31 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO VI DE PASCUA
20-31

 

20. ALEGRIA/CR 

El texto que sirve de segunda lectura es probablemente uno de los más profundos y atrevidos de toda la literatura cristiana. Es la expresión más radical de la primacía del amor.

Ante todo ofrece una definición más precisa acerca de la naturaleza de Dios: "Dios es amor". En un segundo paso expresa el camino a través del cual nosotros hemos podido llegar a esta conclusión. No es el efecto de una sabia reflexión, de una ciencia, sino la constatación que se impone después de la Encarnación: Dios ha tomado la increíble iniciativa de enviarnos a su Hijo único, y esto nos hace comprender: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados".

Si los psicólogos nos avisan de las graves consecuencias que puede tener para el futuro de un niño la falta de amor familiar... ¿no hay también una inseguridad en la mayoría de los cristianos, no hay también una especie de aburrimiento en los que asisten a misa, un pasotismo en el pueblo cristiano, que proceden de no haber descubierto, de una manera personal, este amor del Padre que nos envió a su Hijo único?

El amor no es algo nuestro. Amamos porque antes hemos sido amados por Él. Nuestro amor es una respuesta a la obra de Cristo, que manifestó su amor en la entrega total hasta la cruz.

Y establecido ese principio: que Dios es amor manifestado en Cristo, se sigue una conclusión extremadamente original: el camino necesario para tener una experiencia de cómo es Dios, de "gustar" su ser verdadero, es ponerse a amar a los hermanos. Quien nunca ha amado no tiene noción de cómo es Dios "por dentro": "Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor".

-"Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor". Jesús ama a los hombres con el mismo amor con que es amado por su Padre. Y como único precio de esta donación total sólo pide la obediencia más estricta a un único mandamiento: que cada cristiano trate de amar a sus hermanos con esa misma clase de amor total con que Él se sabe amado por su Salvador.

Esta cadena sin fin que transmite el amor del Padre hasta el último de los hombres, a través de Jesús, es la que debemos formar los cristianos. Es estimulante saber que cada humilde cristiano que acepta el reto del Evangelio y se dedica a amar sin fijarse previamente en que los beneficiarios de su amor sean o no dignos de Él, es un pequeño motor que ayuda a mantener la circulación de la vida divina.

-"Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud". La alegría perfecta y plena, que deriva del sentirse amados por Dios y redimidos, que son dos formas de decir lo mismo. Una vida cristiana que no produzca alegría profunda es siempre una falsificación; entendiendo que esta alegría es una fuerza compatible con el dolor y la oscuridad.

"Haría falta que me cantasen cantos mejores para que pudiera creer en el Salvador; haría falta que sus discípulos tuvieran un aire más de salvados" (·Nietzsche-F).

Después, la amistad de Jesús. Los cristianos no se sienten ya esclavos: "Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor". Los fieles han sido objeto de un amor electivo cuya iniciativa está solamente de parte del Señor. No son ellos los que se han puesto en marcha hacia Jesús y hacia el Padre, sino que, de repente, se han visto elegidos para una noble misión que ennoblece sus vidas: "No sois vosotros los que me habéis elegido; soy yo quien os he elegido, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure".

Finalmente, los fieles están bien "recomendados" al Padre por la amistad que los une a Jesús. Por eso tienen una especie de "omnipotencia suplicante", una capacidad de arrancar a Dios los dones más preciosos: "Lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo daré". Estas son las características internas del cristiano, siempre que se mantenga fiel al mandamiento-testamento: "esto os mando: que os améis unos a otros".


21. FE/ALEGRIA

No hay creyente más contento con su fe, sin que importe demasiado su estado físico o social, próspero o adverso en que se encuentre.

El que siente la alegría de creer está de tal manera poseído por ella, que nada próspero puede aumentar su gozo, ni nada adverso puede disminuirlo.

Habría que poner unos timbres de alarma en las Iglesias y en las comunidades cristianas que avisaran de la falta de alegría.

Cuando estos timbres sonaran habría que suspender inmediatamente su actividad apostólica y entrarles en un tiempo de reflexión y conversión al Evangelio de Jesús. La tristeza y el aburrimiento al lado de la fe es una señal de que esa fe no está al lado del Evangelio.

¡Atención a este dato! Ha sido el estado de marginación y de pobreza de las primeras comunidades cristianas el clima ideal para su profunda vivencia de la fe como amor y alegría.

Ha sido una situación de burguesía dominante el clima ideal para unas comunidades e instituciones eclesiales más sensibles al rigor y al bienestar que al gozo y a la pobreza. La Historia podría ofrecernos un buen puñado de actitudes y prácticas religiosas generadoras de miedo, de esclavitud y de esterilidad. No serviría de disculpa la necesidad de una ascética dura frente a la corrupción imperante para que la fe pueda sobrevivir. La fe no es una virtud a proteger, sino un don a expandir. La fe es lo primero que se tiene a mano y lo último que perdura siempre frente a un mundo que hay que vencer: "Esta es la victoria que vence al mundo, vuestra fe".

Una fe alegre lleva consigo unas garantías que no pueden suponerse sin más en las conductas religiosas: la fe alegre es pobre, la fe alegre es libre, la fe alegre es humilde, la fe alegre es sencilla y atractiva. Y, sin embargo, todos conocemos conductas religiosas, incluso eclesiales, que son egoístas, esclavas, soberbias, complicadas...

Jesús habla en el evangelio de hoy de la alegría de la fe y fundamenta esta alegría en la nueva situación de los discípulos frente a El: "A partir de ahora ya no vais a ser esclavos, vosotros vais a ser mis amigos". Esta amistad no es fruto de unas buenas negociaciones en las que todos salen ganando. Esta amistad nace de la Misión que van a compartir: "Como me envió el Padre os envío yo; vosotros le conocéis igual que yo; vosotros estáis destinados a ir al mundo y dar fruto".

El gran reto que tienen las religiones y, en concreto, los cristianos es dar signos rotundos e inconmovibles de la primacía del amor sobre cualquier otra actitud.

Pero el reto aún mayor está dentro de nosotros mismos: sentir e irradiar la alegría como distintivo del alma que ama y del amor que da. Lo dice hoy también el mismo Juan: "Quien no ama no conoce a Dios".

Si el conocer a Dios, es decir, el amar no produce alegría, es porque el corazón está enfermo, es decir, en pecado.

JAIME CEIDE
ABC/DIARIO
DOMINGO 5-5-1991


22.

1. La Resurrección: vigencia del amor

Con el inicio de esta semana se cierra el ciclo litúrgico de la Pascua, y la palabra de Dios concentra nuestra atención en la perfecta unidad de amor que debe existir en la comunidad de Cristo.

Durante todos estos domingos hemos reflexionado acerca de la presencia de Cristo resucitado en medio de su comunidad y de lo que realmente significa esa presencia. Y hoy las tres lecturas bíblicas insisten por igual en la misma y suprema idea: la presencia de Cristo se manifiesta por encima de todas las cosas en el amor. Donde alguien ama, allí está Cristo.

El episodio del libro de los Hechos (primera lectura) es sumamente aleccionador: tanto Pedro como los demás apóstoles creían en el amor de Cristo, pero, podemos decir, que restringían ese amor y su presencia liberadora al ámbito judío. El mismo Pedro se resiste a abrirse a los paganos como si Dios fuese monopolio de un solo pueblo o raza. El libro de los Hechos es el testigo de la tremenda resistencia que opuso la Iglesia de Jerusalén a la apertura a los paganos y a su inserción con pleno derecho en la Iglesia.

Fue así como Pedro tuvo aquella visión en la terraza. Allí se le dijo: «Lo que Dios ha purificado, no lo llames tú impuro», refiriéndose al contacto con los paganos, ya suficientemente purificados, al igual que los judíos, no por sus buenas obras, sino por la sangre de Cristo.

Al rato llegan los mensajeros del centurión romano Cornelio, que invitan a Pedro a dirigirse a la casa del militar romano. Esto estaba prohibido por la ley judaica, que declaraba impuro a quien tuviese contacto con un pagano, y por lo tanto, quedaba excluido de la comunidad cultual, hasta que no hiciese los ritos purificatorios.

El centurión cuenta a Pedro cómo Dios había escuchado sus oraciones y había tenido en cuenta sus limosnas, y cómo ahora, él y los suyos «estaban dispuestos a escuchar todo lo que había ordenado el Señor».

Entonces Pedro, sin salir todavía de su extrañeza, les dice: "Ahora comprendo realmente que Dios no hace distinciones entre las personas y que, en cualquier nación, todo el que ama y practica la justicia, es agradable a El". Al instante desciende sobre ellos el Espíritu Santo y Pedro procede a bautizarlos, ya que «¿acaso se puede negar el agua del bautismo a los que recibieron el Espíritu Santo como nosotros?»

Debemos subrayar la frase programática de Pedro "Dios no hace distinción entre las personas...", etc.), porque nos indica que el amor deja de ser un simple sentimiento interior más o menos generalizado, para asumir estructuras concretas y transformar los arcaicos esquemas, con los que, con buenas maneras e intenciones, en la práctica mantenemos alejados a muchos o no los integramos con pleno derecho dentro de la comunidad. La presencia de Dios no está circunscrita al ámbito del templo y ni siquiera al ámbito cristiano. El manifiesta su presencia salvadora allí donde un hombre -cualquiera que sea su raza, religión o clase social- practica la justicia y el amor, tal como hacía el militar romano. Como revela la Carta de Juan: «Dios es amor» y manifiesta su amor dándonos permanentemente a su Hijo como garantía de liberación.

La resurrección de Jesús es el triunfo del amor y es la permanencia del amor. Pero observemos que el amor del que nos habla Juan es el «ágape», o sea, el amor divino que -como explica el mismo evangelista- «no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó primero a nosotros y nos dio a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados». (Nunca debe olvidarse que la palabra "amor" o «caridad» tiene en Juan este sentido especial, distinto del concepto psicológico).

Cristo resucitado es el intermediario por medio del cual todos los pueblos son llamados a vivir en el perfecto y total amor. Así lo explica Jesús a sus discípulos: «No sois vosotros los que me habéis elegido a mí, sino que soy yo el que os he elegido y os he destinado a dar frutos duraderos.»

Mientras Jesús vivió en Palestina, él mismo se vio limitado por el tiempo y el espacio, y muy pocos pudieron recibir su llamada, pero la resurrección hizo posible el milagro de que los hombres, de cualquier latitud y tiempo, pudieran recibir esta invitación a dar los frutos de una vida nueva. En otros términos: el proyecto de Dios realizado en Cristo, por ser fruto de un amor extremo y total, no conoce frontera alguna. Es, por su misma esencia, universal. A los cristianos nos suele pasar lo que a Pedro: pretendemos ver a Cristo solamente allí donde alguien lleve el cartel de cristiano o cumpla determinadas prácticas cultuales. Pero, ¿cómo negar esta presencia de Cristo en tantos hombres que, movidos por el Espíritu, extienden por el mundo el Reino de Dios, reino de paz, justicia, amor y libertad?

Creer en la resurrección de Cristo es creer en el amor: sincero, total y universal. Si nos negamos a creer en la supervivencia del amor, negamos la supervivencia de Dios y, por descontado, la de Cristo.

Y si hoy se nos hace cuesta arriba aceptar a Cristo resucitado, es porque nos resistimos a aceptar la soberanía absoluta del amor. Si bien lo afirmamos con los labios, sin embargo en la práctica afirmamos lo contrario, ya que cuenta más el reinado de la fuerza, de la habilidad y astucia, de la trampa bien calculada, del dinero, de la marginación racial y social, etc.

A menudo el amor suele ser en nuestras vidas y en nuestras estructuras un adorno, una bella expresión, que se abandona con extrema rapidez cuando dicho amor se torna exigente y comienza a pedirnos que «demos como Dios ha dado».

Hoy son muchos los que dudan de la soberanía del amor, y en parte es comprensible. Los frutos del amor, si bien son duraderos, no son inmediatos, ya que exigen ese largo proceso en que la semilla se incuba en la tierra, germina, brota, sufre los embates de las contradicciones... y quizá florece y fructifica para quienes no han sembrado.

Otras veces nos cansamos del amor, o decimos que hicimos la prueba dos o tres veces y que no dio resultado. O apelamos a las consabidas justificaciones: si tratamos con amor a los demás, si dialogamos con todos, si nos abrimos sin prejuicios, los demás se aprovecharán y sacarán ventaja, o serán unos desagradecidos, o nos harán perder inútilmente el tiempo... Por eso -se sigue razonando- es mucho más práctico una buena disciplina, una mano dura, una cierta dosis de castigos, una prudente distancia, un cubrirse las espaldas, etc. etc.

Todos estos criterios son muy razonables y muy propios de la sabiduría humana, pero poco tienen que ver con la óptica de Cristo resucitado.

También estos argumentos se esgrimieron abundantemente a lo largo de la historia de la Iglesia, y ya sabemos cuáles fueron sus frutos. Por algo el viejo Juan escribió estas páginas mirando al presente y pensando en el futuro. Si la Iglesia de Jerusalén puso tanta resistencia al mensaje de amor universal de Cristo -cuyo gran paladín fue Pablo-, ¡con qué cuidado no hemos hoy de reflexionar nosotros, no sea que estemos en la misma situación con protagonistas distintos!

2. El gozo del amor perfecto

Jesús nos dice que sus palabras están encaminadas a que "su gozo sea el nuestro y que ese gozo sea perfecto".

El programa o proyecto del Señor resucitado está orientado hacia la alegría total, la alegría del hombre libre; alegría que es el fruto último y definitivo del amor.

Este gozo no muere con la misma fugacidad con que fenece el gozo del placer; es permanente y duradero. Es el gozo de la paz, esa que emana de la justicia y de la liberación, esencia del Reino.

Mas, ¿cuál es el camino para llegar a ese gozo perfecto?

«Así como el Padre me amó, así también yo os he amado. Permaneced en mi amor... Este es mi mandato: Amaos unos a otros como yo os he amado. No hay mayor amor que dar la vida por los amigos.»

El modelo del amor de Cristo es el amor del Padre. También ése es nuestro modelo. Hoy, cerrando este ciclo de reflexiones, se nos invita a «permanecer en el amor», de forma tal que la comunidad eclesial se asiente sobre esta «Constitución», cuyo primer y único artículo es la fe y la lucha por el amor universal entre los hombres.

Nada ni nadie deberá ser motivo para que se viole este mandato del Señor. E insistimos: para que ese amor permanezca y no se lo lleve el viento como a tantas buenas intenciones, se deben crear en la Iglesia estructuras orgánicas que surjan de este mandato y que sean tan eficientes como para que todos los cristianos, laicos y jerarquía, puedan vivir su fe en un gozo perfecto.

Y permanecer en el amor de Cristo, en el ágape, ese que toma siempre la iniciativa, el que sale de sí mismo para adelantarse al gesto del otro; ese que da donde otros quitan. Jesús promete el gozo perfecto porque ésa es su experiencia: la resurrección es el gozo perfecto de alguien que «habiendo amado, amó hasta el extremo».

Muchas veces nos hemos preguntado en estos domingos de reflexión cómo podemos ahora ver a Cristo resucitado y dónde encontrarlo. Hoy se nos responde -por si aún quedaran dudas- que sólo podemos «verlo» con los ojos del corazón. Sólo la experiencia de un amor puro, desinteresado, total y permanente nos da esa capacidad de palpar ese más allá que es la resurrección. El amor es la puerta de la trascendencia, de la misma forma que es la llave de la libertad.

Gozar la alegría del amor es adelantar el gozo escatológico, es pregustar la vida nueva del Espíritu, es recibir en arras el sello de nuestra propia resurrección.

Gozo de la resurrección y gozo del amor son los sinónimos de la Pascua.

Aún nos queda una última reflexión. Al darnos a conocer este secreto, Jesús nos hace sus amigos íntimos: «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os he mandado... Yo os llamo amigos porque os revelé todo lo que aprendí de mi Padre.»

El domingo pasado aludimos a cierto concepto de «Jesús-amigo». Hoy es el mismo Jesús el que lo aclara y explica. Al revelarnos que el amor es la vida del hombre nuevo, Cristo parece agotar el caudal de sus secretos. Ya lo ha dicho todo. Por eso no somos sus servidores sino sus amigos. El servidor es un dependiente, no tiene facultad para ser alguien por sí mismo, no está al tanto del secreto del amo, no participa de su poder. Jesús nos transforma en personas capaces de amar como Dios mismo ama; ahora somos sus amigos, esos «otros» con quienes puede tratar de tú a tú, con el mismo lenguaje. Al llamarnos amigos, Jesús reconoce su obra como terminada: ya nos dio la conciencia de que somos personas con la plena libertad que otorga el amor. Ninguna ley nos ata porque es el impulso del amor el que nos lleva a aceptar esa voluntad de Dios, camino de alegría y fuente de libertad interior.

Cristo no solamente resucita, sino que nos resucita: nos invita a vivir la experiencia de abandonar completamente el viejo estilo del egoísmo para amarnos «como yo os he amado». La experiencia de Cristo pasa a ser modelo ejemplar de la experiencia del cristiano.

Es cierto que Jesús nos da una orden o mandato: «que os améis unos a otros», pero aquí está la paradoja de la vida cristiana del hombre nuevo: es la orden que produce gozo completo. No es la ley que impone el orden y la sumisión ni la ley que crea dependientes o servidores. Es la ley que produce amigos. Nadie puede cumplir ese mandato sin amor, pero desde el momento que ama, el mandato deja de ser ley.

Hay en el mandato supremo de Jesús cierta angustia no controlada, como si temiera que nos quedáramos a mitad de camino...

Concluyendo...

Quien lea el Evangelio de Juan, o sus cartas, podrá admirarse -y con razón- de la machacona insistencia en el tema del amor. Es muy posible que cuando fueron redactados esos escritos, el autor había tomado conciencia de cómo las expresiones de fe podían permanecer huecas de contenido humano si la fe no se asentaba sobre el firme fundamento del amor, esencia de Dios, esencia de Cristo y, por lo tanto, esencia del cristiano.

No basta una tumba vacía para cerciorarse de la resurrección de Cristo, ni siquiera escudriñar las Escrituras.

Menos basta llenarse el cerebro de espesa teología o encuadrar la conducta en estrictos códigos de moral.

Hay que mirar la vida desde la experiencia única del Agape, reproduciendo la experiencia de Cristo, experiencia de entrega, para sentir dentro de uno mismo el gozo de la Pascua. La fe nos exige arriesgar por el amor, a pesar de todo y contra toda lógica.

Quizá, al terminar estas reflexiones y después de releer el capítulo 15 de Juan, tendremos que abrir nuestros extrañados ojos, como los de Pedro, y decir con él: «Ahora comprendo que, en cualquier nación, todo el que ama y vive la justicia es agradable a Dios.» Esto es el principio y el fin de la fe.

SANTOS BENETTI
EL PROYECTO CRISTIANO. Ciclo B
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1978.Págs. 252 ss.


23.

UNA ALEGRÍA OLVIDADA

para que mi alegría esté en vosotros...

Quien observa con cierta atención a las personas, tiene, con frecuencia, la impresión de que la alegría ha huido de muchas vidas y es difícil recuperarla por mucho que se la busque en escaparates, salas de fiesta, el ambiente animado de los restaurantes o la compañía de los amigos.

El misterio de cada individuo es demasiado grande y profundo para que pueda ser explicado desde fuera. Y, sin duda, pueden ser muchas las raíces de esa tristeza e insatisfacción que inútilmente pretendemos disimular.

Pero, casi siempre olvidamos que hay en nuestra vida una tristeza difusa que no es, muchas veces, sino el rostro de nuestro vacío interior y de nuestra incoherencia personal. Hemos exaltado la libertad hasta el punto de no aceptar apenas limitación moral ni norma ética alguna. Hemos querido borrar de nuestras vidas el rastro de toda culpabilidad. Nos hemos permitido avanzar por caminos cada vez menos señalizados. Rara vez nos preguntamos si somos fieles a nuestras convicciones más profundas. Lo importante es disfrutar.

Y en esa búsqueda incontrolada de disfrute, confundimos modernidad con una amoralidad superficial e irresponsable. Identificamos la «sexualidad adulta» con frivolidad. Reducimos el goce erótico de la vida a un consumismo sexual vacío de ternura y fidelidad. Y sin embargo, no se respira entre nosotros una alegría sana y gratificante. Son muchos los que viven secretamente insatisfechos de sí mismos. Muchos los que se atormentan con pensamientos negativos y frustrantes. Hombres y mujeres que sienten su vida como una inmensa equivocación.

Más aún. Hay creyentes que viven su vida tratando de ocultarla continuamente a sus propios ojos y a los de Dios. Cristianos a los que una «mala conciencia» más o menos disimulada, les impide encontrarse con Dios con espontaneidad y alegría.

Los creyentes hemos olvidado demasiado el deseo insistente de Jesús de comunicarnos su propia alegría. No terminamos de creer que el encuentro con Jesucristo pueda ser para nosotros una fuente de alegría capaz de renovar nuestra existencia en su misma raíz. Necesitamos escuchar de nuevo las palabras de Jesús: "Os he hablado para que mi alegría¿a esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud". Experimentar de nuevo cómo la tristeza, la mentira, la insatisfacción y el pecado se nos van lentamente transformando en gozo, luz interior, reconciliación y acción de gracias, en el encuentro personal con Jesucristo.

No es una alegría estéril sino una fuerza gozosa que nos ilumina, nos limpia, nos transforma y nos impulsa a vivir de otra manera. Una alegría que nos libera de la tristeza cuando sentimos la tentación de desesperar de los hombres y de nosotros mismos.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 175 s.


24.

1. «Permaneced en mi amor».

El evangelio de hoy, el último antes de la ascensión del Señor, parece un testamento: estas palabras deben permanecer vivas en los corazones de los creyentes cuando Jesús no se encuentre ya externamente entre nosotros y nos hable sólo interiormente, en el corazón y en la conciencia. Estas palabras de despedida son al mismo tiempo una promesa inquebrantable, pero una promesa que incluye en sí una exigencia para nosotros. Jesús habla de su amor supremo, que consistió en dar su vida por sus amigos; pero para ser sus amigos nosotros debemos hacer lo que él nos exige. Promete a sus amigos que su amor permanecerá en ellos -esto tiene el valor de un testamento- si ellos permanecen en su amor, si guardan su mandamiento del amor como él guardó el mandamiento del amor del Padre. Las promesas de Jesús cuando está a punto de dejar este mundo son de una grandeza tan impresionante que, desde su punto de vista, las exigencias que comportan para nosotros son algo implícito en ellas. Si ha compartido todo con nosotros, toda la insondable profundidad del amor de Dios y nos ha elegido para vivir en ella, ¿no es lo más natural que nosotros nos conformemos con ese todo, fuera del cual no hay más que la nada? E incluso este todo compartido es algo que podemos pedir constantemente al Padre: si permanecéis en el Hijo «todo lo que pidáis al Padre, os lo dará». Don y tarea son inseparables; más aún, la tarea es un puro don de la gracia. Con esto el evangelio anticipa ya en cierto modo el episodio de Pentecostés: el don es el Espíritu de Dios que nos ayuda a cumplir la tarea, el mandamiento del amor.

2. «Los paganos reciben el Espíritu».

La gracia de llegar a ser cristiano y de serlo realmente no depende de ninguna tradición eclesial puramente terrenal, sino que es siempre un libre don de Dios, que «no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea». Esto es precisamente lo que muestra la primera lectura, en la que al centurión pagano Cornelio y a los de su casa se les confiere el Espíritu antes incluso de recibir el bautismo. La Iglesia representada aquí por Pedro, obedece a Dios cuando reconoce esta elección y acoge sacramentalmente en su seno a los elegidos. La libertad de Dios, incluso frente a cualquier institución expresamente fundada por Cristo antes de abandonar este mundo, es inculcada a Pedro al final del evangelio de Juan: «Y si quiero... ¿a ti qué te importa? Tú sígueme» (Jn 21,22). La Iglesia no puede pretender para sí las dimensiones del reino de Dios, aunque sea esencialmente misionera y tenga que esforzarse por ganarse a todos los hombres por los que Cristo ha muerto y resucitado. El amor sobrenatural puede existir perfectamente fuera de la Iglesia («si quiero»), pero ciertamente es ese mismo amor el que impulsa al centurión Cornelio a incorporarse a la Iglesia, en la que el amor del Dios trinitario está en el centro, como se muestra en la segunda lectura.

3. «Todo el que ama ha nacido de Dios».

En la segunda lectura se nos exhorta al mismo tiempo a amarnos unos a otros porque Dios es amor, y se nos recuerda que no debemos creer que sabemos por nosotros mismos lo que es el amor, que sólo se deja comprender y definir a partir de lo que Dios ha hecho por nosotros: nos entregó a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Pero esta afirmación (el que no sepamos naturalmente lo que es el amor) no debe desanimarnos a la hora de practicar el amor mutuo, pues el amor se nos ha revelado no solamente para saberlo, para decirlo o para creerlo, sino para poder imitarlo y practicarlo realmente: «Queridos hermanos: Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios».

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 158 ss.


25.

DIOS ES AMOR

1. "Dios es amor". En Dios hay voluntad. El objeto de la voluntad es el bien. El bien siempre es apetecible, deseable y amable. El bien, por tanto, despierta el amor, el deseo, el apetito. Como Dios es el Bien infinito, Dios se ama a sí mismo infinitamente. Ese Amor engendra al Hijo. Y el Padre y el Hijo, que son el mismo Bien infinito, se aman. Y esa llama infinita de Amor es el Espíritu Santo. Pero el Amor de Dios no ha quedado encerrado en esas Tres Personas. El Amor es difusivo de sí mismo. El Amor nunca dice basta. Y menos el Amor infinito. Desea participar su amor a otros seres. De ese manantial divino nace toda la creación. La teoría del "bing-bang", esa explosión de la materia que ocurrió al principio de la creación, hace unos quince mil millones de años, y cuyo eco aún se puede escuchar, es posterior al Amor de Dios.

2. El Amor de Dios busca crear otros seres, otras personas. Por eso dice San Juan: "El amor consiste en que Dios nos ha amado primero" 1 Juan 4, 7. Y creó a los hombres en familia: "Creced y multiplicaos". Esa explosión de amor que nace en Dios, llega hasta nosotros. "El amor no consiste en que nosotros amamos a Dios, sino en que El nos ama a nosotros". Y no sólo quiere que podamos cantar como la alondra, o crecer como los rosales, o perfumar como los cedros, o correr como las gacelas, o reir y hablar como los hombres, sino que amemos como El.

3. ¿Cómo puede ser que un hombre pueda amar como Dios? Los hombres no lo podemos conseguir. La iniciativa parte de Dios. El nos da su propio Amor. "Nos amó y nos envió a su Hijo, para que pagara por nuestros pecados". Para que fuera el "Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo".

4. Para que naciera ese amor eligió una mujer, que fuera la Madre de su Hijo, y nos la entregó también a nosotros como Madre. Con ese Amor que El nos da, ya podemos amar como El. Ya podemos perdonar a los enemigos, sonreir a los que no nos caen simpáticos, entablar relaciones con los que no son de nuestra familia o de nuestro grupo, "pues Dios no hace distinciones" Hechos 10, 25, y soportar y ser pacientes con los defectos y pecados de los que nos rodean. Con ese amor se acaban las guerras, se atiende a los enfermos, se socorre el hambre, se piensa en los otros. Con ese amor reina la paz de Cristo en el reino de Cristo. Con ese amor podemos permanecer en su amor, guardar los mandamientos. "Y eso es amar, guardar los mandamientos" Juan 15, 9.

5. Después de habernos amado y de habernos infundido el amor en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha dado, ya puede decirnos que nos amemos unos a otros. "Y por ese amor damos fruto". El egoismo, que es el amor desordenado de nosotros mismos, es estéril, permanece solo. El egoista no tiene amigos. El matrimonio egoista, buscando su bienestar y rehuyendo el sacrificio, no es fecundo. El que ama crece, se desarrolla, da fruto, se extiende, se propaga. El amor se entrega, y toda entrega comporta sacrificio. Pero el amor soporta el sacrificio.

6. "Como yo os he amado". Hasta la muerte, y muerte cruel y horrible de cruz. Los cristianos tenemos vocación de cambiar el mundo. No hemos sido llamados a conformarnos con el mundo, sino a transformar el mundo por el Amor. Para eso hemos de ser cristianos en la familia, en el trabajo, en la política, en la comunidad eclesial; sal y luz, instrumentos de amor.

7. Dios nos ha llamado para extender de un confín a otro la onda expansiva del amor, que atraviesa la tierra y cruza los mares y llega hasta el cielo, como Teresita del Niño Jesús, que quiso pasar su cielo haciendo el bien sobre la tierra, porque eso es el Amor. Amar, ser amados y hacer amar al Amor.

8. Dios envía a sus Apóstoles, a sus discípulos, a la Iglesia, al mundo "para que den fruto que dure". Les ha preparado para esa misión. El amor que nos manda no es un amor estático, para que nos quedemos quietos con él, porque el amor no descansa. Si Jesús destina a los suyos para que vayan y den fruto, les pone la condición por la que su envío será eficaz: "Permanecer en su amor; guardar sus mandamientos, como él guarda el mandamiento de su Padre y permanece en su amor". Como el Padre le ha amado a él y le ha enviado, así nos ama él y nos envía. El amor pues, viene de Dios: El Padre ama al Hijo; el Hijo ama a los que ha elegido. Amar es hacer el bien a todos y no sólo a los grupos. Amor a todos, como Dios ama; lo contrario también lo hacen los paganos. Y ese es amor egoista e interesado. Pero el amor es un lirio que crece entre espinas, que le impiden desarrollarse. Es como un manantial recién alumbrado que mana agua sucia. Hay que trabajar para sanarlo y esperar a que se purifique: de soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia, pereza. El amor procede de Dios y es limpio, pero nuestro egoísmo lo hace impuro. Sólo la fe, la esperanza y la caridad lo pueden purificar.

8. El amor puro: "Esta es la victoria que da a conocer el Señor. Esta es la justicia que el Señor revela a las naciones" Salmo 97.

9. Al comer el pan del Amor recibimos al Espíritu que nos derrama el Amor, sangrante y entregado.

J. MARTI BALLESTER


26.

Nexo entre las lecturas

El tema del amor de Dios concentra hoy nuestro pensamiento. La primera lectura nos muestra que el amor de Dios no tiene acepción de personas y que la salvación tiene un carácter universal, como bien lo demuestran los hechos sucedidos en la casa del centurión Cornelio. Dios quiere que todos los hombres se salven y a todos les es ofrecida el perdón de sus pecados (1L). La segunda lectura, tomada de la primera carta de san Juan, hace una afirmación sorprendente: Dios es amor. Quien no ama no ha conocido a Dios. Por lo tanto, conocer a Dios, escucharle, seguirle, es sinónimo de vivir en el amor, de experimentarlo vivamente y hacerlo propio (2L). El evangelio nos presenta un momento de intimidad entre Cristo y sus apóstoles: ya no os llamo siervos, sois mis amigos, permaneced en mi amor. El amor de Cristo es expresión del amor del Padre. Así como el Padre ha amado a Cristo, así Cristo nos ha amado a nosotros.


Mensaje doctrinal

1. Dios no tiene acepción de personas. La segunda lectura nos expone la parte final de la conversión al cristianismo de Cornelio y su familia. Cornelio era un centurión de la cohorte itálica que tenía su sede en Cesarea. Era un hombre que temía a Dios y hacía limosnas, pero no era judío. Cornelio tiene una visión en la que se le pide que llame a un tal Simón, llamado Pedro, que se encuentra en Joppe. Así, envía mensajeros en busca de aquel hombre. Mientras los mensajeros van de camino, Pedro tiene también una visión en la que una voz le invita a comer alimentos que eran retenidos como impuros por los judíos. La petición se repite hasta tres veces con la subsiguiente negativa de Pedro. La visión concluye con una afirmación taxativa: lo que Dios ha purificado, no lo llames tú profano. Después de esto, Pedro acude a Cesarea para encontrar a Cornelio y, después de escuchar la narración de éste, concluye: verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas sino que en cualquier nación el que le teme y practica la justicia le es grato. El espíritu desciende sobre los presentes, como si se tratase de un segundo Pentecostés, el Pentecostés de los gentiles, y la escena concluye con el bautismo de Cornelio y toda su familia.

El pasaje es de máxima importancia para comprender el carácter universal de la salvación. Dios nos hace acepción de personas en relación con su amor salvífico. Al enviarnos a su Hijo nos ha expresado un amor que no conoce los límites de raza, de carácter o dignidades civiles. Dios, el Buen Pastor de nuestras almas, desea que todas las ovejas entren en su redil. Al encarnarse el Hijo de Dios se ha unido de algún modo a todo hombre y lo ha invitado a la salvación. Éste es el descubrimiento que hace Pedro. Él no puede llamar a nadie impuro porque todos son hijos de Dios, todos son imagen de Dios, porque Dios ha creado a cada hombre por amor, más aún lo ha creado por una sobreabundancia de amor. La dignidad del hombre se revela en su vocación a la vida divina. "La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador (Gaudium et spes 19,1).

En este texto de los hechos de los apóstoles (no anterior al año 80), Pedro asienta un principio fundamental: en Dios no hay acepción de personas. Principio que, a la vez, él ha recibido por iluminación divina en el caso de Cornelio. Ya san Pablo en la carta a los romanos (años 54-59) había establecido el mismo principio: "Tribulación y angustia sobre toda alma humana que obre el mal: del judío primeramente y también del griego; en cambio, gloria, honor y paz a todo el que obre el bien; al judío primeramente y también al griego; que no hay acepción de personas en Dios. Rm 2, 9-11. Así, los criterios de raza, temperamento y las distinciones humanas, quedan atrás para dar lugar a una nueva visión del hombre, del mundo, de la creación: "Todo aquello que ha sido creado por Dios es puro". Es el pecado el que introduce el desorden en la creación y en el ser humano. Por eso, todos estamos necesitados de salvación y de redención, todos hemos pecado, todos hemos contraído el pecado original y hay un desorden interior, una tendencia desordenada al placer.


2. Dios tiene siempre la iniciativa en el camino de la salvación. Nos amó primero. En la segunda lectura san Juan repite en dos ocasiones: Dios envió a su Hijo. Dios envía a su Hijo único para redimirnos del pecado que nos tenía sojuzgados. Nos encontrábamos en desgracia, como el "hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de salteadores" (cf. Lc 10, 30) y Dios, en su infinita bondad se apiadó de nosotros. El costo de esta piedad supera toda imaginación: el envío de su Hijo. Dios envía a su Hijo para que sea nuestra propiciación, para que nos rescate del pecado y de la "segunda muerte", la eternidad desgraciada, la pérdida definitiva de Dios. Por eso, debemos sostener firmemente que Dios nos amó primero. El amor no consiste, pues, en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él ha querido amarnos a nosotros cuando estábamos en desgracia.

Al inicio del catecismo de la Iglesia Católica encontramos un texto admirable: "Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, está cerca del hombre. Le llama y le ayuda a buscarlo, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador al llegar la plenitud de los tiempos. En él y por él, llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su vida bienaventurada" (Catecismo de la Iglesia Católica 1).

"No somos, por tanto, nosotros los que primero observamos los mandamientos y después Dios venga a amarnos, sino por el contrario: si Él no nos amase, nosotros no podríamos observar sus mandamientos. Ésta es la gracia que ha sido revelada a los humildes y permanece escondida a los soberbios" (San Agustín, De los Tratados sobre san Juan 82, 2-3; 83).

Es la gracia del amor de Dios que nos precede, prepara y acompaña nuestras obras. Sin Él o al margen de Él y de su amor, no podemos nada.


3. El amor de Dios se muestra en su Hijo Jesucristo.El evangelio nos muestra un momento de intimidad de Cristo con sus apóstoles: permaneced en mi amor. Es decir, permaneced en el amor del Padre que se expresa en el Hijo. Cristo es la revelación del amor del Padre. Y Cristo nos muestra el camino para llegar a la casa del Padre. Él es el camino, la verdad y la vida. Así como el Padre lo envía a Él, así Él nos envía a nosotros los cristianos al mundo para cumplir una misión de salvación. Esta misión sólo la podremos cumplir si observamos el mandamiento principal: el amarnos unos a otros como Cristo nos ha amado.


Sugerencias pastorales

1. Saber esperar en la providencia de Dios. El mundo que nos circunda nos hace dudar de la providencia de Dios. Por una parte, estamos acostumbrados a "asegurar" de algún modo el futuro. No nos gusta dejar nada en manos de otro, ni siquiera de Dios. Nos cuesta confiarnos a sus designios amorosos y buscamos alguna confirmación de orden natural. Los grandes avances de la ciencia y de la tecnología han ampliado, casi sin límites, el deseo de dominar la materia y tenerla bajo estricto control. Todo se debe programar y nada puede quedar al arbitrio de alguna fuerza que no sea la del hombre mismo. Esta sed de dominio y poder sobre la materia no deja lugar en la sociedad humana a la providencia divina. Por otra parte, la presencia del mal es siempre un escándalo ante la providencia de Dios. Si Dios es bueno, ¿cómo es que existe el mal? Este domingo estamos invitados a ver la providencia de Dios a la luz de la fe. Es decir, estamos invitados a renovar nuestra fe en Cristo muerto y resucitado que vence el pecado y vence el mal y nos muestra el amor del Padre y nos incorpora a su amor: como yo os he amado, así debéis amaros los unos a los otros. De frente a la tentación de querer dominar sobre mi propia vida o la vida de los demás, Jesús nos pide un abandono filial en la providencia de del Padre celestial que cuida de las más pequeñas necesidades de sus hijos. Aquel que nos dio a su Hijo, ¿qué no nos dará si se lo pedimos correctamente? No se trata ciertamente de una actitud ingenua e irresponsable de cara al futuro, no. Se trata de "buscar primero el Reino de Dios" sabiendo que todo lo demás no nos faltará. Se trata de saber que Dios es amor y que, por lo tanto, cuanto viene de Dios es amor, incluso el dolor o la enfermedad, incluso los trabajos y fatigas. ¡Cuántas veces los caminos ásperos de Dios nos han hecho mucho más bien que los valles tranquilos de la propia rutina! Dios sabe de qué tenemos necesidad. Cuando tengamos duda sobre qué hacer, cómo actuar, qué obra emprender, hagamos esta pregunta: ¿qué es aquello que Dios me pide más insistentemente? No temamos emprender las obras de Dios que no nos faltará la providencia que nos sostenga y acompañe.

Una oración de Sören Kierkegaard dice así: "Oh Dios Tú nos has amado primero. He aquí que nosotros hablamos de ello como un simple hecho histórico, como si una sola vez nos hubieses amado primero. Sin embargo, Tú lo haces siempre. Muchas veces, en cada ocasión, durante toda la vida. Tú nos amas primero. Cuando nos despertamos en la mañana y volvemos a Ti nuestro pensamiento, Tú estás primero. Tú nos has amado primero. Y si mi levanto al alba y en ese mismo instante elevo hacia ti mi alma en adoración, Tú ya me has precedido y me has amado primero. Cuando recojo mi espíritu de una disipación y pienso en Ti, Tú has sido el primero. ¡Y así siempre! Y nosotros, ingratos, hablamos siempre como si sólo una vez Tú nos hubieses amado primero".


2. Saber amar a nuestros hermanos en la realidad concreta de la vida. Para amar a nuestros hermanos debemos practicar la pureza de corazón. Y esto no es cosa de poca monta. La pureza de corazón significa estar desprendido del amor desordenado de sí mismo. La falta de pureza de corazón es la que me lleva a pensar en mí, olvidándome de las necesidades de mis hermanos; la impureza de corazón hace surgir los celos, las envidias, los rencores, los afectos desordenados. ¡Cuánto mal se esconde detrás de esta impureza de corazón! Por el contrario, el que es puro de corazón ama con un corazón desprendido. Sabe negarse a sí mismo. No tiene acepción de personas. A todos trata con respeto y dignidad. Es universal en su amor y en su entrega a los demás. ¡Qué necesidad tan grande tienen los hombres y mujeres de nuestro tiempo de esta virtud! La necesitan los padres de familia para mantener su fidelidad mutua y para educar a los hijos con tino olvidándose de sí mismos. Una madre, un padre, de puro corazón es una persona que irradia confianza, seguridad, es luz en su familia, mantiene encendido el fuego del entusiasmo. Ayuda a crecer a cada uno de sus hijos sin compensaciones personales. Se sabe "servidor de Dios y de su familia, de sus hijos". La pureza de corazón no conoce los afectos desordenados, desconoce la envidia y el egoísmo a ultranza. Los puros de corazón, según la bienaventuranza, "verán a Dios" ¡Qué premio! Ver a Dios ya en esta vida manteniendo el corazón desprendido.

P. OCTAVIO ORTIZ


27.

Hch 10,25-26.34-35.44-48

Pedro se encuentra en casa de Cornelio, un pagano, que lo ha mandado llamar. Es un pagano “amigo” de los judíos, pero un pagano al fin. Recordemos que los judíos llamaban “perros” a los paganos mostrando así, la distancia que había entre unos y otros.

Cornelio necesita ser instruido, Pedro es un instrumento de Dios -no es Dios él-, y postrarse implica reconocerlo como Dios, cuando es hombre -como ocurrirá también con Pablo en 14,15-.

Pero también Pedro debe reconocer el paso de Dios por la vida de Cornelio, y lo hace con el clásico principio bíblico de que Dios no hace acepción de personas (Dt 10,17; 2 Cr 19,7; Sir 35,13; Rom 2,11; Ga 2,6; Ef 6,9; Col 3,25; 1 Pe 1,17). Este punto, no debe entenderse como que Dios es “aséptico”, porque el signo visible de este “no hacer acepción” radica en la predilección por las víctimas: los pobres, y -en este caso- los extranjeros.

El Espíritu de Dios es más libre que las estructuras humanas, por eso se derrama sobre “quienes no debiera”. En este gesto divino, Pedro, y con él la comunidad cristiana entera, debe reconocer los caminos nuevos por los que Dios quiere conducir a su pueblo. Y ese camino nuevo siempre está cercano a los despreciados, a las víctimas. La sumisión de Pedro al Espíritu queda reflejada en el bautismo, algo vedado a “perros”, pero algo que constituye “hermanos” a los que antes eran prohibidos. Y a los que Dios no discrimina.

Sal 97,1-4

El pueblo -o la parte de él que se encontraba- en el exilio en Babilonia, supo ver esta etapa crítica como una “repetición” de la estancia opresora en Egipto. Especialmente un discípulo de Isaías nos invitó a mirar la vuelta futura a la Tierra de la promesa como un nuevo éxodo. En el primer éxodo Dios acompañó a su pueblo manifestando su bendición, su poder, y su compañía. Los acontecimientos de las codornices, el maná, el agua de la roca y otros son mirados por el éxodo como “las maravillas de Yahvé”. Se supone, entonces, que este nuevo éxodo llevará consigo maravillas aún mayores. Y si las primeras fueron cantadas por Israel, se debe ahora entonar un “canto nuevo”.

Las obras de Dios son presentadas como salvación, justicia, amor, lealtad y esto debe llevar a toda la tierra a estallar en un grito de alegría. El motivo principal de este triunfo es la realeza de Yahvé, Él ha triunfado, y su triunfo -especialmente influido por el universalismo de Isaías- es motivo de alegría para todos los pueblos porque será reino de justicia.

1 Jn 4,7-10

Entre el amor mutuo y el amor que proviene de Dios hay una relación muy estrecha. Hay una “cadena” de amor hasta el punto que quien ama es porque a su vez ha recibido de Dios el amor primero. Una idea semejante ya estaba preparada en el AT, el jesed (misericordia) es el criterio de pertenencia al pueblo de Dios: «Se te ha declarado, hombre, lo que es bueno, lo que Yahveh de ti reclama: tan sólo practicar la equidad, amar la piedad y caminar humildemente con tu Dios» (Miq 6,8; ver Os 6,4-6).

Claro que este amor hemos de entenderlo de un modo claramente joánico: en la práctica. El conocimiento del amor es el amor vivido y experimentado, manifestado. El amor teórico, “en el aire” que promulgaban algunos dentro de la comunidad de Juan es cuestionado por su discípulo, el amor está desde el principio, y ese amor es el que experimentamos como originado en Dios, y concretado en su Hijo, enviado al mundo para que vivamos. Ese es el amor verdadero: el envío del Hijo, y es el amor que estamos llamados a concretar en la praxis cotidiana. El que no ama, ese no ha conocido a Dios. Así de simple.

La relación entre amor (jesed) y conocimiento es muy común en el profeta Oseas: “Escuchen la palabra de Yahveh, hijos de Israel, que tiene pleito Yahveh con los habitantes de esta tierra, pues no hay ya fidelidad ni amor, ni conocimiento de Dios en esta tierra” (4,1); donde no hay amor no hay conocimiento, y viceversa. Y eso también sostiene el autor de la carta.

Al decir que “Dios es amor” (había dicho que “Dios es espíritu” [Jn 4,24] y que “Dios es luz” [1 Jn 1,5]) nos invita a un acercamiento a Dios desde el Hijo, que comunica el espíritu (Jn 7,39), que es la luz del mundo (8,12) y que nos invita a amar como él (15,12) lo que incluye el envío “al mundo”, tanto desde la encarnación como el amor extremo hasta dar la vida. Probablemente los adversarios de Juan se limitaran a decir que el amor de Dios se manifestó en la encarnación, mientras que el autor quiere señalar que ese amor hasta dar la vida, precisamente porque “nos” dió vida -que recibimos por la conversión y el bautismo- no es un amor que “queda allí” sino que actúa en nosotros. Y ese amor es contrario al no-amor (“el que no ama...”) que es el odio, que es propio del mundo que no ha recibido al Hijo (1 Jn 3,13; ver Jn 15,18; 17,14) y no recibe a sus amigos.

Jn 15,9-17: No hay amor más grande que dar la vida por los amigos

El discurso de Jesús empieza una cadena que va del Padre al Hijo, de éste a los cristianos y luego a los cristianos entre sí. El amor que los cristianos deben darse es “como” el del Padre al Hijo. No por una cuestión de “cantidad” o “calidad”, sino por origen. El amor tiene su origen en Dios, y por “permanecer” es posible una intercomunicación fecunda. Las palabras que hablan de amor se repiten con frecuencia en la unidad (amor, amar, amigos). En los dos extremos encontramos sendas referencias al Padre, y en el centro de todo, encontramos una expresa referencia al amor “mayor”, que es el del mismo Jesús al dar la vida.

Permanecer en el amor es permanecer en la misma fuente del amor. Es, precisamente, este amor el que logra la unidad que genera la interrelación Padre-Hijo, Hijo-creyente. Y por esta comunión, también se intercomunican corazones y voluntades. La voluntad del Padre es la del Hijo, y la voluntad del Hijo es la de los creyentes. Por eso es mandamiento. Es mandamiento porque el amor “obliga”, exige desde dentro la realización de la voluntad del otro. Es amor en el que se permanece, que tiene en el otro su origen, y luego de echar raíces vuelve a su fuente. Antes de dar el paso del amor Cristo-creyente al de los creyentes entre sí, se interrumpe con una referencia a la alegría.

La alegría es la consecuencia “natural” del don del Espíritu, que es el don por excelencia de los tiempos definitivos de la intervención de Dios. Por eso es característico de los tiempos nuevos comenzados por la resurrección. Como este encuentro en el amor pleno es con el resucitado, la alegría es consecuencia necesaria. Y también la alegría es compartida de Cristo a los cristianos.

Este amor tiene como característico que es “como Jesús”, con lo que queda eliminada cualquier lectura espiritualista o intimista. Ese “como” que pone al amor de Jesús como modelo es al “amor mayor”.

En Juan es interesante señalar algunas cosas que se presentan como “mayores”: Jesús le dice a Natanael que verá “cosas mayores” (1,50), y dará un “testimonio mayor” (5,36). Los testigos de esto se preguntan si Jesús es “mayor” que Jacob o que Abraham (4,12; 8,53). Por la presencia del Paráclito los creyentes harán incluso “obras mayores” (14,12), aunque por sobre todas las cosas el mayor es el Padre (10,29), incluso mayor que el Hijo (14,28). En este contexto, el “amor mayor” es un amor que remite a Dios, que es el origen, y que se manifiesta “diciendo” algo. El amor que da la vida por los amigos “dice” que no puede haber uno “mayor” porque es un amor que tiene en Dios su origen y de Él se difunde a quienes “permanecen”. En 13,1 se nos había aclarado que “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Este amor, entonces, es mayor porque es extremo. Para Juan, es evidente, la cruz alcanza sentido por el amor de Jesús por “los suyos”, “los que ama”. Para Juan, entonces, la cruz es revelación del amor extremo, del “como yo los he amado”.

La referencia a la amistad también es una referencia a la revelación. Los servidores -por ejemplo los profetas- son instrumentos en la revelación, como queda claro en este texto de Amós: “No, no hace nada el Señor Yahveh sin revelar su secreto a sus siervos los profetas” (3,7; ver también: 2 Re 9,7; 17,13.23; 21,10; 24,2; Jer 7,25; 25,4; 26,5; 29,19; 35,15; 44,4; Bar 2,20.24; Ez 38,17; Dan 9,6.10; Zac 1,6 y ver Ap 11,18). Sin embargo, en este “movimiento de revelación”, un lugar muy especial lo ocupan Abraham (Is 41,8; 2 Cr 20,7; ver Sgo 2,23; Gn 18,17) y Moisés (Ex 33,11); este último texto es muy elocuente: “Yahveh hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo”. La amistad supone un conocimiento estrecho de la voluntad, de la intimidad de Dios. “El secreto de Yahveh es para quienes le temen, su alianza, para darles cordura” (Sal 25,14).

Constantemente en el evangelio vemos a Jesús revelando a su Padre, como se ve en 12,49-50: “... porque yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. Por eso, lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí”.

La imagen vuelve, hacia el final, a la imagen de la viña centrada ahora en el tema de los frutos. El uso de “para que vayan” se ha entendido en sentido misionero, pero parece preferible entenderlo destacando la idea de “dar fruto”. Dar fruto es, y acá va aclarándose el último punto de la imagen de la vid, “cuidar los mandamientos” pero siempre entendido desde el “permanecer”. El amor, que siempre es revelador, sea del amor mayor, o sobre la pertenencia al grupo de Jesús (13,35), remite -por la permanencia- al origen mismo del amor: Jesús.

En este contexto debe entenderse que el Padre conceda todo lo que pidan en su nombre. Se refiere a los frutos, que se asemeja a las “obras mayores” (14,12-13) a las que hicimos referencia más arriba. Así, el amor de los creyentes entre sí será manifestación (“gloria”) del Padre y, por lo tanto, revelación de su presencia.

Con esto, repitiendo lo que había empezado Juan da por concluida esta pieza que X. Léon Dufour llama justamente “cantata del amor”.

 

Reflexión

Pocas cosas deben saturamos tanto en el lenguaje cotidiano como la palabra “amor”. La escuchamos en la canción de moda, en la conductora superficial de un programa de televisión (tan superficial como su animadora), en el lenguaje político, en referencia al sexo, en la telenovela (más superficial aún que la animadora, si eso es posible)... Se usa en todos los ámbitos, y en cada uno de ellos significa algo diferente. Pero, sin embargo, ¡la palabra es la misma!

Sería casi soberbio pretender tener nosotros la última palabra, o pretender que “fuera de nosotros: ¡el error!”. Digamos, sí, que el amor en sentido cristiano no es sinónimo de un amor “rosado”, sensual, placentero, dulzón y sensiblero del lenguaje cotidiano o posmoderno. El amor de Jesús no es el que busca su placer, su “sentir”, o su felicidad sino el que busca la vida, la felicidad de aquellos a quienes amamos. Nada es más liberador que el amor; nada hace crecer tanto a los demás como el amor, nada es más fuerte que el amor. Y ese amor lo aprendemos del mismo Jesús que con su ejemplo nos enseña que “la medida del amor es amar sin medida”.

La cruz de Jesús, el gran instrumento de tortura del imperio romano (¿será costumbre de los imperios inventarlos?), se transforma -como otra cara de la moneda- también en la máxima expresión de amor de todos los tiempos. La cruz, símbolo de muerte y sufrimiento, pasa a ser signo vivo de más vida. En realidad con su amor final Jesús descalifica el mandamiento que dice que debemos “amar al prójimo como a nosotros mismos”; si debemos amar “como” Él, es porque debemos amar más que a nosotros mismos, hasta ser capaces de dar la vida. La cruz es la “escuela del amor”; no porque en sí misma sea buena, ¡todo lo contrario!, sino porque lo que es bueno es el amor ¡hasta la cruz! La cruz como medida puede ser medida del odio de Caifás, y también, del amor de Jesús; éste último es el que a nosotros nos interesa. Es el amor que nos enseña a mirar ante todo al ser amado, y más que a nosotros mismos, que nos enseña a no prestar atención a nuestra vida, sino la vida de quienes amamos; es el amor que nos enseña a ser libres hasta de nosotros mismos, siendo “esclavos de los demás por amor”. Nada hay más esclavizante que el amor, y nada hay más liberador que el amor (para quien lo da y para quien lo recibe). Ciertamente, el amor así entendido no es “rosado” (o ¿acaso es “rosado” morir en la cruz?) el amor es fuerte y “jugado” y comprometido por el otro.

No es el amor de quienes se llaman entre ellos “amorosos” y no se sienten impelidos a “la solidaridad (que) es la verdadera revolución del amor” (Juan Pablo II); no es el amor de quienes “hacen el amor” sin cargar la cruz y sin buscar la vida; no es el amor de quienes hablan de un “acto de amor” y provocan decenas de miles de “desaparecidos”; tampoco es el amor del séptimo matrimonio de la actriz que "ahora sí, con él soy feliz"; no es esto; ni tampoco el amor del que dice que “la caridad bien entendida empieza por casa” y se manifiesta absolutamente incapaz de salir al encuentro del pobre. El amor es el de Cristo, que con su acción que lo lleva “hasta el extremo”, libera a la humanidad -porque el amor libera-, aunque muchas veces nos resistamos a un amor “tan en serio”.

Aquí el amor es fruto de una unión, de “permanecer” unidos a aquel que es el amor verdadero. Y ese amor supone la exigencia -“mandamiento”- que nace del mismo amor, y por tanto es libre, de amar hasta el extremo, de ser capaces de dar la vida para engendrar más vida. El amor así entendido es siempre el “amor mayor”, como el que condujo a Jesús a aceptar la muerte a que lo condenaban los violentos. A ese amor somos invitados, a amar “como” él movidos por una estrecha relación con el Padre y con el Hijo. Ese amor no tendrá la liviandad de la brisa, sino que permanecerá, como permanece la rama unida a la planta para dar fruto. Cuando el amor permanece, y se hace presente mutuamente entre los discípulos, es signo evidente de la estrecha unión de los seguidores de Jesús con su Señor, como es signo, también, de la relación entre el Señor y su Padre. Esto genera una unión plena entre todos los que son parte de esta “familia”, y que llena de gozo a todos sus miembros donde unos y otros se pertenecen mutuamente aunque siempre la iniciativa primera sea de Dios.
 

 

Para la revisión de vida
En el evangelio de hoy Jesús nos resume todo en un solo mandamiento: el del amor, un amor como el que él nos ha tenido, y un mandamiento que –dice él- es para que tengamos gozo en nosotros y nuestro gozo llegue a plenitud…
¿Mi vida se resume también en un solo valor cumplido, el del amor? ¿Es ése mi esfuerzo central?
¿Y me lleva a la alegría, al gozo? ¿Es la mía una moral liberadora, que me hace feliz?
 

Para la reunión de grupo
-Pedro, mucho después de haber convivido con Jesús, «descubre» (1ª lectura) que Dios no hace acepción de personas, sino que acepta a todo el que practica la Justicia… Lucas presenta esto en su libro como un proceso de concienciación. Van ocurriendo cosas y los cristianos van concienciándose… ¿Qué nos dice esto sobre la naturaleza misma de la «revelación»? ¿Cómo revela Dios lo que quiere manifestarnos? ¿Nos lo entrega ya hecho, en un libro, en una inspiración al oído o al corazón? ¿Hay algo que está de nuestra parte en ese proceso? ¿Cómo se da esto en el gran conjunto de la revelación judeo-cristiana? Y los demás pueblos, ¿también reciben revelación de Dios, o sólo la recibimos los cristianos?
-Aunque ya pues en el capítulo 10 de los Hechos de los Apóstoles Pedro llegó a ese descubrimiento, en la historia subsiguiente tl descubrimiento se olvidó durante siglos. Recordemos prácicas que en la historia de la Iglesia no cuentan con ese descubrimiento de Pedro. ¿Cómo es posible que el cristianismo haya sido perseguidor de otras religiones?
-El primer principio del ecumenismo intracristiano es que «entre cristianos no puede haber proselitismo». La realidad, sin embargo es muy otra. ¿Por qué? Evoquemos causas teológicas, institucionales, sociales…
-Desde los principios ecuménicos que actualmente percibimos, hoy vemos más claramente la presencia de Dios en todas las religiones. De esto deducen algunos que la evangelización ya no tendría sentido. ¿Será posible? ¿O será sólo «una determinada evangelización» la que no tendría sentido? ¿Qué evangelización debería desaparecer, y qué tipo de evangelización sigue teniendo sentido?
-«Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor. como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto». ¿Una moral verdaderamente «cristiana», o sea, que se remita verdaderamente al Jesús de quien son esas palabras, puede no ser una moral de la alegría y de la felicidad? ¿Tiene sentido una moral no liberadora? ¿De qué nos tiene que liberar la moral?
 

Para la oración de los fieles
-Para que las Iglesias cristianas exijan a la sociedad y practiquen ellas mismas el pleno respeto a los derechos humanos, roguemos al Señor.
-Para que las Iglesias cristianas practiquen el diálogo religioso, no sólo en aquellos países o regiones del mundo donde ellas son minoría, sino también allí donde tienen una posición social mayoritaria, roguemos al Señor.
-Para que las Iglesias cristianas presenten a los hombres y mujeres de hoy una moral del amor y de la vida, con un talante liberador, jovial, optimista, valorador de todos los dones con que Dios nos ha colmado a los seres humanos, roguemos al Señor.
-Para que las Iglesias cristianas estén siempre de parte de la Justicia y de la Fraternidad, claramente posicionadas del lado de los pobres y los excluidos del mundo, y avalen esta actitud con la negación de toda connivencia con los poderes económicos que marginan los derechos de los pueblos pobres, roguemos al Señor.
-Para que todos estos compromisos broten del amor, del mandamiento único según el que todos seremos juzgados en la tarde de nuestra vida, roguemos al Señor.
 

Oración comunitaria
Oh Dios, Misterio eterno, insondable, inaccesible, al que todos los pueblos han pretendido acercarse. Estamos convencidos de que el Amor es el mejor camino hacia Ti, porque Tú eres Amor y has puesto el Amor en el ser mismo de todo lo que existe. Haz que nos dejemos llevar y transformar por el Amor, y que nuestro pequeño amor, a su vez, se transmita y propague al Universo y al Mundo de nuestros hermanos y hermanas. Tú que Amas y haces Amar, desde siempre y para siempre. Amén.

Oh Dios, Padre-Madre nuestro: concédenos sentir y vivir cada día más tu amor, de modo que comprendamos que lo único que esperas de nosotros es que amemos a todo el mundo como tu Hijo nos ha amado, y que sepamos poner en práctica esa enseñanza. Nosotros te lo pedimos por Jesucristo, nuestro hermano mayor. Amén.

SERVICIO BÍBLICO LATINOAMERICANO


28. DOMINICOS

SOMOS TODOS HIJOS DE DIOS, POR EL AMOR. AMIGOS POR ELECCIÓN

Dos ideas afloran con fuerza en la liturgia de este domingo: una la universalidad de la invitación de Jesús a seguirle, a ser de los suyos. La superación de razas, culturas para constituir una única familia. “está claro que Dios no hace distinciones: acepta al que lo teme y practica la justicia sea de la nación que sea”.

La otra idea se expresa con una palabra, la amistad. En no pocos países de América latina se celebra este último domingo de mayo el día de la Madre. Puede parecer que hablar de amistad ante el amor de la madre es rebajar la categoría del amor maternal. No es así, no se puede ser nada mejor afectivamente que amigo, el amor maternal y filial alcanza su grado máximo cuando es de amistad.

Ser amigos de Jesús supone hacer lo que él nos manda. Y lo que nos manda es que nos amemos unos a otros como él nos ha amado. Eso es lo que leemos en el evangelio.

Domingo, pues, de la amistad. De la amistad universal. No porque todos sean amigos. Eso es imposible. Sino porque no hay impedimentos de raza, de cultura, de religión que impida el amor de amistad con Jesús y entre nosotros. Sólo es cuestión de capacidad de amar, de reconocer a todos como hijos de Dios.

 

Comentario bíblico:

 

Iª Lectura: Hechos de los Apóstoles (10,25-26.34-35.44-48): El Espíritu abre caminos nuevos

I.1. La primera lectura de hoy es un resumen de un gran relato que Lucas, el autor de los Hechos, ha colocado en su narrativa en un momento álgido de la vida de la primera comunidad. Los discípulos, en Jerusalén, habían sido perseguidos por el nombre de Jesús; la comunidad había quedado limitada por la tensión que suponía el tener que doblegarse a las exigencias rituales y legales del judaísmo: ¿qué sería del nuevo movimiento, del «camino» que habían emprendido sus seguidores? Cada día se hacía más necesario que los discípulos rompieran ese círculo de la ciudad santa y se lanzaran por caminos nuevos. Pero es el Espíritu, como en Pentecostés, quien va a tomar la iniciativa para abrir el cristianismo a otros hombres y a otros pueblos.

I.2. Estando Pedro en Joppe (Jaffa), tras una visión que le descoloca ideológica y prácticamente, es invitado a ir a la ciudad romana de Cesarea, donde residía habitualmente el prefecto romano, para entrevistarse con Cornelio (un jefe de la milicia) y su familia. Habían oído hablar de ese nuevo movimiento entre los judíos y querían saber lo que proponían. Pedro se llegó hasta aquella ciudad y les anunció el mensaje cristiano. Y antes de que los hombres pudieran tomar decisiones se adelantó el Espíritu de Dios para hacerse presente en medio de ellos. Se conoce este relato como el “Pentecostés pagano”, ya que Lucas ha querido centrar la escena de Hch 2, en los judíos y su mundo.

I.3. El relato muestra la experiencia intensa de gozo, en la que pudieron notar la fuerza de la salvación que Dios quiere ofrecer, incluso a los paganos. Es el Espíritu del resucitado, pues  quien lleva la iniciativa en la misión. Y es que la Iglesia, si no se deja conducir por el Espíritu, no podrá tener futuro. Los que acompañan a Pedro, judeo-cristianos, se asombran de que Dios, el Espíritu, pueda ofrecerse a los paganos. Pedro, es decir, Lucas, tienen que justificar que Dios no hace acepción de personas porque tiene un proyecto universal de salvación;  de ahí que pida el bautismo para los paganos en nombre de Jesús, porque si el Espíritu se ha adelantado es para abrir caminos nuevos.

 

IIª Lectura: Iª Carta de Juan (4,7-10): La experiencia del amor, como experiencia divina

La segunda lectura, esta vez, es la que mejor va a interpretar el sentido del evangelio de este domingo. La carta nos ofrece una de las reflexiones más impresionantes sobre el Dios cristiano: es el Dios del amor. El amor viene de Dios, nace en él y se comunica a todos sus hijos. Por eso, la vida cristiana debe ser la praxis del amor. Si verdaderamente queremos saber quién es Dios, la carta de Juan nos ofrece un camino concreto: aprendiendo a ser hijos suyos; ¿cómo? amando a los hermanos.

La experiencia del amor es la experiencia divina por excelencia, y si los hombres quieren ser «divinos», en la medida en que nos es permitido ser dioses (si entendemos esta expresión correctamente); si queremos ser eternamente felices, no hay más que un camino: amando. Y sepamos, pues, que en ello, la iniciativa la ha tenido Dios mismo: entregándonos a su Hijo, dándonos a nosotros lo que más ama. El autor nos habla del “nacer” de Dios y “conocer” a Dios. Ya sabemos que el “conocer” es un verbo bíblico de tonos especiales que no contempla primeramente lo intelectual, sino lo que hoy llamamos lo “experiencial”. Tener experiencia de Dios es sentir su amor.

 

Evangelio. Juan (15,9-17):  La experiencia del amor del Padre en Jesús

III.1. El evangelio de Juan, en esta parte del discurso de despedida de la última cena de Jesús con sus discípulos, insiste en el gran mandamiento, en el único mandamiento que Jesús ha querido dejar a los suyos. No hacía falta otro, porque en este mandamiento se cumplen todas las cosas. Forma parte del discurso de la vid verdadera que podíamos escuchar el domingo pasado y, sin duda, aquí podemos encontrar las razones profundas de por qué Jesús se presentó como la vid: porque en su vida, en comunión con Dios, en fidelidad constante a lo que Dios es, se ha dedicado a amar. Si Dios es amor, y Jesús es uno con Dios, su vida es una vida de entrega.

III.2. Por ello, los sarmientos solamente tendrán vida permaneciendo en el amor de Jesús, porque Jesús no falla en su fidelidad al amor de Dios. Jesús quiere repetir con los suyos, con su comunidad, lo que Dios ha hecho con él. Jesús siente que Dios le ama siempre (porque Dios es amor) y una comunidad no puede ser nada si no se fundamenta en el amor sin medida: dando la vida por los otros. Dios vive porque ama; si no amara, Dios no existiría. Jesús es el Señor de la comunidad, porque su señorío lo fundamenta en su amor. La comunidad tendrá futuro  si ponemos en práctica el amor, el perdón, la misericordia de los unos con los otros. Ese es el signo de los hijos de Dios.

III.3. Con una densidad, quizás no ajustada al lenguaje del Jesús histórico, el autor del cuarto evangelio nos adentra en el mundo del amor y de la amistad con Dios, con Jesús y entre los suyos. Es un discurso que establece unas relaciones muy particulares. Dios ama al Hijo, el Hijo ama a los suyos, éstos se llenan de alegría, ¿por qué? Porque estas son relaciones de amor de entrega, de amistad. Son términos que la psicología recoge como los más curativos para el corazón y la mente humana. Todos sabemos lo necesario que es ser amado y amar: es como la fuente de la felicidad. El Jesús de San Juan, pues, se despide de los suyos hablándoles de cosas trascendentales y definitivas. No hay otro mensaje, ni otro mandamiento, ni otra consigna más definitiva para los suyos. No está la cuestión en preguntarse solamente ¿qué tenemos que hacer?, aunque se formule en mandamiento, sino ¿cómo tenemos que vivir? : amando.

III.4. ¿Es amor de amistad (filía) - como en los griegos-, o más bien es amor de entrega sin medida (ágapê)? Sabemos que San Juan usa el verbo “fileô”, que es amar como se aman los amigos, en otros momentos. Pero en este texto de despedida está usando el verbo agapaô y el sustantivo ágape, para dar a entender que no se trata de una simple “amistad”, sino de un amor más profundo, donde todo se entrega a cambio de nada. El amor de amistad puede resultar muy romántico, pero se puede romper. El amor de “entrega” no es romántico, sino que implica el amor de Dios que ama a todos: a los que le aman y a los que no le aman. Los discípulos de Jesús deben tener el amor de Dios  que es el que les ha entregado Jesús. Este es el amor que produce la alegría (chara) verdadera. El “permanecer” en Jesús no se resuelve como una simple cuestión de amistad, de la que tanto se habla, se necesita y es admirable. El discipulado cristiano del permanecer  no se puede fundamentar solamente en la “amistad” romántica, sino en la confianza de quien tiene que dar frutos. Por eso han sido elegidos: están llamados a ser amigos de Jesús los que aman entregándolo todo como El hizo. Esta amistad no se puede romper  porque está hecho de un amor sin medida, el de Dios.

Miguel de Burgos, OP

mdburgos.an@dominicos.org

 

Pautas para la homilía

Viene bien destacar la sorpresa de los primeros cristianos, procedentes del judaísmo, al experimentar que el Espíritu Santo echaba por tierra sus prejuicios religiosos y de raza y abría la fe cristiana a los incircuncisos, a los paganos. Más allá de las profundas discusiones que habían mantenido sobre si se podía  o no ser cristiano sin atenerse en todo a la ley judía, el Espíritu Santo había hablado. Y lo había hecho derramándose también sobre los paganos.

Ser cristiano es ser universal, es romper fronteras, es sentirse cerca de todos, próximo a - prójimo de – todos. La fe cristiana no tiene nada de secta exclusiva, ni de grupo de élite, ni de reunión de puros y menos de pureza de sangre. Nadie se puede apropiar de esa llamada universal de Cristo a seguirle. Vendrán de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur, había dicho Jesús, a compartir su reino.

 

Si en el domingo anterior se decía que somos nuestros sentimientos y, en concreto, nuestra capacidad de amar, - eso es lo que define nuestra condición humana -, en la segunda lectura de este domingo Juan nos dice que ese amor lo heredamos de Dios.

Dios no sólo creó al hombre, lo creó a su imagen y semejanza, dice el primer libro de la Sagrada Escritura. Esta carta de Juan, uno de los últimos de la Escritura, dice que esa semejanza a Dios se cifra en que él nos ha traspasado su capacidad de amar: nunca nos parecemos más a Dios que cuando amamos. El amor es de Dios; por tanto amar es acción divina y a la vez la más humana.

Jesús de Nazaret es la concreción personal de esa realidad divino-humana que es el amor, es el hombre-Dios, cuya existencia y presencia entre nosotros se debe exclusivamente a una decisión de amor de Dios: En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene en que Dios envió a su Hijo para que vivamos por medio de él.

 

La universalidad de la llamada de Dios, más el amor origen de esa llamada, permiten concluir que lo que rompe las fronteras y la hace universal es el amor. La universalidad no se pretende para ser más y, por lo tanto, conformar un grupo fuerte formado por muchos y muy variados seres humanos. Es simplemente efecto de no poner fronteras al amor.

El amor es universal cuando es intenso, cuando no se ponen límites: “los límites del amor es amar sin límites”, hemos oído. Refiriéndose no a que se extienda a mucha gente, sino que a la potencia original de ese amor.

Santo Tomás de Aquino enseñó que la expresión más fuerte del amor es la amistad. Amistad es lo que Jesús brinda a sus discípulos y quiere que sea la relación afectiva de ellos hacia él. Para todas las culturas y religiones la amistad es algo absolutamente bueno, nada hay en ella sospechoso.

Se funda en estas cuatro notas: primera en la libertad, “ya no os llamo siervos...os llamo amigos”: los amigos se eligen, mientras que los hermanos o los padres se nos dan.  Segunda, la confidencia: “os llamo amigos porque todo lo que he oído a mis Padre os lo he dado a conocer”.. La confidencia exige confianza, la confianza íntima unión.

Tercera es difusiva de sí misma, tener amigos profundos ayuda a amar incluso a aquellos que no lo son, o sea, a cumplir el mandato de Cristo, “que os améis unos a otros”.

Cuarta, la amistad así entendida es la manifestación suprema del amor y por ello implica el don de sí mismo: “nadie ama más que el que da la vida por sus amigos”. Es decir, como se indicaba en el comentario bíblico, implica una entrega total.

Fray Juan José de León Lastra, O.P.
juanjose-lastra@dominicos.org


29. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO

TEXTOS SAGRADOS

Primera Lectura - (Hechos 10, 25-26. 34-35. 44-48).

Cuando Pedro entraba salió Cornelio a su encuentro y cayó postrado a sus pies. Pedro le levantó diciéndole: «Levántate, que también yo soy un hombre.» Entonces Pedro tomó la palabra y dijo: “Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier nación el que le teme y practica la justicia le es grato”.

Estaba Pedro diciendo estas cosas cuando el Espíritu Santo cayó sobre todos los que escuchaban la Palabra. Y los fieles circuncisos que habían venido con Pedro quedaron atónitos al ver que el don del Espíritu Santo había sido derramado también sobre los gentiles, pues les oían hablar en lenguas y glorificar a Dios. Entonces Pedro dijo: «¿Acaso puede alguno negar el agua del bautismo a éstos que han recibido el Espíritu Santo como nosotros?» Y mandó que fueran bautizados en el nombre de Jesucristo. Entonces le pidieron que se quedase algunos días.

Salmo 97,1.2-3

Cantad a Yahveh un canto nuevo,
porque ha hecho maravillas;
victoria le ha dado su diestra
y su brazo santo.

Se ha acordado de su amor y su lealtad
para con la casa de Israel.
Todos los confines de la tierra han visto
la salvación de nuestro Dios.

¡Aclamad a Yahveh, toda la tierra,
estallad, gritad de gozo y salmodiad!

Segunda lectura: (1 Juan 4, 7-10).

Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados.

Evangelio (Jn 15, 9-17).

Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado. Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. Lo que os mando es que os améis los unos a los otros

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COMENTARIOS GENERALES


El concepto cristiano del ágape

En cada uno de los tres años que componen el actual ciclo litúrgico dominical, la Iglesia nos propone un Evangelio determinado como guía para el conocimiento de las acciones y de las palabras de Jesús. El primer año (ciclo A) es el Evangelio según Mateo, el segundo año (ciclo B), el Evangelio según Marcos, y el tercer año (ciclo C), el Evangelio según Lucas. Sin embargo, ¡los ciclos son tres y los Evangelios, cuatro! La liturgia resolvió este problema en forma brillante haciéndonos leer el Evangelio de Juan no en un año en particular sino en los tiempos fuertes de cada uno de los ciclos años, es decir, en el período navideño y en el pascual. En los momentos en los cuales no basta con evocar los acontecimientos sino que también es necesario hurgar en ellos para captar la profundidad del misterio, la Iglesia recurre a Juan, el evangelista teólogo representado por el símbolo del águila debido a su altura. Por eso en estos domingos posteriores a Pascua, hemos interrumpido la lectura de Marcos para escuchar fragmentos del Evangelio -y hoy también de la epístola- de Juan.

Juan es, por excelencia, el “testigo ocular” de Jesús. Estuvo cerca de él desde la primera hora (cfr. Jn. 1, 35 sq.); junto con Pedro y Santiago, su hermano, asistió a la Transfiguración y a la agonía de Jesús en el Getsemaní (cfr. Mc. 14, 33) y se encontró entre los primerísimos testigos de la resurrección (Jn. 20. 2 ssq.).

Él mismo se presenta en el Evangelio como “aquel que ha visto' (Jn. 19, 35). Aún más a menudo, sin embargo, Juan se presenta como “el discípulo que Jesús amaba” (cfr. 13, 23; 19, 26; 20, 2). Su testimonio más importante no se refiere a las cosas hechas por Jesús sino a su amor.

La liturgia nos lo hizo escuchar justamente hoy bajo esa investidura de testigo del amor de Cristo. Pero, para poder recibir sin reservas su testimonio, debemos esclarecer primero un problema que se nos presenta, se puede decir, cada vez que leemos el Evangelio de Juan. Él nos proporcionó hoy un discurso sublime sobre el amor sentido por Cristo en el Cenáculo, pocas horas antes de su pasión. ¿Es posible -nos planteamos- que Jesús haya dicho efectivamente estas cosas, cuando estaba con vida, a discípulos “lentos y duros en su corazón para comprender” incluso lo más simple? Por el comentario que hace el evangelista acerca de las palabras de Jesús (segunda lectura de hoy), nos damos cuenta de que aquellas ideas escuchadas en el Evangelio eran las mismas que Juan propiciaba y predicaba a sus iglesias alrededor de los años 100. ¿Cómo se concilia todo esto con la historicidad del relato?

La respuesta se encuentra en esas palabras que el propio Juan pone en boca de Jesús, siempre en la última cena: Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora. Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad... El me glorificará porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes (Jn. 16, 12- 14); el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho (Jn 14, 26). La revelación hecha por Jesús del amor del Padre y de su amor por los hombres era justamente una de esas cosas que los discípulos todavía no estaban capacitados para comprender. De todos modos, estaba en la mente de Jesús mientras departía con ellos durante la última cena y no pudo dejar de aparecer aquí y allá, en sus palabras y en sus gestos (por ejemplo, en el lavado de los pies y, sobre todo, en la institución de la Eucaristía). Más tarde, cuando Juan escribe el Evangelio y atribuye a Jesús aquellas palabras que hemos escuchado, no les asigna nada de “extraño”; son en verdad pensamientos de Jesús que el Espíritu Santo hace volver a la mente del evangelista; son sus gestos los que ilumina, potenciando la mente y la inteligencia del evangelista. Cuando se habla de la inspiración bíblica, se entiende justamente esto. Ella supone, por supuesto, la fe, pero en la fe garantiza también la verdad “histórica” de las palabras que se leen en la Biblia. Por lo tanto, la que hemos escuchado en el Evangelio es sin lugar a dudas “palabra del Señor”, es decir, de Jesús.

Y ahora examinemos más de cerca esas palabras. ¿Qué leemos allí? En ambos fragmentos (2 lectura y Evangelio), encontramos la descripción de la estructura en tres planos del amor: amor del Padre por el Hijo suyo Jesucristo, amor de Jesucristo por los hombres, amor de los hombres entre ellos: Como el Padre me ha amado, así también yo los amé; ámense los unos a los otros.

Otras veces hemos tenido ocasión de hablar de uno o de otro de estos amores (del amor de Dios, del amor de Cristo o del amor del prójimo); hoy debemos aprehender la unidad existente entre ellos y la ley interior que la gobierna. Esta ley se llama ágape . El amor puramente humano, pasional y natural -aquel que con el vocablo griego se denomina eros - se ve dominado por esta ley: como yo te amo, así debes amarme. (“Ámame tanto como yo te amo”, canta la protagonista femenina de una célebre ópera italiana). Es sólo amor de reciprocidad y por lo tanto, en cierto sentido, un do ut des ; es un buscar con empeño más que un dar. El amor evangélico -llamado ágape o caridad- rompe este círculo cerrado que con tanta facilidad se convierte en un egoísmo de dos. Su ley fundamental es: así como yo te he amado, ama a tu hermano. En este caso, el amor no se estanca sino que circula en forma permanente y con él circula la vida; no es un mero intercambio sino un don que se mantiene por medio de la transmisión, como el agua que permanece viva al fluir. Amar no es ganarse el uno al otro -ha sido escrito- sino mirar juntos en la misma dirección. Y esta dirección -sea que se mire hacia atrás o hacia adelante- es siempre la misma: Dios.

Sin embargo, este amor totalmente proyectado “hacia adelante”, es decir, hacia quien debemos amar, no excluye el intercambio y la gratitud, el amar a aquel que nos ha amado. El Hijo responde al amor de Padre (¡y con qué amor!) y pide ser amado por nosotros. Permanezcan -dice con insistencia- en mi amor , y el apóstol Pablo exclama: ¡Si alguien no ama al Señor, que sea maldito! (1 Cor. 16, 22). Cabe señalar que este intercambio y este responder al amor se expresan justamente dando a otro el amor recibido.

La importancia del mandamiento nuevo surge de aquí y Juan lo destaca al insistir en éste más que en todos los otros planos del amor: Ámense los unos a los otros , nos hace decir por Jesús (Evangelio) y amémonos los unos a los otros , nos dice él mismo (2 lectura). Si no se da este último paso -desde nosotros hacia los hermanos- la larga cadena de amor que desciende de Dios Padre queda como suspendida en el vacío; el amor llega cerca de nosotros, pero no nos toca; permanecemos fuera de su fluir, fuera entonces de la vida y de la luz porque el que no ama permanece en la muerte (1 Jn. 3, 14). San Pablo, autor del más alto elogio del ágape, lo considera formado por este amor de entrega que se expresa a través del perdón, la humildad, la generosidad, el servicio, la benignidad, la confianza y la tolerancia: El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde; no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (1 Cor. 13, 4-7).

Lo que la palabra de Dios ha querido decirnos hasta aquí, parece entonces resumirse en una sola frase: para ser amados, es necesario amar ; para recibir amor del Padre y de Jesucristo, es necesario dárselo a los hermanos. Sin embargo, sentimos que esta conclusión es incompleta, demasiado fácil de entender, pero también muy difícil de llevar a la acción; demasiado “pelagiana”, en cierto sentido, para ser cristiana. (El “poder hacer” del hombre, en efecto, parece preceder al don y a la gracia de Dios).

En realidad, la verdadera paradoja cristiana surge al agregar esta otra verdad: Para amar, es necesario ser amados . Juan -el discípulo que Jesús amaba-entendió por experiencia propia que sólo quien es amado está capacitado para amar, y por eso escribió en su carta: Nosotros amamos porque Dios nos amó primero (1 Jn. 4, 19). (Por primero se entiende no una sola vez, al principio, sino continuamente, porque Dios es siempre, en cada instante, quien ama primero y quien precede a la cosa creada).

Ésta es una ley universal y basta examinarnos un poco a fondo para descubrir que también es válida en el plano humano y psicológico; sólo quien ha experimentado el amor, al menos inicialmente, es capaz de abrirse a él, de no tener miedo de amar. Así, quien ha sufrido carencia de afecto en la infancia, a menudo se muestra cerrado y desconfiado, expuesto más que nadie a la violencia. Para el creyente, esta experiencia primordial del amor es la que se inicia en el Bautismo con el don infuso del ágape (la virtud teológica de la caridad), pero es una experiencia que sólo el amor concreto de los hermanos puede “desarrollar” y hacer consciente.

El mismo Jesús parece asignar al amor fraterno la tarea de ser un signo eficaz del amor del Padre: para que el mundo conozca que tú (Padre) me has enviado, y que yo los amo como tú me amaste (Jn. 17, 23). Un pecador, alguien que esté lejos de Dios, sabrá que hay un Dios que lo busca y lo perdona, si hay un hermano que lo busca, que se interesa por él y lo perdona en nombre de Dios. Un pobre, un enfermo, un anciano abandonado, descubrirá que hay un Padre también para él, si ve a un hermano que, en nombre de Cristo, se le acerca, comparte con él su pan y toma para sí un poco de su tristeza. Dios nos ha hecho solidarios y responsables a los unos de los otros.; quiere que, quien ha tenido la experiencia de ser amado por Dios, trate de llevar a los otros la misma experiencia del único modo posible, es decir, amándolos, y amándolos en forma concreta: no amemos solamente con la lengua y de palabra; sino con obras y de verdad (1 Jn. 3, 18).

En estos domingos posteriores a Pascua, estamos evocando -a través de la lectura de los Hechos de los Apóstoles - el nacimiento de la primerísima comunidad cristiana, aquella de la cual se dice que era “un solo corazón y una sola alma” (1 lectura del 2 domingo de Pascua) y que estaba repleta del Espíritu Santo (1 lectura de hoy). Ésta es la realización histórica hacia la cual tiende el ágape cristiano: una comunidad de hermanos a quienes el amor de Dios lleva a compartir todo lo que se tiene, incluso los bienes materiales.

No obstante, el modelo último de todo ágape, personal y comunitario, es Jesucristo. Él recibió todo del Padre (cfr. Mt. 11, 27), pero todo lo que recibió lo dio “por la vida del mundo”, incluida su carne. La Eucaristía que celebramos ahora es el recuerdo viviente de este ágape, tanto es así que el vocablo ágape pronto significó para los cristianos la comida eucarística de la comunidad. Ella es el recuerdo del ágape más grande que exista, puesto que, como hoy lo hemos escuchado por boca de Cristo, nadie tiene un amor más grande que éste: dar la vida por los propios amigos.

(Raniero Cantalamessa, La Palabra y la Vida-Ciclo B , Ed. Claretiana, Bs. As., 1994. Pag. 118 - 123)

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SAN GREGORIO MAGNO


HOMILIA VII

Dirigida al pueblo en la basílica de San Pancracio el día de su natalicio

1. Estando llenas de preceptos todas las alocuciones del Señor, ¿cómo es que, refiriéndose al del amor, cual si se tratara de un mandato único, dice el Señor: El precepto mío es que os améis los unos a los otros, sino porque todo mandato se refiere a sólo el amor y todos los preceptos se reducen a uno solo? Porque a la manera que las ramas de un árbol, por muchas que sean, proceden todas de una sola raíz, así todas las virtudes, aunque sean muchas, nacen de una sola, de la caridad, y no tiene verdor alguno el ramo de la buena obra si no está radicado en la caridad, puesto que cuanto se manda se funda en sólo la caridad.

Los preceptos del Señor, por consiguiente, son a la vez muchos y son uno solo: muchos, por la diversidad de las obras, y uno, por la raíz del amor.

Ahora bien, de qué modo ha de practicarse este amor, El mismo lo da entender, mandando en muchas sentencias de su Escritura amar a los amigos en El y a los enemigos por El. Tiene, pues, verdadera caridad quien ama al amigo en Dios y al enemigo por Dios.

Hay, empero, algunos que aman a los prójimos, mas por afecto de parentesco y de la carne; a los cuales, no obstante, no se oponen las Sagradas Letras; pero una cosa es lo que se hace espontáneamente por razón de la naturaleza y otra cosa es lo que se debe por obediencia a los preceptos del Señor referentes a la caridad. Estos no hay duda que también aman al prójimo; mas, con todo, no logran los grandes premios del amor, porque no explican su amor espiritualmente, sino carnalmente.

Por consiguiente, cuando el Señor dice: El precepto mío es que os améis los unos a los otros , en seguida añadió: como yo os he amado . Como si claramente dijera: Amad para lo que yo os he amado.

2. En lo cual debemos observar atentamente, hermanos carísimos, que el antiguo enemigo, cuando impele nuestras almas al amor de las cosas temporales, excita contra nosotros a un prójimo más débil para que procure quitarnos esas mismas cosas que nosotros amamos. Y no le importa al enemigo, al hacer esto, el quitar lo terreno, sino el debilitar en nosotros la caridad; pues en seguida montamos en cólera y, por no querer ceder en lo exterior, interiormente nos causamos daño grave; pues por defender bienes pequeños de fuera perdemos bienes mayores del interior, porque, amando lo temporal, perdemos el verdadero amor. Todo el que nos quita lo nuestro es, en efecto, enemigo; pero, cuando comenzamos a odiar al enemigo, de dentro es lo que perdemos. Así que, cuando el enemigo nos haga sufrir algo exteriormente, estemos alerta en el interior contra el ladrón oculto, el cual nunca queda mejor vencido que cuando se ama al que nos daña exteriormente.

Una sola y decisiva es, en efecto, la prueba de la caridad: si se ama al mismo que nos es contrario. Por eso la misma Verdad soporta el patíbulo de la cruz y dispensa el amor a sus mismos perseguidores, cuando dice (Lc. 23): Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen . ¿Qué extraño es que los discípulos amen, mientras viven, a los enemigos, si el Maestro ama a los enemigos aun cuando le están dando muerte?

El súmmum de este amor lo expresa cuando añade: Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos . El Señor había venido a morir también por sus enemigos, y, sin embargo, decía que El había de dar su vida por sus amigos, sin duda para enseñarnos que como, amándolos, podemos ganar a los enemigos, también son amigos los mismos perseguidores.

3. Pero he aquí que nadie nos persigue de muerte; ¿cómo, pues, podemos probar si amamos a los enemigos? Algo hay, sí, que debe hacerse en la paz de la Iglesia, por donde aparezca claro si, al tiempo de la persecución podremos morir amando. En efecto, el mismo San Juan dice (1ª 3,17): Quien tiene bienes de este mundo y, viendo a su hermano en necesidad, cierra las entrañas para no compadecerse de él, ¿cómo es posible que resida en él la caridad de Dios? Por eso también San Juan Bautista dice (Lc. 3,11): El que tiene dos vestidos dé al que no tiene ninguno . Luego quien en tiempo de paz no da por amor de Dios su vestido, ¿cómo dará su vida en tiempo de persecución? Por tanto, para que en tiempo de perturbación se mantenga invicta la virtud de la caridad, nútrase de misericordia en el tiempo tranquilo, de manera que aprenda a dar a Dios primeramente sus cosas y después a sí mismo.

4. Prosigue: Vosotros sois mis amigos . ¡Oh, cuánta es la misericordia de nuestro Creador! ¡No somos siervos dignos, y nos llama amigos! ¡Cuánta es la dignidad de los hombres! ¡Ser amigos de Dios!

Mas, ya que habéis oído la gloria de la dignidad, oíd también a costa de qué se gana: Si hiciereis lo que yo os mando . Sois amigos míos si hacéis lo que yo os mando; como si claramente dijera: Gozaos de la dignidad, pero pensad a costa de qué trabajos se llega a tal dignidad.

Efectivamente, cuando los hijos de Zebedeo, por mediación de su madre, pretendían los dos primeros puestos, el uno a la diestra de Dios y el otro a la siniestra, oyeron (Mt. 20,22) ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber? Solicitaban ya un puesto eminente, y la Verdad los llama al camino por donde llegarían a tales preeminencias. Como si dijera: Ya veo que apetecéis un puesto elevado, pero recorred antes la vía del dolor, pues por el cáliz se llega a la grandeza; si vuestra alma apetece lo que agrada, bebed antes lo que mortifica. Así, así es como, por el trago amargo de la confesión, se llega al goce de la salud.

Ya no os llamaré siervos, pues el siervo no es sabedor de lo que hace su amo. Mas a vosotros os he llamado amigos, porque os he hecho saber cuantas cosas oí de mi Padre . ¿Cuáles son todas estas cosas que ha oído de su Padre, y que ha querido hacer saber a sus discípulos para hacerlos amigos suyos, sino los gozos de la caridad interior, sino los regocijos de la patria celestial, lo cual fija en nuestras almas, mediante las aspiraciones a su amor?; pues cuando amamos las cosas celestiales que hemos oído, ya conocemos lo que amamos, porque el mismo amor es noticia. Había, pues, hecho conocer todas estas cosas a aquellos que, habiendo trocado sus deseos terrenos, ardían en las llamas del amor divino.

Bien había contemplado a estos amigos de Dios el profeta cuando decía (Ps. 38,17): Yo veo, Señor, que tú has honrado sobremanera a tus amigos ; y amigo (amicus) suena así como custodio del alma.

Por tanto, cuando el Salmista vio que los elegidos de Dios, apartados del amor del mundo, cumplían la voluntad divina, obedeciendo sus mandatos celestiales, admiró a los amigos de Dios, diciendo: Yo veo, Señor, que tú has honrado sobremanera a tus amigos . Y como si en seguida pretendiéramos que nos diera a conocer la causa de tan grande honor, a continuación añadió: Su imperio ha llegado a ser sumamente poderoso .

Vedlos: los elegidos de Dios doman la carne, fortalecen el espíritu, vencen a los demonios, brillan en virtudes, menosprecian lo presente y predican con obras y con palabras la patria eterna; además la aman más que a la vida, y a ella llegan por medio de los tormentos; pueden ser llevados a la muerte, pero no pueden ser doblegados; su imperio, pues, ha llegado a ser sumamente poderoso. En el mismo martirio en que su cuerpo sucumbió a la muerte, ved cuánta fue la grandeza de su espíritu; y ¿de dónde esto sino porque su imperio ha llegado a ser sumamente poderoso?

Y para que no pienses tal vez que son pocos los que son tan grandes, añadió (v. 18): Póngome a contarlos y veo que son más que las arenas del mar . Contemplad, hermanos, todo el mundo: lleno está de mártires; ya apenas si los que vivimos somos tantos cuantos son los testigos de la verdad. Luego sólo Dios puede contarlos; para nosotros son más que las arenas, porque nosotros no podemos saber cuántos son.

5. Ahora, quién sea el que ha llegado a esta dignidad de ser llamado amigo de Dios, véalo cada uno en sí mismo; mas no atribuya a sus méritos ninguno de los dones que halle tener, no sea que venga a caer en la enemistad.

Por eso añade también: No me elegisteis vosotros, sino que yo soy el que os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y hagáis fruto . Os he puesto a la corriente de la gracia, os planté para que vayáis voluntariamente y con las obras hagáis fruto. Y he dicho que vayáis voluntariamente, porque querer hacer algo ya es ir con la voluntad. Y cuál fruto sea el que deben hacer se añade: Y vuestro fruto sea duradero .

Todo lo que trabajamos por este siglo apenas si dura hasta la muerte, pues la muerte, en interponiéndose, corta el fruto de nuestro trabajo; pero lo que se hace por la vida eterna, aun después de la muerte perdura, y entonces empieza a aparecer cuando comienza a desaparecer el fruto de las obras de la carne. Principia, pues, aquella retribución donde ésta termina. Por tanto, quien ya tiene conocimiento de lo eterno tenga en su alma por viles las ganancias temporales. Así que hagamos frutos tales que perduren, hagamos frutos tales que, cuando la muerte acabe con todo, ellos principien con la muerte. Y que en la muerte principien los frutos de Dios lo atestigua el profeta, que dice (Ps. 126,2): Mientras concede Dios el sueño a sus amados, he aquí que les viene del Señor la herencia . Todo el que duerme en la muerte pierde la herencia; pero, cuando Dios diere a sus amados el sueño, he aquí que les viene del Señor la herencia, porque después que han llegado a la muerte es cuando lo elegidos de Dios encuentran la herencia.

6. Prosigue: A fin de que cualquiera cosa que pidiereis al Padre en mi nombre os la conceda . Ved que aquí dice: Cualquiera cosa que pidiereis a mi Padre en mi nombre os la conceda ; y en otra parte dice el mismo evangelista (lo. 16,23) Cuanto pidiereis al Padre en mi nombre os lo concederá. Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre . Si todo lo que pedimos en nombre del Hijo nos lo concede el Padre, ¿cómo es entonces que Pablo rogó por tres veces al Señor y no mereció ser oído, sino que se le dijo (2 Cor. 12,9) Te basta mi gracia, porque la virtud se perfecciona en la debilidad ? ¿Acaso tan egregio predicador no pidió en nombre del Hijo? ¿Por qué, pues, no consiguió lo que pedía? ¿Cómo es entonces verdad que el Padre nos da todo lo que pidiéremos en nombre del Hijo, si el Apóstol pidió en nombre del Hijo que se le quitara el espíritu de Satanás y, con todo, no consiguió lo que pedía?

Pero, como el nombre del Hijo es Jesús, y Jesús significa Salvador o saludable, según esto, pide en nombre del Salvador quien pide lo pertinente a la verdadera salud; mas, si se pide lo que no conviene, no se pide al Padre en nombre de Jesús. Por eso, también a lo apóstoles flacos aún, dice el Señor: Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre . Como si claramente les dijera: No habéis pedido en nombre del Salvador los que no sabéis buscar la salud eterna. Por eso no es escuchado Pablo, porque, si se viera libre de la tentación, no le aprovecharía para la salud.

He aquí estamos viendo hermanos carísimos cuantos sois los que os habéis congregado para la solemnidad del Mártir los que os arrodilláis, golpeáis vuestros pechos, oráis, confesáis y regáis con lágrimas vuestras mejillas; pero examinad, os ruego vuestras peticiones: ved si pedís en nombre de Jesús, esto es, si pedís los gozos de la salud eterna. ¡Ay!, que en la casa de Jesús no buscáis a Jesús si en el templo de la eternidad importunáis pidiendo cosas temporales. Vedlo: el uno en su oración pide que se le dé esposa; el otro, una finca; aquél pide vestido, éste alimento... Y cierto es que deben pedirse estas cosas cuando son necesarias, mas debemos recordar continuamente la enseñanza que hemos aprendido del mandato de nuestro mismo Redentor (Mt. 6,33): Buscad primero el reino de Dios y su justicia y todas las demás cosas se os darán por añadidura .

Tampoco es cosa mala pedir estas cosas por Jesús, con tal que no se pidan en exceso. Pero, lo que es más grave aún, hay quien pide la muerte del enemigo, y a quien no puede perseguir con la espada, le persigue con la oración; y el que es maldecido vive todavía, y, sin embargo, el maldiciente ya se ha hecho reo de la muerte de aquél. ¡Dios manda amar al enemigo, y se pide a Dios que mate al enemigo! Luego quien así ora, en sus mismas oraciones pugna contra el Creador.

8. De ahí que, bajo la figura de la Judea, se dice (Ps. 108,7): Su oración sea delito . La oración es delito cuando quien ora pide lo que prohíbe Aquel a quien pide. Por eso, la Verdad dice (Mc. 11,25): Al poneros a orar, si tenéis algo en contra de alguno, perdonadle el agravio . Virtud de perdonar que manifestaremos más claramente aduciendo un ejemplo del Antiguo Testamento.

En efecto, habiendo incurrido la Judea en culpas que reclaman la justicia de su Creador, el Señor prohíbe a su profeta que ruegue por ella, diciendo (Ier. 16): No tienes tú que interceder, por este pueblo, ni te empeñes en cantar mis alabanzas y rogarme . Ier. 15,1: Aun cuando Moisés y Samuel se me pusieran delante, no se doblaría mi alma a favor de este pueblo .

¿Cómo es que, dejando a un lado sin mencionar a tantos Padres, sólo trae a cuento a Moisés y a Samuel, cuyo admirable poder de intercesión se pone de manifiesto al decir que ni éstos pueden interceder, que es como si claramente dijera el Señor: Ni siquiera escucho a los que, por el mérito grande de su oración, de ningún modo desprecio? ¿Cómo es, repito, que Moisés y Samuel son preferidos a los otros sus iguales, sino porque solamente de estos dos en toda la serie del Antiguo Testamento, se lee que oraron también por sus enemigos? El uno es apedreado por el pueblo, y, sin embargo, ruega al Señor por los que le apedrean; el otro es despojado de su mando, y, no obstante, al pedirle que rogara, se declara, diciendo (I Reg. 12,23): Lejos de mi cometer tal pecado contra el Señor, que yo cese de rogar por vosotros .

Aun cuando Moisés y Samuel se me pusieran delante, no se doblegaría mi alma a favor de este pueblo . Como si claramente dijera: Ni siquiera escucho ahora en favor de los amigos los que sé que, por su gran virtud, ruegan también por sus enemigos. El poder, pues, de la oración está en la grandeza de la caridad, y todos consiguen lo que rectamente piden cuando, al orar, no se halla su alma ofuscada con el odio del enemigo.

Además vencemos al espíritu recalcitrante si oramos también por los enemigos. Los labios, sí, ruegan por nuestros enemigos, pero ojalá que el corazón tenga amor; pues con frecuencia oramos, sí, por nuestros enemigos, pero esto, más bien que por caridad, lo hacemos, porque está mandado, ya que pedimos que vivan nuestros enemigos, y, no obstante, tememos ser oídos. Mas, como el juez interior atiende a la intención más que a las palabras, resulta que nada pide en favor del enemigo quien ruega por él sin caridad.

9. Pero he aquí que el enemigo nos ha ofendido gravemente, nos ha causado daños, ha perjudicado a los que le ayudábamos, ha perseguido a los que le amábamos. Sería cosa de no perdonar eso si no fuera porque nosotros necesitamos que se perdonen nuestros delitos; pero es el caso que nuestro Abogado ha compuesto la oración a favor nuestro, y el mismo que es abogado es también juez de nuestra causa; y a la petición que compuso agregó una condición, que dice (Mt. 6): Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores . Por lo tantos como viene por juez el mismo abogado, el mismo que hizo la oración la oye; luego, o sin hacerlo, decimos: Perdónanos nuestras deudas, así corno nosotros perdonamos a nuestros deudores, y al decir esto nosotros mismos nos condenamos más, o tal vez suprimimos en la oración de esta condición, y entonces nuestro abogado no reconoce la oración que Él compuso y al punto dice para sí: Yo bien sé lo que mandé; ésa no es la misma oración que yo hice.

¿Qué debemos hacer en consecuencia, hermanos, para amar a nuestros hermanos con afecto de caridad, si no es no mantener maldad alguna en el corazón, para que así Dios omnipotente tenga en cuenta nuestra caridad para con el prójimo y dispense su piedad a nuestras iniquidades?

Acordaos de lo que se nos manda: Perdonad y se os perdonará . Ved, pues, qué se nos debe y qué debemos: así que perdonemos lo que se nos debe. Pero a esto se resiste el ánimo: quiere cumplir lo que oye, y, sin embargo, se rebela.

Estamos ante la tumba de un mártir, de quien sabemos por qué muerte llegó al reino de los cielos. Nosotros, ya que no demos la vida del cuerpo por Cristo, domemos tan siquiera el corazón. Dios se aplaca con este sacrificio, y en el juicio de su piedad aprueba la victoria de nuestra paz. Él contempla la lucha de nuestro corazón, y a los que después remunera por vencedores, ahora, mientras luchan, los ayuda Jesucristo, nuestro Señor, que vive y reina, en unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.

(San Gregorio Magno, Obras , tomo X, Cuarenta Homilías sobre los Evangelios , BAC, Madrid, 1958, Pág. 668-674)

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SANTO TOMÁS DE AQUINO


EXPOSICIÓN DE LOS DOS PRECEPTOS DE LA CARIDAD Y DE LOS DIEZ MANDAMIENTOS DE LA LEY

PRÓLOGO

TRES COSAS le son necesarias al hombre para su salvación: el conocimiento de lo que debe creer, el conocimiento de lo que debe desear y el conocimiento de lo que debe hacer. El PRIMERO se enseña en el símbolo, donde aprendemos la doctrina de los artículos de la fe; el SEGUNDO, en la oración dominical o Padrenuestro; y el TERCERO, en la ley.

Trataremos ahora del conocimiento de lo que debemos hacer. Para ello hemos de referirnos a la existencia de cuatro leyes.

a) La PRIMERA es la ley natural. Esta ley no es otra cosa que la luz del entendimiento infundida por Dios en nosotros, por la cual sabemos qué debemos hacer y qué debemos evitar. Dios, al crear al hombre, le dio esta luz y esta ley. No son pocos, sin embargo, los que creen excusarse de su cumplimiento, alegando ignorancia. Contra ellos dice el Profeta: Hay muchos que dicen. ¿Quién nos mostrará lo que es bueno? (Ps. 4, 6), como si ignorasen lo que deben hacer, y él mismo responde: Está grabada sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor (ib. 7), es decir, la luz del entendimiento, que nos hace ver lo que debemos obrar. En efecto, nadie ignora que no debe hacer a los demás lo que no quiere que le hagan a él, y otras reglas de moral semejantes.

b) Pero si bien es cierto que Dios, al crear al hombre, le dio esta ley, que llamamos ley natural, el diablo, por su parte, sembró encima otra ley, la ley de la concupiscencia. Mientras el alma del primer hombre estuvo sujeta a Dios, observando sus preceptos, también la carne estuvo completamente sometida al alma o razón. Pero una vez que el diablo tentador apartó al hombre de la observancia de los preceptos divinos, también la carne se rebeló contra la razón. Y por eso sucede que aunque el hombre quiera hacer el bien conforme a su razón, la concupiscencia lo inclina a lo contrario. A ello se refiere el Apóstol cuando dice : Advierto otra ley en mis miembros, que es contraria a la ley de mi mente (Rom. 7, 23). De ahí que frecuentemente la ley de la concupiscencia corrompe la ley natural y el orden de la razón. Por lo cual enseguida añade el Apóstol: y me esclaviza a la ley del pecado, que está en mis miembros (ib.).

c) Como la ley natural había sido destruida por la ley de la concupiscencia, convenía que el hombre fuese nuevamente dirigido a la práctica de la virtud y apartado del vicio. Para ello fue necesaria la ley de la Escritura .

Ahora bien, DOS son los motivos que alejan al hombre del mal y lo estimulan a obrar el bien.

El PRIMERO es el temor. Porque la primera razón por la que uno comienza a evitar el pecado es, ante todo, la consideración de la pena del infierno y del juicio final. Y así, dice el Eclesiástico: El temor de Dios es el principio de la sabiduría (1, 16); y más adelante: El temor del Señor rechaza el pecado (ib. 27). Es cierto que quien se abstiene de pecar solamente por temor, no es todavía justo; sin embargo, por allí empieza su justificación.

Esta manera de apartar al hombre del mal e inducirlo al bien fue la propia de la ley de Moisés, cuyos transgresores eran castigados con la muerte: Si alguno quebranta la ley de Moisés, y ello se prueba con dos o tres testigos, es condenado a muerte sin misericordia alguna (Hebr. 10, 28).

d) Pero este medio es insuficiente, como insuficiente fue la ley promulgada por Moisés, que apartaba del mal precisamente por medio del temor, el cual, si bien contenía la mano, no se imponía al corazón. Se requería, pues, un segundo medio de apartar del mal e inducir al bien: este medio es el del amor; y según este medio fue dada la ley de Cristo, es decir, la ley evangélica, que es la ley del amor.

Entre la ley del temor y la ley del amor hay una TRIPLE diferencia.

La PRIMERA es que la ley del temor hace esclavos a quienes la siguen; en cambio, la ley del amor los hace libres. En efecto, quien obra sólo por temor, obra como esclavo; al contrario, el que obra por amor, obra como hombre libre o como hijo. Por eso dice el Apóstol: Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad (2 Cor. 3, 17), porque aquellos en quienes reside este Espíritu obran por amor, como los hijos.

La SEGUNDA diferencia es que los observantes de la ley antigua eran premiados con bienes temporales: Si lo queréis , dice el Señor, y si me escucháis, comeréis los frutos de la tierra ( Is. 1, 19); en cambio, los observantes de la ley nueva acceden a bienes celestiales: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos (Mt. 19, 17); Convertíos, porque el reino de los cielos está cerca (Mt. 3, 2).

La TERCERA diferencia está en que la ley de Moisés era dura de soportar. En efecto, S. Pedro dice a los judíos: ¿Por qué queréis imponer sobre nuestra cerviz un yugo que ni nuestros padres ni nosotros pudimos soportar? (Act. 15, 10); en cambio la ley de Cristo es leve, como lo dijo el mismo Señor: Mi yugo es suave y mi carga es ligera (Mt. 11,30), y S. Pablo escribe a los Romanos : No recibisteis un espíritu de esclavitud para recaer en el temor, sino que recibisteis el espíritu de hijos adoptivos (Rom. 8, 15).

En resumen, nos encontramos con CUATRO leyes: la PRIMERA es la ley natural, que Dios infundió en el hombre en el momento de su creación; la SEGUNDA, la ley de la concupiscencia; la TERCERA es la ley de la Escritura; la CUARTA, la ley de la caridad y de la gracia, que es la ley de Cristo.

Ahora bien, es evidente que no todos pueden aplicarse al duro trabajo que se requiere para conocer estas cuatro leyes. Fue por eso que Cristo nos dio una ley abreviada, que pudiera ser conocida de todos, y de cuya ignorancia no pudiera excusar por ignorancia. Es la ley del amor divino, a la que se aplica la expresión del Apóstol: Palabra breve pronunciará el Señor sobre la tierra (Rom. 9, 8).

Dicha ley debe ser la regla de todos los actos humanos. En efecto, así como decimos de una obra de arte que es buena y hermosa cuando se conforma con la regla del arte, así también un acto humano es recto y virtuoso cuando se conforma con la regla del amor divino, y no es bueno y perfecto cuando se aparta de ella. Para que los actos humanos sean buenos es menester que concuerden con la regla del amor divino.

Esta ley, la del amor divino, produce en el hombre CUATRO efectos sumamente deseables.

1) PRIMERO, causa en él la vida espiritual. Es cosa sabida por la naturaleza misma del amor, el amado está en el amante; y por eso el que ama a Dios en sí mismo, según las palabras de S. Juan: Quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios permanece en él (1 Jo, 4, 16).

Además, es propio de la naturaleza del amor transformar al amante en el amado. Si amamos cosas viles y caducas, nos hacemos viles e inestables, según dice la Escritura: Se hicieron abominables como lo que amaron (Os. 9, 10). En cambio, si amamos a Dios nos hacemos divinos, porque el que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él, como enseña S. Pablo (1 Cor. 6,17).

Oigamos a S. Agustín: “Así como el alma es la vida del cuerpo, así Dios es la vida del alma”. Y esto es cosa clara. En efecto, decimos que el cuerpo vive por el alma cuando tiene las operaciones propias de la vida, cuando actúa y se mueve; si el alma se separa, el cuerpo deja de obrar y de moverse. De manera semejante, el alma obra virtuosa y perfectamente cuando obra por la caridad, gracias a la cual Dios habita en ella; sin caridad el alma es incapaz de obrar: Quien no ama, permanece en la muerte (1 Jo. 3, 14).

Debemos tener presente que si alguien poseyera todos los carismas del Espíritu Santo sin la caridad, no tendría vida. Porque ni el don de lenguas, ni el don de la fe, ni cualquier otro don, son capaces de dar vida si falta la caridad. Por más que a un cadáver se lo cubra de oro y de piedras preciosas, cadáver permanece. Tal es, pues, el primer efecto de la caridad: dar vida.

2) El SEGUNDO efecto que obra la caridad es la observancia de los mandamientos divinos. “El amor de Dios” —enseña S. Gregorio— “nunca permanece ocioso; donde está, obra grandes cosas; si no las obra, es que no está”. De aquí que sea un signo evidente de caridad la prontitud en cumplir los preceptos divinos. Vemos cómo el amante realiza cosas grandes y dificultosas por la persona amada. Jesús mismo ha dicho: El que me ama guardará mi palabra (Jo. 14, 23).

Recordemos a este propósito que quien observa el mandato y la ley del amor divino, cumple toda la ley. Pues hay DOS clases de mandamientos divinos. ALGUNOS son afirmativos, y la caridad los cumple, porque la plenitud de la ley que se encuentra en los mandamientos es el amor, por el cual se los observa. OTROS mandamientos son prohibitivos, y también éstos los cumple la caridad porque, como dice el Apóstol, la caridad no hace el mal (cf. 1 Cor. 13, 4).

3) El TERCER efecto de la caridad es el socorro contra las adversidades. En efecto, para quien tiene caridad nada adverso le es dañoso, sino que más bien se le convierte en un bien saludable, según aquello del Apóstol: Para los que aman a Dios todo contribuye a su bien (Rom. 8, 28). Hasta los reveses y dificultades parecen llevaderos para el que ama, como nosotros mismos lo experimentamos.

4) El CUARTO efecto que produce la caridad es conducir a la felicidad. Sólo a quienes tienen caridad les está prometida la bienaventuranza eterna; porque sin caridad todo lo demás es insuficiente. Así escribe el Apóstol : Ya me está preparada la corona de justicia, que me otorgará en aquel día el Señor, juez justo, y no sólo a mí, sino a todos los que aman su venida (2 Tim. 4, 8).

Es de notar que la bienaventuranza se otorga en proporción al grado de caridad y no en proporción a cualquier otra virtud. En efecto, hubo muchos que fueron más austeros que los Apóstoles, y, sin embargo, éstos los exceden en bienaventuranza por la excelencia de su caridad, pues poseyeron las primicias del Espíritu, como dice S. Pablo (Rom. 8,23). El grado de bienaventuranza depende, entonces, del grado de la caridad. Con lo dicho hasta acá quedan expuestos los cuatro efectos que produce en nosotros la caridad.

Nos resta, sin embargo, por considerar OTROS efectos que no debemos omitir.

5) UNO DE ELLOS es la remisión de los pecados. Acontece ya en la experiencia cotidiana: si alguien ofende a otro, pero después lo ama entrañablemente, el agraviado, en virtud del amor que recibe, perdona al ofensor. Así también Dios perdona los pecados a quienes lo aman. La caridad cubre una multitud de pecados, escribe S. Pedro (1 Pe. 4, 8). Bien dice “cubre” porque Dios ya no los ve para castigarlos. Por lo demás, si bien aquí se dice que cubre “multitud” de pecados, Salomón precisa que la caridad cubre todos los pecados (Prov. 10, 12). Lo que se ve claramente en el caso de Magdalena, de la que dijo el Señor: Se le perdonaron muchos pecados (Lc. 7, 47), y enseguida añade la causa: porque amó mucho.

Es posible que alguien piense: si basta la caridad para alcanzar el perdón de los pecados, no es necesaria la penitencia. Pero tenemos que advertir que nadie ama verdaderamente si no se arrepiente de veras, porque es evidente que cuanto más amamos a alguien tanto más nos duele haberlo ofendido. Es, pues, éste uno de los efectos de la caridad.

6) ASIMISMO, la caridad ilumina el corazón. Porque, como bien se dice en el libro de Job, todos estamos envueltos en tinieblas (37, 19), ya que frecuentemente nos sucede que ignoramos lo que debemos hacer o desear. Ahora bien, la caridad nos enseña todo lo que es necesario para la salvación; y por eso escribe S. Juan: Su unción os enseña acerca de todas las cosas (1 Jo 2, 27), pues donde hay caridad, allí está el Espíritu Santo, que conoce todo y nos conduce por el camino recto, como se lee en el Salmo 142, 10. Se dice en el Eclesiástico: Los que teméis a Dios, amadlo, y vuestros corazones quedarán iluminados (2, 10), es decir, conocerán lo necesario para la salvación.

7) TAMBIÉN la caridad produce en el hombre la perfecta alegría. En efecto, nadie tiene verdadero gozo si no vive en caridad. Porque quien desea alguna cosa, no goza, ni se alegra ni descansa hasta que la consigue. En el ámbito de los bienes temporales ocurre que deseamos aquello que no poseemos, pero una vez que lo hemos obtenido lo despreciamos y nos causa tedio. No sucede así con los bienes espirituales; por el contrario, quien ama a Dios lo posee, y entonces el alma que lo ama y lo desea descansa en El, según aquello de S. Juan: El que permanece en la caridad, en Dios permanece y Dios en él (1 Jo. 4, 16).

8) ADEMÁS, la caridad otorga la paz perfecta. Sucede también con los bienes temporales que frecuentemente son deseados, pero una vez que se los posee, el alma que los deseaba no encuentra en ellos el descanso, sino que ni bien consigue una cosa, ya está anhelando otra. Por eso dice el Profeta: El corazón del impío es como un mar agitado que no puede estar en calma (Is. 57, 20); y agrega: No hay paz para los impíos, dice el Señor (ib. 21). No ocurre así en el amor de Dios, porque el que ama a Dios tiene paz, según se lee en el Salterio: Gozan de mucha paz los que aman tu ley; no hay tropiezo para ellos (Ps. 118, 165).

Esto es así porque sólo Dios puede saciar nuestros deseos. Dios es más grande que nuestro corazón, escribe San Juan (1 Jo. 3, 20). Por eso dice S. Agustín en sus Confesiones: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto mientras no descanse en ti” (L. 1, 1). Ya lo afirmaba el salmista: El Señor colma de bienes tus anhelos (Ps. 102, 5).

9) ASIMISMO, la caridad confiere al hombre una gran dignidad. En efecto, todas las criaturas están al servicio de la Divina Majestad —pues todas fueron creadas por Dios— como están al servicio de un artesano las cosas por él producidas; pero la caridad convierte al siervo en libre y amigo. Por eso dijo el Señor a los Apóstoles : Ya no os llamo siervos... sino amigos (Jo. 15, 15).

Pero ¿acaso no es Pablo siervo de Cristo como los son los demás Apóstoles, que en sus cartas se llaman a sí mismos siervos?

Debemos tener en cuenta que hay DOS clases de servidumbre. La PRIMERA es por temor, y ésta es penosa y sin mérito alguno. En efecto, si alguien se abstiene de pecar sólo por temor del castigo, no por eso adquiere mérito sino que todavía es siervo. La SEGUNDA clase es la servidumbre por amor. En efecto, cuando alguien obra no por temor a la justicia de Dios, sino por amor a Él, ya no actúa como siervo, sino como hombre libre, puesto que obra voluntariamente. Por eso dice el Señor: Ya no os llamaré siervos. Pero ¿por qué? Responde el Apóstol: No habéis recibido un espíritu de servidumbre para recaer en el temor, sino que recibisteis el espíritu de hijos adoptivos (Rom. 8, 15). Lo mismo enseña S. Juan cuando dice: No hay temor en la caridad (1 Jo. 4, 18), porque el temor atiende al castigo. Más aún, la caridad no solamente nos hace libres, sino también hijos, de modo que somos llamados hijos de Dios, y lo somos en verdad, como se lee en 1 Jo. 3, 1.

Un extraño se convierte en hijo adoptivo de alguien cuando adquiere el derecho a su herencia. Eso, y no otra cosa, es lo que obra la caridad, merced a la cual se adquiere derecho a la herencia de Dios, que es la vida eterna. Porque, como dice el Apóstol: El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos de Dios; y si somos hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos con Cristo (Rom. 8, 16-17). El libro de la Sabiduría dice asimismo, a propósito de los justos: He aquí que han sido contados entre los hijos de Dios (Sab. 5, 5).

Por todo lo dicho resultan evidentes las ven tajas de la caridad. Y puesto que es de tanto provecho, habrá que esforzarse con mucha determinación para adquirirla y conservarla.

Advirtamos, sin embargo, que nadie puede adquirirla por sí mismo, antes bien es un don que sólo Dios otorga. Por eso dice S. Juan : No es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que El nos amó primero (1 Jo. 4, 10); es decir, Dios no nos ama porque nosotros lo hayamos amado, sino que nuestro mismo amor a El es causado en nosotros por el amor que El nos tiene.

Conviene, asimismo, tener presente que aunque todos los dones proceden del Padre de las luces, el don de la caridad supera absolutamente a todos los demás. En efecto, los otros dones se pueden poseer sin la caridad y sin el Espíritu Santo, mientras que con la caridad necesariamente se posee al Espíritu Santo. Por eso escribe el Apóstol : La caridad de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado (Rom. 5, 5). En cambio se puede tener don de lenguas, don de ciencia, don de profecía, sin gracia y sin Espíritu Santo.

Sin embargo, aunque la caridad sea un don divino, para poseerla se requieren ciertas disposiciones de parte nuestra.

DOS cosas especialmente necesitamos para adquirir la caridad, y otras DOS para acrecentarla una vez poseída.

A) Lo PRIMERO que hace falta para adquirir la caridad es oír con atención la palabra de Dios. Para entender esto puede ayudamos nuestra experiencia cotidiana: cuando oímos hablar bien de alguno, se enciende nuestro amor por él. Así también, cuando oímos la palabra de Dios nos encendemos en su amor. Leemos, en efecto, en un salmo: Tu palabra es fuego impetuoso y tu siervo la amó (Ps. 118, 140); y en otro, refiriéndose a José, hijo de Jacob, se dice:

La palabra del Señor lo inflamó (P. 104, 19). Esta es la razón por la cual los dos discípulos de Emaús, abrasados de amor divino, decían: ¿Acaso no ardían nuestros corazones mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras? (Lc. 24, 32). En el libro de los Hechos se lee que cuando Pedro estaba predicando, el Espíritu Santo descendió sobre los que escuchaban la palabra divina (Act. 10, 44). Y esto sucede frecuentemente en los sermones: a veces quienes los escuchan tienen el corazón endurecido y, sin embargo, en virtud de la palabra del predicador, se encienden en amor de Dios.

La SEGUNDA disposición para adquirir la caridad es la constante meditación del bien. Me ardía el corazón dentro del pecho, se dice en la Escritura (Ps. 38, 4). Si quieres, pues, alcanzar el amor a Dios, cultiva los pensamientos buenos. En efecto, sería del todo insensible quien considerando los beneficios que Dios le ha concedido, los peligros de que lo ha librado y la bienaventuranza que le promete, no se inflamase en el amor de Dios. “Duro de corazón es el hombre que no sólo no quiere amar, sino que ni siquiera se preocupa por corresponder al amor recibido”, escribe S. Agustín. Y, en general, así como los pensamientos malos destruyen la caridad, así los pensamientos buenos la adquieren, la nutren y la conservan. Es el mismo Dios quien lo manda: Quitad de mi vista la maldad de vuestros pensamientos (Is. 1, 16) porque los pensamientos perversos alejan de Dios (Sab. 1, 3).

B) DOS son igualmente las disposiciones que acrecientan la caridad ya adquirida.

La PRIMERA es el desprendimiento del corazón de las cosas terrenas. En efecto, nuestro corazón no puede entregarse íntegramente a cosas diversas. Y por eso nadie puede amar a Dios y al mundo. Consiguientemente, cuanto más se aleja el alma del amor de lo terreno, tanto más se consolida en el amor divino. Dice S. Agustín: “El veneno de la caridad es la esperanza de obtener y conservar bienes temporales; su alimento es la mengua de ese afán; su perfección, la ausencia de dicho afán; porque la raíz de todos los males es la codicia” ( De div. quaest. 83). Por tanto, quien quiera alimentar la caridad, aplíquese a disminuir la codicia de los bienes terrenos.

La codicia es el afán de conseguir y poseer bienes temporales. Para hacerla decrecer lo primero es el temor de Dios, porque Dios es el único que no puede ser temido sin ser también amado. Con este fin surgieron las órdenes religiosas; en ellas y gracias a ellas el alma del religioso se desprende de las cosas mundanas y corruptibles, y se eleva a las cosas divinas. A esto apunta la Escritura cuando dice: Brilló el sol, antes oscurecido por las nubes (2 Mac. 1, 22). El sol, es decir, el entendimiento humano, se encuentra cubierto de nubes cuando se vuelca a las cosas terrenas; en cambio se vuelve refulgente cuando se aleja y aparta del amor a lo terreno. Entonces resplandece, y el amor divino crece en él.

La SEGUNDA disposición para aumentar la caridad es la firme paciencia en las adversidades. Sabemos por experiencia que cuando soportamos pruebas difíciles por alguien a quien queremos, nuestro amor no desaparece, antes bien se acrecienta. Aguas torrenciales (esto es, abundantes tribulaciones) no pudieron extinguir la caridad, leemos en la Escritura (Cant. 8, 7). Por eso los santos, que soportan adversidades por Dios, se afianzan más en su amor; así como el artesano tiene predilección por aquella obra que más trabajo le costó. Y también los fieles, cuanto más padecen por Dios, tanto más se elevan en su amor. Se dice en el Génesis:

Crecieron las aguas (es decir, las tribulaciones) y elevaron el arca a las alturas (7, 17); el arca significa la Iglesia o el alma del justo.

(Santo Tomás de Aquino, Los Mandamientos Comentados , Ed. Gladius, Bs. As., 2000, Pág. 21 - 49)

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MONS. FULTON SHEEN


CARIDAD

Nuestro mayor enemigo no se encuentra fuera del país, sino dentro, y ese enemigo es el odio; el odio de las razas, de las nacionalidades, de las clases y de las religiones. Si nuestra civilización muere alguna vez, no será por conquista, sino por suicidio.

Es consolador saber que se hacen algunas tentativas para curar esas heridas del odio. Las principales entre estas tentativas son: las campañas de tolerancia; por la sustitución de nuevos odios, por ejemplo el nazismo, por la violenta acusación de ciertos grupos de miras demasiado estrechas. Ninguno de estos remedios puede desarraigar el odio. Las campañas de tolerancia no pueden hacerlo, ya que ¿por qué motivo habría que tolerar a ninguna criatura sobre esta tierra de Dios? La sustitución de un odio por otro no da resultado, porque no pueden curarse los odios pequeños con otros mayores.

El hecho de que nos hayamos unido más intensamente como nacionalidades, justo en el momento en que alimentábamos un odio más intenso hacia las demás naciones, es mucho más trágico de lo que parece. El hecho de llamar “imperialistas” a otros pueblos es una demostración de que lo quisiéramos ser nosotros, porque en general atribuimos a los demás nuestras faltas ocultas.

Quizá por eso algunos políticos dicen que los otros son “vendidos”. Proclaman su propia inocencia, señalándonos el barro que mancha el escudo de sus vecinos. El hecho de insultar a los demás es una mera racionalización de nuestras propias insinceridades, y especialmente esos insultos que no han sido nunca bien definidos, como el de “fascista”. Es típico de esta palabra el cuento de la niñita que, cuando le preguntaron por qué llamaba fascista a otra niñita, contestó: “Yo llamo fascistas a todas las personas que no me gustan.” Quizá sea ésa la mejor definición que se ha dado hasta ahora.

Todos esos remedios son ineficaces, porque nos dejan el corazón igual que antes, con toda su inquietud oculta. El odio sólo puede eliminarse creando un nuevo foco, y eso que nos lleva a la tercera de las virtudes, es decir, a la caridad.

Con caridad no queremos decir gentileza, filantropía, generosidad ni grandeza de corazón, sino un don sobrenatural de Dios, por el cual nos es permitido amarlo sobre todas las cosas, por Él mismo, y dentro de ese amor, amar todo lo que Él ama. Para aclarar un poco el concepto, enunciaremos aquí las tres características principales de la caridad o amor sobrenatural: 1. Se encuentra en la voluntad, no en las emociones. 2. Es una costumbre, no un hábito espasmódico. 3. Es una relación de amor, no un contrato.

Primero: El amor sobrenatural se encuentra en la voluntad, no en las emociones, o las pasiones, o los sentidos. En el amor humano, los sentimientos tienen su lugar pero a menos que se subordinen a la razón, a la voluntad y a la fe, degeneran en lujuria, que no procura el bien de la persona amada, sino el placer de aquel que ama.

Como la caridad se encuentra en la voluntad, podemos dirigirla, lo que no podemos hacer con nuestros gustos o repugnancias naturales. Un niñito no puede dejar de encontrar atroz las espinacas, así como otros por ejemplo no pueden tolerar el repollo ácido, y otros los pollos. Lo mismo ocurre en nuestras relaciones con la gente. Uno no puede dejar de sentir una reacción emotiva contra los egoístas, los sofisticados y los

groseros, o esos que se precipitan para apoderarse de los mejores lugares, o los que roncan cuando duermen.

Aunque a uno no puede gustarle todo el mundo, porque no podemos controlar nuestras reacciones psicológicas, podemos amar a todos en el sentido Divino, porque ese tipo de amor, al encontrarse en la voluntad, puede ser ordenado o suscitado. Por eso se puede ordenar el amor a Dios y el amor a nuestro vecino: ‘Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros: para que, así, como yo os he amado, vosotros también os améis unos a otros” (Juan 13, 34).

Muy por encima del placer o del desagrado emotivo que nos producen ciertas personas puede coexistir un amor genuino hacia ellas, por el amor de Dios. La caridad es una consecuencia, no de algo que afecte nuestros sentidos humanos, sino de la fe Divina. Por fuera, nuestro vecino puede ser muy desagradable; pero por dentro es uno con la imagen de Dios que puede ser recreada por el beso de la caridad.

Uno puede solamente encontrar simpáticos a los que nos encuentran simpáticos a nosotros, pero sí puede amar a los que nos encuentran antipáticos. Uno puede pasarse la vida encontrando simpáticos a los que nos encuentran simpáticos, sin amarlos en Dios, pero uno no puede amar a los que nos odian, sin el amor de Dios. El humanitarismo es suficiente para los de nuestro grupo, o para aquellos que viven en su torre de marfil y desde allí hacen excursiones a los barrios de los desdichados; pero no es suficiente para hacernos amar a aquellos que al parecer no pueden ser amados. Querer ser amable cuando la emoción nos pide no serlo requiere una dinámica más poderosa que el mero amor a la humanidad.

Para amarlos, debemos recordar que nosotros mismos, que no merecemos ser amados, somos amados por el Amor. “Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿Los mismos publicanos no hacen otro tanto? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis vosotros de particular? ¿No hacen otro tanto los gentiles? Sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mateo 5, 46-48).

Segundo: La caridad no se identifica con los actos de generosidad. Hay una cantidad tremenda de romanticismo sentimental, asociada con un exceso de generosidad humana. Recordemos esa sensación de felicidad que asistimos al regalar el sobretodo al mendigo de la esquina, al ayudar a subir las escaleras a un ciego o a cruzar la calle a una anciana; y al contribuir con un billete a un fondo de ayuda para una viuda indigente. El calor de la propia aprobación nos invade el cuerpo, y aunque no lo digamos nunca en voz alta, nos decimos interiormente: “Qué buena persona soy”, o si no: “He cumplido con mi buena acción diaria.” Esas buenas acciones no las reprochamos: las aprobamos.

Lo que desearnos recalcar con claridad es que nada ha hecho más daño a la cordialidad sana que la creencia de que debemos hacer una buena acción por día. ¿Por qué una sola? ¿Y qué decir de todas las demás acciones del día? La caridad es una costumbre, no es un acto aislado. Un hombre y su mujer pasean en automóvil. Ven junto a la carretera a una joven rubia que cambia un neumático a su coche. El hombre se detiene y la ayuda. ¿Lo habría hecho si la rubia tuviera cincuenta años? Cambia el neumático, se ensucia la ropa, se corta un dedo, pero es pura cortesía, dulzura excesiva y encanto personal. Cuando vuelve al automóvil, con el corazón henchido por su buena acción, la mujer le dice: “Ojalá me hablaras con esa dulzura cuando te pido que cortes el césped del jardín. Ayer, cuando te rogué que me entraras la botella de leche, me contestaste: ‘ ¿Estás inválida?' “.

Allí está toda la diferencia entre un acto aislado y la costumbre. La caridad es una costumbre, no una efusión o un sentimiento; es una virtud, no una cosa efímera, hecha de humores momentáneos y de impulsos; es una cualidad del alma, más que una buena acción aislada.

¿Cómo juzgamos a un pianista? ¿Porque de vez en cuando da una nota bien tocada, o por la costumbre o la virtud que tiene de dar todas las notas justas? El hombre generalmente malo, de vez en cuando comete una buena acción. Los pistoleros daban fondos para sostener orfanatos, y los productores de cinematógrafo los glorificaron. Pero ante los ojos de un cristiano, eso no demostraba que fueran buenos.

Por su parte; un hombre bueno puede de vez en cuando ceder a la tentación, pero el mal es la excepción en su vida, y en cambio es la regla en la vida del pistolero. Lo sepamos o no, los actos de nuestra vida diaria fijan nuestro carácter, para mal o para bien. Las cosas que hacemos, las cosas que pensamos, las palabras que decimos nos convierten poco a poco en un santo o en un demonio, que será colocado a la derecha o a la izquierda del Juez Divino.

Si el amor de Dios y de nuestro vecino se convierten en una costumbre de nuestra alma, vamos creando el Cielo dentro de nosotros. La diferencia entre la tierra y el cielo es la que hay entre la bellota y el roble. La gracia es la semilla de la gloria. Pero si el odio y el mal se convierten en el hábito de nuestra alma, entonces vamos creando el Infierno dentro de nosotros. El Infierno se relaciona con nuestra vida malvada como la muerte con el veneno. En el cielo no habrá fe, por que entonces veremos a Dios; en el cielo no habrá esperanza, porque entonces poseeremos a Dios; pero sí habrá en el cielo caridad, porque “el amor dura para siempre”.

Tercero: La caridad es una relación de amor y no un contrato comercial. Muchos piensan que la religión es una especie de relación de negocios entre Dios y el alma, y que si le doy algo a Dios, Él debería darme algo a mí; o piensan que, así como le debo veneración, por justicia natural, así me debe Él en trueque la prosperidad.

Ésa es exactamente la actitud del fariseo que se presentó en la puerta del Templo y dijo a Nuestro Señor que era un hombre honesto, que tenía una sola mujer y que daba el diez por ciento de sus ganancias a la Iglesia. Creía que al hacer esas cosas colocaba a Dios en situación de acreedor así como lo creen algunas personas de ahora cuando dicen: “No puedo comprender cómo Dios pudo hacerme esto. Siempre rezo, todas las noches”, o si no: “Bueno, ya estoy a mano con la religión, porque todos los años mando a la Iglesia un cheque.” En otras palabras, quieren decir: “Yo hago mi parte, Señor; ahora, te toca a ti hacer la tuya.”

Si nuestra religión es de este tipo, significa que no tenemos religión. La religión es una relación, no un contrato. Por lo tanto, no comienza con el hecho de hacer bien; comienza con una relación sobrenatural entre Dios y nuestra alma y la de nuestro vecino. Una relación correcta con Dios, iniciada por la gracia, nos inspirará a hacer cosas buenas; pero el hecho de hacer cosas buenas no nos convierte en hijos de Dios.

Eric Gill dijo una vez que “un ladrón que ama a Dios es una persona más religiosa que un hombre honesto que no ama a Dios”. Esta afirmación asombrosa tiene cierta verdad cuando uno entiende de ella que la relación de amor con Dios puede hacer que el ladrón sea honesto, pero que la honestidad en los negocios no establece una relación de amor con Dios.

La religión comienza con el amor. “Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu fuerza y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo” (Lucas 10, 27). La palabra prójimo en este caso no se refiere solamente a aquel que está cerca de nosotros, sino también a nuestro enemigo. Es concebible que pudiera ser también ambas cosas, como lo implicó Nuestro Señor en la parábola del Buen Samaritano.

En palabras concretas, el mandamiento de la caridad significa que debemos amar a nuestro enemigo tanto como nos amamos a nosotros mismos. ¿Eso querrá decir que debernos amar a Hitler tanto como nos amamos a nosotros mismos, o al ladrón que nos robó los neumáticos, o a la mujer que dijo que teníamos tantas arrugas que estábamos obligados a atornillarnos el sombrero? Exactamente eso es lo que significa. Pero entonces, ¿cómo podemos amar a ese tipo de enemigos tanto como nos amamos a nosotros mismos?

Bueno, para empezar, ¿cómo nos amamos a nosotros mismos? ¿Nos gusta nuestro aspecto? Si nos gustara tanto no trataríamos de mejorarlo con arreglos. ¿Alguna vez quisimos ser otra persona? ¿Por qué mentimos cuando nos preguntan nuestra edad? ¿Nos desagradan nuestras manos groseras, nuestros hongos de los pies? ¿Alguna vez nos hemos odiado porque se nos perdió la pelota de tenis o de golf? ¿Nos amamos cuando contamos chismes, cuando destruimos la reputación de nuestros vecinos, cuando somos irritables o caprichosos?

En esos momentos, no nos amamos. Al mismo tiempo, nos amamos, en el fondo, y sabemos que nos amamos. Cuando entramos en una habitación, invariablemente elegimos la silla más cómoda, nos compramos ropas buenas, nos hacemos regalos agradables; cuando alguien dice que somos inteligentes o hermosos, sentimos siempre que esa persona por lo menos sabe juzgar. Pero cuando la gente dice que somos egoístas o malignos sentimos que no han comprendido nuestro excelente carácter, y que tal vez esas personas son fascistas.

Por lo tanto, nos amamos, y sin embargo, no nos amamos. Lo que amamos en nosotros es la persona que Dios ha creado, lo que odiamos en nosotros es esa persona, creada por Dios, que hemos arruinado. Nos gusta el pecador, pero odiamos el pecado. Por eso, cuando hacemos mal, pedimos que se nos dé otra oportunidad, o prometemos portarnos mejor en el porvenir, o buscamos alguna excusa. Pero nunca negamos que haya esperanza.

Justamente de ese modo es como Nuestro Señor quiere que amemos a nuestros enemigos; amarlos como nos amamos a nosotros mismos, amarlos en su calidad de pecadores; repudiar todo lo que empaña la imagen divina, amar la imagen divina que se encuentra debajo de lo empañado; nunca otorgándonos un derecho mayor al amor de Dios que el que tienen ellos, ya que en el fondo de nuestro corazón sabemos muy bien que nadie podría merecer menos que nosotros el amor de Dios. Y cuando vemos que reciben el justo pago de su crímenes, no debemos alegrarnos por ello, sino decir: “Es lo que podría haberme pasado a mí, si no fuera por la gracia del Señor.”

En este sentido debemos comprender las palabras de Nuestro Señor: “A vosotros, empero, los que me escucháis, os digo: ‘Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen; y rogad por los que os calumnian. A quien te abofetea en la mejilla, preséntale la otra; y al que te quite el manto no le impidas tomar también la túnica'“ (Lucas 6; 27-29). Es cristiano odiar el mal de los anticristianos, pero no sin rezar por esos enemigos, para que puedan salvarse, ya que “Dios da la evidencia del amor con que nos ama, por cuanto, siendo más pecadores, Crista murió por nosotros” (Romanos 5, 8).

Por lo tanto, si tenemos rencor contra alguien, debemos sobreponernos y hacerle un favor a esa persona. Podemos empezar a gustar de la música clásica a fuerza de oírla; podemos hacernos amigos de nuestros enemigos solamente por la práctica de la caridad. “A quien nos abofetee en la mejilla derecha, debemos presentarle la otra”, porque eso mata el odio, lo hace morir hasta en su último germen.

Nuestros conocimientos se volverán anticuados; nuestras estadísticas serán antiguas dentro de un mes; las teorías que aprendimos en la escuela ya son anticuadas, en realidad. Pero el amor no se vuelve nunca anticuado. Debemos, por lo tanto, amar todas las cosas y a todas las personas en Dios.

Mientras haya pobres, somos pobres.
Mientras haya cárceles, somos prisioneros.
Mientras haya enfermos, estamos débiles.
Mientras haya ignorancia, debemos aprender la verdad.
Mientras haya odio, debemos amar.
Mientras haya hambre, padecemos carencia.

Tal es la identificación que Nuestro Divino Señor quiere que logremos con todos los que Él hizo en amor y con amor y para el amor. Donde no encontramos amor, debemos ponerlo. Porque entonces todos son amables. No hay nada en el mundo mejor calculado para inspirar amor hacia los demás, que esta Visión de Cristo en nuestros congéneres: “Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; estaba enfermo, y me visitasteis; estaba preso, y Vinisteis a verme” (Mateo 25, 35-36).

(Fulton J. Sheen, Conozca la Religión , Emecé Editores, Buenos Aires, 2ª Ed. 1958, Pág. 205-215)

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MONS. TIHAMER TOTH


Amáos los unos a los otros

Es la noche del jueves. El Señor celebra la última cena con sus discípulos. Su corazón está enternecido. Se despide.

“Hijitos míos, por un poco tiempo estoy con vosotros... Un nuevo mandamiento os doy, y es: que os améis unos a otros; y que del modo que yo os he amado a vosotros, así también os améis recíprocamente. Así conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros” (Jn. 13, 32, 34-35). Esta es la herencia del Señor: el gran mandamiento del amor.

Ama en primer lugar a los de casa, sé con ellos amable, atento, servicial. Esto es más difícil que ser amable con los otros, con la gente de afuera.

Nos encontramos muchas veces con jóvenes que, en otra casa, en una reunión de amigos, no saben qué hacer de puro corteses y comedidos; pero en casa están de mal humor y son tercos para con sus padres, insoportables con los hermanos.

Si a tu madre se le cae un ovillo, levántalo en seguida. Tu hermanita necesita que la acompañen a algún lado, ofrécete. Comes con tu hermano, déjale lo mejor. Se ha perdido algo en casa, sé tú el primero en buscarlo. Cumplirás de verdad el gran mandamiento del amor, si cumples con cara sonriente las pequeñas obligaciones de la vida diaria.

Sé amable, sé atento también con tus compañeros. No solamente con aquellos que llamas “amigos”, sino con todos sin excepción. Todos los compañeros, claro está, no pueden ser tus “íntimos” amigos; pero puedes tratarlos a todos bien, aun a aquellos que “son tan antipáticos”, que son más pobres, menos amistosos.

Más: con éstos debes extremar tus atenciones. Porque si logras vencer tu antipatía inmotivada —ésta brota regularmente de mera exterioridad no sólo cumples el mandamiento del amor, sino que además, trabajas de un modo eficacísimo en la formación de tu formación de tu propio carácter, en el robustecimiento de tu voluntad.

(Tihamér Tóth, El Joven y Cristo , Ed. Gladius, Buenos Aires, 1989, Pág. 125-126)

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EJEMPLOS PREDICABLES


Contemplemos a los Santos, a quienes han ejercido de modo ejemplar la caridad. Pienso particularmente en Martín de Tours († 397), que primero fue soldado y después monje y obispo: casi como un icono, muestra el valor insustituible del testimonio individual de la caridad. A las puertas de Amiens compartió su manto con un pobre; durante la noche, Jesús mismo se le apareció en sueños revestido de aquel manto, confirmando la perenne validez de las palabras del Evangelio: « Estuve desnudo y me vestisteis... Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis » (Mt 25, 36. 40).[36] Pero ¡cuántos testimonios más de caridad pueden citarse en la historia de la Iglesia! Particularmente todo el movimiento monástico, desde sus comienzos con san Antonio Abad († 356), muestra un servicio ingente de caridad hacia el prójimo. Al confrontarse « cara a cara » con ese Dios que es Amor, el monje percibe la exigencia apremiante de transformar toda su vida en un servicio al prójimo, además de servir a Dios. Así se explican las grandes estructuras de acogida, hospitalidad y asistencia surgidas junto a los monasterios. Se explican también las innumerables iniciativas de promoción humana y de formación cristiana destinadas especialmente a los más pobres de las que se han hecho cargo las Órdenes monásticas y Mendicantes primero, y después los diversos Institutos religiosos masculinos y femeninos a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Figuras de Santos como Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, Juan de Dios, Camilo de Lelis, Vicente de Paúl, Luisa de Marillac, José B. Cottolengo, Juan Bosco, Luis Orione, Teresa de Calcuta —por citar sólo algunos nombres— siguen siendo modelos insignes de caridad social para todos los hombres de buena voluntad. Los Santos son los verdaderos portadores de luz en la historia, porque son hombres y mujeres de fe, esperanza y amor.

(S.S. Benedicto XVI, Deus, Charitas Est , nº 40, www.vatican.va )

Dame tu generosidad

Las palabras pueden convencer..., pero los ejemplos arrastran (Foucault)

Un monje andariego se encontró, en uno de sus viajes, una piedra preciosa y la guardó entre sus cosas. Un día se encontró con un viajero y al abrir su bolso para compartir con él sus provisiones, el viajero vio la joya y se la pidió. El monje se la dio sin más. El viajero le dio las gracias y marchó lleno de gozo con aquel regalo inesperado de la piedra preciosa que bastaría para darle riqueza y seguridad todo el resto de sus días. Sin embargo, poco días después volvió en busca del monje mendicante, lo encontró, le devolvió la joya y le suplicó: Ahora te ruego que me des algo de mucho más valor que esta joya, valiosa como es. Dame, por favor, lo que te permitió dármela a mí.


30. Servicio bíblico latinoamericano

Igual que el Padre me demostró su amor, os he demostrado yo el mío. Manteneos en ese amor mío. 10Si cumplís mis mandamientos, os mantendréis en mi amor, como yo vengo cumpliendo los mandamientos de mi Padre y me mantengo en su amor. 11Os dejo dicho esto para que llevéis dentro mi propia alegría y así vuestra alegría llegue a su colmo.

12Éste es el mandamiento mío: que os améis unos a otros igual que yo os he amado. 13Nadie tiene amor más grande por los amigos que uno que entrega su vida por ellos. 14Vosotros sois amigos míos si hacéis lo que os mando. 15No, no os llamo siervos, porque un siervo no está al corriente de lo que hace su señor; a vosotros os vengo llamando amigos, porque todo lo que le oí a mi Padre os lo he comunicado. 16Más que elegirme vosotros a mí, os elegí yo a vosotros y os destiné a que os pongáis en camino, produzcáis fruto y vuestro fruto dure; así, cualquier cosa que le pidáis al Padre en unión conmigo, os la dará. 17Esto os mando: que os améis unos a otros.

Pocas cosas deben saturamos tanto en el lenguaje cotidiano como la palabra «amor». La escuchamos en la canción de moda, en la conductora superficial de un programa de televisión (tan superficial como su animadora), en el lenguaje político, en referencia al sexo, en la telenovela (más superficial aún que la animadora, si eso es posible)... Se usa en todos los ámbitos, y en cada uno de ellos significa algo diferente. ¡Pero, sin embargo, la palabra es la misma!

Sería casi soberbio pretender tener nosotros la última palabra, o pretender que «fuera de nosotros: ¡el error!». Digamos, sí, que el amor en sentido cristiano no es sinónimo de un amor «rosado», sensual, placentero, dulzón y sensiblero del lenguaje cotidiano o posmoderno. El amor de Jesús no es el que busca su placer, su «sentir», o su felicidad sino el que busca la vida, la felicidad de aquellos a quienes amamos. Nada es más liberador que el amor; nada hace crecer tanto a los demás como el amor, nada es más fuerte que el amor. Y ese amor lo aprendemos del mismo Jesús que con su ejemplo nos enseña que «la medida del amor es amar sin medida».

La cruz de Jesús, el gran instrumento de tortura del imperio romano (¿será costumbre de los imperios inventarlos?), se transforma -como otra cara de la moneda- también en la máxima expresión de amor de todos los tiempos. La cruz, símbolo de muerte y sufrimiento, pasa a ser signo vivo de más vida. En realidad con su amor final Jesús descalifica el mandamiento que dice que debemos «amar al prójimo como a nosotros mismos»; si debemos amar «como» Él, es porque debemos amar más que a nosotros mismos, hasta ser capaces de dar la vida. La cruz es la «escuela del amor»; no porque en sí misma sea buena, ¡todo lo contrario!, sino porque lo que es bueno es el amor ¡hasta la cruz! La cruz como medida puede ser medida del odio de Caifás, y también, del amor de Jesús; éste último es el que a nosotros nos interesa. Es el amor que nos enseña a mirar ante todo al ser amado, y más que a nosotros mismos, que nos enseña a no prestar atención a nuestra vida, sino la vida de quienes amamos; es el amor que nos enseña a ser libres hasta de nosotros mismos, siendo «esclavos de los demás por amor». Nada hay más esclavizante que el amor, y nada hay más liberador que el amor (para quien lo da y para quien lo recibe). Ciertamente, el amor así entendido no es «rosado» (o ¿acaso es «rosado» morir en la cruz?) el amor es fuerte y «jugado» y comprometido por el otro.

No es el amor de quienes se llaman entre ellos «amorosos» y no se sienten impelidos a «la solidaridad (que) es la verdadera revolución del amor» (Juan Pablo II); no es el amor de quienes «hacen el amor» sin cargar la cruz y sin buscar la vida; no es el amor de quienes hablan de un «acto de amor» y provocan decenas de miles de «desaparecidos»; tampoco es el amor del séptimo matrimonio de la actriz que "ahora sí, con él soy feliz"; no es esto; ni tampoco el amor del que dice que «la caridad bien entendida empieza por casa» y se manifiesta absolutamente incapaz de salir al encuentro del pobre. El amor es el de Cristo, que con su acción que lo lleva «hasta el extremo», libera a la humanidad -porque el amor libera-, aunque muchas veces nos resistamos a un amor «tan en serio».

Aquí el amor es fruto de una unión, de «permanecer» unidos a aquel que es el amor verdadero. Y ese amor supone la exigencia -«mandamiento»- que nace del mismo amor, y por tanto es libre, de amar hasta el extremo, de ser capaces de dar la vida para engendrar más vida. El amor así entendido es siempre el «amor mayor», como el que condujo a Jesús a aceptar la muerte a que lo condenaban los violentos. A ese amor somos invitados, a amar «como» él movidos por una estrecha relación con el Padre y con el Hijo. Ese amor no tendrá la liviandad de la brisa, sino que permanecerá, como permanece la rama unida a la planta para dar fruto. Cuando el amor permanece, y se hace presente mutuamente entre los discípulos, es signo evidente de la estrecha unión de los seguidores de Jesús con su Señor, como es signo, también, de la relación entre el Señor y su Padre. Esto genera una unión plena entre todos los que son parte de esta «familia», y que llena de gozo a todos sus miembros donde unos y otros se pertenecen mutuamente aunque siempre la iniciativa primera sea de Dios.


Para la revisión de vida
El amor cristiano no es tanto un sentimiento del corazón como una actitud de vida ante el prójimo, sea amigo o enemigo. ¿Cómo muestro yo mi amor a Dios y al prójimo, con sentimentalismos o, como Él nos dice, cumpliendo su voluntad?; ¿vivo mi fe como un «asunto del corazón» o como un asunto de mi vida entera?; ¿recuerdo y vivo aquello de «obras son amores y no buenas razones»?

Para la reunión de grupo

- «Dios no hace distinciones, sino que acepta al que le es fiel y practica la justicia, sea de la nación que sea», dice Pedro en casa del gentil Cornelio. Ser «de otra nación» significaba entonces ser de otra religión, no ser del «pueblo elegido»... Este principio que Pedro proclama en los Hechos de los Apóstoles, ¿sería una afirmación del principio teológico del «pluralismo religioso»? (O sea, de que la salvación no está mediada necesariamente por el judaísmo ni por el cristianismo, sino únicamente por Dios?

- El «amor» ha sido considerado siempre, con razón, una expresión del núcleo mismo del mensaje del cristianismo. Sin embargo aparece pocas veces explícitamente en el mensaje de Jesús (fuera de las palabras que Juan pone en su boca). Tampoco «Iglesia» es una palabra que aparezca un número significativo de veces, teniendo en cuenta que Jesús habría venido «a fundar la Iglesia». ¿Cuál es la categoría que sí fue la central y la «obsesiva» para el Jesús histórico, aquello de lo que él hablaba explícitamente e insistía, aquello con lo que constantemente soñaba y por lo que luchaba?

- Feuerbach decía que «Juan dijo que Dios es amor, pero la verdad es que el amor es Dios». ¿Hay contradicción entre una afirmación y otra? ¿Se puede establecer algún tipo de conciliación?

- El Espíritu es la fuerza que nos capacita para cumplir la tarea que Dios nos asigna a personas y comunidades; sin Espíritu, la religión se queda en magia; con Espíritu se convierte en vida; ¿cómo celebra nuestra Iglesia los sacramentos: como ritos mágicos, como celebraciones folclóricas? ¿En qué sentido?

Para la oración de los fieles
- Por la Iglesia, para que siempre sea consciente de que su vida no está en sus normas e instituciones sino en dejarse llegar por el Espíritu, y no se anuncie a sí misma sino el Reino de Dios. Roguemos al Señor.
- Por todos los creyentes, para que sintamos siempre el gozo y la alegría de haber recibido la Buena Noticia y sintamos también el impulso de anunciarla a los demás. Roguemos al Señor.
- Por todos los que ya no esperan nada ni de Dios ni de los hombres, para que nuestro testimonio les abra una puerta a la esperanza. Roguemos al Señor.
- Por los jóvenes, esperanza del mundo del mañana, para que se preparen a construir un mundo mejor, más solidario, más justo y más fraterno. Roguemos al Señor.
- Por todos los pobres del mundo, para que los cristianos, con nuestra fraternidad solidaria, seamos causa real de su esperanza en verse libres de sus limitaciones. Roguemos al Señor.
- Por todos nosotros, para que formemos una verdadera comunidad en la que se alimente nuestra fe y nuestra esperanza, de modo que podamos transmitir nuestro amor a los demás. Roguemos al Señor.

Oración comunitaria
Dios, Padre nuestro, que en Jesús de Nazaret, nuestro hermano, has hecho renacer nuestra esperanza de un cielo nuevo y una tierra nueva; te pedimos que nos hagas apasionados seguidores de su Causa, de modo que sepamos transmitir a nuestros hermanos, con la palabra y con las obras, las razones de la esperanza que nos sostiene. Nosotros te lo pedimos inspirados por Jesús, hijo tuyo y hermano nuestro.


31.UNA ALEGRÍA DIFERENTE
Juan, sexto domingo de Pascua

JOSÉ ANTONIO PAGOLA
SAN SEBASTIÁN (GUIPUZCOA).

ECLESALIA, 17/05/06.- Las primeras generaciones cristianas cuidaban mucho la alegría. Les parecía imposible vivir de otra manera. Las cartas de Pablo de Tarso que circulaban por las comunidades repetían una y otra vez la invitación a «estar alegres en el Señor». El evangelio de Juan pone en boca de Jesús estas palabras inolvidables: «Os he hablado... para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea plena».

¿Qué ha podido ocurrir para que la vida de los cristianos aparezca hoy ante muchos como algo triste, aburrido y penoso? ¿En qué hemos convertido la adhesión a Cristo resucitado? ¿Qué ha sido de esa alegría que Jesús contagiaba a sus seguidores? ¿Dónde está?

La alegría no es algo secundario en la vida de un cristiano. Es un rasgo característico. Una manera de estar en la vida: la única manera de seguir y de vivir a Jesús. Aunque nos parezca «normal», es realmente extraño «practicar» la religión cristiana, sin experimentar que Cristo es fuente de alegría vital.

Esta alegría del creyente no es fruto de un temperamento optimista. No es el resultado de un bienestar tranquilo. No hay que confundirlo con una vida sin problemas o conflictos. Lo sabemos todos: un cristiano experimenta la dureza de la vida con la misma crudeza y la misma fragilidad que cualquier otro ser humano.

El secreto de esta alegría está en otra parte: más allá de esa alegría que uno experimenta cuando «las cosas le van bien». Pablo de Tarso dice que es una «alegría en el Señor», que se vive estando enraizado en Jesús. Juan dice más: es la misma alegría de Jesús dentro de nosotros.

La alegría cristiana nace de la unión íntima con Jesucristo. Por eso no se manifiesta de ordinario en la euforia o el optimismo a todo trance, sino que se esconde humildemente en el fondo del alma creyente. Es una alegría que está en la raíz misma de nuestra vida, sostenida por la fe en Jesús.

Esta alegría no se vive de espaldas al sufrimiento que hay en el mundo, pues es la alegría del mismo Jesús dentro de nosotros. Al contrario, se convierte en principio de acción contra la tristeza. Pocas cosas haremos más grandes y evangélicas que aliviar el sufrimiento de las personas y contagiar alegría realista y esperanza. Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

21 de mayo de 2006 - Sexto domingo de Pascua (B) - Juan 15, 9 - 17