Hay carismas para hablar, para consolar, para curar, para unir, para servir... Y dentro de cada uno de estos campos, ¡cuántos matices! Un mismo acto de servicio puede ser realizado con carisma distinto. El Espíritu nunca se repite.

-Los frutos del Espíritu 
Los frutos del Espíritu tampoco se agotan en la lista de San Pablo, y cada uno de ellos tiene incontables variaciones. Las lágrimas, por ejemplo, son una variación del gozo del Espíritu, lágrimas pacíficas, incontenibles, gratuitas. De ellas se ha dicho que son «la tarjeta de visita del Espíritu» (Carlos G. Vallés). Estos dones, continúa el Concilio, «hay que recibirlos con agradecimiento y consuelo» (L.G. 12). Primero, saber reconocerlos y no ignorarlos o tratar de ocultarlos por falsas humildades. Y después de reconocidos y después de alabar a Dios por ellos, ponerlos al servicio de los demás. Nos los dan para que los demos. Ni un ápice de gloria para nosotros. Toda la gloria para el Señor. ¿Cómo puedes gloriarte de algo que has recibido?

-«No apaguéis el Espíritu» 
Es también un pecado contra el Espíritu el tratar de sofocarlo: «No apaguéis el Espíritu». Tanto a nivel de Iglesia como a nivel particular, ¡cuántas veces se impide crecer al Espíritu, y aun se le impide ser! Cuando no se ora o no se deja orar, cuando no se piensa o no se deja pensar, cuando no se escribe o no se deja escribir, cuando no se habla o no se deja hablar, cuando no se participa o no se deja participar y cuando no se trabaja por la paz o cuando no se da testimonio. Hay que dejar libertad al Espíritu, porque «donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad» (2 Cor. 3, 17).

-Abrazo de Dios 
El Espíritu Santo es el Amor de Dios, o si queremos, el Amor del amor de Dios. Si Dios es amor, el Espíritu es como la flor de este amor, como el abrazo vivo de Dios, como el beso santo prolongado. El Espíritu es la lengua universal que hace entenderse a todos los hombres, el gran diálogo, la fuerza que acerca, une, rompe barreras, deshace muros, supera perjuicios. O sea, que el Espíritu Santo es un abrazo. Si donde está el Espíritu hay libertad, también donde está el Espíritu del Señor hay amistad. El Espíritu es la fuerza que aglutina, que engendra comunión, que hace familia. El Espíritu es el que construye la comunidad, el que facilita los encuentros, el que hace posible la amistad. Es mesa redonda para dialogar, cancha de juego en que participar, casa común para convivir. El Espíritu es el esperanto universal, antídoto eficaz contra la confusión de Babel.

Es lo que llamamos amor de comunión -koinonía-, abrazo que reúne a los distantes y funde a los distintos en «un solo corazón y una sola alma», abrazo que funde en un solo fuego las distancias y las desigualdades. Este abrazo del Espíritu lleva a tener una lengua común, una bolsa común y un solo corazón. Son los tres grandes niveles del amor cristiano.

-Lengua común 
Es la necesidad de entenderse por medio de la comprensión y el diálogo. Deben superarse los prejuicios y los juicios del hermano. Que el otro no nos resulte extraño ni le juzguemos equivocado. El diálogo sereno rompe muchas barreras. El Espíritu es la lengua que facilita la comprensión.

-Bolsa común 
Es el nivel que debiera ser más fácil, pero que a veces resulta el más difícil. Las primeras comunidades cristianas nos dan un buen ejemplo. Entre los hermanos no puede haber diferencias. Para los que forman comunidad, todos los bienes, todos, deben ponerse en común.

-Un solo corazón 
Donde se llega a la dimensión más profunda del amor, compartiendo tristezas y alegrías, temores y esperanzas, todos los sentimientos más íntimos de las personas. Que el otro sea algo tuyo, prolongación de tu propia carne; que sea tu «alter ego», parte de tu propio corazón.

Si contemplamos la realidad, nos daremos cuenta enseguida que está muy falta de Espíritu. A pesar de avances significativos en el camino del entendimiento, el mundo sigue roto por los cuatro costados. Las diferencias de todo tipo, las rivalidades y los enfrentamientos, son enormes, «abismales», dice el Papa. También las Iglesias, a pesar de los progresos ecuménicos, siguen distanciadas y divididas, y el camino de la unidad está sembrado de recelos y de obstáculos. Después están nuestras pequeñas divisiones, a veces ridículas, mediocres, vergonzosas. Aun dentro mismo de las familias y las comunidades, ¡cuántas incomprensiones y rechazos!

Necesitamos el Espíritu de amor, abrazo divino y beso santo, que nos ayude a superar los obstáculos para la unidad, que nos capacite para multiplicar los besos y los abrazos.

CARITAS 1991-1.Pág. 247-251


 

20. 

El aliento de Jesús
La fiesta de Pentecostés es la tercera gran Pascua cristiana, la tercera gran celebración liberadora. La primera fue Navidad, cuando Dios se hace humano y amigo, pobre y pequeño, cuando nos llueve y penetra la ternura, cuando nos abrimos a la esperanza, porque Dios viene a liberar a su pueblo. La segunda fue Resurrección, cuando Dios se hace espiga de primavera, vida y victoria, amor que vence toda esclavitud y toda muerte. La tercera, hoy, Pentecostés. Dios se hace aliento vivificante, fuerza insuperable, fuego de amores. Es el don del Espíritu Santo, que todo lo recrea.

-Consolador muy bueno 
Para hablar del Espíritu Santo utilizamos más los símbolos, porque su personalidad la tenemos menos definida que la del Padre o la de Jesucristo. Acudimos a los símbolos y a los efectos. No sabemos definir muy bien quién es el Espíritu, pero sentimos su fuerza, su libertad, su alegría, su vida, su amor. Es luz y fuego, brisa y viento, venero y río, nube y tormenta, aceite y perfume, sellos y arras de esperanza. La paloma que pacifica, defensor que libera, huésped que acompaña, maestro de la verdad, consolador maravilloso, abrazo que reúne a los dispersos, dador de gracias y carismas, director espiritual, pura energía de amor. La liturgia presenta himnos preciosos, cuya sola lectura son una gozada.

-Gratuidad 
Jesús compara el Espíritu con el viento. El viento es algo espiritual, que nadie puede ver, pero que se siente su fuerza y energía. «Sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene y a dónde va. Así es todo lo que nace del Espíritu» (Jn 3, 8). El Espíritu es inasible e imprevisible. Es pura libertad. Nadie puede manipularlo. Nadie puede forzar su venida o prever sus movimientos. Nadie puede conquistarlo o merecerlo. Es absoluta gratuidad. Se regala como estímulo, como paz, como alegría, como inspiración, como amor.

-Soplo de Dios 
La palabra bíblica, tanto en hebreo como en griego, para designar al Espíritu es «viento» o aliento, eso que respiramos y que nos hace vivir. Es el aliento que Dios sopló al principio sobre el barro humano: «...e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente» (/Gn/02/07). Aliento de vida, soplo de Dios, que todo lo vivifica. «Envías tu soplo y son creados, y renuevas la faz de la tierra» (/Sal/103/30). «Aliento que ya aleteaba sobre la superficie de las aguas» (Gn 1, 2) al principio de toda creación. Y es Job quien, en nombre de todo ser humano, confiesa: «El soplo de Dios me hizo, me animó el aliento del Señor» (Jb 33, 4).

-Brisa suave 
El viento unas veces es brisa suave, que alivia y refresca. Muy significativa la experiencia de Elías: «Y he aquí que Yahveh pasaba. Hubo un huracán...; pero no estaba Yahveh en el huracán. Después... un terremoto; pero no estaba Yahveh en el terremoto. Después, fuego, pero no estaba Yahveh en el fuego. Después del fuego el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, se cubrió su rostro con el manto...» (1 R 19,11-13). El Espíritu de Dios no siempre se manifiesta en los grandes acontecimientos o en experiencias apasionadas. El Reino de Dios no se parece a una gran manifestación o parada militar, sino a un grano de mostaza. Dios nació arropado por la brisa de la sencillez y la humildad. Dios puede hacerse presente en la brisa suave de una caricia, una sonrisa o una paz muy íntima. El Espíritu se puede hacer sentir en la brisa de una música callada, de un poema sencillo, de una palabra amistosa, de una persona buena.

-Fuerza invencible 
Pero el viento otras veces es impetuoso, que arrastra y eleva, venciendo todo tipo de dificultades. Es la fuerza invencible del Espíritu. También así se manifiesta y se hace presente. Muchas de las teofanías clásicas son precedidas de tormentas y vientos fuertes. «Inclinó el cielo y bajó, con nubarrones bajo sus pies; volaba a caballo sobre un querubín, cerniéndose sobre las alas del viento» (Sal 17, 10-11). El día de Pentecostés el viento del Espíritu sonó con fuerza... «Vino del cielo un ruido, como el de una ráfaga de viento impetuoso». Se trata de una experiencia fuerte, un viento que va a transformar muchos corazones, va a abrir las puertas cerradas, va a remover las losas de todos los sepulcros, va a conmocionar hasta los últimos cimientos de las estructuras humanas.

-Experiencias de fuego 
Hay efectivamente experiencias de fuego, como ésta de Pentecostés. Los discípulos se llenaron de santa energía y empezaron a hablar locos de contento. No había quien los parara, ni las presiones políticas o religiosas, ni la burla de los sabios y prudentes, ni las exigencias de las autoridades, ni el sufrimiento o la muerte.

-Caída de muros 
También el Espíritu hoy puede derramarse sobre nosotros con la fuerza de Pentecostés. Es el Espíritu que derriba los muros de la vergüenza o reconcilia a naciones y razas enfrentadas. El espíritu que fortalece a los héroes de la caridad y a los mártires por el evangelio. El Espíritu que se manifiesta en una explosión de luz o en una tormenta de lágrimas. El Espíritu que hace hablar en libertad y valentía a los profetas de todos los tiempos.

-«Exhaló su aliento»
Jesús, rebosante de Espíritu, quiso entregarlo generosamente a los suyos, evocando el soplo creador. Es algo que conmueve ver a Jesús exhalando su aliento sobre todos sus discípulos. Jesús quería transmitirles su vida más íntima, la fuente de sus ternuras y sus entregas, la inspiración de sus palabras y sus gestos, el alma de su oración y su evangelio, la fuerza de su amor, la vida de su vida, su Espíritu.

Al recibir el Espíritu de Jesús, recibían su dinamismo secreto, el que le empujaba a ser bautizado en el Jordán, o a ser tentado en el desierto, o a «hacer el bien» recorriendo los pueblos de Palestina, o a beber el cáliz de la Pasión, y el que después lo resucitó de entre los muertos. Por medio de este Aliento divino, los discípulos se sentían identificados con Jesús. Ahora ya podían entender todas sus palabras y todo su misterio. Ahora se sentían capacitados para dar testimonio de lo que habían visto y oído. Ahora ya podían prolongar y completar su obra.

-«En sintonía con él»
Jesús sigue exhalando su aliento sobre nosotros. Hace pasar su Espíritu a nuestros pulmones, para que podamos respirar en sintonía con él. Quiere decir que podemos orar la oración de Jesús, repitiendo con él constantemente el Abba; o que Jesús puede seguir renovando su oración en nosotros. Quiere decir que podemos sentir y amar como Jesús, o que Jesús puede prolongar sus sentimientos y su amor en nosotros. Quiere decir que podemos repetir las bienaventuranzas de Jesús y todo su evangelio, o que él puede seguir evangelizando a los pobres por medio de nosotros.

-Hondo y despacio
«Recibid el Espíritu Santo». Bebed el agua más pura y el vino más generoso. Bebed una y otra vez, que no se agota. Respirad el aire más limpio: oxigenaos bien con mi aliento, inspirad y exhalad bien mi Espíritu; hacedlo así, hondo y despacio, que penetre bien el oxígeno de mi Espíritu en toda vuestra sangre, que os compenetréis bien de mi Espíritu. Respiradlo bien, así, hondo y despacio, una vez y otra, indefinidamente, eternamente.

CARITAS/93-1.Págs. 279-283


 

21. 

Frase evangélica: «Enviaré desde el Padre el Espíritu»

Tema de predicación: LA PLENITUD PASCUAL

1. En Pentecostés se pone de relieve el Espíritu de Dios, comparado en la Biblia al viento y al aliento, sin los cuales morimos. El Espíritu es respiración de Dios. El soplo respiratorio del hombre viene de Dios, a quien vuelve cuando una persona muere. Es también viento reconfortante, brisa, huracán que arrasa, y cuya procedencia se ignora en ocasiones (es fuerza ordenadora frente al caos). Es aliento que se halla en el fondo de la vida (es fuerza vivificante frente a la muerte). Se manifiesta particularmente en los profetas, críticos de los mecanismos del poder y del culto desviado y defensores de los desheredados, y en los jueces, promotores de la justicia (es fuerza socializadora). El mismo Espíritu que hoy fecunda a la Iglesia y a los cristianos creó el mundo y dio vida humana al «barro» en la pareja formada por Adán y Eva. Desgraciadamente, se desconoce al Espíritu cuando se le considera como algo etéreo, abstracto o inapreciable. Sin embargo, lo confesamos en el credo: creo en el Espíritu Santo.

2. De un modo pleno reposó el Espíritu de Dios sobre el Mesías. Así se advierte en la concepción de Jesús, en su bautismo y comienzo de su misión, en el momento de su muerte y en las apariciones del Resucitado. Jesús murió entregando su Espíritu y apareció resucitado dando Espíritu (soplo) a los discípulos. El Espíritu es, pues, don de Dios, personalidad de Jesús, fuerza del evangelio, alma de la comunidad. Su donación en Pentecostés tiene como propósito crear comunidad («ruido» que conmociona, «voz» que interpela y «fuego» que calienta), abrirse a los pueblos y culturas, impulsar el testimonio y defender la justicia y la libertad.

3. La fuerza del evangelio es Espíritu que llama a conversión, expulsa lo demoníaco, reconcilia a los pecadores, mueve a optar por los pobres y marginados y crea Iglesia comunitaria. En resumen, el Espíritu promueve conciencia moral lúcida, da sentido agudo al discernimiento, empuja al compromiso social por el pueblo y ayuda a la puesta en práctica del mensaje de Jesús. Pecados contra el Espíritu son la injusticia, con las secuelas del subdesarrollo y la miseria; la división de los seres humanos y de los pueblos, con todo el odio generado; las dictaduras y el imperialismo, con los dominios del terror y de la guerra. etc.

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Qué espíritu respiramos nosotros y respira la sociedad? ¿Nos distinguimos los cristianos por el Espíritu del Señor?

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993. Pág. 199 s.


 

22. 

Según estimaciones de sicólogos norteamericanos, la mayoría de las personas sólo viven al diez por cien de sus posibilidades.

Ven el diez por cien de la belleza del mundo que los rodea. Escuchan el diez por cien de la música, la poesía y la vida que hay a su alrededor. Sólo están abiertos al diez por cien de sus emociones, su ternura y su pensamiento. Su corazón vibra sólo al diez por cien de su capacidad de amar. Son personas que morirán sin haber vivido realmente. Algo semejante se podría decir de muchos cristianos. Morirán sin haber conocido nunca por experiencia personal lo que podía haber sido para ellos la vida creyente. En esta mañana de Pentecostés muchos volverán a confesar aburridamente su fe en el Espíritu Santo, "Señor y dador de vida", sin sospechar toda la energía, el impulso y la vida que pueden recibir de él.

Y sin embargo, ese Espíritu, dinamismo misterioso de la vida íntima de Dios, es el regalo que el Padre nos hace en Jesús a los creyentes, para llenarnos de vida.

Es ese Espíritu el que nos enseña a saborear la vida en toda su hondura, a no malgastarla de cualquier manera, a no pasar superficialmente junto a lo esencial.

Es ese Espíritu el que nos infunde un gusto nuevo por la existencia y nos ayuda a encontrar una armonía nueva con el ritmo más profundo de nuestra vida.

Es ese Espíritu el que nos abre a una comunicación nueva y más profunda con Dios, con nosotros mismos y con los demás.

Es ese Espíritu el que nos invade con una alegría secreta, dándonos una trasparencia interior, una confianza en nosotros mismos y una amistad nueva con las cosas.

Es ese Espíritu el que nos libra del vacío interior y la difícil soledad, devolviéndonos la capacidad de dar y recibir, de amar y ser amados.

Es ese Espíritu el que nos enseña a estar atentos a todo lo bueno y sencillo, con una atención especialmente fraterna a quien sufre porque le falta la alegría de vivir.

Es ese Espíritu el que nos hace renacer cada día y nos permite un nuevo comienzo a pesar del desgaste, el pecado y el deterioro del vivir diario.

Este Espíritu es la vida misma de Dios que se nos ofrece como don. El hombre más rico, poderoso y satisfecho, es un desgraciado si le falta esta vida del Espíritu.

Este Espíritu no se compra, no se adquiere, no se inventa ni se fabrica. Es un regalo de Dios. Lo único que podemos hacer es preparar nuestro corazón para acogerlo con fe sencilla y atención interior.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS NAVARRA 1985. Pág. 61 s.


 

23. 

DIOS ES DONABLE

Cuando se accede a los escritos de los Padres sobre el Espíritu Santo, surge siempre una pregunta: ¿Qué ha pasado con la teología del Espíritu Santo?. Sirva de muestra este breve texto de la primera carta de Clemente: «Todos gozaban de una paz profunda y ardían en deseos de hacer el bien, y la plenitud del Espíritu Santo se derramó sobre todos». Los dones del Espíritu sobre las comunidades es tema preferente en la patrística.

La creciente actualidad de los grupos carismáticos en la Iglesia nos hace recordar que el miedo hacia ellos fue una de las razones da la eclesialización del Espíritu Santo. Esta eclesialización fue la que llevó a Tertuliano a contraponer la Iglesia del Espíritu a la Iglesia de los obispos. No pensaba así San Ireneo que veía esa Iglesia («de los obispos») como el recipiente donde el Espíritu «vertió la fe y la mantiene viva».

Nuestro deseo de alcanzar el misterio se sintió cómodo cuando hablamos de Dios Padre y de Dios Hijo. Paternidad y filiación son analogías fáciles para concebir a Dios. El Espíritu, en cambio, se nos va de las manos, y todas las alegorías, «viento», «fuerza», «alma», «soplo», «vida»,... no se adecúan a la comprensión de una persona. También es posible que la dificultad sea más correcta; y así, evitemos el excesivo antropomorfismo con que nos imaginamos las personas del Padre y del Hijo. ¿Tendríamos más fe si tuviéramos una mejor teología del Espíritu? En este caso, es, necesariamente, al contrario: La fe en el Espíritu nos llevará a saber hablar mejor de Él.

«Dios es donable» (amor). Ese «don» que Dios es, como que saca a Dios de sí mismo, y origina todo lo que es frente a Él. El «don» es antes que todo, es la inmediatez de Dios. Ese «don» de Dios que hace que estemos en Él y Él en nosotros, es el Espíritu Santo. Por ese Espíritu que es Dios en nosotros, nos es dado conocer a Dios que es sobre nosotros y llamarle Padre; y ese mismo Espíritu nos revela a «Dios junto a nosotros» y nos enseña a llamarle Hijo: Cristo el Señor. Una idea de Dios que olvide al Espíritu Santo, es idolátrica y Dios resulta inevitablemente lejano y malo, y Jesús resulta inevitablemente o no divino o no hermano nuestro.

Al Espíritu Santo atribuyen los evangelios la generación de Jesús y el adueñamiento sobre él para la obra del Evangelio y de la Cruz. Jesús ruega al Padre que envíe su Espíritu a la comunidad naciente para que en ella realice constantemente la obra de Jesús. Esto tiene una importancia decisiva para la Iglesia: Si el Espíritu Santo es el que realiza la obra de la salvación de Cristo en el mundo, Cristo es más amplio que la Iglesia, y todo el aparato eclesial, incluida la Palabra, los Sacramentos y mucho más sus instituciones son instrumentos del Espíritu Santo. Item más: allí donde hay amor está actuando el Espíritu Santo, esté o no esté allí el aparato eclesial. Y esta convicción no supone un tranquilizante eclesiástico; sino una exigencia de humildad, de búsqueda y de revisión constante de su vocación. Sólo me queda sitio para afirmar que decir vocación de la Iglesia es decir la suma de todas las vocaciones de todos los bautizados en ese mismo Espíritu. También tenía que decir que hoy es Pentecostés: fiesta de la donación del Espíritu Santo a la Iglesia.

J. CEIDE
ABC/DIARIO.22-5-94


 

24. 

ATEÍSMO DEL CORAZÓN

Recibid el Espíritu Santo

Quizás no son muchos los que, entre nosotros, niegan a Dios teóricamente hasta las últimas consecuencias. Sin duda, son muchos más los que prescinden de Dios, son ateos prácticos y viven como si en el fondo Dios no les afectara para nada.

Este "ateísmo del corazón" como lo ha llamado H. Mühlen, está más extendido de lo que sospechamos. Hombres y mujeres que quizás alguna vez pronuncian fórmulas rutinarias, pero que no abren nunca su corazón a Dios. Personas que ya no «escuchan» a nadie en su interior.

Cuántos que se dicen cristianos, se defienden ante Dios con oraciones recitadas de memoria, pero se avergonzarían de hablar con él espontáneamente y de corazón.

Por otra parte, ¿quién encuentra hoy un «rincón» para el silencio, la meditación, el recogimiento y la paz interior? ¿Quién tiene tiempo para orar en medio de las prisas, la agitación, el nerviosismo o el perpetuo cansancio?

La lucha por la vida, la competencia despiadada, la presión continua, está llevando a muchos a la asfixia y el ahogo espiritual. Esta sociedad donde el infarto ha llegado a ser el símbolo de todo un modo de vivir, corre el riesgo de ir perdiendo su alma y su vida interior. Y, sin embargo, el Espíritu de Dios no está ausente de esta sociedad, aunque lo reprimamos, lo encubramos o no le prestemos atención alguna. El sigue trabajando silenciosamente a los hombres en lo más profundo de ese corazón demasiado «ateo». Aquel gran teólogo y mejor creyente que fue ·Rahner-K nos ofrece algunas pistas para reconocer su presencia misteriosa pero real.

«Cuando el vivir diario, amargo, decepcionante y aniquilador se vive con perseverancia hasta el final, con una fuerza cuyo origen no podemos abarcar ni dominar...

Cuando uno corre el riesgo de orar en medio de las tinieblas silenciosas sabiendo que siempre somos escuchados, aunque no percibimos una respuesta que se pueda razonar o disputar...

Cuando uno acepta y lleva libremente una responsabilidad sin tener claras perspectivas de éxito y de utilidad...

Cuando se experimenta la desesperación y misteriosamente se siente uno consolado sin consuelo fácil...

Cuando se da una esperanza total que prevalece sobre las demás esperanzas particulares y abarca con su suavidad y silenciosa promesa todos los crecimientos y todas las caídas...

Entonces el Espíritu de Dios está trabajando. Allí está Dios. Allí es Pentecostés».

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS NAVARRA 1985. Pág. 179 s.


 

25. 

La vida lleva hoy a muchos hombres y mujeres a vivir volcados hacia lo exterior, los ruidos, las prisas y la agitación. Al hombre de hoy le cuesta adentrarse en su propia interioridad. Tiene miedo a encontrarse consigo mismo, con su propio vacío interior o su mediocridad.

Por otra parte, se han producido cambios tan profundos durante estos años que la fe de muchos se ha visto gravemente sacudida. Son bastantes los que ya no aciertan a rezar. No sienten nada por dentro. Dios se les ha quedado como algo muy lejano e irreal, alguien con quien ya no saben encontrarse.

¿Qué puede significar entonces hablar de Pentecostés o del Espíritu Santo? ¿Puede, acaso, el Espíritu de Dios liberarnos de esa tentación de vivir siempre huyendo de nosotros mismos? ¿Puede despertar de nuevo en nosotros la fe en Dios? Y, sobre todo, ¿puede uno abrirse hoy a la acción del Espíritu?

Tal vez, lo primero es confiar en Dios que nos comprende y acoge tal como somos, con nuestra mediocridad y falta de fe. Dios no ha cambiado, por mucho que hayamos cambiado nosotros. Dios sigue ahí mirando nuestra vida con amor.

Después, necesitamos probablemente pararnos y, simplemente, estar. Detenernos por un momento para aceptarnos a nosotros mismos con paz y amor, y escuchar los deseos y la necesidad que hay en nosotros de una vida diferente y más abierta a Dios. Es fácil que nos encontremos llenos de miedos, preocupaciones o confusión. Tal vez, necesitamos purificar nuestra mirada interior. Despertar en nosotros el deseo de la verdad y la transparencia ante Dios. Liberarnos de aquello que nos enturbia por dentro y clarificar qué es lo que deseamos en este momento de nuestra vida.

Es fácil también que la falta de amor sea la fuente más importante de nuestro malestar. Ese egoísmo que nos penetra por todas partes, nos encierra en nosotros mismos y nos impide ser más sensibles a los sufrimientos, necesidades y problemas, incluso de aquellos a los que decimos querer más. ¿No necesitamos en el fondo vivir de manera más generosa y desinteresada? ¿No habría más paz y alegría en nuestra vida?

No olvidemos que el Espíritu Santo es «dador de vida». Siempre que nos abrimos a su acción, aunque sea de manera pobre e incierta, él nos hace gustar los frutos de una vida más sana y acertada: «amor, alegría, paz, tolerancia, agrado, generosidad, lealtad, sencillez, dominio de sí» (Ga 5, 22-23).

JOSE ANTONIO PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo C
SAN SEBASTIAN 1944. Pág. 55 s.


 

26. 

ALIENTO NUEVO

Exhaló su aliento sobre ellos Vivimos en una sociedad donde quizás lo más significativo sea su carácter paradójico y hasta contradictorio. Hemos aprendido a prolongar la vida con toda clase de técnicas, pero no acertamos luego a darle un contenido y un sentido satisfactorio. Hemos logrado elevar el nivel de bienestar pero son cada día más los que experimentan una sensación difusa de vacío y malestar.

Se han multiplicado nuestras relaciones y contactos a través de toda clase de medios de comunicación y, sin embargo, crece la experiencia de aislamiento y soledad de muchas personas. Nuestra sociedad está cada vez más poblada de gentes solitarias que buscan desesperadamente amarse, sin conseguirlo. Hemos aplicado la racionalidad y la técnica a todos los sectores de la vida, pero crece en el mundo lo irracional, la explotación absurda, la violencia y la destrucción.

Movidos por el ansia de tener, acumulamos cosas y "poseemos" personas, pero experimentamos que no es el camino acertado para alcanzar la plenitud. El hombre contemporáneo está pidiendo a gritos una vida nueva. La humanidad actual tiene «una cabeza demasiado grande para su alma» (·Bergson-H). Necesitamos un aliento nuevo para humanizar nuestro progreso. Un alma nueva capaz de vivificar nuestra existencia.

Y no se trata de pensar en una revolución socio-política ni de derechas ni de izquierdas. Lo que necesitamos es una transformación radical de actitud. REVOLUCION/CONCIENCIA: Lo ha dicho ·Garaudy-R en diversas ocasiones: «Una de las condiciones preliminares de la revolución es un cambio radical de la conciencia. El problema central para mí es el saber cómo se puede obtener este cambio radical de los hombres antes del cambio revolucionario de las instituciones de base social y política». Los creyentes no nos sentimos huérfanos ante tal empresa. Creemos en el Espíritu como proximidad personal de Dios a los hombres y como fuerza, energía, luz y poder de gracia para orientar nuestra historia hacia adelante, hacia su consumación final.

Lo que necesitamos es acrecentar nuestra sensibilidad ante el Espíritu y acoger responsablemente la acción de Dios que, desde el fondo de la vida y lo mejor de nuestro ser, nos llama a caminar desde la hostilidad a la hospitalidad, desde el aislamiento egoísta hacia la fraternidad, del acumular para tener a la plenitud de ser. Como dijo Juan Pablo Il en Hiroshima, la vida de este planeta depende de «un único factor: la humanidad debe hacer una verdadera revolución moral». Pero esta revolución no se hará si no escuchamos con cuidado y amor la acción profunda del Espíritu de Dios en nosotros. «Lo que sucede en la profundidad de nuestro ser es digno de todo nuestro amor» (·Rilke-RM)

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS NAVARRA 1985. Pág. 297 s.


 

27. 

La verdadera revolución moral

Las primeras palabras de la Biblia nos dicen que «la tierra era un caos informe; sobre la faz del abismo, la tiniebla. Y el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas». Estas expresiones del comienzo de la revelación de Dios adquieren hoy una especial resonancia, cuando tiene lugar la Cumbre de Río, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medioambiente y Desarrollo. Las primeras palabras dedicadas a este acontecimiento por la revista Newsweek dicen así: «El futuro del ecosistema global es el asunto más importante en el mundo de hoy, por lo que es lógico que tenga lugar la más grande reunión del mundo».

Los dos relatos de Pentecostés hacen también referencia a los inicios. Así el llamado «pentecostés» de Juan, que hemos escuchado en el evangelio se sitúa, como el relato del Génesis, en «el primer día de la semana». La otra narración, la de los Hechos de los apóstoles, se sitúa en una fiesta judía que rememoraba la manifestación de Dios en el monte Sinaí, y a la que alude, a través del ruido del cielo, el viento recio y las llamaradas que se posaban sobre las cabezas de los discípulos. Es un episodio que está también en los inicios, al comienzo de la constitución del pueblo judío.

Este mismo relato comenzaba con unas palabras, «cuando se cumplieron los días», que Lucas expresó en dos momentos trascendentales de su evangelio: "Cuando se cumplieron los días", tuvo lugar el nacimiento de Jesús y, más tarde, el comienzo del camino de Jesús a Jerusalén, que es un hilo conductor en el evangelio de Lucas. Se nos quiere decir claramente que estamos en un momento decisivo: el del nacimiento de la comunidad de creyentes, reunida en el nombre de Jesús, sobre la que viene aquel espíritu que se cernía sobre las aguas. Es un nuevo comienzo, o la continuación del primer comienzo del mundo, el acontecimiento del nacimiento de Jesús, de la cruz y la resurrección, que Lucas expresa por su camino hacia Jerusalén, hacia la nueva alianza, hacia la nueva pascua.

Son espléndidos los textos que aporta J. A. Pagola en su comentario a la fiesta de hoy. El primero es de H. Bergson: la humanidad actual tiene «una cabeza demasiado grande para su alma». Es una constatación, demasiado frecuente en labios de muchos pensadores actuales para no reconocer que se trata de un certero diagnóstico del final del segundo milenio.

Nuestro desarrollo tecnológico dista años luz del que tuvieron aquellos pensadores griegos que comenzaron a hacer filosofía y a preguntarse sobre el sentido del hombre y del mundo, pero probablemente no tenemos ni siquiera la sabiduría que les animó. Al escuchar muchos de los datos que recibimos estos días, ¿no tenemos la impresión de que es verdad que la humanidad actual es un gigantesco laboratorio al que le falta humanidad, una cabeza y un cuerpo demasiado desproporcionados para un alma tan minúscula?

El segundo texto es de un pensador marxista, que ha desembarcado posteriormente en el islam, R. Garaudy: «Una de las condiciones preliminares de la revolución es un cambio radical de la conciencia. El problema central para mí es saber cómo se puede obtener este cambio radical de los hombres antes del cambio revolucionario de las instituciones de base social y política». Nadie puede dudar, cuando se han desvanecido tan rápidamente todos los optimismos que rodearon la caída del muro de Berlín, que sigue vigente, como asignatura pendiente, ese «cambio radical de la conciencia» que postulaba el filósofo francés.

CIENCIA/CONCIENCIA: Precisamente ·JUAN-PABLO-II -y ese es el tercer texto- decía en Hiroshima, recordando la mayor catástrofe humana y ecológica de la historia: «La vida de este planeta depende de un único factor: la humanidad debe hacer una verdadera revolución moral». Es la misma idea que el Papa ha formulado repetidamente en otros contextos: «La ciencia sin conciencia no conduce sino a la ruina del hombre. Nuestro tiempo, más que los tiempos pasados, necesita de esa sabiduría para humanizar más todas las cosas nuevas que el hombre va descubriendo. Está en peligro el futuro del hombre, a no ser que surjan hombres más sabios».

¿Qué va a salir de esa cumbre de Rio, con representantes de tantísimas naciones y con un aluvión de especialistas y de medios de comunicación? Las perspectivas no parecen ser halagüeñas. No se van a tomar con la rapidez necesaria las medidas necesarias: el dióxido de carbono va a seguir contaminando una atmósfera ya sobrecargada, la Amazonia y los bosques tropicales van a seguir perdiendo hectáreas y especies -y, encima, se van a pedir responsabilidades de ello a los países pobres-, no se van a tomar las necesarias medidas para que los clorofluocarbonos sigan ascendiendo a los niveles altos de la atmósfera, porque escondemos la cabeza debajo del ala y no se han cumplido este año las sombrías perspectivas de un agujero de ozono sobre el hemisferio norte -que es, a fin de cuentas, el realmente importante-. «Bástale a cada día -o año- su trabajo» y ya veremos lo que acontece en 1993, cuando finalice el invierno en los casquetes polares...

En el fondo nos sentimos como los discípulos -así los describen los dos relatos de pentecostés-, encerrados y atemorizados en nuestros cenáculos, en el marco estrecho e individualista de nuestra vida, impotentes ante un problema que nos desborda. Una de las maneras de no afrontar los graves problemas que nos amenazan consiste en restarles importancia y minimizarlos, diciendo que todavía no hay constatación científica de los cambios drásticos que se están produciendo y de las consecuencias que estos cambios producen, y así, ante la inseguridad por lo que va a suceder, lo mejor es esperar «a ver qué es lo que pasa». Pero, ¿no es demasiado audaz seguir haciendo la prueba «a ver qué pasa», cuando hay tantísimos indicadores de alarma?

¿Podemos seguir diciendo que el tema ecológico es un tema manipulado, en el que sólo participan unos cuantos ingenuos que aspiran a una utopía rousseauniana? ¿No tendríamos que responder al economista como lo hizo E. Nasarre (y sí cito su nombre): que él se había hecho ecologista, y que en su casa había tres cubos distintos para atender al reciclaje de las basuras, una nevera sin CFC y que nunca tendría un coche con aire acondicionado? ¿De qué van a servir las conclusiones de la Cumbre de Río, si cada ciudadano no asume personalmente sus propias conclusiones? ¿No hay que reconocer también, como afirma J. Moltmann, que «a la muerte de los bosques corresponde la difusión de las neurosis psíquicas; a la contaminación de las aguas el sentimiento vital nihilista de muchos habitantes de las grandes ciudades»?

Ni la Cumbre de Rio, ni mucho menos estas palabras, van a responder al gravísimo problema que se cierne sobre el mundo, inseparable del de la justicia en la tierra. Todos los que han abordado seriamente este tema coinciden en afirmar que hay una tríada inseparable: justicia, paz y medio ambiente, y que no se puede conseguir ninguna de las tres variables si no va acompañada por las otras dos. Pero ojalá salgamos de esta eucaristía con la convicción de que tenemos que empezar por nosotros mismos; que es en nuestro corazón donde hay que realizar el cambio radical de la conciencia, la "verdadera revolución moral" de la que Juan Pablo Il hablaba en Hiroshima.

JAVIER GAFO
DIOS A LA VISTA. Homilías ciclo C
Madrid 1994. Pág. 173 ss.


 

28. 

1. «Se llenaron todos del Espíritu Santo».

El Espíritu Santo es la persona más misteriosa en Dios, por lo que puede manifestarse de múltiples formas: como viento recio y fuego, tal y como lo presenta la primera lectura, en la que se narra el acontecimiento de Pentecostés; pero también de una forma enteramente suave, silenciosa e interior, como se lo describe en la segunda lectura, donde de lo que se trata es de dejarse guiar por su voz y su moción interior. Sea cual sea la forma en que se nos comunique, el Espíritu Santo es siempre el intérprete de Cristo, quien nos lo envía para que comprendamos el significado de su persona, de su palabra, de su vida y de su pasión en su verdadera profundidad.

La llegada del Espíritu como un viento recio nos muestra su libertad: «El viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va» (Jn 3,8). Y si además desciende en forma de lenguas de fuego que se posan encima de cada uno de los discípulos, es para que las lenguas de los testigos, que empiezan a hablar enseguida, se tornen espiritualmente ardientes y de este modo puedan inflamar también los corazones de sus oyentes. Los fenómenos exteriores tienen siempre en el Espíritu un sentido interior: su ruido, como de un viento recio, hace acudir en masa a los oyentes y su fuego permite a cada uno de ellos comprender el mensaje en una lengua que les es íntimamente familiar; este mensaje que los convoca no es un mensaje extraño que primero tengan que estudiar y traducir, sino que toca lo más íntimo de su corazón.

2. «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios». Con esto estamos ya en la segunda lectura, que nos muestra al Espíritu que actúa en los corazones y en las conciencias de los cristianos. También aquí tiene todavía algo del viento impetuoso por el que debemos «dejarnos llevar» si queremos ser hijos de Dios; pero ciertamente debemos dejarnos llevar como hijos libres, para diferenciarnos de los esclavos, que se mueven por una orden extraña y exterior. A este «espíritu de esclavitud» Pablo lo llama «carne», es decir, una manera de entender, buscar y codiciar los bienes terrenos, perecederos y a menudo humillantes, que nos fascinan y esclavizan. Pero si seguimos al Espíritu de Dios en nosotros, nos damos cuenta de que esta fascinación que ejerce sobre nosotros lo terreno en modo alguno es una fatalidad: «Estamos en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente», sino que podemos ya, como hombres espirituales, ser dueños de nuestros instintos. Pero esto no por un desprecio orgulloso de la carne, sino porque, como hijos del Dios que se ha hecho carne, podemos ser hijos de Dios. Esto es lo distintivo del Espíritu divino: que no hace de nosotros hombres espirituales orgullosos o arrogantes, sino que hace resonar en nosotros el grito del Hijo: «¡Abba! (Padre)».

3. «El Espíritu Santo será quien os lo enseñe todo». El evangelio explica esta paradoja: el Espíritu se nos envía para introducirnos en la verdad completa de Cristo, que nos revela al Padre. Es el Espíritu del amor entre el Padre y el Hijo, y nos introduce en este amor. Al comunicarse a nosotros, nos comunica el amor trinitario, y para nosotros criaturas el acceso a este amor es el Hijo como revelador del Padre. De este modo el Espíritu acrecienta en nosotros el recuerdo y profundiza la inteligencia de todo lo que Jesús nos ha comunicado de Dios mediante su vida y su enseñanza.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994. Pág. 252 ss.


 

29

RECIBID EL ESPÍRITU SANTO

El fragmento evangélico de este ciclo A nos repite la clave de comprensión de todo el tiempo pascual que hoy terminamos. Lo hace de dos maneras. En primer lugar, porque este mismo texto lo leímos el domingo de la octava de Pascua, aunque más largo porque el centro de interés era la continuación, cuando indicaba la repetición de la aparición a los ocho días con la presencia de Tomás. En segundo lugar, porque desde el inicio mismo nos está diciendo que Pascua y Pentecostés son dos aspectos de un único misterio pascual del Señor resucitado que se hace presente a los suyos al anochecer de aquel día, el primero de la semana. El encuentro con el Señor ya es donación del Espíritu: Recibid el Espíritu Santo: "hoy es Pascua".

Lo que Lucas explica de manera narrativa y simbólica en el tiempo, Juan lo resume teológicamente en el Domingo de Pascua. La liturgia nos ha invitado a celebrarlo también en el tiempo -los 50 días que hoy terminamos-. La comprensión nos invita a no separar la donación-recepción del Espíritu, del Misterio pascual del Señor acogido en el "paso" de la fe del creyente. Hacerlo al revés, es decir, aislar, desconectar el Espíritu de la Pascua, podría implicar el romper la unidad que debe ser fruto del mismo Espíritu y de la que tanto nos hablan las dos primeras lecturas de hoy.

UNIDAD DEL ESPIRITU CON EL VINCULO DE LA PAZ
La paz y el Espíritu son inseparables. Paz a vosotros, dice el Resucitado; y exhalando les da el Espíritu del perdón. Es una nueva creación a imagen y semejanza de la primera, pero mucho mejor, porque es definitiva. El nexo comunitario, eclesial, ha quedado establecido porque la paz y el perdón, primeros frutos del Espíritu, son esencialmente comunitarios, rompen cualquier intento de individualismo o de sectarismo. Es en la comunidad en que nos ha constituido el Espíritu -lo mismo que el cuerpo- donde confesamos que Jesús es Señor, el de cada uno y el de todos. Nadie se puede apropiar, pues, del Espíritu, porque el mismo Espíritu le llevará, con sencillez y humildad, al servicio de la comunidad.

Y para este servicio hay diversidad de dones del Espíritu para cada uno, recuerda Pablo a los cristianos de Corinto, lo mismo que hay varios miembros en el cuerpo humano. El Espíritu lleva a formar este cuerpo en la unidad, hecha de la lógica diversidad, pero que no admite diferencias que la rompan arrogándose cualidades mejores: todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para forrnar un solo cuerpo. Así debe ser la Iglesia, que sólo se explica y tiene legitimidad de ser gracias al Espíritu que la constituye, la convoca y la edifica constantemente. Si alguien desea dogmatizar su diferencia en nombre del Espíritu, esto no puede ser fruto del Espíritu porque rompe la paz.

LA ORACIÓN, EL VIENTO Y EL FUEGO
Estaban todos reunidos en el mismo lugar, nos dice Lucas. Les podía el miedo y la impotencia, pero su actitud también era de oración. En este ambiente les llena el viento y les quema el fuego del Espíritu, que los transforma y les da en plenitud lo que les faltaba para poder ser como Jesús, aquel que los había iluminado y los había empujado hacia una nueva vida.

Hasta este momento, callaban. Ahora ya pueden hablar. Ya pueden proclamar las maravillas de Dios en las múltiples lenguas de los hombres porque el pecado de Babel ha sido perdonado. El lenguaje del amor debe ser comprensible para todos, porque la salvación de Jesucristo, con el impulso del Espíritu, debe llegar a todo el mundo: Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y en este momento empieza la "misión"; en este momento nace el tiempo de la Iglesia.

LOS SACRAMENTOS DE LA INICIACIÓN
Desde Pentecostés debemos iluminar las celebraciones del sacramento de la Confirmación -sacramento del Espíritu- que deberían ser en estos días en la medida de lo posible. Al igual que el día de Pascua nos referíamos al Bautismo y la liturgia nos invitaba a renovarlo en nuestra vida interior. Debemos hablar de la Eucaristía para completar los tres sacramentos de la iniciación y debemos iluminar las celebraciones de las primeras comuniones que estos días llenan nuestras iglesias.

Desde aquí debemos invitar a la Eucaristía de hoy que, como siempre pero de manera especial, tiene gusto de Espíritu, porque, como decía san Pablo, todos hemos bebido de un solo Espíritu. Y no podemos dejar de recalcar que a partir de mañana mismo la liturgia deja de encontrarse en un tiempo fuerte y reemprende la maravilla del llamado "tiempo ordinario" cuando somos acompañados por el Señor en nuestra vida de cada día, que siempre debe ser pascual.

JOAN TORRA
MISA DOMINICAL 1999, 7, 47-48


 

30.

- Cristo Resucitado nos da su Espíritu

El mejor don que nos ha hecho Cristo Jesús es su Espiritu. Es la mejor herencia que nos podía dejar. El Espiritu de la verdad y de la vida, de la alegría y de la esperanza. Cuando en el Credo decimos: "Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida", estamos refiriéndonos a este regalo que nos ha hecho Jesús, el Resucitado. Es lo que celebramos en la fiesta de hoy, con la que concluimos las siete semanas de la Pascua.

¡Qué transformación tuvo lugar en aquella primera comunidad de los apóstoles el día de Pentecostés! Hasta entonces habían sido unas personas débiles, llenas de miedo, calladas, encerradas. Aquel día, -que Lucas nos ha contado con un paralelo claro con el fuego y el viento y el fuerte sonido del monte Sinaí, cuando los judíos salieron de Egipto-, el Espiritu tomó posesión de su comunidad y la llenó de vida.

Los que permanecían callados empezaron a anunciar la Buena Noticia de Jesús, a pesar de las prohibiciones: "Se llenaron todos del Espiritu y empezaron a hablar". Los débiles mostraron una fuerza admirable y misteriosa. La comunidad se llenó de iniciativas, los ministros se decidieron a actuar con entusiasmo, empezaron a celebrarse los sacramentos que había establecido Cristo. Hemos escuchado, por ejemplo, cómo Jesús, al darles su Espíritu, les encarga que empiecen a realizar el ministerio de la reconciliación, del perdón de los pecados: "Recibid al Espiritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados". El Espiritu Santo, fuego y aliento, verdad y energía.

- El Espiritu sigue actuando hoy

El Espiritu sigue presente también en nuestra Iglesia y en nuestro mundo. Dispuesto a transformarnos a cada uno de nosotros y nuestras comunidades:

* el Espíritu sigue siendo el alma de la Iglesia, y la llena de sus dones, haciendo florecer la fe de tantas comunidades con nuevos y sorprendentes movimientos llenos de vitalidad,

* él es quien suscita tantos carismas en nuestra comunidad, como escuchábamos que lo hacia en la de Corinto, según san Pablo: diversidad de dones, de servicios, de funciones, para provecho de toda la comunidad, porque todos proceden del mismo Espiritu,

* él, que es el Espiritu de la verdad, ha hecho que en estos últimos decenios la Iglesia renueve su teología y su lenguaje, profundizando en el conocimiento de su propia identidad,

* el Espiritu es quien nos inspira la oración y ha movido a la Iglesia a renovar su liturgia, y sigue suscitando tantos grupos y experiencias de espiritualidad,

* él es el Espiritu del amor y por eso suscita incontables ejemplos de amor y sacrificio y búsqueda de la justicia en el mundo, en defensa de la vida y de la naturaleza, de la igualdad y de la paz,

* es el Espiritu de la unidad y por eso está despertando en todas las confesiones cristianas el deseo de la unidad ecuménica e interna,

* ¿no ha sido un soplo del Espiritu de Jesús la gran obra del Concilio Vaticano II y de tantos otros concilios o sínodos o asambleas más locales, que han vitalizado a tantas comunidades?

* ¿no es una inspiración del Espíritu la convocatoria y la preparación del próximo Jubileo del año 2000, con todo su programa de renovación?

- Da vida a nuestros sacramentos

Uno de los aspectos en que podemos recordar más provechosamente el protagonismo del Espiritu, en nuestra vida cristiana, es el de los sacramentos.

Todos los sacramentos, que emanan del Señor Jesús Resucitado, nos resultan posibles por la acción de su Espiritu: en el Bautismo nos da nueva vida, en la Confirmación nos renueva su fuerza para que podamos ser buenos testigos de Cristo en el mundo, en la Eucaristía es él quien convierte el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo y a nosotros también nos quiere transformar en el Cuerpo de Cristo, en la Penitencia nos reconcilia con Dios, en la Unción de enfermos alivia nuestro dolor y nos fortalece en un momento tan delicado de nuestra existencia, en el Matrimonio bendice y llena de su amor a los novios, en el sacramento del Orden regala a su comunidad ministros que representen a Cristo y puedan predicar y perdonar y orar y ser buenos pastores como él. Todo lo que toca el Espiritu, que es fuego, queda convertido en fuego. Todo lo que riega el Espiritu, que es agua viviente, prospera y da fruto. Todo lo que recibe el aliento del Espiritu, que es el soplo de Dios, queda lleno de vida.

La fiesta de hoy, Pentecostés, debería notarse en cada uno de nosotros y en nuestra comunidad como un aumento de vida y de entusiasmo. Terminan los días de la Pascua, pero el Señor Resucitado nos ha dejado su mejor herencia: su Espiritu. Se tiene que notar que creemos en él y nos dejamos animar por él.

EQUIPO-MD
MISA DOMINICAL 1999, 7, 51-52