38 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO III DE PASCUA
30-38


30. DOMINICOS 2004

Jesús resucitado, visita varias veces a sus discípulos para confirmarlos en la fe. Esto implica despertar en ellos nuevas búsquedas y nuevas responsabilidades que les conducirán a confrontaciones difíciles: “Azotaron a los apóstoles, les prohibieron hablar en nombre de Jesús y los soltaron” (Hch 5, 40). ¿Hasta qué punto es consistente nuestra fe? ¿De qué manera nos compromete?

La resurrección de Jesús es el núcleo de la predicación cristiana. Percibir todo su alcance es un proceso que requiere tiempo, encuentro y meditación de las Escrituras, apertura al Espíritu que hace trascender toda sabiduría humana: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29). ¿Obedecemos a Dios antes que a nuestros miedos? La vida de Jesús pone en entredicho los privilegios de los grandes, por eso deciden acabar con Él, pero Dios lo resucita y nos invita a ser dadores de vida.

Con las huellas de la muerte, Jesús sorprende a los apóstoles en su trabajo cotidiano, la pesca. Les invita a comer, como signo de vida y fraternidad. Esta invitación de “Venid y comed”, nos cuestiona e interpela ¿compartimos lo que somos y tenemos con los más necesitados?

Amar al Señor es una condición ineludible del discípulo para realizar la tarea pastoral. La reiterada profesión amorosa de Pedro hacia Jesús le convierte en “roca” sobre la que se edificará la Iglesia.


Comentario Bíblico
La Resurrección desde la experiencia del amor


Iª Lectura: Hechos (5,27-32.40-41): Testigos: El Espíritu y la Comunidad
I.1. La primera lectura nos presenta el discurso de defensa que Pedro hace ante el Sanedrín judío, que ha comenzado a perseguir a los primeros cristianos, después que los saduceos y las clases sacerdotales (los verdaderos responsables también de la condena de Jesús) se han percatado de que lo que el Nazareno trajo al pueblo no lo habían logrado hacer desaparecer con su muerte. Los discípulos, que comenzaron tímidamente a anunciar el evangelio, van perdiendo el miedo y están dispuestos a dar razón de su fe y de su nuevo modo de vida. Fueron encarcelados y lograron su libertad misteriosamente.

I.2. Para dar razón de su fe, de nuevo, recurren al kerygma que anuncia con valentía la muerte y la resurrección de Jesús, con las consecuencias que ello supone para los responsables judíos que quisieron oponerse a los planes de Dios. La resurrección, pues, no es ya solamente que Jesús ha resucitado y ha sido constituido Salvador de los hombres, sino que “implica” también que su causa continúa adelante por medio de sus discípulos que van comprendiendo mucho mejor lo que el Maestro les enseñó. Esta es una expresión que ha marcado algunas de las interpretaciones sobre el acontecimiento y que no ha sido admitida. Pero en realidad se debe tomar en consideración.

I.3. No podemos centrarnos solamente en el “hecho” de la resurrección en la persona de Jesús, sino que también debemos considerar que la resurrección de Jesús cambia la vida y el horizonte de sus discípulos. Y esto es muy importante igualmente, ya que sin ello, si bien se proclame muchas veces que “Jesús ha sido resucitado” no se hubiera ido muy lejos. Es decir, la resurrección de Jesús también da una identidad definitiva a la comunidad cristiana. Ahora la causa de Jesús les apasiona, les fascina, y logran dar un sentido a su vida, que es, fundamentalmente, “anunciar el evangelio”.


IIª Lectura: Apocalipsis (5,11-14): Liturgia pascual en el cielo
II.1. La segunda lectura nos narra una segunda visión del iluminado de Patmos, en la que se adentra en el santuario celeste (una forma de hablar de una experiencia intensa de lo divino y de la salvación) donde está Dios y donde aparece una figura clave del Apocalipsis: el cordero degollado, que es el Señor crucificado, aunque ya resucitado. Con él estaba toda la plenitud de la vida y del poder divino, como lo muestra el número siete: siete cuernos y siete espíritus.

II.2. La visión, pues, es la liturgia cósmica (en realidad todo el libro del Apocalipsis es una liturgia) del misterio pascual, la celebración y aclamación del misterio de la muerte y resurrección del Señor. Toda la liturgia cristiana celebra ese misterio pascual y por medio de la liturgia los hombres nos trasladamos a aquello que no se puede expresar más que en símbolos. Pero para celebrar y vivir lo que se ha hecho por nosotros.


Evangelio: Juan (21,1-19): La Resurrección, experiencia de amor
III.1. El evangelio de este domingo, como todo Jn 21, es muy probablemente un añadido a la obra cuando ya estaba terminada. Pero procede de la misma comunidad joánica, pues contiene su mismo estilo, lenguaje y las mismas claves teológicas. El desplazamiento de Jerusalén al mar de Tiberíades nos sitúa en un clima anterior al que les obligó a volver a Jerusalén después de los acontecimientos de la resurrección. Quiere ser una forma de resarcir a Pedro, el primero de los apóstoles, de sus negaciones en el momento de la Pasión. Es muy importante que el “discípulo amado”, prototipo del seguidor de Jesús hasta el final en este evangelio, detecte la presencia de Jesús el Señor y se lo indique así a los demás. Es un detalle que no se debe escapar, porque como muchos especialistas leen e interpretan, no se trata de una figura histórica, ni del autor del evangelio, sino de esa figura prototipo de fe y confianza para aceptar todo lo que el Jesús de San Juan dice en este escrito maravilloso.

III.2. Pedro, al contrario que en la Pasión, se tira al agua, “a su encuentro”, para arrepentirse por lo que había oscurecido con sus negaciones. Parece como si todo Jn 21 hubiera sido escrito para reivindicar a Pedro; es el gran protagonista, hasta el punto de que él sólo tira de la red llena de lo que habían pescado para dar a entender cómo está dispuesto ahora a seguir hasta el final al Señor. Pero no debemos olvidar que es el “discípulo amado” (v. 7) el que delata o revela situación. Si antes se ha hablado de los Zebedeos, no quiere decir que en el texto “el discípulo amado” sea uno de ellos. Es el discípulo que casi siempre acierta con una palabra de fe y de confianza. Es el que señala el camino, el que descubre que “es el Señor”. Y entonces Pedro… se arroja.

III.3. El relato nos muestra un cierto itinerario de la resurrección, como Lucas 24,13-35 con los discípulos de Emaús. Ahora las experiencias de la resurrección van calando poco a poco en ellos; por eso no se les ocurrió preguntar quién era Jesús: reconocieron enseguida que era el Señor que quería reconducir sus vidas. De nuevo tendrían que abandonar, como al principio, las redes y las barcas, para anunciar a este Señor a todos los hombres. También hay una “comida”, como en el caso de Lc 24,13ss, que tiene una simbología muy determinada: la cena, la eucaristía, aunque aquí parezca que es una comida de “verificación” de que verdaderamente era el Señor resucitado. Probablemente el relato de Lc 24 es más conseguido a nivel literario y teológico. En todo caso los discípulos descubrieron al Señor como el resucitado por ciertos signos que habían compartido con El.

III.4. Todo lo anterior, pues, prepara el momento en que el Señor le pide a Pedro el testimonio de su amor y su fidelidad, porque a él le debe encomendar la responsabilidad de la primera comunidad de discípulos. Pedro, pues, se nos presenta como el primero, pero entendido su “primado” desde la experiencia del amor, que es la experiencia base de la teología del evangelio de Juan. Las preguntas sobre el amor, con el juego encadenado entre los verbos griegos fileô y agapaô (amar, en ambos casos) han dado mucho que hablar. Pero por encima de todo, estas tres interpelaciones a Pedro sobre su amor recuerdan necesariamente las tres negaciones de la Pasión (Jn 18,17ss). Con esto reivindica la tradición joánica al pescador de Galilea. Sus negaciones, sus miserias, su debilidad, no impiden que pueda ser el guía de la comunidad de los discípulos. No es el discípulo perfecto (eso para el evangelio joánico es el “discípulos amado”), pero su amor al Señor ha curado su pasado, sus negaciones. En realidad, en el evangelio de Juan todo se cura con el amor. Y esta, pues, es una experiencia fundamental de la resurrección, porque en Tiberíades, quien se hacen presente con sus signos y pidiendo amor y dando amor, es el Señor resucitado.

Fray Miguel de Burgos, O.P.
mdburgos.an@dominicos.org


Pautas para la homilía


La verdad es subversiva

El anuncio de la Vida es el corazón de la primera predicación apostólica. Los que han dispuesto la muerte de Jesús no soportan que se enseñe en su nombre y, mucho menos, se les acuse de haber derramado su sangre. La verdad desenmascara a los cómplices, por eso, es subversiva.

Hoy Jesús sigue muriendo en muchos hombres, mujeres y niños, de cuyas muertes son responsables los que detentan el poder. Personas que han hecho una opción por la cultura de la exclusión y de la muerte.

La verdad pone al descubierto las situaciones de muerte escondidas detrás de múltiples justificaciones sociales y religiosas. ¿Por qué se justifican tantas muertes por el hambre y la guerra? Si hemos optado por la cultura de la vida ¿de qué manera somos consecuentes con ella?


Testimoniar el don de la vida

La vida es un don, un regalo de Dios que hay que acoger, cuidar y testimoniar. El evangelista San Juan (10,10) expresa la finalidad de la venida de Jesús: “He venido para que tengan vida y vida en abundancia”.

Sin embargo, nuestro planeta tierra se siente convulsionado y minusvalora la vida. El sangriento panorama de Irak, África y Tierra Santa es elocuente al respecto. La amenaza de la muerte nos persigue, no sólo en tiempos de guerra o campos de batalla. Puede aparecer en un sobre bomba o de tantas maneras sofisticadas, allí donde menos se espera. Pensemos en los acontecimientos del 11 de marzo., en Madrid.

Comprometerse con la vida puede llevarnos a recibir “azotes y ultrajes” y hasta a entregar la propia vida. Jesús, como muchos mártires, muere para testimoniar la vida. También ésta puede entregarse en los pequeños gestos de la vida cotidiana.


Obedecer a Dios antes que a los hombres.

Para Pedro y el resto de los apóstoles es una verdad que no admite ambigüedades. Esta profunda convicción les lleva a padecer grandes sufrimientos, pero no claudican. La coherencia se impone.

Si de verdad somos cristianos, el testimonio no es opcional. Es más bien el núcleo de nuestra opción por Jesús: “El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús

a quien vosotros matasteis colgándolo de un madero…Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen” (Hch 5, 30-33).


Compartir la comida

Junto al lago de Tiberiades, Jesús se aparece a sus discípulos y les invita a comer. La faena de la pesca ha sido trabajosa y con pocos resultados, pero la obediencia a las palabras del Maestro hará que las redes se colmen de peces. Él no es reconocido, pero ahí está. “Venid y comed”. Es un buen testimonio de que la muerte no tiene la última palabra.

Compartir una comida expresa vida y fraternidad. Ante acontecimientos significativos, invitamos a familiares y amigos a compartir la mesa. Junto con esta dimensión humana, Jesús hace memoria de su muerte y resurrección, de la Cena Pascual, de su Cuerpo y Sangre que se entrega por nosotros.

Las estadísticas escandalosas de personas que mueren de hambre en el mundo, van en contra del mensaje de vida plena que nos regala la Resurrección del Señor. Con ella ha inaugurado un mundo más justo y solidario.


Señor, tú sabes que te quiero.

Pedro entra en una dinámica existencial positiva: si el miedo le hace negar por tres veces que es seguidor de Jesús, las interpelaciones del Resucitado le llevan a una triple profesión de amor. No basta sentir, hay que expresar. Es el “decir” el que nos compromete frente a los demás.

La “roca” débil sobre la que se fundamentará la Iglesia, es fortalecida por la oración de Jesús (Lc 22,32). El Pedro presuntuoso descubre su fuerza en la humildad. Entonces aparece la “roca” fuerte, el Pastor que apacentará las ovejas.

Una condición ineludible en la tarea pastoral es un amor incondicional al Señor y a las personas a quienes anunciamos su mensaje. El anuncio del Evangelio requiere diálogo, apertura y una interacción que nos permita conocer las necesidades de los otros. Tener clara conciencia de que damos y recibimos para dejarnos evangelizar por ellos.

María Teresa Sancho Pascua, O.P.
dmsfpg@terra.es


31.

Nexo entre las lecturas

Después de la Resurrección de Jesucristo, ha llegado para los apóstoles la hora de la misión. El número ciento cincuenta y tres de peces pescados milagrosamente simboliza el carácter pleno y universal de la misión de los discípulos y de la Iglesia. A Pedro, Cristo resucitado le dice por tres veces cuál ha de ser su misión: "Apacienta mis ovejas" (Evangelio). Después de Pentecostés los discípulos comenzaron a poner en práctica la misión que habían recibido, predicando la Buena Nueva de Jesucristo (primera lectura). Forma parte de la misión el que los hombres no sólo conozcan a Cristo, sino que también lo adoren como a Dios y Señor (segunda lectura).


Mensaje doctrinal

1. La misión de la Iglesia. Cada evangelista, a su manera, muestra, como parte fundamental del mensaje de Jesús, la misión universal de la Iglesia. San Juan en el Evangelio de hoy recurre, siguiendo su estilo propio, a los símbolos. El mar como imagen del mundo, del conjunto de los hombres, era común en tiempos de Jesús y del evangelista; era igualmente común, al menos entre griegos y romanos, la imagen de la nave, v.g. la nave del estado. Los primeros cristianos, basándose en algunos textos del Nuevo Testamento (Lc 5,3; Mt 8, 23; Mc 1,17; Jn 21, 1-14), hablaron de la nave de la Iglesia. Hay otro símbolo que es exclusivo de Juan. Me refiero al número de peces recogidos: 153. Es conocido que, en la cultura contemporánea de Jesús, el símbolo numérico tenía un gran valor y era usado con no poca frecuencia. Ciento cincuenta y tres indica plenitud y totalidad. Se suele explicar de dos modos: 1 + 3 + 5 es igual a 9, que siendo múltiplo de 3 subraya la plenitud en grado sumo. Otro modo de explicar el valor pleno y total de este número es el siguiente: el múltiplo de 12 es 144; si a 144 sumamos 9 obtenemos 153. Es una manera de acentuar todavía más la totalidad. En resumen, la misión de la Iglesia, en el mar del mundo, no es otra sino la de ser pescadores de todos los hombres sin excepción y llevarlos al puerto seguro de la fe y de la eternidad. A esta imagen de la nave y de la pesca, sigue a continuación otra: la del pastor y las ovejas. Jesucristo, Buen Pastor, encomienda a Pedro: "Apacienta mis ovejas". Ezequiel había hablado del Dios como Pastor de Israel; ahora Jesús recurre a la misma imagen para hablar de sí mismo como Pastor de la Iglesia, y da a Pedro su misma misión. Buen Pastor es aquél que cuida, ama, protege, apacienta a sus ovejas, y las defiende de los lobos hasta dar la vida por ellas. La misión de Pedro y de los pastores en la Iglesia es lograr que todas las ovejas alcancen la salvación de Dios.

2. Dos formas de realizar la misión. En los Hechos de los Apóstoles (primera lectura) se realiza la misión mediante la predicación. Los apóstoles han predicado a Jesucristo, sobre todo el grande misterio de su muerte y resurrección, y las redes comienzan a llenarse de peces. Es tal la eficacia de la predicación, que las autoridades judías se asustan y meten a los apóstoles en la cárcel. "Pero Pedro y los apóstoles respondieron: Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres". Quien ha recibido la misma misión de Jesucristo, ¿podrá renunciar a ella? ¿podrá igualarla a cualquier otra misión en la vida? A los apóstoles les parece imposible, y no tienen miedo a pagar cualquier precio por realizar su misión. La segunda forma de llevar a cabo la misión es el culto, particularmente la actitud de adoración hacia Jesucristo, el Cordero degollado. "Digno es el Cordero degollado, de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza" (segunda lectura). Para que la misión de los apóstoles se realice plenamente, la predicación tiene que desembocar en el culto. Conocer que Cristo ha muerto y resucitado por nosotros, sin llegar a adorarle como nuestro Dios y Señor, es dejar incompleta la misión. Separar estas dos realidades o descuidar excesivamente una de ellas, equivaldría a una especie de monofisismo apostólico y pastoral.


Sugerencias pastorales

1. La misión en la aldea global. El mundo ha llegado a ser en nuestros días una aldea global. Para los medios de la información, de las finanzas, de las ideas no existen fronteras. Una ceremonia pontificia puede verse simultáneamente en cualquier rincón de la tierra donde exista un televisor, y, gracias a internet, puedes entablar un chat sobre cualquier tema con hombres y mujeres a miles de kilómetros de distancia de tu habitación. Los cristianos, mediante todos estos instrumentos, entran en contacto con personas que tienen otra visión de la vida, que viven según otros modelos de existencia, que practican otra religión y aceptan otras creencias. Este fenómeno puede suscitar cierto estado de crisis en los cristianos, puede incluso hacerles caer en un cierto relativismo religioso, pero puede ser por igual una estupenda ocasión para poner en práctica, en grandísima escala y con los medios más avanzados, la misión universal de la Iglesia. ¿Cuándo ha tenido la Iglesia más medios para predicar a Cristo desde los tejados, con sus numerosísimas antenas? Estamos quizá ante el reto histórico más imponente en la obra misionera universal de la Iglesia. Esta gran misión universal no la llevan a cabo unos pocos misioneros en tierras no evangelizadas; la puede llevar cualquier cristiano, tú mismo la puedes llevar adelante, desde tu casa o desde tu despacho. Se ve claro que la misión universal de la Iglesia requiere que cada cristiano sea un hombre convencido de su fe, y esté preparado para dar razón de ella a quien se lo pida: en la calle, en la oficina, o en internet.

2. El culto de adoración. Pienso que en estos últimos decenios el culto de adoración ha disminuido entre los fieles. Puede ser que se ha insistido mucho en la asamblea litúrgica, y menos en la Persona en torno a la cual la asamblea se reúne. O se ha subrayado mucho el carácter festivo de los sacramentos, y menos el carácter cúltico. Tal vez también se ha puesto el acento en Jesucristo amigo, maestro, modelo en cuanto hombre igual que nosotros, y se ha dejado un poco en el silencio la figura de Jesucristo, como nuestro Dios y Señor. Estas u otras razones han hecho bajar el sentido cristiano de la adoración. El inicio del tercer milenio, centrado en el misterio de la encarnación del Verbo, es una ocasión magnífica para renovar y recuperar el espíritu de adoración, debida a Jesucristo. Nos dice el catecismo: "Por la profundización de la fe en la presencia real de Cristo en su Eucaristía, la iglesia tomó conciencia del sentido de la adoración silenciosa del Señor presente bajo las especies eucarísticas" (CEC 1379). ¿No habrá que avivar y reavivar la conciencia de esta presencia de Jesucristo Dios en la Eucaristia? El mismo catecismo añade en el no. 2145: "La predicación y la catequesis deben estar penetradas de adoración y de respeto hacia el nombre de Nuestro Señor Jesucristo". ¡Un momento de reflexión y examen para los catequistas y predicadores! El mundo, para renovarse, tiene necesidad de una Iglesia más adorante.

P. Antonio Izquierdo


32. AGUSTINOS 2004

MEDITACIÓN: "APACIENTA MIS CORDEROS"

Después de la Resurrección del Señor, los apóstoles se han ido de Jerusalén a Galilea,. Están junto al lago, en el mismo lugar donde un día los encontró Jesús y los invitó a seguirle. Ahora han vuelto a su antigua profesión, la que tenían cuando el Señor los llamó. Jesús los halla de nuevo en su tarea. San Juan, en el Evangelio del domingo nos relata que eran siete los discípulos del Señor que se encontraban juntos. Entonces Pedro decide ir a pescar y los demás le siguen. Pero aquella noche no pescaron nada.

En la madrugada se presentó Jesús en la orilla. Jesús resucitado va en busca de los suyos para fortalecerlos en la fe y en su amistad, y para seguir explicándoles la gran misión que les espera. Los discípulos no se dieron cuenta que era Jesús. Están a unos cien metros del Señor. A esa distancia no se distinguen bien los rasgos de un hombre, pero pueden oírle cuando levanta la voz y les pregunta: “¿Tienen algo de comer?”

Le contestaron: “No”.

Jesús les dice: “Echen la red a la derecha de la barca, y encontraran”. Y Pedro obedece.

Echaron la red y no podían sacarla por la gran cantidad de peces. Juan entonces le dice a Pedro: “Es el Señor”.

Y Pedro, que se había estado conteniendo hasta ese momento porque interiormente ya presentía que era Jesús, salta como impulsado por un resorte. No espera que la barca llegue a la orilla. Se ciñó la túnica y se tiró al agua. Los otros discípulos volvieron a la costa con la barca, arrastrando la red colmada de peces.

Fue el amor de Juan el que distinguió primero al Señor en la orilla. Ese amor que ve de lejos y que capta las delicadezas. Aquel apóstol adolescente, con el firme cariño que siente hacia Jesús, fue el que exclamó: “Es el Señor”.

Durante toda la noche, los apóstoles por su cuenta y sin contar con la presencia del Señor, habían trabajado inútilmente.

Perdieron el tiempo

Por la mañana, en cambio, con la luz, cuando Jesús está presente, cuando ilumina con su Palabra, cuando orienta su trabajo, las redes llegan repletas a la orilla.

En cada jornada nuestra ocurre lo mismo. en ausencia de Cristo, el día es noche; el trabajo se vuelve estéril. Una noche más, totalmente vacía. Nuestros esfuerzos no bastan, necesitamos a Dios para que den frutos.

Junto a Cristo, cuando le tenemos presente, los días se enriquecen. Las penas y las enfermedades, adquieren un valor que supera el dolor.

La convivencia con nuestro prójimo se vuelve, junto a Jesús un mundo de posibilidades de hacer el bien.

Nuestro drama como cristianos comienza cuando no vemos a Cristo en nuestras vidas. Cuando por falta de amor al Señor se nubla el horizonte y hacemos las cosas como si Jesús no estuviera junto a a nosotros. Como si Cristo no hubiera resucitado.

Debemos pedirle siempre a María que sepamos distinguir a Jesús en los acontecimientos de todos los días. Que aprendemos a decir muchas veces, como Juan: ¡Es el Señor!. Y esto, tanto en las penas como en las alegrías, en cualquier circunstancia.

Que la Virgen nos a que junto a su hijo, Jesús, seamos siempre sus discípulos, en todos los ambientes y situaciones.

Continúa el evangelio relatando cómo en su última aparición, poco antes de la Ascensión a los Cielos, Jesús resucitado constituye a Pedro pastor de su rebaño y guía de la Iglesia. También le profetiza que, como el buen pastor, también morirá por su rebaño.

Cristo confía en Pedro a pesar de sus tres negaciones en la madrugada del viernes en que condenaron a Jesús. Solo le pregunta si le ama, tantas veces cuantas habían sido las negaciones. El Señor quiere confiar su Iglesia a un hombre con flaquezas, pero que se arrepiente y ama con sus obras.

La imagen del pastor que Jesús se había aplicado a sí mismo pasa en ese momento a Pedro: El ha de continuar la misión del Señor,... ser su representante el la tierra.

Las palabras de Jesús a Pedro: “apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas” indican que la misión de Pedro será la de guardar todo el rebaño del Señor, sin excepción. Y “apacentar”, equivale a dirigir a gobernar. Pedro queda constituido en Pastor y guía de la Iglesia entera.

Donde está Pedro se encuentra la Iglesia de Cristo. Junto a él conocemos con certeza el camino que conduce a la salvación.

Sobre el primado de Pedro, la roca, estará asentado hasta el fin del mundo el edificio de la Iglesia.

El amor al Papa se remonta a los mismos comienzos de la Iglesia. Los Hechos de los Apóstoles relatan que cuando Pedro es encarcelado por Herodes Agripa, la Iglesia oraba incesantemente por él.

Nosotros también debemos rezar por el Papa, que lleva sobre sus hombros el grave peso de la Iglesia. En todas las misas pedimos al Señor por su persona y sus intenciones

Pidamos a María que siempre podamos decir con sinceridad: Gracias, Señor, por el amor al Papa que has puesto en nuestros.


33.

A la altura del tercer domingo de Pascua, la Iglesia nos propone con el relato de esta aparición, que ahondemos:

         1º, en el acontecimiento de la Resurrección de Jesús para llenarnos de esperanza y de alegría, pues la muerte ya no es meta, sino punto de salida de nuestro existir.

         2º, También para que vivamos en la esperanza de una “nueva vida”, una nueva categoría de vivir en una relación conciencia y carne, yo y corporeidad.

Un ser humano con dos principios: el de Inmaterialidad. Y el de Corporeidad. El Punto, decimos, es el Principio de la línea. Toda Línea tiene un principio, pues si no tuviera un Principio, no podría llegar a ser línea. Así también, el ser humano tiene dos Principios, como acabo de decir. El de Inmaterialidad (espiritualidad) y el de Corporeidad. Sin esos principios no podría ser “ser humano”
 

El puñado de hombres y mujeres que empezaron a hacer la experiencia de esta nueva realidad de vida en Jesús, en el que “siempre vive”, “en el viviente”, les hizo cambiar de actitud en sus vidas: de desilusionados, esperanzados; de tristes, alegres; de cobardes y miedosos, valientes y hasta el extremo de que “los apóstoles después de azotados por haber hablado en nombre de Jesús, salieron del Consejo contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús”. (Hch.)
 

Este acontecimiento de la resurrección de Jesús, que estamos intentando revivir e interiorizar, ¿está cambiando realmente mi actitud frente a la vida? ¿me está llenando de alegría en medio de las tristezas y angustias de esta sociedad? Y ¿cuáles son mis esperanzas: las de este mundo, anclado en los placeres, en la materia económica, en la eficacia fáctica, en el consumismo compulsivo: comprar, comprar y comprar? O ¿verdaderamente son como la de aquellos hombres, ilusionados por una “nueva vida”, la del Resucitado?
 

Pedro, nos dice el relato evangélico de hoy, después de aquel viernes negro, se fue a pescar; volvió a su trabajo de siempre, a su trabajo normal. No es un fanático de acontecimientos maravillosos, a pesar de haber asistido a muchos y haber sido testigo de primera mano. Tampoco es Pedro un pietista, sumido en la oración expectante, llena de ensueños de poder y de liberación del romano invasor. Y es ahí, en el trabajo y en la labor de cada día, donde hará la experiencia de Jesús resucitado. Y la hará en un momento de fracaso total, de trabajo inútil: Pasaron toda la noche trabajando y no pescaron nada”.
 

Esta situación le llega un día u otro a todo hombre: se intenta, se lucha, pero se fracasa. Nada de nada... Jesús conoce nuestros fracasos, nuestras decepciones y nuestras penas; nuestros sinsabores. Nos ve venir sin nada. Y ahí, en medio de nuestros trabajos y de nuestros esfuerzos inútiles, se presenta, al amanecer, como un extraño, que tiene hambre. Pide a gritos pescado y ellos no tienen nada que darle, solo el vacío de su barca y las redes rotas. Y precisamente, Él, que sabe de nuestros descalabros, de nuestros fracasos, con eso se contenta y eso es lo que nos pide. Nuestros fracasos y derrotas.

Pero somos soberbios y no queremos reconocerlos; los disimulamos, los ocultamos. No se los damos.
 

Echad las redes al otro lado de la barca”. Lo hicieron y se encontraron con la abundancia. Ante el fracaso de su nada, de su “pasión inútil”, al decir de Sartre, cuando habla de lo que es la vida del hombre, Él, Jesucristo, les dio la plenitud total y absoluta, que ese es el significado de los 153 peces. El hombre semita, cuando quiere expresar una plenitud absoluta, que solo Dios puede dar, suma uno tras otro los 17 primeros números y llega así a la plenitud más grande y absoluta: a 153. A Dios.
 

Te sientes fracasado en tus estudios, en tu profesión, en tu trabajo, en tu familia, que la amenaza el divorcio; en tus amores, que huelen a infidelidad;  “Echad las redes al otro lado te está diciendo ese desconocido, que se te ha presentado a la orilla de tu ribera; y te sentirás con el asombro de una plenitud desbordante de vida, que será signo, que tu sabrás interpretar en tu existencia; traducirlo y darle todo su significado, como lo hizo el discípulo que amaba, por eso al pie de la cruz estuvo; y que por ello fue el único en reconocer y comprender quién se ocultaba detrás de aquel desconocido, que les hablaba desde la orilla: “¡Es el Señor!”. Cuando se ama a uno, se le comprende con medias palabras.

“Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan”. Las gentes de aquel tiempo y hasta entrado el siglo XV, creían que en el fondo de los abismos del océano, se ocultaba y allí tenía su guarida, el monstruo marino, como pez gigante. El adversario de la humanidad, el enemigo acusador, en griego, Satanás.

Jesucristo resucitado se presenta victorioso, con un pescado gigante, símbolo de Satanás, sobre el fuego. No tengáis miedo, les repetirá continuamente: Satanás está vencido

“Traed de los peces que acabáis de pescar. Después que Pedro, le dio unos peces de los 153, que habían pescado”, les dijo: “Vamos, almorzad”. Jesús se aproxima a la fogata, que Él mismo había alumbrado en la orilla, tomó el pan y se lo dio y así mismo lo hizo con el pescado”

Este signo que se dio a los pescadores, se nos da ahora a nosotros. Venid y comed”.
 

La vida de cada día tomó para ellos y  de ahora en adelante, también para nosotros, una dimensión nueva. En las tareas y trabajos profesionales; en las comidas; en el encuentro con los demás; en nuestros triunfos y fracasos Jesús está ahí, escondido, en la orilla de tu vida, para que a través de los signos, advirtamos que el desconocido de la ribera es portador de la sobreabundancia de vida, 153 peces y de la victoria sobre el monstruo marino, ya vencido, derrotado y muerto.

 

Pascua quiere ser “nueva vida”, que nos arranque de la indiferencia y pesimismo en que tantas veces nos sentimos sumergidos, que eso es muerte. Apostemos por la Pascua, que es apostar por la vida, siempre por la vida, porque la muerte ya no es el final.

Y que al celebrar el signo de la Eucaristía sintamos la fe y amor de Juan para reconocerle en nuestros fracasos.

Y que tengamos la decisión y entusiasmo de Pedro para salir al encuentro del “hombre” que nos aguarda siempre en la orilla, el Resucitado, en una palabra.

Y, que en esta Eucaristía, nos dice también: Venid y comedeste Pan de Vida y no tengáis miedo: el maligno está vencido.  

                                                     AMEN   

Eduardo Martínez Abad, escolapio
edumartabad@escolapios.es
 


34. CLARETIANOS 2004

De la "dimisión" a la "misión"

Cuando Jesús, el Viviente, no es reconocido en la comunidad cristiana, todo en ella va mal: la comunidad se divide y dispersa, la misión resulta infructuosa, el miedo se apodera de todos. Sin embargo, cuando su presencia es reconocida y acogida, la comunidad se reúne y entra en comunión, la misión tiene éxito, la intrepidez y la audacia se apodera de los discípulos.

El evangelio de Juan nos expone cómo los discípulos, liderados por Pedro, se encuentran ya en Galilea, en las ocupaciones de siempre. Por eso, Pedro dice: "Voy a pescar" y los demás lo siguen. Queda atrás aquella generosidad por la cual dejaron las redes, lo dejaron todo, para seguir a Jesús. Ahora, tras la decepción del viernes santo, vuelven a las andadas, a recuperar aquello que dejaron. Lo que, siguiendo al Maestro, era misión, se convierte ahora en "dimisión". Lo que antes era misión, ahora es puro y duro trabajo. Pero también ¡infructuoso". Quienes podían ser pescadores de hombres, ahora no pescan nada durante toda una noche. Su trabajo, su esfuerzo, es inútil. Su decepción es muy fuerte.

Al volver cansados, amanece. Alguien les dice que echen la red al otro lado. Les cambia la perspectiva. Les quita protagonismo y los convierte en servidores de su Palabra. Y, descubren poco a poco a Aquel a quien habían abandonado. Lo descubren progresivamente. Estalla el descubrimiento cuando la red se llena de peces y ellos no son capaces, ni siquiera de remolcarla. El "discípulo amado" lo ve enseguida. Es el más sensible ante la presencia y confiesa: ¡Es el Señor! Pedro es el más reactivo e inmediato: enseguida se desviste y se lanza al agua. Poco a poco todos tienen la certeza de que es el Señor. Nadie pregunta.

Jesús los reúne en torno a la mesa. Les prepara la comida. La comunión de mesa queda restablecida: no solo entre ellos, sobre todo, ¡con Jesús! Jesús, otra vez, toma la iniciativa. Se acerca a Pedro y le dirige unas preguntas, le exige una confesión, no de fe, sino de amor. Pedro, desertor del seguimiento, es convocado de nuevo a seguir a su Señor. Pero el seguimiento solo se justifica desde el amor, y un amor que está por encima de la profesión, de las posesiones, del propio trabajo: "¿Me amas más que todo ésto?" La respuesta de Pedro es entrañable: "Señor, tú sabes que te quiero... tú sabes que deseo ser siempre tu amigo". Las respuestas de Jesús manifiestan una confianza absoluta en aquel que había dimitido: "Apacienta mis ovejas... mis ovejitas". Jesús quiere no un Pedro-pescador, sino un Pedro-pastor, imagen, icono, sacramento del Buen Pastor, un buen pastor dispuesto a dar la vida por las ovejas. Y así sucederá: así lo vaticina Jesús.

Los discípulos vivieron, a partir de este momento, desde la lógica de la Resurrección. Su experiencia fue tan intensa, tan profunda, que ya no podían prescindir de ella. Dejaron su iniciativa y se dejaron llevar. Quisieron obedecer antes a Dios que a los hombres. Perdieron el miedo. Confesaron su fe ante los tribunales. A quien antes una criada del Sumo Sacerdote obligó a callar su identidad, ahora anuncia abiertamente y sin miedo, su adhesión hasta la muerte a Jesús.

La misión de la Iglesia, en la que todos participamos, no se identifica con nuestras iniciativas, con nuestra imaginación organizativa, con nuestros programas. De poco o nada sirve una actividad pastoral, en la que el trabajo se superpone a la experiencia del Señor resucitado. De poco o nada sirve una vida comunitaria de trabajadores que no se encuentran en la "mística" de la mesa común, de la comensalía, con el Señor. El Señor está en medio de nosotros, pero desgraciadamente, no tenemos a veces tiempo para reconocerlo. El Señor lo puede todo. Es el Cordero Inmolado. El tiene el poder, la riqueza, la sabiduría. Unidos a Él todo es posible. Alejados de Él, no podemos dar fruto.

El mensaje de este domingo, nos invita:

a "re-conocer" en medio de nosotros la presencia del Señor;

a cederle todo el protagonismo en la misión y convertirnos nosotros, en humildes servidores de su Palabra y de sus iniciativas;

a avivar nuestra sensibilidad de resurrección y descubrir "el más allá que existe" detrás y en todo "el más acá";

a "mirar" con otros ojos, con ojos de Pascua, todo lo que nos sucede y no dejarnos abatir por las dificultades; el Tentador pretende borrar todos los rastros que nos llevan al Resucitado.

la colaboración humilde de cada uno de nosotros en la misión de Jesús nace, debe nacer, de una alianza de Amor. ¿Me amas?, nos pregunta Jesús. Amar a Jesús, aunque no lo veamos. Amar a Jesús, tras compartir con Él la mesa, nos convierte en pequeños pastores de sus hermanos, de nuestros hermanos. De ahí nace la solidaridad, la hospitalidad, la acogida sin reservas, el cuidado por tantas personas que nos necesitan.

¡Benditas experiencias de resurrección, que nos hacen recuperar el optimismo de la vida y nos vuelven fuente de amor y de compasión!

JOSÉ CRISTO REY GARCÍA PAREDES


35. Jesús resucitado con sus discípulos

Fuente: Catholic.net
Autor: P . Sergio Córdova

Reflexión

Como los paisajes de Leonardo

Hace dos semanas tuve la oportunidad de estar en Sicilia por motivos pastorales. Me encontraba de misión cerca de Messina, y tuve que desplazarme en dos ocasiones al corazón de la isla, a un pueblito de montaña llamado Troína. En menos de una hora se sube desde el mar hasta la alta montaña, a unos 1,600 metros de altitud, no muy lejos de las estribaciones del Etna. Durante el invierno esta zona se cubre de nieve. Al llegar al altiplano, nos cogió una densa niebla que apenas se veía a unos cuantos metros.

Seguramente habrás contemplado en más de una ocasión los cuadros de Leonardo. Este gran maestro de la pintura renacentista rodea sus paisajes de una nebulosa sugestiva, allá en la lontananza; paisajes típicos de la Umbría, región de Italia frecuentemente cubierta de niebla. A esa técnica pictórica leonardesca se le dio el nombre de “sfumato”.

Juan Rulfo –famoso novelista mexicano del estado de Jalisco, autor de “Pedro Páramo” y “El llano en llamas”— escribió en un estilo muy realista, incorporando elementos fantásticos y míticos en su narración. En sus páginas, la visión directa de las realidades más brutales convive de forma fascinante con lo misterioso, lo alucinante y lo sobrenatural. Narra acontecimientos humanos, a veces muy violentos, envolviéndolos como entre sombras, más típicas de los sueños y de las pesadillas que de la realidad. Por eso, los críticos de la literatura han calificado su estilo de “realismo mágico”.

¿Y por qué traigo ahora a colación estas tres experiencias: una de la vida real, otra de la pintura y otra de la literatura? Espero que no sea irreverente lo que voy a decir, pero esto es lo que yo he experimentado esta vez al leer el Evangelio de este domingo. Y, en general, también los demás pasajes en los que se nos narran las diversas apariciones del Señor resucitado a sus discípulos. Claro que no es exacto. Pero he tratado de expresar, en la medida de lo posible, algo de mi experiencia personal. Voy a ver si puedo explicarme.

San Juan nos narra en su evangelio la tercera aparición de Jesús a sus discípulos después de resucitar de entre los muertos. Tiene muchos rasgos comunes con la primera pesca milagrosa que obró el Señor, en este mismo lago, allá al principio de su vida pública, cuando conquistó el corazón inquieto de aquellos pescadores: Pedro, Andrés, Santiago y Juan. Milagro que nos narra Lucas en el capítulo 5 de su evangelio.

Sin embargo, el ambiente descrito es muy distinto. La primera pesca milagrosa refleja un entorno colorido y vivamente realista. Casi hasta podemos ver el verde de las colinas de la Galilea y el mar intenso del mar de Tiberíades. Mientras que éste de ahora –en mi propia percepción, al menos— respira una atmósfera especial, como si estuviera envuelto en un halo sobrenatural, de misterio y de misticismo. Efectivamente, ¡así como los paisajes de Leonardo! O como esa experiencia de estar en medio de la niebla.

Los discípulos han ido a pescar. Han bregado toda la noche. En vano. Como aquella primera pesca descrita por Lucas. De pronto, al amanecer, se presenta Jesús en la ribera del lago, a lo lejos, y les dice que echen la red a la derecha. Ellos obedecen, esta vez sin protestar, y capturan una cantidad inmensa de peces. Pero ahora ya no se admiran ni se postran a los pies de Jesús como entonces. Y, a pesar del milagro, siguen sin reconocer al Señor hasta que Juan, el apóstol predilecto, movido por la intuición propia del amor –que no por la visión corporal— exclama: “¡Es el Señor!”. Pero siguen sin reconocerlo, como si estuviera envuelto en una densa niebla que ocultara su rostro.

Más significativa aún es la frase que aparece un poco más adelante: “Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era –añade san Juan— porque sabían bien que era el Señor”. ¿Cómo es posible? ¡Lo tienen enfrente y siguen aún sin reconocerlo! Lo mismo que le sucedió a la Magdalena en el huerto la mañana de Pascua; lo mismo que les aconteció a los discípulos de Emaús; exactamente igual a lo que les pasó a los once en el Cenáculo. Lo estaban viendo, lo tenían delante… ¡y no eran capaces de reconocerlo! ¿Por qué?

A esto me refería yo cuando decía que era una especie de realismo sobrenatural, místico, –o “mágico” si queremos— en donde se mezcla lo visible y lo invisible en una misma realidad. Ven y no ven. Miran y no reconocen. Es esa especie de incerteza de “si será o no será el Señor”; ese titubeo de querer preguntar a Jesús si es Él en verdad; pero, al mismo tiempo, un respestuoso temor porque, en el fondo, saben que es Él…

Es una sensación muy extraña, pero estoy seguro de que todos la hemos experimentado en más de una ocasión. Sentimos presente a nuestro Señor en la oración, pero dudamos si es realmente Él, aunque la fe y el corazón nos invitan a no temer, sabiendo que es realmente Él. O cuando lo sentimos actuar en nuestra vida de mil maneras distintas: en un amanecer, en una experiencia hermosa, en una amistad, en un gesto de cariño o en una palabra de consuelo, en una bella sorpresa, en la solución inesperada de un problema… Sabemos que es Él, aunque no lo vemos con los ojos corporales…. ¡Así es la relación de Cristo con nosotros desde su resurrección de entre los muertos! Por eso quiso educar a sus apóstoles a vivir desde entonces en esta nueva dimensión.

Yo creo, en definitiva, que estas narraciones pascuales reflejan muy bien nuestra vida cristiana: tenemos que avanzar casi sin ver, como entre sombras, guiados sólo de la FE en Cristo resucitado y animados de una grandísima esperanza y de un amor muy encendido a Él. Es la única manera como podemos relacionarnos con Jesucristo desde que Él resucitó de entre los muertos. Y el único camino para poder “verle”, experimentarle, gozar de su amor y entrar en su eternidad ya desde ahora, sin salir de este mundo. Pidámosle hoy esta gracia.


36. 2004

LECTURAS: HECH 5, 27-32. 40-41; SAL 29; APOC 5, 11-14; JN 21, 1-19

ES EL SEÑOR.

Comentando la Palabra de Dios

Hech. 5, 27-32. 40-41. A quien nosotros matamos colgándolo de un madero Dios lo hizo príncipe y salvador, para darnos ocasión de arrepentirnos y de obtener el perdón de los pecados. Quienes fueron testigos de todos estos acontecimientos son los que nos los dan a conocer, no tanto para ilustrar nuestra mente, cuanto para llamarnos a volver a Dios y a aceptar la salvación que Él nos ofrece. Por eso, quienes aceptan a Cristo mediante la fe, están aceptando también el testimonio dado por los apóstoles. Aceptado ese testimonio por la Iglesia del Señor, esta debe convertirse en un continuo testimonio vivo del Señor, muerto y resucitado por nosotros, para conducir a toda la humanidad hacia el arrepentimiento, y hacia la aceptación de la Vida nueva que Dios quiere que tengamos todos los hombres. En ese testimonio no tengamos miedo a ser perseguidos y a convertirnos en una ofrenda de amor a Dios. Por eso no nos quedemos sólo en aceptar y vivir nuestra fe de un modo personalista; con la fuerza que nos viene del Espíritu de Dios, que habita en nuestros corazones, convirtámonos en testigos valientes del amor de Dios en el mundo para que todos encuentren el camino que les conduzca a Cristo, Salvador y Señor de todo lo creado, pues no hay otro nombre en el cual podamos alcanzar la salvación y la vida eternas.

Sal. 30 (29). Dios siempre cuida de los suyos como un padre cuida de sus hijos, pues están bajo su protección y auxilio. Quien confía en el Señor no teme, pues ¿quién podrá en contra de Dios? Por eso, sabiendo que el Señor está siempre de nuestra parte, vayamos en su Nombre a hacer el bien a todos y a dar testimonio de la Verdad sin permitir que la cobardía llegue a nuestros corazones ni apague el compromiso que tenemos con la misma Misión del Señor de salvar a todos los hombres. Al final, después de haber vivido y padecido por Cristo y por salvar a todos los hombres, el Señor convertirá nuestro duelo en alegría y lo alabaremos a Él eternamente.

Apoc. 5, 11-14. El Cordero, que fe inmolado, es digno de todo honor y alabanza; y es digno de ser recibido por su Padre como su Hijo amado, en quien Él se complace. Pero no basta entregar la vida, ni entregar los bienes a los pobres, ni proclamar el Nombre del Señor. Si en el fondo no hay un "cantus firmus", que es el amor, que le dé sentido a todo, de nada sirve todo lo que se haya realizado. El Señor dio su vida porque nos ama, y por su filial y amorosa obediencia a la voluntad del Padre. Por eso Él ha sido puesto por encima de todo lo creado. Todo mira hacia Cristo, y Cristo mira hacia el Padre Dios. Unidos a Él nosotros caminamos hacia nuestra glorificación, pues son nuestros sus caminos, su misión y la gloria que le pertenece como a Hijo unigénito del Padre. A Él todo honor y toda gloria ahora y por siempre.

Jn. 21, 1-19. La Iglesia realiza toda su vida en torno a Cristo, Cabeza, Esposo, Siervo y Pastor de la misma. Él ha puesto al frente de su Pueblo a Pedro y a los demás Apóstoles. Hasta nuestros días ha llegado a nosotros la sucesión apostólica mediante el Papa y los Obispos. Es Pedro quien nos invita a ir a pescar, conforme a aquella promesa de Cristo: Desde ahora serás pescador de hombres. Los otros Apóstoles se unen a la acción evangelizadora y salvadora que Pedro cumple conforme al mandato de Cristo. Pero ellos no van solos; también los discípulos de Cristo se han de unir a ellos, pues el trabajo por el Reino de Dios no es algo que sólo competa a los Pastores, sino a toda la Iglesia. Cada uno debe trabajar, poniéndose al servicio del Evangelio, conforme a la gracia recibida. Con nosotros está el Señor. Hemos de escuchar su Palabra para que nuestro trabajo sea eficaz y no sólo un perder el tiempo inútilmente. Sabemos que somos frágiles e indignos para el cumplimiento de la Misión que el Señor nos confía; pero en medio de nuestra fragilidad contemplemos la misericordia que Dios ha tenido para con nosotros y dejémonos amar por Él. Si confiamos en Él y no negamos nuestro propio pecado y sabemos confesarlo ante Él, Él nos perdonará y nos confiará el alimento de Vida eterna para hacerlo llegar a todos los suyos.

La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.

El Señor nos reúne en torno suyo. Él ha preparado ya la mesa en la que nos ofrece, como alimento, su Cuerpo y su Sangre. Pero no podemos venir ante Él sólo para recibir sus dones. Hay muchas cosas que nos angustian. Y probablemente le suplicamos al Señor que vuelva su mirada compasiva hacia nosotros y nos socorra. Ciertamente si Dios, en su amor nos dio a su propio Hijo, cómo no nos va a conceder cualquier otra cosa que le pidamos. Pero no podemos quedarnos con la figura de un Dios paternalista, que continuamente nos cumple todos nuestros deseos legítimos. El Señor quiere que, al presentarnos ante Él le ofrezcamos el fruto de su Palabra que, como buena semilla, ha sido sembrada en nuestros corazones. Ojalá y, al estar ante el Señor, seamos como los hijos que saben obedecer al Dios en razón de dejarse guiar por el Espíritu Santo, que habita en nosotros. En la Eucaristía retomamos nuestro compromiso de amor fiel y obediente a la voluntad del Padre Dios, a imagen de su propio Hijo.

La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.

El Señor nos pide que también trabajemos poniéndonos el servicio de la salvación de los demás, para conducirlos a Cristo y para que desde Él sean consagrados al Padre. Por eso, además de ofrecer el Cuerpo y la Sangre de Cristo, ofrecemos también el fruto de nuestro trabajo evangelizador y pastoral. El Señor nos dice: Traigan algunos pescados de los que acaban de pescar. ¿Llegaremos con las manos vacías? ¿Habremos escuchado al Señor que nos guía en lo que hemos de realizar en su Nombre? o, por desgracia, ¿continuaremos trabajando al margen de Cristo, pero tal vez con la luz de las herramientas que han de estar al servicio del Evangelio, pensando que con sólo utilizarlas adecuadamente lograremos que la salvación llegue a todos? Recordemos que sólo el Señor es quien ofrece la salvación al mundo; nosotros y todo lo demás debemos estar a su servicio. El Señor nos confía el ser portadores de su salvación. Reconocemos que muchas veces hemos fallado al Señor, pero Él, rico en misericordia, jamás ha dejado de amarnos. ¿Lo amamos también nosotros en verdad? ¿Estamos dispuestos a ser los primeros en dejarnos perdonar, sabiendo que al Señor no se le ocultan nuestras maldades? Que Él sea rico en Misericordia para con nosotros.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, reconocer a Cristo como Señor y centro de nuestra vida, para que unidos a Él seamos conducidos por Él a la gloria del Padre. Amén.

www.homiliacatolica.com


37. ARCHIMADRID 2004

EL AMOR DE LOS AMORES

El viernes pasado me enteré de tres sacrilegios cometidos en tres hospitales de Madrid. Habían robado, del sagrario de sus tres capillas, el Copón junto con las Formas. La llamada fue de mi madre que, de parte de una de las religiosas enfermeras de uno de esos hospitales, pedía que nos hiciéramos eco de semejante atropello. La palabra que empleaba era: “desagravio”. De hecho, esas religiosas habían comenzado de inmediato una vigilia de oración en señal de desagravio.

La palabra en cuestión no significa otra cosa que: expiación, reparación o satisfacción. A algunos, sobre todo los que no conozcan el misterio de la Eucaristía, les podrá parecer un tanto exagerado todo este “tinglado” por algo que puede dar la impresión de pertenecer a una “mera devoción”. Sin embargo, para los que somos creyentes, y procuramos, cada día, adentrarnos en semejante derroche de gracia por parte de Dios, en el que el Cuerpo, la Sangre, la Humanidad y la Divinidad, se encuentran enteramente contenidos en la Hostia consagrada, verla vilipendiada y ultrajada de tal manera, produce un dolor verdaderamente estremecedor.

Quizás, ahora, sean más convenientes las palabras que Pedro y los apóstoles dirigieron al sumo sacerdote, y que aparecen en la primera lectura de hoy: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. A veces, resulta asombroso con qué tipo de respetos humanos actuamos de cara a lo que otros puedan decir u opinar acerca de nuestra fe. Da la impresión de que nuestro obrar y decir depende del juicio de los hombres, olvidando que, en último término, el único que nos da el perdón, la salvación y la vida es Dios. Tal vez, en algún Parlamento que se proclame “humanista” (ya existe en algún que otro país), se pueda prohibir la práctica religiosa y, en concreto, la adoración a la Sagrada Eucaristía, pero ese “decretazo” en nada puede corromper un corazón verdaderamente enamorado de Dios y de su entrega incondicional.

“Al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos”. Éste ha de ser nuestro permanente canto en acción de gracias, y nuestra actitud por desagraviar cualquier aptitud contra lo Sagrado. Fíjate qué poco puede parecer, por ejemplo, un “Amén”, y, sin embargo, está lleno de una profunda reverencia al “Amor de los amores”. De esta manera se significa la adoración al Santísimo Sacramento en un canto eucarístico muy conocido. Y aunque invisible a los ojos humanos tal poderío y generosidad divinas es patente a cada uno de nosotros: de la misma manera que les ocurrió a los discípulos de Jesús en el lago de Tiberíades no necesitamos preguntar de quién se trata: “porque sabían bien que era el Señor”.

¡Vivamos esta Pascua de 2.004 con el entusiasmo con que la vivieron los que fueron testigos de la Resurrección de Cristo! Sería verdaderamente un signo de fe, que detrás de cada acontecimiento del “día a día”, pudiéramos admirarnos, como lo hizo “aquel discípulo que Jesús tanto quería”, y decir, aunque sea gritando en nuestro corazón: “¡Es el Señor!”.

Vamos, una vez más, a pedirle a nuestra Madre la Virgen, que sepamos, no solamente desagraviar, sino adorar y “encarnar” en nuestra vida lo que participamos y comemos en cada Eucaristía. No tengas vergüenza de amar y entregarte al “Amor de los amores”… Él lo hace en cada Misa celebrada en cualquier parte del mundo, aunque sea en una capilla de un hospital de Madrid.


38.
Predicador del Papa: «¿Me amas?», sigue preguntando Jesús a cada uno
Comentario del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap., al evangelio dominical

ROMA, viernes, 20 abril 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap., predicador de la Casa Pontificia, a la liturgia de este domingo, III de Pascua.

* * *

¿Me amas?

III Domingo de Pascua
Hechos 5, 27b-32.40b-41; Apocalipsis 5, 11-14; Juan 21,1-19

Leyendo el Evangelio de Juan se entiende que originariamente terminaba con el capítulo 20. Si fue añadido este nuevo capítulo 21 es porque el propio evangelista o alguno de sus discípulos sintieron la necesidad de insistir una vez más en la realidad de la resurrección de Cristo. Ésta es, de hecho, la enseñanza que se deduce del pasaje evangélico: que la resurrección de Jesús no es sólo un modo de hablar, sino que ha resucitado, en su verdadero cuerpo. «Nosotros hemos comido y bebido con Él después de su resurrección de los muertos», dirá Pedro en los Hechos de los Apóstoles, refiriéndose probablemente precisamente a este episodio (Hechos 10, 41).

A la escena de Jesús que come con los apóstoles el pez puesto en las brasas, le sigue el diálogo entre Jesús y Pedro. Tres preguntas: «¿Tú me amas?»; tres respuestas: «Tú sabes que te amo»; tres conclusiones: «¡Apacienta mis ovejas!». Con estas palabras Jesús confiere de hecho a Pedro -y según la interpretación católica, a sus sucesores- la tarea de supremo y universal pastor de la grey de Cristo. Le confiere ese primado que le había prometido cuando dijo: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos» (Mateo 16, 18-19).

Lo que más conmueve de esta página del Evangelio es que Jesús permanece fiel a la promesa realizada a Pedro, a pesar de que Pedro había sido infiel a la promesa hecha a Jesús de no traicionarle jamás, aún a costa de la vida (Mateo 26, 35). (La triple pregunta de Jesús se explica con el deseo de dar a Pedro la posibilidad de suprimir su triple negación durante la Pasión). Dios da siempre a los hombres una segunda posibilidad; frecuentemente una tercera, una cuarta e infinitas posibilidades. No expulsa a las personas de su libro al primer error. ¿Qué ocurre entretanto? La confianza y el perdón del Maestro han hecho de Pedro una persona nueva, fuerte, fiel hasta la muerte. Él ha apacentado la grey de Cristo en los difíciles momentos de sus comienzos, cuando era necesario salir de Galilea y lanzarse a los caminos del mundo. Pedro será capaz de mantener, por fin, su promesa de dar la vida por Cristo. Si aprendiéramos la lección contenida en la forma de obrar de Cristo con Pedro, dando confianza a alguien después de que se ha equivocado una vez, ¡cuántas personas menos, fracasadas y marginadas, habría en el mundo!

El diálogo entre Jesús y Pedro hay que trasladarlo a la vida de cada uno de nosotros. San Agustín, comentando este pasaje evangélico, dice: «Interrogando a Pedro, Jesús interrogaba también a cada uno de nosotros». La pregunta: «¿Me amas?» se dirige a cada discípulo. El cristianismo no es un conjunto de doctrinas y de prácticas; es algo mucho más íntimo y profundo. Es una relación de amistad con la persona de Jesucristo. Muchas veces, durante su vida terrena, había preguntado a las personas: «¿Crees?», pero nunca: «¿Me amas?». Lo hace sólo ahora, después de que, en su pasión y muerte, dio la prueba de cuánto nos ha amado Él.

Jesús hace que el amor por Él consista en servir a los demás: «¿Me amas? Apacienta mis ovejas». No quiere ser Él el que reciba los frutos de este amor, sino quiere que sean sus ovejas. Él es el destinatario del amor de Pedro, pero no el beneficiario. Es como si le dijera: «Considero hecho a mí lo que harás por mi rebaño». También nuestro amor por Cristo no debe quedarse en un hecho intimista y sentimental, sino que debe expresarse en el servicio de los demás, en hacer el bien al prójimo. La Madre Teresa de Calcuta solía decir: «El fruto de amor es el servicio, y el fruto del servicio es la paz».

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]