50 HOMILÍAS PARA EMPEZAR EL AÑO
(43-50)


43. CLARETIANOS 2004

El Corazón de la Madre

Iniciamos un nuevo año: el 2004. Manifestamos deseos de paz y de bienestar. Como casi siempre, nuestra tierra está llena de "incompletud". Nada es perfecto del todo. La madre naturaleza nos sorprende frecuentemente con catástrofes que no somos capaces de esquivar. Entre nosotros nos sorprendemos con malevolencias, ofensas, disgustos, violencias, guerras. Cuando menos nos pensamos, nos sorprende una enfermedad, una depresión, un fracaso afectivo o profesional... Quisiéramos desprendernos del fardo pesado de tantas cosas que nos hacen sufrir, para iniciar algo nuevo en nuestra vida: por eso nos decimos, ¡feliz año nuevo!

No tenemos la felicidad al alcance de la mano: es ¡regalo!, ¡bendición! ¡Qué bella es la lectura del libro de los Números! En ella se nos dice cómo hay que bendecir. La bendición es un deseo divino de vida y fecundidad, pronunciado por los seres humanos. Nos podemos y debemos desear unos a otros la bendición de Dios. Aun recuerdo cuánto se emocionaba mi padre al leer esta lectura del primer día del año, y cómo comentaba y resaltaba cada una de sus palabras: ¡que el Señor te proteja, ilumine su rostro sobre tí, se fije en tí... te conceda la paz! Bendigamos, sí; ¡no maldigamos! Nuestra palabra de bendición es capaz de cambiar las cosas, si la hacemos portadora de la bendición de Dios. Si así bendecimos... ¡así bendice Dios!

La mayor bendición sobre el mundo aconteció cuando el tiempo llegó a su plenitud. El Abbá del cielo nos envió a su Hijo, en primer lugar. Su Hijo nació "de mujer", de María; pero también nació "bajo la ley", sometiéndose a nuestra esclavitud, a nuestra caducidad. Así quería el Abbá liberarnos de nuestras ataduras, de nuestras limitaciones y llenarnos de bendición, para que también nosotros recibamos la vida divina, como Hijos por adopción.

El Abbá del cielo nos envió también el Espíritu Santo, que grita y clama en nuestros corazones nuestra filiación divina: ¡Abbá!, ¡Abbá! Somos hijos, somos -por ello- herederos, coherederos con Jesús de toda la herencia de Dios. ¿Qué mayor bendición podíamos esperar?

María, la madre de Jesús, es el punto de encuentro entre lo divino y lo humano. Es el lugar en el que el Espíritu es, ante todo, enviado, para generar al Hijo del Abbá y de María. María y el Abbá formaron una unidad de amor gracias al Espíritu que le fue dado. Así Abbá, Espíritu y María se convierten en la fuente divino-humana de Jesús. Los tres nos bendicen con aquel que nos dice siempre: "tomad y comed, ¡ésto es mi cuerpo!

María no aparece en el misterio de la Navidad como una mujer autosuficiente, ni orgullosa. Ella aprende de todos y necesita de todos. Los pastores, protagonistas del evangelio de este día, son para ella como profetas e intérpretes de lo acontecido en el cielo y en la tierra. Llegan presurosos al portal, después de escuchar y obedecer las palabras de los Ángeles. El viejo sacerdote Zacarías, durante su culto en el Templo de Jerusalén, no había creído en las palabras del ángel. Los pobres, marginados pastores, sí creyeron. Y con una diligencia encomiable se dirigieron a Belén. Allí encuentran el misterio en la mayor simplicidad imaginable. En lugar de desconfiar o sentirse defraudados, los pastores, descubren cómo todo lo que han dicho los ángeles se está cumpliendo. María, entonces, medita en esas palabras-acontecimiento, une y re-une las piezas que le van llegando, para tener una visión y comprensión unitaria de todo. María contemplativa va haciéndose con la situación y se convierte en el quicio de todo lo que está aconteciendo.

Que nos conceda el Espíritu -enviado a nuestros corazones- el don de guardar el misterio en nuestro corazón y de meditarlo. Sólo después, lo que hemos visto y oído y creído, seremos capaces de comunicarlo.

JOSÉ CRISTO REY GARCÍA PAREDES


44. ARCHIMADRID 2004

EL AMOR DE UNA MADRE

“Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer”. ¡Qué hermosos son los ojos de una madre!… ¡Sí!, mirar el rostro de una madre es mirarse a uno mismo. No hay nada que podamos esconderle, tú y yo que estuvimos en sus entrañas, nada que explicar, ni nada que dudar. Nada como una simple mirada de una madre que entiende todo… y perdona todo. Cuando estuviste en el lecho del dolor, y ella estuvo velando por tu enfermedad… ¿qué otro remedio necesitabas? Su compañía, su entrega y su calor eran la única medicina que aliviaba tu dolor y tu angustia. ¡Qué gran significado adquiere la palabra amor en el corazón de una madre!… ¡y cuánto me gusta esta fiesta (primer día del año), dedicada a la Madre de Dios, y madre mía… Madre del amor hermoso!

“Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: «¡Abba!Padre”. Aún recuerdo aquel viejo cuento de un hijo desagradecido que, embrujado por el amor de una mujer malvada (y a petición de ésta), arrancó el corazón de su madre para entregárselo en una bandeja a la supuesta amada. Ése joven, corriendo por los caminos, desesperado, tropezó, cayendo herido y maltrecho… Cuenta la leyenda, que desde aquel corazón sangrante de la madre, que había rodado también por tierra, salió una voz: “¡hijo mío, ¿te has hecho daño?!

Si el amor humano de una madre puede contarse hasta estos extremos, ¿cuánto más puede significar el amor de Dios? La respuesta la tenemos en el hermoso regalo que nos ha dado en su Madre, la Virgen María. Son miles las anécdotas e historias que corren a lo largo de la historia, y que nos explican los favores recibidos por mediación de María. Abogada e intercesora nuestra que, desde la eternidad, suplica e implora ante Dios y su Hijo por nuestra salvación. Ella entendió como nadie lo que supone vivir en el servicio a Dios y a sus semejantes (¡es la llena de gracia!). Desde aquel primer “sí”, dado al enviado de Dios en Nazaret, pasando por el detalle de que no faltara vino a aquellos recién casados, hasta permanecer, angustiada y rota de dolor, pero firmemente anclada al pie de la Cruz de su Hijo…¡Cuánto nos ama Dios, y cuánto nos queda por agradecer!

“Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho”. Pero ahora, en este comienzo de año nuevo, aún queremos ver a la Virgen cambiando pañales a su Hijo y acariciando su rostro, a la vez que enjugamos también nuestras lágrimas (por tantas cosas que hemos de cambiar en nuestras vidas) con el borde su manto. ¡Todo ha sido tal y como se nos dijo!… Lo hemos visto y lo hemos oído: A ese Niño que fija su mirada en los hermosos ojos de su Madre, y también las palabras de aliento que salen de los labios de la Virgen y se dirigen a cada uno de nosotros: “¡anda, ve y haz lo que Él te diga!”


45. FLUVIUM MADRE DE DIOS, MADRE NUESTRA

Homilía pronunciada el 11-X-1964, fiesta de la Maternidad de la Santísima Virgen.
Se contiene en el volumen Amigos de Dios de San Josemaría Escrivá.

        Todas las fiestas de Nuestra Señora son grandes, porque constituyen ocasiones que la Iglesia nos brinda para demostrar con hechos nuestro amor a Santa María. Pero si tuviera que escoger una, entre esas festividades, prefiero la de hoy: la Maternidad divina de la Santísima Virgen.

        Esta celebración nos lleva a considerar algunos de los misterios centrales de nuestra fe: a meditar en la Encarnación del Verbo, obra de las tres Personas de la Trinidad Santísima. María, Hija de Dios Padre, por la Encarnación del Señor en sus entrañas inmaculadas es Esposa de Dios Espíritu Santo y Madre de Dios Hijo.

        Cuando la Virgen respondió que sí, libremente, a aquellos designios que el Creador le revelaba, el Verbo divino asumió la naturaleza humana: el alma racional y el cuerpo formado en el seno purísimo de María. La naturaleza divina y la humana se unían en una única Persona: Jesucristo, verdadero Dios y, desde entonces, verdadero Hombre; Unigénito eterno del Padre y, a partir de aquel momento, como Hombre, hijo verdadero de María: por eso Nuestra Señora es Madre del Verbo encarnado, de la segunda Persona de la Santísima Trinidad que ha unido a sí para siempre sin confusión la naturaleza humana. Podemos decir bien alto a la Virgen Santa, como la mejor alabanza, esas palabras que expresan su más alta dignidad: Madre de Dios.

Fe del pueblo cristiano

        Esa ha sido siempre la fe segura. Contra los que la negaron, el Concilio de Efeso proclamó que si alguno no confiesa que el Emmanuel es verdaderamente Dios, y que por eso la Santísima Virgen es Madre de Dios, puesto que engendró según la carne al Verbo de Dios encarnado, sea anatema [1] .

        La historia nos ha conservado testimonios de la alegría de los cristianos ante estas decisiones claras, netas, que reafirmaban lo que todos creían: el pueblo entero de la ciudad de Efeso, desde las primeras horas de la mañana hasta la noche, permaneció ansioso en espera de la resolución... Cuando se supo que el autor de las blasfemias había sido depuesto, todos a una voz comenzaron a glorificar a Dios y a aclamar al Sínodo, porque había caído el enemigo de la fe. Apenas salidos de la iglesia, fuimos acompañados con antorchas a nuestras casas. Era de noche: toda la ciudad estaba alegre e iluminada [2] . Así escribe San Cirilo, y no puedo negar que, aun a distancia de dieciséis siglos, aquella reacción de piedad me impresiona hondamente.

        Quiera Dios Nuestro Señor que esta misma fe arda en nuestros corazones, y que se alce de nuestros labios un canto de acción de gracias: porque la Trinidad Santísima, al haber elegido a María como Madre de Cristo, Hombre como nosotros, nos ha puesto a cada uno bajo su manto maternal. Es Madre de Dios y Madre nuestra.

        La Maternidad divina de María es la raíz de todas las perfecciones y privilegios que la adornan. Por ese título, fue concebida inmaculada y está llena de gracia, es siempre virgen, subió en cuerpo y alma a los cielos, ha sido coronada como Reina de la creación entera, por encima de los ángeles y de los santos. Más que Ella, sólo Dios. La Santísima Virgen, por ser Madre de Dios, posee una dignidad en cierto modo infinita, del bien infinito que es Dios [3] . No hay peligro de exagerar. Nunca profundizaremos bastante en este misterio inefable; nunca podremos agradecer suficientemente a Nuestra Madre esta familiaridad que nos ha dado con la Trinidad Beatísima.

        Eramos pecadores y enemigos de Dios. La Redención no sólo nos libra del pecado y nos reconcilia con el Señor: nos convierte en hijos, nos entrega una Madre, la misma que engendró al Verbo, según la Humanidad. ¿Cabe más derroche, más exceso de amor? Dios ansiaba redimirnos, disponía de muchos modos para ejecutar su Voluntad Santísima, según su infinita sabiduría. Escogió uno, que disipa todas las posibles dudas sobre nuestra salvación y glorificación. Como el primer Adán no nació de hombre y de mujer, sino que fue plasmado en la tierra, así también el último Adán, que había de curar la herida del primero, tomó un cuerpo plasmado en el seno de Virgen, para ser, en cuanto a la carne, igual a la carne de los que pecaron [4] .

Madre del Amor Hermoso

        Ego quasi vitis fructificavi...: como vid eché hermosos sarmientos y mis flores dieron sabrosos y ricos frutos [5] . Así hemos leído en la Epístola. Que esa suavidad de olor que es la devoción a la Madre nuestra, abunde en nuestra alma y en el alma de todos los cristianos, y nos lleve a la confianza más completa en quien vela siempre por nosotros.

        Yo soy la Madre del amor hermoso, del temor, de la ciencia y de la santa esperanza [6] . Lecciones que nos recuerda hoy Santa María. Lección de amor hermoso, de vida limpia, de un corazón sensible y apasionado, para que aprendamos a ser fieles al servicio de la Iglesia. No es un amor cualquiera éste: es el Amor. Aquí no se dan traiciones, ni cálculos, ni olvidos. Un amor hermoso, porque tiene como principio y como fin el Dios tres veces Santo, que es toda la Hermosura y toda la Bondad y toda la Grandeza.

        Pero se habla también de temor. No me imagino más temor que el de apartarse del Amor. Porque Dios Nuestro Señor no nos quiere apocados, timoratos, o con una entrega anodina. Nos necesita audaces, valientes, delicados. El temor que nos recuerda el texto sagrado nos trae a la cabeza aquella otra queja de la Escritura: busqué al amado de mi alma; lo busqué y no lo hallé [7] .

        Esto puede ocurrir, si el hombre no ha comprendido hasta el fondo lo que significa amar a Dios. Sucede entonces que el corazón se deja arrastrar por cosas que no conducen al Señor. Y, como consecuencia, lo perdemos de vista. Otras veces quizá es el Señor el que se esconde: El sabe por qué. Nos anima entonces a buscarle con más ardor y, cuando lo descubrimos, exclamamos gozosos: le así y ya no lo soltaré [8] .

        El Evangelio de la Santa Misa nos ha recordado aquella escena conmovedora de Jesús, que se queda en Jerusalén enseñando en el templo. María y José anduvieron la jornada entera, preguntando a los parientes y conocidos. Pero, como no lo hallasen, volvieron a Jerusalén en su busca [9] . La Madre de Dios, que buscó afanosamente a su hijo, perdido sin culpa de Ella, que experimentó la mayor alegría al encontrarle, nos ayudará a desandar lo andado, a rectificar lo que sea preciso cuando por nuestras ligerezas o pecados no acertemos a distinguir a Cristo. Alcanzaremos así la alegría de abrazarnos de nuevo a El, para decirle que no lo perderemos más.

        Madre de la ciencia es María, porque con Ella se aprende la lección que más importa: que nada vale la pena, si no estamos junto al Señor; que de nada sirven todas las maravillas de la tierra, todas las ambiciones colmadas, si en nuestro pecho no arde la llama de amor vivo, la luz de la santa esperanza que es un anticipo del amor interminable en nuestra definitiva Patria.

        En mí se encuentra toda gracia de doctrina y de verdad, toda esperanza de vida y de virtud [10] . ¡Con cuánta sabiduría la Iglesia ha puesto esas palabras en boca de nuestra Madre, para que los cristianos no las olvidemos! Ella es la seguridad, el Amor que nunca abandona, el refugio constantemente abierto, la mano que acaricia y consuela siempre.

        Un antiguo Padre de la Iglesia escribe que hemos de procurar conservar en nuestra mente y en nuestra memoria un ordenado resumen de la vida de la Madre de Dios [11] . Habréis ojeado en tantas ocasiones esos prontuarios, de medicina, de matemáticas o de otras materias. Allí se enumeran, para cuando se requieren con urgencia, los remedios inmediatos, las medidas que se deben adoptar con el fin de no descaminarse en esas ciencias.

        Meditemos frecuentemente todo lo que hemos oído de Nuestra Madre, en una oración sosegada y tranquila. Y, como poso, se irá grabando en nuestra alma ese compendio, para acudir sin vacilar a Ella, especialmente cuando no tengamos otro asidero. ¿No es esto interés personal, por nuestra parte? Ciertamente lo es. Pero ¿acaso las madres ignoran que los hijos somos de ordinario un poco interesados, y que a menudo nos dirigimos a ellas como al último remedio? Están convencidas y no les importa: por eso son madres, y su amor desinteresado percibe en nuestro aparente egoísmo nuestro afecto filial y nuestra confianza segura.

        No pretendo ni para mí, ni para vosotros que nuestra devoción a Santa María se limite a estas llamadas apremiantes. Pienso sin embargo que no debe humillarnos, si nos ocurre eso en algún momento. Las madres no contabilizan los detalles de cariño que sus hijos les demuestran; no pesan ni miden con criterios mezquinos. Una pequeña muestra de amor la saborean como miel, y se vuelcan concediendo mucho más de lo que reciben. Si así reaccionan las madres buenas de la tierra, imaginaos lo que podremos esperar de Nuestra Madre Santa María.

Madre de la Iglesia

        Me gusta volver con la imaginación a aquellos años en los que Jesús permaneció junto a su Madre, que abarcan casi toda la vida de Nuestro Señor en este mundo. Verle pequeño, cuando María lo cuida y lo besa y lo entretiene. Verle crecer, ante los ojos enamorados de su Madre y de José, su padre en la tierra. Con cuánta ternura y con cuánta delicadeza María y el Santo Patriarca se preocuparían de Jesús durante su infancia y, en silencio, aprenderían mucho y constantemente de El. Sus almas se irían haciendo al alma de aquel Hijo, Hombre y Dios. Por eso la Madre y, después de Ella, José conoce como nadie los sentimientos del Corazón de Cristo, y los dos son el camino mejor, afirmaría que el único, para llegar al Salvador.

        Que en cada uno de vosotros, escribía San Ambrosio, esté el alma de María, para alabar al Señor; que en cada uno esté el espíritu de María, para gozarse en Dios. Y este Padre de la iglesia añade unas consideraciones que a primera vista resultan atrevidas, pero que tienen un sentido espiritual claro para la vida del cristiano. Según la carne, una sola es la Madre de Cristo; según la fe, Cristo es fruto de todos nosotros [12] .

        Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con El por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María, de alguna manera participaremos en su maternidad espiritual. En silencio, como Nuestra Señora; sin que se note, casi sin palabras, con el testimonio íntegro y coherente de una conducta cristiana, con la generosidad de repetir sin cesar un fiat que se renueva como algo íntimo entre nosotros y Dios.

        Su mucho amor a Nuestra Señora y su falta de cultura teológica llevó, a un buen cristiano, a hacerme conocer cierta anécdota que voy a narraros, porque con toda su ingenuidad es lógica en persona de pocas letras.

        Tómelo me decía como un desahogo: comprenda mi tristeza ante algunas cosas que suceden en estos tiempos. Durante la preparación y el desarrollo del actual Concilio, se ha propuesto incluir el tema de la Virgen. Así: el tema. ¿Hablan de ese modo los hijos? ¿Es ésa la fe que han profesado siempre los fieles? ¿Desde cuándo el amor a la Virgen es un tema, sobre el que se admita entablar una disputa a propósito de su conveniencia?

        Si algo está reñido con el amor, es la cicatería. No me importa ser muy claro; si no lo fuera continuaba me parecería una ofensa a Nuestra Madre Santa. Se ha discutido si era o no oportuno llamar a María Madre de la Iglesia. Me molesta descender a más detalles. Pero la Madre de Dios y, por eso, Madre de todos los cristianos, ¿no será Madre de la Iglesia, que es la reunión de los que han sido bautizados y han renacido en Cristo, hijo de María?

        No me explico seguía de dónde nace la mezquindad de escatimar ese título en alabanza de Nuestra Señora. ¡Qué diferente es la fe de la Iglesia! El tema de la Virgen. ¿Pretenden los hijos plantear el tema del amor a su madre? La quieren y basta. La querrán mucho, si son buenos hijos. Del tema o del esquema hablan los extraños, los que estudian el caso con la frialdad del enunciado de un problema. Hasta aquí el desahogo recto y piadoso, pero injusto, de aquella alma simple y devotísima.

        Sigamos nosotros ahora considerando este misterio de la Maternidad divina de María, en una oración callada, afirmando desde el fondo del alma: Virgen, Madre de Dios: Aquel a quien los Cielos no pueden contener, se ha encerrado en tu seno para tomar la carne de hombre [13] .

        Mirad lo que nos hace recitar hoy la liturgia: bienaventuradas sean las entrañas de la Virgen María, que acogieron al Hijo del Padre eterno [14] . Una exclamación vieja y nueva, humana y divina. Es decir al Señor, como se usa en algunos sitios para ensalzar a una persona: ¡bendita sea la madre que te trajo al mundo!

Maestra de fe, de esperanza y de caridad

        María cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella Cabeza de la que es efectivamente madre según el cuerpo [15] . Como Madre, enseña; y, también como Madre, sus lecciones no son ruidosas. Es preciso tener en el alma una base de finura, un toque de delicadeza, para comprender lo que nos manifiesta, más que con promesas, con obras.

        Maestra de fe. ¡Bienaventurada tú, que has creído! [16] , así la saluda Isabel, su prima, cuando Nuestra Señora sube a la montaña para visitarla. Había sido maravilloso aquel acto de fe de Santa María: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra [17] . En el Nacimiento de su Hijo contempla las grandezas de Dios en la tierra: hay un coro de ángeles, y tanto los pastores como los poderosos de la tierra vienen a adorar al Niño. Pero después la Sagrada Familia ha de huir a Egipto, para escapar de los intentos criminales de Herodes. Luego, el silencio: treinta largos años de vida sencilla, ordinaria, como la de un hogar más de un pequeño pueblo de Galilea.

        El Santo Evangelio, brevemente, nos facilita el camino para entender el ejemplo de Nuestra Madre: María conservaba todas estas cosas dentro de sí, ponderándolas en su corazón [18] . Procuremos nosotros imitarla, tratando con el Señor, en un diálogo enamorado, de todo lo que nos pasa, hasta de los acontecimientos más menudos. No olvidemos que hemos de pesarlos, valorarlos, verlos con ojos de fe, para descubrir la Voluntad de Dios.

        Si nuestra fe es débil, acudamos a María. Cuenta San Juan que por el milagro de las bodas de Caná, que Cristo realizó a ruegos de su Madre, creyeron en El sus discípulos [19] . Nuestra Madre intercede siempre ante su Hijo para que nos atienda y se nos muestre, de tal modo, que podamos confesar: Tú eres el Hijo de Dios.

        Maestra de esperanza. María proclama que la llamarán bienaventurada todas las generaciones [20] . Humanamente hablando, ¿en qué motivos se apoyaba esa esperanza? ¿Quién era Ella, para los hombres y mujeres de entonces? Las grandes heroínas del Viejo Testamento Judit, Ester, Débora consiguieron ya en la tierra una gloria humana, fueron aclamadas por el pueblo, ensalzadas. El trono de María, como el de su hijo, es la Cruz. Y durante el resto de su existencia, hasta que subió en cuerpo y alma a los Cielos, es su callada presencia lo que nos impresiona. San Lucas, que la conocía bien, anota que está junto a los primeros discípulos, en oración. Así termina sus días terrenos, la que habría de ser alabada por las criaturas hasta la eternidad.

        ¡Cómo contrasta la esperanza de Nuestra Señora con nuestra impaciencia! Con frecuencia reclamamos a Dios que nos pague enseguida el poco bien que hemos efectuado. Apenas aflora la primera dificultad, nos quejamos. Somos, muchas veces, incapaces de sostener el esfuerzo, de mantener la esperanza. Porque nos falta fe: ¡bienaventurada tú, que has creído! Porque se cumplirán las cosas que se te han declarado de parte del Señor [21] .

        Maestra de caridad. Recordad aquella escena de la presentación de Jesús en el templo. El anciano Simeón aseguró a María, su Madre: mira, este niño está destinado para ruina y para resurrección de muchos en Israel y para ser el blanco de la contradicción; lo que será para ti misma una espada que traspasará tu alma, a fin de que sean descubiertos los pensamientos ocultos en los corazones de muchos [22] . La inmensa caridad de María por la humanidad hace que se cumpla, también en Ella, la afirmación de Cristo: nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos [23] .

        Con razón los Romanos Pontífices han llamado a María Corredentora: de tal modo, juntamente con su Hijo paciente y muriente, padeció y casi murió; y de tal modo, por la salvación de los hombres, abdicó de los derechos maternos sobre su Hijo, y le inmoló, en cuanto de Ella dependía, para aplacar la justicia de Dios, que puede con razón decirse que Ella redimió al género humano juntamente con Cristo [24] . Así entendemos mejor aquel momento de la Pasión de Nuestro Señor, que nunca nos cansaremos de meditar: stabat autem iuxta crucem Iesu mater eius [25] , estaba junto a la cruz de Jesús su Madre.

        Habréis observado cómo algunas madres, movidas de un legítimo orgullo, se apresuran a ponerse al lado de sus hijos cuando éstos triunfan, cuando reciben un público reconocimiento. Otras, en cambio, incluso en esos momentos permanecen en segundo plano, amando en silencio. María era así, y Jesús lo sabía.

        Ahora, en cambio, en el escándalo del Sacrificio de la Cruz, Santa María estaba presente, oyendo con tristeza a los que pasaban por allí, y blasfemaban meneando la cabeza y gritando: ¡Tú, que derribas el templo de Dios, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo!; si eres el hijo de Dios, desciende de la Cruz [26] . Nuestra Señora escuchaba las palabras de su Hijo, uniéndose a su dolor: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? [27] . ¿Qué podía hacer Ella? Fundirse con el amor redentor de su Hijo, ofrecer al Padre el dolor inmenso como una espada afilada que traspasaba su Corazón puro.

        De nuevo Jesús se siente confortado, con esa presencia discreta y amorosa de su Madre. No grita María, no corre de un lado a otro. Stabat: está en pie, junto al Hijo. Es entonces cuando Jesús la mira, dirigiendo después la vista a Juan. Y exclama: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después dice al discípulo: ahí tienes a tu Madre [28] . En Juan, Cristo confía a su Madre todos los hombres y especialmente sus discípulos: los que habían de creer en El.

        Felix culpa [29] , canta la Iglesia, feliz culpa, porque ha alcanzado tener tal y tan grande Redentor. Feliz culpa, podemos añadir también, que nos ha merecido recibir por Madre a Santa María. Ya estamos seguros, ya nada debe preocuparnos: porque Nuestra Señora, coronada Reina de cielos y tierra, es la omnipotencia suplicante delante de Dios. Jesús no puede negar nada a María, ni tampoco a nosotros, hijos de su misma Madre.

Madre nuestra

        Los hijos, especialmente cuando son aún pequeños, tienden a preguntarse qué han de realizar por ellos sus padres, olvidando en cambio las obligaciones de piedad filial. Somos los hijos, de ordinario, muy interesados, aunque esa conducta ya lo hemos hecho notar, no parece importar mucho a las madres, porque tienen suficiente amor en sus corazones y quieren con el mejor cariño: el que se da sin esperar correspondencia.

        Así ocurre también con Santa María. Pero hoy, en la fiesta de su Maternidad divina, hemos de esforzarnos en una observación más detenida. Han de dolernos, si las encontramos, nuestras faltas de delicadeza con esta Madre buena. Os pregunto y me pregunto yo, ¿cómo la honramos?

        Volvemos de nuevo a la experiencia de cada día, al trato con nuestra madres en la tierra. Por encima de todo, ¿qué desean, de sus hijos, que son carne de su carne y sangre de su sangre? Su mayor ilusión es tenerlos cerca. Cuando los hijos crecen y no es posible que continúen a su lado, aguardan con impaciencia sus noticias, les emociona todo lo que les ocurre: desde una ligera enfermedad hasta los sucesos más importantes.

        Mirad: para nuestra Madre Santa María jamás dejamos de ser pequeños, porque Ella nos abre el camino hacia el Reino de los Cielos, que será dado a los que se hacen niños [30] . De Nuestra Señora no debemos apartarnos nunca. ¿Cómo la honraremos? Tratándola, hablándole, manifestándole nuestro cariño, ponderando en nuestro corazón las escenas de su vida en la tierra, contándole nuestras luchas, nuestros éxitos y nuestro fracasos.

        Descubrimos así como si las recitáramos por vez primera el sentido de las oraciones marianas, que se han rezado siempre en la Iglesia. ¿Qué son el Ave Maria y el Angelus sino alabanzas encendidas a la Maternidad divina? Y en el Santo Rosario esa maravillosa devoción, que nunca me cansaré de aconsejar a todos los cristianos pasan por nuestra cabeza y por nuestro corazón los misterios de la conducta admirable de María, que son los mismos misterios fundamentales de la fe.

        El año litúrgico aparece jalonado de fiestas en honor a Santa María. El fundamento de este culto es la Maternidad divina de Nuestra Señora, origen de la plenitud de dones de naturaleza y de gracia con que la Trinidad Beatísima la ha adornado. Demostraría escasa formación cristiana y muy poco amor de hijo quien temiese que el culto a la Santísima Virgen pudiera disminuir la adoración que se debe a Dios. Nuestra Madre, modelo de humildad, cantó: me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque ha hecho en mí cosas grandes aquel que es Todopoderoso, cuyo nombre es santo, y cuya misericordia se derrama de generación en generación para los que le temen [31] .

        En las fiestas de Nuestra Señora no escatimemos las muestras de cariño; levantemos con más frecuencia el corazón pidiéndole lo que necesitemos, agradeciéndole su solicitud maternal y constante, encomendándole las personas que estimamos. Pero, si pretendemos comportarnos como hijos, todos los días serán ocasión propicia de amor a María, como lo son todos los días para los que se quieren de verdad.

        Quizá ahora alguno de vosotros puede pensar que la jornada ordinaria, el habitual ir y venir de nuestra vida, no se presta mucho a mantener el corazón en una criatura tan pura como Nuestra Señora. Yo os invitaría a reflexionar un poco. ¿Qué buscamos siempre, aun sin especial atención, en todo lo que hacemos? Cuando nos mueve el amor de Dios y trabajamos con rectitud de intención, buscamos lo bueno, lo limpio, lo que trae paz a la conciencia y felicidad al alma. ¿Que no nos faltan las equivocaciones? Sí; pero precisamente, reconocer esos errores, es descubrir con mayor claridad que nuestra meta es ésa: una felicidad no pasajera, sino honda, serena, humana y sobrenatural.

        Una criatura existe que logró en esta tierra esa felicidad, porque es la obra maestra de Dios: Nuestra Madre Santísima, María. Ella vive y nos protege; está junto al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, en cuerpo y alma. Es la misma que nació en Palestina, que se entregó al Señor desde niña, que recibió el anuncio del Arcángel Gabriel, que dio a luz a Nuestro Salvador, que estuvo junto a El al pie de la Cruz.

        En Ella adquieren realidad todos los ideales; pero no debemos concluir que su sublimidad y grandeza nos la presentan inaccesible y distante. Es la llena de gracia, la suma de todas las perfecciones: y es Madre. Con su poder delante de Dios, nos alcanzará lo que le pedimos; como Madre quiere concedérnoslo. Y también como Madre entiende y comprende nuestras flaquezas, alienta, excusa, facilita el camino, tiene siempre preparado el remedio, aun cuando parezca que ya nada es posible.

        ¡Cuánto crecerían en nosotros las virtudes sobrenaturales, si lográsemos tratar de verdad a María, que es Madre Nuestra! Que no nos importe repetirle durante el día con el corazón, sin necesidad de palabras pequeñas oraciones, jaculatorias. La devoción cristiana ha reunido muchos de esos elogios encendidos en las Letanías que acompañan al Santo Rosario. Pero cada uno es libre de aumentarlas, dirigiéndole nuevas alabanzas, diciéndole lo que por un santo pudor que Ella entiende y aprueba no nos atreveríamos a pronunciar en voz alta.

        Te aconsejo para terminar que hagas, si no lo has hecho todavía, tu experiencia particular del amor materno de María. No basta saber que Ella es Madre, considerarla de este modo, hablar así de Ella. Es tu Madre y tú eres su hijo; te quiere como si fueras el hijo único suyo en este mundo. Trátala en consecuencia: cuéntale todo lo que te pasa, hónrala, quiérela. Nadie lo hará por ti, tan bien como tú, si tú no lo haces.

        Te aseguro que, si emprendes este camino, encontrarás enseguida todo el amor de Cristo: y te verás metido en esa vida inefable de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Sacarás fuerzas para cumplir acabadamente la Voluntad de Dios, te llenarás de deseos de servir a todos los hombres. Serás el cristiano que a veces sueñas ser: lleno de obras de caridad y de justicia, alegre y fuerte, comprensivo con los demás y exigente contigo mismo.

        Ese, y no otro, es el temple de nuestra fe. Acudamos a Santa María, que Ella nos acompañará con un andar firme y constante.


[1] Concilio de Efeso, can. 1, DenzingerSchön. 252 (113).

[2] S. Cirilo de Alejandría, Epistolae, 24 (PG 77, 138).

[3] S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 25, a. 6.

[4] S. Basilio, Commentarius in Isaiam, 7, 201 (PG 30, 466).

[5] Ecclo XXIV, 23.

[6] Ecclo XXIV, 24.

[7] Cant III, 1.

[8] Cant III, 4.

[9] Lc II, 4445.

[10] Ecclo XXIV, 25.

[11] Cfr. S. Juan Damasceno, Homiliae in dormitionem B. V. Mariae, 2, 19 (PG 96, 751).

[12] S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, 2, 26 (PL 15, 1561).

[13] Aleluya de la Misa de la Maternidad divina de María.

[14] Antífona ad Communionem en la Misa común de la B. M. Virgen.

[15] S. Agustín, De Sancta Virginitate, 6 (PL 40, 399).

[16] Lc I, 45.

[17] Lc I, 38.

[18] Lc II, 19.

[19] Ioh II, 11.

[20] Lc I, 48.

[21] Lc I, 45.

[22] Lc II, 3435.

[23] Ioh XV, 13.

[24] Benedicto XV, Carta Inter sodalicia, 22III1918, ASS 10 (1919), 182.

[25] Ioh XIX, 25.

[26] Mt XXVII, 3940.

[27] Mt XXVII, 46.

[28] Ioh XIX, 2627.

[29] Vigilia Pascual, Praeconium.

[30] Cfr. Mt XIX, 14.

[31] Lc I, 4850.
 


46. SERVICIO BÍBLICO LATINOAMERICANO

Nm 6, 22-27: La bendición del pueblo de Dios
Gal 4, 4-7: Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer
Salmo responsorial 66, 2-3.5.6.8: El Señor tenga piedad y nos bendiga
Lc 2, 16-21: Encontraron a María y a José, y al niño

Hoy es la fiesta litúrgica de «Santa María Madre de Dios». Es también la octava de Navidad y la fiesta de la circuncisión de Jesús, momento en el que también, como era la costumbre, le impusieron su nombre. Por otra parte la liturgia no podrá dejar de tener en cuenta que hoy, a su vez, es el primer día del año civil (¡año nuevo!), y la Jornada Mundial por la Paz... Muchas celebraciones en un solo día.

Veamos los textos de la liturgia de la Palabra.

Núm 2,22-27 es la llamada bendición aaronítica, porque se afirma que Dios la reveló a Moisés para que éste a su vez la enseñara a Aarón y a sus hijos, los sacerdotes de Israel, para que con ella bendijeran al pueblo. Seguramente fue usada ampliamente en el antiguo Israel. Incluso se ha encontrado grabada en plaquetas metálicas para llevar al cuello, o atada de algún modo al cuerpo, como una especie de amuleto. Arqueológicamente dichas plaquetas datan de la época del 2º templo, es decir, del año 538 AC en adelante. Bien nos viene una bendición de parte de Dios al comenzar el año: que su rostro amoroso brille sobre todos nosotros como prenda de paz. La paz tan anhelada por la humanidad entera, y lamentablemente tan esquiva. Pero es que no basta con que Dios nos bendiga por medio de sus sacerdotes. No basta que él nos muestre su rostro. Aquí no se trata de bendiciones mágicas sino de un llamado a empeñarnos también nosotros en la consecución y construcción de la paz: con nosotros mismos, en nuestro entorno familiar, con los cercanos y los lejanos, con la naturaleza tan maltratada por nuestras codicias; paz con Dios, Paz de Dios.

Buen comienzo del año éste de la bendición. El refrán popular ha consagrado ese deseo de "volver a comenzar" que sentimos todos al llegar esta fecha: "año nuevo, vida nueva". Uno quisiera olvidar los errores, limpiarse de las culpas que nos molestan, estrenar una página intacta del libro de su vida, y empezarla con buen pie, dando rienda suelta a los mejores deseos que brotan de nuestro corazón... Por eso es bueno comenzar el año con una bendición en los labios, después de escuchar la bendición de Dios en su Palabra.

Bendigamos al Señor por todo lo que hemos vivido hasta ahora, y por el nuevo año que pone ante nuestros ojos: nuevos días por delante, nuevas oportunidades, tiempo a nuestra disposición... Alabemos al Señor por la misericordia que ha tenido con nosotros hasta ahora. Y también porque nos va a permitir ser también nosotros una bendición en este nuevo año que comienza: bendición para los hermanos y bendición para Dios mismo. Año nuevo, vida nueva, bendición de Dios.

Gal 4,4-7 es una apretada síntesis de lo que San Pablo nos enseña en tantos otros pasajes de sus cartas. En primer lugar, nos dice que el tiempo que vivimos es de plenitud, porque en él Dios ha enviado a su Hijo, no de cualquier manera, sino nacido de mujer y nacido bajo la ley, es decir, semejante en todo a nosotros, en nuestra humanidad y en nuestros condicionamientos históricos. Pero este abajamiento del Hijo de Dios, nos ha alcanzado la más grande de las gracias: la de llegar a ser, todos nosotros los seres humanos, sin exclusión alguna, hijos de Dios, capaces de llamarlo «Abba», es decir, Padre. Nuestra condición filial fundamenta una nueva dignidad de seres humanos libres, herederos del amor de Dios. Parecerían hermosas palabras, nada más, frente a tantos sufrimientos y miserias que todavía experimentamos, pero se trata de que pongamos de nuestra parte para que la obra de Jesucristo se haga realidad. Se trata de que nos apropiemos de nuestra dignidad de hijos libres, rechazando los males personales y sociales que nos agobian, luchando juntos contra ellos. Esto implica una tarea y una misión: la de hacernos verdaderos hijos de Dios, a nosotros y a nuestros hermanos que desconocen su dignidad.
Nacido de Mujer, nacido bajo la ley, nos recuerda Pablo. Nació en la debilidad, en la pobreza, fuera de la ciudad, en la cueva, porque no hubo para ellos lugar en la posada... Nace en la misma situación que el conjunto del pueblo, los sencillos, los humildes, los sin poder.

Este nacimiento real y concreto es asumido por Dios para abrazar en el amor a todos los que la tradición había dejado fuera. Es la visita real de aquel que, por simple misericordia, nos da la gracia de poder llamar a Dios con la familiaridad de Abbá -«papito, papaíto»- y la posibilidad de considerar a todos los hombres y mujeres hermanos muy amados.

En Jesús, nacido de María -la mujer que aceptó ser instrumento en las manos de Dios para iniciar la nueva historia- todos los seres humanos hemos sido declarados hijos y no esclavos, hemos sido declarados coherederos, por voluntad del Padre. La bendición o benevolencia de Dios para los seres humanos da un gran paso: Dios ya no bendice con palabras, ahora bendice a todos los seres humanos y aun a toda la creación, con la misma persona de su Hijo, que se hace hermano de todos. Y nadie queda marginado de su amor.

Ha aparecido la bondad de Dios en Jesús, y es hora de alegría estremecida, para hacer saber al mundo -y a la creación misma- que Dios ha florecido en nuestra tierra y todos somos depositarios de esa herencia de felicidad.

Lc 2,16-21 nos traduce en palabras más llanas lo que San Pablo nos había dicho con palabras más elevadas: el Niño que cuidan María y José y que visitan los pastores para adorarlo, es, según el Hijo enviado a hacernos hijos. El Hijo que no busca en primer lugar a los grandes y poderosos del mundo sino, muy en la línea de Lucas, a los pequeños y a los humildes; como los pastores de Belén, que no son meras figuras decorativas de nuestros pesebres, nacimientos o belenes, sino que en los tiempos de Jesús eran personas mal vistas, con fama de ladrones, de ignorantes y de incapaces de cumplir la ley religiosa judía. A ellos en primer lugar llaman los ángeles a saludar y a adorar al Salvador recién nacido. Ellos se convierten en pregoneros de las maravillas de Dios que habían podido ver y oír por sí mismos y en su propio favor.

Algo similar pasa con María y José: no eran una pareja de nobles ni de potentados, eran apenas un humilde matrimonio de artesanos, sin poder ni prestigio alguno. Pero María, la madre, guardaba y meditaba estos acontecimientos en su corazón, y seguramente se alegraba y daba gracias a Dios por ellos, y estaba dispuesta a testimoniarlos delante de los demás, como lo hizo delante de Isabel, entonando el Magníficat.

La festividad litúrgica de hoy -uno de sus componentes- es la de «Santa María madre de Dios». Se trata de un título antiguo, procedente del Concilio de Éfeso. La verdad es que, escuchado en directo y sin explicación, hoy suena mal, ofende a los oídos, porque, sencillamente, «Dios no tiene madre», ni puede tenerla. La declaración dogmática del siglo V respondía a otras preguntas y a otras categorías que no son las nuestras, y por eso este «dogma» suena y está tan desubicado hoy día. Es uno de esos casos en los que las fórmulas antiguas no sólo se quedan viejas y obsoletas, sino que se hacen inteligibles y hasta se convierten en obstáculo. Hablarle a una persona moderna que no tenga formación teológica clásica (que es lo normal) de María como «madre de Dios», y decirle que ello es un «dogma», o sea, una afirmación cuya aceptación indubitable es supuestamente esencial para ser cristiano, es, sin duda, una manera de hacerle más difícil la aceptación de la fe.

No es éste el lugar para buscar apologéticamente un sentido oculto que pueda rehabilitar esta afirmación. Tal vez en algunas homilías convenga abordar el tema, tal vez en algunos ambientes sea mejor dejarlo, pero en todos los casos convendrá no repetir la fórmula clásica con toda ingenuidad, como si hoy día no fuera una fórmula que crea dificultades.

Recomendamos acudir a un manual crítico de historia de la Iglesia para informarse sobre el Concilio de Éfeso (o véase H. Küng, Ser cristiano, Cristiandad, Madrid 1977, pág. 584).

Seguimos estando en tiempo de Navidad, tiempo en el que la ternura, el amor, la fraternidad, el cariño familiar... se nos hacen más palpables que nunca. La ternura de Dios hacia nosotros, que se expresó en el niño de Belén, inunda nuestra vida, en las luces de colores, los adornos navideños, los villancicos y las reuniones familiares. Todo ayuda a ello en este tiempo todavía de Navidad. Dejemos recalar estos sentimientos en nuestro corazón, para que perduren a lo largo de todo el año.

Al comenzar el año, al poner el pie por primera vez en este nuevo regalo que el Señor nos hace en nuestra vida vamos a agradecerle con todo el corazón la alegría de vivir, la oportunidad maravillosa que nos da de seguir amando y siendo amados, la capacidad que nos ha dado para cambiar y rectificar, y el corazón grande para acoger toda la ternura del Niño Dios que nos llama desde los brazos de María su madre.

Para la revisión de vida
-Hacer un retiro personal (o un tiempo al menos) haciendo examen de mi vida en el año pasado.
-Participar en alguna celebración penitencial comunitaria, pedir perdón de mis pecados y reconciliarme con Dios y con los hermanos.
-Hacerme un plan de vida al comenzar el año ("año nuevo, vida nueva").
-Seguir viviendo con el espíritu de la navidad en los diversos ambientes: familia, barrio, trabajo, lugar de compromiso

Para la reunión de grupo [Sobre la Jornada de la Paz]
- Ver: ¿cómo está el mundo, nuestro país, nuestro barrio... en paz? ¿Cuáles los principales obstáculos para la paz en el mundo (país, barrio...)?
- Juzgar: ¿Cómo enjuiciar la situación del mundo a la luz de la fe? ¿Cuál es el papel del cristiano en un mundo en tensión como el nuestro?
- Actuar: ¿Cómo tendrá que evolucionar el mundo para hacer posible la paz? ¿Qué podemos hacer nosotros, yo mismo?

Para la oración de los fieles
- Por la paz del mundo, en esta Jornada Mundial por la Paz, par que el Espíritu de Dios mueva los corazones de todos los hombres y mujeres hacia la reconciliación, la tolerancia, la igualdad entre los sexos, el respeto de las diferencias culturales, y la Justicia, de la cual es fruto la paz, roguemos al Señor.
- Por los gobernantes de todos los países, para que aúnen esfuerzos sinceros en favor de la paz...
- Por las instituciones internacionales, para que evolucionen hacia formas acordes con los nuevos tiempos mundializados que vivimos y puedan ser instrumentos más útiles al servicio de la humanidad...
- Para que aprovechemos ahora la oportunidad que tenemos de hacer verdad en nuestra vida el refrán: “Año nuevo, vida nueva”...
- Por nuestros hogares, para que continúen en el espíritu familiar de la navidad...
- Por todos los que no acabarán el año que ahora comienza, para que se reconcilien a tiempo con la verdad de su vida...
- Por todos nuestros amigos y conocidos que nos dejaron el año que acaba de pasar, por su eterno descanso...

Oración comunitaria
*Dios de la Vida, Creador del Universo, que nos has concedido el espacio y el tiempo para vivir desarrollar la Vida, para ser felices y hacer felices a los demás; al comenzar un Año nuevo te pedimos nos enseñes a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato y vivamos responsable y agradecidamente el don del tiempo que nos concedes. Por nuestro Señor Jesucristo...

*Dios de la Paz, Padre y Madre de todos los hombres y mujeres, que quieres que vivamos como hermanos en unidad fraterna. En este día de año nuevo, Jornada Mundial de la Paz, te pedimos con todo el corazón nos concedas la Paz, que es don de tu Espíritu y fruto de la Justicia, y que hagas de nosotros esforzados constructores de la Paz, para que merezcamos la bienaventuranza de tu Hijo, que vive y reina contigo...


47. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO

Comentarios Generales

Números 6, 22-27:

La Liturgia inicia el primer día del año, Octava de la Navidad, con esta solemne bendición, con la que el Pontífice de Israel despedía al pueblo congregado para el sacrificio vespertino. El Sirácida (Ecclo 50, 20) nos lo narra del Sumo Sacerdote Simón: «Al terminarse el servicio del Señor (Simón), bajaba y elevaba sus manos sobre toda la asamblea de los hijos de Israel, para dar con sus labios la bendición del Señor y tener el honor de pronunciar su Nombre. Y todos se postraban para recibir la bendición del Altísimo».

- Pedir que brille sobre nosotros la luz del rostro de Dios es pedir su amor y benevolencia: « ¡Alza sobre nosotros la luz de tu Rostro!» (Sal 5, 7). «Haz que alumbre a tu siervo tu Rostro. ¡Salvame por tu amor!» (Sal 31, 17).

La Iglesia ahora nos da esta bendición en nombre de Jesús-Salvador. Y nos exhorta a comenzar, impetrando su bendición, todas nuestras obras.

- Jesús nos dejó su bendición como Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza al ofrecer su Sacrificio: «La paz os dejo. Mi paz os doy» (Jn 14, 27).

Singularmente aluden a este pasaje de Números aquellas palabras de nuestro Pontífice Jesús, que se despide de nosotros; y nos da su bendición Sacerdotal en Nombre del Padre y en el Nombre suyo de Hijo: «Padre Santo: tuyos eran y me los diste. Todas mis cosas tuyas son y las tuyas mías. Y Yo ya no estaré en el mundo, mientras ellos quedan en el mundo; Yo voy a Ti. Padre, guárdalos en tu Nombre, el que Tú me has dado; a fin de que sean Uno como Nosotros» (Jn 17, 6. 11). Bendecidos en el nombre divino de Jesús tendremos la paz.

- Que así sea en este nuevo año «cristiano» que comenzamos: «Que invoquen mi Nombre sobre los hijos de Israel y Yo les bendeciré» (Nm 6, 27).

Epístola Gál. 4, 4-7:

La Epístola nos da uno de los mejores fundamentos bíblicos de la Maternidad espiritual y universal de María:

- Cristo, Hijo de Dios, nace súbdito de la Ley, inserto en la Historia de la Salvación (solidaridad con los judíos), nace de Mujer (solidaridad con toda la raza humana). Se sujeta a la Ley para «liberarnos». Se hace Hijo de Mujer para darnos la filiación divina. «Ved cuán grande caridad nos ha otorgado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios. ¡Y lo somos!» (1 Jn 3, 1). Tan cierto es que participamos con toda propiedad la filiación del Hijo, que San Pablo nos anima a vivir en plena intimidad filial con el Padre: «Y por cuanto sois hijos, envió Dios a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abba! ¡Padre! De manera que no eres ya esclavo, sino hijo. Y si hijo, también heredero por gracia de Dios» (Gál 4, 6).

La Mujer de quien es Hijo este Hermano nuestro es también Madre nuestra. Si somos hijos de Dios en Cristo, somos a la vez hijos de María en Cristo. Orígenes nos lo dice en unas palabras muy expresivas: «No teniendo María otro hijo que Jesús, cuando el Maestro dice: «He ahí a tu hijo» y no dice 'Este es también tu hijo', es como si dijese: he ahí el Jesús que has engendrado; porque todo perfecto cristiano no vive ya su vida natural, sino que Cristo vive en él. Y porque Cristo vive en él se dice de él a María: «Este es tu Hijo, Cristo» (P. G. 14, 31). Si vivimos de Cristo y en Cristo, con pleno derecho llamamos a Dios «Padre» y a María «Madre». Si la Eucaristía nos forma y transforma más en Cristo debe desarrollar nuestra piedad con María: la vivencia de los sentimientos filiales de Jesús con su Madre que en Cristo lo es también nuestra.

Evangelio, Lc 2, 16-21:

En la narración evangélica notemos:

- Los pastores de Belén adoran al Mesías. Son las «primicias» de los infinitos adoradores. La humildad, la sencillez, la pobreza, la austeridad, son disposiciones que preparan el corazón a la fe. Ellos no se escandalizan por la pobreza del Mesías pobre.

- El v 19 es una fina indicación. María oye atenta cuanto dicen los pastores y capta atenta todos los signos y acontecimientos. El Corazón de la Madre es el mejor archivo y la mejor biblioteca de los recuerdos y de los misterios del Hijo. Lucas ha bebido en buena fuente. Los devotos de la Virgen crecen en el conocimiento y amor de Cristo. ¡Y cuánto nos revelará María en el cielo!

- Por la circuncisión, Jesús, hijo de Abraham, se solidariza con una raza pecadora (v 21). Es entonces cuando se le impone el nombre de Jesús revelado por el cielo a María y a José. Jesús = Dios Salva, va a tener el sentido más pleno. Aquel que San Pablo sintetiza en esta tremenda expresión: «Dios a Aquel que no conoció el pecado, por nosotros le hizo pecado, a fin de que nosotros viniésemos a ser justicia de Dios en El» (2 Cor 5, 21). Nos salva de nuestros pecados porque los carga todos sobre Si para expiarlos todos. Y partícipes de su vida (gracia), quedamos plenamente justificados, santificados y salvados: «Gozosos, Señor, hemos recibido los celestes sacramentos; concédenos que nos aprovechen para la vida eterna a quienes nos gloriamos de proclamar a la siempre Virgen María Madre de tu Hijo y Madre de la Iglesia» (Postc.).

*Aviso: El material que presentamos está tomado de José Ma. Solé Roma (O.M.F.),"Ministros de la Palabra", ciclo "A", Herder, Barcelona 1979.

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San Bernardo

"El único nacimiento digno de Dios era el procedente de la Virgen; asimismo, la dignidad de la Virgen demandaba que quien naciere de Ella no fuere otro que el mismo Dios. Por esto el Hacedor del hombre, al hacerse Hombre, naciendo de la raza humana, tuvo que elegir, mejor dicho, que formar para sí, entre todas, una madre tal cual Él sabía que había de serle conveniente y agradable" (Homilía sobre la Virgen María).

"...Y el nombre de la Virgen era María"

Nos ocuparemos particularmente del santo maestro de la contemplación plena y de la acción perfecta:

"Y el nombre de la Virgen era María. Vamos a ocuparnos un poco de este nombre, que significa «Estrella del mar», y por eso se aplica con toda propiedad a la Virgen Madre. Efectivamente, es correctísimo compararla con una estrella.

Porque si todo astro irradia su luz sin destruirse, la Virgen dio a luz sin lesionarse su virginidad. Los rayos que emite no menguan a la estrella en su propia claridad como no menoscaba a la Virgen en su integridad el Hijo que nos da. María es la estrella radiante que nace de Jacob, cuya luz se difunde al mundo entero, cuyo resplandor brilla en los cielos y penetra en los abismos, se propaga por toda la tierra, abriga no tanto los cuerpos, como los espíritus, vigoriza las virtudes y extingue los vicios. María es, repito, la estrella más brillante y hermosa. Ahí está el mar ancho y dilatado, sobre el que se levanta infaliblemente esplendorosa con sus ejemplos y titilante con sus méritos.

Tú, quienquiera que seas y te sientas arrastrado por la corriente de este mundo, náufrago de la galerna y la tormenta, sin estribo en tierra firme, no apartes tu vista del resplandor de esta estrella si no quieres sumergirte bajo las aguas. Si se levantan los vientos de las tentaciones, si te ves arrastrado contra las rocas del abatimiento, mira a la estrella, invoca a María. Se eres batido por las olas de la soberbia, de la ambición, de la detracción o la envidia, mira a la estrella, invoca a María. Si la ira o la avaricia o la seducción carnal sacuden con furia la navecilla de tu espíritu, vuelve los ojos a María. Si angustiado por la enormidad de tus crímenes, o aturdido por la deformidad de tu conciencia, o aterrado por el pavor del juicio, comienza a engullirte el abismo de la tristeza o el infierno de la desesperación, piensa en María. Se te asalta el peligro, la angustia o la duda, recurre a María, invoca a María. Que nunca se cierre tu boca al nombre de María, que no se ausente de tu corazón, que no olvides el ejemplo de su vida; así podrás contar con el sufragio de su intercesión.

Si la sigues, no te desviarás; si recurres a Ella, no desesperarás. Si la recuerdas, no caerás en el error. Si Ella te sostiene, no vendrás abajo. Nada temerás si te protege; si te dejas llevar por Ella, no te fatigarás; con su favor llegarás a puerto. De modo que tú mismo podrás experimentar con cuánta razón dice el evangelista: y la virgen se llamaba María."

Y no menos hermosas son estas palabras del mismo santo, fundador de una orden contemplativa, de los Templarios y autor de la Salve Regina:

"Nos ha precedido nuestra Reina. Sí, se nos ha anticipado y ha sido recibida con todos los honores; sus siervecillos la siguen llenos de confianza y gritando: Llévanos contigo. Correremos al olor de tus perfumes. Los peregrinos hemos enviado por delante a nuestra abogada; es la Madre del Juez y Madre de Misericordia. Negociará con humildad y eficacia nuestra salvación.

¡Qué regalo más hermoso envía hoy nuestra tierra al cielo! Con este gesto maravilloso de amistad -que es dar y recibir- se funden lo humano y lo divino. Lo terreno y lo celeste, lo humilde y lo sublime. El fruto más granado de la tierra está allí, de donde proceden los mejores regalos y los dones de más valor. Encumbrada a las alturas, la Virgen Santa prodigará sus dones a los hombres.

¿Y, cómo no lo va a hacer? Lo puede y lo quiere. Es la Reina del cielo, es misericordiosa. Y, sobre todo, es la Madre del Hijo único de Dios."

"Dice el profeta que vio construir en un monte altísimo una ciudad cuyas múltiples puertas describe. Señala, sin embargo, entre todas una cerrada, de la cual dice: Llevóme luego hacia la puerta exterior del santuario, que mira al oriente; y se hallaba cerrada. Y me dijo el Señor: Esta puerta ha de estar cerrada; no se abrirá ni entrará por ella hombre alguno; porque el Señor Dios de Israel penetrará por ella. Ha de estar cerrada porque aquí se sentará el príncipe para comer el pan en presencia del Señor (Ez 44.1-3). ¿Qué puerta es esta sino María, que permanece cerrada por ser virgen? Por tanto, esta puerta fue María, a través de la cual Cristo vino a este mundo, cuando salió a la luz gracias a un parto virginal. Se conservaron los sellos de la virginidad, mientras se desprendía Cristo de una virgen cuya grandeza no podía sostener el mundo entero.

Esta puerta ha de permanecer cerrada, dijo el Señor, y no se abrirá. ¡Bella puerta, María, que siempre se mantuvo cerrada y no se abrió! Pasó a Cristo a través de ella, pero no se abrió.

Y para que aprendamos que todo hombre tiene una puerta por la cual pasa Cristo, se dice: Elevad vuestras puertas, príncipes; elevaos puertas eternales, y penetrará el Rey de la gloria. ¡Con cuánta mayor razón puede decirse que había en María una puerta ante la cual se sentó y por la que pasó Cristo!

Esta puerta miraba a Oriente; porque difundió verdaderos resplandores aquella que engendró al Oriente y dio la luz al Sol de justicia."

"Ya sabes que has de concebir y dará a luz un hijo; ya has oído que no será por obra de varón, sino del Espíritu Santo. El ángel aguarda tu respuesta; es hora ya de que suba al que lo envió.

Señora, también nosotros esperamos esa palabra tuya de conmiseración, oprimidos miserablemente por la sentencia de nuestra condena. Mira que te ofrecen nada menos que el precio de nuestra salvación; si tú lo aceptas, seremos liberados inmediatamente. Todos fuimos creados en la eterna Palabra de Dios; pero estamos muriéndonos vivos. Con tu brevísima respuesta, seremos reanimados para recuperar la vida. Todo el mundo te espera expectante y postrado a tus pies. Y no sin razón; ya que de tu boca cuelga el consuelo de los afligidos, la liberación de los cautivos, la redención de los condenados y la salvación, en fin, de todos los hijos de Adán, de todo tu linaje.

Responde ya, oh Virgen, que nos urge. Señora, di la palabra que ansían los cielos, los infiernos y la tierra. Ya ves que el mismo Rey y Señor de todos se ha prendado de tu belleza y desea ardientemente el asentimiento de tu palabra, por la que se ha propuesto salvar al mundo. hasta ahora le has complacido con tu silencio. Pero ahora suspira por escucharte.

Tú eres la mujer, por medio de la cual, Dios mismo, nuestro Rey, dispuso desde el principio realizar la salvación del mundo. Contesta con prontitud al ángel. ¿Qué digo yo? Al Señor mismo en la persona del ángel. Di una palabra y recibe a la Palabra; pronuncia la tuya y engendra la divina; expresa la transitoria y abraza la eterna. Es encantador el silencio pudoroso, pero es más necesaria la palabra sumisa. Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento y las entrañas al Creador."

"Mirad, se ha parado detrás de la tapia. Atisba por las ventanas, mira por las celosías (Cant 2,9) El esposo se aproxima al muro, se acerca a la pared, cuando se unió a la carne humana. La carne es la pared; la encarnación del Verbo es la aproximación del Esposo. Con las celosías y ventanas, por donde se dice que mira, pienso que se refiere a los sentidos corporales y a los afectos humanos, con los que comenzó a experimentar toda la indigencia del hombre. Se sirvió de las afecciones humanas y de los sentidos corporales, como si fueran celosías y ventanas, para conocer las miserias humanas y hacerse misericordioso por su propia experiencia de hombre.

Ya lo sabía antes, pero de otra manera. Se hizo lo que ya era, aprendió lo que ya sabía y buscó entre nosotros celosías y ventanas para explorar con mayor atención nuestras adversidades. Y encontró tantas aberturas en nuestra pared ruinosa y llena de resquicios, como debilidades y miserias nuestras experimentó en su cuerpo.

Debes procurar con toda vigilancia que encuentre siempre abiertas las celosías y ventanas de tus confesiones; a través de ellas podrá mirar con bondad en tu interior, porque su mirada es tu salvación. Y como hay dos clases de compunción: primero la tristeza por nuestros pecados y después la alegría por los dones recibidos, cuando confieso mis pecados sin la menor angustia de mi corazón es como si le abriera las celosías, o sea la ventana más cerrada.

Pero a veces el corazón se dilata con el amor, al considerar las bondades divinas y prorrumpe en alabanza y acción de gracias. Entonces le abro al Esposo, no la ventana estrecha, sino la más amplia, y por ella mira más complacido cuanto mayor es el sacrificio de alabanza que se le tributa."

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Cándido Pozo

Madre de Dios Hijo

La relación fundamental de María con respecto a su Hijo Jesús es la de su Maternidad. Encontramos la fórmula veneranda del Concilio de Éfeso, definida en el año 431: María es Madre de Dios (Theotokos), como no dudaron los Santos Padres en llamarla. Así la invocaban los fieles ya antes de ese Concilio, en el sigo IV y quizás en el III. En un papiro han llegado hasta nosotros las palabras de la más antigua oración mariana que se rezó en la Iglesia, y que contiene el título de Madre de Dios aplicado a María: Bajo tu misericordia nos refugiamos, ¡oh Madre de Dios!; no desprecies nuestras súplicas en la necesidad, sino líbranos del peligro, sola pura, sola bendita. La oración es muy significativa. Por la relación de Madre que María tiene con Jesús, se comprende la singular eficacia de su intercesión. A esto se debe que los fieles, ya en los primeros siglos, acudieran a Ella confiadamente en su necesidad e indigencia.

Pero, incluso antes de fijar la atención en la importancia intercesora que se deriva de que María es Madre de Dios, convendría subrayar el relieve teológico de primer plano que el título encierra. Frente a Nestorio, san Cirilo de Alejandría y el Concilio de Éfeso comprendieron que lo que estaba en juego era el dogma fundamental del cristianismo: que Jesús es Persona divina; que no hay en Él sino un único sujeto último de responsabilidad, que es la Persona del Logos. Ello permite decir con verdad que Dios (y no sólo un hombre) por nosotros ha padecido, ha sido crucificado e incluso ha sufrido la muerte. Es impresionante que para garantizar esta verdad se recurriera a un título mariano: la Santísima Virgen es la Madre de Dios.

Finalmente conviene no olvidar que la Maternidad de María con respecto al Hijo de Dios asocia su existencia a la de su Hijo. Ella es la Madre santísima de Dios, que tomó parte en los misterios de Cristo. Ella es la Nueva Eva asociada a Cristo, el Nuevo Adán, según una temática que comenzó a desarrollarse en la Iglesia a partir del siglo II. Si la primera Eva dialogó con el demonio, desobedeció a Dios y trajo sobre el mundo muerte y ruina, María, la Nueva Eva, dialoga con el Ángel, obedece a Dios y trae al mundo al Salvador y, con Él, la salvación.

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San Cirilo de Alejandría

En la homilía que San Cirilo de Alejandría pronunció en el Concilio de Éfeso, dirigió a la Madre de Dios alabanzas como éstas:

"Salve, María, Madre de Dios, veneradísimo tesoro de todo el orbe, antorcha inextinguible, corona de la virginidad, trono de la recta doctrina, templo indestructible, habitáculo de aquel que no puede ser contenido en lugar alguno, Virgen y Madre por quien se nos ha dado el llamado en los Evangelios bendito el que viene en nombre del Señor.

Salve, tú que encerraste en tu seno virginal al que es inmenso e inabarcable. Tú, por quien la Santísima Trinidad es adorada y glorificada. Tú, por quien la cruz preciosa es celebrada y adorada en todo el mundo. Tú, por quien exulta el cielo, se alegran los ángeles y arcángeles, huyen los demonios, por quien el diablo tentador fue arrojado del cielo, y la criatura, caída por el pecado, es elevada al cielo...

¿Quién de entre los hombres será capaz de alabar como se merece a María, digna de toda alabanza? Es Virgen y Madre: ¡qué maravilla! Este milagro me llena de estupor. ¿Quién oyó jamás decir que al constructor de un templo se le prohíba entrar en él? ¿Quién podrá tachar de ignominia a quien toma a su propia esclava por Madre?

Nosotros hemos de adorar y respetar la unión del Verbo con la carne, hemos de tener temor de Dios y dar culto a la Santa Trinidad, hemos de celebrar con nuestros himnos a María, la siempre Virgen, templo santo de Dios, y a su Hijo, el Esposo de la Iglesia, nuestro Señor Jesucristo. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén."

Ya en aquellos tiempos se hablaba de la "hipóstasis" o "Unión hipostática": el verbo, al encarnarse, asumió la naturaleza humana en su persona divina, de modo que no había duplicidad de personas en Jesús (sólo hay una persona, que es divina), aunque sí duplicidad de naturalezas, divina y humana. La teología católica desarrolló ampliamente esta tesis, derivada de la filosofía griega. Santo Tomás dice: "La bienaventurada Virgen es llamada Madre de Dios no porque sea madre de la divinidad, sino porque es madre, según la humanidad, de la persona que tiene la divinidad y la humanidad. El ser concebido y el nacer se atribuyen a la hipóstasis por razón de la naturaleza en la que la hipóstasis por razón de la naturaleza es concebida y nace. Ahora bien, como en el mismo principio de la concepción (de Cristo) la naturaleza humana se unió a la persona divina, podemos afirmar con toda verdad que Dios es concebido y nacido de la Virgen. Se dice que una mujer es madre de una persona porque ésta ha sido concebida y ha nacido de ella. Luego la bienaventurada Virgen puede llamarse verdadera Madre de Dios. (...) El nombre de "Dios", común a las tres personas divinas, unas veces designa sólo a la persona del Padre, otras a la persona del Hijo, y otras a la del Espíritu Santo. Así, cuando se dice que la bienaventurada Virgen es Madre de Dios, la palabra "Dios" designa sólo a la sola persona del Hijo"

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Juan Pablo II

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS, Y EN LA XXXV JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

1 de enero de 2002

1. "¡Salve, Madre santa!, Virgen Madre del Rey que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos" (cf. Antífona de entrada).

Con este antiguo saludo, la Iglesia se dirige hoy, octavo día después de la Navidad y primero del año 2002, a María santísima, invocándola como Madre de Dios.

El Hijo eterno del Padre tomó en ella nuestra misma carne y, a través de ella, se convirtió en "hijo de David e hijo de Abraham" (Mt 1, 1). Por tanto, María es su verdadera Madre: ¡Theotókos, Madre de Dios!

Si Jesús es la vida, María es la Madre de la vida.

Si Jesús es la esperanza, María es la Madre de la esperanza.

Si Jesús es la paz, María es la Madre de la paz, Madre del Príncipe de la paz.

Al entrar en el nuevo año, pidamos a esta Madre santa que nos bendiga. Pidámosle que nos dé a Jesús, nuestra bendición plena, en quien el Padre ha bendecido de una vez para siempre la historia, transformándola en historia de salvación.

2. ¡Salve, Madre santa! Bajo la mirada materna de María se sitúa esta Jornada mundial de la paz. Reflexionamos sobre la paz en un clima de preocupación generalizada a causa de los recientes acontecimientos dramáticos que han sacudido el mundo. Pero, aunque pueda parecer humanamente difícil mirar al futuro con optimismo, no debemos ceder a la tentación del desaliento.

Al contrario, debemos trabajar por la paz con valentía, conscientes de que el mal no prevalecerá.

La luz y la esperanza para este compromiso nos vienen de Cristo. El Niño nacido en Belén es la Palabra eterna del Padre hecha carne por nuestra salvación, es el "Dios con nosotros", que trae consigo el secreto de la verdadera paz. Es el Príncipe de la paz.

3. Con estos sentimientos, saludo con deferencia a los ilustres señores embajadores ante la Santa Sede que han querido participar en esta solemne celebración. Saludo afectuosamente al presidente del Consejo pontificio Justicia y paz, señor cardenal François Xavier Nguyên Van Thuân, y a todos sus colaboradores, y les agradezco el esfuerzo que realizan a fin de difundir mi Mensaje anual para la Jornada mundial de la paz, que este año tiene como tema: “No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón”.

Justicia y perdón: estos son los dos "pilares" de la paz, que he querido poner de relieve. Entre justicia y perdón no hay contraposición, sino complementariedad, porque ambos son esenciales para la promoción de la paz. En efecto, esta, mucho más que un cese temporal de las hostilidades, es una profunda cicatrización de las heridas abiertas que rasgan los corazones (cf. Mensaje, 3: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de diciembre de 2001, p. 7). Sólo el perdón puede apagar la sed de venganza y abrir el corazón a una reconciliación auténtica y duradera entre los pueblos.

4. Dirigimos hoy nuestra mirada al Niño, a quien María estrecha entre sus brazos. En él reconocemos a Aquel en quien la misericordia y la verdad se encuentran, la justicia y la paz se besan (cf. Sal 84, 11). En él adoramos al Mesías verdadero, en quien Dios ha conjugado, para nuestra salvación, la verdad y la misericordia, la justicia y el perdón.

En nombre de Dios renuevo mi llamamiento apremiante a todos, creyentes y no creyentes, para que el binomio "justicia y perdón" caracterice siempre las relaciones entre las personas, entre los grupos sociales y entre los pueblos.

Este llamamiento se dirige, ante todo, a cuantos creen en Dios, en particular a las tres grandes religiones que descienden de Abraham, judaísmo, cristianismo e islam, llamadas a rechazar siempre con firmeza y decisión la violencia. Nadie, por ningún motivo, puede matar en nombre de Dios, único y misericordioso. Dios es vida y fuente de la vida. Creer en él significa testimoniar su misericordia y su perdón, evitando instrumentalizar su santo nombre.

Desde diversas partes del mundo se eleva una ferviente invocación de paz; se eleva particularmente de la Tierra que Dios bendijo con su Alianza y su Encarnación, y que por eso llamamos Santa. "La voz de la sangre" clama a Dios desde aquella tierra (cf. Gn 4, 10); sangre de hermanos derramada por hermanos, que se remontan al mismo patriarca Abraham; hijos, como todos los hombres, del mismo Padre celestial.

5. ¡Salve, Madre santa! Virgen hija de Sión, ¡cuánto debe sufrir por esta sangre tu corazón de Madre!

El Niño que estrechas contra tu pecho lleva un nombre apreciado por los pueblos de religión bíblica: Jesús, que significa "Dios salva". Así lo llamó el arcángel antes de que fuera concebido en tu seno (cf. Lc 2, 21). En el rostro del Mesías recién nacido reconocemos el rostro de todos tus hijos vilipendiados y explotados. Reconocemos especialmente el rostro de los niños, cualquiera que sea su raza, nación y cultura. Por ellos, oh María, por su futuro, te pedimos que ablandes los corazones endurecidos por el odio, para que se abran al amor, y la venganza ceda finalmente el paso al perdón.

Obtennos, oh Madre, que la verdad de esta afirmación -"No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón"- se grabe en el corazón de todos. Así la familia humana podrá encontrar la paz verdadera, que brota del encuentro entre la justicia y la misericordia.

Madre santa, Madre del Príncipe de la paz, ¡ayúdanos!

Madre de la humanidad y Reina de la paz, ¡ruega por nosotros!

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Catecismo de la Iglesia Católica

La maternidad divina de María

466 La herejía nestoriana veía en Cristo una persona humana junto a la persona divina del Hijo de Dios. Frente a ella san Cirilo de Alejandría y el tercer Concilio Ecuménico reunido en Efeso, en el año 431, confesaron que "el Verbo, al unirse en su persona a una carne animada por un alma racional, se hizo hombre". La humanidad de Cristo no tiene más sujeto que la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido y hecho suya desde su concepción. Por eso el Concilio de Éfeso proclamó en el año 431 que María llegó a ser con toda verdad Madre de Dios mediante la concepción humana del Hijo de Dios en su seno: "Madre de Dios, no porque el Verbo de Dios haya tomado de ella su naturaleza divina, sino porque es de ella, de quien tiene el cuerpo sagrado dotado de un alma racional, unido a la persona del Verbo, de quien se dice que el Verbo nació según la carne".

467 Los monofisitas afirmaban que la naturaleza humana había dejado de existir como tal en Cristo al ser asumida por su persona divina de Hijo de Dios. Enfrentado a esta herejía, el cuarto Concilio Ecuménico, en Calcedonia, confesó en el año 451:

Siguiendo, pues, a los Santos Padres, enseñamos unánimemente que hay  que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre compuesto de alma racional y cuerpo; consubstancial con el Padre según la divinidad, y consubstancial con nosotros según la humanidad, "en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado" (Hb 4,15); nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad. Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda  suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona. [Concilio de Calcedonia]

493 Los Padres de la tradición oriental llaman a la Madre de Dios "la Toda Santa" ("Panaghia"), la celebran "como inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura". Por la gracia de Dios, María ha permanecido pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida.

495 Llamada en los evangelios "la Madre de Jesús" (Jn 2,1; 19,25), María es aclamada bajo el impulso del Espíritu como "la madre de mi Señor" desde antes del nacimiento de su hijo (Lc 1,43). En efecto, aquél que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios ["Theotokos"].

509 María es verdaderamente "Madre de Dios" porque es la madre del Hijo eterno de Dios hecho hombre, que es Dios mismo.

721 María, la Santísima Madre de Dios, la siempre Virgen, es la obra maestra de la Misión del Hijo y del Espíritu Santo en la Plenitud de los tiempos. Por primera vez en el designio de Salvación y porque su Espíritu la ha preparado, el Padre encuentra la Morada en donde su Hijo y su Espíritu pueden habitar entre los hombres. Por ello, los más bellos textos sobre la sabiduría, la tradición de la Iglesia los ha entendido frecuentemente con relación a María: María es cantada y representada en la Liturgia como el "Trono de la Sabiduría".

963 Después de haber hablado de la función de la Virgen María en el Misterio de Cristo y del Espíritu, conviene considerar ahora su lugar en el Misterio de la Iglesia. "Se la reconoce y se la venera como verdadera Madre de Dios y del Redentor... más aún, «es verdaderamente la madre de los miembros (de Cristo) porque colaboró con su amor a que nacieran en la Iglesia los creyentes, miembros de aquella cabeza»" "...María, Madre de Cristo, Madre de la Iglesia".

971 "Todas las generaciones me llamarán bienaventurada" (Lc 1,48): "La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano". La Santísima Virgen "es honrada con razón por la Iglesia con un culto especial. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos, se venera a la Santísima Virgen con el título de «Madre de Dios», bajo cuya protección se acogen los fieles suplicantes en todos sus peligros y necesidades... Este culto... aunque del todo singular, es esencialmente diferente del culto de adoración que se da al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, pero lo favorece muy poderosamente"; encuentra su expresión en las fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de Dios y en la oración mariana, como el Santo Rosario, "síntesis de todo el Evangelio".

975 "Creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia, continúa en el cielo ejercitando su oficio materno con respecto a los miembros de Cristo".


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EJEMPLOS PREDICABLES

María Madre de Dios… y de los pecadores

I- Se cuenta en la historia de la fundación de la Compañía de Jesús en el reino de Nápoles, que hubo un joven escocés, llamado Guillermo, pariente del rey Jacobo, nacido y criado en la herejía, el cual, ilustrado con los rayos de la divina luz, que le iba descubriendo sus errores, vino a Francia, donde por los consejos de un Padre de la Compañía, y mucho más por la intercesión de la Virgen nuestra Señora, conoció, al fin, la verdad, abjuró los errores y se convirtió a la fe. Pasó de allí a Roma, donde hallándole un día muy afligido y lloroso un amigo suyo, y preguntándole la causa, respondió que se le había aparecido la noche antes su madre difunta y condenada, diciéndole: Hijo, dichoso tú que has entrado en el seno de la verdadera Iglesia; yo estoy condenada por haber muerto en la herejía. De resultas de esta triste visión comenzó a enfervorizarse en la devoción de la Virgen Santísima, eligiéndola desde entonces por única Madre, la cual le inspiró el deseo de entrar en religión, y el joven hizo de ello voto. Habiendo caído enfermo, fue a Nápoles a mudar de aires, y allí murió, pero ya religioso, porque desahuciado a poco de llegar, fueron tantos sus ruegos y lágrimas, que al fin los superiores le recibieron, y delante del Santísimo Sacramento, cuando le llevaban al Señor por Viático, hizo los votos religiosos y quedó agregado a la Compañía. Después de lo cual enternecía los corazones de todos con los devotísimos afectos con que sin cesar daba gracias a la sacratísima Virgen de haberle sacado de las tinieblas de la herejía y traídole a morir en el seno de la Iglesia y de la religión entre los brazos de sus hermanos, y así exclamaba: ¡Oh, qué gloria es morir en medio de estos ángeles! Le exhortaban a que no se fatigase, pero respondía: No, ya no es tiempo de reposar, que está cerca mi fin. Poco antes de expirar, dijo: Hermanos míos, ¿no veis aquí a los ángeles del cielo que me asisten? Y preguntándole uno de aquellos religiosos qué era lo que estaba diciendo entre dientes, le respondió que el ángel de la guarda le acababa de revelar que estaría muy poco en el purgatorio, y que al instante volaría su alma al cielo. Empezó de nuevo a trabar dulces coloquios con la Reina de los ángeles, y diciendo dos veces: Madre, Madre, como un niño que se echa a dormir en los brazos de su querida madre, expiró plácidamente. Y de allí a poco supo un devoto religioso, por revelación, que estaba ya en la gloria.

II- Cuenta el libro que tiene por título Espejo histórico, que en la ciudad de Rodolfo, en Inglaterra, hubo un joven de casa noble llamado Ernesto, el cual, habiendo repartido sus bienes a los pobres, abrazó la vida religiosa en un monasterio, donde vivía con tal observancia y perfección, que los superiores le estimaban grandemente, en especial por su singular devoción a la Virgen nuestra Señora. Tanta era su virtud, que habiendo entrado una epidemia en aquella ciudad, y acudiendo la gente al monasterio para solicitar de los religiosos asistencia y oraciones, mandó el abad a Ernesto que fuese a pedir favor a la Virgen delante de su altar, sin apartarse de allí hasta que le diese respuesta. Ernesto obedeció, y a los tres días de perseverar en esta disposición, le ordenó la Virgen ciertas oraciones que se habían de decir, y así cesó la peste. Pero después se entibió, y el enemigo empezó a molestarle con varias tentaciones, especialmente contra la castidad, y con la sugestión de que huyese del monasterio. El infeliz, por no haberse encomendado a la Virgen, se dejó al cabo vencer, determinado a descolgarse por una pared. Pero pasando con este mal pensamiento delante de una imagen que estaba en el claustro, le habló la piadosísima Virgen, diciéndole: —Hijo mío, ¿por qué me dejas?—Sobrecogido y con gran compunción, respondió:—¿No veis, Señora, que ya no puedo resistir más? ¿Por qué Vos no me ayudáis?—Y tú—replicó la Virgen —¿por qué no me invocas? Si te hubieras encomendado a mí, no te sucedería eso: hazlo en adelante, y no temas. —Fortalecido con estas palabras, se volvió a la celda. Allí le asaltaron de nuevo las tentaciones, y como ni entonces acudió a la Virgen, finalmente se escapó del monasterio, y a poco se dio a todos los vicios, viniendo a parar de pecado en pecado, hasta hacerse salteador de caminos. Después alquiló una venta, donde por la noche, por robar a los pasajeros, les quitaba la vida. Entre las muertes que hizo mató a un primo del gobernador, quien por varios indicios empezó a formarle proceso. Entre tanto llegó al mesón un caballero joven, y luego que anocheció, el huésped fue donde dormía con ánimo de asesinarle, según costumbre. Se acerca, y en lugar del caballero, ve tendido en la cama un Santo Cristo, que, mirándole benignamente, le dice: —Ingrato, ¿no te basta que haya muerto por ti una vez? ¿Quieres volverme a quitar la vida? Pues extiende la mano y hiéreme. —Admirado y confuso Ernesto empezó á llorar amargamente, diciendo así: —Vedme aquí, Señor; ya que usáis conmigo de tan grande misericordia, quiero volverme a Vos —y sin diferirlo un instante, salió con dirección al monasterio. Pero en el camino fue preso por los ministros de justicia y llevado al juez, delante del cual confesó todos sus delitos, por los que fue condenado a la pena de horca, y tan ejecutiva, que ni siquiera le dieron tiempo de confesión. El se encomendó entonces de veras a la Virgen misericordiosa, y al tiempo de echarle los cordeles al cuello, la Virgen le detuvo para que no muriese, y después soltó la cuerda y le dijo:—Vuelve al monasterio, haz penitencia, y cuando me vuelvas a ver con una cédula en la mano en que estará escrito el perdón de tus pecados, disponte para morir.—Así lo hizo; contó al abad todo lo sucedido, hizo penitencia rigurosa por muchos años, al cabo de los cuales vio a la Virgen dulcísima con el papel en la mano, se acordó del aviso, se dispuso para la última partida y acabó santamente.

(San Alfonso María de Ligorio, Las Glorias de María, Admin. Del Apost. de la Prensa, Madrid, 1911, pp.16-17, 32-34)


48.

MADRE DE DIOS Y MADRE NUESTRA

I. Hoy alabamos y damos gracias a Dios Padre porque María concibió a su Único Hijo por obra y gracia del Espíritu Santo, y a Ella le cantamos en nuestro corazón: Salve, Madre santa, Virgen, Madre del Rey (Antífona de entrada de la Misa). Santa María es la Señora, llena de gracia y de virtudes, concebida sin pecado, que es Madre de Dios y Madre nuestra, y está en los cielos en cuerpo y alma. Después de Cristo, Ella ocupa el lugar más alto y el más cercano a nosotros, en razón de su maternidad divina. Jesús, en cuanto Dios, es engendrado eternamente, no hecho, por Dios Padre desde toda la eternidad. En cuanto hombre, nació, “fue hecho”, de Santa María. “Me extraña en gran manera, -dice por eso San Cirilo- que haya alguien que tenga duda de si la Santísima Virgen ha de ser llamada Madre de Dios. Si nuestro Señor Jesucristo es Dios, ¿Por qué razón la Santísima Virgen, que lo dio a luz, no ha de ser llamada Madre de Dios? Esta es la fe que nos transmitieron los discípulos del Señor. Así nos lo han enseñado los Santos Padres” (Carta 1, 27-30). Así lo definió el Concilio de Efeso (Dz-Sch, 252).

II. “Nuestra Madre Santísima” es un título que damos frecuentemente a la Virgen y que nos es especialmente querido y consolador. Ella es verdaderamente Madre nuestra, porque nos engendra continuamente a la vida sobrenatural. Jesús nos dio a María como Madre nuestra en el momento que, clavado en la Cruz, dirige a su Madre estas palabras: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dice al discípulo: He ahí a tu Madre (Juan 13, 1). Jesús nos mira a cada uno: He ahí a tu madre, nos dice. Juan la acogió con cariño, y cuidó de Ella con extremada delicadeza, “la introduce en su casa, en su vida (J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa). Podríamos preguntarnos hoy si nosotros la hemos sabido acoger como Juan lo hizo.

III. La Virgen cumple su misión de Madre de los hombres intercediendo continuamente por ellos cerca de su Hijo. Ella es el camino por el que somos conducidos a Cristo. Con esta solemnidad de Nuestra Señora comenzamos un nuevo año. No puede mejor comienzo del año que estando muy cerca de la Virgen. A Ella nos dirigimos con confianza filial, para que nos ayude a vivir santamente cada día del año. En sus manos ponemos los deseos de identificarnos con Cristo, de santificar la familia y la profesión, de ser fieles evangelizadores. Hoy le diremos muchas veces, ¡Madre mía!, Y sentiremos que nos acoge y nos anima a comenzar este nuevo año que Dios nos regala, con la confianza de quien se sabe bien protegido y ayudado desde el Cielo.

Fuente: Colección "Hablar con Dios" por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra. Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre


49.Predicador del Papa: La Virgen Madre, «Hija de su Hijo»
El padre Cantalamessa comenta las lecturas de la Solemnidad de la Madre de Dios

ROMA, domingo, 1 enero 2006 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa OFM Cap --predicador de la Casa Pontificia— a las lecturas de la liturgia de la Misa de este domingo, primero del año, Solemnidad de María Santísima, Madre de Dios.

* * *

1 de enero
Solemnidad de María Santísima, Madre de Dios
(Números 6,22-27; Gálatas 4,4-7; Lucas 2,16-21)

Hija de su Hijo

El pasaje evangélico recuerda la base real e histórica sobre la que se funda el título de Madre de Dios: «Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, se le dio el nombre de Jesús, el que le dio el ángel antes de ser concebido en el seno de la madre». Pero es Pablo quien, en la segunda lectura, nos ofrece la verdadera dimensión del misterio: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva».

Madre de Dios fue en el origen un título que concernía más a Jesús que a la Virgen. De Él nos atestigua que es verdadero hombre: «¿Por qué decimos que Cristo es hombre, sino porque es nacido de María que es una criatura humana?» (Tertuliano). Nos atestigua, en segundo lugar, que es verdadero Dios. Sólo si Jesús es visto como Dios, es posible llamar a María «Madre de Dios».

Finalmente, de Jesús, atestigua que Él es Dios y hombre en una sola persona. Si en Jesús humanidad y divinidad hubieran estado unidas en cuanto a una unión sólo moral y no personal (así pensaban los herejes contra los cuales fue definido el título «Madre de Dios», Theotokos, en el Concilio de Éfeso del año 431), Ella no podría ya haber sido llamada Madre de «Dios», sino sólo Madre de «Jesús» o de «Cristo». María es aquella que hizo de Jesús nuestro hermano.

Eligiendo esta vía materna para manifestarse a nosotros, Dios reveló, al mismo tiempo, la dignidad de la mujer. «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer». Si San Pablo hubiera dicho: «nacido de María», se habría tratado sólo de un detalle biográfico; diciendo «nacido de mujer» dio a su afirmación un alcance universal e inmenso. Es la mujer misma, cada mujer, quien ha sido elevada, en María, a tal increíble altura. María es aquí la mujer. Se habla mucho hoy de la promoción de la mujer, que es uno de los signos de los tiempos más bellos y alentadores. Pero Dios nos ha precedido mucho; confirió a la mujer un honor tal como para hacernos enmudecer a todos.

El título Madre de Dios nos habla, en fin, naturalmente de María. María es la única, en el universo, que puede decir, dirigiéndose a Jesús, lo que le dice a Él el Padre celestial: «¡Tú eres mi Hijo; yo te he engendrado hoy!» (Cf. Hb 1,5; Sal 2,7. Ndt). San Ignacio de Antioquia dice, con toda sencillez, que Jesús es «de Dios y de María». Casi como decimos nosotros de un hombre que es hijo de éste y de ésta. Dante Alighieri encerró la doble paradoja de María, que es «virgen y madre» y «madre e hija», en un solo verso: «¡Virgen Madre, hija de tu Hijo!».

El título Madre de Dios basta por sí solo para fundar la grandeza de María y justificar el honor a Ella tributado. Se reprocha a veces a los católicos que exageran en el honor y en la importancia atribuidos a María, y en ocasiones hay que reconocer que el reproche no carecía de fundamento, al menos por el modo con que aquello se realizaba. Pero jamás se piensa en lo que hizo Dios. Dios fue tan allá al honrar a María haciéndola Madre de Dios que ninguno puede decir más, «aunque tuviera –decía el propio Lutero-- tantas lenguas cuantas briznas de hierba hay en la tierra».

El título de Madre de Dios es también hoy el punto de encuentro y la base común a todos los cristianos, del que volver a partir para reencontrar el acuerdo en torno al lugar de María en la fe. Es el único título ecuménico, no sólo de derecho, porque fue definido en un Concilio ecuménico, sino también de hecho, en cuanto que es reconocido por todas las mayores Iglesias cristianas.

La oración mariana más antigua, Sub tuum praesidium, expresa la confianza y el consuelo que el pueblo cristiano siempre ha sacado de este título de la Virgen: «Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, ¡oh Virgen gloriosa y bendita!».

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]


50. Vivir nuestra vocación filial bajo la bendición de Dios y de María Santísima (María Madre de Dios, ciclo A, B, C)

ROMA, sábado 31 diciembre 2011 (ZENIT.org).- Nuestra columna "En la escuela de san Pablo..." ofrece el comentario de la segunda lectura, y la aplicación correspondiente para la solemnidad de María Madre de Dios.

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Pedro Mendoza LC
"Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios". Gal 4,4-7

Comentario
La solemnidad de María Madre de Dios corona la octava navideña. El pasaje de la carta a los Gálatas, escogido para el inicio del año nuevo, nos recuerda una vez más la extraordinaria iniciativa de Dios: el envío de su Hijo al mundo, celebrada en la fiesta de la Navidad. Esto ha tenido lugar "al llegar la plenitud de los tiempos", esto es en el momento culmen de la historia de la salvación llevada a término por Dios desde los siglos precedentes.

A la pregunta sobre la naturaleza de este Hijo que Dios nos ha enviado, responde san Pablo indicando su condición "divina" y su preexistencia, pues este Hijo participa de la misma naturaleza de Dios. Por un lado, Él no es "hijo por adopción" como lo somos todos los demás que hemos recibido la filiación "adoptiva". Y por otro lado, su envío es paralelo al otro envío por parte del Padre de otra de las personas divinas, "el Espíritu de su Hijo".

Si se habla de dos envíos, es natural desear saber si entre ellos existe alguna relación. San Pablo resuelve la cuestión afirmando que estos dos "envíos", el del Hijo y el del Espíritu, están en una relación estrecha, con prioridad por parte del primero. En efecto el don del Espíritu, acontecido en un segundo momento, ha sido posible por la obediencia redentora de Cristo. Algunos otros pasajes del Nuevo Testamento confirman esta interpretación (cf. Gal 3,13-14; Jn 16,7; Hch 2,33). Es interesante notar que se refiere al Espíritu (santo) como "el Espíritu de su Hijo" haciendo ver claramente que la relación que establece este Espíritu comunicado a los creyentes es, por tanto, la relación filial, y por eso grita en nuestros corazones: "¡Abbá, Padre!". El Espíritu está en relación estrecha con Dios, que lo manda, y con el Hijo, al cual pertenece; así los creyentes son colocados en relación íntima con el Espíritu, con el Hijo y con Dios mismo.

Precisando todavía más las características de este "envío" vemos que éste no es de tipo glorioso, sino de carácter humillante para con relación al Hijo, por el modo como éste se realiza: en primer lugar, "haciéndose hijo de una mujer" y, en segundo lugar, lo hace sujetándose "a la ley". Mientras que la expresión "hijo de una mujer" revela la fragilidad de la naturaleza divina que asume el Verbo Encarnado, la otra expresión: "nacido bajo la ley" indica todavía un grado más abajo de este descendimiento: el Hijo de Dios no solamente es hombre, sino hombre debajo de una ley, sometido a una norma exterior.

Sin embargo, esa misma humillación abrazada por amor por parte del Hijo de Dios se transforma de forma paradójica en medio para alcanzar dos resultados positivos: en primer lugar, el Hijo de Dios ha "nacido bajo la ley" para rescatar a cuantos están sujetos a la ley. Y, en segundo lugar, se ha hecho "hijo de una mujer" para que todos los nacidos de mujer se conviertan en hijos de Dios, por adopción.

Conviene precisar el modo de comprender la "filiación adoptiva" de la cual hemos sido hecho partícipes por medio de Jesucristo. La "adopción divina", a diferencia de la adopción humana, no consiste en una mera decisión jurídica, que no cambia interiormente la persona adoptada, pues su naturaleza genética continúa siendo distinta por completo de la de sus padres adoptivos. En la "adopción divina", en cambio, Dios interviene de forma decisiva comunicándonos una nueva vida, haciéndonos partícipes de la vida filial de Cristo resucitado. Así lo expresa san Pablo antes en la carta a las Gálatas: "Ya no vivo yo, sino Cristo vive en mí" (2,20). Es una vida filial animada por el Espíritu santo, que clama en nosotros "¡Abbá, Padre!".

La invocación "¡Abbá, Padre!" aparece tres veces en el Nuevo Testamento, la primera vez en labios de Jesús en su agonía en Getsemaní (Mc 14,36), las otras dos veces en la oración de los cristianos (Rom 8,15; Gal 4,6). Destaca en el contexto porque se trata de una palabra aramea acompañada de la traducción griega. La palabra "Abbá" era un apelativo familiar, equivalente a nuestro "papacito". Los judíos no utilizaban este término para dirigirse a Dios, por un sentido de respeto reverencial hacia Él. Pero Jesús se dirige a Dios con este apelativo familiar "Abbá" (Mc 14,36), manifestando de este modo su consciencia de estar en relación filial íntima con Dios, una relación nueva por completo (cf. Mt 11,27; Lc 10,22; Jn 10,30.38). Los primeros cristianos han tomado conciencia de haber recibido, por medio de su adhesión a Cristo, el Espíritu filial en sus corazones y de haber sido asociados por Él a la oración de Jesús y a su relación filial con el Padre.

Aplicación
Vivir nuestra vocación filial, bajo la bendición de Dios y de María Santísima.

En el primer día del año la Iglesia nos invita a celebrar la solemnidad de María Madre de Dios. Quiere de este modo colocar todo el año bajo la protección de nuestra Madre, la Sma. Virgen María. Al mismo tiempo, la Iglesia nos hace los mejores augurios de inicio de año: esto es lo que la primera lectura nos presenta; mientras la segunda lectura y el evangelio centran su atención en el misterio de la maternidad divina de María.

La primera lectura, tomada del libro de los Números (6,22-27) recoge los augurios de año nuevo. En ella encontramos el relato de la bendición sacerdotal del Antiguo Testamento. Los sacerdotes del pueblo hebreo tenían la misión de transmitir la bendición divina, que era tan decisiva para toda la existencia humana: con su bendición Dios favorece la vida, la prosperidad y la felicidad de los hombres. Al iniciar este nuevo año, también nosotros queremos implorar esta triple bendición divina. La primera: "Dios te bendiga y te guarde", esto es que te preserve de todo peligro, en particular de sucumbir a la tentación de cometer el mal. La segunda: "ilumine Dios su rostro sobre ti y te sea propicio", esto es que manifieste su benevolencia sobre ti y tú reconozcas su generosidad y su amor para ti. Y la tercera: "Dios te muestre su rostro y te conceda la paz", esto es que el Señor te colme no sólo de ausencia de conflictos, sino con la abundancia de sus bienes, que es toda clase de prosperidad. Acojamos, pues, con gozo este augurio que nos viene dirigido por parte del Señor. Sintámonos amados por Dios, pues lo somos, y que este hecho constituya nuestro gozo más profundo.

Precisamente este amor de Dios se nos ha hecho tangible en el "envío" de su Hijo al mundo, como nos relata el evangelio de san Lucas (2,16-21), que nos viene presentado una vez más. Este evangelio nos conduce de nuevo, como en el día de Navidad, al pesebre de Belén. Como los pastores que acuden presurosos al encuentro del Niño de Belén, contemplemos a Jesús que yace ahí en el pesebre y reconozcamos ese modo tan humilde como Dios lleva a cumplimiento sus proyectos tan sublimes. Así valoraremos más toda la generosidad y el amor que Dios tiene para con cada uno de nosotros, sus hijos adoptivos.

Esta iniciativa del "envío" de su Hijo al mundo es la más importante por parte de Dios en relación con la humanidad, como nos dice san Pablo (Gal 4,4-7) en la segunda lectura que hemos comentado. El Hijo de Dios se ha hecho hijo de mujer, para que nosotros pudiéramos convertirnos en hijo de Dios. Aquí está la síntesis de todo el plan de Dios: un plan maravilloso, de una generosidad extraordinaria. En todo ello María ocupa un papel de extraordinaria importancia, pues con su "sí" incondicional ha sido posible la realización de ese plan divino. Al inicio de este año coloquémonos bajo la protección materna de María para que nos ayude a vivir en plenitud nuestra vocación de hijos de Dios en Cristo.