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HOMILÍAS PARA EL DOMINGO SEGUNDO DE NAVIDAD
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43. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO
Comentarios Generales
Eclesiástico 24, 1-4. 12-16:
Este canto a la «Sabiduría» de Dios es el más bello y elevado de cuantos le
dedican los libros inspirados:
- Más que la Sabiduría, atributo divino, aparece ante nosotros la «Sabiduría»,
Hipóstasis o Persona divina; unida íntimamente a Dios y a la vez distinta de El.
- Se nos prepara la revelación del Misterio del Padre y del Hijo; «Sabiduría»
que procede de la boca de Dios (3). Es su «Verbo», su «Palabra», su «Hijo».
Y si tiene relaciones íntimas con Dios, las tiene también con el universo.
Respecto del cosmos: lo crea, ordena, gobierna (5. 6).
Respecto de los hombres: «Domina sobre todo pueblo y nación» (6).
Respecto de Israel: Israel es su «heredad» predilecta (7). Y la «Nube» o Columna
de fuego del Desierto (4), el culto del Templo, la Ley (10. 23), son otros
tantos «signos» de la presencia e inhabitación de la «Sabiduría» en Israel.
- Pero aún prepara un acercamiento más humano y personal, pues en el plan divino
se le ha dicho: «Pon tu tienda en Jacob» (8). Se nos acercará hasta acampar,
hasta convivir con nosotros. San Juan es quien en el prólogo de su Evangelio nos
va a enseñar cómo todas estas intuiciones de los Autores Inspirados se han
cumplido plenamente al tomar naturaleza humana el Verbo = Sabiduría de Dios:
«Dios eterno y omnipotente, luz de las almas fieles, dígnate henchir el mundo
todo de tu Gloria, revelarte a todos los pueblos por la claridad de tu luz» (Collecta).
Efesios 1, 3-6. 15-18:
San Pablo ve realizada en Cristo y por Cristo esta magnífica epopeya de la
«Sabiduría», el Hijo de Dios encarnado:
- Dios ab aeterno, de pura gracia, en su Hijo (Verbo-Sabiduría) nos elige, nos
ama, nos piensa, nos predestina (3. 4), para que seamos el Pueblo de Dios, la
Familia de Dios, sus hijos. Y nos ve en Cristo porque el plan de amor del Padre
es hacernos partícipes de la filiación divina: «Por Jesucristo nos predestinó a
la filiación divina. Para que alabemos la gloria de su gracia con la cual nos
agració en el Amado» (6). Redimidos, agraciados, amados (Gál 4, 3).
- Este plan eterno del amor de Dios se realiza a raíz de la Encarnación: en la
Era Mesiánica cuando todo se restaura, se recrea, se armoniza en Cristo: Toda la
humanidad queda integrada en el «Misterio de Cristo».
- En los vv 15-18 pide San Pablo a Dios que todos lleguemos a un mayor
conocimiento de este plan de amor. Eternamente hemos sido amados y escogidos en
Cristo. Y eternamente seremos amados y glorificados en Cristo: «No ceso de
pedir... que iluminados los ojos de vuestro corazón, podáis conocer a qué
esperanza habéis sido llamados; cuáles son los tesoros de gloria, cuál la
herencia de los santos» (18). En la Carta a los Romanos nos dice San Pablo con
igual audacia: «Desde antes de todo tiempo nos conoció Dios; y nos preeligió
amoldados a la Imagen, su Hijo; de modo que Este sea Primogénito entre muchos
hermanos. Y a los que preeligió también los llamó; y a los que llamó también los
justificó; y a los que justificó también los glorificó» (R 8, 29). De eternidad
a eternidad, el Padre por el Hijo y en el Hijo (su Verbo-Sabiduría) nos ama, nos
justifica, nos salva, nos glorifica.
Juan 1, 1-18:
Las expresiones del A.T. acerca de la Sabiduría (Prov 8, 22; Ecclo. 24, 3-32) o
«Palabra» (Gn 1; Sl 38, 6; Is 55, 9) de Dios, podían interpretarse como una
«personificación» poética de la acción o de los atributos divinos:
- El N.T. nos va a revelar claramente que esta Sabiduría-Palabra es eterna y
subsistente. Es una Persona divina: el Verbo de Dios, el Hijo que desde siempre
y para siempre existe con Dios y en Dios. Y es Dios. Vive en la Gloria del Padre
(15). En su intimidad filial: «En su regazo» (18). Todo cuanto tiene ser, luz,
vida (natural o sobrenatural) de El la recibe (3). Este Hijo de Dios eterno se
viste de nuestra carne (14). Viene a nosotros visible y amable; y también
pasible y mortal: «Acampa con nosotros» (Jn 1, 14; Ecclo. 24, 8).
Lo que en el A.T. era «signo» es ahora realidad. En el desierto: «Nube», Columna
de Luz, Maná, Agua de la Roca... Ahora tenemos la Luz y la Vida que vence toda
tiniebla y toda muerte. «La Gracia y la Verdad» (= Luz y Vida) no pudo darlas
Moisés (17). Las da Cristo. Moisés sólo dio «signos».
- El Unigénito del seno del Padre viene a nosotros. Y todos inmersos en la
plenitud de su gracia (16), hechos partícipes de su filiación (12-13), somos por
El arrebatados a la Gloria del Padre (18): Hijos de Dios amados y glorificados
en el Hijo Unigénito. Sí, en el Hijo somos hijos; y Palabra; y Luz; y Vida; y
como el Hijo vivió en el Padre y en el mundo nosotros vivimos en el mundo y en
el Padre. Y para esto nos alimentamos de la Eucaristía que es el Pan de los
hijos: Maná y viático, luz y vigor, espíritu y vida.
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SAN AGUSTÍN
El precio para comprar la Palabra es el mismo comprador
El comienzo del evangelio de san Juan que se nos acaba de leer, amadísimos
hermanos, reclama la pureza del ojo del corazón. En él se nos presenta a nuestro
Señor Jesucristo, tanto en su divinidad en cuanto creador de todo, como en su
humanidad en cuanto reparador de la criatura caída. En el mismo evangelio
encontramos quién fue Juan y cuál su grandeza. En la excelencia, pues, del
ministro podemos entrever cuán alto es el precio de la palabra que tal boca pudo
proferir; mejor, cómo carece de precio la Palabra que supera a todas las
palabras. Es por relación a su precio por lo que una cosa se la iguala a otra o
se la pone por debajo o por encima. Si alguien la compra en su valor hay
ecuación entre el precio y lo comprado; si en menos, la cosa le queda por
debajo; si en más, por encima. Pero a la Palabra de Dios nada puede igualarse,
ni es posible hacerla bajar de precio ni que nada la supere. Todas las cosas
pueden quedar por debajo de la Palabra de Dios, puesto que todas han sido hechas
por ella (Jn 1,3), mas no en concepto de precio de la Palabra, como si pudiese
alguien apropiárselo dando algo.
Con todo, si puede hablarse así, y alguna razón o la costumbre admite este
lenguaje, el precio para comprar la Palabra es el mismo comprador, si se da a sí
mismo a esta Palabra en beneficio de sí mismo. Así, cuando compramos algo,
recurrimos a algo que dar, para, dado su valor equivalente, adquirir la cosa que
deseamos comprar. Ahora bien, lo que damos es algo exterior a nosotros; o si
está en nosotros, sale de nosotros lo que damos, para que venga a nosotros lo
que compramos. Sea cual sea el valor al que recurre quien compra, necesariamente
acontece que uno da lo que tiene para adquirir lo que no tiene. Mas quien da el
precio permanece siendo el mismo, aunque se le agrega aquello por lo que ha dado
el precio. En cambio, quien quiera comprar esta Palabra, quien quiera poseerla,
no busque fuera de sí qué dar, dése a sí mismo. Al hacerlo no se pierde a sí
mismo como pierde el precio cuando compra algo.
La Palabra de Dios se ofrece a todos; cómprenla quienes puedan. Pueden todos los
que piadosamente lo quieren. En esa Palabra se encuentra la paz; y paz en la
tierra a los hombres de buena voluntad (Cf. Lc 2,14). Por tanto, quien quiera
comprarla, dése a sí mismo. Él es como el precio de la Palabra, si es posible
expresarse así; quien lo da no se pierde a sí mismo, a la vez que adquiere la
Palabra por la que se da, y se adquiere a sí mismo en la Palabra por la que se
da. ¿Qué da a la Palabra? Nada que no pertenezca ya a aquella por quien se da;
antes bien, se devuelve a la Palabra para que ella rehaga lo que por ella fue
hecho. Todas las cosas fueron hechas por ella (Jn 1,3). Si todas las cosas,
también el hombre. Si el cielo, si la tierra, si el mar, si cuanto hay en ellos,
si toda criatura, más evidente es aún que también fue creado por la Palabra el
hombre hecho a imagen de Dios.
No nos ocupamos ahora, hermanos, de cómo puedan entenderse estas palabras: En el
principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era
Dios (Jn. 1,1). Pueden ser entendidas de manera inefable; su inteligencia no la
procuran las palabras humanas. Nos ocupamos de la Palabra de Dios e indicamos
por qué no se la comprende. No hablamos ahora para hacerla comprensible, sino
que exponemos lo que impide su comprensión. La Palabra de Dios es una cierta
forma, pero una forma no formada, forma de todos los seres que tienen forma;
forma inmutable, estable, a la que nada le falta; sin tiempo ni lugar, que lo
trasciende todo, que se alza por encima de todas las cosas, fundamento donde se
apoyan y remate que a todas cobija.
Si dices que todas las cosas están en ella, dices verdad. A la misma Palabra se
la designó como Sabiduría de Dios, pues dice la Escritura: Hiciste todas las
cosas en la Sabiduría (Sal 103,24). Así, pues, en ella están todas las cosas y,
con todo, por ser Dios, todas están debajo de ella. De lo dicho se deduce lo
incomprensible del texto leído. Pero fue leído no para que el hombre lo
comprenda, sino para que se duela de no comprenderlo, descubra lo que le impide
la comprensión, lo remueva y suspire por la percepción de la Palabra
inconmutable, una vez que él haya cambiado de peor a mejor. La Palabra no
obtiene provecho ni crece cuando la conocen; sea que tú te quedes, te marches o
vuelvas, ella permanece íntegra en sí, aunque renueva todas las cosas. Es, pues,
la forma de todas la cosas, forma no hecha, sin tiempo ni lugar, como dijimos.
Todo lo contenido en un lugar está circunscrito. La forma se circunscribe por
sus límites, tiene un punto de partida y otro de llegada. Además, lo contenido
en un lugar tiene cierto volumen y ocupa un espacio y es menor en la parte que
en el todo. Haga Dios que lo entendáis.
Por los que tenemos ante los ojos, que vemos, tocamos, y entre los cuales
andamos, podemos deducir que todo cuerpo que se halla en un lugar tiene una
forma. Lo que ocupa un lugar es menor en la parte que en el todo. El brazo, por
ejemplo, es una parte del cuerpo humano y, ciertamente es menor que el cuerpo
entero. Y cuanto más pequeño sea el brazo, menor es el lugar que ocupa... Del
mismo modo, en todo lo que ocupa un lugar, la parte es menor que el todo. No nos
imaginemos, no pensemos de la Palabra nada parecido. No nos figuremos las cosas
espirituales al talle de la carne. Aquella Palabra, Dios, no es menor en la
parte que en el todo.
Pero no puedes concebir una cosa tal. Vale más la ignorancia piadosa que la
ciencia presuntuosa. Estamos hablando de Dios. Se dijo: La Palabra era Dios (Jn
1,1) Hablamos de Dios: ¿qué tiene de extraño el que no lo comprendas? Si lo
comprendes, no es Dios. Hagamos piadosa confesión de ignorancia, más que
temeraria confesión de ciencia. Tocar a Dios con la mente, aunque sea un
poquito, es una gran dicha; comprenderlo, es absolutamente imposible...
¿Qué se puede decir de la Palabra, hermanos? Si los cuerpos que tenemos ante los
ojos no pueden abrazarse con la mirada, ¿qué ojo del corazón puede comprender a
Dios? Basta con que le toque, si está purificado. Si le toca, lo hace con cierto
tacto incorpóreo y espiritual, pero no lo comprende. Y aún aquello, a condición
de estar purificado. El hombre se hace bienaventurado tocando con el corazón lo
que permanece siempre bienaventurado. En eso consiste la felicidad perpetua y la
vida perpetua, de donde se deriva al hombre la vida; la sabiduría perfecta, de
donde le viene al hombre el ser sabio; la luz sempiterna de donde la viene su
luz al hombre. Ve ahora cómo tocándole te haces lo que no eras, sin convertir en
lo que no era a lo que has tocado. Esto es lo que afirmo: Dios no es más por ser
conocido, pero el conocedor sí es más conociendo a Dios. No pensemos, hermanos,
que prestamos un beneficio a Dios, por haber dicho que en cierto modo damos un
precio por él. Nada le damos que le haga aumentar, puesto que aunque tú caigas,
aunque vuelvas, él permanece íntegro, dispuesto a dejarse ver para hacer felices
a los que retornan y cegar a los alejados. La primera represalia divina con el
alma que se aleja de Dios es cegarla. Quien ciega los ojos a la luz verdadera,
es decir, a Dios, queda sin más a oscuras. Aunque no experimente el castigo, ya
lo tiene sobre sí.
Sermón 117,1-5
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Dr. D. Isidro Gomá y Tomás
GENERACION ETERNA DEL VERBO: Ioh. 1,1-18
Explicación.— Este fragmento de San Juan es una de las más bellas y sin duda la
más profunda página que jamás se ha escrito. Contiene ella sola toda la medula
de la teología y de la religión cristiana, y nos ofrece, dentro de una
simplicidad asombrosa, un esbozo de la armonía de los cielos y tierra, de Dios y
el hombre, de lo eterno y lo temporal. Sobre el ancho mar y los altos cielos se
levanta San Juan, y remontándose sobre los coros de los ángeles, habla de Dios
con lenguaje divino; saturado de la revelación, dice San Jerónimo, prorrumpe en
este proemio de su Evangelio, portada incomparable de la vida humana del Hijo de
Dios.
Antes de la explicación literal de este prólogo magnífico del Evangelio
teológico y espiritual, demos una sucinta noción de lo que es el Verbo de Dios,
tal como puede barruntarlo la cortedad del hombre.
El Verbo de Dios.— Dios es un Ser inteligente, infinito que, siendo acto
purísimo, ejerce desde toda la eternidad, y en virtud de su misma esencia, la
función intelectiva. Esta es en Dios infinita y substancial, como Dios mismo.
Objeto del acto de entender es en Dios su propia esencia: Dios se entiende y
comprende a Sí mismo.
Miremos ahora al hombre como ser inteligente. Cuando nosotros entendemos algo,
formamos dentro de nosotros mismos un concepto de la cosa entendida: es algo
dentro de nosotros mismos, distinto de nuestro pensamiento y de la cosa que
entendemos. Este concepto es una «palabra interior», que decimos nosotros dentro
de nosotros mismos. Podemos expresarla por medio del lenguaje, y entonces
resulta la «palabra exterior», o palabra propiamente dicha.
«Verbo» equivale a «palabra». El Verbo de Dios es la Palabra de Dios. Es el
Concepto que Dios forma eternamente de Sí mismo al entenderse, en el acto
substancial y eterno de su inteligencia. Puede Dios manifestar a otros seres
inteligentes algo de este su Concepto esencial e íntimo : será la palabra de
Dios revelada. De hecho, Dios nos ha comunicado algo de su pensamiento: la
Escritura divina es palabra de Dios.
Dejando esta manifestación externa de la Palabra de Dios, y fijándonos sólo en
la Palabra o Verbo interno y esencial en Dios, decimos que en Dios el Verbo no
puede ser accidental y transitorio y finito como en el hombre, porque todo
cuanto hay en Dios es Dios, es decir, substancial, infinito, eterno. Por ello el
Concepto, Palabra o Verbo de Dios es una Persona, que subsiste por sí misma. Es
Dios mismo, que se llama Padre en cuanto se entiende y comprende a Sí mismo, e
Hijo en cuanto es el término de la función intelectiva. Porque la función de la
cual se origina un ser vivo de otro ser vivo que la ejerce, teniendo ambos la
misma naturaleza, se llama generación, y el que engendra es padre, y el ser
engendrado es hijo.
El Verbo de Dios es, pues, el Hijo de Dios, la segunda Persona de la Santísima
Trinidad, la Imagen del Padre, la Sabiduría Eterna, la Verdad inmutable.
Este mismo Verbo interno de Dios, eterno e invisible, se hace para nosotros
Verbo o Palabra de Dios, como decían los antiguos, porque cuando tomó nuestra
naturaleza fue para nosotros como la Palabra que nos interpretó el pensamiento y
la voluntad de Dios.
San Juan, en este prólogo de su Evangelio, habla del Verbo de Dios en cuanto es
la Idea substancial que el Padre engendra.
Es cosa particular que en ningún otro libro de la Escritura, y sólo dos veces en
los otros escritos de San Juan (1 Ioh. 1, 1; Apoc. 19, 13), se halle usada la
palabra Logos o Verbo, aunque en algunos pasajes del Antiguo Testamento se dé,
más o menos esbozada, la doctrina teológica de un Logos personal, consubstancial
con Dios (Ps. 32, 6; 106, 206, 20; 147, 15; Is. 55, 11; Sap. 18, 15). En cambio,
parece que en la teología judía del tiempo del Evangelista había tomado más
relieve la doctrina del Logos, y que los primeros herejes, sus contemporáneos,
hablaban asimismo del Logos, aunque no en el sentido de una Persona divina, sino
de una substancia creada, inferior a Dios. San Juan, recogiendo lo que de
aceptable tenía la doctrina judía y rectificando los errores de cerintíanos,
nicolaítas y demás herejes de su tiempo, pero sobre todo iluminado con la
plenitud de la luz revelada, quizás exponiendo una altísima doctrina recibida
personalmente del mismo Verbo encarnado, Jesús, escribe el admirable proemio
teológico de su Evangelio, cuya doctrina no pudo ser tomada del judío Filón,
como han pretendido algunos.
Naturaleza del Verbo (1.2).— En el principio, al crear Dios el mundo y al
empezar con ello el tiempo, por remoto que se le su-ponga o se imagine, existía
ya el Verbo que, por lo mismo, es eterno. Y el Verbo estaba con Dios,
consubstancial con Él, pero distinto de Él. Y el verbo era Dios, por tener la
naturaleza divina. Este Verbo, tan ceñida y profundamente descrito por San Juan,
estaba en el principio con Dios, consubstancial con el Padre y coeterno con Él,
teniendo con Él unidad de naturaleza y de voluntad.
Relaciones del Verbo con la creación y con el hombre (3-5).— Por lo que atañe a
la creación en general, todas las cosas, así tomadas en conjunto como en
singular, sin excepción alguna, fueron hechas por él, porque Dios no obra sino
por la Idea de su inteligencia, que es la Sabiduría concebida desde la
eternidad, es decir, el Verbo; y por lo mismo es imposible que haga nada sino
por el Verbo, como todo lo que ejecuta el artista lo hace según una idea
preconcebida. Y sin él nada se hizo de lo que fue hecho, añade enfáticamente el
Evangelista, robusteciendo la afirmación de la universal ejemplaridad del Verbo,
e indicando al mismo tiempo su cooperación con el Padre.
El Verbo dice una relación especial con el hombre, porque no sólo es el creador
universal y único de todas las cosas, sino que es el principio de la vida
espiritual del hombre, en el orden natural y especialmente en el sobrenatural.
En él estaba la vida; porque, como Dios, es vida esencial, santísima, igual a la
del Padre : como el Padre la tiene de sí mismo sin depender de nadie, así
también el Hijo. Y la vida del Verbo era la luz de los hombres, porque el Verbo
de Dios que es Luz esencial —porque es la Inteligencia de Dios, y la
inteligencia es luz—, comunicando a los hombres una participación de su vida,
ilumina su inteligencia y les hace nacer a la vida de Dios, infundiéndoles un
principio de vida sobrenatural. ¡ del origen y esencia de la vida sobrenatural
con el hombre ! El Verbo, que es la Inteligencia de Dios, se comunica por la fe
—que es una participación de su Luz— a la inteligencia del hombre, y por aquí
empiezan las maravillas de la vida de gracia y de gloria, que es vida
verdaderamente divina.
Y la luz, esta luz de los hombres, que es la vida del Verbo, brilla en las
tinieblas: es luz intensísima indeficiente, que ilumina la más cerrada
obscuridad, disipándola, cuando se deja penetrar de ella. Las tinieblas son los
hombres que por su incredulidad y sus pecados no se dejan iluminar por la luz
del Verbo. Pero las tinieblas no la recibieron esta luz del Verbo; no quisieron
embeberse de ella los hombres malos; cerraron los ojos de su espíritu, que no
absorbió la luz que los envolvía. Es el Verbo hecho hombre, desconocido de los
hombres.
El Verbo y el Bautista (6-8). — En el Asia Menor, donde escribía el Evangelista,
existía la secta de los «juanistas» que creían aún que Juan el Bautista era el
Mesías, luz de los hombres. El Evangelista refuta su error: Hubo un hombre,
vivió no hace mucho, enviado de Dios, pero puro hombre, que se llamaba Juan.
Este hombre, el Bautista, vino al mundo para servir de testimonio, y deponer
como testigo, para dar testimonio de la luz. Era la aurora que señalaba la
venida del sol, el grande hombre que debía señalar a los hombres al que era más
que hombre, para que todos, en virtud del testimonio de este hombre
extraordinario, creyesen por él, dejándose penetrar de la luz y de la vida del
Verbo. El, el Bautista, no era la luz esencial: no era el Verbo-Luz, sino sólo
testigo de ella, para que1diese testimonio de la luz, como Precursor y gran
Profeta que señaló la presencia del Verbo-Luz entre los hombres.
Sigue la definición del Verbo: Se hace carne (9-14).— Juan era el testigo de la
luz, pero el Verbo era infinitamente más, porque era la luz verdadera que
ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Hace el Verbo, porque es Luz
esencial, el oficio de la luz: iluminar. Ilumina a todo hombre, porque no hay
hombre iluminado sino por él, tanto en el orden del ingenio natural como en el
de la fe sobrenatural. Todo el mundo está lleno de la luz del Verbo: es el
Artífice divino que ha estampado su imagen en toda la creación. Estando en Dios
desde toda la eternidad, estaba en el mundo, con presencia de majestad y de
poder, creador y próvido, como está el pensamiento del artífice en su obra,
porque el mundo fue hecho por él. Y, a pesar de la intensidad y plenitud y
universalidad de la luz del Verbo, que inunda el mundo, el mundo, es decir, los
ama-dores del mundo, no le conoció, no supieron los hombres, no obstante la luz
brillantísima de Dios que inunda la creación, elevarse al conocimiento de Dios.
No fue sólo el mundo de la gentilidad quien no conoció al Verbo, sino que a lo
suyo vino y los suyos no le recibieron. Lo suyo era su pueblo peculiar, el
pueblo de Israel, que él mismo constituyó pueblo suyo. A él vino por la
revelación patriarcal profética, y por la del mismo Verbo hecho hombre : pero el
pueblo judío, en general, no le recibió.
Mas a cuantos le recibieron, no dejándose llevar de la general corriente de la
incredulidad, se lo recompensó el Verbo soberanamente: dióles potestad de ser
hechos hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre. Los que creen en su
nombre, es decir, en él mismo y en toda la plenitud de sus enseñanzas, tienen el
poder, la fuerza, el derecho de ser hechos hijos de Dios, porque la fe es el
principio de la filiación divina, que se consuma por la caridad. Por ella el
Espíritu Santo imprime en nosotros el sello de la vida y filial semejanza con el
Verbo. Especial carácter de esta filiación divina es el ser independiente de
todo principio de generación humana o de orden fisiológico : ni la genealogía,
como sucedía con los hijos de Abraham, ni la concupiscencia de la carne, ni la
voluntad de los padres pueden computarse en esta filiación espiritual, que
depende absolutamente de la gracia de Dios. De manera que los que por la fe
llegan a ser hijos de Dios, son nacidos no de las sangres, ni de la voluntad de
la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios, no debiendo esta filiación
a ningún factor humano de la paternidad, sino sólo a Dios.
Por fin revela el Evangelista el estupendo misterio. Y EL VERBO, que era Dios, y
vida, y luz de los hombres, a quien los hombres no quisieron recibir, SE HIZO
CARNE, es decir, se hizo hombre. Dios se abajó hasta el hombre para que el
hombre subiera has-ta Dios: se hizo Dios hijo del hombre para que nos
convenciéramos que podíamos ser hechos hijos de Dios. Y el Verbo, que estaba en
Dios, habitó entre nosotros: hizo un tabernáculo y como una tienda de la
naturaleza humana que tomó, y, como hombre que era, moró entre los hombres. Y el
mundo, atónito, vio la gloria del Verbo encarnado, en sus milagros,
transfiguración, resurrección y ascensión a los cielos. Y vimos su gloria: no
gloria de puro hombre, sino sobre la de todos los hombres y que le corresponde
como Verbo de Dios y consubstancial con El ; gloria como de Unigénito del Padre,
lleno de gracia y de verdad, porque es para nosotros el origen fontal de toda
gracia y verdad.
Testimonio de Juan al Precursor y de Juan el Evangelista (15-18).—Después de
haber descrito el Evangelista en forma general la generación eterna del Verbo y
su encarnación, pasa a concretar la Persona histórica en que se realizó la unión
de las dos naturalezas, divina y humana. El Evangelista ha afirmado, v. 14, que
ha visto, como sus coetáneos, la gloria del Unigénito del Padre; ahora añade a
su testimonio personal la deposición del Bautista, a quien en tan gran estima
tenían los judíos. Juan da testimonio de él, y clama, abiertamente, en alta voz,
ante todo el mundo porque era la voz del que clama, diciendo: Este era el que yo
dije al pueblo que venía para ser bautizado en el Jordán (Cfr. Mt. 3, 11; Ioh.
1, 27. 30), antes que personalmente le conociera : El que ha de venir después de
mí, para cumplir la misión que Dios le ha confiado, como cumplo yo ahora la mía,
ha sido antepuesto a mí, porque ha sido engendrado desde toda la eternidad por
el Padre; o mejor, es superior a mí, como Dios que es, de dignidad infinita, y
como hombre, perfectísimo sobre todo hombre: porque antes que yo existía; es
decir, habiendo yo aparecido históricamente antes que él, él me preexiste a mí,
porque desde toda la eternidad existía.
Ahora es el Evangelista el que da testimonio de las perfecciones del Verbo hecho
hombre. Ha afirmado que el Verbo encarnado es lleno de gracia y de verdad; ahora
añade: Y de su plenitud recibimos nosotros todos, por cuanto siendo el origen
fontal de la verdad y de la gracia, de la luz y de la vida, nadie puede darla
sino El, ni recibirla fuera de El. De El mana continuamente la gracia sobre
nosotros, en forma que una atrae a otra y así sucesivamente, como amplio caño de
una fuente que nunca deja de manar: Y gracia por gracia, esto es, gracia sobre
gracia.
Y no habrá salvación posible fuera de esta gracia de Jesucristo, cuya eficacia
contrapone el Evangelista a la de la ley mosaica : Porque la ley fue dada por
Moisés; dada, no hecha, porque Moisés fue sólo promulgador de una ley que no era
más que una sombra y figura y preparación de la otra ley de gracia : Mas la
gracia y la verdad fueron hechas por Jesucristo: hechas, porque es supremo Autor
de la nueva vida, y dadas, porque es el soberano legislador del reino de la
gracia.
Termina el Evangelista este magnífico prólogo con una sentencia en que, al par
que revela la infinita superioridad de Jesucristo, deja ver la caridad suma que
ha tenido con los hombres : A Dios nadie le vio jamás, ni Moisés ni los
profetas, ni hombre alguno; por esto nadie pudo revelar los secretos de la vida
y de Dios y la comunicación de esta vida al hombre. El hijo Unigénito que está
en el seno del Padre, Jesucristo, que como Dios es consubstancial con el Padre y
vive en comunicación esencial con El, y que como hombre ha vivido con nosotros,
éste sí: El mismo lo declaró: como hombre ha tenido su alma en comunicación con
la divinidad por la visión beatífica; y, en el lenguaje humano y en las formas
humanas de locución, ha manifestado a los hombres los secretos profundos de la
nueva revelación. El Evangelista es testigo de mayor excepción, porque ha
tratado con intimidad a Jesús y ha recibido de sus labios divinos las lecciones
de las profundas cosas de Dios.
Lecciones morales. — A) V. 1. — El Verbo era Dios... — Debemos profunda
adoración a la infinita grandeza del Verbo de Dios. Por El se hizo todo lo del
mundo visible e invisible. Esta luz estupenda de la creación, de verdad, de
belleza, de orden, de leyes, en el orden natural ; y esta otra luz, más
brillante aun, de la verdad revelada y de la vida divina en las criaturas, no es
más que resplandor de la luz substancial del Verbo de Dios, que es el Hijo de
Dios. — Y el Hijo de Dios es Jesús, Verbo de Dios hecho hombre. A través de su
Humanidad santísima debemos remontarnos a las alturas de Dios, rindiéndole
adoraciones por el poder, sabiduría y amor que ha manifestado en la creación de
todas las cosas, y en nombre y como en representación de todas ellas, que por
nosotros deben adorar al Dios que para nosotros las hizo. «Todo es vuestro; y
vosotros sois de Cristo; y Cristo es de Dios» (1 Cor. 3, 22.23).
B) V. 4.— La vida era la luz de los hombres...— La vida del Verbo es nuestra
luz; no esta luz visible que ilumina los ojos de nuestro cuerpo, sino la luz de
la inteligencia que ilumina nuestro espíritu. Por ella somos hombres y nos
distinguimos de toda la creación visible y somos superiores a toda ella. El
Verbo de Dios, dicen los teólogos, es la Cara de Dios, porque es manifestación
eterna de su naturaleza. ¡Cuántas gracias debemos dar a Dios de haber impreso en
nosotros, según expresión del Salmista, la luz de su cara, que es vida en el
Verbo de Dios! — Pero sobre esta luz intelectual de orden natural nos ha dado
Dios la luz sobrenatural de la fe, que es una participación de la luz del Verbo
según su misma naturaleza, no una simple similitud de ella. La fe nos hace
partícipes de la misma vida de Dios en el orden intelectual, y, si ajustamos a
ella toda la vida, vivimos vida de Dios y viviremos de ella por toda la
eternidad. Pondérense, en función de esta vida divina, frases como éstas : «Yo
soy el pan de la vida...»; «Vivo yo, mas no yo, sino que vive Cristo en mí...»,
y otras muchas de que están llenos los escritos apostólicos (Ioh. 6, 35; Gal. 2,
20; Col. 3, 3). Toda la vida cristiana, en su iniciación por la fe y en su
consumación por la gloria, viene por el conocimiento sobrenatural de Dios, y
éste viene por el Verbo de Dios: «Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti,
solo Dios verdadero, y a quien enviaste, Jesucristo» (Ioh. 17, 3).
C) v. 5. — Las tinieblas no la recibieron... — Tenemos obligación primordial,
como hombres y como cristianos, de recibir, y no rechazar, la luz del Verbo. Es
la luz de Dios que viene para iluminarnos a todos y para iluminarnos totalmente
de claridad divina. Sólo es iluminado el hombre, dice Bossuet, por el lado de
donde recibe la luz de Dios; porque de nosotros no tenemos más que tinieblas. Y
luz del Verbo de Dios son los dictámenes de la recta razón, las prescripciones
de las leyes justas, en todo orden, las verdades de la fe y especialmente las
enseñanzas y direcciones de la Iglesia, depositaria de la luz que trajo al mundo
el Verbo de Dios. Entrar en los caminos de esta luz es entrar en las sendas de
Dios, y ser dignos de ser hechos hijos de Dios; y, si lo somos ya por la gracia,
serlo más aun, porque la imagen de Dios se graba tanto mas profundamente en
nuestra alma cuanto más absorbemos la luz de Dios: luz de verdad, luz de ley,
luz de imitación de Cristo-Luz, en El y en los santos que la han recibido de El.
Y pidamos a Dios, con la santa Iglesia, que en tal forma absorbamos y
aprehendamos esta luz, que podamos ser llamados «hijos de la luz» y «luz en el
Señor» (Ioh. 12, 36; Eph. 5, 8), para que eternamente nos ilumine y nos haga
dichosos la luz perpetua de Dios : Lux aeterna luceat eis...
D) v. 7. — Este vino para servir de testimonio... — Como el Bautista, debemos
dar testimonio fidelísimo de la luz: de la que está en nosotros, haciendo con
nuestra conducta honor a nuestras creencias que son la luz normativa de nuestra
vida, y en este sentido nos dice Jesús: «De tal manera brille vuestra luz ante
los hombres, que vean vuestras buenas obras» (Mt. 5, 16); y de la que debemos
difundir, enseñando a los demás con la palabra, con el ejemplo, con la pluma, a
todos, siempre que podamos, la luz de la verdad de la que debemos ser
cooperadores : «Que seáis colaboradores de la verdad» (3 Ioh. v. 8).
E) v. 10. — Y el mundo no le conoció... — Nada hay, dice el Crisóstomo, que más
turbe y obscurezca la mente que entregarse al amor de las cosas presentes. Tanto
la turba, que no nos deja conocer al mismo Dios que hizo este mundo y que tan
lleno está de perfecciones que nos hablan de El. Quitamos a Dios el amor que le
debemos, por imperio de su misma ley : «Amarás a tu Dios sobre todas las cosas»
(cfr. Deut. 6, 5; Mt. 22, 37); y al amar a éstas en vez de Dios, recibimos el
castigo de la terrible ceguera que no nos deja conocer a Dios. Amemos todas las
cosas en Dios, por Dios y según Dios, para que se aumente en nosotros el
conocimiento de Dios, principio de la vida eterna.
F) v. 14. — Y el Verbo se hizo carne... — La encarnación del Verbo debe ser para
nosotros motivo de correspondencia a la verdad y a la gracia, de las que estaba
lleno el Dios-Hombre, y que por El nos vinieron del cielo. De amor, porque el
Hijo de Dios se hace Hermano mayor de la gran familia humana al tomar nuestra
misma carne y habitar entre nosotros: «Primogénito entre muchos hermanos» (Rom.
8, 29). De humillación, ante el ejemplo de las humillaciones del Dios altísimo
que se abaja hasta hacerse uno de nosotros. De esperanza en nuestra futura
glorificación en el cielo, donde veremos, más que sus contemporáneos en la
tierra, la gloria infinita del Unigénito del Padre, porque para dárnosla se hizo
carne: Propter nos homines et propter nostram salutem.
G) v. 16.— Y de su plenitud nosotros todos recibimos, y gracia por gracia.— Es
decir, de Jesucristo lleno recibimos todos nuestra plenitud, según la medida de
la donación de Dios, dador de toda gracia, permaneciendo Jesús con la misma e
inalterable plenitud. Es Jesús Cabeza y Corazón de su Iglesia, a la que, en cada
uno de sus hijos, como la sangre al cuerpo y la savia al árbol, en circulación
incesante, da la vida espiritual y la plenitud de la vida. Como dice el Apóstol,
«nos ha bendecido Dios en Cristo con toda suerte de bendición espiritual en el
cielo» (Eph. 1, 3). Pondérese la inmensidad de gracia y de verdad que han
atesorado las almas de todos los justos, de todos los siglos: toda viene de la
plenitud de Cristo: y aún sigue igualmente lleno. Atesoramos gracia sobre
gracia, juntándonos cada día más con Cristo para recibirla con mayor abundancia,
y no desperdiciando ninguna gracia, porque la gracia es la semilla de la gloria,
consumación de toda gracia en cada uno de nosotros.
(Dr. D. Isidro Gomá y Tomás, El Evangelio Explicado, Vol. I, Ed. Acervo, 6ª ed.,
Barcelona, 1966, p. 233-241)
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P. Leonardo Castellani
El Prólogo del Evangelio de San Juan, cuya estructura lingüística hemos
ilustrado someramente, contiene la doctrina de Logos, o Verbo de Dios. Es una
palabra griega original en Evangelio, que no usó pero que corresponde a la
palabra sophía o sapientia, que Jesús usó y que entronca en los libros
sapienciales del Antiguo Testamento. Cristo, dice San Juan, es el Logos, o la
Sabiduría, del Padre; es Dios y es hombre; y es la vida del hombre.
Logos significaba en ese tiempo para los griegos palabra, razón, conocimiento,
comprensión, sentido, ciencia, cordura, sabiduría... Era un concepto sumamente
compresivo y sumamente prestigioso —cuasi mágico— en los medios helenísticos, en
la filosofía de Herácito, de Platón y de Filón de Alejandría.
La escuela de crítica racionalista, que nace en siglo pasado del protestantismo
—con Lessing— y desemboca en el ateísmo —con Wrede, Brandes— pretendió que San
Juan se había apoderado del concepto de Logos divino de la filosofía panteísta
griega y lo había injertado en la tradición evangélica; haciendo así de Cristo
un Dios, cosa que a Cristo y sus primeros discípulos no se les habría ocurrido
nunca. Y para eso identifican el Logos de San Juan con el Logos de Philón:
filósofo judío del siglo 1, que construyó un sistema de filosofía platónica
sobre la base de los libros mosaicos, fuertemente teñida de panteísmo.
La verdad es que entre el Logos de Juan y el de Philón media un abismo: el Logos
de Philón —tomado de la filosofía estoica, que a su vez lo recibiera de
Heráclito y Anaxágoras— es la Razón de Dios, la cual es el instrumento de la
creación del mundo, a la manera de la razón operativa o la técnica del artista,
por intermedio de cua1 el artista crea la obra de arte. Mas el Logos de San Juan
es una persona divina que se encarna en un hombre; y que no solamente está en
—el seno de— Dios sino que está con o cabe Dios; puesto que el verbo era (eén)
significa identidad en griego y la preposición cabe (pará) significa una
distinción. La inteligencia de Dios tiene en Dios una vida personal, tanto que
pudo bajar a la tierra y hacerse hombre: “el Verbo se hizo carne y habitó entre
[y en] nosotros”.
Juan tomó el término del vocabulario filosófico de su tiempo; y también su
sentido principal, concretándolo y aplicándolo al “Hijo del Hombre” e “Hijo de
Dios” de los
SINÓPTICOS; entre otros motivos, para significar un modo de generación
enteramente espiritual, no asimilable a la generación carnal que conocemos: “Los
que no de las sangres, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del
varón; sino que de Dios son nacidos”. Los musulmanes actuales, lo mismo que
gnósticos los antiguos, no pueden acordar —y con razón— que Dios haya tenido un
Hijo-carnal. Mas la generación del Verbo no es carnal.
La generación eterna del Verbo no puede compararse —y aun así permanece arcana—
sino con la formación misteriosa del conocer en el alma del Hombre. Dios se
conoce a sí mismo y en sí a todas las cosas; y ese conocimiento es su “Hijo”.
Esta es la última palabra que el intelecto humano, bajo el influjo de la
Revelación, puede pronunciar sobre el misterio de la vida divina, inaccesible
naturalmente a sus alcances.
¡Qué era el Logos para la cultura helénica? Era, para algunos, un ser
intermediario entre Dios y cl mundo (Plotino); para otros (Philón) era la razón
divina esparcida por la creación, distinguiendo a los seres y organizándolos;
pero era también otra cosa, pues e1 término no había llegado a esos sentidos
técnicos sino acompañado por una nube de asociaciones que lo matizaban. Todo lo
que hay de serio, de ordenado (lo bello, lo regulado, lo conveniente, lo
legítimo), todo lo que era universal, armonioso y musical se agrupaba para el
espíritu griego en torno del Logos, que era como la medida y el ideal de las
cosas. Para formarse una idea, piénsese en lo que significaba para los hombres
del siglo XVIII el nombre mágico de Razón: liberamiento, sapiencia, virtud,
progreso, luces; todo lo que inspira, desde hace cien años, la palabra Ciencia;
lo que sugiere a nuestros contemporáneos el término Vida; palabras-símbolo de
significado indeterminado y fuerte carga afectiva: los talismanes o banderines
de la época. Son como resúmenes del ideal de una época, llenos de sugestión por
su misma vaguedad; indicadores de una solución que todo el mundo busca, pero no
la solución misma, a no ser como silueta y como germen... La solución que tendrá
más chances de triunfar será aquella que hará tomar cuerpo de la manera más
clara a un mayor número de nociones apuntadas y de aspiraciones inquietas, que
vivían como en difusión en la Gran Palabra. Ahora bien, San Juan respondió
maravillosamente a ese movimiento de gestación aplicando la Palabra Magnética en
forma precisa a Jesús de Nazareth, el Hijo de Dios —fiel a la tradición bíblica
del LIBRO DE LA SABIDURÍA-; y así respondió a los deseos de las almas griegas, a
las cuales la teoría de un Logos nebuloso, difundido impersonalmente en las
cosas, intermedio más bien que mediador, sombra de Dios más bien que Dios, no
podía llenar perfectamente. Juan “evangeliza” a la vez para los judíos y para
los gentiles.
Después de haber señalado a Cristo como el Verbo del Padre, Juan lo hace
sucesivamente la Vida, la Luz, la Gloria, la Gracia y la Verdad de Dios;
Engendrador a su vez de una nueva vida en “todos cuantos lo recibieren”. El
comienza por ser la luz de todos los nacidos, porque imprime en toda alma mortal
la imagen de Dios en forma de razón y de conciencia; y es después el principio
de la luz sobrenatural de la fe, por la cual el hombre es levantado a una nueva
filiación, la adopción divina. La gracia y la verdad son sus dones, de cuya
plenitud todos recibimos; una verdad trascendente que sólo se da por la gracia,
gratuitamente.
La doctrina del Logos en Juan se resume por tanto así: el Cristo, el Hijo del
Hombre, el Hijo de Dios son uno, y ese uno es uno con su Padre, y se ha unido a
la naturaleza humana tomando su carne y alma; él llama a todos los hombres a la
verdad, y por ella a la unidad. Pero la unidad del Verbo con el Hombre siendo en
la carne, y permaneciendo los discípulos en el mundo, esa unidad debe volverse y
hacerse sensible; y se vuelve sensible en una sociedad humana, simbolizada en la
imagen del Rebaño y el Pastor. Y como el Buen Pastor natural y primogénito se
aleja por un tiempo de este mundo, ha designado un Sub-Pastor en la persona de
Pedro. Cuando Juan escribía, Pedro había seguido ya a su Maestro; pero esto no
turba a Juan: sabe que la Providencia ha proveído a la necesidad de la clave de
estructura de la sociedad cristiana en la persona de los sucesores de Pedro.
Como está repetido tantas veces en el largo Sermón-Despedida de Cristo antes de
su Pasión, esta unidad de la sociedad cristiana está asegurada; y ella se
verifica en la fe y en la caridad.
Los que sienten tan fuertemente hoy día la necesidad de la unión de los
discípulos de Cristo, deben advertir que esa unión sólo es posible en la fe y en
la caridad. Hoy día hay algunos que, dejando de lado la fe, insisten en efectuar
la unión en la caridad: es imposible. El protestantismo hoy día —no así en sus
comienzos— agotado en la discusión interminable de las variaciones dogmáticas
producidas por el “libre examen”, ha acabado por arrojar “los dogmas” por la
borda y forcejea por unificar a los cristianos en una vaga adhesión personal a
Cristo, que se vuelve un puro sentimentalismo. Pero el primer lazo de unión es
la verdad; y la verdad no puede ser diferente y contradictoria dentro de sí
misma. Otros en cambio pretenden mantener la unión sobre la fe sola.
Este es el estado de las iglesias católicas cuando decaen: sus fieles creen
todos lo mismo así media a bulto (recitan el mismo Credo de memoria) pero no
están unidos entre sí en hermandad real: ni se conocen entre ellos a veces; oyen
misa codo con codo en un gran edificio —que fácilmente puede ser quemado—
reciben la “comunión” cada uno por su lado, y después se van a sus negocios; y
quiera Dios que no a tirarse, unos a otros, flechazos o coces. No es esta una
“iglesia” propiamente hablando; no hay Iglesia de Cristo sin caridad. La fe sin
obras es muerta; y la obra por excelencia de la fe es la caridad; la comunión de
las almas. “Obras obras!” decía Santa Teresa; en el mismo tiempo en que Lutero
clamaba “Fe, fe!” y declaraba a las obras (a las obras exteriores al principio,
después a todas en general) como inútiles para la salvación. Y realmente, si
hubiesen estado vigentes las “obras” de Santa Teresa (obras de verdadera
caridad, externas e internas a la vez) en la Alemania de Lutero, el renegado
sajón no se hubiese levantado, o hubiese caído de inmediato, sin separar de la
Iglesia un medio mundo.
El sifilítico Enrique VIII escribió una obra en defensa de la fe en el Santísimo
Sacramento contra Lutero, que le mereció de la Santa Sede el título honorífico
de “Defensor fidei”, que aún llevan los Reyes de Inglaterra; pero eso no le
impidió quebrar el vínculo de la Iglesia inglesa con la Iglesia Universal, y
precipitar a Inglaterra y con ella a media Europa en el cisma primero y luego en
la herejía. Nunca renegó de la fe; pero se divorció de la caridad. (Y, entre
paréntesis, inventó el divorcio.)
Porque la fe debe engendrar caridad, y la caridad debe vivir de la fe; y sin
eso, no hay unidad. Roguemos por la Iglesia Argentina.
(P. Leonardo Castellani, El Evangelio de Jesucristo, Ed. Dictio, Bs. As., 1977,
pp. 446-450)
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Juan Pablo II
"Prólogo del Evangelio de San Juan"
Catequesis del 3-6-1987
1. En la anterior catequesis hemos mostrado, a base de los Evangelios
sinópticos, que la fe en la filiación divina de Cristo se va formando, por
Revelación del Padre, en la conciencia de sus discípulos y oyentes, y ante todo
en la conciencia de los Apóstoles. Al crear la convicción de que Jesús es el
Hijo de Dios en el sentido estricto y pleno (no metafórico) de esta palabra,
contribuye sobre todo el testimonio del mismo Padre, que “revela” en Cristo a su
Hijo (‘Mi Hijo’) a través de las teofanías que tuvieron lugar en el bautismo en
el Jordán y, luego, durante la transfiguración en el monte Tabor. Vimos además
que la revelación de la verdad sobre la filiación divina de Jesús alcanza, por
obra del Padre, las mentes y los corazones de los Apóstoles, según se ve en las
palabras de Jesús a Pedro: “No es la carne ni la sangre quien esto te ha
revelado, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt 16, 17).
2. A la luz de esta fe en la filiación divina de Cristo, fe que tras la
resurrección adquirió una fuerza mucho mayor, hay que leer todo el Evangelio de
Juan, y de un modo especial su prólogo (Jn 1, 1-18). Este constituye una
síntesis singular que expresa la fe de la Iglesia apostólica: de aquella primera
generación de discípulos, a la que había sido dado tener contactos con Cristo, o
de forma directa o a través de los Apóstoles que hablaban de lo que habían oído
y visto personalmente, y en lo cual descubrían la realización de todo lo que el
Antiguo Testamento había predicho sobre Él. Lo que había sido revelado ya
anteriormente, pero que en cierto sentido se hallaba cubierto por un velo,
ahora, a la luz de los hechos de Jesús, y especialmente y especialmente en
virtud de los acontecimientos pascuales, adquiere transparencia, se hace claro y
comprensible.
De esta forma, el Evangelio de Juan (que, de los cuatro Evangelios, fue el
último escrito), constituye en cierto sentido el testimonio más completo sobre
Cristo como Hijo de Dios, Hijo “consubstancial” al Padre. El Espíritu Santo
prometido por Jesús a los Apóstoles, y que debía “enseñarles todo”(cf. Jn 14,
16), permite realmente al Evangelista “escrutar las profundidades de Dios” (cf.
1 Cor 2, 10) y expresarlas en el texto inspirado del prólogo.
3. “Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios. El
estaba al principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no
se hizo nada de cuanto ha sido hecho” (Jn 1, 1-3). “Y el Verbo se hizo carne y
habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, como de Unigénito del Padre,
lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14)... “Estaba en el mundo y por Él fue
hecho el mundo, pero el mundo no lo conoció. Vino a los suyos, pero los suyos no
le recibieron” (Jn 1, 10-11). “Mas a cuantos le recibieron dióles poder de venir
a ser hijos de Dios: a aquellos que creen en su nombre; que no de la sangre, ni
de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios, son nacidos” (Jn
1, 12-13). “A Dios nadie lo vio jamás; el Hijo Unigénito, que está en el seno
del Padre, ése le ha dado a conocer” (Jn 1, 18).
4. El prólogo de Juan es ciertamente el texto clave, en el que la verdad sobre
la filiación divina de Cristo halla expresión plena.
Él que “se hizo carne”, es decir, hombre en el tiempo, es desde la eternidad el
Verbo mismo, es decir, el Hijo unigénito: el Dios “que está en el seno del
Padre”. Es el Hijo “de la misma naturaleza que el Padre”, es “Dios de Dios”. Del
Padre recibe la plenitud de la gloria. Es el Verbo por quien “todas las cosas
fueron hechas”. Y por ello todo cuanto existe le debe a Él aquel “principio” del
que habla el libro del Génesis (cf. Gén 1, 1), el principio de la obra de la
creación. El mismo Hijo eterno, cuando viene al mundo como “Verbo que se hizo
carne”, trae consigo a la humanidad la plenitud “de gracia y de verdad”. Trae la
plenitud de la verdad porque instruye acerca del Dios verdadero a quien “nadie a
visto jamás”. Y trae la plenitud de la gracia, porque a cuantos le acogen les da
la fuerza para renacer de Dios: para llegar a ser hijos de Dios.
Desgraciadamente, constata el Evangelista, “el mundo no lo conoció”, y, aunque
“vino a los suyos”, muchos “no le recibieron”.
5. La verdad contenida en el prólogo joánico es la misma que encontramos en
otros libros del Nuevo Testamento. Así, por ejemplo, leemos en la Carta “a los
Hebreos”, que Dios “últimamente, en estos días, nos
habló por su Hijo, a quien constituyó heredero de todo, por quien también hizo
los siglos; que, siendo la irradiación de su gloria y la impronta de su
sustancia y el que con su poderosa palabra sustenta todas las cosas, después de
hacer la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en
las alturas” (Heb 1, 2-3)
6. El prólogo del Evangelio de Juan (lo mismo que, de otro modo, la Carta a los
Hebreos), expresa, pues, bajo la forma de alusiones bíblicas, el cumplimiento en
Cristo de todo cuanto se había dicho en a Antigua Alianza, comenzando por el
libro del Génesis, pasando por la ley de Moisés (cf. Jn 1, 17) y los Profetas,
hasta los libros sapienciales. La expresión “el Verbo” (que “estaba en el
principio en Dios”), corresponde a la palabra hebrea “dabar”. Aunque en griego
encontramos el término “logos”, el patrón es, con todo, vétero-testamentario.
Del Antiguo Testamento toma simultáneamente dos dimensiones: la de “hochma”, es
decir, la sabiduría, entendida como “designio” de Dios sobre la creación, y la
de “dabar” (Logos), entendida como realización de ese designio. La coincidencia
con la palabra “Logos”, tomada de la filosofía griega, facilitó a su vez a
aproximación de estas verdades a las mentes formadas en esa filosofía.
7. Permaneciendo ahora en el ámbito del Antiguo Testamento, precisamente en
Isaías, leemos: La “palabra que sale de mi boca, no vuelve a mí vacía, sino que
hace lo que yo quiero y cumple su misión” (Is 55, 11 ). De donde se deduce que
la “dabar-Palabra” bíblica no es sólo “palabra”, sino además “realización”
(acto). Se puede afirmar que ya en los libros de la Antigua Alianza se encuentra
cierta personificación del “verbo” (dabar, logos); lo mismo que de la
“Sabiduría” (sofia).
Efectivamente, en el libro de la Sabiduría leemos: (la Sabiduría) “está en los
secretos de la ciencia de Dios y es la que discierne sus obras” (Sab 8, 4); y en
otro texto: “Contigo está la sabiduría, conocedora de tus obras, que te asistió
cuando hacías al mundo, y que sabe lo que es grato a tus ojos y lo que es
recto... Mándala de los santos cielos, y de tu trono de gloria envíala, para que
me asista en mis trabajos y venga yo a saber lo que te es grato” (Sab 9, 9-10).
8. Estamos, pues, muy cerca de las primeras palabras del prólogo de Juan. Aún
más cerca se hallan estos versículos del libro de la Sabiduría que dicen: “Un
profundo silencio lo envolvía todo, y en el preciso momento de la medianoche, tu
Palabra omnipotente de los cielos, de tu trono real... se lanzó en medio de la
tierra destinada a la ruina llevando por aguda espada tu decreto irrevocable” (Sab
18, 14-15). Sin embargo, esta “Palabra” a la que aluden los libros sapienciales,
esa Sabiduría que desde el principio está en Dios, se considera en relación con
el mundo creado que ella ordena y dirige (cf. Prov 8, 22-27). En el Evangelio de
Juan, por el contrario, “el Verbo” no sólo está “al principio”, sino que se
revela como vuelto completamente hacia Dios (pros ton Theon) y siendo Dios Él
mismo. “El Verbo era Dios”. El es el “Hijo unigénito, que está en el seno del
Padre”, es decir, Dios-Hijo. Es en Persona la expresión pura de Dios, la
“irradiación de su gloria” (cf. Heb 1, 3), “consubstancial al Padre”.
9. Precisamente este Hijo, el Verbo que se hizo carne, es Aquel de quien Juan da
testimonio en el Jordán. De Juan Bautista leemos en el prólogo: “Hubo un hombre
enviado por Dios de nombre Juan. Vino éste a dar testimonio de la luz...” (Jn 1,
6-7). Esa luz es Cristo, como Verbo. Efectivamente, en el prólogo leemos: “En Él
estaba la vida y la vida era la luz de los hombres” (Jn 1, 4). Esta es “la luz
verdadera que... ilumina a todo hombre” (Jn 1, 9). La luz que “luce en las
tinieblas, pero las tinieblas no a acogieron” (Jn 1, 5).
Así, pues, según el prólogo del Evangelio de Juan, Jesucristo es Dios porque es
Hijo unigénito de Dios Padre. El Verbo. El viene al mundo como fuente de vida y
de santidad. Verdaderamente nos encontramos aquí en el punto central y decisivo
de nuestra profesión de fe: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”.
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Mediante este " humanarse " del Verbo-Hijo, la autocomunicación de Dios alcanza
su plenitud definitiva en la historia de la creación y de la salvación. Esta
plenitud adquiere una especial densidad y elocuencia expresiva en el texto del
evangelio de San Juan. " La palabra se hizo carne ". La Encarnación de Dios-Hijo
significa asumir la unidad con Dios no sólo de la naturaleza humana sino asumir
también en ella, en cierto modo, todo lo que es " carne ": toda la humanidad,
todo el mundo visible y material. La Encarnación, por tanto, tiene también su
significado cósmico y su dimensión cósmica. El " Primogénito de toda la creación
", al encarnarse en la humanidad individual de Cristo, se une en cierto modo a
toda la realidad del hombre, el cual es también " carne ", y en ella a toda "
carne " y a toda la creación.
(Dominum et vivificantem III).
Según nuestra fe, el Verbo de Dios, se hizo hombre y ha venido a habitar la
tierra de los hombres; ha entrado en la historia del mundo, asumiéndola y
recapitulándola en sí. El nos ha revelado que Dios es amor y que nos ha dado el
"mandamiento nuevo" del amor, comunicándonos al mismo tiempo la certeza de que
la vía del amor se abre a todos los hombres, de tal manera que el esfuerzo por
instaurar la fraternidad universal no es vano. Venciendo con la muerte en la
cruz el mal y el poder del pecado con su total obediencia de amor, El ha traído
a todos la salvación y se ha hecho "reconciliación" para todos. En El Dios ha
reconciliado al hombre consigo mismo.
(Recontiliatio et Paenitentia I, 3).
Es contrario a la fe cristiana introducir cualquier separación entre el Verbo y
Jesucristo. San Juan afirma claramente que el Verbo, que «estaba en el principio
con Dios», es el mismo que «se hizo carne» (Jn 1, 2. 14). Jesús es el Verbo
encarnado, una sola persona e inseparable: no se puede separar a Jesús de
Cristo, ni hablar de un «Jesús de la historia», que sería distinto del «Cristo
de la fe». La Iglesia conoce y confiesa a Jesús como «el Cristo, el Hijo de Dios
vivo» (Mt 16, 16). Cristo no es sino Jesús de Nazaret, y éste es el Verbo de
Dios hecho hombre para la salvación de todos. En Cristo «reside toda la plenitud
de la divinidad corporalmente» (Col 2, 9) y «de su plenitud hemos recibido
todos» (Jn 1, 16). El «Hijo único, que está en el seno del Padre» (Jn 1, 18), es
el «Hijo de su amor, en quien tenemos la redención. Pues Dios tuvo a bien hacer
residir en él toda la plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas,
pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los
cielos» (Col 1, 13-14. 19-20). Es precisamente esta singularidad única de Cristo
la que le confiere un significado absoluto y universal, por lo cual, mientras
está en la historia, es el centro y el fin de la misma: «Yo soy el Alfa y la
Omega, el Primero y el Ultimo, el Principio y el Fin» (Ap 22, 13).
Si, pues, es lícito y útil considerar los diversos aspectos del misterio de
Cristo, no se debe perder nunca de vista su unidad. Mientras vamos descubriendo
y valorando los dones de todas clases, sobre todo las riquezas espirituales, que
Dios ha concedido a cada pueblo, no podemos disociarlos de Jesucristo, centro
del plan divino de salvación. Así como «el Hijo de Dios con su encarnación se ha
unido, en cierto modo, con todo hombre», así también «debemos creer que el
Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en forma sólo de Dios
conocida, se asocien a este misterio pascual». El designio divino es «hacer que
todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la
tierra» (Ef 1, 10).
(Redemptoris Missio I).
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Catecismo de la Iglesia Católica
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros
151 Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que El
ha enviado, "su Hijo amado", en quien ha puesto toda su complacencia (Mc 1,11).
Dios nos ha dicho que le escuchemos. El Señor mismo dice a sus discípulos:
"Creed en Dios, creed también en mí" (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo
porque es Dios, el Verbo hecho carne: "A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo
único, que está en el seno del Padre, El lo ha contado" (Jn 1,18). Porque "ha
visto al Padre" (Jn 6,46), El es único en conocerlo y en poderlo revelar.
241 Los apóstoles confiesan a Jesús como "el Verbo que en el principio estaba
junto a Dios y que era Dios" (Jn 1,1), como "la imagen del Dios invisible" (Col
1,15), como "el resplandor de su gloria y la impronta de su esencia" (Hb 1,3).
291 "En el principio existía el Verbo... y el Verbo era Dios... Todo fue hecho
por él y sin él nada ha sido hecho" (Jn 1,1-3). El Nuevo Testamento revela que
Dios creó todo por el Verbo Eterno, su Hijo amado. "En él fueron creadas todas
las cosas, en los cielos y en la tierra... todo fue creado por él y para él, él
existe con anterioridad a todo y todo tiene en él su consistencia" (Col
1,16-17). La fe de la Iglesia afirma también la acción creadora del Espíritu
Santo: él es el "dador de vida", "el Espíritu Creador", la "Fuente de todo
bien".
292 La acción creadora del Hijo y del Espíritu, insinuada en el Antiguo
Testamento, revelada en la Nueva Alianza, inseparablemente una con la del Padre,
es claramente afirmada por la regla de fe de la Iglesia: "Sólo existe un
Dios...: es el Padre, es Dios, es el Creador, es el Autor, es el Ordenador. Ha
hecho todas las cosas por sí mismo, es decir, por su Verbo y por su Sabiduría",
"por el Hijo y el Espíritu", que son como "sus manos". La creación es la obra
común de la Santísima Trinidad.
427 "En la catequesis lo que se enseña es a Cristo, el Verbo encarnado e Hijo de
Dios y todo lo demás en referencia a El; el único que enseña es Cristo, y
cualquier otro lo hace en la medida en que es portavoz suyo, permitiendo que
Cristo enseñe por su boca... Todo catequista debería poder aplicarse a sí mismo
la misteriosa palabra de Jesús: «Mi doctrina no es mía, sino del que me ha
enviado» (Jn 7,16)"
POR QUE EL VERBO SE HIZO CARNE
456 Con el Credo Niceno-Constantinopolitano respondemos confesando: "Por
nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del
Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre".
457 El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios: "Dios nos amó
y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4,10). "El
Padre envió a su Hijo para ser salvador del mundo" (1 Jn 4,14). "El se manifestó
para quitar los pecados" (1 Jn 3,5):
Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser
restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdido la posesión
del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las
tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos,
esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un
libertador. ¿No tenían importancia estos razonamientos? ¿No merecían
conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar hasta nuestra
naturaleza humana para visitarla, ya que la humanidad se encontraba
en un estado tan miserable y tan desgraciado? [San Gregorio de Nisa]
458 El Verbo se encarnó para que nosotros conociésemos así el amor de Dios: "En
esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su
Hijo único para que vivamos por medio de él" (1 Jn 4,9). "Porque tanto amó Dios
al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca,
sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16).
459 El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: "Tomad sobre
vosotros mi yugo, y aprended de mí..." (Mt 11,29). "Yo soy el Camino, la Verdad
y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí" (Jn 14,6). Y el Padre, en el monte de
la Transfiguración, ordena: "Escuchadle" (Mc 9,7). El es, en efecto, el modelo
de las bienaventuranzas y la norma de la ley nueva: "Amaos los unos a los otros
como yo os he amado" (Jn 15,12). Este amor tiene como consecuencia la ofrenda
efectiva de sí mismo.
460 El Verbo se encarnó para hacernos "partícipes de la naturaleza divina" (2 Pe
1,4): "Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de
Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, al entrar en comunión con el Verbo y
al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios" [San Ireneo
de Lyon]. "Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios"[San
Atanasio de Alejandría]. "Unigenitus Dei Filius, suae divinitatis volens nos
esse participes, naturam nostram assumpsit, ut homines deos faceret factus homo"
("El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad,
asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a
los hombres")[Santo Tomás de Aquino].
461 Volviendo a tomar la frase de san Juan ("El Verbo se encarnó": Jn 1,14), la
Iglesia llama "Encarnación" al hecho de que el Hijo de Dios haya asumido una
naturaleza humana para llevar a cabo por ella nuestra salvación. En un himno
citado por san Pablo, la Iglesia canta el misterio de la Encarnación:
Tened entre vosotros los mismos sentimientos que
tuvo Cristo: el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser
igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo,
haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su pone como hombre; y se
humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz (Flp 2,5-8).
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EJEMPLOS PREDICABLES
Soy hijo de Dios
El pensamiento que somos hijos de Dios y todas las obligaciones que se derivan
de ello han sido claramente expresadas en este diálogo que tuvo lugar entre dos
miembros de una familia noble y muy distinguida.
Un joven que partía a estudiar fue a despedirse de su padre, "Hijo mío, no
olvides que eres un Ravenstein. Cualesquiera que sean las tentaciones que te
rodeen di siempre: un Ravenstein no puede faltar". Tales fueron las últimas
palabras del padre al hijo. Profundamente emocionado, prometió éste ser fiel a
sus antepasados, y partió a una ciudad universitaria.
Ahí su primera visita fue, para el miembro más anciano de su familia.
Benedictino de grande experiencia y reputación, a quien el joven contó las
últimas palabras de su padre.
Una sombra pasó por el rostro del venerable religioso, miró pensativo un momento
a lo lejos, después fijando sus ojos en la cara radiante del joven, dijo: "Ahora
que estáis entregado a vos mismo no debéis oír otros razonamientos que los de
vuestro padre y debéis formar una opinión al respecto.
A mí también, mi padre me envió con sus recomendaciones y fue así como partí
lejos; fiando en que era un Ravenstein. Tenía tal sentimiento de mi valer, que
confiaba más en ese poder que en Dios nuestro Salvador. Pero la vida despedazó
mi orgullo... Mi querido sobrino, cuando pienso ahora en todo lo que hice en mi
vida y en todo lo que leí en las historias de mis antepasados, las palabras: "un
Ravenstein no puede proceder así" me llena de terror porque no hay crimen que un
Ravenstein, sea hombre o mujer, tanto en público como en privado no haya
cometido. Así os repito lo que vuestro padre os dijo, pero en sentido contrario.
No olvidéis que soy Ravenstein y que lleváis una herencia peligrosa. Al lado de
antepasados distinguidos, hay también grandes bandidos y Dios solo sabe cuál es
el verdadero Ravenstein.
¿Sabéis de dónde me vino la más grande tentación? De la falsa idea que por mi
nacimiento, era mejor que los demás y superior a todos.
Precisamente esta falsa idea que somos tan distinguidos, que descendemos de gran
nobleza, paraliza airosamente nuestros esfuerzos y nuestras actividades para
toda verdadera delicadeza y para nuestro perfeccionamiento, y un espíritu tal se
corta ahora rápidamente en nosotros la conciencia de nuestros pecados... Con los
ojos muy abiertos, el joven miraba a su tío y después le preguntó con ansiedad:
"Me parece que tenéis razón, tío; pero, ahora, ¿a qué me debo atener?, dadme
pues otro consejo paternal".
Entonces el Benedictino tomó ambas manos del joven entre las suyas, y le dijo
desde el fondo de su alma madura en el sufrimiento y en la meditación:
"Olvidad que soy un Ravenstein pero no olvidéis un solo instante que soy un hijo
de Dios y que Dios se hizo hombre para redimirnos. Poned atento cuidado a no
desmerecer de vuestro elevado origen. Que en la lucha de la vida tengáis a Dios
ante vuestros ojos y en vuestro corazón. No os dejéis engañar por vuestro
orgullo, ni inducir a error por las palabras erradas del mundo. Permaneced fiel
hasta la muerte. "Y él os dará la corona de la vida eterna".
Mis amados hermanos, en verdad valdría la pena referir extensamente esta
conversación entre el viejo religioso y el joven sobrino... Sí, sabías palabras
salidas de un monje lleno de experiencia, merecen pasar a la posteridad. Olvidad
que soy hijo de una familia rica distinguida: "pero no olvidéis jamás que soy
hijo de Dios".
Qué feliz resolución la de Dios al querer hacerse hombre!
a) ¿Sabéis en efecto lo que resultó? Que se escogió una madre, una madre
terrestre, como la que tenemos nosotros. Que se escogió una habitación, una
cuna, una patria, años de infancia, como todos hemos tenido. En una palabra, se
arraigó en medio de nosotros. Haciéndose hombre, reconociendo por su madre a la
Ssma. Virgen María, nos reconoció por sus hermanos. Y si somos los hermanos de
Cristo, los verdaderos hermanos del hijo de Dios, entonces somos también hijos
adoptivos del Padre Celestial.
En el castillo de Schönbrunn, cerca de Viena, se expone la cuna de plata
ofrecida por la ciudad de París al hijo de Napoleón I. Una obra de arte sin
igual, con un águila de oro y piedras preciosas... Ciertamente en relación con
el título pomposo que se le había dado al recién nacido.
Pero, ¿qué ha sobrevivido de todo esto? ¡Cuántos títulos y condecoraciones han
desaparecido, convirtiéndose en frivolidades sin valor! El verdadero título es
la dignidad inmortal otorgada al recién nacido: la dignidad de hijo de Dios
conferida en el bautismo. En cada bautismo las campanas de la iglesia deberían
tocar, cantar Aleluya, puesto que el sacramento confiere al alma del pequeño la
dignidad de h ' hijo de Dios.
b) Ricardo Wagner escribió un día, estas palabras, llenas de sentido: "Saber que
hubo un Salvador, le hace un gran bien al hombre". ¡Ay de mí! Este conocimiento
sólo serviría de muy poco.
Sabemos que, no solamente en otro tiempo Cristo vivió en medio de nosotros, sino
que hoy día vive todavía entre nosotros y en nosotros y que los méritos de su
Redención nos aprovecha sin cesar. Somos hijos de Dios y hermanos de Cristo,
miembros de su cuerpo místico. Soy miembro del cuerpo místico de Cristo, su
sangre circula en mí, su corazón late por el mío, su aliento me anima.
En el siglo XVII y XVIII, numerosos sabios se ocupaban día y noche, buscando la
"piedra filosofal". Aquellos alquimistas buscaban el secreto para fabricar oro,
creían poder descubrir el medio de transformar en oro puro, un vil metal.
Esta "piedra filosofa", la humanidad aún no la ha descubierto... pero, un
secreto mil veces más grande ha llegado a nuestras manos: por la doctrina del
cuerpo místico de Cristo, todo trabajo aun aparentemente sin valor, cualquiera
ocupación en casa, toda conversación y todo sufrimiento. . . todo, en una
palabra, se convierte ante Dios en una oración excelente.
"Sea que comáis, sea que bebáis, o hagáis cualquiera otra cosa, hacedlo para la
gloria de Dios". (Corintios X, 31).
Si puedo emplear esta expresión, estamos amalgamados con Cristo en la vida y en
la muerte. No tenemos una idea, una sola palabra, un solo proyecto, ni una sola
acción, que ejecutada sin Cristo, pueda elevarnos al cielo. De la misma manera
que en ciertas cavernas la estalagmitas que se levantan de abajo hacia arriba,
son incapaces de nada por sí mismas, pero que crecen exactamente en proporción a
las gotas de agua que caigan sobre ellas, lo mismo nosotros no podemos
dirigirnos hacia el cielo sino en tanto cuanto Cristo nos ayude en nuestro
crecimiento.
He ahí justamente en que consiste el conocimiento sublime de nuestra condición
de hijos de Dios y hermanos de Cristo.
(Tihamer Toth, Cristo Redentor)