53 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO DE RESURRECCIÓN
42-53


42. DOMINICOS 2003

Este Domingo: Creer en la Resurrección es confiar en el Dios que da vida

María Magdalena y un grupo de mujeres son las protagonistas en la mañana de Pascua. Ellas descubren, cuando aún es de noche, el gran acontecimiento de la historia. Es un amanecer desconcertante del todo: ¡Se han llevado al Señor y no sabemos dónde lo han puesto!

Ponerse en camino movidos por el amor es el primer paso para encontrarnos con el Viviente y para anunciar que no entendemos nada, pero que algo grande ha ocurrido. Y por eso echan a correr, como echará a correr la noticia de que Dios, fiel a su Palabra, resucitó a su Hijo y con Él nos da la posibilidad de vivir una vida nueva

La experiencia de las mujeres, y la de Pedro, es nuestra propia y cotidiana experiencia: Nosotros tampoco hemos visto a Jesús Resucitado, sólo hemos constatado el vacío de una tumba, pero en lo profundo de nuestro corazón, hemos experimentado la vida nueva, la cercanía del Dios viviente, de Jesús Resucitado.

Hemos comido y bebido de su Cuerpo y de su Sangre, hemos podido superar el escándalo del viernes santo y un horizonte infinito se abre ante nuestras vidas: el Señor ha resucitado ¡y hay que celebrarlo!, ha vencido toda muerte y opresión y ni el pecado ni el mal tienen ya poder sobre nosotros que hemos compartido su mesa y su suerte.

Es tiempo de “buscar las cosas de arriba”. Es tiempo para la alegría y el gozo, para la vida nueva. La Pascua nos ofrece la oportunidad de “estrenar” nuevamente nuestro Bautismo y de profesar con convicción nuestra fe en Jesús que, según las Escrituras, ha resucitado de entre los muertos.

Es Pascua, toca vivir y revivir la resurrección de Jesús porque su vida es la levadura que hará fermentar nuestra vida y la del mundo entero.

Comentario bíblico:
Creer en la Resurrección es confiar en el Dios que da vida


Hoy la Iglesia celebra el día más grande de la historia, porque con la resurrección de Jesús se abre una nueva historia, una nueva esperanza para todos los hombres. Si bien es verdad que la muerte de Jesús es el comienzo, porque su muerte es redentora, la resurrección muestra lo que el Calvario significa; así, la Pascua cristiana adelanta nuestro destino. De la misma manera, nuestra muerte también es el comienzo de algo nuevo, que se revela en nuestra propia resurrección.



1ª Lectura (Hch 10,34.37-42): La historia de Jesús se resuelve en la resurrección
I.1. La 1ª Lectura de este día corresponde al discurso de Pedro ante la familia de Cornelio (Hch 10,34.37-42), una familia pagana ("temerosos de Dios", simpatizantes del judaísmo, pero no "prosélitos", porque no llegaban a aceptar la circuncisión) que, con su conversión, viene a ser el primer eslabón de una apertura decisiva en el proyecto universal de salvación de todos los hombres. Este relato es conocido en el libro de los Hechos como el "Pentecostés pagano", a diferencia de lo que se cuenta en Hch 2, que está centrado en los judíos de todo el mundo de entonces.

I.2. Pedro ha debido pasar por una experiencia traumática en Joppe para comer algo impuro que se le muestra en una visión (Hch 10,1-33), tal como lo ha entendido Lucas. Veamos que la iniciativa en todo este relato es "divina", del Espíritu, que es el que conduce verdaderamente a la comunidad de Jesús resucitado.

I.3. El apóstol Pedro vive todavía de su judaísmo, de su mundo, de su ortodoxia, y debe ir a una casa de paganos con objeto de anunciar la salvación de Dios. En realidad es el Espíritu el que lo lleva, el que se adelanta a Pedro y a sus decisiones; se trata del Espíritu del Resucitado que va más allá de toda ortodoxia religiosa. Con este relato, pues, se quiere poner de manifiesto la necesidad que tienen los discípulos judeo-cristianos palestinos de romper con tradiciones que les ataban al judaísmo, de tal manera que no podían asumir la libertad nueva de su fe, como sucedió con los "helenistas". Lo que se había anunciado en Pentecostés (Hch 2) se debía poner en práctica.

I.4. Con este discurso se pretende exponer ante esta familia pagana, simpatizante de la religiosidad judía, la novedad del camino que los cristianos han emprendido después de la resurrección.

I.5. El texto de la lectura es, primeramente, una recapitulación de la vida de Jesús y de la primitiva comunidad con Él, a través de lo que se expone en el Evangelio y en los Hechos. La predicación en Galilea y en Jerusalén, la muerte y la resurrección, así como las experiencias pascuales en las que los discípulos "conviven" con él, en referencia explícita a las eucaristías de la primitiva comunidad. Porque es en la experiencia de la Eucaristía donde los discípulos han podido experimentar la fuerza de la Resurrección del Crucificado.

I.6. Es un discurso de tipo kerygmático, que tiene su eje en el anuncio pascual: muerte y resurrección del Señor.



2ª Lectura: (Col 3,1-4): Nuestra vida está en la vida de Cristo
II.1. Colosenses 3,1-4, es un texto bautismal sin duda. Quiere decir que ha nacido en o para la liturgia bautismal, que tenía su momento cenital en la noche pascual, cuando los primeros catecúmenos recibían su bautismo en nombre de Cristo, aunque todavía no estuviera muy desarrollada esta liturgia.

II.2. El texto saca las consecuencias que para los cristianos tiene el creer y aceptar el misterio pascual: pasar de la muerte a la vida; del mundo de abajo al mundo de arriba. Por el bautismo, pues, nos incorporamos a la vida de Cristo y estamos en la estela de su futuro.

II.3. Pero no es futuro solamente. El bautismo nos ha introducido ya en la resurrección. Se usa un verbo compuesto de gran expresividad en las teología paulina "syn-ergeirô"= "resucitar con". Es decir, la resurrección de Jesús está operante ya en los cristianos y como tal deben de vivir, lo que se confirma con los versos siguientes de 3,5ss. Es muy importante subrayar que los acontecimientos escatológicos de nuestra fe, el principal la resurrección como vida nueva, debe adelantarse en nuestra vida histórica. Debemos vivir como resucitados en medio de las miserias de este mundo.

II.4. El autor de Colosenses, consideramos que un discípulo muy cercano a Pablo, aunque no es determinante este asunto, ha escogido un texto bautismal que en cierta manera expresa la mística del bautismo cristiano que encontramos en Rom 6,4-8. En nuestro texto de Colosenses se pone más explícitamente de manifiesto que en Romanos, que por el bautismo se adelanta la fuerza de la resurrección a la vida cristiana y no es algo solamente para el final de los tiempos.

II.5. Esto es muy importante resaltarlo en la lectura que hagamos, ya que creer en la resurrección no supone una actitud estética que contemplamos pasivamente. Si bien es verdad que ello no nos excusa de amar y transformar la historia, debemos saber que nuestro futuro no está en consumirnos en la debilidad de lo histórico y de lo que nos ata a este mundo. Nuestra esperanza apunta más alto, hacia la vida de Dios, que es el único que puede hacernos eternos.



III. Evangelio (Jn 20,1-9): El amor vence a la muerte: la experiencia del discípulo verdadero
III.1. El texto de Juan 20,1-9, que todos los años se proclama en este día de la Pascua, nos propone acompañar a María Magdalena al sepulcro, que es todo un símbolo de la muerte y de su silencio humano; nos insinúa el asombro y la perplejidad de que el Señor no está en el sepulcro; no puede estar allí quien ha entregado la vida para siempre. En el sepulcro no hay vida, y Él se había presentado como la resurrección y la vida (Jn 11,25). María Magdalena descubre la resurrección, pero no la puede interpretar todavía. En Juan esto es caprichoso, por el simbolismo de ofrecer una primacía al "discípulo amado" y a Pedro. Pero no olvidemos que ella recibirá en el mismo texto de Jn 20,11ss una misión extraordinaria, aunque pasando por un proceso de no “ver” ya a Jesús resucitado como el Jesús que había conocido, sino “reconociéndolo” de otra manera más íntima y personal. Pero esta mujer, desde luego, es testigo de la resurrección.

III.2. La figura simbólica y fascinante del "discípulo amado", es verdaderamente clave en la teología del cuarto evangelio. Éste corre con Pedro, corre incluso más que éste, tras recibir la noticia de la resurrección. Es, ante todo, "discípulo", y por eso es conveniente no identificarlo, sin más, con un personaje histórico concreto, como suele hacerse; él espera hasta que el desconcierto de Pedro pasa y, desde la intimidad que ha conseguido con el Señor por medio de la fe, nos hace comprender que la resurrección es como el infinito; que las vendas que ceñían a Jesús ya no lo pueden atar a este mundo, a esta historia. Que su presencia entre nosotros debe ser de otra manera absolutamente distinta y renovada.

III.3. La fe en la resurrección, es verdad, nos propone una calidad de vida, que nada tiene que ver con la búsqueda que se hace entre nosotros con propuestas de tipo social y económico. Se trata de una calidad teológicamente íntima que nos lleva más allá de toda miseria y de toda muerte absurda. La muerte no debería ser absurda, pero si lo es para alguien, entonces se nos propone, desde la fe más profunda, que Dios nos ha destinado a vivir con El. Rechazar esta dinámica de resurrección sería como negarse a vivir para siempre. No solamente sería rechazar el misterio del Dios que nos dio la vida, sino del Dios que ha de mejorar su creación en una vida nueva para cada uno de nosotros.

III.4. Por eso, creer en la resurrección, es creer en el Dios de la vida. Y no solamente eso, es creer también en nosotros mismos y en la verdadera posibilidad que tenemos de ser algo en Dios. Porque aquí, no hemos sido todavía nada, mejor, casi nada, para lo que nos espera más allá de este mundo. No es posible engañarse: aquí nadie puede realizarse plenamente en ninguna dimensión de la nuestra propia existencia. Más allá está la vida verdadera; la resurrección de Jesús es la primicia de que en la muerte se nace ya para siempre. No es una fantasía de nostalgias irrealizadas. El deseo ardiente del corazón de vivir y vivir siempre tiene en la resurrección de Jesús la respuesta adecuada por parte de Dios. La muerte ha sido vencida, está consumada, ha sido transformada en vida por medio del Dios que Jesús defendió hasta la muerte.



Miguel de Burgos, OP

mdburgos.an@dominicos.org

Pautas para la homilía


¡Alégrate, Cristo Ha resucitado!

El Padre ha resucitado a Jesús y nos lo ha manifestado y ahora nos toca a nosotros dar testimonio de que Él nos ha merecido la liberación definitiva.

Testimoniar a Jesús resucitado, que Vive, comporta el compromiso insobornable de hacer lo que Él hizo y de vivir a impulsos del Espíritu (el mismo Espíritu que le ungió a Él, se nos dio en plenitud en el Bautismo) que lo empujaba a “ pasar haciendo el bien y a curar a los oprimidos”.

“Dios estaba con Él”, -y está con nosotros- a pesar de que la “justicia humana le condenó a una muerte ignominiosa, al igual que como las que hoy sigue condenado a tantos inocentes. Dios su Padre –y nuestro Padre- no se dejó vencer y lo resucitó constituyéndolo como juez de vivos y muertos, ¡juez universal! El Padre, queriendo ejercer misericordia con los hombres y mujeres, nos lo puso fácil: Uno de los nuestros, uno que ha compartido nuestra suerte, nos juzgará y saldrá fiador nuestro porque es capaz de reconocernos como hermanos. Y esto es motivo de esperanza y alegría.



Resucitados con Cristo, busquemos los bienes de arriba

Pero el Padre no sólo ha resucitado a Jesús, nos ha resucitado también a nosotros regalándonos la posibilidad de vivir el acontecimiento pascual de su Hijo. La muerte, el pecado, la debilidad y el fracaso ya no tienen la última palabra. Si hemos compartido su mesa nutriéndonos de su Cuerpo y de su Sangre; pero sobre todo, si Él ha querido identificarse radicalmente con nosotros nos tiene, en virtud de su naturaleza humana, “escondidos en Dios”, o sea, ganados para su causa. De este modo es imperativo buscar “las cosas de allá arriba” dónde está Cristo, pero donde también estamos nosotros. ¡La muerte ha sido vencida y ya nunca más podrá herir a sus amigos, a sus hermanos!



Nosotros somos testigos

Es la hora del testimonio y de la Buena Noticia. Como María Magdalena y las otras mujeres hemos de ir, movidos por el amor, al encuentro del Señor, al encuentro del que Vive. El sepulcro vacío nos abre los ojos de la fe para entender lo que tal vez hasta ahora no hemos entendido: la muerte y resurrección de Jesús, ¡la pasión y muerte de nuestro mundo y, en esta perspectiva, también su resurrección y su vida nueva!

Es el momento de “creernos” la Buena Noticia de la Salvación y dejar que el Espíritu nos permita “entender las Escrituras” para, como Jesús, pasar haciendo el bien, dar la vida por amor y reconocer a Dios que nos da la vida nueva, como Padre, y a los hombres y mujeres, como hermanos en el Resucitado



Sor Lucía Caram, O.P.
dominicas@telepolis.com


43.

Nexo entre las lecturas

Cristo resucitado, éste es el mensaje central de la liturgia de Pascua. Ante todo, Jesucristo resucitado, como objeto de fe, ante la evidencia del sepulcro vacío: "vio y creyó" (Evangelio). Cristo resucitado, objeto de proclamación y de testimonio ante el pueblo: "A Él, a quien mataron colgándolo de un madero, Dios lo resucitó al tercer día" (primera lectura). Cristo resucitado, objeto de transformación, levadura nueva y ácimos de sinceridad y de verdad: "Sed masa nueva, como panes pascuales que sois, pues Cristo, que es nuestro cordero pascual, ha sido ya inmolado" (segunda lectura).


Mensaje doctrinal

1. Cristo resucitado, objeto de fe. El sepulcro, aunque esté vacío, no demuestra que Cristo ha resucitado. María Magdalena fue al sepulcro y llegó a la siguiente conclusión: "Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto". Pedro entró en el sepulcro y comprobó que "las vendas de lino, y el paño que habían colocado sobre su cabeza estaban allí". Ni María ni Pedro creyeron, al ver el sepulcro vacío, que Jesucristo había resucitado. Sólo Juan, "vio y creyó", porque el sepulcro vacío le llevó a entender la Escritura, según la cual Jesús tenía que resucitar de entre los muertos (Evangelio). "Esto supone, nos enseña el catecismo 640, que constató en el estado del sepulcro vacío que la ausencia del cuerpo de Jesús no había podido ser obra humana". El conocimiento que, hasta entonces, Juan tenía de la Escritura era nocional, por eso afectaba solamente sus ideas; ahora, al entrar en el sepulcro vacío, ver las vendas y el sudario, el conocimiento de la Escritura se convierte en experiencial y vital. Todavía Cristo resucitado no se le ha aparecido, pero ya lo ha "visto", porque la Palabra de Dios es verdadera; las apariciones de Cristo a los discípulos no harán, sino confirmar la fe en la resurrección.

2. Cristo resucitado, objeto de proclamación. Cuando el hombre vive una experiencia profunda, no la puede callar, por más que sea consciente de que sus palabras no lograrán nunca expresar la intensidad, viveza y plenitud de la experiencia. La experiencia de Cristo resucitado fue tan marcada en el alma de los apóstoles y discípulos, que necesariamente tenían que hablar de ella, a quienes no la habían tenido. Bueno, no sólo hablar de ella, sino también testimoniarla, es decir, proclamar su verdad, incluso, llegado el caso, con el sufrimiento y con la vida. Callar esa experiencia, hubiese sido una muestra de egoísmo imperdonable. Por eso, los cristianos, durante los primeros años, y como primer anuncio, eran monotemáticos. Lo único que decían era que "Cristo fue matado por los judíos, pero que Dios lo resucitó de entre los muertos". Todo lo demás gira en torno a este grande mensaje. No proclaman ideas, por muy bellas que puedan ser, sino acontecimientos vividos en primera persona. Esta experiencia de Cristo resucitado no fue pasajera, sino que llegó a incorporarse, por así decir, a su misma existencia en este mundo, y por este motivo, nunca cesaron de proclamar con sus labios y con su vida la resurrección de Jesucristo.

3. Cristo resucitado, objeto de transformación. Hay una relación estrechísima entre resurrección de Jesucristo y transformación del hombre. Cristo, hombre perfecto, es el primero transformado al ser resucitado por Dios, llegando a ser un hombre totalmente penetrado por el Espíritu. San Pablo nos habla de la transformación ética, que comporta la experiencia de Cristo resucitado, una transformación que toca las raíces mismas del hombre: la sinceridad y la verdad. A su vez, el hombre transformado por Cristo resucitado, es capaz de transformar a otros, como la levadura es capaz de hacer fermentar toda la masa. Esta transformación ética y misionera se fundamenta en la transformación interior, operada por el Espíritu de Cristo, que hace de todo el que ha experimentado a Cristo resucitado un hombre enteramente espiritual, impregnado del Espíritu.


Sugerencias pastorales

1. Experimentar a Cristo resucitado. La experiencia se hace o no se hace, se tiene o no se tiene. No puedes mandar un representante para que haga la experiencia por ti. El cristianismo es una fe, pero penetrada por una experiencia vital, a fin de que la fe no decaiga. La experiencia viva de Cristo resucitado la puede hacer cualquier cristiano. Puesto que es un don que Dios concede, lo primero que habrá que hacer es pedirla. ¡Qué mejor día que el domingo de Pascua para pedir al Señor la gracia de esta experiencia! El cristiano puede disponerse a recibir el don de esta experiencia, mediante el desarrollo de una sensibilidad espiritual creciente. Al contacto con Dios, el hombre va gustando a Dios y las cosas de Dios, va adquiriendo una mayor capacidad de escucha y de docilidad al Espíritu, va sintonizando más con la fe de la Iglesia. Esto constituye el terreno cultivado para que en él pueda nacer y florecer la experiencia de Cristo resucitado. Todos sin excepción estamos llamados a hacer esta experiencia. No pensemos que es sólo para unos cuantos místicos, que tienen una cierta propensión a estos estados del alma. Es importante, para todo cristiano, el hacerla, porque, quien la haya hecho, no podrá seguir viviendo de la misma manera, incluso si ya se llevaba una vida cristiana buena. Esa experiencia viva e intensa toca y cambia la mentalidad, las costumbres, el estilo de vida, el modo de relacionarse con los demás, los criterios de acción, las mismas obras, hasta el mismo carácter. Si has hecho ya esta experiencia de Cristo resucitado, creo que estarás de acuerdo conmigo en que con ella nos vienen todos los bienes. Si todavía no la has hecho, pide al Señor que te conceda hacerla cuanto antes. ¡Ojalá sea el don que Dios te concede esta Pascua!

2. La resurrección de Jesucristo y la ética cristiana. ¿Existe una ética cristiana? Digamos, al menos, que existe un modo cristiano de vivir la ética. Existe sobre todo un fundamento de la ética cristiana, que es la persona de Jesucristo, principalmente el misterio de su resurrección. Una ética que no esté fundada en la persona y en el mensaje de Jesucristo, no podrá recibir el nombre de cristiana. Y cuando hablo de ética cristiana, no me refiero ni sólo ni principalmente a los profesores de ética en las universidades, en los institutos o en los seminarios, sino al comportamiento cristiano en su trabajo, ante los medios de comunicación, en el ámbito de la familia, ante los impuestos, ante el pluralismo religioso, etcétera. Cristo resucitado nos ha hecho partícipes de su vida divina mediante el bautismo y la gracia santificante, y desea continuar repitiendo en nosotros su presencia ejemplar en la historia. Vivamos la experiencia de Cristo resucitado, y estemos seguros de vivir siempre un comportamiento ético digno del hombre. Entonces realmente la resurrección de Jesucristo será el centro de nuestra vida y de nuestra fe.

P. Antonio Izquierdo


44.¡Ha resucitado el Señor!

Fuente: Catholic.net
Autor: P . Sergio Córdova

Juan 20, 1-9

Reflexión

“¡Exulten por fin los coros de los ángeles, exulten las jerarquías del cielo, y, por la victoria de Rey tan poderoso, que las trompetas anuncien la salvación!”. Con estas palabras inicia el maravilloso pregón pascual que el diácono canta, emocionado, la noche solemne de la Vigilia de la resurrección de Cristo. Y todos los hijos de la Iglesia, diseminados por el mundo, explotan en júbilo incontenible para celebrar el triunfo de su Redentor. ¡Por fin ha llegado la victoria tan anhelada!

En una de las últimas escenas de la película de la Pasión de Cristo, de Mel Gibson, tras la muerte de Jesús en el Calvario, aparece allá abajo, en el abismo, la figura que en todo el film personifica al demonio, con gritos estentóreos, los ojos desencajados de rabia y con todo el cuerpo crispado por el odio y la desesperación. ¡Ha sido definitivamente vencido por la muerte de Cristo! En este sentido es verdad –como proclamaba Nietzsche— “que Dios ha muerto”. Pero ha entregado libre y voluntariamente su vida para redimirnos, y con su muerte nos ha abierto las puertas de una vida nueva y eterna.

Es muy sugerente el modo como Franco Zeffirelli presenta la escena de la resurrección en su película “Jesús de Nazaret”. Los apóstoles Pedro y Juan vienen corriendo al sepulcro, muy de madrugada, y no encuentran el cuerpo del Señor. Luego llegan también dos miembros del Sanedrín para cerciorarse de los hechos, y sólo hallan los lienzos y el sudario, y el sepulcro vacío. Y comenta fríamente uno de ellos: “¡Éste es el inicio!”.

Sí. El verdadero inicio del cristianismo y de la Iglesia. De aquí arrancará la propagación de la fe al mundo entero. Porque la Vida ha vuelto a la vida. Cristo resucitado es la clave de todas nuestras certezas. Como diría Pablo más tarde: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana es vuestra fe; aún estáis en vuestros pecados… Pero no. Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que duermen” (I Cor 15, 14.17.20). En Él toda nuestra vida adquiere un nuevo sentido, un nuevo rumbo, una nueva dimensión: la eterna.

Y, sin embargo, no siempre resulta fácil creer en Cristo resucitado, aunque nos parezca una paradoja. Una de las cosas que más me llaman la atención de los pasajes evangélicos de la Pascua es, precisamente, la gran resistencia de todos los discípulos para creer en la resurrección de su Señor. Nadie da crédito a lo que ven sus ojos: ni las mujeres, ni María Magdalena, ni los apóstoles –a pesar de que se les aparece en diversas ocasiones después de resucitar de entre los muertos—, ni Tomás, ni los discípulos de Emaús. Y nuestro Señor tendrá que echarles en cara su incredulidad y dureza de corazón. El único que parece abrirse a la fe es el apóstol Juan, tal como nos lo narra el Evangelio de hoy.

Pedro y Juan han acudido presurosos al sepulcro, muy de mañana, cuando las mujeres han venido a anunciarles, despavoridas, que no han hallado el cuerpo del Señor. Piensan que alguien lo ha robado y les horroriza la idea. Los discípulos vienen entonces al monumento, y no encuentran nada. Todo como lo han dicho las mujeres. Pero Juan, el predilecto, ya ha comenzado a entrar en el misterio: ve las vendas en el suelo y el sudario enrollado aparte. Y comenta: “Vio y creyó”. Y confiesa ingenuamente su falta de fe y de comprensión de las palabras anunciadas por el Señor: “Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que Él debía de resucitar de entre los muertos”.

¿Qué fue lo que vio esa mañana? Seguramente la sábana santa en perfectas condiciones, no rota ni rasgada por ninguna parte. Intacta, como la habían dejado en el momento de la sepultura. Sólo que ahora está vacía, como desinflada; como si el cuerpo de Jesús se hubiera desaparecido sin dejar ni rastro. Entendió entonces lo sucedido: ¡había resucitado! Pero Juan vio sólo unos indicios, y con su fe llegó mucho más allá de lo que veían sus sentidos. Con los ojos del cuerpo vio unas vendas, pero con los ojos del alma descubrió al Resucitado; con los ojos corporales vio una materia corruptible, pero con los ojos del espíritu vio al Dios vencedor de la muerte.

Lo que nos enseñan todas las narraciones evangélicas de la Pascua es que, para descubrir y reconocer a Cristo resucitado, ya no basta mirarlo con los mismos ojos de antes. Es preciso entrar en una óptica distinta, en una dimensión nueva: la de la fe. Todos los días que van desde la resurrección hasta la ascensión del Señor al cielo será otro período importantísimo para la vida de los apóstoles. Jesús los enseñará ahora a saber reconocerlo por medio de los signos, por los indicios. Ya no será la evidencia natural, como antes, sino su presencia espiritual la que los guiará. Y así será a partir de ahora su acción en la vida de la Iglesia.

Eso les pasó a los discípulos. Y eso nos ocurre también a nosotros. Al igual que a ellos, Cristo se nos “aparece” constantemente en nuestra vida de todos los días, pero muy difícilmente lo reconocemos. Porque nos falta la visión de la fe. Y hemos de aprender a descubrirlo y a experimentarlo en el fondo de nuestra alma por la fe y el amor.

Y esta experiencia en la fe ha de llevarnos paulatinamente a una transformación interior de nuestro ser a la luz de Cristo resucitado. “El mensaje redentor de Pascua –como nos dice un autor espiritual contemporáneo— no es otra cosa que la purificación total del hombre, la liberación de sus egoísmos, de su sensualidad, de sus complejos; purificación que, aunque implica una fase de limpieza y saneamiento interior –por medio de los sacramentos— sin embargo, se realiza de manera positiva, con dones de plenitud, como es la iluminación del Espíritu, la vitalización del ser por una vida nueva, que desborda gozo y paz, suma de todos los bienes mesiánicos; en una palabra, la presencia del Señor resucitado”.

En efecto, san Pablo lo expresó con incontenible emoción en este texto, que recoge la segunda lectura de este domingo de Pascua: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de allá arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con Él, en gloria” (Col 3, 1-4). ¡Pidamos a Cristo resucitado poder resucitar junto con Él, ya desde ahora!


45.

¡¡Ha resucitado y vive para siempre!!

Autor: Autor desconocido

Lo que tengo que decirles lo han oído otras veces, pero me gustaría que no pareciera lo de siempre. Es necesario que les suene a nuevo, que les de la impresión de que no lo han oído nunca.

Olviden un momento la rutina: esas reflexiones a veces tan monótonas que apenas les rozan la piel.

Olviden un momento la vida diaria: las discusiones caseras, los huesos que duelen, las jaquecas, las rabietas de los niños, los pelmazos que no dejan vivir.

Hoy quisiera que mis palabras sonaran a nuevas.

Si creen mi palabra de hoy, si de verdad toman en serio lo que hoy les voy a decir... su vida será nueva, empezarán a vivir de una forma distinta, la rutina diaria tendrá una profundidad desconocida, las celebraciónes religiosas les traspasará el alma, la alegría que nadie puede quitar será su huésped, incluso la muerte será una puerta llena de posibilidades, la vida será una ruta acompañada por la esperanza, la misma enfermedad tendrá una cara desconocida. Para que entiendan bien lo que voy a deciles, es necesario que el Señor esté con ustedes... que levantemos el corazón... que demos gracias al Señor nuestro Dios...

Hermanos, esto es lo que hoy tengo que decirles: Jesús de Nazaret, el hijo de José y de María, el muerto injustamente y sepultado, ¡¡Ha resucitado y vive para siempre!!! La muerte ha sido vencida: el muro impenetrable, la oscuridad existencial, el mal constante que nos envuelve, la queja permanente... no son verdad del todo.

Alguien ha roto el misterio, ha trocado la noche en aurora luminosa, ha iniciado una nueva creación. Oiganlo todos: ¡Cristo ha resucitado!

Ustedes jóvenes, que les asusta la dureza de la vida: Cristo resucitado fortalece su rebeldía contra la injusticia.

Ustedes padres y madres de familia, Cristo vivo resplandece en el amor fiel que se tienen, ilumina y sostiene la entrega generosa a los hijos.

Solteros y solteras, Cristo resucitado los hace fecundos, pone en sus manos otro modo de crear vida, construye otra familia no según la carne y la sangre, sino en el Espíritu de hijos y hermanos.

Hombres y mujeres de la tercera edad, Cristo resucitado vive con ustedes, no permite que se reseque su alma, con Él hasta el final llegarán llenos de vida.

Ustedes, enfermos, Cristo vivo está con ustedes en la cruz de su dolor, con ustedes se pone en las manos del Padre, con ustedes cruza la frontera de la vida sin fin.

Ustedes, pobres de la tierra, únanse a Cristo resucitado, Él está animando su lucha por salir de la miseria, por lograr que los respeten y los escuchen; Él está dentro de ustedes y se identifica con ustedes.

Ustedes, los que luchan por la justicia, libertad, amor, y dignidad de todo ser humano, sepan que Cristo resucitado los está sosteniendo, les patrocina la tarea, les asegura que resucitarán y su vida será todo un éxito.

Hermanos: Cristo, el amigo de los niños, el que perdona a la adúltera, el cercano a los enfermos, el que se sienta con los pecadores, el que quiere a las prostitutas, el que acepta a todo hombre... resucitado, sigue haciendo lo mismo. No dejen de acercarse a su presencia; crean en él, enciendan las velas en su vida resucitada. Vengan y vean, experimenten una vida nueva.

Que no pase este Tiempo de Pascua sin haber conectado con Cristo vivo.


46. HOMILÍA PARA EL DOMINGO 11 DE ABRIL
DOMINGO DE RESURRECCIÓN
(San Estanislao)


LECTURAS: HECH 10, 34. 37-43; SAL 117; COL 3, 1-4; JN 20, 1-9

SE HAN LLEVADO DEL SEPULCRO AL SEÑOR Y NO SABEMOS DÓNDE LO HABRÁN PUESTO.

Comentando la Palabra de Dios

Hech. 10, 34. 37-43. ¿Realmente creemos en Cristo? ¿Realmente vivimos como hombres nuevos, liberados de la esclavitud del pecado y dejando atrás nuestros signos de muerte? Quien, en Cristo, ha sido hecho una criatura nueva, debe pasar haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, pues Dios estará con nosotros. Sin embargo nuestra lucha de liberación no puede reducirse a la liberación de los males que aquejan a la humanidad en la historia. Ciertamente no podemos cerrar lo ojos ante las angustias, tristezas, pobrezas, injusticias, persecuciones y muerte, de que son víctimas muchos hermanos nuestros. Pero no podemos sólo levantar la voz para defenderlos. Sin dejar de hacerlo, debemos esforzarnos denodadamente para que la salvación y el amor de Dios llegue al corazón de aquellos que generan todos estos males; sólo así estaremos luchando efectivamente para que el Reino de Dios llegue a lo más íntimo del hombre y lo transforme. Nosotros, que nos sentamos a la Mesa del Resucitado, demos testimonio de Él con una vida recta, justa e intachable; y proclamemos a todos el Evangelio de salvación para que el Señor anide en el corazón de cada uno de nuestros hermanos, y así, juntos, iniciemos el Reino de Dios hasta que llegue a su plenitud en nosotros por obra del mismo Dios.

Sal. 117. Demos gracias a Dios porque su Misericordia es eterna. Él nos libró de la mano de nuestros enemigos con su diestra poderosa. Envió a su propio Hijo para rescatarnos del pecado y de la muerte y para que, reconciliados con Él, nos hiciera hijos suyos. Aquel que no tenía ya aspecto atrayente, y que más que un hombre parecía un gusano cualquiera, por su actitud reverente y por su obediencia incondicional y fiel a su Padre, ha sido elevado en gloria para reinar eternamente. Quienes unimos a Él nuestra vida participamos de su Victoria y somos hechos hijos de Dios. Pero ser hijo de Dios no es sólo una dignidad, es todo un compromiso para dar testimonio de que nuestras esclavitudes al pecado y a la muerte han quedado atrás. Ya no continuemos en la muerte; dejemos que Cristo nos levante de nuestras miserias y vivamos para contar las hazañas del Señor con una vida recta, que hable de que en verdad Dios está en nosotros y nosotros en Él.

Col. 3, 1-4. Jesucristo, antes de padecer, rogó a su Padre Dios por sus discípulos diciendo: Ellos están en el mundo, sin ser del mundo. No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal. Los cristianos no somos seres desencarnados de la realidad, sino totalmente comprometidos con el hombre de nuestro tiempo. Hacemos nuestras sus aspiraciones y cargamos sobre nuestros hombros sus miserias para remediarlas con la gracia de Dios. Vamos esforzándonos continuamente por construir una ciudad terrena más digna del hombre; aportamos nuestro trabajo en la diversidad de campos en los que se desarrolle nuestra existencia; lo hacemos con un gran amor y con una altísima responsabilidad. Sin embargo no podemos decir que nuestras aspiraciones se queden sólo en lo temporal y pasajero. Si así fuera estaríamos engañando al pueblo al que hemos sido enviados por Cristo para proclamarles su Buena Noticia de salvación. La salvación del hombre se inicia ya desde este mundo, pero no termina aquí. Nuestra mirada se eleva hacia los bienes eternos, ahí donde está Cristo dándole sentido a nuestro camino, a nuestra entrega, a nuestros sufrimientos y a nuestra muerte. Por eso la acción pastoral de la Iglesia no puede reducirse a una simple filantropía. Amamos a nuestro prójimo porque lo queremos ver como un lugar sagrado en el que Dios quiere hacer su morada y transformarlo para que pueda amar, trabajar por la paz, ser capaz de perdonar y de vivir en un auténtico amor fraterno. Cuando realmente el Espíritu de Dios habite en nosotros y guíe nuestros pasos por el camino del bien, podremos decir que estamos en camino hacia la posesión de los bienes definitivos, donde viviremos eternamente glorificados con Cristo y unidos todos como hermanos, ya sin sombras de pecado, de división ni de muerte, en torno a nuestro único Dios y Padre.

Jn. 20, 1-9. Muchas veces el fanatismo religioso nos puede llevar a creer falsamente en Cristo. Hacer que nuestra fe en Él se base sólo en algunas señales que nos deben conducir a Él es una fe demasiado frágil. Nuestra fe no aumenta por tocar los lugares o las cosas que estuvieron en contacto con Cristo. Si después de llenarnos de objetos sagrados no sabemos dónde ha quedado Cristo, si Él se quedó fuera de nuestro corazón y sólo recibe incienso en sus imágenes estamos demasiado equivocados en lo que es la fe auténtica en Él. El que ha depositado su fe en Cristo abre su corazón para que Él haga ahí su morada; se deja invadir totalmente por el Espíritu Santo para que no sólo sus palabras, sino sus obras y toda su vida se conviertan en un signo del amor de Dios en el mundo. Creer en Cristo es entregarle nuestra vida para que la transforme cada día hasta llevarla a la perfección que Él posee, recibida del Padre, y de la que nos quiere hacer partícipes. El Señor ha resucitado de entre los muertos, y ahora vive en cada uno de nosotros. ¿Dónde lo han puesto?; El no ha desaparecido de entre nosotros; busquémoslo en aquellos con quienes Él ha querido identificarse para que ahí lo amemos y sirvamos conforme al mandato que nos dio.

La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.

Nuestro Dios y Padre, que nos ha reconciliado consigo por medio de la Pasión, Muerte y Resurrección de su Hijo, nos sienta a su Mesa para que alimentados con este Sacramento podamos llegar a la gloria de la resurrección. Participar juntos de la Mesa del Señor, sin odios ni divisiones, nos hace sentirnos y vernos como hermanos; nos hace experimentar el amor de Dios y nos impulsa para que aprendamos a compartir lo nuestro con los demás. El Resucitado es nuestra Victoria sobre el pecado y la muerte. Entremos en comunión de vida con Él, de tal forma que en verdad podamos hacer nuestra su Vida y, revestidos de Él, podamos no sólo participar de su Banquete, Memorial de su Pascua, sino que también nos calcemos las sandalias para ponernos en camino y proclamar, desde una vida sencilla pero llena de amor, que Dios ha venido como el Camino que nos une como hermanos y nos conduce hacia la casa paterna para vivir eterna y plenamente unidos como hermanos con nuestro Dios y Padre, para que pueda en verdad lograrse que Dios sea todo en todas las cosas.

La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.

Ser un signo de la Pascua de Cristo para nuestros hermanos debe llevarnos no sólo a invocar a Dios como Padre nuestro en la celebración Eucarística, sentándonos a su mesa junto con nuestros hermanos; sino que nos debe llevar a sentar también nosotros, a nuestra mesa, a todos aquellos que necesitan el pan de cada día, o que necesitan vestir su cuerpo, o tener una vivienda digna, o ser asistidos en sus enfermedades y sacados de sus marginaciones. Si muchos han proclamado el Evangelio de la gracia a los demás dejando sus hogares, no pudieron llegar a ellos sólo para cumplir con una misión de unos días en que no tenían otra cosa que hacer, sino que deben haber iniciado un nuevo compromiso para estar cercanos a aquellos que necesitan el consuelo constante en sus desgracias, o una luz que los guíe y ayude a salir de sus pecados. El Señor espera de su Iglesia un auténtico compromiso de fe para hacer llegar el amor, la paz, la misericordia y la alegría a todos aquellos que viven oprimidos por el mal, por el pecado o por la pobreza. Al paso de los días no podemos dejar que se diluya nuestro amor por aquellos con quienes vivimos intensamente estos días pascuales; los hemos de seguir amando y hemos de volver a ellos para continuar recorriendo juntos el camino de fe, e impulsando hacia una vida más plena a quienes amamos como Cristo los ama y como Cristo nos ama a nosotros.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber ser un signo de Cristo resucitado para todos aquellos con quienes constantemente entramos en contacto en la vida para conducirlos, con el Poder del Espíritu Santo que actúa en nosotros, hacia un encuentro personal con Cristo, y hacia un verdadero compromiso personal con Él para que, juntos, podamos manifestar nuestra fe y nuestro amor con las buenas obras, dando así razón de nuestra esperanza en el mundo. Amén.


47. ARCHIMADRID 2004

QUITEMOS LA LOSA

La vida no está libre de problemas, pesadumbres y situaciones que amenazan con quitarnos la paz. Estas contradicciones se pueden afrontar de diversas maneras, particularmente tras un primer movimiento de enfado o desolación pongo los medios posibles (humanos y divinos) para solucionarlos, hago algún comentario jocoso y al día siguiente continúo afrontando los problemas de ese día sin dejar que los pasados problemas sean una carga más en el caminar de mi vida. Perder la paz suele ser un problema muy relacionado con la soberbia y el orgullo que guardamos celosamente tras la losa de nuestro sepulcro íntimo y que no queremos abrir pues, como las hermanas de Lázaro, tenemos miedo a que “ya huela”. Tenemos a veces la manía de llenar nuestra vida de sepulcros, bien cerrados y sellados, y acabamos –como los reyes de España en el Monasterio de El Escorial-, del trono de la realeza de hijos de Dios a habitar en “el pudridero”, que es un nombre que por desagradable me hace gracia.

“María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.” Tal vez, a pesar de la luz que anoche rompió las tinieblas, sientas que sigues en la oscuridad, que no encuentras la paz, que tu alma sigue llena de sepulcros cerrados que guardan en su interior no el cuerpo de Cristo sino los cuerpos pútridos de tu soberbia, tu egoísmo, tu ira, tus envidias, … ¡Quita la losa!, anímate, no te dé miedo, descubre el feo rostro de todo lo que lleva a la muerte, y deja que Cristo resucitado airee esos rinconcillos de tu alma. ¡Quita esas losas!, con decisión, con fe y verás que, como los vampiros en las películas de serie B, esos monstruos que se esconden en las cavernas de tu alma se desvanecen al contemplar a Cristo resucitado, se vuelven polvo y ceniza, se quedan en nada. ¡Quita esas losas! y cuando las personas malvadas o las circunstancias quieran tocar tu orgullo encontrarán una cueva vacía, cuando te quieran herir en tu amor propio descubrirán un hueco vano, cuando te humillen tu soberbia habrá abandonado tu alma y sólo habrá sitio para el amor entrañable de Cristo resucitado que airea todo.

Un consejo, confía en la Iglesia “Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro” que te dirá que efectivamente los sepulcros de tus vanidades están vacíos, que lo que creías imposible, lo que no habías entendido, ha sucedido y tiene pleno sentido, que eres como Juan que “vio y creyó.”

¡Quita la losa!, “quitad la levadura vieja para ser una masa nueva”, “panes ázimos de la sinceridad y la verdad”, y encontrarás la paz, el mensaje tan repetido de Cristo resucitado, que nadie te podrá arrebatar pues tu vida ya no es tuya, ya no te perteneces, eres de Cristo. La Virgen sabe que, si te dejas, su hijo Jesucristo arrancará las losas de los sepulcros de tu alma y convertirá un cementerio en el paraíso donde el Espíritu Santo hará de ti testigo de la resurrección.


48.

Autor: P. Octavio Ortíz | Fuente: Catholic.net

Sagrada Escritura:
Primera: Hch 10,14ª 37-43
Salmo: 117
Segunda: Col 3,1-4
Evangelio: Jn 20,1-9

Nexo entre las lecturas

La fe en la Resurrección del Señor es el tema fundamental de este día. “Este es el día en el que actuó el Señor” canta el Salmo 117. Es el domingo por excelencia. Es el día en el que se expresó su poder soberano venciendo la muerte y que, en consecuencia, es motivo de gozo y alegría para todos los cristianos. En su discurso, Pedro proclama que se le ha encomendado el anunciar y predicar la Resurrección de Cristo. Los apóstoles son los testigos que han visto al Resucitado, han comido y bebido con Él. Ellos han recibido el encargo de predicar que Cristo resucitado ha sido constituido juez de vivos y muertos (1L) San Pablo subraya, de modo especial, que la Resurrección del Señor instaura una nueva vida en el bautizado. El cristiano es aquel que ha muerto con Cristo y ha resucitado con Él a una vida nueva. La fe en la Resurrección es la roca firme para san Pablo, el lugar donde se asienta todo su dinamismo apostólico.(2L). El Evangelio nos muestra a Pedro y Juan que, entrando en el sepulcro, “ven y creen”. El sepulcro vacío es para ellos el inicio de una meditación que los conduce a la fe en Cristo resucitado.


Mensaje doctrinal

1. Cristo ha resucitado. “La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo” nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica (CCC 683). La comunidad cristiana de los primeros tiempos vivió esta verdad como el centro de su existencia. Todas sus certezas: su caridad patente a todos, su serenidad ante el martirio, su amor por la Eucaristía... todo se refería en último término al misterio Pascual de Cristo a su muerte y su resurrección. “Si Cristo no resucitó vana es nuestra fe” argumenta san Pablo.

Así como las primeras comunidades cristianas vivían de la fe en la Resurrección del Señor, así también los cristianos están llamados a vivir más a fondo el misterio de la Resurrección en sus vidas. “Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba”. Para el creyente la resurrección es el dato culminante de su fe en Cristo; por la resurrección se confirman todas las promesas del Antiguo Testamento. El Señor ha sido fiel a su amor y se ha dado sin límites, con sobreabundancia. Por la Resurrección se confirma la divinidad del Señor: verdadero Dios y verdadero hombre. La Resurrección nos enseña la verdad íntima acerca de Dios (Dios es amor) y acerca de la salvación humana. Cristo en su misterio pascual lleva a su plenitud la revelación de Dios. Autorevelación definitiva de Dios. Por eso, es contraria a la fe católica la tesis del carácter incompleto, limitado e imperfecto de la revelación en Cristo y que se completaría con la revelación de otras religiones (Cfr. Dominus Iesus 6).

Conviene poner de relieve el carácter universal y salvífico de la muerte y resurrección del Señor. Cristo murió por todos para perdonarlos a todos de sus pecados. Porque Dios quiere que todos los hombres se salven.

2. El cristiano está llamado a “con-resucitar” con Cristo y a “buscar las cosas de arriba”. Él es una creatura nueva, lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado y su vida está escondida con Cristo en Dios. ¿Está muy lejos de nuestra vida diaria esta verdad fundamental? A veces parecería que sí, que es una verdad demasiado bella para ser realidad, que es un sueño, un ideal inalcanzable. Parecería que el pecado y la muerte son más fuertes y condenan al hombre a una vida de obscuridad. Sin embargo, cuando consideramos con mayor atención el problema nos damos cuenta de que el poder y el amor de Dios son más fuertes que el pecado. “El amor es más fuerte” y Dios suscita en el corazón de los hombres anhelos de conversión, de bien, de transformación, y, con su Providencia Divina los conduce por caminos de salvación. Creed vivamente en la resurrección del Señor para vivir una nueva vida llena de esperanza, de fortaleza, de amor. Resucitar con Cristo será no vivir más en el pecado; será participar con Cristo en el misterio de la cruz y la salvación de los hombres; será vivir esta vida como peregrinos hacia la posesión eterna de Dios.


Sugerencias pastorales

1. Las mujeres son las primeras encargadas de anunciar la resurrección. El Evangelio nos dice que fueron las mujeres las primeras mensajeras de la resurrección del Señor, incluso antes que los apóstoles. Por su feminidad la mujer tiene una particular sensibilidad religiosa y humana. Comprende más rápida e intuitivamente las verdades religiosas y las verdades humanas. Se inclina espontáneamente al valor religioso, a la protección de la vida humana, al cuidado de los más débiles. A ella se le encomendó anunciar el triunfo definitivo de Cristo sobre la muerte. Ella experimenta, como lo muestra el Evangelio, una particular fortaleza de espíritu porque comprende que se le ha encomendado de algún modo el bien de los hombres.

En el mundo post-moderno que nos toca vivir con un fuerte relativismo y pérdida de la fe, la mujer cristiana está llamada a ser nuevamente mensajera privilegiada de las verdades cristianas. Ella será en el hogar aquella que irradia amor, comprensión y que educa a la familia en los valores sobrenaturales. Podemos decir que de la mujer depende en gran medida la fe del hogar, porque ella la transmite no sólo por sus palabras, sino por medio de su vida, de sus actitudes, de su capacidad de sufrimiento, de perdón. Ella, en el seno del hogar, o en el seno de una comunidad religiosa, o en el seno de la sociedad, o en la vida pública, o en los hospitales, o en la escuela... es la que hace presente los valores trascendentes y, lo que es más importante, la que revela a Dios como amor, la que muestra a Cristo resucitado y conduce hacia Él. Ella es maestra de la fe. Ella es el sol de la familia y de la sociedad.

2. La comprensión de la resurrección del Señor. Sabemos que hay una gran ignorancia religiosa en nuestras generaciones jóvenes. Surgen por todas partes ideas erróneas de la fe, de la Iglesia, del dogma... En el tema de la resurrección también se da este fenómeno. No son pocos los que piensan en la reencarnación o en cosas semejantes. Es pues importante, salir al encuentro de nuestros fieles y ayudarlos a conservar su fe. Ayudarles con nuestra predicación, con nuestra atención personal, proporcionándoles, además materiales de apoyo como buenas lecturas, folletos, documentales... que les ayuden a ilustrar su fe. Promover círculos bíblicos, escuelas de oración, encuentros fortuitos o preparados para defender y promover la fe de nuestros fieles. Debemos hacer todo lo que está en nuestras manos para que ninguna oveja se pierda por ignorancia o por falta de cultivo de nuestra parte.

María, reconoció a Jesús resucitado cuando escuchó pronunciar su nombre. Quizá muchos de nuestros fieles puedan descubrir a Cristo resucitado cuando experimenten su amor, cuando comprendan su pasado, su presente y su futuro a la luz de este amor. Cuando hagan la experiencia de Cristo resucitado en sus propias vidas.
 


49.

“Ha resucitado verdaderamente”

Los discípulos que la tarde de la pascua volvieron de Emaús a Jerusalén para anunciar que habían visto al Señor entrando en la sala donde estaban reunidos los otros discípulos, aun antes de que abrieran la boca fueron acogidos por un coro de voces que gritaban: el Señor a resucitado verdaderamente y se apareció a Simón (Lc.24,34). Todas las lecturas de hoy dicen que Cristo “resucitó”, pero el texto de Lucas contiene además el adverbio “verdaderamente”. Es una palabra pequeña (en griego, ontos ), pero ¡cuan densa de significado!) quiere decir: en realidad (no por decirlo así), según el ser (no según la apariencia solamente).

La comunidad apostólica nos inculca de tal modo que, a propósito de la resurrección, no basta una fe cualquiera, por ejemplo una fe en un significado espiritual y simbólico, sino que es necesaria una fe en el “hecho” de la resurrección, una fe en su verdad “histórica”. Este adverbio será por tanto el núcleo de nuestra homilía pascual de este año.

¿En qué sentido se puede hablar de la resurrección como de un acontecimiento histórico? En un sentido particularísimo: ella está en el límite de la historia, como el hilo que divide el mar de la tierra firme; está dentro y fuera al mismo tiempo. Con ella, la historia se abre a lo que está más allá de la historia, a la escatología. En cierto sentido, es la ruptura de la historia y su superación, así como la creación es su comienzo. De ahí resulta que la resurrección sea un acontecimiento en sí mismo no testimoniable y no asible con nuestras categorías mentales que están todas ellas liga das a la experiencia. Nadie asiste al instante en el cual Jesús resucita. Nadie puede decir haber visto “resucitar” a Jesús, sino sólo haberlo visto “resucitado”. La resurrección no se conoce sino “a posteriori”, en segundo momento. Exactamente como la Encarnación es la presencia física del Verbo en María que demuestra el lecho de que él se ha encarnado. Así es la presencia espiritual de Cristo en la comunidad, hecha visible en las apariciones, que de muestra que Jesús ha resucitado verdaderamente. Esto explica el hecho desconcertante de que ningún historiador profano mencione la resurrección. Tácito, que con todo, recuerda “la muerte de un tal Cristo en el tiempo de Poncio Pilato” ( Annales , 25), calla de la resurrección. Ese acontecimiento no tuvo relevancia y sentido sino para aquéllos que experimentaron sus consecuencias en el seno de la comunidad.

¿En qué sentido, entonces, hablamos de una aproximación histórica a la resurrección de Cristo? Lo que se ofrece a la consideración del historiador y le permite hablar de la resurrección son dos hechos: la imprevista e inexplicable fe de los discípulos (una fe tan tenaz que resiste hasta la prueba del martirio) y la explicación que de tal fe ellos mismos nos han dejado. Recorramos su testimonio para ver hasta qué punto nos es dado, con él, acercarnos al acontecimiento de la resurrección.

Cerca del año 56 d.C. el apóstol Pablo escribe: Les he transmitido lo que yo mismo recibí Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Se apareció a Pedro y después a los apóstoles. Luego se apareció a más de quinientos hermanos al mismo tiempo, la mayor parte de los cuales vive aún, y algunos han muerto. Además, se apareció a santiago y de nuevo a todos los Apóstoles. Por último se me apareció también a mí, que soy como el fruto de un aborto (1 Cor. 15,3-8).

El núcleo central de este testimonio es un “credo” anterior a san Pablo que -él mismo como dice explícitamente- recibió de otros y que podemos remontar a cerca del año 35 d.C., es decir, a 5-6 años después de la muerte de Jesús. Testimonios antiquísimos, pues.

Pero, ¿qué testimonian en concreto sus palabras? Dos hechos:

Primero : “Ha sido resucitado”, en el sentido de “se despertó de nuevo”, “resucitó”, o en el pasivo “ha sido redespertado, resucitado”, se entiende, por Dios. Son palabras claramente inadecuadas. Cristo, de hecho, no resucita hacia atrás (como parece sugerirlo la partícula “re” que precede estos verbos). No vuelve a la vida de antes como Lázaro para después morir de nuevo, sino que resucita hacia adelante, hacia el nuevo mundo, a la nueva vida según el Espíritu (cfr. Rom. 1,4). Se trata de algo que no tiene semejanza en la experiencia humana y por esto debe ser expresado en términos impropios y figurados.

Segundo : “aparece”, en el sentido de “se mostró”, ha sido hecho visible por Dios. Se trata de una experiencia fortísima y concretísima, por lo cual no pueden no hablar (Hech. 4,20). Quien la hizo está seguro de haber encontrado personalmente a Cristo, Jesús de Nazaret, no sólo un fantasma. Pablo dice que la mayoría todavía viven, enviando así tácitamente al lector a ellos para que pueda cerciorarse. La experiencia hecha por los otros es confirmada después por la propia experiencia: se apareció también a mí. Cuando alguien como san Pablo afirma con toda simplicidad y seguridad una cosa como ésta, quedan pocas alternativas: o vio realmente a Cristo resucitado y vivo o es un mentiroso.

Las narraciones evangélicas reflejan una fase ulterior del testimonio de la Iglesia. El núcleo central, empero, sigue siendo el mismo: ¡El Señor resucitó y apareció vivo! A esto se añade un elemento nuevo: el sepulcro vacío. De ello saca san Juan una prueba casi física de la resurrección de Jesús (cfr. Jn. 20 ssq). Pero también para los evangelios el hecho decisivo siguen siendo las apariciones.

He aquí, pues, en síntesis, lo que dicen las fuentes. Después de la muerte, Jesús se hizo visible corporalmente a una serie de testigos por los cuales se ha hecho reconocer como aquél que vivía y actuaba entre ellos antes de la muerte. Se trata de una experiencia concreta, corporal: vieron al Resucitado con sus ojos, lo escucharon con sus oídos, y, tal vez, lo tocaron (cfr. Mt. 28, 9; Jn. 20, 27). Al aparecer Jesús dio la impresión de estar corporalmente presente en el espacio y el tiempo, de moverse en este mundo. Fueron encuentros personales, de tú a tú, como cuando él estaba vivo. Los testigos tenían la certeza de que se trataba de la misma persona de antes. El Nuevo Testamento, que bien conoce la experiencia de la visión, describe las apariciones del Resucitado como algo completamente distinto.

Las apariciones testimonian, sin embargo, también la nueva dimensión del Resucitado, su modo de ser “según' el Espíritu” que un modo nuevo y diverso respecto del modo de existir de antes, “según la carne”. Él puede ser reconocido por ejemplo, no por cualquiera que lo ve, sino sólo por aquél a quien él mismo se da a conocer. Su corporeidad es distinta de la de antes está libre de las leyes físicas: entra y sale por las puertas cerradas; aparece y desaparece. ¿Dónde estaba Jesús cuando desaparecía y de dónde parecía? Es un misterio como es un misterio su comer después de la resurrección. Nos falta cualquier experiencia del mundo futuro -el mundo de Dios en el cual él entró- para poder hablar de él como cuando uno llega corriendo con los propios pies hasta la orilla del mar y después debe detenerse y contentarse con echar más allá sólo su mirada, porque en el agua no rigen ya las leyes físicas que permiten caminar sobre la tierra firme. En el mundo de la resurrección se entra sólo con la fe.

Todas las objeciones contra el cristianismo se rompen -se ha dicho- contra la piedra derribada del sepulcro de Cristo y son repelidas como olas contra un arrecife. Es verdad, pero los creyentes no pueden eximirse de mirarlas en la cara y darles una respuesta, aun sabiendo que sus respuestas serán siempre estériles hasta que el Resucitado mismo no eche luz en la mente del que escucha.

Sobre todo a propósito de las apariciones. Una explicación común es que se trata de visiones psicógenas, es decir, de sensaciones, tan vívidas de Cristo que los afectados creen haberlo visto de verdad. Pero esto, si fuese verdad, sería un milagro no menos grande. Supone que distintas personas, en lugares y situaciones distintos, tuvieron la misma “impresión” (o alucinación).

Los discípulos no pudieron engañarse, eran gente concreta, pensadores, todo, menos afectos a las visiones. Primero, no creen y Jesús debe casi derribar su resistencia (Lc. 24,25): ¡Hombres, duros de entendimiento, cómo les cuesta creer...! (Mc. 16,14): (Los reprendió por su incredulidad y dureza de corazón). No pudieron ni siquiera engañar a los otros: todos sus intereses se oponían a ello. Habrían sido ellos los primeros en estar y sentirse engañados por Jesús si él no hubiera resucitado. ¿Con qué fin, entonces, afrontar la persecución y la muerte por él? Las visiones llegan de costumbre al que las aguarda y las desea intensamente, no al que ni siquiera piensa en ellas. Pero los apóstoles, después de los hechos del Viernes Santo, no esperaban nada ya. Al contrario, dieron por concluido el caso de Jesús y estaban pensando volver a sus aldeas y a sus tareas de antes. ¿Qué determinó en ellos el cambio súbito y radical del estado de ánimo para que crean, testimonien, funden iglesias, si no precisamente las apariciones de Jesús resucitado?

De cuando llegó a la palestra la idea (propuesta por R. Bultmann) de la demitologización, se suele poner esta objeción de fondo contra el hecho de la resurrección: esto -se dice- refleja el modo de pensar y de representarse el mundo de una época pre-científica que concibe el universo como hecho de planos superpuestos (el de Dios, el del hombre y el de los infiernos) con la posibilidad de pasar del uno al otro. Esta sería una concepción “mítica” del mundo que hoy ya no puede ser mantenida. A esto se debe responder que la idea de la demitización no puede ser aplicada de esta manera al hecho de la resurrección de Cristo. La resurrección de la muerte, de hecho, contrastaba con la concepción antigua del mundo como contrasta con la de hoy, como demuestra el discurso de Pablo en Atenas (cfr. Hech. 17,32). Si, por tanto, los apóstoles la defendieron tan tenazmente no es porque ella es conforme a las representaciones de su tiempo, sino porque era conforme a la verdad, es decir, a lo que ellos habían visto, oído y tocado.

Muchos de aquéllos que niegan el carácter histórico de la resurrección admiten, sin embargo, que Dios intervino directamente en el caso de Jesús de Nazaret avalando su causa a los ojos del mundo. Pero si es así, está claro que en algún modo Dios obró milagrosamente en Jesús de Nazaret. Y si obró milagrosamente, ¿qué diferencia existe en admitir que se trató de verdadera resurrección y de apariciones verdaderas y no de hechos anteriores y puramente visionarios? ¿Hay acaso algo que sea demasiado grande para Dios o quizás Dios ama el ilusionismo?

Pero hay más. Si se niega el carácter histórico de acontecimiento real a la resurrección, el nacimiento de la Iglesia y de la fe se convierte en un misterio más inexplicable que la resurrección misma. “La idea de que el imponente edificio de la historia del cristianismo sea como una enorme pirámide colocada sobre un fiel, es decir, sobre un hecho insignificante, es ciertamente menos creíble que la afirmación de que la resurrección ocupó realmente un puesto en la historia, parangonable a lo que le atribuye el Nuevo Testamento” (Dodd).

¿Cual es, entonces, el punto de llegada de la investigación histórica a propósito de la resurrección de Cristo? Podemos recogerlo -como sugiere Kierkegaard- en las palabras de los discípulos de Emaús: algunos discípulos, la mañana de Pascua, fueron al sepulcro de Jesús y encontraron que las cosas eran como las mujeres habían relatado; pero a él no lo vieron (cfr. Lc. 24,22-24). También la historia va al sepulcro de Jesús y debe constatar que las cosas están así como lo dijeron los testigos. Pero a él, al Resucitado, no lo ve. No basta constatar históricamente, hay que “ver” al Resucitado, y esto no lo puede dar la historia, sino sólo la fe. Además, acontece lo mismo para los testigos de entonces: también para ellos fue necesario un salto: de las apariciones y tal vez del sepulcro vacío -que eran hechos históricos- llegaron a la afirmación: ¡Dios lo resucitó! , que es una afirmación de fe. En cuanto afirmación de fe, ésta más que una conquista es un don. Y de hecho, en el evangelio no todos ven al Resucitado, sino sólo aquéllos a quienes él mismo se da a conocer. Los discípulos de Emaús habían caminado con él sin reconocerlo hasta que, cuando él quiso, sus ojos se abrieron y lo reconocieron (Lc.24, 31).

Sólo hay que rezar para que también nuestros ojos se abran en esta Pascua para recibir de un modo nuevo la luz de la resurrección para reconocer al Señor al partir el pan y así testimoniar también nosotros a nuestros hermanos que “El Señor resucitó verdaderamente”.

(Raniero Cantalamessa, La Palabra y la Vida-Ciclo B , Ed. Claretiana, Bs. As., 1994, pp. 94-99)


50.  Instituto del Verbo Encarnado

COMENTARIOS GENERALES

SAN ISIDORO DE SEVILLA

Descendiendo, libró a los que quiso, de la muerte

Porque descendiendo al infierno a aquellos que estaban cautivos los arrancó de la dominación del demonio, tomándolos a los goces celestiales, ya mucho tiempo antes Él mismo lo había anunciado por Oseas: “Yo, dice, yo haré mi presa y me iré con ella; yo la tomaré y no habrá quién me la quite, me marcharé y me volveré a mi habitación, esto es, al solio celeste” (Oseas 5 14) y más abajo: “No obstante, yo los libraré del poder de la muerte; de las garras de la muerte los redimiré. ¡Oh muerte!, he de ser la muerte tuya: seré tu destrucción, ¡oh infierno! (Oseas 13, 14.)

El cuerpo de Cristo no vio la corrupción en el sepulcro

Porque el cuerpo de Cristo no vio la corrupción en el sepulcro, sino que inmediatamente, vencida la muerte, resurgiendo, salió de los infiernos, esto mismo por el profeta lo predijo en los salmos: “Porque yo sé que no has de abandonar Tú, oh Señor, mi alma en el sepulcro, ni permitirás que tu santo experimente la corrupción.” (Ps. 15, 10 De esta misma resurrección canta el Salmo 3: “Yo me dormí, y me entregué a un profundo sueño y, me levanté, porque el Señor me tomó bajo su amparo” (Ps 3, 6.)

Para qué otra cosa indica el profeta, que habiendo dormido resucitó sino para indicar que este sueño era muerte, y el despertar resurrección, lo cual en el Ps. cuadragésimo más abiertamente se muestra cuando dice: “Pero Tú, Señor, ten piedad de mí. y levántame, que yo les daré a ellos su merecido (Ps. 46, 11). Y nuevamente: “¿Mas, por ventura, el que duerme, no ha de volver a levantarse?” (Ps, 40, 9.) Lo mismo se canta en el Ps. 4: “Mas yo, Dios mío, dormiré en paz y descansaré en tus promesas, porque Tú, oh Señor, sólo Tú, has asegurado mi esperanza.” (Ps. 4, 9-10.). “De una manera singular”, porque sólo Él descansó de esta manera, para resucitar inmediatamente después de la muerte.

También por Isaías de su misma resurrección así clama: “Mas ahora, me levantaré yo, dice el Señor; ahora seré ensalzado, ahora seré glorificado” (Is. 33, 10.) Con este testimonio abiertamente señala su resurrección y su ascensión. A continuación describe la envidia de los judíos diciendo: “Vosotros conseguiréis fogosos designios y el resultado será paja; vuestro mismo espíritu cual fuego, os devorará.”

Resucitó de entre los muertos

Porque había de resucitar al tercer día, el profeta Oseas lo había predicho diciendo: “En medio de sus tribulaciones se levantarán con presteza para convertirse a Mí. Venid, dirán, volvámonos al Señor, porque Él nos ha cautivado, pero Él mismo nos pondrá en salvo, Él nos ha herido, y Él mismo nos curará. Él mismo nos volverá a la vida después de dos días; al tercero día nos resucitará, y viviremos en la presencia suya.” (Oseas 6, 1-3.) Todo esto se cumplió en Cristo. Entregado y muerto el viernes y el sábado, resucitó el domingo muy de madrugada. Por esto añade el profeta: “Preparado está a su advenimiento como la aurora.” (Oseas 6, 3.) Empero, en cuanto a lo que dijo: “Nos resucitará y viviremos en la presencia suya”; esto el profeta lo dice de su persona o de los santos, que estaban en los infiernos y resucitaron con Él al tercer día.

(San Isidoro de Sevilla, Obras Escogidas de San Isidoro de Sevilla , Ed. Poblet, Buenos Aires, 1947, Pág. 70-72)  


 MONS. TIHAMER TOTH


EL CONSUELO DEL SEPULCRO PASCUAL

(Discurso pronunciado desde el estudio de la Radio de Budapest en la noche del Sábado Santo, 18 de abril de 1927)

El silencio profundo, sepulcral, del Sábado Santo se rompe por el alegre repiqueteo de las campanas en el mundo entero. Los templos, corno ríos salidos de madre, echan de sí corrientes de hombres, millares de fieles, y por doquiera se vuelva la mirada no se ve más que un gentío onduloso, rostros con expresión de fiesta, ojos que brillan de alegría.

¿De dónde procede esta fuerza jubilosa de Pascua? ¿De dónde esta alegría del espíritu humano? ¿Para qué las procesiones, los cánticos entusiastas? ¿Para qué este salir a la calle? ¿Por qué este júbilo desbordante, que pone tensas las venas? ¿A quién se dirige el festivo repiqueteo?

Esta alegría efusiva, vibrante, de Pascua parte de un sepulcro e inunda el mundo entero. Junto al sepulcro de Jesucristo escarnecido, ultrajado, crucificado y ya resucitado, se apodera de nuestra mente un doble pensamiento:

En el día de Pascua, la vida triunfó de la muerte, y la justicia pisoteada cantó Victoria sobre la maldad. Es decir, la Pascua es: 1º La fiesta del porvenir; y 2º La fiesta triunfal de la justicia.

I- Pascua es la fiesta del porvenir

La ley general de la caducidad de esta vida abruma nuestra alma; pero Jesucristo triunfador, que sale del sepulcro para no morir, nos asegura que más allá del perecer terreno nos espera un porvenir más hermoso, más completo.

La fuerza motriz y jubilosa de Pascua brota de esta gran verdad: la muerte del individuo y la destrucción de los mundos no son una muerte y una destrucción definitivas, sino que la vida terrena tiene su continuación en una vida inmortal.

De esta verdad brota la alegría vivificadora y perenne del acontecimiento más trascendental de la historia, la resurrección de Cristo, y por esto brotan también del sepulcro del Resucitado las fuentes vivas del valor, de vivir y del optimismo, que triunfa del mundo.

Desde el rosicler de la primera aurora pascual iluminó los pálidos rostros de los Apóstoles y les dio la magnífica y gozosa nueva, han pasado ya casi dos mil años en la historia. No es posible contar las corrientes culturales, que des de entonces se ofrecieron como guías, prometiendo conducir al hombre a la tierra de la felicidad.

También por encima de los hombres de hoy, nerviosos y quebrantados, ondean, reclutando centenares de espíritus, banderas diferentes, mas los centenares de millones de hombres que en la noche sublime del Sábado Santo rinden tributo de pleitesía por todo el orbe a Cristo resucitado, confiesan con fuerza instintiva las palabras del Apóstol: “No se nos dio otro nombre en que podamos salvar nos, sino este nombre de Jesucristo”.

Ved un sepulcro que desde hace ya dos mil años no se ha enfriado; un sepulcro al cual monta guardia la piedad de centenares de millares de fieles, porque todos saben que fuera de Jesucristo resucitado no puede haber una orientación segura de la vida, ni puede haber porvenir ni esperanzas ni punto de apoyo para ella.

El hombre que se satura del misterio pascual siente también la fuerza del perecer, mas él no baja al sepulcro como vencido, sino como vencedor. Para El la muerte no es el final, sino el principio; no aniquilamiento, sino partida. Después de la patria terrena, la patria eterna; después del prólogo, el libro.

Todas las veces que el pensamiento paralizador del perecer se presenta a su alma para apoderarse de ella, El muestra con una superioridad triunfal el sepulcro pascual vacío. ¡Sí! En Pascua germinan los brotes, en Pascua se abren los capullos, en Pascua se despliegan los pétalos, en Pascua empieza una nueva pulsación de vida después del anquilosa miento invernal, en Pascua, una fuerza misteriosa llena los árboles, al parecer muertos. . ., y también las almas humanas.

Los Césares pueden levantar imperios mundiales, los sabios pueden sorprender a la Humanidad con alardes siempre nuevos de la técnica, los artistas pueden brindarle obras maestras que llenen de admiración; pero nadie es capaz de llenar las profundidades del alma humana, si no quiere seguir las huellas del Resucitado.

El héroe del Fausto, de Goetthe, lo probó todo; cuando desengañado de todo, desilusionado de todo, quiere arrojar de sí la vida, oye de repente el solemne repiqueteo de las campanas, que llega hasta él de una iglesia cercana; la mano, levantada ya para el suicidio, cae inerme, y un nuevo estremecimiento de vida sacude el corazón desalentado.

El glorioso sepulcro pascual pregona una fiesta de consuelo para todos aquellos -y son legión- que con sudor en su frente, con las heridas de la lucha por la vida en su cuerpo, pero con la paz de una conciencia tranquila en su corazón, cumplen silenciosamente su deber con la santa convicción de que la Justicia y la Bondad no pueden perecer.

¡Ah, cómo nos vivifica el Salvador resucitado! ¡Cuánta esperanza, y qué noble empuje brota de su sepulcro vacío! De modo que el Viernes Santo, ¿no es siempre sombrío y luctuoso? De modo que ¿no es posible ahogar por completo a la justicia?

Cristo murió en la cruz. Murió el pastor y se dispersó la grey. . . ¡Infierno; ésta fue tu victoria!

Cristo murió en la Cruz. Derramó toda su Sangre; los soldados montaban guardia delante de su sepulcro sellado; nadie creía que pudiera hablarse todavía de vida, de resurrección. . . ¡Infierno, ésta fue tu victoria!

Cristo murió en la cruz. Pero apenas inclinó su cabeza, se estremeció la tierra, se resquebrajaron las rocas, se abrieron las tumbas, el sol se obscureció... ¡Infierno, cuidado con tu victoria!

Cristo murió en la cruz. Pero al tercer día el fulgor del sepulcro pascual puso en fuga todas las tinieblas, y al fúlgido resplandor de Cristo resucitado huyó el pecado y la muerte. . . ¡Infierno!, ¿dónde está tu victoria?

Cristo murió en la cruz. Pero su muerte heroica infundió nueva vida a la grey dispersa; las almas se encendieron con el fuego de Pentecostés. . . ¡Infierno!, ¿dónde está tu victoria?

Cristo murió en la cruz. Pero desde hace dos milenios los ojos de millones de hombres, arrasados de lágrimas, miran con amor agradecido el sepulcro pascual y cantan con alegría desbordante el himno triunfal: “Cristo ha resucitado hoy, ¡aleluya!”

Sí, Pascua es la fiesta del porvenir, la fiesta de la vida.  

II- Pascua es la fiesta de la justicia

¿Podrá tomarlo a mal alguno sí nosotros, húngaros atribulados, cobijamos con solicitud en nuestro espíritu, junto al santo misterio de Pascua, otro pensamiento amado?

La presente festividad nos enseña que no hay vida sin muerte, que el sol sale de la noche, y que a través del sepulcro del sufrimiento se llega a la alegría pascual.

El noble sacrificio y la Pasión de Cristo inocente atestiguan con toda claridad la gran verdad de la filosofía de la historia, es a saber, que los pueblos viven de los sacrificios que hacen de sí mismos los miembros mejores, más puros, más santos de la nación.

Los antiguos creían que para que los cimientos de un edificio fuesen resistentes era necesario mezclar en la argamasa sangre de hombres inocentes. Pues bien, la verdad pascual nos enseña que del sufrimiento que los húngaros soportan con tesón y virilidad -sufrimiento cuya cruz llevan cargada sobre sus hombros ensangrentados precisamente los mejores de la nación- puede brotar una fuerza de consistencia a un nuevo milenario en la historia húngara.

En la aurora pascual, la Justicia condenada, pisoteada, ejecutada en medio de crueles tormentos, salió del sepulcro, enseñándonos que hemos de conseguir el derecho de la alegría pascual pasando por las estaciones sangrientas del Calvario.

¿Es maravilla si Cristo, que salió de su sepulcro para una vida nueva y triunfadora, está hoy tan cerca del pueblo húngaro que lucha y está a la vera de una fosa abierta? ¿Es maravilla, si la fuerza del gran misterio pascual acaricia nuestras almas como el rayo de sol de un resplandeciente día de mayo?

La Justicia nunca gozó de popularidad; es posible sujetar con cadenas también a la Justicia durante cierto tiempo; es posible hacer befa de la Bondad; pisotear el Honor; pero su fuerza, superior al mundo, sale hasta del sepulcro cerrado y sellado, y se muestra triunfadora con el fulgor de la aurora pascual La suerte definitiva de la Justicia no puede ser la oscuridad del Calvario, el Viernes Santo, sino el resplandor deslumbrante de la aurora pascual.

¡Repicad, pues, tocad campanas de la Pascua! Pregonad al mundo universo, doquiera que haya hombres oprimidos, hombres que sufren, decid que no durará para siempre la oscuridad del Viernes Santo que la noche huirá ante la luz de la aurora pascual. Nosotros creemos que después de cada Viernes Santo sigue la Pascua, Nosotros creemos que al final de todo camino ensangrentado y después del Huerto de los Olivos y del Gólgota brilla siempre la luz del sepulcro pascual.

Creemos que las estaciones ensangrentadas del Vía Crucis, que recorre la historia húngara, aun en medio de los latigazos de los Pilatos, Caifás y Herodes, conducen al sepulcro de la resurrección. Sí, creemos firmemente que si bien nuestro Viernes Santo durará más de veinticuatro horas, llegará, no obstante, la aurora pascual. ¿Cuándo? No lo sabemos. Pero que un día alboreará, nos lo pregona y lo exige también la ley fundamental del orden moral de este mundo.

Toda Europa atraviesa por una hora de aguda crisis: quiso vivir volviendo las espaldas a Jesucristo y hubo de ver que el sufrimiento no se mitigaba, antes al contrario, que menguaba su alegría. Nosotros tenemos la obligación de volver fielmente al Amor crucificado, y entonces nos inundará él resplandor pascual.

De ahí que hoy brote de nuestros labios, en dos sentidos, con pensamientos de la patria terrena y de la patria eterna, la viva súplica pascual a Jesucristo resucitado, pidiéndole que, en medio de la oscuridad de nuestro triste Calvario, se despeje el cielo y alboree sobre nosotros la suave luz de la mañana pascual.

En ello consiste el consuelo vivificador del sepulcro va cío de Cristo resucitado.

¡Exsurge Christe, adjuvanos, liberanos , salvanos ! ¡Levántate, Cristo! ¡Ayúdanos, líbranos, sálvanos!

(Mons. Tihamér Toth, Prensa y Cátedra , Ed. Poblet, Buenos Aires, 1944, Pág. 159-164)


 MONS. FULTON J. SHEEN


La herida más grave de la tierra

LA TUMBA VACÍA

En la historia del mundo solo se ha dado una vez el caso de que delante de la entrada de una tumba se colocara una gran piedra y se apostara una guardia para evitar que un hombre muerto resucitara de ella: fue la tumba de Cristo en la tarde del viernes que llamamos santo. ¿Qué espectáculo podría haber más ridículo que el ofrecido por unos soldados vigilando un cadáver? Pero fueron pues­tos centinelas para que el muerto no echara a andar, el silencioso no hablara y el corazón traspasado no volviera a palpitar con una nueva vida. Decían que estaba muerto; sabían que estaba muerto; decían que no resucitaría, y, sin embargo, vigilaban. Le llamaban abiertamente impostor. Pero ¿seguiría acaso engañando? ¿Acaso el que les había engañado dejándoles que creyeran que habían ga­nado la batalla, ganaría la guerra de la verdad y el amor? Recordaban que Jesús había dicho que su cuerpo era el Templo y que, después de tres días de que ellos lo hubieran destruido, Él volvería a edificarlo, recordaban también que se había comparado con Jonás, y había dicho que, así como Jonás había estado en el vientre de la ballena por tres días, así Él estaría en el seno de la tierra por tres días y luego resucitaría. Al cabo de tres días recibió Abraham a su hijo Isaac, ofrecido antes en sacrificio; tres días estuvo Egipto sumido en tinieblas que no eran naturales; al tercer día se apareció Dios en el monte Sinaí. También ahora existía cierta preocupación por lo que ocurriría el tercer día. Al amanecer del sábado, por tanto, los príncipes de los sacerdotes y los fariseos, quebrantando el des­canso sabático, se presentaron ante Pilatos para decirle:

Señor, recordamos que aquel impostor dijo mientras vivía aún: Después de tres días resucitaré. Manda, pues, asegurar el sepulcro hasta el día tercero, no sea que vengan sus discípulos de noche, y le hurten, y digan al pueblo: Ha resucitado de entre los muertos. Y el postrer error será peor que el primero. (Mt 27, 63s).

El que ellos pidieran una guardia hasta el “tercer día indicaba” que pensaban más en las palabras que había dicho Cristo que en el temor que pudieran sentir de que los apóstoles robaran un cadáver y lo colocaran de pie simulando una resurrección. Pero Pilatos no se sentía de humor para ver a aquel grupo porque ellos eran los culpa­bles de que hubiera condenado sangre inocente. Había hecho su in­vestigación oficial para cerciorarse de que Cristo estaba muerto; no se sometería a la idea absurda de usar los soldados del César para custodiar una tumba judía. Pilatos les dijo así:

Tenéis una guardia; id, y guardadlo como sabéis. (Mt 27, 65).

La guardia era para prevenir la violencia, el sello era para pre­venir todo fraude. Debería haber un sello, y los enemigos serian quienes lo pusieran. Debía haber una guardia, y los enemigos serian quienes se encargaran de ello. Los certificados de la muerte y resurrección serían, por lo tanto, firmados por los mismos enemigos. Por medio de la naturaleza, los gentiles se aseguraron de que Cristo estaba muerto; los judíos, por medio de la ley.

Ellos, pues, se fueron, y sellando la piedra, aseguraron el sepulcro por medio de la guardia. (Mt 27,66).

El rey yacía de cuerpo presente con su guardia personal a su alrededor. Lo más asombroso en este espectáculo de la vigilancia en torno a un cadáver era que los enemigos de Cristo esperaban la resurrección mas no así sus amigos. En este caso los fieles eran los escépticos; los infieles eran los que creían. Sus seguidores necesi­taban y pidieron pruebas antes de darse por convencidos. En las tres grandes escenas del drama de la resurrección hubo una nota de tristeza e incredulidad. La primera escena fue la de una dolorosa Magdalena que vino por la mañana temprano a la tumba, provista de especias aromáticas, no para saludar al Salvador resucitado, sino para ungir su cuerpo inerte.

Magdalena junto al sepulcro

En el amanecer del domingo viose a varias mujeres que se acercaban al sepulcro. El mismo hecho de que las mujeres llevaran dro­gas aromáticas demuestra que no esperaban la resurrección. Esto parece extraño después de las muchas referencias que nuestro Señor había hecho a su muerte y resurrección. Veto, por lo visto, los dis­cípulos y las mujeres, cuando Jesús les hablaba de su pasión, pare­cían recordar más lo que había dicho de su muerte que lo de su resurrección. Nunca se les ocurrió que esto fuera posible. Era algo extraño a su modo de pensar. Cuando la gran piedra fue rodada hasta la entrada del sepulcro, no solo quedó sepultado Cristo, sino también todas las esperanzas de ellos. La única idea que tenían las mujeres en aquellos momentos era la de ungir el cuerpo exánime de Cristo, acción que era fruto de su amor falto de esperanza y de fe. Dos de ellas, por lo menos, habían presenciado el sepelio; de ahí que lo que principalmente les interesaba fuera la acción práctica: ¿Quién nos apartará la piedra de la puerta del sepulcro? (Mc 16, 3).

Era el grito de los corazones de poca fe. Unos hombres vigorosos habían cerrado la entrada de la tumba colocando contra ella aquella gran piedra; la preocupación de las mujeres era hallar el modo de apartarla para poder realizar su obra de misericordia. Los hombres no acudieron a la tumba hasta que fueron requeridos para que lo hicieran, tan poco era la fe que en aquellos momentos tenían. Veto las mujeres fueron solamente porque en su tristeza trataban de hallar consuelo al embalsamar al difunto. Nada resulta más antihistórico que decir que las piadosas mujeres estaban esperando que Cris­to resucitara de entre los muertos. La resurrección era algo que nunca esperaron. Sus ideas no estaban alimentadas por ninguna clase de sustancia de la cual pudiera desarrollarse tal esperanza.

Pero al aproximarse vieron que la piedra había sido retirada. Antes de que llegasen se había producido un gran terremoto, y un ángel del Señor, descendido del cielo, apartó la piedra y se sentó sobre ella: Su aspecto era como un relámpago, y su vestido blanco como la nieve; y por miedo de él los guardias temblaron y quedaron como muertos. (Mt 28, 4).

Al acercarse las mujeres vieron que aquella piedra, a pesar de ser tan grande, había sido ya retirada de su sitio. Veto no llegaron inmediatamente a la conclusión de que su cuerpo había resucitado. La conclusión a que podían haber llegado era que alguien había re­tirado el cadáver. En vez del cuerpo de su Maestro, vieron a un ángel cuyo aspecto era como el de un deslumbrador relámpago y sus vestidos de nívea blancura, el cual les dijo: ¡No os asustéis! Buscáis a Jesús Nazareno, que fue crucificado; ha resucitado; no está aquí, mirad el lugar donde le pusieron. Más partid, decid a sus discípulos y a Pedro: Él va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis, así como os lo dijo.

Para un ángel, la resurrección no era ningún misterio, pero si lo habría sido la muerte de Jesús. Para el hombre, la muerte de Jesús no era ningún misterio, pero si lo sería su resurrección. Par tanto, lo que ahora era objeto de anuncio era lo que había resultado cosa natural para el ángel. El ángel era uno más de los guardianes que los enemigos habían colocado junta a la tumba del Señor, un solda­do más de los que Pilatos había autorizado.

Las palabras del ángel fueron el primer evangelio predicado después de la resurrección, y este evangelio remontábase hasta la pasión, puesto que el ángel habló de El coma de Jesús el Nazareno, el cual fue crucificado. Estas palabras encerraban el nombre de su naturaleza humana, la humildad de su lugar de residencia y la ig­nominia de su muerte; estas tres cosas: humildad, ignominia y oprobio, son puestas en contraste con la gloria de su resurrección de entre los muertos. Belén, Nazaret y Jerusalén se convierten en las señales de identificación de su resurrección.

Las palabras del ángel: “Mirad el lugar donde le pusieron”, confirmaba la realidad de su muerte y el cumplimiento de las antiguas profecías. Las lápidas funerarias llevan la inscripción: Hic ictcet, (Aquí reposa); luego sigue el nombre del difunto y tal vez alguna frase de elogio sobre el mismo. Pero aquí, formando contraste con esto, el ángel no escribió, mas expreso un epitafio diferente: “El no está aquí”. El ángel hizo que las mujeres contemplaran el lugar en que el cuerpo del Señor había sido colocado como si la tumba vacía fuera prueba suficiente del hecho de la resurrección. Las indujo a que se apresuraran a anunciar la resurrección. El nacimiento del Hijo de Dios fue anunciado a una mujer virgen. A una mujer caída le fue anunciada su resurrección.

Las mujeres que vieron la tumba vacía recibieron el encargo de ir a Pedro, que había tentado en cierta ocasión al Señor para que renunciara a su cruz y que por tres veces había negado conocerle. El pecado y la negación no pudieron reprimir el amor divino. Aunque pareciera paradójico, cuanto mayor era el pecado, menor era la fe; y, sin embargo, cuanto mayor era el arrepentimiento del pecado, mayor la fe. Los que recibieron las muestras más expresivas de amor fueron la oveja perdida, los publícanos y las rameras, los Pedros negadores y los Pablos perseguidores. Al hombre que había sido llamado la Roca y que quiso apartar a Cristo de su cruz, el ángel le mandaba ahora, por medio de tres mujeres, el mensaje de la resurrección: “Id y decid a Pedro”.

La misma preeminencia individual que se dio a Pedro en la vida pública de Jesús continuaba dándose en el periodo de la resurrección. Veto aunque se mencionaba aquí a Pedro junto con los apóstoles de los cuales era ella cabeza, el Señor se apareció a Pedro a solas antes de manifestarse a los discípulos de Emaús. Esto resulta evidente del hecho de que mas adelante dirían los discípulos que el Señor se había aparecido a Pedro. La buena nueva de la redención era dada así a una mujer que había caído y a un apóstol que había negado, pero ambos se habían arrepentido.

Maria Magdalena, que en la semioscuridad del crepúsculo se había adelantado a sus compañeras, observó que la piedra había sido ya apartada y que la entrada del sepulcro estaba abierta. Una rápida mirada la convenció de que la tumba estaba vacía. En segui­da pensó en ir a avisar a los apóstoles Pedro y Juan. Según la ley mosaica, no podía llamarse a una mujer a declarar coma testimonio. Veto Maria no les llevaba noticias de la resurrección, puesto que no la estaba esperando. Suponía que el Maestro se hallaba todavía baja el poder de la muerte cuando dijo a Pedro y a Juan: Han quitado del sepulcro al Señor, no sabemos donde le han puesto. (Jn 20, 2).

De todos los discípulos y seguidores hubo solo cinco que estu­vieron “Velando”: tres mujeres y dos hombres, como las cinco vír­genes que aguardaban la llegada del esposo. Todos ellos estaban lejos de sospechar que Jesús hubiera resucitado.

Llenos de excitación, Pedro y Juan corrieron al sepulcro dejando a Maria mucho más atrás. Juan era el que más corría, por lo cual llegó antes que su compañero. Cuando llegó Pedro, ambos entraron en el sepulcro, donde vieron los lienzos por el suelo, así coma el sudario que habían puesto sobre la cabeza de Jesús, pero este velo o sudario no estaba junto con los lienzos, sino doblado en cierto lugar aparte. Lo que había tenido efecto, había sucedido de una ma­nera correcta y ordenada, no como si lo hubiera hecho un ladrón, ni siquiera un amigo. El cuerpo había desaparecido de la tumba; las vendas fueron encontradas enrolladas. Si los discípulos hubie­ran robado el cuerpo, con la prisa no se habrían entretenido en quitarle las vendas y dejado allí los lienzos. Cristo se había desem­barazado de sus ataduras por su divino poder. Pedro y Juan No conocían todavía la Escritura, que decía que había de resucitar de entre los muertos. (Jn 20, 9).

Tenían los hechos y la prueba de la resurrección, pero no comprendían todo su significado. El Señor dio comienzo ahora a la primera de sus once apariciones registradas en la Biblia entre su resurrección y su ascensión: a veces a sus apóstoles, otras a quinientos hermanos juntos, y en otras ocasiones a las mujeres. La primera aparición fue a Maria Magdalena, la cual volvió al sepulcro después de que Pedro y Juan hubieron salido de él. Parecía no caberle en la cabeza la idea de la resurrección, a pesar de que ella misma había resucitado de una tumba sellada por los siete demonios del pecada. Al encontrar la tumba vacía, volvió a romper a llorar. Con los ojos bajos, mientras el sol matutino empezaba a extender su claridad por encima de la hierba cubierta de rocío, advirtió vagamente la presen­cia de alguien que le preguntaba: Mujer, ¿por qué lloras? (Jn 20, 13).

Estaba llorando por lo que había perdido, pero la pregunta que se le hacía le hizo interrumpir su llanto para responder: Porque se han llevado a mi Señor, y no sé donde le han puesto. (Jn 20, 14).

No hubo terror al ver los ángeles, puesto que aun el mundo en llamas no la habría conmovido, tanta era la pena que se había adueñado de su alma. Al contestar, Maria se volvió y vio a Jesús de pie ante ella, pero no le reconoció. Creyó que era el hortelano, el hortelano de José de Arimatea. Suponiendo que este hombre sabría donde podía encontrar al Señor, Maria Magdalena se arrodilló y preguntóle: ¡Señor, si tu le has quitado de aquí, dime dónde le has puesto, y yo me lo llevaré! (Jn 20, 15).

¡Pobre Magdalena! ¡Agotada par la fatiga del viernes santo, rendida par la angustia del sábado santo, con las fuerzas debilitadas al extremo, y todavía pensaba en “llevárselo”! Tres veces habló de El sin mencionar su nombre. La fuerza de su amor era tan gran­de, que suponía que nadie podía crecer que se refiriera a ninguna otra persona. Díjole entonces Jesús: ¡María! (Jn 20, 15).

Aquella palabra la sorprendió más que si acabara de oír un trueno repentino. Había oído decir una vez a Jesús que El llamaba a sus ovejas por el nombre. Y ahora Maria se volvió hacia aquel que personificaba todo el pecado, la tristeza y las lágrimas del mundo y marcaba cada alma con un amor personal, particular e individual, y, al ver en las manos y pies de aquel hombre las llagas rojas y amo­ratadas, solo pronunció esta palabra: ¡Rabboni! (Jn 20, 16). (que en hebreo significa (Maestro). Cristo había dicho “Maria” y puesto todo el cielo en esta sola palabra. Maria había pronunciado también solo una palabra, Y en ella estaba comprendido todo lo de la tierra. Después de la noche del alma, producíase ahora este des­lumbramiento; después de horas de desesperación, esta esperanza; después de la búsqueda, el hallazgo; después de la pérdida, este descubrimiento. Magdalena estaba preparada solamente para verter lágrimas de respeto sobre la tumba; para lo que no se hallaba pre­parada era para ver caminar al Maestro en alas de la mañana.

Sólo la pureza y un alma exenta de pecado podía recibir al santísimo Hijo de Dios en su llegada a este mundo; de ahí que Maria Inmaculada saliera a su encuentro en las puertas de la tierra, en la ciudad de Belén. Pero solamente un alma pecadora arrepentida, que a su vez había resucitado ya de la tumba del pecado a una nueva vida en Dios, podía comprender adecuadamente el triunfo sobre el pecado. En honor a las mujeres, hay que pregonar eternamente: una mujer fue quien más cerca de la cruz estuvo en el viernes santo, y la primera junto a la tumba en la mañana de pascua.

María estuvo siempre a los pies de Jesús. Allí estuvo al ungirle para su sepultura; allí estuvo en su crucifixión; ahora, llena de ale­gría al ver de nuevo al Maestro, se arrojó a sus pies para abrazar­lo pero El le dijo, impidiéndolo con un ademán No me toques; porque no he subido todavía al Padre. (Jn 20, 17).

Las muestras de afecto de Maria iban dirigidas más al Hijo del hombre que al Hijo de Dios. Por ello le decía que no le tocase. San Pablo enseña a los corintios y a los colosenses la misma lección:

Aunque hayamos conocido a Cristo según la carne, ahora empero ya no le conocemos así. (2Cor 5, 16).

Pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra porque ya moristeis, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. (Col 3, 2).

Sugeríale Jesús que era preciso que se secara las lágrimas, no porque había vuelto a verle, sino porque El era el Señor de los cie­los. Cuando subiera a la derecha del Padre, lo que significaba el poder del Padre; cuando enviara el Espíritu de la Verdad, que sería el nuevo Consolador de ellos y la presencia íntima de Jesús, entonces María tendría realmente a aquel por quien suspiraba: el Cristo resucitado y glorificado. Después de su resurrección era ésta la primera vez que aludía a la nueva relación que existía entre El y los hombres, relación de la que tanto había hablado durante la noche de la última cena.

Habría que dar la misma lección a sus discípulos, que estaban demasiado preocupados por la forma humana de Jesús, diciéndoles que era conveniente que los abandonase. Magdalena deseaba estar con El como antes de la resurrección, olvidando que la crucifixión había sido necesaria para la gloria de Jesús y para que éste pudiera enviar su Espíritu.

Aunque Magdalena se viera humillada por la prohibición que le dio nuestro Salvador, estaba destinada, sin embargo, a experimentar que era ensalzada al tener el honor de llevar la noticia de la resurrección. Los hombres habían comprendido el significado de la tumba vacía, pero no su relación con respecto a la redención y la victoria sobre el pecado y el mal. Maria Magdalena estaba destinada a romper el precioso vaso de alabastro de la resurrección de Jesús, para que su aroma llenara el mundo. Jesús le dijo: Ve a mis hermanos, y diles que subo a mi Padre y vuestro Padre, y a mi Dios y vuestro Dios. (Jn 20, 27).

Está era la primera vez que llamaba a sus apóstoles mis hermanos. Antes de que el hombre pudiera ser hijo de Dios, tenía que ser redimido de la enemistad con Dios.

En verdad, en verdad os digo que al menos que el grano de trigo caiga en tierra y muera, queda solo; mas si muere, lleva mucho fruto. (Jn 12, 24).

Aceptó la crucifixión para multiplicar su condición de Hijo y hacer que muchos otros fueran también hijos de Dios. Pero había una gran diferencia entre El mismo como Hijo natural y los seres humanos que por medio de su Espíritu llegarían a ser hijos adopti­vos. De ahí que, como siempre, hiciera una neta distinción entre mi Padre y vuestro Padre. Ni una sola vea en su vida dijo “nuestro Padre”, como si la relación entre El y el Padre fuera la misma quo entre el Padre y ellos; su relación con el Padre era única e in­transferible; la filiación era de El por naturaleza; los hombres so­lamente podían llegar a ser hijos de Dios por la gracia y el espíritu de adopción

Tampoco dijo a Maria que informara a los apóstoles de que había resucitado, sino mas bien de que subiría al Padre. La resurrección quedaba implicada en la ascensión, la cual tardaría cuarenta días en realizarse­. Su propósito no era precisamente recalcar que el que había muerto estaba vivo ahora, sino que aquello era el comienzo de su reinado espiritual que se haría visible y unificado cuando el enviara su espíritu. Obediente, Maria Magdalena corrió a avisar a los discípulos, que estaban lamentándose y llorando. Les dijo que había visto al Señor y las palabras que El le labia dicho. ¿Como recibieron ellos la noticia? Una vea más el escepticismo, la duda y la falta de fe. Los apóstoles habían oído al Señor hablar en símbolos, parábolas, figura y también directamente acerca de la resurrección que seguiría a su muerte, pero:

Al oír quo e vivía y había sido visto por ella, no lo creyeron. (Mc 16, 11).

Eva creyó a la serpiente, pero los discípulos no creían al Hijo de Dios. En cuanto a lo que Maria y cualquier otra mujer pudiera decir sobre la resurrección del Maestro, sus palabras les parecían un desvarío; y no las creían. (Lc 24, 2).

Esto era un modo de predecir como recibiría el mundo la noticia do la redención. Maria Magdalena y las otras mujeres no creían al principio en la resurrección; tuvieron que convencerse de ello. Tam­poco creyeron los apóstoles. Su respuesta fue: “¡Ya conocéis a las mujeres! Siempre están imaginando cosas”. Mucho antes de que hiciera su aparición la psicología científica, la gente siempre tenía que la mente los hiciera alguna jugarreta. La incredulidad moderna frente a lo extraordinario no es nada en comparación con el escepticismo quo saludó inmediatamente las primeras noticias de la resurrección. Lo que los modernos escépticos dicen acerca del relato de la resurrección, los discípulos fueron los primeros en decirlo, o sea que se trataba de un cuento de viejas. Como agnósticos primitivos de la cristiandad, los apóstoles convinieron unánimemente en rechazar como un engaño toda aquella historia. Algo muy extraordinario había de ocurrir v una prueba muy concreta había de dárseles para que todos aquellos escépticos vencieran la repugnancia que sentía para creer.

Su escepticismo era incluso más difícil de superar que el escepticismo moderno, porque el suyo procedía de una esperanza que aparentemente había sido frustrada en el Calvario; éste era un escepticismo mucho más difícil de curar que el escepticismo moderno, que carece de toda esperanza. Nada más lejos de la verdad que afirmar que los seguidores de nuestro Señor estaban esperando la resurrección, y que, por tanto, se hallaban dispuestos a creerla o a consolarse de una pérdida que parecía irreparable.

Ningún agnóstico ha escrito acerca de la resurrección algo que Pedro o los otros apóstoles no hubieran pensado antes. Cuando murió Mahoma, Omar salio corriendo de su tienda empuñando la espada, y declaro que mataría a cualquiera que dijera que el profeta hubiera muerto. En el caso de Jesús existía predisposición a creer que había muerto y aversión a creer que estuviera vivo. Pero quizá se les permitiera dudar para que los fieles de los siglos venideros no dudaran jamás.

La guardia sobornada

Una vez las mujeres hubieron ido a notificar a los apóstoles lo quo habían visto, los guardas que habían estado junto a la tumba y sido testigos de la resurrección fueron a la ciudad do Jerusalén y dijeron a los jefes do los sacerdotes todo cuanto labia sucedido. Los jefes de los sacerdotes reunieron al punto el sanedrín con el expreso propósito de sobornar a los guardas.

Cuando se hubieron reunido con los ancianos, Y tomando consejo, dieron mucho dinero a los soldados, diciendo: “Decid que sus discípulos vinieron de noche, y le hurtaron, estando nosotros dormidos.” Y si esto fuere oído del gobernador, nosotros le persuadiremos, y os haremos seguros. Ellos, pues, tomando el dinero, hicieron como fueron enseñados Y este dicho ha sido divulgado entre los judíos hasta el día de hoy. (Mt 28, 12-15).

El mucho dinero contrastaba con las escasas treinta monedas de plata que había cobrado Judas. El sanedrín no negó la resurrección; en realidad, lo que hacia era dar testimonio de la misma. Y este testimonio lo dieron a los gentiles a través de Pilato. Incluso dieron el dinero del templo a los soldados romanos a quienes des­preciaban, puesto que hablan encontrado un odio mayor. El dinero que Judas les había devuelto no quisieron tocarlo porque era “precio de sangre”. Pero ahora estaban dispuestos a comprar una mentira para escapar a los efectos de la sangre purificadora del Cordero.

El soborno de los guardas fue realmente una manera estúpida de esquivar el hecho de la resurrección. Ante todo, existía el pro­blema de lo que harían con el cuerpo una vez los discípulos se hubie­ran apoderado de él. Los enemigos de nuestro Señor no habrían tenido que hacer otra cosa sino sacar el cuerpo de Jesús para demostrar quo no había resucitado. Aparte el hecho de que era muy poco probable que toda una guardia de soldados romanos estuviera dur­miendo en vez de cumplir con su deber, era absurdo que dijeran que lo que había sucedido ocurrió mientras estaban dormidos. A los soldados se les aconsejo que dijeran que estaban dormidos; y, sin embargo, al parecer habían estado lo suficientemente despiertos para ver a los ladrones y darse cuenta de que se trataba de los discípulos. Si todos los soldados dormían, nunca pudieron descubrir a los ladrones, si alguno de ellos estaba despierto, podría haber impedido el hurto. Es igualmente improbable que unos pocos discípulos temerosos intentaran robar el cuerpo del maestro de un sepulcro cerrado con una gran piedra, sellado oficialmente y custodiado por soldados, sin que al hacerlo despertara a la guardia dormida. Además, el orden en que se encontraron los lienzos dentro de la cueva constituía otra prueba de que el cuerpo no había sido sacado de allí por sus discípulos.

Por lo que respecta a loa discípulos de nada habría servido retirar secretamente el cuerpo del maestro, ni siquiera debió de ocurrírsele esta idea a ninguno de ellos; de momento, la vida del Maestro había resultado un fracaso y una derrota. El delito era ciertamente mayor de parte de los sobornadores que de parte de los sobornados, puesto que los miembros del sanedrín eran gente instruida y religiosa, los soldados eran sencillos. La resurrección de Cristo fue proclamada oficialmente a las autoridades civiles; el sanedrín creyó antes que los apóstoles en la resurrección. Habían comprado el beso de Judas y ahora esperaban comprar el silencio de los guardas.

(Fulton J. Sheen, Vida de Cristo )


 MONS. FULTON J. SHEEN II

 
Mensaje Radiofónico del 9 de abril de 1950

“¿Quién no removerá la piedra de la puerta del sepulcro?”

(San Marcos, 16, 3).

Amigos:

El Viernes Santo, cuando Jesús hubo exhalado su espíritu en manos del Padre Celestial y su cuerpo se puso frío como se pone el cuerpo de todo hombre muerto, sin palpitar ya su corazón, amigos que se habían encerrado en sus casas y admiradores anónimos que habían escondido su entusiasmo en el granero, comenzaron a aparecer. No habían estado junto a El en su agonía, cuando tenía necesidad de ellos, pero ahora se hallaban a su lado al morir, entretejiendo guirnaldas, vertiendo copiosas lágrimas sembrando elogios...

Uno de ellos era José de Arimatea, que amaba secretamente al Salvador, no con el coraje suficiente para demostrarlo mientras El estaba vivo. Ahora buscaba mitigar su remordimiento, proveyendo a la sepultura del amigo ajusticiado. El rico consejero se dirigió resueltamente a Pilatos y le pidió el cuerpo de Jesús, queriendo con ello evitar al Señor deshonrosa sepultura, como el ser arrojado, por ejemplo, en una fosa común donde los cuerpos de los delincuentes eran amontonados y a veces quemados.

Pilatos se mostró sorprendido al enterarse que el Señor ya había expirado y quiso del centurión una confirmación oficial de su muerte. Oído que hubo el informe del centurión, él accedió al pedido de José de Arimatea. José volvió entonces al Calvario, bajó a Jesús de la cruz, lo envolvió en un sudario recién adquirido y lo depositó en un sepulcro excavado en la piedra. Porque solamente una extraña tumba convenía a Aquel que es extraño a la muerte.

Entretanto se había difundido la noticia que el Señor había recibido decorosa sepultura de manos de José, el rico. Con la rapidez del rayo los fariseos acudieron a Pilatos para protestar contra la entrega de Su cuerpo a José. En vida habían querido la ofrenda de Su vida, y ahora, hasta después de muerto, sobre El tenían pretensiones.

Reunidos delante de Pilatos, manifestaron: “ Señor, nos acordamos que aquel engañador dijo, viviendo aún: «Después de tres días resucitaré.» Manda pues que se asegure el sepulcro hasta el día tercero; porque no vengan sus discípulos de noche y le hurten y digan al pueblo: Resucitó de los muertos. Y será el postrer error peor que el primero “ (San Mateo, 27, 63-64).

Pilatos, irritado, respondió: “ Tenéis una guardia: id, aseguradlo como sabéis .” Las Escrituras nos refieren que, con la doble vigilancia de los romanos y de los fariseos “ yendo ellos, aseguraron el sepulcro, sellando la piedra, con la guardia .”

De dos modos se aseguran contra el engaño; se sirvieron de una roca que, con palabras del Evangelio, era “enorme” y la sellaron. Y esto, para impedir que cualquiera pudiese tocar el cuerpo.

Jamás ha habido en la historia del mundo espectáculo más grotesco que el de esos soldados desviviéndose en cuidar un cadáver. Pero se vigiló el sepulcro porque Jesús había dicho que resucitaría al cabo de tres días. Aquí se apostan centinelas por miedo a que el difunto camine, por miedo a que, aquel que ha callado, hable todavía y que el corazón traspasado se despierte al respiro de la vida. Lo dicen muerto; saben que está muerto; se obstinan en repetir que no resucitará al cabo de tres días, pero aún vigilan . Han llamado impostor a Jesús. ¿Los engañará una vez más? ¿Acaso no les ha engañado ya, haciéndoles creer, en conclusión, que Aquel que ha perdido la batalla ganará la guerra?

Esta inaudita locura de vigilar una tumbe describe exactamente la actual situación del mundo, ya sea en Rusia como en el espíritu contemporáneo en general. Rusia ha difundido la idea de que Dios ha muerto y que la religión pasa por sus últimos momentos. El comunismo se basa en la teoría de que la religión es una invención del capitalismo para sostener la propiedad privada. Y afirma que, una vez eliminada la propiedad privada, la religión ya no será necesaria. En Rusia no existe el capitalismo desde 1917: no hay pues ningún hombre alrededor de los cuarenta años de edad que haya recibido instrucción religiosa.

Pero si Dios ha muerto, y la religión es un mito y la fe es el opio de los pueblos, ¿por qué vigilar entonces el sepulcro, sellarlo, difundir propaganda contraria a la religión, asesinar sacerdotes, desterrar a los fieles, deshumanizar a los Stepinac y a los Mindzenty? ¿A qué entonces el artículo 124 de la Constitución soviética, que prohíbe toda propaganda religiosa, si la fe ha muerto? ¿Por qué la quema de todos los libros religiosos en la zona oriental de Berlín? ¿Por qué no difundir noticias contra el zar o custodiar la tumba de Trotzky, cuando se apostan millones de centinelas destinados a custodiar aquello que se cree una tumba? Si Jesús, en su Iglesia, ha muerto, ¿por qué temer una Resurrección? ¿Por qué perifonear contra una ilusión, montar guardia junto a un cuerpo en corrupción, vigilar un sepulcro, hablar en contra de los cadáveres, atravesar con la espada una fantasía, armarse contra una ilusión, rechazar fantasmas que caminan de noche, desenfrenarse contra una invención de la mente?

¡Rusia! Por una sola razón entre todas, tú sellas el sepulcro de un hombre: porque temes una resurrección. Porque temes que, de cualquier modo, no obstante toda la vigilancia,, en otra Pascua, habrás de desfallecer cuando la alborada traiga en sus suaves alas al Cristo redivivo. Echa una mirada a tu alrededor, en esta primavera, y contempla las diminutas tímidas violetas surgir desde la tierra para contarles su secreto al sol y al aire. Ellas te cuentan que otra resurrección te está rodeando y que ha de llegar un día en que Jesús redivivo, a quien tú has imaginado muerto para siempre, caminará nimbado por la luz para entonar un requiem sobre tus tumbas y hacer nuevamente de Rusia, la Santa Rusia, en la fe de Cristo que es Resurrección y Vida.

Lo que acaece en Rusia, sucede también en el espíritu contemporáneo. Para él también Dios ha muerto. Y los hombres, arrogándose, bajo el nombre de eutanasia, el derecho de tronchar la vida humana, estiman que ha dejado de existir el mandamiento moral “no matarás”. Y, evadiendo por medio del divorcio al divino mandamiento: “ El hombre no separará lo que Dios ha unido “, dan por muerta la moral cristiana del matrimonio.

La educación moderna sostiene que la religión ha muerto y a los jóvenes se les enseña que el hombre no está hecho a imagen y semejanza de Dios sino que es tan sólo un costal fisiológico repleto de libídine psicológica.

Pero si Dios ha muerto y Jesús está sepultado para siempre como un hombre cualquiera ¿por qué afanarse entonces en plantar rocas delante de su sepulcro? ¿Por qué decir a los secuaces de Freud: “ Vigilemos nuestras conciencias e impediremos que el sentido de culpa venga a atormentarnos durante la noche; digámonos que Dios no es otra cosa que un complejo de Edipo y ya lo veremos aparecer en el transcurso del análisis?

Si Dios ha muerto, ¿por qué insinuar a la inteligencia que selle la tumba de Cristo; por qué hablar de evolución y de bestias de la jungla primitiva si no por miedo a que Jesús resurja en nuestras conciencias donde lo habíamos sepultado?

Jesús ha muerto en su Cuerpo Místico, ¿por qué escribir, publicar, escarnecer, atacar a la Iglesia y poner al descubierto las manchas solares para probar que el sol ya no alumbra?

De este modo, la conciencia moderna presenta el espectáculo más estúpido del mundo; no soldados y centuriones, mas filósofos, escépticos, agnósticos y psicoanalistas freudianos montan guardia ante la tumba de Jesús a fin de que El no resucite: amenaza y provocación en su pecaminosa vida.

Yo os lo digo: ellos verdaderamente tienen miedo de una resurrección. Pero podrían, del mismo modo, montar guardia a fin de que el sol no surja. Y in embargo sus centinelas quedarán desmayados, rotos sus sellos, vencida su resistencia y Jesús ha de volver a brotar en sus conciencias y con El ¡el Amor!

Y nosotros también, los que ensalzamos nuestra fe, tenemos necesidad de una lección. Muchos de entre nosotros son como María Magdalena, que se aprestaba a aromar un cuerpo muerto, aún sabiendo que El es la resurrección y la vida, y se preguntaba junto a la tumba: “ Quién echará a rodar la piedra para liberar la entrada del sepulcro? “ Así también nosotros, viendo ochocientos millones de personas bajo el talón del Anticristo, con calvarios levanta lo largo de toda la Europa oriental y a la Iglesia misma en un momento de derrocamiento, nos hallamos tentados de dirigir, en lenguaje moderno, la pregunta de Magdalena: “ ¿Quién levantará la cortina de hierro de la tumba de la Iglesia?

La resurrección del Cuerpo Místico de Cristo se desenvolverá probablemente como en la primera Pascua, a través de una doble ceremonia en la cual tomarán parte cielo y tierra, porque Jesús renació de la muerte y la tierra se estremeció y el cielo envió a un ángel para remover la piedra. ¡Pueda nuestra generación asistir de nuevo a la misma unión de catástrofe terrestre y de manifestación divina, antes de que Jesús en su Cuerpo Místico vuelva a caminar triunfante sobre la tierra! Se inicia la nueva era con la llegada de los cosacos y el arribo del Espíritu Santo. Y, así como entonces, el poder divino no vino separado del temblor de tierra, del mismo modo no podrá comenzar ahora una nueva época de paz, ni para la Iglesia ni para el mundo, si antes nuestros corazones no han de ser sacudidos y todas las rocas de nuestro egoísmo destruidas pedazo a pedazo.

Si se avecina la hora del sacudimiento de la tierra, próximo se halla también el día del triunfo. El demonio tiene su cuarto de hora pero Dios tiene su día. La Iglesia no ha tenido jamás su Viernes Santo sin su Domingo de Ramos. La Iglesia ha nacido bajo el signo de la tragedia, siendo derrotada y su Jefe es Aquel que se abre camino fuera de la tumba. No está lejano el d en el cual el Lirio del Rey se abrirá sobre otra Pascua, y aquellos que pensaban que todo había terminado, oirán preguntar por los ángeles: “ ¿Por qué buscáis al Vivo entre los muertos? “ Cuando las naciones yazgan en su sangre y sus reyes formen parte de las generaciones sepultadas, veremos venir hacia nosotros sus pies caminando sobre las aguas.”

Ellos llaman a Jesús un impostor, y es la verdad. Pero sólo un impostor como Jesús puede satisfacer a nosotros que, del mundo, hemos tenido la primera desilusión: porque nos ha prometido paz y nos ha dado guerra; nos ha prometido eterno amor y nos ha dado la saciedad que traen los años.

¡Ven, pues, oh Jesús, tú que eres segundo en engañarnos, tú que apareces tan majestuoso y severo porque estás “ vestido de púrpura y coronado de ciprés “, tú que pareces crucificar nuestra carne y nuestro Eros! A la primera mirada, nos apartamos de ti protestando: “ ¿Es que acaso todos tus campos deben ser fertilizados con la muerte? “ Mas ¡qué dulce engaño! porque, cuando comenzamos a conocerte hallamos en Ti el Amor que siempre habíamos buscado, desde el día en que el mundo nos engañó por vez primera.

¡Divino Traidor! ¡Apareces tan muerto y eres en cambio la Vida renacida! ¡Engáñanos con tus llagas para que nuestras almas frágiles, rompiendo sus cadenas, libres, vuelvan a Ti!

(Mons. Fulton J. Sheen, ¿Se puede creer aún?, Ed. Paulinas, 1º Ed., Bs. As., 1955, Pág. 209-218)

 


51. Predicador del Papa: No se es cristiano si no se cree en la Resurrección de Cristo
Comentario del padre Cantalamessa a la liturgia del Domingo de Pascua


ROMA, sábado, 22 marzo 2008 (ZENIT.org ).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap. --predicador de la Casa Pontificia-- a la Liturgia de la Palabra del Domingo de Resurrección

* * *

Domingo de Pascua
Hechos 10,34a.37-43; Colosenses 3,1-4; Juan 20, 1-9
¡Ha resucitado!

A las mujeres que acudieron al sepulcro, la mañana de Pascua, el ángel les dijo: «No temáis. Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. ¡Ha resucitado!». ¿Pero verdaderamente ha resucitado Jesús? ¿Qué garantías tenemos de que se trata de un hecho realmente acontecido, y no de una invención o de una sugestión? San Pablo, escribiendo a la distancia de no más de veinticinco años de los hechos, cita a todas las personas que le vieron después de su resurrección, la mayoría de las cuales aún vivía (1 Co 15,8). ¿De qué hecho de la antigüedad tenemos testimonios tan fuertes como de éste?

Pero para convencernos de la verdad del hecho existe también una observación general. En el momento de la muerte de Jesús los discípulos se dispersaron; su caso se da por cerrado: «Esperábamos que fuera él...», dicen los discípulos de Emaús. Evidentemente, ya no lo esperan. Y he aquí que, de improviso, vemos a estos mismos hombres proclamar unánimes que Jesús está vivo; afrontar, por este testimonio, procesos, persecuciones y finalmente, uno tras otro, el martirio y la muerte. ¿Qué ha podido determinar un cambio tan radical, más que la certeza de que Él verdaderamente había resucitado?

No pueden estar engañados, porque han hablado y comido con El después de su resurrección; y además eran hombres prácticos, ajenos a exaltarse fácilmente. Ellos mismos dudan de primeras y oponen no poca resistencia a creer. Ni siquiera pueden haber engañado a los demás, porque si Jesús no hubiera resucitado, los primeros en ser traicionados y salir perdiendo (¡la propia vida!) eran precisamente ellos. Sin el hecho de la resurrección, el nacimiento del cristianismo y de la Iglesia se convierte en un misterio aún más difícil de explicar que la resurrección misma.

Estos son algunos argumentos históricos, objetivos; pero la prueba más fuerte de que Cristo ha resucitado ¡es que está vivo! Vivo, no porque nosotros le mantengamos con vida hablando de Él, sino porque Él nos tiene en vida a nosotros, nos comunica el sentido de su presencia, nos hace esperar. «Toca a Cristo quien cree en Cristo», decía san Agustín, y los auténticos creyentes experimentan la verdad de esta afirmación.

Los que no creen en la realidad de la resurrección siempre han planteado la hipótesis de que se haya tratado de fenómenos de autosugestión; los apóstoles creyeron ver. Pero esto, si fuera cierto, constituiría al final un milagro no inferior al que se quiere evitar admitir. Supone, en efecto, que personas distintas, en situaciones y lugares diferentes, tuvieron todas la misma alucinación. Las visiones imaginarias llegan habitualmente a quien las espera y las desea intensamente; pero los apóstoles, después de los sucesos del Viernes Santo, ya no esperaban nada.

La resurrección de Cristo es, para el universo espiritual, lo que fue para el universo físico, según una teoría moderna, el Big-bang inicial: tal explosión de energía como para imprimir al cosmos ese movimiento de expansión que prosigue todavía, miles de millones de años después. Quita a la Iglesia la fe en la resurrección y todo se detiene y se apaga, como cuando en una casa se va la luz. San Pablo escribió: «Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10,9). «La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo», decía san Agustín. Todos creen que Jesús ha muerto, también los paganos y los agnósticos. Pero sólo los cristianos creen que también ha resucitado, y no se es cristiano si no se cree esto. Resucitándole de la muerte, es como si Dios confirmara la obra de Cristo, le imprimiera su sello. «Dios ha dado a todos los hombres una garantía sobre Jesús, al resucitarlo de entre los muertos» (Hechos 17,31).
[Traducción del original italiano por Marta Lago]
 


52. Encontrarnos con el Resucitado
25.03.13 | 06:23.

Según el relato de Juan, María de Magdala es la primera que va al sepulcro, cuando todavía está oscuro, y descubre desconsolada que está vacío. Le falta Jesús. El Maestro que la había comprendido y curado. El Profeta al que había seguido fielmente hasta el final. ¿A quién seguirá ahora? Así se lamenta ante los discípulos: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto".
Estas palabras de María podrían expresar la experiencia que viven hoy no pocos cristianos: ¿Qué hemos hecho de Jesús resucitado? ¿Quién se lo ha llevado? ¿Dónde lo hemos puesto? El Señor en quien creemos, ¿es un Cristo lleno de vida o un Cristo cuyo recuerdo se va apagando poco a poco en los corazones?
Es un error que busquemos "pruebas" para creer con más firmeza. No basta acudir al magisterio de la Iglesia. Es inútil indagar en las exposiciones de los teólogos. Para encontrarnos con el Resucitado es necesario, ante todo, hacer un recorrido interior. Si no lo encontramos dentro de nosotros, no lo encontraremos en ninguna parte.
Juan describe, un poco más tarde, a María corriendo de una parte a otra para buscar alguna información. Y, cuando ve a Jesús, cegada por el dolor y las lágrimas, no logra reconocerlo. Piensa que es el encargado del huerto. Jesús solo le hace una pregunta: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas?".
Tal vez hemos de preguntarnos también nosotros algo semejante. ¿Por qué nuestra fe es a veces tan triste? ¿Cuál es la causa última de esa falta de alegría entre nosotros? ¿Qué buscamos los cristianos de hoy? ¿Qué añoramos? ¿Andamos buscando a un Jesús al que necesitamos sentir lleno de vida en nuestras comunidades?
Según el relato, Jesús está hablando con María, pero ella no sabe que es Jesús. Es entonces cuando Jesús la llama por su nombre, con la misma ternura que ponía en su voz cuando caminaban por Galilea: "¡María!". Ella se vuelve rápida: "Rabbuní, Maestro".
María se encuentra con el Resucitado cuando se siente llamada personalmente por él. Es así. Jesús se nos muestra lleno de vida, cuando nos sentimos llamados por nuestro propio nombre, y escuchamos la invitación que nos hace a cada uno. Es entonces cuando nuestra fe crece.
No reavivaremos nuestra fe en Cristo resucitado alimentándola solo desde fuera. No nos encontraremos con él, si no buscamos el contacto vivo con su persona. Probablemente, es el amor a Jesús conocido por los evangelios y buscado personalmente en el fondo de nuestro corazón, el que mejor puede conducirnos al encuentro con el Resucitado.
José Antonio Pagola
 


53.

Comentario a la liturgia dominical – Domingo de Pascua

Antonio Rivero  |  22/03/16
 

Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor y director espiritual en el seminario diocesano Maria Mater Ecclesiae de são Paulo (Brasil).

“Los cincuenta días que median entre el domingo de Resurrección hasta el domingo de Pentecostés se han de celebrar con alegría y júbilo, como si se trata de un solo y único día festivo, como un gran domingo” (Normas Universales sobre el Calendario, de 1969, n. 22).

En Pascua no leemos el Antiguo Testamento que es promesa y figura, y en Pascua estamos celebrando la plenitud de Cristo y de su Espíritu. Como primera lectura, leemos los Hechos de los Apóstoles. La segunda lectura, este año o ciclo C, se toma del libro del Apocalipsis, en que de un modo muy dinámico se describen las persecuciones sufridas por las primeras generaciones y la fuerza que les dio su fe en el triunfo de Cristo, representado por el “Cordero”. Los evangelio de estos domingos pascuales no van a ser tanto de Lucas, el evangelista del ciclo C, sino de Juan.

Podemos resumir en tres aspectos a qué nos compromete la pascua: primero, a la fe en Cristo resucitado; segundo, esa fe tiene que vivirse en comunidad que se reúne cada domingo para celebrar esa pascua mediante la Eucaristía y crea lazos profundos de caridad y ayuda a los necesitados; y tercero, esa fe nos impulsa a la misión evangelizadora.

Idea principal: Inspirados en las famosas preguntas del famoso filósofo alemán del siglo XVIII, Kant, en su obra Crítica de la Razón Pura, responderemos a estas tres preguntas: qué puedo saber de la resurrección de Cristo, qué debo hacer por la resurrección de Cristo y qué puedo yo esperar  de la resurrección de Cristo.

Síntesis del mensaje: Hoy es el domingo más importante del año. Domingo del que reciben sentido todos los demás domingos del año. Daremos respuestas a esas preguntas.

 

Puntos de la idea principal:

En primer lugar, ¿qué podemos saber de la resurrección de Cristo? Hagamos caso a los testigos que vieron a Cristo resucitado. Ellos habrán tenido sus vivencias religiosas, sus dudas, sus convencimientos y discrepancias. Pero todos coinciden en esto: tres día después de ir al entierro de Jesús, como 35 horas después de cerrar su tumba, la encontraron abierta, vacía, con los centinelas a la puerta y atolondrados. ¿El cadáver…? ¿Sabotaje? ¿Secuestro? ¿Truco?  Resulta que las tres mujeres madrugadoras, al llegar al sepulcro y encontrarse con la tumba vacía y dentro la noticia: “ha resucitado”, salieron corriendo a lleva la noticia a los discípulos. Leyendas pero de un hecho. Luego resultó que Jesús se les hizo el encontradizo de jardinero, caminante, comensal, animador. Ausencias misteriosas y presencias repentinas que los traían en jaque. Vivencias místicas, pero de un acontecimiento. Sabemos que los Evangelios, que lo cuentan, son libros históricos porque pertenecen a la época y autores que se dice. Autores que vivieron con Jesús, le vieron, le trataron, convivieron…Y hasta se jugaron la cabeza por la resurrección. Y la perdieron. Nadie muere por un mito, un bulo, un truco. Eso es así. La resurrección es verdad.

En segundo lugar, ¿qué debemos hacer por la resurrección de Cristo? Si realmente creemos en la resurrección de Cristo y en su fuerza transformadora, entonces tenemos que hacer algo aquí en la tierra para llevar esta buena noticia por todos los rincones del mundo, a todas las familias y amigos, y también enemigos. ¿Qué puedo hacer por esas favelas de são Paulo o de Rio en Brasil, o por las calles del Bronx negro en Nueva York? ¿No me llaman la atención las chabolas de cañas y barro de Calcuta, hambruna en tantas regiones, guerras locas, injusticia, pobreza, pecado? ¿Me dejan dormir tranquilo el analfabetismo, la enfermedad, la explotación, la amargura, la desesperanza, la sangre de Abel y de la tierra que ponen el grito en el cielo? Y la situación sanitaria, escolar, laboral, humana del mundo es un pecado social, solidario y atroz. Y familias rotas. Y jóvenes en los paraísos perdidos de la droga. Políticos sin escrúpulos que pisotean la ley de Dios, la ley natural y la justicia conmutativa, social y distributiva. Esto es lo que debemos hacer en bien de los hombres y mujeres del mundo, por quienes el Hijo de Dios tal día como el viernes santo murió para su liberación y tal día como hoy resucitó para su gloria inmortal.

Finalmente, ¿qué podemos nosotros esperar  de la resurrección de Cristo? Si somos esos Tomás incrédulos, podemos esperar que Cristo resucitado en esta Pascua nos resucite la fe en Él y en su Iglesia, y nos deje meter nuestros dedos en su llagas abiertas. Si somos esos discípulos de Emaús desencantados y desilusionados, podemos esperar que se cruce por nuestro camino y nos renueve la esperanza en Él, aunque nos tenga que llamar de necios y desmemoriados por no creer o no leer con detención las Sagradas Escrituras. Si somos esa Magdalena triste y compungida, porque se nos ha derrumbado nuestro amor, nuestra familia, podemos esperar que Cristo resucitado nos vuelva a mirar y a llamar por nuestro nombre como hizo con María en esa primera Pascua, y así recobrar la alegría de la presencia de Cristo en nuestra vida que se hace presente en los sacramentos, sobre todo de la Eucaristía y Penitencia. Si nos parecemos a esos discípulos encerrados en el cenáculo de sus miedos, contagiándose la tristeza y los remordimientos por haber fallado al Maestro, dejemos alguna rendija de nuestro ser abierta para que entre Cristo resucitado y nos traiga la paz, su paz. Si nos sentimos como Pedro que negó a Cristo, esperamos que Cristo resucitado se nos haga presente y podamos renovar nuestro amor: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que yo te amo”.

Para reflexionar: ¿Creo en Cristo resucitado? ¿Dónde encuentro a Cristo resucitado en mi vida de cada día? ¿Tengo rostro de resucitado o vivo en perpetuo Viernes Santo: triste, pesaroso y lleno de pesadumbre?

Para rezar: recemos con san Agustín: “Tarde te amé, Dios mío, hermosura siempre antigua y siempre nueva, tarde te amé. Tú estabas dentro de mí y yo afuera y así por fuera te buscaba y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que Tú creaste. Tú estabas conmigo pero yo no estaba contigo. Me llamaste y clamaste y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y lo aspiré y ahora te anhelo; gusté de Ti y ahora siento hambre y sed de Ti” (Confesiones, libro 10, cap. 27).