19 HOMILÍAS PARA EL CICLO C DE LA FIESTA DE LA ASCENSIÓN
(12-19)


12. DOMINICOS 2004

Celebramos la fiesta de la Ascensión del Señor, cuyo relato escucharemos tanto en la primera lectura como en el evangelio. Lucas ha querido concluir su “primer libro” (el evangelio) y comenzar el segundo (el texto de los Hechos de los apóstoles de la primera lectura) narrándonos el mismo episodio de la Ascensión, lo que ya indica la importancia y el relieve especial que este acontecimiento tiene para la fe cristiana. En efecto, la Ascensión del Señor es el “quicio” para ensamblar la historia de la presencia pública de Jesús en el mundo con la nueva presencia del Resucitado por el Espíritu en la vida de la Iglesia.

Jesús inaugura con la Ascensión un nuevo modo de presencia al lado de sus amigos, unido para siempre a ellos, como la cabeza al cuerpo -imagen que Pablo utiliza en la segunda lectura-. Por eso los discípulos viven este momento entre alegría y alabanzas, con la esperanza puesta en quien siempre cumple sus promesas (“aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre”).

La actitud propia del que espera es la oración (“el que no ora, no espera”, dice Schillebeeckx). Porque quien ora contempla el horizonte que quiere conquistar y que le llama y atrae, abre su corazón a la fuerza de lo alto que, especialmente en la Eucaristía, nos ayuda a emprender el camino y alimenta la esperanza de la alegría sencilla de cada día. El horizonte de la plenitud que aguardamos, la fuerza para encaminarnos más y más hacia él y la alegría de la fe se funden en la Eucaristía de la Ascensión.

Comentario Bíblico
"Seréis mis testigos hasta los confines de la tierra"


Iª Lectura: Hechos (1,1-11): La comunidad aprende a resucitar
Evangelio: Lucas (24,46-53): Resurrección-Exaltación
Como ya no se celebra la Ascensión del Señor en el “jueves” precedente a este domingo, su liturgia se traslada a lo que debería ser el VII Domingo de Pascua. Los textos de este día, pues, están determinados por esta fiesta del Señor. Es Lucas, tanto en el Evangelio como en los Hechos de los Apóstoles, el único autor que habla de este misterio en todo el Nuevo Testamento. Sin embargo, las diferencias sobre el particular de ciertos aspectos y símbolos en el mismo evangelista sorprenden a quien se detiene un momento a contrastar el final del evangelio (Lc 24,46-53) y el comienzo de los Hechos (1,1-11), que son las lecturas fundamentales de la fiesta de este día. En realidad, los discursos no son opuestos, pero resalta, en concreto, que la Ascensión se posponga “cuarenta días”, en los Hechos de los Apóstoles, mientras que en el Evangelio todo parece suceder en el mismo día de la Pascua. Esto último es lo más determinante ya que la Ascensión no implica un grado más o un misterio distinto de la Pascua. Es lo mismo que la Resurrección, si ésta se concibe como la “exaltación” de Jesús a la derecha de Dios.

Debemos reconocer que no es fácil el uso de los textos de hoy y el significado de los mismos para la predicación actual.

¿Qué es lo que pretende Lucas? Simplemente establecer un período determinado, simbólico, de cuarenta días (no contables en espacio y en tiempo), en que lo determinante es lo que se refiere a hablarles del Reino de Dios y a prepararlos para la venida del Espíritu Santo. En ese sentido, en lo esencial, las dos lecturas que se hacen hoy del acontecimiento coinciden: Jesús instruye a sus discípulos de nuevo, confirmándolos en su fe todavía frágil, demasiado tradicional respecto al proyecto salvífico de Dios, para estar alerta. El tiempo Pascual extraordinario, nos quiere decir Lucas, está tocando a su fin y el Resucitado no puede estar llevándolos de la mano como hasta ahora. Deben abrirse al Espíritu porque les espera una gran tarea en todo el mundo, hasta los confines de la tierra (Hch 1,8).

Es verdad que en los primeros siglos de la Iglesia (quizás hasta el s. V) no se puso mucho énfasis en esta distinción entre Resurrección y Ascensión. Es a partir de ese s. V, con el apoyo de la narración lucana, cuando se hace un uso litúrgico y catequético en clave que llega a ser narración histórica. ¿Por qué? Consideramos que depende mucho de la concepción antropológica de la resurrección. En algunos ámbitos teológicos la resurrección de Jesús se concibió como “una vuelta a la vida”, a esta vida, para que sus discípulos pudieran verificar que había resucitado. Quedaba, pues, el segundo paso: la ruptura con este mundo y con esta historia de una forma definitiva. Apoyándose en la narración de Lucas, se vio en la Ascensión la definitiva “subida”: la exaltación a la gloria de Dios. Pero eso no es muy coherente, ya que la exaltación acontece en la misma resurrección.

Todo lo que se refiere a la Ascensión del Señor se evoca en el relato de los Hechos, que es el más vivo, con un simple verbo en pasiva: «fue elevado», sin decirnos nada en lo que respecta a la clase de prodigio. En Lc 24,31 se dice que «se les hizo invisible». Todo ello apunta a una terminología sagrada de la época, para describir la intervención de Dios por encima de todas las cosas. Ya se ha dicho que la Ascensión no añade nada nuevo con respecto a la Pascua, a la Resurrección. En todo caso, la pedagogía lucana, para las necesidades de su comunidad, apuntan a que la Resurrección de Jesús, más que la de ninguna otra persona, no supone un romper con la tierra, con la historia, con todo lo que ha sido el compromiso de Jesús con los suyos y con todo el mundo.

A pesar de que este misterio se comunica por una serie de códigos bíblicos que nos hablan de la presencia misteriosa de Dios (en la nube, como revelación de su gloria, en la que entra Jesús por la Resurrección o la Ascensión), el tiempo Pascual ha sido necesario para que los discípulos rompan con todos los miedos para salir al mundo a evangelizar. Pero en todo caso, hay una promesa muy importante: recibirán la fuerza de lo alto, el Espíritu Santo, que les acompañará siempre. Lucas, pues, usa el misterio de la Ascensión para llamar la atención sobre la necesidad de que los discípulos entren en acción. Hasta ahora todo lo ha hecho Jesús y Dios con él; pero ha llegado el momento de una ruptura necesaria para la Iglesia en que tiene que salir de sí misma, de la pasividad gloriosa de la Pascua, para afrontar la tarea de la evangelización.

¿Podemos seguir manteniendo este tipo de lectura? ¿Es correcta? Creo que el NT nos permite otras claves. El mismo Lucas ha usado los “cuarenta días” en sentido pedagógico.

1) Entendemos, en primer lugar, que “cuarenta días” no es un tiempo real, espacio-temporal, sino teológico. Es un tiempo de espera y esperanza para que la comunidad viva intensamente el acontecimiento de la resurrección y se prepare para anunciar al mundo entero el mensaje de Jesús (Hch 1,8). Lucas ha buscado, pues, ese “tiempo pedagógico” que ponga de manifiesto algo importante en el seno de la comunidad: la resurrección de Jesús no es algo que afecta a Él exclusivamente, sino que tiene otra dimensión: la de la comunidad. También la comunidad de los seguidores de Jesús tienen que “resucitar” de sus miedos, de sus ideas poco acertadas sobre Jesús y sobre su mensaje. Jesús fue resucitado por Dios, pero también Jesús resucitado quiere hacerse presente desde esa nueva vida en su comunidad. La “Ascensión” era el momento adecuado para “dejar” a la comunidad resucitada ya, y en manos del Espíritu que debe llevarla hasta el final.

2) Por otra parte, en segundo lugar, como muchos autores han puesto de manifiesto, se debe contemplar la respuesta de lo que significan esos “cuarenta días” para subsanar un problema que tuvo la comunidad cristiana primitiva con respecto a la Parusía o la vuelta de Jesús e inaugurar el “final de los tiempos”. Se produjo en los primeros años cierta decepción cristiana porque la Parusía, la vuelta de Jesús, no acontecía y el fin del mundo no llegaba. Lucas entiende que el fin del mundo no tenía por qué llegar, ya que era necesaria la acción de la Iglesia para comunicar el mensaje de salvación a todos los hombres. Es lo que se conoce como la “descatologización” de la teología lucana. Es decir: no debemos estar preocupados por la Parusía, por el fin del mundo, sino por transformar esta historia por medio de la Palabra y el Espíritu de Jesús. De esa manera se explica el reproche a los discípulos de estar mirando al cielo… pensando en su vuelta, cuando hay que mirar a la tierra, a los hombres, para llenar este mundo de vida.



IIª Lectura: Hebreos (9,24..10,23):
El texto de la carta a los Hebreos quiere recoger algo de esta tradición de la Ascensión como exaltación definitiva de Jesucristo resucitado para interceder por nosotros delante de Dios. Bajo el simbolismo del Sumo Sacerdote eterno, que no necesita ofrecer continuamente sacrificios, como en la Antigua Alianza, su Ascensión es un beneficio incalculable para nosotros, porque con Él siempre podemos estar delante de nuestro Dios, dándole gracias o pidiéndole piedad y misericordia por nuestros pecados, con la seguridad de que todo eso se nos concede. Es una forma de interpretar la Ascensión, aunque la carta a los Hebreos no use esa terminología.



O bien Efesios 1,17-23: A la derecha de Dios
Se nos muestra una plegaria de intercesión (vv. 17-19); la confesión cristológica (vv. 20-22) y un apunte eclesiológico (v. 23). Debemos resaltar de este texto de Efesios la intervención de Dios en Cristo para poner todo bajo sus pies. Para ello lo ha debido “sentar a su derecha en el cielo”. Es la expresión bíblica que apunta justamente a la exaltación como resultado de la Ascensión. Es una fórmula que se inspira, sin duda, en el Sal 110,1 como “entronización” y que apunta a que desde ese momento Cristo ya tiene el mismo poder soteriológico o salvador de Dios, incluso siendo hombre. Sería otros de los aspectos teológicos de lo que puede significar la Ascensión.

Fray Miguel de Burgos, O.P.
mdburgos.an@dominicos.org

Pautas para la homilía


Mirar al suelo y al cielo

Cuentan que la primera Iglesia cristiana en el monte Olivete de Jerusalén tenía un boquete abierto en el techo para ver el cielo… Los cristianos sabemos que tenemos que vivir con los pies bien puestos en la tierra. No nos gusta que nos acusen de evadirnos de este mundo: “¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?” Pero poco podríamos hacer por nosotros mismos y por el mundo si no mirásemos hacia el horizonte de plenitud al que Dios nos llama. Mirar al cielo es mirar hacia la promesa última del Padre en Jesucristo, a una plenitud de vida y amor en comunión con Dios y sus criaturas. Ciertamente la esperanza del cielo no nos exime de nuestras responsabilidades sino, que nos revela el horizonte hacia el que encaminar nuestros pasos y nos impulsa a vivir como Aquel que pasó haciendo el bien y a quien Dios resucitó, confirmando su actuación y su mensaje.

“Subir al cielo” expresa la llegada definitiva a la presencia de Dios. Así, la Ascensión del Señor cierra el ciclo de la presencia pública de Jesús en el mundo y abre un nuevo modo de presencia: desde ahora tendrá el mismo modo de presencia que el misterio de Dios. Por eso la Ascensión no se interpreta como lejanía ni ausencia, ni es vivida por sus discípulos como una triste despedida. Ahora su presencia es más profunda, constante, intensa, íntima. San Pablo afirma en su carta a los Efesios que lo que celebramos de Jesús es lo que aguardamos para toda la Iglesia, su cuerpo, pues estamos unidos a Él.



"La esperanza a que os llama"

La esperanza cristiana del cielo no es una esperanza corta de miras, ciertamente es ambiciosa: es la esperanza última y radical de la felicidad eterna. Un Pablo entusiasmado nos habla de una “plenitud del que lo acaba todo en todos”. No se apoya esta esperanza en nuestros deseos de omnipotencia, sino en la promesa de Dios cumplida y revelada en Jesucristo. Bien sabemos lo frágiles y débiles que somos los humanos, no podemos esperar alcanzar sólo los frutos de nuestros esfuerzos por más que estos sean necesarios para alimentar la esperanza. Esperamos lo gratuito de Dios, su amor más allá de nuestros esfuerzos y conquistas, el cumplimiento de su promesa última que nos supera en imaginación.

Algunos insisten en no hablar del cielo con detalles pues estas articulaciones son reflejo del pensamiento de cada época o de la imaginación… Lo mejor sería hablar del cielo, sin descripciones, como objeto de esperanza radical, como consumación de esta vida en la plenitud de la nueva vida, horizonte siempre más allá, pero hacia el que peregrinamos y que en múltiples sentidos podremos saborear en esta vida y que tendremos que esforzarnos en alcanzar palmo a palmo. Para el pensamiento clásico cada aparición de un nuevo orden del ser requería una específica intervención divina. Así, la consumación de la nueva humanidad -expresa como el “cielo”- es el regalo gratuito de Dios que aguardamos y que sólo a Él corresponde desvelar. Seguramente que a nadie nos gusta que nos estropeen antes de tiempo la sorpresa de un regalo. Por ello lo mejor es hablar del cielo sólo como objeto de esperanza radical: como la sorpresa de un nuevo regalo de Dios.

Sin horizonte y sin meta no se camina. En la fiesta de la Ascensión contemplamos a Jesús en el cielo como el horizonte que nos impulsa a caminar, a prolongar su estilo de vida y su Reino y que nos motiva a seguir comprometiendo nuestra fe en la construcción de un mundo mejor y a mantener vivo el estilo evangélico. Sin meta, no se camina. Si no se camina, no se va a ninguna parte.



La soledad de la Ascensión y María

Bellamente supo expresar fray Luis de León en su Oda “En la Ascensión” la soledad de quienes perciben que Jesús les ha dejado aunque sea en la esperanza de que “volverá como le habéis visto marcharse”: “¿Y dejas, Pastor santo, tu grey en este valle hondo, escuro, con soledad y llanto…? Cuán tristes y solos, ay, nos dejas”. Sabemos que no nos deja solos, sino que se trata de un nuevo modo de presencia: nada más y nada menos que el modo de presencia de Dios. Pero también sabemos del claro-oscuro de la presencia divina, tan inconfundible como oscura. Una presencia misteriosa que tiene interesantes vínculos con la experiencia de la soledad.

La soledad es ambivalente: hay una soledad mala que empobrece y destruye al individuo y hay una soledad enriquecedora que ayuda a crecer. Unas personas sufren la soledad. Otras, la buscan. Lo que parece claro es que podemos hacer de la soledad algo muy positivo. Nos ayudará a serenarnos, a meditar en nuestra vida, a descubrirnos más auténticamente, a escuchar lo que hay en nosotros, a acoger la vida que brota. Esta soledad nos ayuda a madurar, a acoger mejor a los otros, a atender más y mejor a las necesidades del prójimo y a descubrir los profundos lazos que nos unen a los demás.

En ese silencio interior vive el creyente la presencia del Espíritu de Dios. Y así nos lo enseña una vez más, como nadie, María a quien invocamos y recordamos de manera especial en el mes pascual de mayo. Ella es nuestra Madre porque es modelo para nosotros de fe y de soledad. Ella confía plenamente y en la soledad descubre su enraizamiento en Dios, que está habitada por el Espíritu, que en el silencio y la soledad Dios nos trabaja por dentro, nuestra persona se recupera, crece nuestra paz interior, nuestra vida se unifica. Y nos preparamos para mejor relacionarnos y comunicarnos con los demás.

Tal vez ella, como madre, sufrió la separación de su hijo. Pero, como primera creyente y modelo de creyente, aprendió como nadie a ver a su hijo de otra manera, a descubrirle habitando todo su corazón de madre por el Espíritu, a gozar su soledad porque estando sola no se encontraba sola sino llena del Espíritu del Señor.

En la Ascensión, Jesús no nos deja solos, sino que comparte la vida de Dios para poder estar lo más cerca posible de nosotros: como Espíritu que nos habita, nos acompaña y nos conduce. Pero nosotros tenemos que esforzarnos en hacerle sitio en nuestra vida, en acogerlo, en ir haciendo nuestro su estilo de vida de amor, servicio, entrega… de ayuda y perdón, porque con estas actitudes vamos haciendo un lugar mayor y un sitio mejor a su Espíritu. El nos conduce si nos dejamos conducir, si nos decidimos a hacer su camino, a seguir su estilo de vida. Por ello, el Evangelio remite a los discípulos a la vida: no miréis al cielo… volved a la vida. Ahí, en el camino siguiéndole, es donde experimentaremos que su Espíritu nos habita. María vive su soledad confiadamente, sin estar nunca sola: porque es la llena de gracia y de Espíritu Santo.

Javier Carballo OP
jcarballo@dominicos.org


13.

Nexo entre las lecturas

En la solemnidad de la Ascensión el conjunto de la liturgia parece decirnos: Misión cumplida, pero no terminada. En el evangelio Lucas resalta el cumplimiento de la misión: misterio pascual y evangelización universal.

La narración del libro de los Hechos se fija principalmente en la tarea no terminada: seréis mis testigos...hasta los confines de la tierra; este Jesús...volverá...

Finalmente, la carta a los Hebreos sintetiza en el Cristo glorioso, sumo sacerdote del santuario celeste, la misión cumplida (entró en el santuario de una vez para siempre), pero no terminada (intercede ante el Padre en favor nuestro...vendrá por segunda vez...a los que le esperan para su salvación).


Mensaje doctrinal

1. Jesucristo puede irse tranquilo. La Ascensión no es ningún momento dramático ni para Jesús ni para los discípulos. La Ascensión es la despedida de un fundador, que deja a sus hijos la tarea de continuar su obra, pero no dejándolos abandonados a su suerte, sino siguiendo paso a paso las vicisitudes de su fundación en el mundo mediante su Espíritu.

Cristo puede irse tranquilo, porque se han cumplido las Escrituras sobre él, y los discípulos comienzan a comprenderlo. Cristo puede irse tranquilo, no porque sus hombres sean unos héroes, sino porque su Espíritu los acompañará siempre y por doquier en su tarea evangelizadora.

Puede irse tranquilo Jesucristo, porque los suyos, poseídos por el fuego del Espíritu, proclamarán el Evangelio de Dios, que es Jesucristo, a todos los pueblos, generación tras generación, hasta el confín de la tierra y hasta el fin de los tiempos.

Cristo puede irse tranquilo, porque ha cumplido su misión histórica, y ha pasado la estafeta a su Espíritu, que la interiorizará en cada uno de los creyentes.

Cristo puede irse tranquilo, porque los discípulos proclamarán el mismo Evangelio que él ha predicado, harán los mismos milagros que él ha realizado, testimoniarán la verdad del Evangelio igual que él la testimonió hasta la muerte en cruz.

Puedes irte tranquilo, Jesús, porque tu Iglesia, en medio de las contradicciones de este mundo, y a pesar de las debilidades y miserias de sus hijos, te será siempre fiel, hasta que vuelvas.


2. Irse de este mundo quedándose en él. Todo hombre siente en su interior, a la vista de la muerte, el deseo intenso de quedarse en el mundo, de dejar en él algo de sí mismo, de marcharse quedándose.

Dejar unos hijos que le prolonguen y le recuerden, dejar una casa construida por él, un árbol por él plantado, dejar una obra -no importa si grande o pequeña- de carácter científico, literario, artístico... Jesucristo, en su condición de hombre y Dios, es el único que puede satisfacer plenamente este ansia del corazón humano.

Él se va, como todo ser histórico. Pero también se queda, y no sólo en el recuerdo, no sólo en una obra, sino realmente. Él vive glorioso en el cielo, y vive misterioso en la tierra.

Vive por la gracia en el interior de cada cristiano; vive en el sacrificio eucarístico, y en los sagrarios del mundo prolonga su presencia real y redentora.

Vive y se ha quedado con nosotros en su Palabra, esa Palabra que resuena en los labios de los predicadores y en el interior de las conciencias.

Se ha quedado y se hace presente en el papa, en los obispos, en los sacerdotes, que lo representan ante los hombres, que lo prolongan con sus labios y con sus manos.

Se ha quedado Jesús con nosotros, construyendo con su Espíritu, dentro de nosotros, el hombre interior, el hombre nuevo, imagen viviente suya en la historia.

La presencia y permanencia de Jesucristo en el mundo es muy real, pero también muy misteriosa, oculta, sólo visible para quienes tienen su mirada brillante como una esmeralda e iluminada por la fe.


Sugerencias pastorales

1. Cristo se ha quedado con nosotros. En la vida humana tenemos necesidad de una presencia amiga, incluso cuando estamos solos.

Una presencia real: la esposa, los hijos, un pariente, un compañero de trabajo, un vecino de casa...O al menos una presencia soñada, imaginaria: el recuerdo de la madre, la imagen del amigo del alma, el pensamiento del hijo que vive en otra ciudad o en otro país...

Esa presencia real o soñada nos conforta, nos consuela, nos da paz, nos motiva. Cristo se ha quedado con cada uno y con todos nosotros. La suya es una presencia real y eficaz, bien que no visible y palpable.

Una presencia de amigo que sabe escuchar nuestros secretos e intimidades con cariño, con paciencia, con bondad, con misericordia y con amor; que sabe igualmente escuchar nuestras pequeñas cosas de cada día, aunque sean las mismas, aunque sean cosas sin importancia; que sabe incluso escuchar nuestras rebeliones interiores, nuestros desahogos de ira, nuestras lágrimas de orgullo, nuestros desatinos en momentos de pasión...

Cristo se ha quedado contigo, a tu lado, para escucharte. La presencia de Cristo es también una presencia de Redentor, que busca por todos los medios nuestra salvación. Está a nuestro lado en la tentación, para darnos fuerza y ayudarnos a vencerla.

Es nuestro compañero de camino cuando todo marcha bien, cuando el triunfo corona nuestro esfuerzo, cuando la gracia va ganando terreno en nuestra alma. Está con nosotros en el momento de la caída, en la desgracia del pecado, para ayudarnos a recapacitar, para echarnos una mano al momento de alzarnos.

Cristo se ha quedado contigo para salvarte. ¿Piensas de vez en cuando en esa presencia estupenda de Cristo amigo y Redentor?


2. La liturgia de la vida diaria. Cristo, como sacerdote de la Nueva Alianza, ha ofrecido su vida día tras día sobre el altar de la cotidianidad, hasta consumar su ofrenda en la liturgia de la cruz.

Con la Ascensión, nuestro sumo sacerdote ha partido de este mundo. Nosotros, los cristianos, pueblo sacerdotal, asumimos su misma tarea de consagrar el mundo a Dios en el altar de la historia.

Para el cristiano cada acto es un acto litúrgico, cada día es una liturgia de alabanza y bendición de Dios. No hay ninguna actividad de la vida diaria de los hombres que no pueda convertirse en hostia santa y agradable a Dios.

Por tanto, nos dice la constitución dogmática sobre la Iglesia del Vaticano II, todos los discípulos de Cristo, en oración continua y en alabanza a Dios, han de ofrecerse a sí mismos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cf Rom 12,1) (LG 10).

Por el bautismo, que nos introdujo en el pueblo sacerdotal, estamos llamados a confesar delante de los hombres la fe que recibimos de Dios por medio de la Iglesia. En cuanto miembro del pueblo sacerdotal confieso mi fe en casa, ante mis hijos o ante mis padres.

Con mi postura y con mi palabra confieso mi fe en una reunión de amigos o de trabajo. Como partícipe del sacerdocio bautismal, pongo mi fe por encima y por delante de todo, y hago de ella el metro único de mis decisiones y comportamientos. ¿Es ya mi vida una liturgia santa y agradable a Dios? ¿Es éste mi deseo más íntimo y mi más firme propósito?

P. Antonio Izquierdo


14.

Con esta solemnidad se nos da la respuesta a este interrogante: ¿Cómo acabó el destino de Jesús? Con su Ascensión al cielo, sentándose a la derecha de Dios. Son expresiones simbólicas y teológicas para revelarnos y decirnos los misterios de Dios en Dios. Jesucristo goza del estado del Señor-Dios, disponiendo de poderes divinos: "sentado a la derecha de Dios- Padre, todopoderoso".

Sentimos también el deseo y la tentación de preguntarnos:
1- ¿Y cómo va acabar nuestro destino?.
2- Y como nos gusta este pequeño planeta en que vivimos y este universo gigantesco e inconmensurable, que habitamos, no podemos dejar de interrogarnos: ¿Y cómo va a terminar todo este mundo-universo?
Con una
"ascensión" también. ¿Cuál va a ser el final, entonces, de la "novela" de mi vida"? ¿Y qué pasará al final? ¿Y al mundo, al cosmos?.

Las ultimidades, lo último que nos va a acontecer, o postrimerías, (el postre que se sirve y se comed al final de la comida) siempre despiertan en nosotros el interés, la curiosidad y no están exentas de una cierta inquietud o expectación.
Cuando empezamos a leer una novela muy interesante, no nos podemos contener y caemos en la tentación de leer presto el último capítulo para conocer el final y saber el desenlace. Nos gusta e interesa conocer el fin de las cosas y de los acontecimientos.

Esta Eucaristía, que vamos a celebrar nos trae la respuesta de cuál va a ser el desenlace de la novela de nuestra vida. El final será una ascensión, un triunfo: sentirte por encima de tus preocupaciones, angustias, miserias y pecados de tu vida. Vivir la esperanza más plena en el hoy de tu vida. Ser, en una palabra, un hombre de esperanza.

Jesucristo, ha subido el primero y ha subido también a prepararnos sitio. Nuestras asambleas eucarísticas a través del planeta tierra, prefiguran, profetizan, anuncian y preparan esa gran asamblea final, escatológica, en torno al Señor glorificado y triunfador del pecado y de la muerte. Hoy, estamos ensayando ese final en este gran teatro del mundo, que dijera Calderón de la Barca, el gran dramaturgo español.

Lo de aquí abajo es provisional, pero necesario para nuestro ensayo de cada día. Es la tramoya del escenario. Lo de aquí abajo, en palabras de Santa Teresa, es tan solo "una mala noche en una mala posada". Lo de allá arriba, no son posadas; son mansiones, palacios, moradas y es Dios quien nos recibe; no un simple posadero.

El relato de los Hechos sobre este misterio de la Ascensión del Señor, es de inspiración cósmica y misionera y lleno de simbolismos: "Dejándose ver de ellos durante cuarenta días y hablando de las cosas del Reino de Dios", hemos leído en los Hechos. Los cuarenta días deben ser comprendidos en el sentido de un último tiempo de preparación, pues el número cuarenta designa siempre en la Biblia un periodo de espera y de preparación, no son una medida cronológica.

La Resurrección no es, pues, un final, sino un preámbulo de una nueva etapa del Reino de Dios, constituida:

1º, por la estancia de Cristo sentado a la derecha del Padre, desde su

Ascensión, su triunfo.
2º, por la responsabilidad de la misión evangelizadora de toda la Iglesia:

"Id por todo el mundo y predicad el Evangelio, haciendo discípulos

de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del

Hijo y del espíritu Santo. y enseñándoles a guardar todo lo que os he

mandado".

"Después de hablarles, el Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la

derecha de Dios".

Ellos y nosotros, cristianos, debemos ser señales, faros de la fe con vistas al juicio al final de los tiempos. Y con este talante comenzó la actividad misionera de la Iglesia: "ellos se fueron, predicando por todas partes, cooperando con ellos el Señor y confirmando su palabra con las señales consiguientes", pues el mismo Señor les llenó de confianza al prometerles: "Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo". Con ellos, a los que dejó su mandato de pastorear el nuevo Pueblo de Dios, su Iglesia universal, convertida en su propio cuerpo místico, del que será Él la cabeza.

Escogidos, designados, LLAMADOS, no por su sabiduría, no por su inteligencia, no por su torpeza en creer y confiar, no por su riqueza, no por su poder. "A los que Él quiso los llamó para estar con Él y enviarlos después". Después les ORDENÓ lo que tenían que hacer y su ORDEN se convirtió en Sacramento, el Sacramento del ORDEN, de lo que les ordenó, que fue Evangelizar, bautizar y perdonar los pecados

Ellos son los guías, los pastores, sepan mucho o sepan poco, porque el que conduce y guía y sabe, es el Espíritu Santo, Sabiduría plena de Dios, que les ha prometido Jesús enviará y les enseñará todo lo que ahora no comprenden. Ellos son la columna vertebral de su Cuerpo místico, la Iglesia, Nuevo Pueblo de Dios; ellos son su jerarquía, porque tienen la inspiración y la sabiduría de Dios, prometida. Deberán consultar a los sabios y prudentes teólogos, pero éstos no pueden tener nunca la última palabra, sería palabra de sabiduría de hombre, pero no sería la sabiduría de Dios prometida a los que Él eligió para pastorear y guiar la Iglesia. Obran, gobiernan con poder divino. En griego se dice jerar-quía.
Es una garantía de Dios a la Humanidad, para que no se pierda por senderos y atajos de sabiduría humana, que no llevan a ninguna parte y en cambio, que tenga la seguridad y tranquilidad que la conducen por el CAMINO, que es el mismo Jesús, Camino, donde se encuentra la VERDAD y la VIDA:

Dios les ha enviado el Espíritu, que es la fuente y origen de la misión de la Iglesia. Su Espíritu, que es el amor mutuo y pleno del Padre y del Hijo, su amor, su Espíritu Santo está con nosotros "todos los días hasta el final de los tiempos", hasta el final de esta colosal obra de la Redención. No nos debemos atrever a juzgar esta obra gigantesca, que apenas acaba de comenzar.

En la lectura de las primeras páginas de una novela, a veces, nos desanimamos, nos resulta algo pesado y hasta estamos tentados de dejar su lectura. Hay que saber esperar, "porque la paciencia todo lo alcanza"

Nos ocurre en nuestra vida, que queremos abandonar todo, cuando se nos echa encima cualquier contrariedad, cualquier accidente, fracaso, malhumor o dificultad de cualquier tipo, también intelectual. No es posible que Dios exista, nos decimos, y permita estas cosas, estas calamidades, estas guerras, en más de veinte o treinta países en este momento; estos crímenes y asesinatos por miles, por millones y sin sentido, ni explicación.

Sí, es verdad, que, a veces, son terribles y difíciles, determinadas situaciones de la vida; pero esperad, aguardad un poco y tened paciencia, que es virtud y que todo lo alcanza... No juzguéis hasta haber contemplado el final, hasta que conozcáis el bien que Dios es capaz de sacar de todo este mal y dolor; que la madre, con dolor, da a luz, pero todo lo olvida, cuando la luz, la vida de su hijo la tiene entre sus brazos.

Jesús, el Señor, el Cristo, puso su confianza en Dios-Padre y Dios-Padre sacó de su Pasión y Muerte, de su descalabro, la mayor de las victorias: la Resurrección y el triunfo, sellado en la Ascensión.

Sólo Cristo es el que ahora vive para siempre. Sólo vivirá y subirá allá arriba aquella parte de nosotros mismos que se haya hecho viviente en Cristo, lo que se le haya ofrecido, lo que se haya hecho suyo en nuestras vidas, en nuestros afectos y en nuestros bienes, lo que de verdad, tengamos de cristianos.

La Ascensión es un revulsivo para nuestra pasividad, que lo espera todo del cielo, con los brazos cruzados, sin hacer nada. Por eso se le ha acusado a la religión de ser adormidera u "opio del pueblo"; lo adormece. Esa actitud llena de nostalgia y pasividad, con la que queremos alcanzar el cielo sin trabajarlo en la tierra, queda bien reflejada en aquellos versos de Fray Luis de León.

"¡Y dejas, Pastor santo, tu grey en este valle

hondo, oscuro, con soledad y llanto;

y tú, rompiendo el puro aire, te vas al inmortal seguro?

¡Ay!, nube envidiosa, aun de este breve gozo, ¿qué te aquejas?

¿ Dónde vas presurosa? ¡Cuán rica tú te alejas ¡

- Cuán pobres y cuán tristes, ay, nos dejas!.

A este respecto, es muy significativa la advertencia de los ángeles, que invitan a los discípulos y apóstoles a no quedarse mirando embobados al cielo. Que se pongan en marcha, realizando la "misión"; que el mundo entero los espera: " Varones galileos, ¿qué hacéis ahí plantados, mirando al cielo? Mirad a la tierra, haced mundo, que os he dejado riquezas, herramientas y tiempo necesarios, para que llevéis adelante esta misión maravillosa y salvadora de la Evangelización, como expresa León Felipe:

- "Aquí vino y se fue.

- Vino, nos marcó nuestra tarea,

- y se fue.

- Aquí vino y se fue.

- Vino, llenó nuestra caja de caudales,

- con millones de siglos y de siglos.

- Nos dejó unas herramientas

- y se fue.

- Aquí vino y se fue".

La Ascensión es la fiesta de la tierra: "¿Varones galileos, qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?". Donde hay que mirar es a la tierra.

La "misión" de la Iglesia se ha puesto en marcha. Ha nacido nuestro compromiso con la tierra y sus habitantes. No hay que huir del mundo, ni de la gente. No hay que huir, pero tampoco dominar, subyugar, como lo han hecho, a veces, algunos cristianos, sino encontrar. La misión es un encuentro de los hombres entre sí, descubriéndose "hermanos", porque a la vez han puesto su confianza en esta gran revelación: Dios es Padre: Padre del Hijo y Padre de toda la humanidad.

¿Qué parte me corresponde a mí en esa misión como padre, como madre, como hijo, sacerdote, religioso/a, profesional, estudiante...? ¿Me he responsabilizado de ella? ¿Me he puesto en marcha, o sigo con los brazos cruzados y el espíritu pasivo, pasmado, mirando no sé a dónde?

En cada una de las misas, un poco de nuestro mundo pasa a formar parte del otro. En cada una de las Misas tiene lugar la ascensión de un poco de tierra al cielo. Que demos hoy con decisión y esperanza ese paso adelante. Y que corrijamos la nostalgia de Fray Luis de León, del: "cuán pobres y cuán tristes tu nos dejas", por la esperanza, optimismo y entusiasmo, al decirnos a nosotros mismos: "cuán ricos, cuán alegres hoy nos dejas". "Porque vino, llenó nuestra caja de caudales, con millones de siglos y de siglos; nos dejó unas herramientas y se fue".

Llenaros de esperanzas, que todas las ilusiones de grandeza y trascendencia, serán cumplidas. Él es el camino inconfundible y la puerta está ya abierta. Allá arriba ha subido y acaba de pasar.

–Hoy nos toca trabajar en este mundo. Hoy nos toca trabajar en esta tierra, para que seamos y nos sintamos hermanos. Mañana será nuestro triunfo con Cristo. Y ahora, en la celebración de esta Eucaristía, comencemos a subir un poco más con María en su Asunción, que es la nuestra.

  • AMEN

  • P. Eduardo Martínez Abad, escolapio

  • edumartabad@escolapios.es


  • 15. FLUVIUM 2004

    Esperando la Fuerza de lo Alto

    Hoy celebramos la Ascensión de Jesús a los cielos. Después de vivir entre los hombres y una vez cumplida hasta el final la misión para la que el Hijo de Dios tomó carne de María, la Virgen, se elevó al Cielo en presencia de sus discípulos. Concluye así la presencia visible de Jesucristo entre los hombres, aunque no, desde luego, su acción en el mundo, como bien se desprende de sus palabras, que hoy ofrece la Iglesia a nuestra consideración.

    Aquel día el Señor, antes de abandonar físicamente a los discípulos, hizo un breve resumen de lo que había sido su tarea durante su vida terrena, recordando los momentos más decisivos para nuestra salvación. Con gran concisión, pero con toda exactitud, manifiesta lo que espera de ellos, el sentido de la misión que les encomienda y la fuerza que están a punto de recibir para ser capaces de llevarla a cabo.

    Se había cumplido ya con su muerte y resurrección la profecía anunciada por el mismo Dios inmediatamente después del primer pecado: que para lo que había sido el único verdadero mal del hombre vendría un Salvador, el Mesías. Pues quiso Dios que el hombre, creado a su imagen y semejanza y con capacidad de amarle, pudiera salvar el inmenso abismo que, al haber pecado, lo alejaba de Él y del Paraíso de su intimidad que le tenía reservado. Ese primer pecado y los demás que son consecuencia de nuestra acción libre y de la debilidad causada por aquél, eran el verdadero mal que pesaba sobre los hombres, muy superior a todas las demás desgracias humanas. Pero ya estaban abiertas las puertas del Cielo; pues, al hacerse hombre el Hijo de Dios, pudo merecer de modo infinito y reparar, por su Pasión y muerte, el pecado humano. Así, pues, aunque con el pecado ofendemos a Dios y lo perdemos, siendo nuestro único verdadero bien, gracias al amor divino manifestado en Jesucristo, podemos ser perdonados si, arrepentidos, aceptamos la conversión que nos ofrece.

    No comprendieron los judíos la Salvación que Dios brinda a los hombres. Esperaban sólo un remedio a sus males terrenos. Tenían puesta la esperanza en un libertador que los sacara de la opresión política que padecían y les diera un gran bienestar material. Tendría que ser, en ese caso, un gran guerrero, un rey revestido de poderío y riquezas... De un mesías así se sentirían orgullosos, le seguirían seguros, pues en poco tiempo –pensaban– se verían libres por él de tantas desgracias materiales que les oprimían y consideraban indignas para el pueblo elegido por Dios. Más de una vez le echaron, por ejemplo, en cara –sin fundamento, por otra parte– la bajeza de su linaje: ¿no es este el hijo de José?... Pensaban que de la familia de un artesano no cabía esperar gran cosa.

    Tuvo que hacer milagros sin cuento para mostrar su naturaleza divina, probando así que era superior a cuantos profetas le precedieron: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan sanos y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se anuncia el Evangelio. De esta manera respondió a los que le preguntaron de parte del Bautista si era Él al que esperaban. Y, más tarde: las obras que me ha dado mi Padre para que las lleve a cabo, las mismas obras que yo hago, dan testimonio acerca de mí, de que el Padre me ha enviado. (...) Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, creed en las obras, aunque no me creáis a mí, para que conozcáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre. (...) Y, por fin: Si no hubiera hecho ante ellos las obras que ningún otro hizo, no tendrían pecado; sin embargo, ahora las han visto y me han odiado a mí, y también a mi Padre.

    Seamos nosotros francos. A poco sinceros que somos reconocemos la maldad de nuestra vida. ¡De cuántas formas vemos a diario que deberíamos comportarnos mejor porque el Señor lo espera!: en casa, en el trabajo, con los amigos, en nuestro trato con Dios...; y, sin embargo, dejamos pasar esas oportunidades cediendo al capricho y no amando a Dios. Hasta le ofendemos –y nos damos cuenta– tantas veces de modo expreso, tan pobre es nuestra condición. Nos sucede lo que a los que vieron los milagros y escucharon las palabras del mismo Cristo: nos consta que es Dios quien nos pide esa otra conducta más heroica; y, sin embargo, nuestras obras por el Señor no se corresponden a las suyas por nosotros.

    Quizá nos sucede a estas alturas, con años ya de vida de fe, lo que a los discípulos del Señor: que aún después de su muerte, después de que les perdonara haberle abandonado y habiéndole visto gloriosamente resucitado, necesitan ser vitalizados con el mismo Espíritu de Dios, con el Espíritu Santo. Es preciso que sean revestidos de la fuerza de lo alto, según su promesa, que hoy recordamos, para llevar a cabo lo que Dios, que los envía, espera de ellos.

    Mientras aguardamos, pue, la Solemnidad de Pentecostés, que, Dios mediante, celebraremos el próximo domingo, nos encomendamos con más fuerza al Paráclito en los días de su Decenario que asimismo estamos celebrando.

    Con la ayuda de nuestra Madre, Esposa de Dios Espíritu Santo, sabremos proponernos alguna invocación como la del himno...: Infunde amorem cordibus!, ¡llena de amor los corazones!, ¡llena de Amor Tuyo mi corazón!


    16. CLARETIANOS 2004

    ¡El Cielo!

    Tras su muerte y resurrección Jesús entra en una nueva situación, en un nuevo estado o forma de vida, en un nuevo espacio, en una nueva e incomprensible temporalidad o eternidad. ¡A todo ésto lo llamamos CIELO! El Cielo es indefinible, inimaginable, misterioso. Es una creencia, no una evidencia. Lo que aquí en la tierra percibimos, después de la muerte de un ser humano, es la descomposición progresiva de su cuerpo y la pérdida social de su memoria e influjo, incluso entre aquellos que le fueron más cercanos. Lo que imaginamos, movidos por nuestra fe, en el más allá de cada persona, es una situación misteriosa, posmortal, dirigida por el Dios misterioso.

    Jesús empleó muchas veces la palabra "cielo". Él nos decía que en el cielo se cumple perfecta y totalmente la buena voluntad de Dios. El cielo es el trono de Dios o la sede de su dominio y su reinado (Mt 5,34; 23,22). Del cielo -nos dijo Jesús- que él mismo había bajado y, por eso, se autodenominaba "Pan del cielo". Del cielo baja el Espíritu Santo -que se derrama sobre Jesús en forma de paloma, o sobre los discípulos y discípulas el día de Pentecostés forma de fuego y viento impetuoso-. Del cielo bajan los ángeles que anuncian y que consuelan, las voces de Dios que manifiestan el sentido de lo que acontece. El cielo es el punto de mira referencia cuando Jesús o sus discípulos oran: "levantan los ojos hacia el cielo".

    El gran sueño de Jesús consistía en unir cielo y tierra, en interrelacionarlos, de modo que todo el cielo se hiciera presente en la tierra, la nueva Jerusalén en esta ciudad terrena. Jesús soñaba que todo fuera "así en la tierra como en el cielo".

    Podríamos dejar correr la fantasía para imaginarnos el cielo. Pablo nos advierte que "ni el oído oyó, ni el ojo vio, ni el corazón humano puede imaginar, lo que Dios tiene reservado a los que ama" (1 Cor 2,9). Cualquier ejercicio de imaginación podría convertirse incluso en una tortura, por nuestra incapacidad de imaginarnos lo que excede nuestras categorías de tiempo y espacio. Por eso, ¡no imaginemos lo inimaginable!, pero dejémonos caer rendidos y confiados en manos de nuestro Dios. En Él está nuestro misterioso futuro. Él nos asegura que algo hay en nosotros que nunca morirá y que tiene vida eterna: ¡es el amor, que nunca pasa y al que nunca renunciaremos!

    Jesús ascendió al Cielo. Allí está a la derecha de Dios Padre. Allí ha ido para seguir siendo nuestro salvador. No nos abandona, ni nos deja huérfanos. Desde allí, nuestro buen Pastor, cuida de nosotros, intercede por nosotros, nos prepara la morada. Desde allá viene y se hace presente entre nosotros, como Señor que todo lo puede, que no se arredra ante nada. Desde allá, desde el cielo, viene en cada Eucaristía, en la Palabra, en la Iglesia-su-Cuerpo, en los hermanos que se aman, en los más necesitados, que requieren nuestra ayuda.

    ¡Qué cerca tenemos el cielo! El cielo está de nuestra parte. En él tenemos nuestra morada, nuestro estado definitivo, nuestro destino irrevocable.

    El cielo no es inaccesible. Estamos conectados al cielo. Sólo nos hace falta sensibilidad, capacidad de conexión. La oración, la contemplación, nos lo permite. La desconexión, sin embargo, nos lleva a olvidar ese futuro que nos espera y que ahora da sentido a nuestros "dramáticos presentes". Aunque estemos enfermos, no estamos desahuciados. Aunque suframos, no es el sufrimiento nuestro último destino. Aunque experimentemos el infierno, este infierno es solo antesala del cielo.

    ¿No es hoy un día para recuperar la sonrisa, y la esperanza y renovar nuestra loca confianza en el Dios que nos pide -como unos padres a su niñito que comienza a dar sus primeros pasos- que no temamos y que le sigamos.

    JOSÉ CRISTO REY GARCÍA PAREDES?
     


    17. IVE 2004

    solemnidad de la ascensión del señor

     (Ciclo C)

     


    Textos Sagrados

     

    Primera Lectura: Hch. 1, 1—11
     

    Salmo: Sal 46, 2-3. 6-7. 8-9 (R.: 6)

     

    Segunda Lectura:  Ef. 1, 17-23. O bien, en el presente año C: Heb. 9, 24-28; 10, 19-23
     

    Evangelio: Lucas 24, 46-53

    En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:               

    —«Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto.»

    Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo.

    Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.

     


     

    Comentarios Generales
     

    Hechos 1, 1-11:

     San Lucas nos ha dejado dos relatos de la Ascensión del Señor: Act 1, 1-11 y Lc 24, 50-53:

     - Tanto en su Evangelio como en los Hechos, la Ascensión es la culminación, la meta en la carrera del Mesías-Salvador. El intermedio de cuarenta días que corren entre la resurrección y la Ascensión gloriosa es sumamente provechoso para la iglesia: a) El Resucitado, con reiteradas apariciones, deja a los discípulos convencidos de que ha vencido a la muerte (v 3a). b) A la vez completa con sus instrucciones y sus instituciones el “Reino” = La iglesia (3b). c) Y les promete el inmediato Bautismo de Espíritu Santo, para el que deben disponerse.

     - Todavía los Apóstoles sueñan con su “Reino Mesiánico” terreno y político (v 6). Jesús insiste en orientarlos hacia el Espíritu Santo.  Van a recibir el “Bautismo” del Espíritu Santo; y con él: a) Luz para comprender el sentido espiritual del “Reino”; b) Humildad para ser instrumentos dóciles al Padre (v 7); c) Vigor y audacia para ser los Testigos del Resucitado en Palestina y hasta los confines del orbe (v 8).

     - La “Nube” (v 9) es el signo tradicional en la Escritura que vela y revela la presencia divina (Ex 33, 20; Nm 9, 15). En adelante sólo veremos al Maestro velado: en fe y en signos sacramentales. Esta partida no deja tristes a los Apóstoles. Saben que el Resucitado Glorificado queda con ellos con una presencia invisible, pero íntima, personal, espiritual. 

    Efesios 1, 17-23: 

    Sobre la base del suceso histórico de la Ascensión nos da Pablo una rica teología del mismo: 

    - Para entender la gloria con la que el Padre de la Gloria ha glorificado a Cristo, y de la que vamos a ser copartícipes, es necesario tener los ojos del corazón iluminados por la luz del Espíritu Santo. 

    - A esta luz sabemos que Cristo Resucitado está a la diestra del Padre; es decir, comparte con el Padre honor y gloria, poder y dominio universal. Es la plenitud cósmica, premio que el Padre otorga al Hijo que se encarnó y humilló hasta la muerte a gloria del Padre (Flp 2, 11). 

    - Y sobre todo, a esta luz sabemos de otra plenitud y soberanía que ejerce Cristo a la diestra del Padre: Es la “Capitalidad” de Cristo, su acción salvadora y santificadora que ejerce sobre todos los redimidos. Cristo, que es la “Plenitud de Dios” (Col 1, 19), hinche de su vida divina a la Iglesia. Y con ello, está, colmada de vida y gracia por Cristo, que es su Cabeza, puede ser, a su vez, digno Cuerpo y Plenitud de Cristo. Cristo, en quien reside la gracia salvífica y divinizadora (Plenitud de Dios), la diluvia sobre su Iglesia (=su Cuerpo-su Esposa). Y mediante la Iglesia (Sacramento de Cristo), la gracia de Cristo llega a todas las almas. Con esto la Iglesia se convierte en Plenitud y Complemento (= Pleroma) de Cristo. Cristo es, pues, Plenitud de la Iglesia; es su Cabeza y jefe, su Piedra fundamental y angular, su Esposo y su Salvador. Y la Iglesia es Plenitud de Cristo = es su Cuerpo y su Pueblo, su Edificio, su Esposa; la Esposa que Él se elige y hermosea para que sea su gozo y su gloria. 

    Lucas 24, 46-53: 

    También en su Evangelio nos narra Lucas la Ascensión del Señor, bien que más compendiosa que en Hechos; en el Evangelio la presenta en la perspectiva de la jornada de la Resurrección y como apoteosis triunfal del Resucitado. Para Cristo es la jornada más feliz. Y también lo es para los Apóstoles: para su Iglesia.

    - Jornada de luz: Cristo ilumina a los discípulos la Escritura (43-46); los envía a toda la tierra como mensajeros de salvación y como testigos calificados (47-48); y les otorga la plenitud de sus poderes salvíficos. 

    - Jornada de Plenitud: La Ascensión representa en la Historia de la Salvación la culminación, la victoria. a) Culminación de la Obra Salvífica de Cristo: la Redención. b) Culminación de la misión de Cristo: El Enviado del Padre retorna al Padre (Jn 13, 1). c) Culminación o Consumación de Cristo Pontífice-Sacerdote-Hostia (He 2, 10; 9, 23). d) Culminación de su definitiva y eterna glorificación (Jn 13, 31; 17, 15). e) Culminación de su triunfo en las almas: “Yo cuando fuere “levantado” de la tierra atraeré a todos a Mí” (Jn 12, 32).  

    - Jornada de Gozo: La Ascensión no deja tristes a los Apóstoles. Más bien, los inunda de gozo: “Se volvieron a Jerusalén con grande gozo” (Lc 24, 52). Más que su partida es su Presencia. Presencia espiritual e invisible, pero no menos real y eficiente que la sensible: “Yo estaré con vosotros hasta el fin de los siglos” (Mt 28, 30). Presencia que, por ser espiritual, trasciende tiempo y espacio. Desde la Diestra del Padre nos envía el Espíritu Santo (Jn 16, 7). Y viene Él mismo a establecer su morada en los corazones de quienes creen en Él y le aman (Jn 14,23). De ahí que la esperanza incluye la Ascensión y glorificación con Cristo de todos los redimidos al final de los tiempos (1 Tes 4, 17).  

     


    San Juan Crisóstomo

    Ascensión del Señor.

    Nuestro Señor Jesucristo podría haber ascendido en secreto y no públicamente. Pero así como tuvo por testigos de su Resurrección los ojos de sus discípulos, así también constituyó a estos mismos testigos oculares de su elevación «Viéndolo ellos se elevó», y fue quitado de entre ellos y era elevado al cielo y una nube lo recibió en su seno. Y como estuvieron viéndolo ellos, fue tomado, fue elevado, era llevado hacia arriba y entró allá. «Porque no entró Cristo en un santuario fabricado por mano de hombres, sino en el mismo cielo, para comparecer delante de Dios». Hb. 1, 24

     

    Y no solamente entró, sino que penetró. Porque dice Pablo: «Teniendo pues un pontífice grande que penetró en los cielos, Jesús.» Hch. 4.14

     

    ¡Ascendió, se fue, hizo su camino, penetró! ¡Ascendió como quien tiene potestad! Para que se cumpliera el oráculo del profeta, sube Dios entre voces de júbilo! Salmo 46, 6. «Alzad, oh príncipes, vuestras puertas y levantaos puertas eternales y entrará el rey de la gloria» Salmo 23, 7-8

     

    Dos cosas sucedieron: porque así como quedó estupefacto la tierra cuando vio el salvador vestido de cuerpo, y como cuando vemos a un extraño solemos preguntar ¿quién es este?, puesto que de un conocido no se hace esa pregunta; del mismo modo la tierra, al ver al Divino Salvador dotado de divina virtud y que mandaba a los vientos y al mar, dice: «¿quién es este que aun los vientos y el mar le obedecen» Mt. 8, 27. Pues del mismo modo que la tierra clama, ¿quién es éste?, así también el cielo estupefacto al ver en carne a la divinidad, dice: «¿Quién es este rey de la gloria» Sal. 23, 8

     

    Y observa una cosa admirable, El Salvador vino, y viniendo  trajo al Espíritu Santo, y al regresar llevó consigo allá a lo alto el cuerpo santo, con el objeto de dar al mundo una prenda de salvación que es la virtud del Espíritu Santo, para que a su vez diga todo cristiano que el cuerpo santo es prenda de salud para el mismo mundo.

     

    ... Tenemos una prenda suya allá arriba, que es el cuerpo que por nosotros tomó, y acá  en la tierra también la tenemos, que es el Espíritu Santo que está con nosotros.

     

    El cielo poseyó el Santo cuerpo, la tierra recibió el Espíritu Santo. Vino Cristo y trajo al Espíritu Santo, Ascendió Cristo y llevó consigo nuestro cuerpo...

     

    ...Con certeza seremos elevados en las nubes, si es que se nos encuentra dignos de salirle al encuentro en las nubes... hagamos, pues, todos nosotros, carísimos, que seamos del número de aquellos que le saldrán al encuentro aunque nos encontremos en un orden inferior. Porque, a la manera de los que salen al encuentro del rey, aunque no todos sean de la misma dignidad, sin embargo, todos son recibidos honoríficamente por él, así sucederá en aquel tiempo, ya que no todos han tenido un mismo género de vida. «Porque cada uno recibirá un premio conforme a su propio  trabajo» I Cor 3,8


     

    Santo Tomás de Aquino
     

    Subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso

                 No sólo hay que creer en la resurrección de Cristo sino también en su ascensión, gracias a la cual subió al cielo a los cuarenta días. Y por eso se dice en el Credo: “Subió a los cielos”.

                En lo que toca a este misterio, hay que tener en cuenta TRES aspectos; su sublimidad, su conveniencia racional, su utilidad.

                 A) La ascensión fue de veras, SUBLIME, porque Cristo ascendió a los cielos. Y ello se entiende en un triple sentido.

                PRIMERO subió por encima de todos los cielos materiales. En efecto, dice el Apóstol a los Efesios: Subió más allá de todos los cielos (4, 10). Cristo fue el primero en realizar tal cosa. Porque antes el cuerpo terreno no existía sino en la tierra, tanto que incluso Adán estuvo en un paraíso terrenal.

                SEGUNDO, subió por encima de todos los cielos espirituales, es decir, por sobre todas las naturalezas espirituales, como escribe San Pablo a los Efesios: El Padre hizo que Jesús se sentara a su diestra en los cielos, por sobre todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación, y por sobre todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo  sino también en el futuro; y puso todas las cosas bajo sus pies (1, 20).

                TERCERO, subió hasta el trono del Padre. En efecto, de Él dice Daniel: He aquí que sobre las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre, y llegó hasta el Anciano de días (Dan. 7, 13). Y en San Marcos leemos: El Señor Jesús después de haberles hablado, fue elevado al cielo y está sentado a la diestra de Dios (16, 19). 

                Cuando se habla de “la diestra de Dios”, esta expresión no debe entenderse de una manera corporal, sino en un sentido metafórico. Porque si la expresión “está sentado a la diestra del Padre” se entiende de Cristo en cuanto que es Dios, lo que se quiere afirmar es su igualdad con el Padre; si, en cambio, se entiende de Él en cuanto hombre, se quiere decir que goza de los bienes más eximios. Tal es la excelencia que ambicionó el diablo: Escalaré el cielo, sobre los astros de Dios levantaré mi trono; me sentaré en el monte de la alianza, hacia el septentrión; sobrepujaré la altura de las nubes, semejante seré al Altísimo (Is. 14,13). Vano intento que sólo alcanzó Cristo, por lo cual se dice en el Credo: “Subió al cielo y está sentado a la diestra del Padre”. Leemos en el Salterio: Dice el Señor a mi Señor: siéntate a mi diestra (Ps. 109, 1). 

                B) En segundo lugar, la ascensión de Cristo a los cielos fue CONFORME A LA RAZÓN, y ello por TRES motivos. 

                PRIMERO, porque el cielo se le debía a Cristo por razón de su naturaleza. En efecto, lo natural es que cada ser retorne al lugar de su origen. Ahora bien, el principio original de Cristo es Dios, que está por encima de todo. Jesús mismo lo dijo a sus discípulos: Salí del Padre y vine al mundo: ahora dejo el mundo, y voy al Padre (Jo. 16, 28). Y a Nicodemo: Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo (Jo. 3, 13). Y aunque es cierto que los santos suben al cielo, sin embargo no lo hacen de la misma manera que Cristo; porque Cristo subió allí por su propio poder, en cambio los santo suben atraídos por Cristo, como se lee en el Cantar: Donde estuviere el cuerpo, allí se juntarán las águilas (Mt. 24, 28). 

                SEGUNDO, porque el cielo se le debía a Cristo por razón de su victoria. En efecto, Cristo fue enviado al mundo para luchar contra el demonio, y de hecho lo venció, por lo que mereció ser exaltado sobre todas las cosas. Yo vencí – dice el Señor – y me senté con mi Padre en su trono (Apoc. 3, 21). 

                TERCERO, porque el cielo se le debía a causa de su humildad. En efecto, ninguna humildad es tan grande como la humildad de Cristo, que siendo Dios quiso hacerse hombre, y siendo Señor quiso tomar la condición de siervo, hecho obediente hasta la muerte (Filip. 2, 7), y descendió hasta los infiernos, por todo lo cual mereció ser exaltado hasta el cielo, al trono de Dios. Porque la humildad es el camino que conduce a la exaltación, según aquello que dijo el Señor: El que se humilla será exaltado (Lc. 14, 11). En el mismo sentido escribía San Pablo a los Efesios: El que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos (Ef. 4, 10). 

                C) En tercer lugar, la ascensión de Cristo fue útil por TRES motivos.

                 PRIMERO, por razón de conducción, porque subió al cielo para llevarnos a nosotros allí. Ignorábamos nosotros el camino, pero Él mismo nos lo mostró: Ascendió – dice Miqueas - abriendo un camino delante de ellos  (Miq. 2, 13).  Y también para garantizarnos la posesión del reino celestial, según dijo a los Apóstoles: Voy a prepararos un lugar (Jo. 14, 2). 

                SEGUNDO, por razón de la seguridad que nos ofrece. Pues subió al cielo para interceder por nosotros. Dice la Escritura: Se acercó a Dios, y está siempre vivo para interceder por nosotros (Hebr. 7, 25). Por lo cual escribe San Juan: Tenemos un abogado junto al Padre, Jesucristo (1 Jo. 2, 1). 

    TERCERO, para atraer hacia Él nuestros corazones. Donde está tu tesoro – dice el Señor - , allí está también vuestro corazón (Mt. 6, 21); y para que menospreciemos las cosas temporales, como exhorta el Apóstol: Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de lo alto, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios; saboread las cosas de lo alto y no las de la tierra (Col. 3, 1).

    (Tomado de:“El Credo Comentado”, Santo Tomás de Aquino,
    Ed. Athanasius/Scholastica, 2ª  ed. (bilingüe), 1991, Artículo 6, Pág. 111-117)
     


     

    R.P. Dr. Miguel Á. Fuentes, IVE

    SUBIÓ A LOS CIELOS 

                Relata San Ignacio de Loyola que en su peregrinación por los Lugares Santos veneró entre tantas otras “reliquias” del Señor, la piedra sobre la que dejó sus huellas sagradas en el momento de ascender a los cielos, desde el Monte de los Olivos. Hablaba de ellas Eusebio de Cesarea y se sabe que San Jerónimo y Santa Paula las besaron. Muchos otros se hacen eco de esta tradición, como San Paulino de Nola, San Agustín y Sulpicio Severo a inicios del siglo V. De las palabras que los ángeles dirigen a los discípulos tomó título la más alta de las tres cumbrecitas que coronan el Monte de los Olivos: se la conoce como “Viri Galilei” desde el siglo XIV. Hombres de Galilea, ¿qué estáis mirando al cielo? Ese Jesús que ha sido arrebatado al cielo, vendrá como le habéis visto ir al cielo (Act 1,11). Según refiere Eusebio en su “Vita Constantini”, Santa Elena edificó una iglesia en ese lugar; “a cielo descubierto, dice San Jerónimo refiriéndose probablemente a ésta, como para que todos pudiesen ver el cielo adonde había subido el Señor”. La peregrina Egeria, a inicios del siglo V, la menciona con el nombre de Imbomon, es decir, “Altura”. Destruida por los persas en el 614 fue nuevamente reedificada por el obispo Modesto, dándole forma de rotonda. Antes que el sultán Hakim la volviese a destruir a principios del siglo XI, brillaban en ella, la noche de la fiesta de la Ascensión, infinidad de luces, de suerte que parecía arder el monte en llamas. El P. Castillo, predicador del siglo XVII, relata lo que él vio en una de las capillitas edificadas en el monte, diciendo: “En medio está la piedra sobre la cual estaba Cristo Señor nuestro cuando subió al cielo, y dejó sus divinas plantas estampadas en ella. Hoy día no se ve más que una, y es la del pie izquierdo, porque la del derecho se la llevaron los turcos al templo de Salomón, habiendo para esto cortado la piedra...”[1].

                Jesucristo fue arrebatado de la mirada de los apóstoles desde la misma cima en que había empezado la aflicción de su Pasión llorando sobre Jerusalén. Con este misterio culmina el ciclo de la pasión y exaltación de Cristo. “La misma ascensión de Cristo al cielo, que nos privó de su presencia corporal, nos fue más útil que lo hubiera sido su presencia corporal”, explica el Angélico Doctor. Y da las razones: “Primero, por el aumento de la fe, que tiene por objeto lo que no se ve; por eso dice el Señor a sus discípulos (Jn 16,8) que el Espíritu Santo, cuando Él viniere, argüirá al mundo de la justicia, a saber, de los que creen... Por lo cual añade (v.10): puesto que me voy a mi Padre y no me veréis ya. Bienaventurados los que no ven y creen. Luego, será vuestra justicia de la que el mundo será argüido porque habréis creído en mí sin verme. Segundo, para excitar nuestra esperanza: por lo que dice Él mismo: Cuando yo me vaya y os haya preparado el lugar, vendré otra vez y os tomaré conmigo, para que en donde yo estoy, estéis también vosotros (Jn 14,3). Pues por lo mismo que Cristo colocó en el cielo la naturaleza humana que tomó, nos dio la esperanza de llegar a Él. Porque donde quiera que estuviese el cuerpo, allí se congregarán las águilas, como se dice en Mateo (24,28). Por esta razón se dice en Miqueas: Subirá delante de ellos el que les abrirá el camino (Miq 2,13). Tercero, para excitar el amor de la caridad a las cosas del cielo. De donde dice el Apóstol: Buscad las cosas que son de arriba en donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra (Col 3,1). Pues como se dice en el Evangelio: en donde está tu tesoro, allí está también tu corazón (Mt 6,21). Y puesto que el Espíritu Santo es el amor que nos arrastra a las cosas celestiales (amor nos in caelestia rapiens), por eso el Señor dice a sus discípulos: os conviene que yo me vaya, porque si no me fuese no vendrá a vosotros el Consolador, pero si me voy os lo enviaré (Jn 16,7). Y explicándolo dice San Agustín: ‘no podéis recibir el Espíritu Santo en tanto que persistís en conocer a Cristo según la carne. Pero al apartarse Cristo corporalmente, no solamente el Espíritu Santo sino también el Padre y el Hijo se hicieron presentes en ellos espiritualmente’”[2].

                Más adelante volverá el mismo Santo Tomás a preguntarse si este misterio de la Ascensión es causa de nuestra salvación, añadiendo algunas razones que no carecen de encanto y piedad. Al ascender se hizo causa de nuestra salvación “primero, porque nos preparó el camino para subir al cielo, según lo que Él mismo dice: voy a prepararos el lugar (Jn 14,2); y sube delante de ellos el que les abrirá el camino (Miq 2,13). Porque puesto que Él mismo es nuestra cabeza, es preciso que sus miembros sigan allí donde va la cabeza. Por lo cual se dice en San Juan: para que donde yo estoy, estéis también vosotros (14,3). Y en prueba de ello, Él llevó al cielo las almas de los santos que había sacado del infierno [del limbo], según lo del Salmo 67 citado por San Pablo: subiendo Cristo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, esto es, porque los que habían sido retenidos cautivos por el diablo los llevó consigo al cielo, como a un lugar extraño a la naturaleza humana, habiéndolos conquistado de la manera más gloriosa por la victoria que reportó sobre el enemigo (Ef 4,8). Segundo, puesto que así como el Pontífice del Antiguo Testamento entraba en el santuario para pedir a Dios por el pueblo, así también Cristo entró en el cielo para interceder por nosotros, como se dice (Hb 7,23). Pues la misma representación de sí por la naturaleza humana, que llevó al cielo, es cierta intercesión por nosotros; puesto que por lo mismo que Dios exaltó de este modo la naturaleza humana de Cristo, se compadece también de aquellos por quienes su Hijo asumió esta naturaleza. Tercero, a fin de que constituido como Dios y Señor sobre su trono celestial, derramase desde allí sobre los hombres los dones divinos, según aquello: subió sobre todos los cielos para llenar todas las cosas (Ef 4,10), esto es, de sus dones, según la Glosa”[3]. 

                Sus discípulos lo vieron partir, llenos de consuelo y alegría, pero también con la desazón de la soledad en el alma. Cristo, sin embargo, antes de ascender a los cielos, les prometió solemnemente su misteriosa presencia entre ellos y sus sucesores: Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo (Mt 28,20). Esta promesa es el fundamento de nuestro consuelo en la tierra, de nuestra esperanza del cielo, de nuestra fuerza en los combates de la Iglesia. ¿Por qué se queda Cristo? Se queda para consolarnos en la ausencia. No nos deja desamparados: No os dejaré huérfanos. Todavía un poco, y el mundo ya no me ve más; pero vosotros me veréis... (Jn 14,18-19). Se queda para darnos fortaleza en la empresa que nos encarga: conquistar todo el mundo para la fe, sufriendo persecuciones, cruces y muerte. Se queda para que obremos teniendo conciencia de la mirada vigilante del Señor.

                Yo estoy con vosotros. Se queda Él mismo. No dice como a Moisés: Yo enviaré a mi ángel que vaya delante de ti y te guarde (Ex 23,20). Aquí dice “Yo mismo”. ¿Quién es ese “Yo”? El Dios que todo lo avasalla, en cuyas manos está todo el universo, a quien nadie puede poner resistencia, el hacedor de Cielo y tierra, el que todo lo conoce (cf. Ester 13,9-10). Aquél a quien ha sido dada toda potestad en la tierra y en el cielo (Mt 28,18).

                Con vosotros. Con todos los modos de presencia y de estar con los hombres: con el modo común con que está con todas las criaturas, dándoles el ser, la vida y el movimiento; con el modo como está en los justos, por gracia, dándoles la vida sobrenatural y las virtudes; con el modo particular con que está en sus elegidos, guiándolos con su providencia, poniendo todas las cosas a su servicio (todo sucede para el bien de los que Dios ama: Rom 8,28), obrando en ellos maravillas.

                Para siempre. Todos los días hasta el fin del mundo. No algunas veces, ni en circunstancias especiales, sino siempre y en todo momento; pero está presente especialmente cuando el dolor nos azota y la tentación nos acrisola. Santa Catalina, tras las duras pruebas con las que Dios le hizo saborear la amargura de la soledad y del abandono, ante la primera aparición de Nuestro Señor le preguntó con audacia: “¿Dónde estabas Señor, cuando más te necesitaba?” A lo que Él respondió: “Estaba más cerca de ti de cuanto lo estoy ahora”. “Una noche tuve un sueño, relata Teresa de Calcuta. Soñé que caminaba en la playa con el Señor. Y a través del cielo, pasaban escenas de mi vida. Por cada escena que pasaba percibí que quedaban dos pares de pisadas en la arena, una era la mía, la otra del Señor. Cuando la última escena de mi vida pasó delante nuestro, miré hacia atrás, hacia las pisadas en la arena, y noté que muchas veces en el camino de mi vida había sólo un par de pisadas en la arena. Noté también que eso sucedió en los momentos más difíciles y angustiosos de mi vivir. Eso realmente me perturbó y pregunté entonces al Señor: ‘Señor, cuando decidí seguirte, tú me dijiste que andarías siempre conmigo todo el camino, pero noté que durante los peores momentos de mi vivir había, en los caminos de mi vida, sólo un par de pisadas. No comprendo por qué tú me dejaste en las horas que más te necesitaba’. El Señor me respondió: ‘Mi querido hijo. Yo te amo y jamás te dejaría en los momentos de tu sufrimiento. Cuando viste en la arena sólo un par de huellas, fue justamente ahí donde yo te cargué en mis brazos”.

                Está siempre con los suyos; y acabado el mundo estará junto a ellos más íntimamente aún; tanto que no puede imaginarlo la mente humana. A pesar de todo, el alma que ve alejarse a Cristo entre las nubes de cielo, no puede menos que gemir, diciendo como fray Luis de León:

                ¿Y dejas, Pastor santo,

                tu grey en este valle hondo, obscuro,

                con soledad y llanto;

                y tú, rompiendo el puro

                aire, te vas al inmortal seguro?

                            Los antes bienhadados

                y los ahora tristes y afligidos,

                a tus pechos criados,

                de ti desposeídos,

                ¿a dó convertirán ya sus sentidos?

                            ¿Qué mirarán los ojos

                que vieron de tu rostro la hermosura,

                que no les sea enojos?

                Quien oyó tu dulzura,

                ¿qué no tendrá por sordo y desventura?

                            A aqueste mar turbado,

                ¿quién le pondrá ya freno? ¿Quién concierto

                al viento fiero, airado,

                estando tú encubierto?

                ¿Qué norte guiará la nave al puerto?

                            Dulce Señor y amigo,

                dulce padre y hermano, dulce esposo,

                en pos de ti yo sigo:

                o puesto en tenebroso

                o puesto en lugar claro y glorioso.

                 “¡Oh galileos, oh viajeros! –exclama Santo Tomás de Villanueva–. Delante de vosotros está libre el camino de los cielos, la puerta del paraíso está ya abierta... ¿por qué os quedáis quietos? Magnífica es la gloria que os espera, ¿y no camináis? Abundante es la recompensa que se os ofrece, ¿y aún dudáis? Brillante es la corona que se os promete, ¿y combatís con pereza? ¿Qué os diré, cobardes, perezosos e insensatos? Por un trabajo fácil, una alegría inmensa; por un combate rápido, una corona eterna; por una marcha corta, un descanso sin fin. ¡Oh viajeros!, ¿a qué viene esa inmovilidad? Siglos eternos dependen de estos momentos de vuestra vida, y aún no andáis... Y todavía hay algo más triste: estáis quietos, mirando al cielo... Miráis al cielo y permanecéis indiferentes, le veis y os dejáis por la indolencia... ¡oh galileos, oh cristianos!, ¿seguís inmóviles?”.


    [1] Castillo, El devoto peregrino, Madrid, Imprenta Real 1656, p. 195ss.

    [2] Santo Tomás, Suma Teológica, III,57,1 ad 3.

    [3] Ibid., III, 57,6.

    (Tomado del libro “I.N.R.I.”, R.P. Miguel A. Fuentes,
     Ed. del Verbo Encarnado, 1999, 2ª parte, cap. XXII )


    Juan Pablo II 

     

    VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA DE SANTA ÁNGELA MERICI

    HOMILÍA DEL SANTO PADRE

    Domingo 27 de mayo de 2001
     

    1.      "Dios asciende entre aclamaciones" (Antífona del Salmo responsorial). Estas palabras de la liturgia de hoy nos introducen en la solemnidad de la Ascensión del Señor. Revivimos el momento en que Cristo, cumplida su misión terrena, vuelve al Padre. Esta fiesta constituye el coronamiento de la glorificación de Cristo, realizada en la Pascua. Representa también la preparación inmediata para el don del Espíritu Santo, que sucederá en Pentecostés. Por tanto, no hay que considerar la Ascensión del Señor como un episodio aislado, sino como parte integrante del único misterio pascual.

    En realidad, Jesús resucitado no deja definitivamente a sus discípulos; más bien, empieza un nuevo tipo de relación con ellos. Aunque desde el punto de vista físico y terreno ya no está presente como antes, en realidad su presencia invisible se intensifica, alcanzando una profundidad y una extensión absolutamente nuevas. Gracias a la acción del Espíritu Santo prometido, Jesús estará presente donde enseñó a los discípulos a reconocerlo:  en la palabra del Evangelio, en los sacramentos y en la Iglesia, comunidad de cuantos creerán en él, llamada a cumplir una incesante misión evangelizadora a lo largo de los siglos.

    2. (…)

    3. La liturgia nos exhorta hoy a mirar al cielo, como hicieron los Apóstoles en el momento de la Ascensión, pero para ser los testigos creíbles del Resucitado en la tierra (cf. Hch 1, 11), colaborando con él en el crecimiento del reino de Dios en medio de los hombres. Nos invita, además, a meditar en el mandato que Jesús dio a los discípulos antes de subir al cielo:  predicar a todas las naciones la conversión y el perdón de los pecados (cf. Lc 24, 47). Es un mandato que nos impulsa a reflexionar sobre lo que nuestra diócesis, a través de la experiencia del Sínodo diocesano y de la Misión ciudadana, así como a través de los acontecimientos que tuvieron lugar durante el reciente jubileo, está tratando de realizar con fidelidad a Cristo, para influir eficazmente en la sociedad y en la cultura contemporánea.

    También trataremos de responder a este mismo mandato de Cristo con la asamblea diocesana, que se celebrará del 7 al 9 del próximo mes de junio, para verificar el éxito de la Misión ciudadana y planificar una pastoral misionera permanente, es decir, una pastoral que se dirija a todos e impulse a los fieles a tender a la santidad, a fin de que cada uno cumpla su misión en el mundo según su vocación peculiar. Os exhorto a todos a rezar por el éxito de esa asamblea y a prepararos para secundar diligentemente las líneas pastorales que broten de ella. De este modo, también vuestra comunidad parroquial se situará, con renovado entusiasmo, en el camino misionero que está realizando la Iglesia de Roma.

    4. Vuestra parroquia, que cuenta con más de cinco mil habitantes, está viviendo, como toda la ciudad de Roma, una profunda transformación social, y siente la urgencia de adecuar cada vez más su acción pastoral a las nuevas exigencias de la gente. Ya estáis tratando de dar respuestas concretas a este desafío. Os preocupáis, en particular, por afrontar las numerosas situaciones de pobreza existentes en el barrio, para proclamar con las obras el "evangelio de la caridad". Pienso, por ejemplo, en las personas procedentes de países que no pertenecen a la Unión europea, que a menudo carecen de trabajo y no pueden llevar una existencia digna. Pienso en los numerosos ancianos que se sienten solos, precisamente en el momento en que comienzan a fallarles las fuerzas físicas y la buena salud.

    Quisiera enviar mi saludo fraterno a todos los que se encuentran en condiciones difíciles, y os invito, queridos hermanos, a estar siempre a su lado. Os doy las gracias por lo que ya estáis haciendo a este respecto. Me complace especialmente la realización del centro de Cáritas, que quiere ser un signo de vuestra respuesta a las necesidades inmediatas de cuantos muy a menudo son olvidados. Proseguid con valentía y confianza, sabiendo que no estáis solos en este esfuerzo. Está con vosotros toda la diócesis de Roma, que, gracias a la experiencia del gran jubileo, ha crecido mucho en la comunión y está dispuesta a realizar una obra misionera más eficaz y renovada en nuestra metrópoli.

    5. Todos los miembros del Cuerpo místico de Cristo están llamados a dar su contribución a vuestra acción de compromiso apostólico y de renovación eclesial. Pienso de modo especial en vosotros, amadísimos jóvenes. Vuestra comunidad parroquial, durante la XV Jornada mundial de la juventud, acogió a 1500 muchachos y muchachas procedentes de todo el mundo. Así pudisteis experimentar el entusiasmo y la vitalidad espiritual que suscitaron aquellas jornadas de gracia. Con el mismo espíritu, seguid testimoniando a Cristo en la familia, en la escuela y en los ambientes de la vida diaria. Con la misma alegría id al encuentro de vuestros coetáneos, y sed acogedores y abiertos con ellos. Además, también podéis hacer mucho por los ancianos. Es sabido que entre jóvenes y ancianos se crea a menudo un vínculo que puede resultar para vosotros un óptimo camino de profundización de la fe, a la luz de su experiencia. Asimismo, podéis comunicar a los ancianos el entusiasmo típico de vuestra edad, para que vivan mejor el otoño de su existencia. De este modo se realiza un útil intercambio de dones en beneficio de toda la comunidad. Que la comprensión y la cooperación recíprocas entre todos sean el estilo permanente de vuestra vida familiar y parroquial.

    6. "Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido" (Lc 24, 49). Jesús habla aquí de su Espíritu, el Espíritu Santo. También nosotros, al igual que los discípulos, nos disponemos a recibir este don en la solemnidad de Pentecostés. Sólo la misteriosa acción del Espíritu puede hacernos nuevas criaturas; sólo su fuerza misteriosa nos permite anunciar las maravillas de Dios. Por tanto, no tengamos miedo; no nos encerremos en nosotros mismos. Por el contrario, con pronta disponibilidad colaboremos con él, para que la salvación que Dios ofrece en Cristo a todo hombre lleve a la humanidad entera al Padre.

    Permanezcamos en espera de la venida del Paráclito, como los discípulos en el Cenáculo, juntamente con María. Al llegar a vuestra iglesia he visto una columna que sostiene la imagen de la Virgen con la inscripción:  "No pases sin saludar a María". Sigamos siempre este consejo. María, a la que recurrimos con confianza sobre todo en este mes de mayo, nos ayude a ser dignos discípulos y testigos valientes de su Hijo en el mundo. Que ella, como Reina de nuestro corazón, haga  de todos los creyentes una familia  unida  en el amor y en la paz.


     

    Catecismo de la Iglesia Católica
     

    Artículo 6 "Jesucristo subió a los Cielos, y está sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderoso"

     

    659 "Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios" (Mc 16,19). El cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre. Pero durante los cuarenta días en los que él come y bebe familiarmente con sus discípulos y les instruye sobre el Reino, su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria. La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube y por el cielo donde él se sienta para siempre a la derecha de Dios. Sólo de manera completamente excepcional y única, se muestra a Pablo "como un abortivo" (1 Co 15,8) en una última aparición que constituye a éste en apóstol.

     

    660 El carácter velado de la gloria del Resucitado durante este tiempo se transparenta en sus palabras misteriosas a María Magdalena: "Todavía no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios" (Jn 20,17). Esto indica una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez histórico y trascendente de la Ascensión marca la transición de una a otra.

     

    661 Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera, es decir, a la bajada desde el cielo realizada en la Encarnación. Sólo el que "salió del Padre" puede "volver al Padre": Cristo. "Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre" (Jn 3,13).554 Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la "Casa del Padre" (Jn 14,2), a la vida y a la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, "ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino".

     

    662 "Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12,32). La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, no "penetró en un Santuario hecho por mano de hombre..., sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro" (Hb 9,24). En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. "De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor" (Hb 7,25). Como "Sumo Sacerdote de los bienes futuros" (Hb 9,11), es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos.

     

    663 Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: "Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos, como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada" [San Juan Damasceno].

     

    664 Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: "A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás" (Dn 7,14). A partir de este momento, los apóstoles se convirtieron en los testigos del "Reino que no tendrá fin".

     

    RESUMEN

     

    665 La ascensión de Jesucristo marca la entrada definitiva de la humanidad de Jesús en el dominio celestial de Dios de donde ha de volver, aunque mientras tanto lo esconde a los ojos de los hombres.

     

    666 Jesucristo, cabeza de la Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con El eternamente.

     

    667 Jesucristo, habiendo entrado una vez por todas en el santuario del cielo, intercede sin cesar por nosotros como el mediador que nos asegura permanentemente la efusión del Espíritu Santo.

     


     

    San Felipe Neri

     

    Cuéntase que un día San Felipe Neri iba por los claustros de su convento diciendo a voces: “Estoy desesperado, estoy desesperado”. Espantaron se sus hijos y le dijeron: “¿Es posible, Padre, vos, que tantas veces habéis hecho renacer nuestra esperanza?”. El santo les respondió en su estilo, dando un salto lleno de júbilo: “Sí, hijos, por mí mismo estoy desesperado; mas, por la gracia de Dios, tengo confianza todavía”.

     

    (Tomado del libro “Las tres edades de la Vida Interior”, R. Garrigou-Lagrange,

    Tomo II, Ed. Palabra, 2ª ed., 1978, IV-cap. VIII,  Pág.  1041-1042)


      

    Juan Arany

     

                Julia, la hija única de Juan Arany, eximio poeta húngaro, murió, en la plenitud de su floreciente hermosura, a la edad de veinticuatro años. Su padre, con el corazón conmovido, escribió estas líneas en la losa de su sepulcro:

                “Cuando tu alma victoriosa se detuvo en la materia destrozada y, mirando con valentía la muerte, emprendió, rica de fe y esperanza, su marcha por caminos no terrenos, uno fue nuestro común y santo consuelo… El alma vive: ¡Nos encontraremos!”.

     

    (Tomado del libro “Vademécum de Ejemplos Predicables”, Mauricio Rufino,

     Ed. Herder, 1962, nn. 318)


     

     Cierto Ermitaño

     

                Yendo de caza, dos nobles caballeros encontraron a un ermitaño que en una miserable choza llevaba una vida muy penitente, y le preguntaron:

                -¿Cómo te arreglas para poder estar aquí? ¿No experimentas melancolía y malestar?

                Respondió el ermitaño:

                -¡Oh, sí que lo experimento!, pero cuando sufro o estoy triste voy a aquella ventana – y señalaba la de la choza – y al momento hallo consuelo y aliento.

                Uno de aquellos caballeros fue a aquella ventanilla para ver qué había allá fuera, y dijo al ermitaño:

                -Querido mío, no veo nada. ¿Qué ves tú? ¿Qué cosa es esa que viéndola tanto te consuela?

                -¿Cómo? ¿No ve usted el cielo? – añadió el santo hombre – Esto es mi consuelo en las penas: la vista del cielo.

     

    (Tomado del libro “Vademécum de Ejemplos Predicables”, Mauricio Rufino,

     Ed. Herder, 1962, nn. 453)


     
    Alejandro Magno

     

                ¡Era un muchacho aquel rey de Macedonia, Alejandro! Y muy ambicioso. Un día habló a sus generales:

                -Mañana caeremos sobre los tebanos: los aniquilaremos. Pero no pararemos ahí: la ambición me empuja.

                Lógica pregunta de sus viejos generales: “¿Hacia dónde?”

                -¿Adónde iremos? – contestó, cada vez más convencido -. Conquistaremos Grecia y Persia, después Egipto, luego Arabia, seguidamente India, y finalmente el mundo entero. Entonces sabrán todos quién es Alejandro.

                Terminó de hablar, vistiese de hierro y empezó a distribuir todas las riquezas que tenía entre amigos y generales.

                -Yo sólo me quedo con la esperanza – respondió a una pregunta que le hicieron.

     

    (Tomado del libro “Vademécum de Ejemplos Predicables”, Mauricio Rufino,

     Ed. Herder, 1962, nn. 457)


    18. 2004

    LECTURAS: HECH 1, 1-11; SAL 46; EF 1, 17-23; LC 24, 46-53

    A DONDE LLEGÓ ÉL, NUESTRA CABEZA, TENEMOS LA ESPERANZA CIERTA DE LLEGAR NOSOTROS, QUE SOMOS SU CUERPO.

    Comentando la Palabra de Dios

    Hech. 1, 1-11. Los Apóstoles serán bautizados en el Espíritu Santo, conforme a la promesa de Jesús. La presencia del Espíritu Santo en ellos los hará testigos de Jesucristo en Jerusalén, en Samaría y hasta los extremos de la tierra. Ellos cumplirán su misión como testigos de lo sucedido. Aquel que los llamó al inicio de su vida pública para que estuvieran con Él, ahora los envía para que proclamen al mundo entero lo que sus ojos vieron, lo que sus oídos escucharon y lo que sus manos tocaron acerca del Hijo de Dios, hecho uno de nosotros. El anuncio de Cristo no será, por tanto, fruto de la reflexión que seduce, sino del testimonio que hace llegar, de un modo eficaz, la salvación al mundo entero. La Iglesia, en nuestros días, teniendo consigo al Espíritu Santo que Dios derramó en nosotros, continúa ese testimonio acerca de Jesucristo. Ese testimonio no lo damos conforme a nuestra erudición humana en el estudio de las Escrituras, sino conforme a la Vida que encontramos en la Escritura y que hacemos nuestra; vida que engendra el Espíritu Santo en nosotros, en quienes encarna esa Palabra, y que testificamos apoyados en la sucesión apostólica, pues esto es lo único que nos garantiza que lo que anunciamos es lo que sucedió a los apóstoles.

    Sal. 46. Dios altísimo, se ha levantado victorioso sobre sus enemigos. Todos los pueblos y naciones le servirán. Pero Él no nos quiere sólo de rodillas ante Él, pues aun cuando la oración es demasiado importante en la vida del creyente, sin embargo de ahí ha de brotar y fortalecerse el compromiso con la Misión de proclamar el Evangelio de la gracia a todas las naciones. Jesús, después de cumplir con su Misión, asciende a lo más alto de los cielos, no para olvidarse de nosotros, sino para interceder por nosotros, que aún estamos como peregrinos por este mundo hacia la Patria eterna. El Señor nos quiere con Él eternamente; por eso, una vez elevado, atrae a todos hacia Sí. Esa es nuestra meta final: permanecer con Él eternamente. Por eso no podemos continuar viviendo como esclavos del pecado, sino en la libertad de hijos de Dios que nos debemos amar como hermanos, hijos de un mismo Dios y Padre, teniendo como consecuencia de lo mismo el trabajar por la paz, de tal forma que en verdad manifestemos que la Victoria de Cristo es nuestra Victoria.

    Ef. 1, 17-23. Dios nos ha concedido la Fuerza de lo Alto, su Espíritu que actúa en nosotros. Viendo a Cristo, sentado por encima de todo lo creado, conocemos cuál es la esperanza que nos da su llamamiento, la gloria que nos ofrece como herencia y cómo actuará su poder en nosotros, los que hemos unido a Cristo nuestra vida como se unen los miembros a la Cabeza. Por eso, quienes pertenecemos a Cristo y formamos su Iglesia debemos actuar bajo el impulso del Espíritu Santo, que nos guiará en la obra de salvación y de liberación de las diversas esclavitudes, a que ha sido sometido el hombre a causa del pecado. Dios nos quiere fraternalmente unidos, sin odios ni divisiones. Él quiere que su Reino de amor, de justicia y de paz se haga realidad ya desde ahora entre nosotros. No permitamos que la maldad destruya en la Iglesia el Rostro amoroso y misericordioso de Dios. Que sea el Espíritu Santo y no nuestro egoísmo el que nos guíe para trabajar, unidos, a favor del Evangelio, que es Cristo.

    Lc. 24, 46-53. Proclamamos a Cristo no como un invento humano, ni como algo que sólo sea consecuencia de nuestros estudios eruditos, sino como testigos, que han aceptado a Cristo en su vida y se han dejado transformar por Él. Esta es la Buena Noticia que proclamamos al mundo. Jesucristo no sólo es el centro del Evangelio; Él mismo es el Evangelio viviente del Padre. Por medio de la sucesión apostólica ha llegado hasta nuestros días, por obra del Espíritu Santo, el testimonio de aquellos que convivieron con el Señor. Nosotros vivimos, por medio de ellos, la comunión de vida con el Señor resucitado. El Espíritu Santo, que ha sido derramado en ellos en plenitud, y del que también participa toda la Iglesia, es quien impulsa nuestro trabajo apostólico, con los pies en la tierra, en la que trabajamos para que haya cada vez más unidad y mayor unión fraterna; pero con la mirada puesta en Jesús, glorificado a la diestra del Padre, con quien y en quien llegará a su plenitud la vocación a la santidad que todos hemos recibido. La Ascensión de Cristo no nos puede dejar con la mirada fija en el cielo; debemos volver a nuestra casa, a nuestro trabajo y a los diversos ambientes o estructuras de la sociedad donde se desarrolle nuestra vida; hemos de ir alegres y llenos de fortaleza para trabajar por un mundo que camine hacia su madurez, hacia su perfección en el bien, pues Cristo se ha convertido para nosotros en el Testigo fiel del Padre, que nos ha hecho comprender hacia dónde se encaminan, o se deben encaminar, los pasos de la humanidad redimida.

    La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.

    Cristo continúa haciéndose presente, con toda su fuerza salvadora, en medio de nosotros por medio del Memorial de su Misterio Pascual, celebrado en la Eucaristía. Él continúa revistiéndonos del Poder de lo Alto. La oración nos llena de Dios, nos hace escuchar la Voluntad de Dios para cumplirla en el mundo, ahí donde se desarrollen nuestras actividades cotidiana. Revestidos de Cristo debemos dejarnos moldear por el Espíritu Santo en una imagen cada día más perfecta de Él. El Señor quiere enviarnos no como expertos del Evangelio, sino como testigos suyos. Y esto sólo puede nacer de la comunión con la Iglesia y con los Pastores que Él puso al frente de su Iglesia, y por la participación en el sacrificio de Cristo, que se realiza de un modo especial en nosotros por medio de la Eucaristía. Quien no sabe permanecer en oración para recibir la fuerza de lo alto podrá, tal vez, deslumbrar a los demás por su erudición, pero difícilmente podrá colaborar para su salvación, pues esto, finalmente, nos es obra del hombre, sino la obra de Dios en el hombre.

    La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.

    Quienes creemos en Cristo no podemos centrar nuestra vida de fe sólo en la contemplación del Señor en el cielo. Dios nos quiere en camino, como testigos de la Verdad, del amor, de la justicia, de la solidaridad que nos manifestó en Jesús, su Hijo y Señor nuestro. Juntos debemos trabajar en la construcción de una sociedad que sea más digna para todos. La construcción de la ciudad terrena no debe llevarnos a quedar con la mirada puesta sólo en los avances técnicos, tan necesarios para nuestro progreso temporal; también debemos ver el interior del hombre, pues la auténtica felicidad no nos la dará lo material, sino lo que nosotros somos interiormente, nuestra capacidad de amar, de ser amado y de dejarnos amar. Cuando ese amor, que procede de Dios, se haga realidad entre nosotros, entonces entenderemos que tiene sentido incluso dar nuestra vida para que desaparezcan los odios y divisiones de entre nosotros. El Señor nos quiere con la esperanza puesta en los bienes definitivos, encaminados hacia allá; pero esto no podrá hacerse realidad sino en la medida en que, como Jesús, sepamos trabajar por la paz, por la justicia, por el amor fraterno, por la solidaridad cristiana y por la alegría que brota de sabernos amados y de saber entregar nuestra vida en favor del bien de todos.

    Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de trabajar constantemente por el Reino de Dios, fortalecidos por el Espíritu Santo y por la oración. Convertidos así en testigos del Evangelio podremos, algún día, alabar eternamente a Dios en la asamblea de sus santos y elegidos. Amén.

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    19.Predicador del Papa: «¡Jesús quiere hacerse visible a través de sus discípulos!»
    Comentario del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap., al evangelio dominical

    ROMA, viernes, 18 mayo 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap., predicador de la Casa Pontificia, a la liturgia de este domingo, solemnidad de la Ascensión del Señor en muchos países. Litúrgicamente, la solemnidad se celebraba este jueves.

    * * *

    Seréis mis testigos

    Ascensión del Señor
    Hechos 1,1-11; Efesios 1, 17-23; Lucas 24,46-53

    Si no queremos que la Ascensión se parezca más a un melancólico «adiós» que a una verdadera fiesta, es necesario comprender la diferencia radical que existe entre una desaparición y una partida. Con la Ascensión, Jesús no partió, no se ha «ausentado»; sólo ha desaparecido de la vista. Quien parte ya no está; quien desaparece puede estar aún allí, a dos pasos, sólo que algo impide verle. En el momento de la ascensión Jesús desaparece, sí, de la vista de los apóstoles, pero para estar presente de otro modo, más íntimo, no fuera, sino dentro de ellos. Sucede como en la Eucaristía; mientras la hostia está fuera de nosotros la vemos, la adoramos; cuando la recibimos ya no la vemos, ha desaparecido, pero para estar ya dentro de nosotros. Se ha inaugurado una presencia nueva y más fuerte.

    Pero surge una objeción. Si Jesús ya no está visible, ¿cómo harán los hombres para saber de su presencia? La respuesta es: ¡Él quiere hacerse visible a través de sus discípulos! Tanto en el Evangelio como en los Hechos de los Apóstoles, el evangelista Lucas asocia estrechamente la Ascensión al tema del testimonio: «Vosotros sois testigos de estas cosas» (Lc 24, 48). Ese «vosotros» señala en primer lugar a los apóstoles que han estado con Jesús. Después de los apóstoles, este testimonio por así decir «oficial», esto es, ligado al oficio, pasa a sus sucesores, los obispos y los sacerdotes. Pero aquel «vosotros» se refiere también a todos los bautizados y los creyentes en Cristo. «Cada seglar –dice un documento del Concilio- debe ser ante el mundo testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús, y señal del Dios vivo» ( Lumen gentium 38).

    Se ha hecho célebre la afirmación de Pablo VI: «El mundo tiene necesidad de testigos más que de maestros». Es relativamente fácil ser maestro, bastante menos ser testigo. De hecho, el mundo bulle de maestros, verdaderos o falsos, pero escasea de testigos. Entre los dos papeles existe la misma diferencia que, según el proverbio, entre el dicho y el hecho... Los hechos, dice un refrán ingles, hablan con más fuerza que las palabras.

    El testigo es quien habla con la vida. Un padre y una madre creyentes deben ser, para los hijos, «los primeros testigos de la fe» (esto pide para ellos la Iglesia a Dios, en la bendición que sigue al rito del matrimonio). Pongamos un ejemplo concreto. En este período del año muchos niños [y jóvenes] se acercan a la primera comunión y a la confirmación. Una madre o un padre creyentes pueden ayudar a su hijo a repasar el catecismo, explicarle el sentido de las palabras, ayudarle a memorizar las repuestas. ¡Hacen algo bellísimo y ojalá fueran muchos los que lo hicieran! Pero ¿qué pensará el niño si, después de todo lo que los padres han dicho y hecho por su primera comunión, descuidan después sistemáticamente la Misa los domingos, y nunca hacen el signo de la cruz ni pronuncian una oración? Han sido maestros, no testigos.

    El testimonio de los padres no debe, naturalmente, limitarse al momento de la primera comunión o de la confirmación de los hijos. Con su modo de corregir y perdonar al hijo y de perdonarse entre sí, de hablar con respeto de los ausentes, de comportarse ante un necesitado que pide limosna, con los comentarios que hacen en presencia de los hijos al oír las noticias del día, los padres tienen a diario la posibilidad de dar testimonio de su fe. El alma de los niños es una placa fotográfica: todo lo que ven y oyen en los años de la infancia se marca en ella y un día «se revelará» y dará sus frutos, buenos o malos.

    [Traducción del original italiano realizada por Zenit]

     

    EJEMPLOS PREDICABLES