37 HOMILÍAS PARA LOS 3 CICLOS DE LA FIESTA DE LA ASCENSIÓN
21-37

21.

«Yo estaré con vosotros todos los días»

Esta es una de las promesas más consoladoras que Jesús nos ha dejado. Es el punto final del evangelio de Mateo, sugiriendo que el evangelio de Jesús no termina, que ahora empieza otra dimensión del mismo evangelio. Yo estoy con vosotros todos los días. La ausencia sólo es aparente. El se queda con nosotros, aunque de otra manera, más espiritual y más íntima. Son los milagros del amor.

Para el amor no hay distancias ni hay vacíos; siempre encontrará una manera de estar, aunque sólo sea en el corazón. La madre, cuando se despide de sus hijos, promete con toda verdad que no se va del todo, que se queda; que ellos se van con ella y que ella se queda con ellos, todo en el corazón. Así, Jesús marcha al Padre, pero lleva escrito en su corazón el nombre de todos los suyos; marcha al Padre, pero se queda en el corazón de todos los suyos.

Desde que Jesús asumió nuestra naturaleza, ya no puede desentenderse del hombre. Ya, ni Dios se entiende sin el hombre ni el hombre se entiende sin Dios. Alianza perfecta y perpetua. En Dios siempre hay una relación personal con la humanidad. En el hombre siempre habrá una apertura radical a la divinidad. Dios se define como el que está con el hombre. El hombre se define como el que busca y desea a Dios.

-Pequeño «sacramento» Yo estoy con vosotros. Todo lo ha dejado lleno de su presencia. Todo. En cada cosa, en cada persona o acontecimiento, podemos ver el sello de Cristo. Todo puede llegar a ser para nosotros un pequeño «sacramento»: una sonrisa o una lágrima, una victoria o una derrota, un niño que nace o alguien que muere, un enfermo o la persona que lo cuida, el pobre que tiende la mano o el menos pobre que abre la suya, y en los que se quieren y perdonan, y en todo amor, en toda bondad, en todo esfuerzo, en todo dolor. Todo puede ser presencia de Cristo, si se sabe ver, si se sabe vivir.

Esta presencia de Jesús, ya hemos indicado, es más espiritual, más íntima y más dinámica que la presencia corporal. Actúa desde dentro, con la fuerza del Espíritu. No está limitada por el tiempo o el espacio. Es eficaz. Es luz que ilumina la noche y energía que transforma la vida. Es compañía que rompe la soledad y horizonte que da sentido a nuestros pasos. Es el tesoro más grande del mundo. Sin esta presencia de Cristo, ¡qué pobre y qué vacío sería todo!

Por eso no nos cansemos de agradecer este don de Jesús. Quizá la mejor manera de agradecer sea descubrir su presencia, abrirse a su presencia, vivir su presencia. Que sepamos valorar, acogiéndolo, este gesto de quedarse con nosotros .

-El núcleo más vivo Aunque hemos hablado de esta presencia de Jesús tan abierta y generalizada, todos sabemos que existen otras presencias más plenificantes. El núcleo más vivo y generador más activo de presencia, es la eucaristía. De ahí, como desde un sol, se irradia presencia a los sacramentos, a la palabra, a la comunidad, a los pobres, los enfermos y los niños y a toda la existencia humana. Busquemos a Cristo donde podamos encontrarle. No miremos al cielo, sino miremos al hombre, que puede llegar a ser un cielo para ti. Mirémonos unos a otros, que vamos cargados de presencia crística. Miremos a los pobres, sacramentos dolientes de Cristo. Miremos a la Iglesia, sacramento privilegiado de la presencia del Señor.

«¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?»

No tanto mirar al cielo. Es misión nuestra mirar más a la tierra para que se vaya convirtiendo en un cielo. La hora del compromiso. Quiere decir que, si Cristo se ha marchado, nosotros tenemos que hacerlo presente. Es la hora del testimonio. Jesús mismo nos envía: «Id y haced discípulos». No es cuestión de quedarse en el monte, sino de bajar adonde están los hombres y repetirles las palabras de Jesús: «Enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» .

Recogemos el testigo de Cristo. Recorramos el mundo presentando este testigo. Repitamos no sólo las palabras, sino los gestos de Jesús: donde haya una herida, sepamos curar; donde haya una necesidad, sepamos compartir; donde haya una división, sepamos unir; donde haya una soledad, sepamos acompañar; donde haya una injusticia, sepamos luchar; donde haya un desamor, sepamos amar, siempre sepamos amar. Id al mundo entero repitiendo mis palabras, multiplicando mis gestos, renovando mis actitudes, actualizando mi entrega, celebrando mi Pascua. Haced mis veces. Sed una pequeña imagen mía, un pequeño Mesías, un Jesús vivo.

-Todos misioneros Id. Todos enviados. Todos misioneros. Vamos con todos los poderes. «Se me ha dado pleno poder». Pero no son poderes económicos, políticos o militares. Vamos con el poder de la fe, que es invencible. Vamos con el poder de la paz, que es contagioso. Vamos con el poder de la gratuidad y el desprendimiento, que no teme nada. Vamos con el poder del amor, lo más fuerte que hay en el mundo. Vamos con el poder de Dios.

La tarea que nos espera es tremendamente difícil. Hay muchos enfermos que curar y muchos pobres que evangelizar. Hay muchos oprimidos que liberar y muchos marginados que integrar. Hay muchos muros que romper, muchos puentes que construir, muchas manos que unir; y hay muchas dudas que esclarecer y muchos errores que combatir y mucha verdad que buscar. Hay realmente mucho que hacer. ¡Son tantas las necesidades materiales y espirituales! «La mies es mucha y los obreros pocos». Sintamos que nuestro Señor Jesucristo hoy, el día de su despedida, nos envía también a nosotros.

-«Volverá como le habéis visto» Las primeras comunidades cristianas deseaban con fuerza y esperaban con urgencia la vuelta del Señor. Nosotros también debemos alimentar esta esperanza. Sólo que la vuelta del Señor no ha de ser apocalíptica, en un marco de destrucción del mundo. El Señor, que ya está aquí, volverá con gloria, pero para consumar el mundo cuando éste llegue a su plenitud. «Y todo lo puso bajo sus pies..., plenitud del que lo acaba todo en todos». Nosotros podemos adelantar esta hora, colaborando en el perfeccionamiento del mundo y en la transformación de la sociedad, haciendo posible la venida del Reino de Dios.

CARITAS 1993, 1.Págs. 268 ss.


 

22.

Frase evangélica: «Ascendió al cielo v se sentó a la derecha de Dios»

Tema de predicación: ANUNCIAR EL EVANGELIO

1. A veces, el cristianismo es concebido, erróneamente, como milagrería o contemplación quimérica del cielo. Preocupan excesivamente los exorcismos diabólicos, las glosolalias y las sanaciones. No partimos de la proclamación del «evangelio» ni nos concentramos en el «mundo entero». Hemos distorsionado la «salvación» y la «condenación». Precisamente el evangelio de la Ascensión corrige estas desviaciones.

2. Cristo asciende, porque ha descendido; se transfigura, porque ha sido desfigurado. La Ascensión no es un hecho histórico constatable: es objeto de fe. Es final de una etapa y comienzo de otra definitiva. Jesús deja de ser visible bajo una determinada forma de manifestación y se hace presente en unos nuevos «signos», a los que precede la evangelización y la entrada en la comunidad nueva.

3. La Iglesia y los cristianos recibimos la misión de Jesús muerto, resucitado y ascendido a los cielos. Es misión de fe, de crecimiento comunitario, de transformación de la creación.

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Llevamos a cabo los cristianos la misión de Jesús?

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993, Pág. 199


 

23.

1. La Ascensión, trascendencia del hombre

Muchos podrán preguntarse por el significado de la fiesta de la Ascensión del Señor, a la que hoy se le suele conceder tan poca importancia. Por una parte, la narración de la ascensión al cielo que nos transcriben los evangelistas, nos suena a piadoso cuento o relato fantástico, propio de la imaginación de una época en que todavía creía que se podría subir al cielo remontándose por los aires. Por otra parte, después de haber reflexionado sobre todo lo que implica la resurrección y el lugar central que ocupa en la vida de Cristo y en la fe cristiana, bien podemos preguntarnos qué agrega la ascensión a lo ya contenido en la resurrección. Así, pues, trataremos hoy de descubrir el sentido de esta festividad del Señor, enfocándola desde dos ángulos: desde el individuo, como persona histórica, y desde la comunidad creyente, o sea, la Iglesia.

Es evidente que las narraciones referidas a la ascensión de Jesús no fueron escritas como quien describe un fenómeno científico, ni siquiera un hecho histórico palpable a los sentidos. Tan cierto es esto, que las narraciones varían muchísimo entre un evangelista y otro, lo que se puede comprobar con sólo leer los respectivos relatos. Más aún, el evangelista Juan no sólo omite en su evangelio toda referencia a esta ascensión después de los cuarenta días, sino que nos hace ver que la ascensión de Jesús está implícita en su misma resurrección, tal como él mismo se lo dice a la Magdalena: «Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20,17).

Por lo tanto, estas narraciones pretenden expresar, con un lenguaje más bien mitológico y realista, cierta realidad que no pertenece a la experiencia sensible sino a la visión de la fe. Es inútil, pues, preguntarnos si Jesús subió a los cielos en Galilea o en el monte de los Olivos, ya que también estos lugares ocupan en cada evangelio un sitio simbólico según la perspectiva redaccional de cada evangelista.

Tratemos, entonces, de acercarnos no tanto al relato de la ascensión cuanto a lo que esconden los relatos, a su sentido interior, a eso que está oculto por el velo de las palabras que resultan, por cierto, siempre inadecuadas cuando intentan «tocar» el misterio de la vida. Efectivamente, del misterio de la vida tenemos que hablar si deseamos comprender, o al menos aproximarnos, al sentido de la «ascensión de Cristo a los cielos». Si hiciéramos un repaso de los escritos religiosos y mitológicos de muchos pueblos de la antigüedad, veríamos con gran sorpresa que «subir al cielo» fue la aspiración máxima del hombre antiguo. Bástenos recordar, por ser más cercano a nosotros, el famoso mito griego de Icaro, aquel héroe que pretendió llegar hasta el sol con sus alas de cera.

Estos mitos no son cuentos vulgares ni tontas fantasías, sino que expresan, con un lenguaje simbólico, que todavía el hombre moderno no ha abandonado la sed de trascendencia total que anida en el corazón humano. Por eso, desde siempre, el hombre envidió el vuelo del pájaro, capaz por su agilidad «espiritual» de superar la pesadez de la tierra y de elevarse por encima de las nubes hacia los cielos. De alguna manera el mito se hizo realidad en nuestra era actual con los viajes aéreos e interplanetarios. Pero lo que no se ha hecho realidad todavía es el remontarse del hombre como tal, el trascender su condición de ser peregrino, sufriente y limitado, hacia una nueva manera de vivir, manera que en la antigüedad es simbolizada por el cielo, que significa tanto la esfera "celeste" de los espacios interplanetarios, como la morada de Dios.

Entonces, "subir al cielo" es lo mismo que alcanzar el objetivo supremo de la vida humana, objetivo que puede variar según las diversas religiones o filosofías, pero que siempre, de una o de otra manera, se refiere a eso que hoy se llama trascendencia. Desde esta perspectiva y conforme a lo dicho sobre la resurrección, la ascensión de Jesús cual pájaro que se eleva por la tierra hacia las alturas de la divinidad, significa que Jesús, como Hombre Nuevo, ha llegado a la culminación de su proceso. En él ya se ha cumplido el Proyecto de Dios de tal manera que ahora Jesús "está sentado a la derecha de Dios".

Por eso Jesús "pudo volar como un pájaro" a impulsos del viento-Espíritu. Porque ya tenía la "libertad de un pájaro". Es esta libertad total la que le permite al hombre ser distinto y superar la pesadez de una vida plantada en la tierra y en el fango. La Ascensión rubrica el sentido de la resurrección, o si se prefiere, subraya un aspecto particular de la misma: la total liberación del hombre de las pesadas contingencias terrenas. El Reino de Dios madura en esta liberación que, como sabemos, se va dando poco a poco y con esfuerzo a lo largo de la vida para rematar en la escatología. Por todo ello, la Ascensión está tan íntimamente ligada a la fiesta del Espíritu Santo, el «viento de Dios», el soplo que anima al hombre. Sin el Espíritu, Jesús no hubiera resucitado ni ascendido al cielo, porque sin Espíritu el hombre queda atado a las estructuras de la «carne» pecadora.

Considerada así la Ascensión del Señor, ascensión que es prototipo de la nuestra y modelo ejemplar, nada tiene que ver con el infantilismo con que muchas veces fue considerada, infantilismo que -dicho sea de paso- tanto perjudicó a la imagen del cristianismo ante el mundo moderno y científico. Como tantas otras veces, nos hemos quedado con el ropaje exterior, con los detalles anecdóticos de las narraciones, con un estilo literario propio de una época y cultura, sin hacer el esfuerzo por acercarnos al contenido antropológico y religioso que está en la misma esencia del hombre. Detrás del mito de la ascensión está la gran pregunta de todo hombre: ¿Qué es el hombre? ¿De dónde viene y adónde va?

Según los evangelios, Jesús viene del Padre y vuelve al Padre. Viene del Amor y vuelve al Amor. Es fruto de la libertad absoluta de Dios y vuelve a la libertad. Con gran sorpresa por nuestra parte, hoy constatamos que este sentido de trascendencia, este preguntarse por el hombre sin miedo y hasta las últimas consecuencias, es la característica de las filosofías no cristianas de nuestra época, así como de la literatura contemporánea, del arte y de muchas otras formas de expresión cultural.

Entretanto, los cristianos celebramos todos los años la fiesta de la Ascensión, sin percatarnos de que el tema de la ascensión no es sino el de la trascendencia humana. ¿Quién soy? ¿Para qué vivo? ¿Cuál es el fin de mi existencia? ¿Adónde va a parar la historia?... Estas son las preguntas a las que pretende dar respuesta el misterio cristiano de la Ascensión. Poco importa que la morada de Dios esté arriba o abajo, aquí o allá, dentro o fuera; poco importa que debamos cambiar nuestra visión del mundo cósmico, poco importa que las palabras de los antiguos puedan ser hoy traducidas por otras más adaptadas... Lo importante, ayer como hoy, es el Hombre y su problema fundamental: el sentido de su vida.

Darnos cuenta de que la fiesta que hoy celebramos, la Ascensión, está íntimamente relacionada con el Hombre y el sentido de su vida, ya es bastante. Al menos, hemos abierto los ojos.

2. La Ascensión, tiempo de la Iglesia

Si bien la reflexión anterior de por sí es suficiente como para llenar este día, no estará de más que, aunque sea brevemente, relacionemos la Ascensión de Jesús con la Iglesia, su comunidad, su cuerpo viviente. Desde esta perspectiva, la Ascensión subraya una especial particularidad del tiempo de la Iglesia: Jesús está visiblemente ausente, pero invisiblemente presente como Señor y Cabeza de la comunidad, tal como subraya Pablo (segunda lectura). Si, hasta la resurrección, el peso de la responsabilidad liberadora estuvo sobre los hombros de Jesús, ahora pasa a su comunidad, a sus discípulos, que deben «proclamar el evangelio por todas partes» (Mc), como testigos de Jesús «en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo» (Lc).

Teniendo en cuenta las tres lecturas de hoy, podemos descubrir que este tiempo de la Iglesia que se abre a partir de la ascensión, tiene tres características importantes:

--Primera: Tiempo del señorío de Cristo, cabeza de la comunidad. Esta idea es expresada con aquella frase que pasó al credo: «Está sentado a la derecha de Dios», que Pablo interpreta como un real señorío sobre el mundo presente y futuro, señorío que es efectivo en la Iglesia, que lo reconoce como su Cabeza. Es cierto que la Iglesia debe caminar por el mundo, organizada jerárquicamente y consciente de sus responsabilidades; pero también es cierto que nuestro centro de unidad y de fe es Jesucristo, nuestro único Señor.

--Segunda: Tiempo del Espíritu Santo. Antes de ascender, Jesús ordena a los suyos que se congreguen en Jerusalén para recibir la promesa del Padre, el don del Espíritu Santo. El Espíritu Santo es la vida y la fuerza de la comunidad cristiana, tal como lo celebraremos el próximo domingo, fiesta de Pentecostés. El Espíritu Santo es el don mesiánico por excelencia, es la manifestación plena del Reino de Dios. El da vida a lo que estaba muerto, da libertad a lo oprimido, da esperanza a lo que se creía perdido. A partir de la ascensión, toda la comunidad cristiana ha de tomar conciencia de que no puede ser de Cristo si no se entrega al Espíritu. Sin esta obediencia al Espíritu, la Iglesia no será más que una sociedad anónima o una multinacional, esclava del dinero y del poder.

--Tercera: Tiempo de la responsabilidad evangelizadora. Los cristianos no podemos quedarnos «ahí mirando al cielo». La ascensión marca el instante en que somos enviados como mensajeros del Reino, de la misma forma que Jesús fue el mensajero por excelencia de ese Reino. Hoy Jesús nos hace participar de su misión, de su mismo Proyecto. En la Ascensión toma cuerpo el Proyecto Cristiano.

Si la Ascensión de Jesús nos hizo preguntar hace unos instantes -primer punto de la reflexión- sobre el sentido de la existencia del hombre, también nos hace preguntar sobre el sentido de la comunidad cristiana: ¿Para qué está en el mundo? La respuesta es tan clara que hasta un niño puede captarla: la razón de ser de la Iglesia en el mundo no es otra que anunciar el Reino de Dios a todos los hombres y pueblos. Un anuncio que no sólo consiste en buenas palabras, pues, como dice Marcos, «el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que la acompañaban». No deja de ser significativo este detalle de Lucas (primera lectura): durante esos cuarenta días en que Jesús se aparece a los discípulos, «les habló del Reino de Dios», Reino que nada tiene que ver con el imperialismo judío ni con ningún tipo de imperialismo religioso.

Sólo para esto está la Iglesia, nada más que para esto existe la comunidad de los cristianos: para hacer presente con palabras y con hechos la realidad del Reino de Dios. Es así como esta fiesta, que en un primer momento nos parecía un poco fuera de lugar, de pronto se nos aparece como esencial para cuestionar la misma razón de ser de los cristianos en el mundo. Desde la Ascensión podemos ahora revisar cuanto hacemos como cristianos, cuanto hace la Iglesia; cuanto se piensa, se dice y se hace en nombre de Jesús.

En la Ascensión, el proyecto de Cristo pasa a ser proyecto de todos sus discípulos. Hoy toma cuerpo social e histórico el proyecto escondido de Dios que -como nos dice Pablo- nos fue revelado por Jesucristo. Finalizando, la ascensión sintetiza de alguna manera todo el evangelio: Jesús que ha venido de Dios, vuelve a Dios, mientras los creyentes nos disponemos a seguir su mismo camino. El mismo Espíritu que guió y animó a Jesús, es el Espíritu que hoy guía y anima a la comunidad cristiana. El resto, es nuestra parte. Hacer que todo esto no se quede en buenas palabras...

SANTOS BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C. Tomo 2
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985, Págs. 271 ss.


 

24.

SEÑOR DE LA HISTORIA

A este Jesús lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Exaltado a la derecha de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo derramó según vosotros véis y oís (Hechos,2,32) Los calendarios y la geografía son un poco enemigos de la fe. Es verdad que una fe sin lugares y sin fechas es puro mito; pero los lugares y las fechas impiden la universalización y la interiorización de la fe. Cuando se llega al corazón del misterio, las fijaciones espacio-temporales inspiran una sonrisa o tal vez una compasiva a la vez que agradecida ternura: ¡Oh piedras, si yo os contara!.

Recuerdo que muy cerquita de Betania, entre los muros derruidos de una antigua capilla, hay sobre el suelo de una roca las huellas de unos pies. Los guías alborozados se apuran a aclarar que son las huellas de Jesús cuando se fue al alto cielo, ante la atónita mirada de los discípulos. La gente devotísima frota con sus pañuelos aquellas huellas que se antojan cercanas a Jesús. Tan admirable fe, bien merece que no se le advierta de algunos detalles; pero sí habría que decir que la Ascensión es otra cosa. Resurrección, Glorificación y posesión del Espíritu Santo, son aspectos de un mismo acontecer: Jesús es el Señor. El sepulcro, las pisadas y las lenguas de fuego están en los umbrales pedagógicos del acercamiento al misterio; si no avanzamos hacia el misterio la fe se diluye en superstición inútil.

A la inutilidad de las huellas y a la necesidad de entrar en el misterio quiere conducirnos San Lucas con la escenificación de la marcha de Jesús al alto cielo. El Cristo de la fe es el Jesús de la historia; pero los discípulos habrán de dar un paso decisivo, el paso de la fe en Cristo Resucitado y Señor de la historia: Su presencia de resucitado allí dónde y cómo él dijo que iba a estar. Cuando entiendan esta presencia nueva es cuando reconocerán que se acabó la otra presencia y nos contarán que le han visto irse. Aquel Jesús lejano e incomprensible de la historia es ahora el fundamento de sus vidas, el que hace exclamar a Pablo: «No vivo yo, es Cristo quien vive en mi»;o aquello que de Dios decía San Agustín: «es más íntimo a mí que yo mismo».

Hablar pues de la Ascensión no es hablar como pudiera parecer del último momento de la encarnación del Verbo; sino de la consumación de ese misterio, del más alto grado de presencia de Dios en la historia humana. Hablar de la Ascensión no es hablar de la ausencia de Cristo, sino de una nueva presencia que lleva a poder afirmar la identidad de Jesús con cada hombre y de cada hombre con él: «Venid benditos de mi Padre porque tuve hambre y me disteis de comer....; cuando lo hicisteis a uno de vuestros hermanos, a mi me lo hicisteis».

Por supuesto que la Ascensión se refiere a la misma Resurrección en tanto que es glorificación de Cristo, significada en la expresión: «sentarse a la derecha del Padre», aunque sabemos que ni se sentó, ni el Padre tiene derecha. Esta glorificación es lo que ciertamente celebra hoy la liturgia, lo que supone su triunfo sobre la muerte y la garantía del nuestro. Pero esta verdad no puede significar que Cristo se haya marchado de la historia. Es una glorificación en la historia y a favor de ella.

Jaime CEIDE
ABC/DIARIO 15-5-94


 

25.

RECUPERAR EL HORIZONTE

Ascendió al cielo...

Según el magnífico estudio «La esperanza olvidada» del pensador francés J. Ellul, uno de los rasgos que mejor caracterizan al hombre moderno es la pérdida de horizonte. El hombre actual parece vivir en «un mundo cerrado», sin proyección ni futuro, sin apertura ni horizonte.

Nunca los seres humanos habíamos logrado un nivel tan elevado de bienestar, libertad, cultura, larga vida, tiempo libre, comunicaciones, intercambios, posibilidades de disfrute y diversión. Y, sin embargo, son pocos los que piensan que nos estamos acercando «al paraíso en la tierra».

Han pasado los tiempos en que grandes sectores de la humanidad vivían ilusionados en construir un futuro mejor. Los hombres parecen cansados. No encuentran motivos para luchar por una sociedad mejor y se defienden como pueden del desencanto y la desesperanza. Son cada vez menos los que creen realmente en las promesas y soluciones de los partidos políticos. Un sentimiento de impotencia y desengaño parece atravesar el alma de las sociedades occidentales.

Las nuevas generaciones están aprendiendo a vivir sin futuro, actuar sin proyectos, organizarse sólo el presente. Y cada vez son más los que viven sin un mañana. Hay que vivir el momento presente intensamente. No hay mañana. Unos corren al trabajo y se precipitan en una actividad intensa y deshumanizadora. Otros se refugian en la compra y adquisición de cosas siempre nuevas. Muchos se distraen con sus programas preferidos de TV... Pero son pocos los que, al salir de ese cerco, aciertan a abrir un futuro de esperanza a sus vidas. Y, sin embargo, el hombre no puede vivir sin esperanza. Como decía Clemente de Alejandría, «somos viajeros» que siguen buscando algo que todavía no poseemos. Nuestra vida es siempre «expectación». Y cuando la esperanza se apaga en nosotros, nos detenemos, ya no crecemos, nos anulamos, nos destruimos. Sin esperanza dejamos de ser hombres.

Sólo quien tiene fe en un futuro mejor puede vivir intensamente el presente. Sólo quien conoce el destino camina con firmeza a pesar de todos los obstáculos. Quizás éste sea el mensaje más importante de la fiesta de la Ascensión para una sociedad como la nuestra. Para quien no espera nada al final, los logros, los gozos, los éxitos de la vida son tristes porque se acaban. Para quien cree que esta vida está secretamente abierta a la VIDA DEFINITIVA, los logros, los trabajos, los sufrimientos y gozos son anhelo, anuncio, búsqueda de la Felicidad final.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985, Pág. 177 s.


 

26.

UN LUGAR EN DIOS

¿Qué sentido puede tener la «ascensión» de Jesús al cielo en una época en que ningún hombre lúcido se imagina ya a Dios como un ser que vive en un lugar celeste, por encima de las nubes? Pero, sobre todo, ¿qué puede significar para nosotros un salvador que ha desaparecido lejos de nosotros, cuando lo que importa de verdad es la solución de los problemas de nuestro mundo cada vez más graves y amenazadores? Y, sin embargo, en este tiempo en que la progresiva explotación del mundo no parece ofrecernos toda la felicidad deseada y cuando se perfila incluso la posibilidad de un final catastrófico de la historia y no su consumación feliz, necesitamos escuchar más que nunca el mensaje que se encierra en la ascensión del Señor.

Creer en la ascensión de Jesús es creer que la humanidad de Cristo de la que todos participamos, ha entrado en la vida íntima de Dios de un modo nuevo y definitivo. Jesús se ha ocultado en Dios pero no para ausentarse de nosotros sino para vivir desde ese Dios una cercanía nueva e insuperable, e impulsar la vida de los hombres hacia su destino último.

CIELO/QUÉ-ES:Esto significa que el hombre ha encontrado en Dios un lugar para siempre. «El cielo no es un lugar que está por encima de las estrellas, es algo mucho más importante: es el lugar que el hombre tiene junto a Dios» (·Ratzinger).

Jesús mismo es eso que nosotros llamamos cielo, pues el cielo, en realidad, no es ningún lugar sino una persona, la persona de Jesucristo en quien Dios y la humanidad se encuentran inseparablemente unidos para siempre. Esto quiere decir que nos dirigimos al cielo, entramos en el cielo, en la medida en que dirigimos nuestra vida hacia Jesús y vamos adentrándonos en él. Dios tiene para los hombres un espacio de felicidad definitiva que Cristo nos ha abierto para siempre. Una patria última de reconciliación y paz para la humanidad.

Esto que será escuchado por muchos con sonrisa escéptica es, para el creyente, la realidad que sustenta al mundo y da sentido a la apasionante historia de la humanidad. Y cuando se desvanece esta esperanza última, el mundo no se enriquece sino que se vacía de sentido y queda privado de su verdadero horizonte. Los creyentes somos seres extraños en un mundo racionalizado, cerrado sólo a sus propias posibilidades, optimista unas veces y triste y desesperanzado otras, según los ciclos tan cambiantes de los éxitos y fracasos de la humanidad. Pero somos seres gozosamente extraños que llevamos en nosotros una fe que nos ofrece razones para vivir y esperanza para morir.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985,
Pág. 295 s.


 

27.

Todos buscamos ser felices, pero ninguno de nosotros sabe dar una respuesta clara cuando se le pregunta por la felicidad. ¿Qué es la felicidad? ¿En qué consiste realmente? ¿Cómo alcanzarla?

Más aún. Todos los hombres y mujeres andan tras ella, pero, ¿se puede lograr la verdadera felicidad? ¿No es buscar lo imposible? De hecho, las gentes parecen bastante pesimistas ante la posibilidad de alcanzarla. Los científicos no hablan de felicidad. Tampoco los políticos se atreven a prometerla ni a incluirla en sus programas.

FELICIDAD/NECESIDAD:Y, sin embargo, el hombre no renuncia a la felicidad, la necesita, la sigue buscando. Fernando Savater-F piensa que la felicidad «es imposible pero imprescindible». Julián Marias la define como «lo imposible necesario». Esta es la paradoja: no podemos ser plenamente felices y, sin embargo, necesitamos serlo.

Hay en nosotros un anhelo profundo de felicidad que nada ni nadie parece poder saciar plenamente. La felicidad es siempre «lo que nos falta», lo que todavía no poseemos. Para ser feliz, no basta lograr lo que andábamos buscando. Cuando, por fin, hemos conseguido aquello que tanto queríamos, pronto descubrimos que estamos de nuevo en el punto de partida, buscando otra vez felicidad.

Esta insatisfacción última del hombre no se debe a fracasos o decepciones concretas. Es algo más profundo. Está en el interior mismo del ser humano, y nos obliga a hacernos preguntas que no tienen fácil respuesta. Si la felicidad parece siempre «lo que nos falta», ¿qué es lo que realmente nos falta? ¿Qué necesitamos para ser felices? ¿Qué es lo que, desde el fondo de su ser, está pidiendo la humanidad entera?

FELICIDAD/DON:En su ensayo «Felicidad y salvación», el teólogo Gisbert ·Greshake-G ha planteado así la alternativa ante la que se encuentra el ser humano. O bien la felicidad plena es pura ilusión y el hombre, empeñado en ser plenamente feliz, es algo absurdo y sin sentido. O bien, la felicidad es regalo, plenitud de vida que sólo le puede llegar al hombre como gracia desde aquel que es la fuente de la vida. Ante esta alternativa, el cristiano adopta una postura de esperanza. Es cierto que, cuando anhelamos la felicidad plena, estamos buscando algo que no podemos darnos a nosotros mismos; pero hay una felicidad última que tiene su origen en Dios y que los hombres podemos acoger y disfrutar eternamente.

Lo decisivo es abrirse al misterio de la vida con confianza. Escuchar hasta el final ese anhelo de felicidad eterna que se encierra en el ser humano. Esperar la salvación como gracia que se nos ofrece con amor. La fiesta cristiana de la Ascensión es una invitación a no menospreciar la esperanza.

JOSE ANTONIO PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo C
SAN SEBASTIAN 1944, Pág. 53 s.


 

28.

-Nuevas presencias 
La nueva presencia de Jesús, después de la ascensión, no es tangible ni visible, pero sí es real y reconfortante. Incluso podemos decir que es más importante que la presencia anterior, cuando compartía con los discípulos. Por algo les dijo: «Os conviene que yo me vaya» (Jn/16/07).

Efectivamente, la presencia corporal es limitada y externa. Sólo nos revela parte del misterio, pero oculta más de lo que manifiesta. Está limitada también a un lugar y a un tiempo concretos; no puede estar a la vez en todos los sitios y en todos los siglos. Por otra parte, esta presencia sólo puede actuar desde fuera; no puede entrar en el misterio de la otra persona. La prueba de todas estas limitaciones la tenemos en los mismos discípulos, que gozaron de la presencia física de Jesús. Creían en él y lo amaban, pero cuando realmente llegaron a conocerlo y cuando se dejaron transformar por él, cuando se empaparon de su misterio, fue después que él se marchó. «Os conviene que yo me vaya». La presencia espiritual de Jesús es más íntima, más dinámica y más duradera. Puede actuar desde dentro -«intimior intimo meo»-, puede estar siempre con nosotros y puede estar a la vez en todos. Es el amigo invisible que nos acompaña incluso en el sueño, es la luz que enciende nuestras noches, la hoguera que calienta nuestro invierno, la fuerza que nos sostiene en la flaqueza, la alegría que compensa nuestras penas, el amor que transforma nuestra vidas.

MUNDO-SIN-X:Sin esta presencia de Cristo, todo sería distinta. Sin Cristo, ¿qué? Sin Cristo, ¿el hombre qué? Sin Cristo, ¿el mundo para qué? «La humanidad sin Cristo, se ha dicho, tiene tan poco sentido como una frase sin verbo». ¡Sin el Verbo! La historia sin el Verbo se perdería en el silencio y en el sin-sentido «El es el centro de la historia y del universo..., es el principio y el fin, el alfa y el omega, el rey del nuevo mundo, la arcana y suprema razón de la historia humana y de nuestro destino» (·Pablo-VI). Esta nueva presencia de Jesús se relaciona íntimamente con la presencia del Espíritu. «Porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Consolador; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn. 16 ,7). Al marchar Jesús, desde el cielo nos abre los veneros de la divinidad, el Espíritu se derrama sobre nosotros, y él nos recordará constantemente la presencia de Jesús, y nos lo enseñará todo y dará testimonio de Cristo. Esta presencia del Espíritu es más viva y eficaz. Consigue en poco tiempo lo que Jesús no pudo conseguir en tantos años. No nos cansaremos de agradecer a Jesús el que haya querido quedarse con nosotros y el que se haya unido a nosotros de manera tan indisoluble, tanto, que Dios y el hombre ya nunca puedan separarse.

-Descubrir su presencia 
Lo que se trata ahora es de encontrarle, de buscar los signos de su múltiple presencia. Creer es descubrir la presencia del Señor. Ya no es cuestión de «mirar al cielo» y esperar nuevas apariciones. Desde que Dios se encarnó y decidió quedarse entre nosotros, ya debemos buscarle aquí, en el hombre, en la historia, en los sacramentos. Todo tiene ya algún carácter sacramental, aunque son grados muy distintos: desde la palabra a la eucaristía, desde el pobre al niño, desde la comunidad al corazón de cada creyente. Es una maravilla. Sólo el amor puede facilitar tantas vías de encuentro. Todo está lleno de su presencia. «¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca?» (Dt. 4, 7).

CARITAS 1991 1. Pág. 238 s.


 

29. ¡USTED TIENE LA PALABRA! 

Cuando Lucas empieza a escribir los Hechos de los Apóstoles, siente la necesidad de comunicar, a «ese ilustre Teófilo», que él ya está cumpliendo el mandato de Jesús: «Id y proclamad... ». Por eso, dice: «En mi primer libro escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando... ». Es decir, Lucas entendió que los cristianos no podemos «quedarnos ahí plantados, mirando al cielo». La Iglesia no puede ser extática, contemplativa, añorante de sucesos pasados, conservadora y cerrada. Tiene que abrirse y extenderse. Tiene que poner todos los medios a su alcance para sembrar la semilla de Jesús en todos los campos: «Seréis mis testigos en Judea, etc».

Y es hermoso constatar que los primeros cristianos así lo entendieron. Una vez recibido el Espíritu, se convirtieron en un río impetuoso, portador del mensaje de Jesús: «No podemos menos de predicar todo lo que hemos visto y oído». Y aunque encontraron obstáculos peligrosos, su fe y su valentía lo fueron venciendo todo: «Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres».

Y esa es la verdad. Aunque en la Iglesia se han agazapado muchas cobardías, fallos y contradicciones, lo cierto es que ha ido poniendo en acción el bello programa que Pablo dictó a Timoteo: «Predica la palabra a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta con toda paciencia y deseo de instruir... ». Y eso, amigos, es muy hermoso. Hace unos días celebrábamos la jornada de los medios de comunicación social. Recordábamos que la Iglesia ha ido dando la bienvenida siempre a esos medios. Y así es. Porque, al principio, sólo existía «la palabra». La palabra limpia y clara, puro fonema salido de la criatura-hombre. Pero la palabra de la madre en casa, y del maestro en la escuela, y del sacerdote en el púlpito fueron portadores, mil veces, del mensaje de Jesús. Vino, después, la palabra escrita. Y la Iglesia hizo el apostolado de la prensa, del buen libro, de la editorial religiosa y estimuló al escritor que supo escribir desde la óptica de la fe. Recientemente ha muerto Graham Greene. Y, al evocar su ilustre figura, hemos repasado toda una galería de «novelistas católicos» (?) de nuestro tiempo, que, con el telón de fondo del evangelio, han construido sus apasionantes fabulaciones.

Vinieron, después, las «ondas» y, más tarde; la «imagen». Es decir, la radio, el cine, la televisión. La Iglesia es la primera que trabaja, y sueña, y exhorta, para que, desde esos medios, con libertad y responsabilidad, se informe, y se divierta, humanizando al hombre y no deshumanizándolo. En una palabra, los cristianos hemos de seguir en la tarea que Jesús nos encomendó poco antes de «ascender» a los cielos: «Id y proclamad». Es verdad que, a cada paso, se nos avisa, como en la parábola de Jesús, que «la cizaña crece junto al trigo». No es nada nuevo. Ya Pablo le advertía a Timoteo: «Vendrá un tiempo en que la gente no soportará la doctrina sana, sino que se rodeará de maestros a la medida de sus deseos».

Por eso, no podemos «quedarnos ahí plantados mirando al cielo». O mejor tendremos que «mirar al cielo y a la tierra» a la vez. Al cielo, para «escuchar la palabra» que tenemos que transmitir. Y a la tierra, para acertar con eficacia en el surco. Dicho «en román paladino»: «A Dios rogando y con el mazo dando». Hasta que veamos que «ese Jesús, que se ha ido al cielo, vuelve otra vez de la misma manera a la tierra».

ELVIRA Págs. 141 s.


 

30. «¿CUAN SOLOS, ¡AY!, NOS DEJAS?»

Se equivocaba Fray Luis. Cuando Lucas, en los Hechos, nos pinta tan plásticamente la Ascensión, no pretendía hacer una redacción teatral del hecho --tan distinta del estilo de Jesús--, una especie de viaje sideral. Ni tampoco cargar las tintas sobre la «soledad» de los apóstoles. Pretendía algo más rotundo y teológico. Pretendía varias cosas.

UNA.--Proclamar el triunfo de Jesús. En este final de su vida pública, hubo dos juicios, dos tribunales. Uno, en la tierra. Otro, en el cielo. Uno, muy provinciano, con jueces muy marionetas y miopes. Otro, muy supremo, capacitado para sentencias de calidad definitiva. El primero, condenó a Jesús, ya lo sabéis. Y lo degradó hasta someterlo a la muerte más ignominiosa, considerando a Jesús un usurpador de reinos, un malhechor. El segundo, «lo exaltó sobre todo nombre, ya que ante El se dobla toda rodilla, en el cielo, en la tierra y en los abismos». Y eso es lo que pintó Lucas: el hecho de que Dios exaltó a Jesús resucitándolo, ascendiéndolo y sentándolo a su derecha, ya que es «Dios de Dios», Rey verdadero.

DOS.--Terminaba su presencia física; pero no su «presencia». Bien claro lo confirma Mateo en el Evangelio de hoy: «Sabed que yo estaré con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos». Es decir, se va, pero se queda. Los apóstoles, naturalmente, se sienten tristes, confusos. Con muy poco adiestramiento para ese nuevo tipo de «presencia» que Jesús les asegura. Una rara mezcla de melancolía y consuelo, ya que todos ellos, como Tomás, cada uno de nosotros, entendían mas de «ver y palpar». Pero dejémonos de historias y escuchemos a Jesús: «El mundo no me verá, pero vosotros sí me veréis; y sabréis que yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros». El poema de Fray Luis es bellísimo, pero inexacto: «¡Cuán solos, ay, nos dejas!» No. «No os dejaré abandonados». Y los apóstoles supieron, y vieron, y nosotros sabemos y vemos, que el «Espíritu de Jesús» es un hecho en nuestras vida: «Aunque vayamos por un valle de tinieblas, no hay que temer: El va con nosotros».

TRES.--Les pasaba el «testigo» de su obra. Y se lo pasaba desde la cumbre de su «Ascensión», es decir, desde su categoría de Dios: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra: Id y haced discípulos...». ¿Qué quiere decir eso? Que lo que El hizo ahora lo tenemos que hacer nosotros. Que Cristo se «encarnaba» en la Iglesia. Y que si, hasta ese momento había sido «el tiempo de Jesús», desde entonces empezaba «el tiempo de la Iglesia». Con otras palabras: que la obra de «salvación y de implantación del Reino», que había realizado Jesús, no llegaba a su FIN, sino a su PRINCIPIO. Empezaban los «tiempos nuevos». El Maestro se fue (que no, que no se fue), y nos dejó «tarea». Una tarea que no acabará nunca mientras el mundo exista y El no vuelva. ¿Os acordáis ahora de sus parábolas? ¿Os acordáis de aquel «señor que repartió sus bienes entre los suyos y a uno le dio cinco talentos, y a otro dos, y a otro uno? «¿Recordáis cómo aquellos criados fueron dándole cuentas, cuando volvió, y le decían: «Señor, cinco talentos me diste; aquí tienes otros cinco»? Pues, eso es lo que hizo Jesús: el día de la Ascensión nos «marcó tarea». Por eso, aquellos «dos hombres vestidos de blanco», cuando vieron a los apóstoles absortos, «les dijeron: ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?» Es como si les dijeran: «¿No recordáis que tenéis tarea?».

ELVIRA Págs. 42 s.


 

31.

«Volverá»

-La Ascensión es fiesta de la esperanza, y por muchas razones. Primero, porque tenemos la promesa de su segunda venida, que será en gloria, «como le habéis visto marcharse». Las primeras generaciones cristianas creían que esta vuelta del Señor sería de inmediato, en cualquier momento. Pero el tiempo nos ha ido haciendo más pacientes. Tampoco llegó hacia el año 500, como pensaban algunos, ni hacia el 1000, como esperaban muchos, ni hacia el 2000, como ya nadie piensa ni se preocupa. «Volverá», es objeto de adviento, de oración y de esperanza. Nuestra esperanza no se centra tanto en esa venida gloriosa de Jesús al final de los tiempos, sino en esa venida íntima y gozosa de Jesús en cada momento. El puede venir a nosotros de muchas maneras y por muchos medios. El viene y llena nuestra vida de luz. Cuando él viene, mi yo desaparece. Cuando él viene, empieza la vida eterna. Esta venida del Señor va preparando la plenitud de su presencia. Cada vez que nos visita, nos ilumina y enriquece más, y nos capacita para un nuevo y más íntimo encuentro. Encuentro tras encuentro, gracia tras gracia, espera tras espera; así vamos celebrando nuestra fiesta de ascensión.

La Ascensión es esperanza, porque nos convence de nuestra posibilidad de ascender, del éxito final de todas las fuerzas ascendentes. La de Jesús no es más que la primera de todas las ascensiones.

La Ascensión es la respuesta al sentido último de la existencia, la culminación del proyecto del hombre ideal, el que se desarrolla en el amor, la realización de los deseos de eternidad que están latentes en todas las conciencias. Creemos en la posibilidad de superación. La trascendencia es posible. Podemos luchar por nuestros ideales, podemos sonar con un mundo distinto, podemos comprometernos en la transformación del mundo. Sabemos que lo que se siembra dará su fruto; lo que se entierra resucitará; lo que baja, subirá; el que sirve trascenderá y el que se entrega se colmará. La Ascensión, es verdad, nos hace levantar la mirada al cielo.

-Jerusalén, punto de llegada y partida

Jerusalén es la ciudad santa, el monte iluminado de que hablaban los profetas. Hacia Jerusalén ascendió Cristo, donde fue glorificado. «Venid, subamos al monte de Yahveh, al Templo del Dios de Jacob» (Is 2, 3). Jerusalén es punto de llegada, según el evangelio de Lucas. De Jerusalén al cielo. Pero ahora, siguiendo a los Hechos, Jerusalén será punto de partida. La luz de Jerusalén, la gloria y la salvación concentradas en el monte santo, se extenderán hacia todos los pueblos de la tierra. De Jerusalén a todo el mundo «Porque de Sión saldrá la Ley, y la palabra del Señor de Jerusalén» (Is 2, 3; cf. Miq 4, 2).

Y así fue. Jesús, el que realmente ilumina al mundo, el que «nos enseña los caminos de Dios para que sigamos sus senderos», recomendó a los discípulos que, una vez que fueran bautizados en el Espíritu Santo, recibirían la fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo». En el nombre del Mesías, «se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén».

-Tenemos que hacerle presente

Comienza así la misión, la hora del compromiso y el testimonio, la tarea de la Iglesia. Jesús volverá, pero tenemos que hacerlo presente nosotros con nuestra palabra y nuestra vida. Esperamos la vuelta del Señor, pero con una esperanza activa. Cristo marchó; ahora, sus discípulos tenemos que hacerle presente. El Señor quiere valerse de nosotros para repetir sus palabras y prolongar sus obras. Prestamos a Jesús nuestros labios, nuestras manos, nuestro corazón, para que él, en nosotros, siga bendiciendo, perdonando, curando, compartiendo. Un nuevo camino empieza Jesús a recorrer, un camino interminable que dura hasta el fin de los tiempos. Ya no es cuestión de quedarse mirando al cielo, sino de extender la mirada hacia los caminos y campos del mundo para que pueda llegar a todos la salvación de Dios.

Prolongar y completar la obra de Jesús; construir el Reino de Dios, el reino del amor y de la paz; inclinarse sobre las heridas y necesidades de los hombres; «proclamar la liberación a los cautivos» y proclamar el tiempo de la grada de Dios. El Señor nos manda para que vayamos donde se escuche un clamor, donde se sufra una injusticia, donde se sienta una soledad, donde haya «un demonio» que expulsar. El Señor nos envía para que seamos instrumentos de paz y fuerza de liberación. Nuestra misión es ir, como Jesús, por el mundo «haciendo el bien» y siendo testigos de la misericordia de Dios. Queda mucho por hacer, Dios mío. «La mies es mucha...». Todos estamos llamados a ser trabajadores y misioneros del Señor, cada uno según sus capacidades y carismas. Todo vale, con tal de que se haga movido por el Espíritu, es decir, desde el amor.

CARITAS 1995, 1. Pág. 264 ss.


 

32.

1. UN "MOMENTO" O PUNTO SIGNIFICATIVO DE LA PASCUA Que ahora la Ascensión se celebre en domingo tiene la ventaja de indicarnos claramente que es un punto significativo del misterio de Pascua que vamos celebrando todos estos domingos. Hoy celebramos la glorificación de Jesús: por la obediencia y la humillación de la muerte en la cruz, revestido de la carne en la que ofrecía el sacrificio único y definitivo, el Hijo participa de la vida y de la gloria del Padre a partir de su resurrección. La Ascensión es indisociable de la resurrección: es su consumación celestial. La resurrección del Señor desarrolla su riqueza y significado en las celebraciones pascuales mediante las fiestas específicas de la Ascensión y de Pentecostés: Pascua es Glorificación-Ascensión y también efusión del Espíritu Santo, como veremos el próximo domingo.

Hablando de hoy mismo, hay que prestar atención al hecho de que Lucas presenta dos fechas distintas para la Ascensión: a continuación del primer domingo de Pascua según el final de su evangelio, que leemos hoy, y cuarenta días después de la Pascua, según el comienzo del libro de los Hechos de los Apóstoles, que leemos cada año. Cabe señalar que los cuarenta días es un número simbólico: de preparación a una intervención extraordinaria de Dios. Los "cuarenta días" hicieron que la Ascensión se celebrara en jueves.

2. FINAL E INICIO

Significativamente en la misa de la Ascensión leemos el final y el inicio de dos libros del Nuevo Testamento: el final del evangelio de Lucas y el principio de los Hechos de los Apóstoles. La Ascensión, efectivamente, es principio y final. Es la culminación del itinerario vital de Jesús: su tensión es irse al Padre, poseer el Reino y la vida de Dios que le corresponde como Hijo; por otro lado, es el inicio del nuevo itinerario de los Apóstoles y de la comunidad cristiana: ya no verán más entre ellos al Señor, que tendrá para ellos una nueva presencia, la que le corresponde al Resucitado; tendrán con ellos el Espíritu Santo: "el don que el Padre ha prometido", que es el don de la plenitud, el don de los últimos tiempos. El Espíritu hará que los discípulos recuerden y entiendan la obra de Jesús y también que sean testimonios suyos "hasta los confines del mundo". "No se ha ido (a los cielos) para desentenderse de este mundo", como dice el prefacio: ha subido para estar presente de otro modo. Ya no tenemos a Jesús "según la carne", visible, palpable: lo encontramos en la Palabra, en la fracción del pan, en la comunidad reunida en su nombre. El Espíritu nos da testimonio de ello, nos lo hace percibir por la fe, da eficacia a la fe, a los sacramentos, al testimonio de los discípulos en el mundo.

3. ASCENSIÓN Y SACRAMENTALIDAD

Por eso el misterio de la Ascensión del Señor ha de ser entendido y celebrado como inicio efectivo de la sacramentalidad de la Iglesia en la historia presente: entre Pascua y la parusía. En la historia de la Salvación, la glorificación de Jesús nos muestra que él ha sido constituido cabeza de todo: Dios "lo dio a la Iglesia como cabeza. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos" (Ef 1, 23). La Iglesia animada y fortalecida por el Espíritu comienza a mostrarse y a actuar como Cuerpo de Cristo: sacramento universal de salvación. La Iglesia es quien hace presente al Señor aquí y ahora: por la predicación del Evangelio, por los sacramentos, por el testimonio de la caridad. Todo es sacramental en la Iglesia, porque todo es (ha de ser) demostración de gracia salvadora en la visibilidad del tiempo presente.

4. "ES YA NUESTRA VICTORIA"

La Ascensión nos despierta e infunde la gran esperanza. El tiempo pascual nos hace conscientes de que "hemos resucitado con Cristo". En este domingo pascual, la Ascensión nos comunica que con Cristo también nosotros hemos comenzado nuestra victoria. La oración colecta nos lo indica claramente: "La Ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria, y donde nos ha precedido él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo".

Hoy es pues la fiesta de la gran esperanza. Conviene remarcarla en un tiempo en que no solemos predicar del cielo. Hoy sí que habría que hacerlo. No para desentenderse de la tierra donde, según el evangelio y la lectura de los Hechos de los Apóstoles, tenemos que ser testimonios de Jesús y tenemos que predicar la Buena Noticia de la conversión y del perdón de los pecados. Pero hay que tener bien clara la meta, que para nosotros es la misma que la de Jesús: llegar al Padre, compartir la plenitud de la vida nueva, la gloria de Jesús, el Señor, llenarnos para siempre del amor y la alegría del Espíritu.

P. LLABRÉS
MISA DOMINICAL 1998, 7 23-24


33.

La Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo 
Homilía de Mons. Víctor Ochoa Cadavid durante la misa en la Iglesia Santa María in Traspontina, 24 de mayo de 1998

Nuevo tiempo y nueva historia 
Cristo es Señor de la vida y de la muerte 
Mirando a Cristo, encontremos nuestra santidad 
El Espíritu Santo en la Palabra de Dios que escuchamos 

«Volvieron con alegría a Jerusalén»

«Entonces Jesús, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, subiendo hacia el cielo»[1].

Queridos hermanos y hermanas: Hace cuarenta días celebrábamos la fiesta de la Pascua, «el día santo en que Nuestro Señor pasó de la muerte a la vida», que nos permitió recordar, con una bellísima simbología litúrgica, en el hoy de la celebración de la fe, nuestro Bautismo y asumir un renovado vigor en nuestra opción de vida cristiana.

Esa fiesta pascual se prolonga y se extiende en el tiempo humano y nos lleva, en la sabiduría de nuestra Madre la Iglesia, a esta celebración del misterio de la Ascensión, en el cual Jesucristo, victorioso sobre el pecado y la muerte, sube al Padre, en el cielo.

Nuevo tiempo y nueva historia

La fiesta de la Ascensión del Señor, que hoy celebramos, cierra el contacto personal de Cristo con sus discípulos. No podemos dudar de que la presencia de Cristo en la Iglesia está asegurada hasta el final de los tiempos.

En esta fiesta contemplamos a Cristo, glorioso en el cielo, junto al Padre. Él es el «Evangelio viviente del Padre»; en su existencia terrena Él ha anunciado la Buena Noticia de salvación a los hombres. Después de cumplir su misión en la tierra, anunciando la misericordia del Padre, es constituido Señor de la historia humana.

Al llegar Cristo al cielo sella definitivamente la redención del género humano. Hombre verdadero según la carne, es primicia de nuestra resurrección y es signo de esperanza para nuestra condición mortal y pecadora, signo claro de salvación. Llevando al cielo nuestra condición humana, Cristo es signo visible y claro de lo que un día nosotros seremos, en la gloria, después de nuestra lucha por la santidad y por la gracia.

Con la entrada de Cristo a la gloria del Padre, los Apóstoles deben comenzar a proclamar la Buena Noticia de este acontecimiento en toda la tierra. Podemos decir que se inicia un tiempo de misión y anuncio para la Iglesia, en el cual nosotros nos insertamos con nuestra acción apostólica. Este tiempo será sellado definitivamente con la llegada del Espíritu Santo.

La Iglesia, como depositaria de esta Palabra de verdad que es Cristo, lleva el Evangelio, anuncio de salvación, a todos los hombres, hasta los confines mismos de la tierra, sin hacer ninguna distinción acerca de la raza o de la lengua. En Jesucristo se cumple la profecía del Daniel: «A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás»[2].

Contemplamos en este misterio, queridos hermanos, cómo se cierra un momento en la historia de la salvación y se abre el tiempo de la Iglesia, necesitada del Espíritu Santo para evangelizar, para anunciar la Buena Nueva a toda la humanidad. Cristo debe reinar en cada uno de nosotros. A Él sólo debemos rendir culto y honor. Construyamos su imperio en medio de los hombres.

Cristo es Señor de la vida y de la muerte

Los invito, queridos hermanos, para que en este día descubramos en profundidad la liturgia del triunfo de Cristo que, resucitado, «es Señor de la vida y de la muerte»[3]. Nos dice San Pablo: «bajo sus pies sometió todas las cosas»[4]. La Ascensión de Cristo al cielo, conservando la plenitud de su humanidad, como primicia de redención, nos manifiesta la plenitud del poder que le ha sido concedido por el Padre. Mirando al cielo encontramos nuestra humanidad transfigurada, sin dolor, sin pecado y sin mal. Cristo es el Señor del cosmos y de la historia. En Él, en Jesucristo, la historia de la humanidad --y nuestra propia historia concretamente-- encuentra un nuevo valor y una nueva dimensión. Si queremos ser verdaderos discípulos de Cristo, tenemos que ser conscientes de su reino y de su poder. Cristo nos abre hoy la vía, el camino del cielo, como primicia, las puertas de la gloria del Padre. En esta fiesta encontramos a Jesús mismo, presente en nuestro recuerdo y conmemoración en la historia humana.

Mirando a Cristo, encontremos nuestra santidad

La vida de Cristo es una invitación a la santidad a la que estamos llamados todos nosotros. Si el Señor ha ido al cielo, ciertamente no estamos solos. Cristo glorificado permanece en su Iglesia.

Con la Ascensión ha iniciado la «última hora»[5] de la historia humana, en la cual tenemos una tarea y una misión: proclamar su mensaje y su salvación a todos los hombres.

Debemos unir el cielo y la tierra, con nuestro trabajo y con nuestra acción pastoral o apostólica.

Quisiera que, contemplando la gloria de Cristo, contempláramos nuestra propia debilidad, la necesidad que tenemos de la gracia de Cristo para poder completar en nosotros el proyecto de Dios. Recibiremos hoy el alimento de vida eterna que nos llena de fuerza y estimula para caminar hacia el cielo.

Cada uno de nosotros está llamado a la santidad, es decir a vivir según la voluntad de Dios.

El Espíritu Santo en la Palabra de Dios que escuchamos

La primera lectura que escuchamos en esta tarde, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles[6], está íntimamente ligada al Evangelio de San Lucas[7], completa las palabras de Cristo mismo, la seguridad de que en nuestro empeño y en nuestra acción tendremos la compañía del Espíritu Santo: «Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo»[8].

Como creyentes, como discípulos de Cristo podemos tener la tentación de permanecer como los Apóstoles, mirando fijo al cielo, olvidándonos de la tarea y de la consigna que el Señor ha dado a sus discípulos: «Id a todo el mundo y predicad el Evangelio»[9]. Todos los cristianos hemos recibido de Cristo esta invitación a ser sus testigos, a ser sus anunciadores.

El Apóstol San Pablo nos invita a reconocer el «Espíritu de sabiduría y revelación»[10] para conocerlo, para poder «comprender cuál es la esperanza a la que os llama»[11].

El libro de los Hechos nos dice que los Apóstoles «lo vieron levantarse hasta que una nube se los quitó de la vista»[12]. Nos sucede hoy lo mismo. Durante las celebraciones de la Pascua que propiciaron en nosotros una intensa reflexión hemos visto levantarse a Cristo, de la muerte, hasta la gloria del Padre. Pero no podemos quedarnos a contemplar el misterio, debemos --contemplándolo-- anunciarlo a todos los hombres.

Quisiera que en esta celebración trajéramos las circunstancias que nos reúnen en este bellísimo templo de Santa María in Traspontina. Ustedes han llegado a Roma, para encontrar al Papa, junto con otros movimientos apostólicos, para escuchar su palabra y ser confirmados en la fe. Traen la alegría y la esperanza de tantos y tantos jóvenes que quieren comprometerse con el Evangelio y con Cristo glorioso. Celebrando esta fiesta tenemos que poner a Cristo en el centro de nuestra historia y de nuestra esperanza. Tenemos también que poner a la Iglesia y al Evangelio que anuncia en el centro de nuestra vida.

Esta peregrinación a Roma debe ser para ustedes un encuentro privilegiado con Cristo y con su Iglesia, con el Sucesor de Pedro que es garantía y seguridad en la fe. En esta ciudad está el Obispo de Roma, el Papa, el cual es el centro de la unidad de la Iglesia, la piedra sobre la cual se apoyan todos los miembros y las "construcciones" eclesiales, sin la cual no se puede tener la seguridad de la presencia de Cristo. El encuentro que tendrán con el Papa Juan Pablo II, apóstol incansable, marcará en ustedes un momento significativo e importante para su camino de fe. Roma aparece ante ustedes en toda su riqueza eclesial. Es una ciudad que nos evangeliza y nos conforta con el testimonio de una fe vivida durante siglos. Una ciudad que nos muestra la fuerza evangelizadora de los mártires y de los santos.

Traen ustedes la alegría y la esperanza de la Iglesia que busca el camino para servir mejor al Señor. Este camino de peregrinación "en Roma", junto a los Sepulcros de los Apóstoles Pedro y Pablo, tiene que ser para cada uno de nosotros la manera de buscar más intensamente la santidad, a la cual tenemos que dedicar nuestros carismas y acción apostólica.

«Volvieron con alegría a Jerusalén» [13]

Llevemos la alegría del encuentro con Cristo, después de haber mirado al cielo. Vivamos en la esperanza de encontrar a Cristo en su reino, como lo diremos en el Prefacio de la Santa Misa. Esperanza de poder ser fieles hasta el final, de empeñarnos cada vez más en la evangelización y en el anuncio de su Evangelio en medio de los hombres. En estos días la Iglesia entera se reúne en oración, junto con Santa María la Virgen, para pedir el don del Espíritu Santo, el «Consolador», la fuerza y la vitalidad, aquel que debe aconsejarnos y ayudarnos en nuestro camino de vida cristiana.

Hoy precisamente es la memoria de Santa María "Auxilio de los cristianos". Pidámosle que nos ayude a ser verdaderamente hijos de Dios, reconociendo el señorío de Cristo sobre la historia y sobre el mundo.

Que Nuestra Señora bendiga, guíe y acompañe el camino de cada uno de los miembros del Movimiento de Vida Cristiana, del Sodalicio, de sus superiores.

........................
[1] Lc 24,50-51.
[2] Dan 7,14.
[3] Rom 14,9.
[4] Ef 1,22.
[5] 1Jn 2,18.
[6] Ver Hch 1,1-11.
[7] Ver Lc 24,46-53.
[8] Hch 1,8.
[9] Mc 16,15.
[10] Ef 1,17.
[11] Ef 1,18.
[12] Hch 1,9.
[13] Lc 24,52.


34. Juan Pablo II

La Ascensión: misterio anunciado

 

1. Los símbolos de fe más antiguos ponen después del artículo sobre la resurrección de Cristo, el de su ascensión. A este respecto los textos evangélicos refieren que Jesús resucitado, después de haberse entretenido con sus discípulos durante cuarenta días con varias apariciones y en lugares diversos, se sustrajo plena y definitivamente a las leyes del tiempo y del espacio, para subir al cielo, completando así el “retorno al Padre” iniciado ya con la resurrección de entre los muertos.

 

En esta catequesis vemos cómo Jesús anunció su ascensión (o regreso al Padre) hablando de ella con la Magdalena y con los discípulos en los días pascuales y en los anteriores la Pascua.

 

2. Jesús, cuando encontró a la Magdalena después de la resurrección, le dice: “No me toques, que todavía no he subido al Padre; pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (Jn 20,17).

 

Ese mismo anuncio lo dirigió Jesús varias veces a sus discípulos en el período pascual. Lo hizo especialmente durante la última Cena, “sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre..., sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía” (Jn 13, 1-3). Jesús tenía, sin duda, en la mente su muerte ya cercana y, sin embargo, miraba más allá y pronunciaba aquellas palabras en la perspectiva de su próxima partida, de su regreso al Padre mediante la ascensión al cielo: “Me voy a aquel que me ha enviado” ( Jn 16, 5): “ Me voy al Padre, y ya no me veréis” (Jn 16, 10). Los discípulos no comprendieron bien, entonces, qué tenía Jesús en mente, tanto menos cuanto que hablaba de forma misteriosa: “Me voy y volveré a vosotros”, e incluso añadía: “Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que yo” (Jn 14, 28). Tras la resurrección aquellas palabras se hicieron para los discípulos más comprensibles y transparentes, como anuncio de su ascensión al cielo.

 

3. Si queremos examinar brevemente el contenido de los anuncios transmitidos, podemos ante todo advertir que la ascensión al cielo constituye la etapa final de la peregrinación terrena de Cristo. Hijo de Dios, consubstancial al Padre, que se hizo hombre por nuestra salvación. Pero esta última etapa permanece estrechamente conectada con la primera, es decir, con su “descenso del cielo”, ocurrido en la encarnación Cristo “salido del Padre” (Jn 16, 28) y venido al mundo mediante la encarnación, ahora, tras la conclusión de su misión, “deja el mundo y va al Padre” (Cfr. Jn 16, 28). Es un modo único de “subida” como lo fue el del “descenso” Solamente el que salió del Padre como Cristo lo hizo puede retornar al Padre en el modo de Cristo. Lo pone en evidencia Jesús mismo en el coloquio con Nicodemo: “Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo” (Jn 3, 13). Sólo Él posee la energía divina y el derecho de “subir al cielo”, nadie más. La humanidad abandonada a sí misma, a sus fuerzas naturales, no tiene acceso a esa “casa del Padre” (Jn 14, 2), a la participación en la vida y en la felicidad de Dios. Sólo Cristo puede abrir al hombre este acceso: Él, el Hijo que “bajó el cielo”, que “salió del Padre” precisamente para esto. Tenemos aquí un primer resultado de nuestro análisis: la ascensión se integra en el misterio de la Encarnación, que es su momento conclusivo.

 

4. La Ascensión al cielo está, por tanto, estrechamente unida a la “economía de la salvación”, que se expresa en el misterio de la encarnación y, sobre todo, en la muerte redentora de Cristo en la cruz Precisamente en el coloquio ya citado con Nicodemo, Jesús mismo, refiriéndose a un hecho simbólico y figurativo narrado por el Libro de los Números (21, 4-9), afirma: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado (es decir, crucificado) el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna” (Jn 3, 14-1 5).

 

Y hacia el final de su ministerio, cerca ya la Pascua, Jesús repitió claramente que era Él el que abriría a la humanidad el acceso a la “casa del Padre” por medio de su cruz: “cuando sea levantado en la tierra, atraeré a todos hacia mi” (Jn 12, 32). La “elevación” en la cruz es el signo particular y el anuncio definitivo de otra “elevación” que tendrá lugar a través de la ascensión al cielo. El Evangelio de Juan vio esta “exaltación” del Redentor ya en el Gólgota. La cruz es el inicio de la ascensión al cielo.

 

5. Encontramos la misma verdad en la Carta a los Hebreos, donde se lee que Jesucristo, el único Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza, no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro” (Heb 9, 24). Y entró “con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna: “penetró en el santuario una vez para siempre” (Heb 9, 12). Entró, como Hijo “el cual, siendo resplandor de su gloria (del Padre) e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas” (Heb 1, 3)

 

Este texto de la Carta a los Hebreos y el del coloquio con Nicodemo (Jn 3, 13) coinciden en el contenido sustancial, o sea en la afirmación del valor redentor de la ascensión al cielo en el culmen de la economía de la salvación, en conexión con el principio fundamental ya puesto por Jesús “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Jn 3, 13).

 

6. Otras palabras de Jesús, pronunciadas en el Cenáculo, se refieren a su muerte, pero en perspectiva de la ascensión: “Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros. Vosotros me buscaréis, y adonde yo voy (ahora) vosotros no podéis venir” (Jn 13, 33). Sin embargo, dice en seguida: “En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho, porque voy a prepararos un lugar” (Jn 14, 2).

 

Es un discurso dirigido a los Apóstoles, pero que se extiende más allá de su grupo. Jesucristo va al Padre (a la casa del Padre) para “introducir” a los hombres que “sin Él no podrían entrar”. Sólo Él puede abrir su acceso a todos: Él que “bajó del cielo” (Jn 3, 13), que “salió del Padre” (Jn 16, 28) y ahora vuelve al Padre “con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna” (Heb 9, 12). Él mismo afirma: “Yo soy el Camino nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14, 6).

 

7. Por esta razón Jesús también añade, la misma tarde de la vigilia de la pasión: “Os conviene que yo me vaya.” Sí, es conveniente, es necesario, es indispensable desde el punto de vista de la eterna economía salvífica. Jesús lo explica hasta el final a los Apóstoles: “Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré” (Jn 16, 7). Si. Cristo debe poner término a su presencia terrena, a la presencia visible del Hijo de Dios hecho hombre, para que pueda permanecer de modo invisible, en virtud del Espíritu de la verdad, del Consolador) Paráclito. Y por ello prometió repetidamente: “Me voy y volveré a vosotros” (Jn 3. 28).

 

Nos encontramos aquí ante un doble misterio: El de la disposición eterna o predestinación divina, que fija los modos, los tiempos, los ritmos de la historia de la salvación con un designio admirable, pero para nosotros insondable; y el de la presencia de Cristo en el mundo humano mediante el Espíritu Santo, santificador y vivificador: el modo cómo la humanidad del Hijo obra mediante el Espíritu Santo en las almas y en la Iglesia) verdad claramente enseñada por Jesús) permanece el envuelto en la niebla luminosa del misterio trinitario y cristológico, y requiere nuestro acto de fe humilde y sabio.

 

8. La presencia invisible de Cristo se actúa en la Iglesia, también de modo sacramental. En el centro de la Iglesia se así encuentra la Eucaristía. Cuando Jesús anunció su institución por vez primera, muchos “se escandalizaron” (Cfr. Jn 6, 61), ya que hablaba de “comer su Cuerpo y beber su Sangre”. Pero fue entonces cuando Jesús reafirmó: “¿Esto os escandaliza? ¿Y cuándo veáis al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es el que da la vida, la carne no sirve para nada” (Jn 6, 61-63) .

 

La Jesús habla aquí de su ascensión al cielo cuando su Cuerpo terreno se entregue a la muerte en la cruz, se manifestará el Espíritu “que da la vida”. Cristo subirá al Padre, para que venga el Espíritu. Y, el día de Pascua, el Espíritu glorificará el Cuerpo de Cristo en la resurrección. El día de Pentecostés, el Espíritu sobre la Iglesia para que, renovado en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo, podamos participar en la nueva vida de su Cuerpo glorificado por el Espíritu y de este modo prepararnos para entrar en las “moradas eternas”, donde nuestro Redentor nos ha precedido para prepararnos un lugar en la te “Casa del Padre” (Jn 14, 2). 

(Catequesis del 5 de abril de 1989)


35. Fray Nelson Domingo 8 de Mayo de 2005
Temas de las lecturas: Se fue elevando a la vista de sus apóstoles * Lo hizo sentar a su derecha en el cielo * Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra.

1. La Resurrección: Un Nuevo Comienzo
1.1 Es interesante destacar en la primera lectura de hoy que Lucas resume la enseñanza de Cristo Resucitado, en sus apariciones a los discípulos, como una predicación sobre el Reino de Dios. Recordamos bien que el inicio de su ministerio público fue un anuncio similar: "El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos y creed en el evangelio" (Marcos 1,15). Y luego el mismo Lucas se deleita contándonos cuántas comparaciones usó Jesús en esta tierra para que comprendiéramos algo de los misterios del Reino.

1.2 Aprendemos de aquí que en la Resurrección del Señor se da como un nuevo comienzo. El proyecto de Jesucristo no ha cambiado. Ni siquiera la muerte lo ha cambiado. Torturarlo, abandonarlo, crucificarlo, llevarlo a la muerte y depositarlo en el sepulcro... nada de ello fue capaz de romper la obediencia de amor de Cristo hacia su Padre. Una vez levantado de entre los muertos, no tiene un nuevo proyecto sino el mismo de siempre: que el nombre de Dios sea glorificado, que su voluntad sea escuchada y obedecida; en resumen: ¡que venga el Reino de Dios, que Dios reine!

1.3 Tampoco los discípulos han cambiado mucho en sus proyectos propios. Siguen esperando una gran victoria política, si no militar. Por eso preguntan si ha llegado el tiempo de restaurar el reino "de Israel." Jesús les habla del reino "de Dios" pero ellos quieren oír del reinado "de Israel." Su inteligencia tiene un límite, que es el límite de sus intereses. A veces creemos que la razón humana puede muchas cosas pero la realidad es que sólo puede escuchar aquello que el corazón le da permiso de escuchar y por eso, aunque diga que es señora, la razón es siempre sierva del amor.

1.4 Por eso Jesús les anuncia no una nueva predicación, que ya les ha predicado bastante, sino un nuevo amor. Eso será la efusión del Espíritu Santo, cuya fiesta está próxima en nuestra liturgia: será un nuevo amor. Con un nuevo corazón palpitando en nuestro pecho habrá también nuevas razones, las razones de Dios, que podrán entrar a nuestra mente.

2. Cristo Asciende a los Cielos
2.1 Después de anunciarles el "nuevo amor," es decir, el don del Espíritu, le vieron subir a los cielos. No se trata, por supuesto, de un cambio geográfico en la residencia del Resucitado. Mucho más que eso, la ascensión es como una parábola, como una enseñanza más con la que el Maestro de Galilea quiere inculcar a los suyos el camino que va hacia la gloria. Se puede decir, y no es abuso, que esta aparición en que se vio al Resucitado ascender a los cielos, vino a ser como una catequesis preciosa. Veamos qué podemos aprender de ella.

2.2 Cristo en sus apariciones les había mostrado las llagas de la Cruz. No se las quitó cuando subió al cielo. Es nuestra humanidad misma, con su carga de aflicciones y dolores, la que asciende con Jesús y se confunde con la gloria celestial. Cristo no dejó al Padre viniendo a la tierra; no nos deja ahora a nosotros subiendo a los cielos.

2.3 La nube es la imagen de la presencia misteriosa y gloriosa de Dios. La nube se ve pero no deja ver. Sabemos que está pero no somos dueños de lo que no vemos y que en cambio nos envuelve y posee. Así es Dios, así es su misterio.

2.4 Los ángeles reprochan blandamente a los apóstoles: "¿qué hacen allí parados mirando al cielo?" Estas palabras, que son como el despertar después de lo que parecería un sueño, indican dos cosas: primero, que es tiempo de ir a lo nuestro, es decir, a nuestras tareas y a seguir el camino, porque ya sabemos que ese camino no acaba en absurdo y muerte, sino en la paz y la gloria. Segundo, tales palabras insinúan que el misterio de la gloria de Cristo no está completo aún: "volverá como lo han visto alejarse."


36. El cielo es tuyo ¿Subes o te quedas?

37. Publicamos a continuación la carta semanal del obispo de Córdoba, monseñor Demetrio Fernández, con motivo de la fiesta de la Ascensión:
 
La fiesta de la Ascensión del Señor señala la entronización de Jesús como Señor y Rey a la derecha del Padre para interceder por nosotros y para venir glorioso al final de los tiempos, cuando todo le sea sometido, incluso la muerte. Es una fiesta de gloria, es una fiesta de victoria, es una fiesta muy gozosa.
A los cuarenta días de su resurrección, Jesús subió al cielo. Es decir, dejó de ser visto por sus apóstoles, que nos enseñaron a esperarlo hasta su venida gloriosa. La ascensión de Jesús al cielo inaugura una etapa de comunicación fluida entre el cielo y la tierra. Desde entonces, el cielo no es algo lejano. Tenemos allí, junto al Padre, a uno de nuestra propia carne, el enviado del Padre para redimir a los hombres por su sangre en la Cruz.
Y desde el cielo tira de todos nosotros como hacia la patria que nos espera. Pensar en el cielo no nos hace ajenos a la tierra, no nos distrae de los problemas de este mundo, no nos hace extraños a la misión que se nos ha encomendado. Pensar en el cielo es vivir en la realidad, hemos nacido para el cielo. Por el contrario, prescindir de este aspecto de nuestra existencia es como si nos aserraran la cabeza para caber en las medidas de este mundo, es como achatar nuestra figura para quedar reducidos a lo puramente mundano.
La ascensión del Señor nos hace mirar a lo alto, mirar al cielo a donde Jesús se ha ido para atraernos a todos hacia él. Mirar al cielo es levantar el vuelo de nuestras aspiraciones y ensanchar el horizonte de nuestra vida. Mirar al cielo es lo propio de quien espera una vida mejor después de la vivida en la tierra, el que espera la vida eterna.
María santísima ya está con su hijo Jesús en el cielo, en cuerpo y alma. Celebramos esta fiesta el 15 de agosto. Y no podía ser de otra manera, que la que nos ha dado la alegría de la salvación no conociera la tristeza del sepulcro. Los demás santos han volado en el espíritu hasta el cielo, mientras su cuerpo espera la resurrección gloriosa en el último día. La muerte señala el paso de la tierra al cielo, no es por tanto el final, sino el tránsito doloroso hacia una situación mejor, el cielo que nos espera.
Si somos, por tanto, ciudadanos del cielo que todavía viven en la etapa terrena, debemos vivir con Cristo que está sentado junto al Padre. Esa es nuestra morada. Con esta certeza y con esta esperanza, nos ponemos a la tarea de cada día, cuya meta es llevar a Jesucristo a todos los hombres e ir transformando este mundo, haciéndolo cada vez más parecido al cielo. Las ideas marxistas dicen que si miramos al cielo, nos desentendemos de la tierra. Nada más falso. Precisamente los santos son los que han tenido más capacidad para transformar la historia y llenarla de amor, porque su corazón ha estado lleno de Dios. Otras ideologías de hoy prescinden de esta dimensión, que la consideran ilusoria o como muy a largo plazo. Y sin embargo, cada uno de nuestros actos adquiere una dimensión inmensa si actuamos en la perspectiva del cielo, como nos enseñan los santos.
Fiesta de la Ascensión, para subir al cielo con Jesús. Que esta fiesta ensanche nuestro corazón, lo llene de esperanza y nos abra un horizonte que no tiene fin. Cristo ha vencido la muerte y nos garantiza la victoria sobre todos los males de nuestro mundo. Él es nuestra esperanza. Su victoria es nuestra victoria. Gocemos con él por su triunfo en este día y sepamos descubrir esta victoria en los múltiples contratiempos de la vida.
 
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández