27 HOMILÍAS PARA EL V DOMINGO DE PASCUA
8-13

 

8. ENCONTRARSE CON CRISTO 
Yo soy el camino, la verdad y la vida.

Hay en la vida momentos de verdadera sinceridad en que, de pronto, surgen de nuestro interior con lucidez y claridad desacostumbradas, las preguntas más decisivas: En definitiva, ¿yo en qué creo? ¿qué es lo que espero? ¿en quién apoyo mi existencia? Ser cristiano es, antes que nada, creerle a Cristo. Tener la suerte de habernos encontrado con él. Por encima de toda creencia, fórmula, rito, ideologización o interpretación, lo verdaderamente decisivo en la experiencia cristiana es el encuentro con Cristo.

Ir descubriendo por experiencia personal, sin que nadie nos lo tenga que decir desde fuera, toda la fuerza, la luz, la alegría, la vida que podemos ir recibiendo de Cristo. Poder decir desde la propia experiencia que Jesús es "camino, verdad y vida".

En primer lugar, descubrirlo como camino. Escuchar en él la invitación a andar, a cambiar, avanzar siempre, no establecernos nunca, renovarnos constantemente, sacudirnos de perezas y seguridades, crecer como hombres, ahondar en la vida, construir siempre, hacer historia más evangélica. Apoyarnos en Cristo para andar día a día el camino doloroso y al mismo tiempo gozoso que va desde la incredulidad a la fe.

En segundo lugar, encontrar en Cristo la verdad. Descubrir desde él a Dios en la raíz y en el término del amor que los hombres damos y acogemos. Darnos cuenta, por fin, que el hombre sólo es hombre en el amor. Descubrir que la única verdad es el amor. Y descubrirlo acercándonos al hombre concreto que sufre y es olvidado.

En tercer lugar, encontrar en Cristo la vida. En realidad, los hombres creemos a aquel que nos da vida. Ser cristiano no es admirar a un líder ni formular una confesión sobre Cristo. Es encontrarse con un Cristo vivo y capaz de hacernos vivir.

A Jesús siempre lo empequeñecemos y desfiguramos al vivirlo. Sólo lo reconocemos al amar, al rezar, al compartir, al ofrecer amistad, al perdonar, al crear fraternidad.

A Jesús no lo poseemos. A Jesús lo encontramos cuando nos dejamos cambiar por él, cuando nos atrevemos a amar como él, cuando crecemos como hombres y hacemos crecer la humanidad.

Jesús es «camino, verdad y vida». Es otro modo de caminar por la vida. Otro modo de ver y sentir la existencia. Otra dimensión más honda. Otra lucidez y otra generosidad. Otro horizonte y otra comprensión. Otra luz. Otra energía. Otro modo de ser. Otra libertad. Otra esperanza. Otro vivir y otro morir.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 55 s.


9.

1. Jesús se va con el Padre, pero volverá

Los evangelios comienzan ya a hacer referencia a los acontecimientos de la Ascensión y Pentecostés. Pero Jesús invita primero a sus discípulos a no perder la calma: «Creed en mí». Tened la seguridad de que lo que yo hago es lo mejor para vosotros. Después habla con suma circunspección de su marcha: me voy a prepararos sitio y volveré para llevaros conmigo, «para que donde yo estoy estéis también vosotros». Jesús se irá con el Padre. Los discípulos comprenden que eso está muy lejos y preguntan por el camino a seguir. La respuesta de Jesús es superabundante: el camino es él mismo, no hay otro. Pero Jesús es aún más: él es también la meta, porque el Padre, al que lleva el camino, está en él, directamente visible para el que ve a Jesús como el que realmente es. El Señor se extraña de que uno de sus discípulos todavía no se haya dado cuenta de ello después de tanto tiempo de vida en común. En él, que es la Palabra de Dios, Dios Padre habla al mundo; e incluso el Padre hace sus obras en él: se alude aquí a los milagros de Jesús, que realmente deberían llevar a todo hombre a creer que el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre. Y sin embargo la figura terrestre de Jesús debe desaparecer cuando se vaya con el Padre para que nadie confunda esta figura con Dios. Jesús volverá con una figura que no dará lugar a ningún malentendido: con la gloria del Padre resplandeciendo en él. Pero en el entretanto no dejará «desamparados» a los suyos: habitará con el Padre secretamente en ellos, de una manera que él les revelará a ellos solos (Jn 14,23), y el Espíritu Santo de Dios les hará comprender «que yo estoy con el Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros» (ibid. 2O). Al final aparece una promesa casi incomprensible para la Iglesia: ella hará, si cree en Jesús, «las obras que yo hago, y aun mayores». Ciertamente no se trata de milagros más espectaculares; lo que Jesús quiere decir es que a la Iglesia le está reservada una influencia dentro del mundo que el propio Jesús no quería tener. Su misión era actuar, fracasar y morir; la Iglesia, en el fracaso y la persecución, derribará todos los obstáculos que se levanten ante ella.

2. La casa espiritual.

Tras la marcha de Jesús al Padre y el envío del Espíritu Santo sobre la Iglesia, se construye (en la segunda lectura) el templo vivo de Dios en medio de la humanidad, y los que lo construyen como «piedras vivas» son al mismo tiempo los sacerdotes que ejercen su ministerio en él y que son designados incluso como «sacerdocio real». Al igual que el templo de Jerusalén con sus sacrificios materiales era el centro del culto antiguo, así también este nuevo templo con sus «sacrificios espirituales» es el centro de la humanidad redimida; está construido sobre «la piedra viva escogida por Dios», Jesucristo, y por ello participa también de su destino, que es ser tanto la piedra angular colocada por Dios como la «piedra de tropezar» y la «roca de estrellarse» para los hombres. La Iglesia no puede escapar a este doble destino de estar puesta como «signo de contradicción», «para que muchos caigan y se levanten» (Lc 2,34).

3. Servicio espiritual y temporal.

La primera lectura, en la que se narra la elección de los primeros diáconos para encargarlos de una tarea administrativa, temporal de la Iglesia, mientras que los apóstoles prefieren dedicarse «a la oración y al servicio de la palabra», muestra las dimensiones de la casa espiritual construida sobre Cristo. Del mismo modo que el Hijo era auténticamente hombre en contacto permanente de oración con el Padre y anunciando su palabra, pero al mismo tiempo había sido enviado a los hombres del mundo, a enfrentarse a sus miserias, enfermedades y problemas espirituales, así también se reparten en la Iglesia los diversos carismas y ministerios sin que por ello se pierda su unidad. Dicho con palabras del evangelio: Cristo va a reunirse con el Padre sin dejar de estar con los suyos en el mundo. El sabe «que ellos se quedan en el mundo» (Jn 17,11) y no lo olvida en su oración; el Espíritu que él les envía es Espíritu divino y a la vez Espíritu misional que dirige y anima la misión de la Iglesia.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 65 s.


10. DESEO/BUSQUEDA 

1. Buscadores de Dios

Son muchos los que actualmente afirman categóricamente la muerte de Dios y el final de la Iglesia de Jesús. Es verdad que a ello ha contribuido en gran manera la presentación que de Dios y de la Iglesia hemos hecho los cristianos. Otros, sin decir ni palabra, han abandonado, convencidos de lo superfluo de ambas realidades en una sociedad que está logrando niveles técnicos hasta hace poco insospechados. ¿Qué puede decirle Dios al hombre de hoy, lanzado a un progreso de tanta magnitud? Todo parece indicar que los espacios que en otro tiempo fueron reservados a las religiones están hoy ocupados por otros intereses. No queda lugar para ellas.

Los que con tanta facilidad eliminan una realidad que son incapaces de "ver" -la trascendencia humana-, han olvidado un dato importantísimo: cristiano es el que sigue el camino de vida y verdad marcado por Jesús de Nazaret. Y esto es, con o sin permiso de tantos, una señal decisiva de vitalidad. Pueden y deben desaparecer las numerosas ideas falsas de Dios Padre, de las religiones..., pero nunca la verdad y necesidad de una plenitud y eternidad que dé sentido a la vida humana.

Las posesiones, la ambición de poder, la técnica y el progreso... pueden atraer los intereses de la mayoría de la humanidad. Es natural que, cuando se trata de conquistar puestos de influencia y prestigio, haya competencia y muchedumbres abriéndose paso a codazos. Y es lógico que por este camino el cristianismo no tenga nada que decir ni aportar a la sociedad. ¿Estará ahí su fracaso y el de la Iglesia? Las cosas cambian cuando el hombre desea únicamente buscar a Dios -situándose fuera de las luchas egoístas-, prescindiendo de puestos de prestigio y no defendiendo posesiones personales; cuando solamente reivindica para sí el derecho de búsqueda. Una búsqueda que le promete un descubrimiento, un encuentro ante el cual todo lo demás es polvo.

En nuestro mundo siempre habrá un sitio para estos buscadores de infinito y de plenitud, para estos buscadores de Dios. Su deseo es uno solo: alcanzar la dimensión del hombre verdadero a través de la ofrenda de la propia vida al servicio de la fraternidad universal, tal como hizo el joven rabino de Galilea. En ellos no tienen sentido el aplauso y el éxito, la conquista de una posición de una fama..., porque pertenecen a otro mundo, porque vive otros valores, dejando en los corazones de los que los rodean la nostalgia de una patria más verdadera, de una tierra más humana, de una plenitud de paz y de alegría, inconcebible para los hombres distraídos por los lazos que tiende la sociedad del consumo y del progreso... de unas minorías.

La Iglesia no es más verdadera cuando amplía su esfera de influencia, conquista más privilegios, honores o bienes terrenos... Es todo lo contrario. Es grande solamente si puede demostrar que busca exclusivamente a Dios.

¿Somos buscadores de Dios y de su Cristo? ¿Podríamos demostrarlo? El que sigue el camino de búsqueda de Dios se va dando cuenta, poco a poco, de que toda la tierra le pertenece, que es libre. Es posible que muchos no entiendan de momento. Pero el que sigue hasta el final, con coherencia y entusiasmo, demostrará que tenía razón. Felices los que buscan a Dios -todo lo que él representa-, porque tendrán siempre la posibilidad de ofrecer algo a nuestra sociedad.

2. "No perdáis la calma"

Jesús tranquiliza a sus discípulos, inquietos por el anuncio que les ha hecho de su partida. Para ello va a explicarles el resultado de su marcha. Sobre esta base debemos entender todo el capítulo 14 del evangelio de Juan.

No deben perder la confianza en él, a pesar de tantas circunstancias adversas. La opción por su mesianismo se identifica con la opción por Dios, aunque ahora no lo comprendan. Todo su anhelo de Dios encontrará su realización y consumación en Jesús. Deben creer que su partida les favorece. Con esta fe pronto experimentarán lo que es el optimismo, y superarán la angustia y el desaliento que ahora les aflige. Su ausencia física le va a posibilitar una perspectiva más amplia y mejor, en la que la relación con los suyos va a ganar si se apoyan en la fe. Hasta ahora ha vivido limitado, como todos los hombres, a un espacio y a un tiempo determinados; con su muerte y resurrección desaparecerán todos los límites. Sólo en un clima de fe-obras se le podrá conocer. Es un conocimiento sapiencial y experimental que trasciende a la razón.

"La casa" del Padre indica, al mismo tiempo, un lugar concreto y una comunidad de vida, como es propio de una familia. En ella "hay muchas estancias", tiene una capacidad inmensa. Su partida del mundo significará el retorno victorioso al lado del Padre. Una fe así los debe ayudar a superar la tristeza de la separación y la soledad en que van a encontrarse enfrentados con un mundo hostil.

"Va a prepararles sitio". Es otro motivo de esperanza: el camino del Maestro será el camino de sus discípulos; el lugar en que él vivirá para siempre, será el mismo de sus seguidores. Extraordinaria forma de hablar de la muerte y del "más allá", quitándole todo el dramatismo que rodea normalmente a estos acontecimientos.

"Volveré y os llevaré conmigo". El Padre quiere tener más hijos. La lejanía y el misterio de lo divino se transforma en cercanía. Dios quiere estar y vivir con los hombres, sus hijos. Este será el resultado final de su misión: integrarlos en la familia del Padre. La marcha de Jesús implica su retorno. De otra forma su misión hubiese quedado incompleta. Vivirán juntos para siempre. Es a lo que lleva la verdadera amistad.

¿A qué momento se refiere esta vuelta? Se puede referir al retorno visible en la parusía o al retorno invisible en el momento de la muerte. Son mayoría los que piensan que se trata del retorno de Jesús al fin del mundo. Pero nada indica que los discípulos sólo se volverán a reunir con él después de la resurrección universal. Al "buen ladrón" le prometió que ese mismo día estaría con él en el paraíso (Lc 23,43), lo que ayudaría a la hipótesis del momento de la muerte de cada uno. Los cristianos somos seguidores de uno que pertenece al "otro lado". No hay lugar para el miedo. Los hombres podremos ser hijos del Padre Dios, hermanos de Jesús y vivir en su intimidad para siempre. Los más grandes ideales humanos serán un día realidad.

El camino ya lo sabemos: amar a la humanidad con un amor como el suyo, hasta la muerte. Ese amor que ha manifestado ya en tres momentos claves de la cena: el lavatorio de los pies, la institución de la eucaristía y el mandamiento nuevo. Le falta rubricarlo con sangre. Los discípulos, capacitados por el Espíritu, aprenderán a amar hasta el final, y ése será su camino. El don total de sí mismos los realizará plenamente. Un camino que las autoridades religiosas de Israel estaban incapacitadas para seguir (Jn 7,34) por ser opresoras del pueblo. Vivían cerradas al Espíritu, por no estar dispuestos a cesar en su injusticia.

3. Jesús, vida plena y verdad total

Sorprendido ante la afirmación de Jesús, Tomás objeta: "Señor, no sabemos adónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino? Es una pregunta poco afortunada, porque debería saber a estas alturas cuál es el camino que conduce al Padre. Sí, es exacto un aspecto de su pregunta: el reconocimiento que hace de la relación de dependencia que existe entre el conocimiento del camino y el conocimiento del término. Tomás ya había intervenido en el episodio de Lázaro (Jn 11,16). En aquella ocasión estaba dispuesto a morir por Jesús, al estar convencido que el viaje a Judea, que se proponía hacer Jesús, era suicida. Ahora Tomás no entiende cómo la muerte pueda ser un paso que permita alcanzar una meta. Parece que para él la muerte es meta y final del camino humano. De ahí que piense que Jesús se refiere a otra cosa y no sepa qué. Su idea mesiánica sigue siendo distinta de la de Jesús. Aun después de la resurrección le costará entender (Jn 20,24-29). Está desconcertado.

No debemos entender literalmente la afirmación de Jesús como hizo Tomás. Es evidente que no es necesario conocer el camino, desde el punto de vista geográfico, para ir al Padre. El lenguaje del camino está dentro de la perspectiva de la metáfora. Una persona no es nunca un camino. Pero sí puede decirse con propiedad que una persona es el medio por el cual alguien llega a otra persona.

Jesús explica a continuación a Tomás cuál es el camino y cuál es el término: el camino es él, y el término el Padre. El mismo es, en cierto sentido, el camino y el término, al identificar el conocimiento que tengan de su persona con el conocimiento del Padre. Quien le conozca a él conocerá al Padre, puesto que el Padre está en él y él en el Padre.

Jesús se hace el absoluto de todo, se define a sí mismo como el camino, pero uniendo esta cualidad suya a otras dos: la verdad y la vida. Es "el camino" por haber vivido en sí mismo la plenitud humana. Un camino que se conoce a medida que se avanza por él. Verdad y vida son modos diversos de expresar la misma realidad. "La verdad" supone un contenido y hace referencia a él. Ese contenido es "la vida", que se identifica con el amor. De los tres términos, el único absoluto es el tercero. Los otros dos han de estar en relación con ella.

Jesús es la vida, porque es el único que la posee en plenitud y puede comunicarla (Jn 5,26). Por ser la vida plena es la verdad total, la plena realidad del hombre y de Dios. Es el único camino -"Nadie va al Padre sino por mí"-, porque sólo su vida y su muerte muestran a la humanidad el itinerario que la pueda llevar a la máxima realización. Un camino que se sigue con las obras del amor, y no con palabras solas. Un camino que han seguido y continúan siguiendo muchos no cristianos.

Lo que en Jesús se encuentra en su cumbre definitiva, sus seguidores deberán alcanzarlo de forma gradual por la entrega de sus vidas a imitación suya. Al don total de sí corresponde la plenitud de vida y verdad, el final del camino, donde la plenitud del hombre encuentra la plenitud de Dios.

Los discípulos poseen ya un conocimiento de Jesús. En esa misma medida conocen al Padre. Este conocimiento debe crecer para llegar cada día más cerca de Dios. No es meramente intelectual ni exterior, sino experiencial, fundado en la familiaridad que crea el amor, y que se alcanza sólo por la práctica del amor. Progresar en el conocimiento de Jesús, ahondando la comunión con él por la práctica de un amor como el suyo, va haciendo al hombre hijo de Dios y dándole a conocer al Padre. ¿Cómo pretender creer en Dios Padre sin un gran amor por los hermanos? "Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto". Jesús es el "Dios-con-nosotros" (Mt 1,23), el Dios invisible que se hace"visible" a los hombres que vivan con, en y para los demás.

4. Jesús, sacramento del Padre

A través de las preguntas de sus discípulos, Juan nos va introduciendo en el mensaje de Jesús. No están preparados aún para entender sus palabras, y le piden algo más concreto por boca de Felipe: una visión directa de Dios. Con ella quedarían satisfechos. Es un deseo contrario a lo manifestado en el prólogo: "A Dios nadie lo ha visto jamás" (Jn 1,18). Su visión es indirecta, y llega a nosotros a través de la vida y las palabras del Hijo. Felipe no pide ser transportado al mundo del más allá para ver a Dios cara a cara y estar siempre con él; sólo pide para el tiempo actual, mientras está todavía en la tierra. Piensa que Jesús, que hizo tantos milagros, se lo puede mostrar ahora con una maravillosa teofanía, al estilo de las que se creía habían sido concedidas a Moisés y a algunos profetas, que habían visto a Dios. Es una prueba más de la rudeza e incomprensión de los apóstoles hasta la gran iluminación de pentecostés.

Felipe sigue identificando a Jesús con la figura del Mesías que podía deducirse de la ley de Moisés y de los profetas (Jn 1,43-45) No ha comprendido todavía que Jesús es la realización no de la ley, sino del amor de Dios. Tampoco entendió en la multiplicación de los panes (Jn 6, 5-7) la novedad del reino mesiánico. Está estancado en la mentalidad de la antigua alianza. No ha descubierto que Jesús desborda toda promesa, que él mismo es la presencia de Dios en el mundo.

Jesús contesta a Felipe con una queja. La ya prolongada convivencia con él no ha ampliado su horizonte. Y es que es muy difícil superar la mentalidad formada por el ambiente en que se vive. Es muy difícil, por ejemplo, que los cristianos europeos superemos la fe sociológica y descubramos que los planteamientos de Jesús eran muy distintos a los que nuestra sociedad considera como cristianos.

Su petición es injustificada, porque Jesús es Dios encarnado. Quien lo ve y lo sigue, ve y sigue a Dios. Dios se ha hecho visible en sus palabras y en sus obras. En Juan, ver, conocer, amar y creer son palabras prácticamente sinónimas. La "visión" de Dios se logra mediante el conocimiento que nace de la vida entregada al amor, cuyo modelo perfecto es Jesús. En la medida en que aumente el conocimiento de Jesús -imitando su vida-, aumentará el conocimiento y la visión de Dios. En el que le conozca a él de verdad se hará realidad el deseo de ver a Dios: lo estará experimentando en su propia vida de entrega al amor, porque "Dios es amor" ( I Jn 4,8).

Jesús quiere que Felipe entienda -y con él todos los discípulos de siempre- que su petición no tiene razón de ser, dado que a Dios no se le puede ver directamente en el curso de la vida terrena, y lo invita -nos invita- a adquirir la visión mediata, única posible y que por ahora basta plenamente. Jesús es el sacramento del Padre -signo sensible-. ¿Somos los cristianos sacramento de Cristo?

"Yo estoy en el Padre y el Padre en mí". ¿Cómo puede estar una persona en otra? Por el amor, por la pobreza, por el pensar, sentir y obrar. Jesús está en el Padre y el Padre en Jesús en este sentido. Por el mutuo amor se han entregado, donado en plenitud y constituido la Trinidad, junto con el Espíritu. Lo tienen todo en común. Son pobres. Esta mutua presencia no es visible o asequible más que por la fe.

La plena identificación que existe entre el Padre y el Hijo es causa de que Jesús no hable ni obre "por cuenta propia". Es Dios mismo el que actúa a través de Jesús (Jn 7,16; 8,28; 12,49).

El Padre realiza su obra en la humanidad por medio de las exigencias que propone el Hijo con su modo de vivir. Imitándole, alcanzaremos la vida que el Padre quiere para sus hijos, la única que podrá saciar nuestra hambre y nuestra sed de infinito.

Jesús insiste en su total identificación con el Padre, y, como último criterio, nos remite a sus obras (Jn 10,37-38). Quien reflexione sobre ellas no tendrá más remedio que concluir que son de Dios. Su amor "hasta el extremo" (Jn 13,1) es la más clara demostración de su unidad con el Padre (Jn 17,11). Las obras son la única prueba de la honradez de nuestras palabras. La vida es lo que importa.

5. Las obras del discípulo

Jesús promete a los que crean en él que después de su partida harán obras iguales a las suyas, "y aun mayores". Y da la razón: su retorno al Padre. Su misión no acabará con su partida, sino que será continuada y superada por sus discípulos. Lo suyo ha sido sólo el comienzo de un futuro mucho más extenso, un cambio de rumbo para la humanidad. Dirección que deberán continuar los que crean.

¿Cuáles son esas "obras mayores"? No se refiere, como es evidente, a que sus seguidores tendrán una mayor entrega que la suya, ni tampoco a milagros mayores que los obrados por él, ni a doctrinas más profundas..., sino a la expansión de su mensaje por todo el mundo. Jesús limitó su actividad a Palestina, y no logró más que un reducido número de seguidores. Serán sus discípulos los que la extiendan por todo el imperio romano y, posteriormente, a todas las naciones. Una expansión que se mantuvo fiel hasta los siglos Vll y Vlll, degenerando después en el cristianismo masificado que ha llegado a nosotros, salvando esas minorías -el "resto de Yavé"- que se han mantenido fieles al Maestro. La condición para hacer esas obras es que crean en él. Así como con su actitud ha mostrado Jesús su comunión con el Padre, de la misma manera mostrarán sus discípulos a través de sus obras la intimidad con él.

Termina el texto dándonos Jesús la razón de su afirmación anterior: los discípulos harán obras como las suyas, y aun mayores, porque desde su nueva condición de resucitado él seguirá actuando con ellos. Las obras no serán fruto únicamente de la acción de los suyos, sino principalmente de su oración junto al Padre. Los discípulos no están solos en su trabajo ni en su camino. La comunicación de Dios con los hombres será constante a través de la mediación de Jesús.

Las obras llegarán a feliz término si están maduradas por la oración. Jesús repetirá varias veces que las peticiones hechas en su nombre serán escuchadas siempre (Jn 15,16; 16,23.24.26). Al insistir en la promesa de que él mismo escuchará la oración de sus discípulos, Jesús trata de inculcarles e inculcarnos que toda nuestra actividad es en realidad obra suya. No especifica el contenido de esa oración; pero es evidente que no pueden ser intereses humanos y personales, sino únicamente lo que necesiten para llevar adelante la obra de su Maestro.

Al afirmar Juan que el mismo Jesús escuchará la oración de sus discípulos, nos está afirmando, una vez más, su divinidad.

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET- 4
PAULINAS/MADRID 1986.Págs. 178-185


11.

«¡CAMINANTE, SI HAY CAMINO!» 
«Caminante, no hay camino»--dijo Machado. Y añadió que cada cual es el que ha de trazar su propia ruta abriéndose paso a golpes de ingenio y de esfuerzo: «Se hace camino al andar».

Y creo que es verdad. Pero también es verdad que al hombre se le brindan muchas ofertas. Tanto para el desvío como para el acierto, tanto para su propia superación como para su degradación. Jesús lo dijo claramente: «Ancho es el camino que lleva a la perdición y qué angosto el que lleva a la vida». Y, como sabía que todos los hombres en cuanto caminantes y los cristianos lo somos, corren el riesgo de equivocar su ruta, se apresuró a decir algo indispensable, ante el despiste de Felipe: «Yo soy el CAMINO, el que me ve a mí, ve a mi Padre». El cristiano, por tanto es alguien que afirma: «Caminante, sí hay camino». Pero, al mismo tiempo, trata de empaparse en ese «libro de la ruta» que es el evangelio y de acomodar sus pasos a él. Efectivamente, «sí hay camino». El mismo Machado llegó a preguntarse en otro verso anhelante: «¿A dónde el camino irá?».

Pero el hombre necesita, además la Verdad. «Y es que en el mundo traidor, nada hay verdad ni mentira: todo es según el color, del cristal con se mira», dijo otro poeta, diagnosticando el subjetivismo en el que vivimos. Tampoco Pilato era optimista en este tema «¿Qué es la verdad?» Convencido de que estamos abocados al escepticismo más cruel. Y eso es muy triste. No es buena una sociedad construida sobre el engaño, la estafa, la hipocresía, el disimulo, la mentira, el fingimiento. Y, desgraciadamente y en muy elevada proporción, sobre esos cimientos se asienta nuestro mundo competitivo y hedonista. «Vamos a contar mentiras, tralará», lo solíamos cantar jugando, pero es algo que se ha hecho realidad.

Lo repito, eso es muy triste. Y muy peligroso. Porque la mentira lleva a la desconfianza. La desconfianza a la inseguridad. Y la inseguridad a encerrarse en el propio «yo» y a no fiarnos «ni de nuestra sombra». Pues, bien, Jesús, en el mismo pasaje de hoy, afirma: «Yo soy la VERDAD». Y lo afirma, con la misma fuerza que otro día dirá: «Yo soy la Luz: quien me sigue no anda en tinieblas». ¿Es que seguiremos siempre los hombres prefiriendo la mentira a la VERDAD?

Pero hay más. El hombre necesita, por encima de todo, vivir; poner en marcha y llevar a plenitud toda su capacidad de «existencia». Lo necesita como algo inevitable, que le crece dentro, antes que cualquier otro deseo: «primum, vivire». El derecho a la vida y las ansias de vivir existían mucho antes que se promulgaran «los derechos humanos». Por eso, en sus saludos familiares, el hombre alude a la vida: «¿Qué es de tu vida?». Y vida es lo que busca en todas sus acciones. Para vivir, trabaja. Para vivir, descansa y come. Incluso, cuando se mata, es para vivir. O, si queréis, para sobrevivir. Un suicida no se mata porque ame la muerte, sino, al revés: porque ama tanto la vida, que, al no gustarle la que le rodea --«¡esto no es vida!»-- se va por ese túnel oscuro del suicidio, a ver si encuentra otra vida mejor.

Pues, bien, Jesús completó su «trío de ases» con esa afirmación: «Yo soy la VIDA». No hace falta argumentar mucho. El evangelio es el libro de la «vida por antonomasia». Las palabras de Jesús eran «palabras de vida eterna». Sus acciones eran: liberar, curar, devolver la vida. Su muerte fue para resucitar y para «resucitarnos». Y, al poner en marcha la Iglesia, le dijo: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante».

ELVIRA-1.Págs. 39 s.


12.

Frase evangélica: «Yo soy el camino, la verdad y la vida»

Tema de predicación: EL CAMINO CRISTIANO

1. El «camino» se forma por las pisadas repetidas de quienes van de un lugar de partida a otro, que es final de etapa. «Se hace camino al andar». Al atravesar el desierto, donde no hay sendas sino costumbres, el pueblo de Dios recorre «los caminos de Dios» (Sal 25,10). En las Escrituras, caminar es comportarse, conducirse, hacer la voluntad del Señor. La imagen del camino expresa que la vida tiene un sentido.

2. Dios camina delante o en medio de su pueblo. Consiguientemente, el pueblo debe caminar con Dios. Por eso se dice como deseo cristiano: «vaya usted con Dios». En san Juan, «camino» es un concepto subordinado a un término relativo -«verdad»- que nos lleva a un concepto absoluto: «vida». Jesús es el camino que lleva a la verdad y a la vida, o el camino vivo y verdadero que conduce al Padre. Es la encarnación de la verdad, de la luz y de la vida. Por eso, sólo él puede afirmar: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Por la muerte y la resurrección, Jesús camina hacia el Padre y prepara un lugar a sus discípulos, a los que más tarde volverá a buscar.

3. Cristiano es el creyente que recorre el camino de Jesús: vive de la verdad, y la verdad lo conduce a la vida. Lo contrario de la verdad es la mentira, y lo contrario de la vida es la muerte. Al camino verdadero se opone el camino mentiroso. Junto a «los caminos de Dios» están «las sendas del mal». El Nuevo Testamento señala «dos caminos» (Sal 1,6; Prov 4,18-19). Jesús nos muestra que el camino hacia el Padre es el de la práctica de la caridad.

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿En qué caminos nos movemos?

¿Cómo podemos hallar el camino del Señor?

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 122 s.


13.

1. Dónde comienzan las crisis de la comunidad

En temas anteriores nos preguntábamos si cuando Lucas nos describe la vida de la primitiva comunidad, se refería a hechos reales o más bien presentaba un ideal de vida comunitaria. Hoy nadie se hará esa pregunta, pues es evidente que la crisis primera que surge en aquella comunidad es tan humana y tan real que, cambiadas las circunstancias y detalles, aún sigue vigente en nuestra Iglesia.

El Libro de los Hechos, que nos dará el principal material para las reflexiones, nos alerta, de cualquier forma, para que no creamos que la Pascua o que Pentecostés obran mágicamente sobre los cristianos. Si la Pascua de Cristo ya ha tenido lugar y plenamente, la Pascua de la comunidad cristiana es un proceso extendido en el tiempo y en el espacio. Que esta Pascua florezca o que aborte, en gran medida depende de nosotros...

El texto de Lucas nos obliga a poner los pies en tierra. Un buen día la armonía de la comunidad se vio rota por ciertos detalles que exigieron una pronta corrección. El hecho de por sí es simple: en Jerusalén había dos estratos socio-culturales de los que se alimentaba el discipulado cristiano; por un lado, los judíos oriundos de Palestina, orgullosos siempre de su raza, de su lengua y de su relación estrecha con los lugares santos del pueblo. Por otro, los judíos oriundos del imperio romano, de lengua griega, que tenían algunas sinagogas en Jerusalén.

Pues bien: los cristianos tenían un servicio social similar al judío, como es obvio. Las viudas y los pobres, como también los huérfanos, recibían un subsidio semanal consistente en dos comidas diarias. La comunidad se hacía cargo de ello. Mas he aquí que los judíos palestinos, como dueños de casa, no se preocupaban con el mismo interés por las viudas de los helenistas, por lo que sobrevino la crisis. Dos motivos encontramos para el surgimiento del conflicto:

Primero: el problema racial y social. Hablando con términos modernos, diríamos que en la primitiva Iglesia se entabló una lucha de clases: palestinos contra helenistas. La lucha no fue abierta, como será más tarde, pero tuvo una primera manifestación penosa. Tiempo después el conflicto tomará una connotación mucho más profunda: los palestinos intentarán mantener una condición de privilegio dentro de la Iglesia, obligando a los griegos a circuncidarse antes del bautismo; los helenistas, mandados por Pablo, exigirán igualdad de derechos, la descentralización de la Iglesia absorbida por Jerusalén y la puesta en práctica del principio de la universalidad del cristianismo.

Todo ello nos revela que aún se estaba muy lejos de comprender el alcance del Hombre Nuevo nacido en la madrugada de Pascua. Los esquemas viejos se resistían a dejar paso a una nueva concepción religiosa por la que Jesús había dado su vida. La Pascua estaba en crisis y los apóstoles tomaron cartas en el asunto. Mas antes veamos el segundo motivo de la crisis.

Segundo: la falta de funciones específicas en la comunidad. En un primer momento los apóstoles, con poca experiencia en la materia, asumieron casi todas las funciones comunitarias: predicaban, dirigían la Eucaristía, bautizaban, administraban el dinero y organizaban el servicio social. Pronto, y a consecuencia de esta crisis, descubrieron que esto no podía seguir así. Esto se desprende de las mismas palabras de los apóstoles: «No nos parece bien descuidar la Palabra de Dios para ocuparnos de la administración.»

Este suceso tan simple nos da una importante lección: en la Iglesia todos los miembros están llamados a ser miembros activos, y su organización exige distribuir las tareas conforme a ciertas funciones que cada uno debe desempeñar. Antes de dedicarnos a ver cuáles son estas funciones, es bueno que atendamos a las otras dos lecturas.

Efectivamente, la Carta de Pedro, al hablar de la Iglesia, establece ciertos principios fundamentales que conviene recordar. Dice Pedro, su autor, que debemos unirnos a Cristo, piedra fundamental de todo el edificio, como piedras vivas, escogidas y preciosas, para construir el gran templo del Espíritu, la comunidad eclesial.

Detengámonos aquí: nadie es elemento muerto en la Iglesia, ni muerto ni pasivo. Y a todos nos incumbe construir el verdadero templo, que no es el de piedras, sino el del Espíritu. Si recordamos el diálogo de Jesús con la samaritana, no será necesario que expliquemos de qué se trata este templo y el culto que en él se desarrolla. En efecto, sigue diciendo Pedro, todos estamos llamados a ejercer un sacerdocio sagrado para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo.

De todo lo cual se desprende que nuestro cristianismo occidental, mientras ensalzó el sacerdocio jerárquico, olvidó casi completamente e] sacerdocio universal de todos los fieles; un sacerdocio que no se ejerce especialmente en los cultos rituales, sino en la vida diaria. Nuestro sacerdocio consiste en construir la comunidad cristiana, mantenerla y promoverla, ya que todos constituimos el pueblo de Dios, nación santa y sacerdocio real.

La Carta de Pedro bien puede llamarse «la constitución» de la Iglesia, su carta magna. Antes de hablar de las diferencias de estados y de funciones, es fundamental precisar el papel que todos debemos asumir en la gran responsabilidad de construir la comunidad. En una palabra: todos somos Iglesia y todos coparticipamos de la responsabilidad pastoral, y cada uno según cierto papel específico de acuerdo con las diversas necesidades.

El texto del Evangelio de Juan también se mueve en esta dirección cuando afirma Jesús: «En la casa de mi Padre hay muchas estancias y yo voy a prepararos sitio...» En otras palabras: aquí hay lugar y trabajo para todos.

Si ahora, olvidándonos por un momento de aquella primera comunidad, colocamos los ojos en la Iglesia de nuestro siglo, podremos comprobar que uno de los motivos principales de su decaimiento y de sus crisis es, precisamente, el acaparamiento de las funciones en manos de la jerarquía, con lo que los fieles se transformaron en piedras muertas. Del acaparamiento de funciones al autoritarismo y al control absoluto, no hay más que un paso. Y ese paso, por desgracia, se dio en más de una oportunidad.

La Pascua, primavera de la Iglesia, nos exige hoy poner las cosas en su lugar. Mas, antes de hacerlo, debemos ponernos de acuerdo en este principio fundamental: que nadie se sienta dueño de la Iglesia ni se crea su salvador o la pieza indispensable. Todos, absolutamente todos, somos miembros activos y con plena responsabilidad en esta «cosa-pública» que es nuestro pueblo, la comunidad cristiana, tanto la local como la universal.

Aclarados estos conceptos, veamos ahora cómo no solamente se dan en la Iglesia diversas funciones y ministerios, sino que todos responden al Espíritu y que están al total servicio de la comunidad.

2. La crisis se resuelve en la responsabilidad compartida

Si releemos la primera lectura de hoy, observamos que por primera vez en la historia de la Iglesia surge la diferenciación de ministerios o tareas para una mejor conducción de la comunidad. Los apóstoles, cuya primacía no es discutida, delegan en otros parte de las funciones que habían acaparado, estableciendo así el principio de coparticipación en la conducción pastoral de la comunidad cristiana.

Los Doce distinguen dos tipos de tarea: una, encaminada a predicar la Palabra y dirigir la oración y el culto litúrgicos. Otra, a organizar el servicio social y la práctica comunitaria de la caridad. Ellos se reservan la primera y delegan en otros la segunda.

Mas tengamos en cuenta lo siguiente: los dos tipos de tareas están encaminados con la misma intensidad a servir a las necesidades de la comunidad que, ayer como hoy, tiene hambre de Palabra de Dios y hambre de pan o promoción humana. Los cargos no se eligen para gozar de cierto prestigio o privilegio, como aún hoy suele suceder. El esquema es mucho más simple: cada uno, según la invitación del Espíritu, debía hacer algo para que la comunidad crezca espiritual y materialmente.

Varias cosas nos llaman la atención en este breve pero jugoso relato, cuya vigencia, lo repetimos, sigue en pie.

a) En primer lugar, la grandísima importancia que los Doce conceden al ministerio de la Palabra. Ellos se sienten llamados por el Espíritu fundamentalmente para esta tarea: anunciar el Evangelio, dando testimonio de los hechos y palabras de Jesús. Son los iluminadores de la comunidad, los intérpretes de un Mensaje que necesita hombres especialmente preparados para ello. Para el resto de las tareas, que se ocupe la misma comunidad... Aunque parezca un lugar común, es bueno insistir en esto: los obispos y los sacerdotes deben ser los especialistas del Evangelio y de su anuncio. Para esto están en primer lugar y por encima de todas las cosas: para alimentar a la comunidad con el Pan de la Palabra, tal como lo hizo Jesús cuando se refirió al tema en el capítulo sexto del Evangelio de Juan.

¿Cumple hoy la jerarquía esta función primordial? Quizá no sea el momento de responder, pero sí de exigir, en cuanto miembros activos, que no se descuide este su principal papel que muchas veces naufraga tras otras tareas que los sacerdotes asumen como si los laicos no fueran capaces de hacerlo. Tenemos una Iglesia saturada de administración, de burocracia, de cuentas bancarias y de muchas cosas más, que si pueden ser necesarias en cierto momento, jamás pueden postergar o soslayar la imprescindible tarea de la evangelización.

Tan imprescindible es este cometido, que el mismo Lucas nos muestra a los "diáconos" encargados en el primer momento de la administración de bienes, sobrepasando esta tarea y predicando el Evangelio en Samaria y en otras partes. Bueno será, por lo tanto, que nos hagamos ciertas preguntas: ¿Qué valor le asignamos nosotros al anuncio del Evangelio? ¿Conocemos la palabra de Jesús y estamos capacitados para comunicarla a los hombres del siglo veinte? ¿Está nuestro cristianismo tradicional suficientemente alimentado y motivado por el Evangelio?

b) En esta tarea de volver a situar funciones, los laicos han de asumir toda su responsabilidad. En primer lugar, y tal como surge del relato de Lucas, han de saber presentarse a los pastores para plantearles, respetuosa pero firmemente, sus quejas y sus puntos de vista. Así lo hicieron aquellos cristianos ante los Doce, y si los laicos hubieran cumplido esta función, posiblemente las cosas no hubieran llegado al estado de gravedad a que han llegado. Es cierto que ahora nos quejamos y lloramos por tantos problemas..., pero ¿no hubieran podido ser evitados si a tiempo se hubiera levantado la voz?

Lucas nos dice hoy que dentro de la Iglesia hay derecho a la protesta y a la crítica. Es algo que se había olvidado y sobre lo que muchos hasta llegan a escandalizarse. Lo cierto es que suele ser más fácil y cómodo cerrar los ojos y evitarse un disgusto momentáneo al tener que reclamar ciertos derechos, pero una comunidad madura debe saber reclamar por un lado y escuchar por el otro. No basta condenar el clericalismo ni es suficiente exigir obediencia ciega. Clérigos y laicos han de madurar de modo tal que los intereses generales de la Iglesia primen sobre los egoísmos particulares.

En segundo lugar, a los laicos les corresponde resolver los problemas que surgen de la misma vida comunitaria. Observemos lo siguiente: los Doce dejan libre a la misma comunidad en la elección de las personas que han de ocupar el nuevo puesto creado. Solamente la orientan acerca de las condiciones que han de requerir, pues todo lo que se hace en la Iglesia exige espíritu y santidad de vida.

Si los Doce han valorado su propia tarea de predicar la Palabra, no menos valor otorgan al servicio de la mesa: exigen que los elegidos sean hombres de buena fama, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría. Servir a los hermanos es una tarea que no se puede hacer de cualquier modo; es, en cambio, un ministerio que ha de ser asumido seria y responsablemente. Es una función que supone sensibilidad, buen trato, respeto y amor al otro; es la sabiduría de dar sin humillar ni hacer diferencias.

Sobre estas personas así elegidas, los Doce imponen las manos, después de hacer oración. Es con la fuerza y en nombre del Espíritu Santo como han de actuar los elegidos para servir a la comunidad. Con el tiempo se los llamó «diáconos», o sea, servidores.

Concluyendo...

La primitiva comunidad hoy nos ha dado un ejemplo de madurez. Es posible que en nuestras respectivas comunidades necesitemos releer y meditar seriamente esta página que, como otras tantas de los Hechos, establecen criterios fundamentales para la vida de la comunidad.

Estamos viviendo la Pascua y el viento del Espíritu debe airear nuestras así llamadas comunidades cristianas. La Iglesia, en su liturgia, insiste en presentarnos el ideal de los primeros cristianos a través de sus gestos y palabras, para que hoy el árbol no nos impida ver el bosque. Cambiar lo caduco, vitalizar lo anquilosado, purificar lo espúreo... son tareas que nos incumben a todos. Pascua es también dar vida a las piedras muertas del Templo del Espíritu; porque hemos sido convocados para «proclamar las hazañas del que nos llamó a salir de las tinieblas para entrar en su luz maravillosa».

SANTOS BENETTI
CRUZAR LA FRONTERA. Ciclo A.2º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1977.Págs. 241 ss.