48 HOMILÍAS PARA EMPEZAR EL AÑO
(20-29)

20.

Hemos dejado ya atrás un año más y nos disponemos a comenzar un año nuevo. En estos  momentos nace casi espontáneamente en nosotros la reflexión. Tomamos conciencia más  lúcida del tiempo, de esa curiosa realidad que vamos gastando sin tomarla demasiado en  cuenta.

Son momentos idóneos para realizar un balance del pasado y proyectar también nuestra  mirada hacia el porvenir.

Muchas cosas que nos angustiaban y nos parecían casi insuperables ya han pasado. Hoy  nos parecen insignificantes y sin importancia. Mirando hacia atrás, los días que fueron duros  tienen un aspecto diferente. Ahora nos sentimos más tranquilos y serenos, incluso, ante lo  que ahora nos agobia y que también un día pasará.

Al mismo tiempo, sentimos nostalgia. Nada permanece. Con el viejo año se van no sólo las  cosas difíciles y duras sino también las hermosas y buenas. Y cuanto más avanza uno en  edad tanto mayor es la fuerza con que percibe el paso inexorable del tiempo. Este año que ha pasado nos deja también sabor agridulce. No hemos sido lo que  deseábamos ser. No hemos hecho lo que nos habíamos propuesto. No hemos sido fieles a  nosotros mismos. Un año más que se va sin que hayamos crecido en verdad, en  generosidad, en amor.

Hoy comenzamos un año nuevo. Dice H. Hesse que «en cada comienzo hay algo  maravilloso que nos ayuda a vivir y nos protege». Qué verdad se encierra en estas palabras cuando uno mira todo comienzo con ojos de fe. De nuevo se nos ofrece un tiempo lleno de esperanza y de posibilidades intactas. ¿Qué  haremos con él? 

Las preguntas que podemos hacernos son muchas. Aumentaremos nuestro nivel de vida y  nuestro confort quizás, pero, ¿seguirá empequeñeciéndose nuestro corazón? Tendremos  tiempo para trabajar, para poseer, para disfrutar, ¿lo tendremos también para crecer como  personas? 

Este año será semejante a tantos otros. ¿Aprenderemos a distinguir lo esencial de lo  accesorio, lo importante de lo accidental y secundario? Tendremos tiempo para nuestras  cosas, nuestros amigos, nuestras relaciones sociales. ¿Tendremos tiempo para ser nosotros  mismos? ¿Tendremos tiempo para Dios? 

Y sin embargo, ese Dios al que arrinconamos día tras día entre tantas ocupaciones y  distracciones es el que sostiene nuestro tiempo y puede infundir a nuestra existencia una  vida nueva. 

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 145 s.


21.

Sin fe, nuestro calendario no es otra cosa que la medida de las rotaciones de la tierra. En  veinticuatro horas gira la tierra en torno a sí misma y en trescientos sesenta y cinco días, en  torno al sol. El día y el año no son, en definitiva, más que medidas puramente mecánicas. Así, el tiempo es como un círculo. Una marcha circular que se repite siempre de nuevo. La  tierra va realizando su carrera, prescindiendo de los sufrimientos y las esperanzas de los  hombres y mujeres que viven sobre ella.

Sólo la fe transforma el tiempo y le da sentido. A lo largo del año celebramos los creyentes  las fiestas que nos recuerdan las acciones de Dios, desde el nacimiento de Jesús hasta la  resurrección de Cristo.

La celebración de estas fiestas es algo totalmente distinto del discurrir de los días. Es la  celebración del amor inagotable de Dios que nos conduce hacia la eternidad. Así, el comienzo cristiano del año con la celebración de la Navidad, es algo totalmente  distinto del inicio de un año civil. Es comenzar un nuevo paso hacia la eternidad de Dios  apoyados en la fe en ese mismo Dios encarnado entre los hombres.

Por eso, todos los años, en el umbral del nuevo año, la Iglesia nos presenta unas  palabras de la Carta a los gálatas donde se nos invita a gritar: «Abba», Padre. La Iglesia nos  sugiere esas palabras para despertar en nosotros una confianza que nos ayude a caminar  hacia el nuevo año consolados y animosos.

No nos resulta fácil a los hombres de hoy poner esta invocación en nuestra boca. Nos  falta la ingenuidad y el espíritu filial que nos haga gritar: ¡Padre! Nos resistimos a  presentarnos ante Dios como niños débiles, acostumbrados como estamos a defender  nuestra posición de adultos ante todos.

Sin embargo, tenemos la experiencia amarga del pasado. Cuando queremos caminar  solos por la vida, terminamos encontrándonos con nuestra propia impotencia. ¿No haremos  tampoco este año la experiencia nueva de vivir con más confianza en el Padre? ¿Por qué no  va a ser posible en estos tiempos modernos vivir con esa confianza profunda en Dios?  No sabemos lo que nos espera en el nuevo año, pero sabemos que nos espera Dios. No  conocemos los problemas, conflictos, sufrimientos y soledades que pueden sacudir nuestro  corazón, pero siempre podremos invocar a Dios. No sabemos qué pecados cometeremos y  en qué errores caeremos, pero siempre podremos contar con su perdón. 

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 263 s.


22.

Hoy se celebra en el mundo entero el Día de la Paz. En medio de una humanidad  envuelta en tantas guerras y conflictos, la Iglesia desea comenzar el nuevo año elevando  hasta Dios una oración por la paz. 

Pero, ¿qué puede significar hoy una oración por la paz en este pueblo desgarrado por  tanta violencia? ¿Un entretenimiento religioso para aquellos que no saben o no se atreven a  hacer nada más eficaz por lograrla? ¿Un tranquilizante cómodo que nos consuela de  nuestra pasividad e inhibición? 

Antes que nada, conviene recordar que nuestra oración no es para informar a Dios de la  falta de paz que hay entre nosotros. No es Dios el que necesita «enterarse» de la ausencia  de paz en el mundo, sino nosotros los que necesitamos descubrir los obstáculos que cada  uno ponemos a la justicia y a la paz.

No es Dios quien tiene que «reaccionar», cambiar de manera de actuar y «hacer algo»  para que se cumplan nuestros deseos de paz. Somos nosotros los que tenemos que  cambiar para ajustar nuestras actuaciones y nuestra vida a los deseos de paz de Dios para  la humanidad.

Si la oración es encuentro sincero con Dios, no lleva a la evasión y la cobardía. Al  contrario, fortalece nuestra voluntad, estimula nuestra debilidad y robustece nuestro ánimo  para buscar la paz y trabajar por ella incansablemente.

Quien pide la paz ardientemente, se hace más capaz para acogerla en su corazón. Más  aún. Quien ora así a Dios, está haciendo ya la paz en su interior. No podrá «orar contra  nadie» si no es contra su propio pecado, su ceguera, su egoísmo e intolerancia, sus  reacciones de odio y venganza.

La verdadera oración convierte. Nos hace más capaces de perdón y reconciliación, más  sensibles frente a cualquier injusticia, abuso y mentira. Más libres frente a cualquier  manipulación.

No se puede trabajar por la paz de cualquier manera, pues introduciremos  inconscientemente nuevos géneros de violencia y conflictividad entre nosotros. Con el  corazón lleno de odio, condena, intolerancia y dogmatismo, se pueden hacer muchas cosas.  Todo menos aportar verdadera paz a la convivencia entre los hombres. ¿No necesitaremos  todos detenernos más a hacer paz en nuestro corazón? ¿No estará este pueblo necesitado  de más oración por la paz?

JOSE ANTONIO PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo C
SAN SEBASTIAN 1944.Pág. 21 s.


23.

Hemos comenzado un nuevo año. Y después del bullicio y aturdimiento de las fiestas,  puede ser momento idóneo para proyectar nuestra mirada hacia el nuevo año que  acabamos de estrenar. 

De manera general, ¿qué es lo que yo espero de este año? ¿No complicarme la  existencia con más problemas y compromisos? ¿Disfrutar al máximo cada momento? ¿Ir  desplegando mi vida de manera acertada y sana? ¿Será realmente para mí un año nuevo  porque aprenderé a ser más humano cada día, o seguiré estropeando mi vida con los  mismos errores y la misma superficialidad de siempre? 

El nuevo año, como la vida entera, es un camino a recorrer. ¿Qué es lo que más temo y  qué es lo que más deseo de este año? ¿Dónde encontraré fuerza interior para enfrentarme  con ánimo y hasta buen humor a los problemas de cada día? 

A veces pensamos que ya no podemos cambiar. Y, sin embargo, no es así. ¿Me dejaré  llevar también este año por la corriente, o me atreveré a ser diferente siguiendo con más  fidelidad mis propias convicciones? ¿A qué me gustaría llegar este año? ¿Qué meta me he  propuesto? 

A lo largo del año me relacionaré con las personas de siempre, familiares, amigos,  conocidos, y también con personas a las que encontraré por primera vez. ¿Qué recibirán de  mí? ¿Haré su vida un poco más llevadera o, tal vez, más difícil y dura?  Este año haré muchas cosas. Trabajaré, me divertiré, descansaré, viajaré... Pero, ¿desde  dónde viviré todo eso? ¿Dedicaré algún tiempo al silencio, a la reflexión, a mirarme por  dentro, o seguiré viviendo desde fuera de mí mismo? 

También este año seguirá creciendo el número de parados y necesitados. ¿Pueden  esperar algo de mí o pienso que es un asunto que no me concierne? ¿Seguiré yo  organizándome la vida lo mejor posible mientras junto a mí hay familias enteras que se  hunden en la inseguridad y la pobreza? 

Está creciendo entre nosotros el anhelo de paz y reconciliación. ¿Qué voy a hacer yo este  año para colaborar más activamente en la tarea de la pacificación? ¿Pienso que sólo tienen  que cambiar los demás, o me he propuesto introducir también yo algún cambio en mis  propias posturas, reacciones y comportamientos? 

También este año Dios me acompañará de cerca en el caminar de cada día. ¿No haré  nada por encontrarme con él? ¿Seguiré distanciándome cada vez más, o me atreveré, por  fin a confiarme a su bondad insondable? 

Este año sacaré tiempo para mis cosas, mis aficiones mis amigos. ¿Tendré tiempo para  ser yo mismo? ¿Tendré tiempo para Dios? En cualquier caso, él sí tendrá tiempo para mí. 

JOSE ANTONIO PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo C
SAN SEBASTIAN 1944.Pág. 23 s.


24.

Jesús, alegría de los hombres 

Una de las piezas más sublimes de la música de todos los tiempos es la famosa coral final  de la cantata 147 de J. S. Bach. Conocida por su título en inglés: «Jesús joy of man's  desiring» («Jesús alegría de los hombres»). En su texto original en alemán dice así: «Jesús  sigue siendo mi alegría, el consuelo y la dulzura de mi corazón. Jesús me protege de todo  sufrimiento. Él es la fuerza de mi vida, el placer y el sol de mis ojos, el tesoro y el deleite de  mi alma. Por eso Jesús no se aparta de mi corazón y de mi rostro».

Iniciamos un nuevo año, nada menos que ese 1992 cargado de tantas expectativas y  celebraciones. Es un día en que se acumulan distintas festividades. Por una parte, la liturgia  de la Iglesia ha situado en el día de hoy la festividad de Santa María, madre de Dios y la de  la imposición del nombre de Jesús. Desde hace más de veinticinco años quiso Pablo Vl que  se celebrase la Jornada mundial de la paz, que cumple precisamente hoy sus bodas de  plata y que tiene este año el lema: «Creyentes unidos en la construcción de la paz». Juan  Pablo ll recuerda en su mensaje de este año aquel encuentro de oración con varios líderes  religiosos, que vino acompañado por polémicas y que tuvo lugar en Asís hace cinco años, y  nos dice hoy a todos los creyentes en Dios: «A los grandes retos del mundo contemporáneo  conviene responder uniendo las fuerzas con las de quienes comparten con nosotros algunos  valores fundamentales, empezando por los de orden religioso y moral».

Pero, sobre todo, la celebración del día de hoy nos repercute por lo que significa de cierre  de un año viejo y comienzo de otro nuevo. Son sumamente expresivas las dos calificaciones  de las dos grandes noches navideñas en nuestro idioma castellano: «noche-buena» y  «noche-vieja». La Nochevieja porque se nos muere un año, porque se nos va de las manos  otro año más de nuestra vida. Y amanecemos a un día nuevo, a un año nuevo, que  experimentamos hoy como especialmente nuevo, porque viene acompañado de un cielo azul  y por un sol esplendoroso. Nos preguntamos que nos deparará este mágico 1992 en un  mundo que en los últimos meses no escatima las sorpresas.

«Le pusieron por nombre Jesús»: así decía el evangelio de hoy. El hijo de Dios, la  Palabra que estaba junto a Dios y era Dios, entra en nuestra historia, como decía hoy san  Pablo, «nacido de una mujer, nacido bajo la ley». Y, porque había nacido judío, ocho días  después de su nacimiento, es sometido a una práctica religiosa que tenía el sentido de  pertenencia a un pueblo: la circuncisión. Y le pusieron el nombre de Jesús.

«Le pondrás por nombre Jesús», así dijo el ángel a María en la anunciación: poner el  nombre era atributo del padre, no de la madre. También el ángel dirá en sueños al buen  José, que no se siente digno de estar cerca del misterio de Dios que se ha introducido en su  hogar: «Le pondrás por nombre Jesús» 

Jesús, «Dios que salva». Para el pueblo judío, como en algunas culturas africanas  actuales, el nombre de una persona está cargado de simbolismos y no es una mera moda o  una tradición familiar. Dar nombre a alguien tenía un significado superior al que tiene entre  nosotros. Y, tanto José como María, reciben el encargo de poner el nombre de Jesús -Dios  salva- a aquel niño. Muchos textos del Antiguo Testamento habían hablado de «el día de  Yavé», el juicio de Dios.

La esperanza mesiánica reflejaba con frecuencia un Dios que iba a venir a establecer la  justicia entre los hombres, a premiar y a castigar. El que vino fue Jesús, «nacido de mujer,  nacido bajo la ley». No vino con la espada en la mano, ni con las tablas de la ley como  descendió Moisés del Sinaí. Vino como salvador, como Dios que salva. Como dirá san  Pablo, vino para rescatarnos, «para que recibiéramos el ser hijos por adopción». Vino para  que Dios enviara a nuestros corazones el espíritu de Jesús, por el que podemos llamar a  Dios Abba, Padre. Ya no somos esclavos, somos hijos de Dios, al que podemos dirigirnos  con el mismo término familiar con el que los niños pequeños se dirigían en arameo -la  lengua de Jesús- a sus padres: «Abba».

Muchas veces nosotros pedimos, como esperaban los judíos, que baje fuego del cielo y  castigue a los responsables del mal que padecemos o del mal que padece el mundo. Y, sin  embargo, año tras año, seguimos celebrando la navidad que significa que Dios sigue  teniendo esperanza en los hombres y en la que recordamos que Jesús es el Dios que nos  salva. Es la realización de esa bellísima fórmula de bendición que los sacerdotes rezaban  sobre el pueblo judío al comienzo del año: Jesús es Dios que no condena, sino que bendice;  que no se desentiende del hombre, sino que le protege; que no oculta su rostro, sino que lo  ilumina sobre nosotros; que no trae un juicio sino que concede su favor; que no pasa de  largo de cada uno de nosotros, sino que se fija en mí; que no intranquiliza con angustias o  temores, sino que nos concede la paz.

Hay un segundo texto de la coral de J. S. Bach menos conocido que el que cité antes. Lo  podemos recordar hoy también al comienzo de este año, cargado de expectativas y de  celebraciones, en el que nos preguntamos qué nos traerá a nosotros y a nuestros seres  queridos. Dice así su letra: «Bienaventurado de mí porque tengo a Jesús. ¡oh, qué  firmemente me adhiero a él! Él reanima mi corazón, cuando estoy enfermo y triste. Tengo a  Jesús que me ama y se me entrega. Por eso nunca abandono a Jesús, aunque se me parta  el corazón». El autor de esta letra es un desconocido, Martín Jahn. La escribió en 1661 y  pertenece a un estilo religioso que ha sido calificado de pietista. Lo podemos hoy expresar  desde el fondo de nuestro corazón al iniciar el nuevo año: «Bienaventurado de mí porque  creo en Jesús y le tengo. Él es el Dios que me salva. ojalá me adhiera a él en este nuevo  año. Que nunca le abandone, aunque se me parta el corazón». 

JAVIER GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C. Madris 1994.Pág. 55 ss.


25.

1. La bendición para el año. 

La solemne fórmula de bendición del Antiguo Testamento abre en la primera lectura la  liturgia del nuevo año civil. La fórmula es prescrita por el propio Dios a Moisés y contiene la  doble plegaria del que bendice: que Dios se digne volver su rostro y hacer brillar su  resplandor sobre nosotros para concedernos así la gracia y la salvación. La mirada de Dios  sobre nosotros es (según Pablo) mucho más saludable que nuestra mirada sobre él («al que  ama, Dios lo reconoce», 1 Co 8,3). «Ver al que ve» es según Agustín la bienaventuranza  suprema (Videntem videre). Pero nosotros somos mirados al mismo tiempo por la Madre de  Dios con un amor infinito, como hijos suyos, y somos bendecidos por ella. Según el Nuevo  Testamento esta bendición es inseparable de la de su Hijo y de la de todo el Dios trinitario,  con lo que su maternidad queda profundamente entroncada y enraizada en la fecundidad  divina. Ella nos bendice al mismo tiempo como la Madre personal de Jesús y como el  corazón de la Iglesia «inmaculada» (Ef S,27), que es la Esposa de Cristo.

2. María conservaba todo en su corazón. 

Estas sencillas palabras del evangelio, repetidas dos veces (Lc 2,19.51), muestran que la  Santísima Virgen es la fuente inagotable de la memoria y de la interpretación para toda la  Iglesia. Ella conoce hasta en lo más profundo todos los acontecimientos y fiestas que  nosotros celebramos a lo largo del Año Litúrgico. Este es también el sentido del rosario: los  misterios de Cristo deben contemplarse y venerarse con los ojos y el corazón de María para  poder entenderlos en toda su amplitud y profundidad, en la medida que esto nos es posible.  La veneración y la festividad del corazón de María no tienen nada de sentimental, sino que  conducen a esa fuente inagotable de comprensión de todos los misterios salvíficos de Dios,  que afectan a todo el mundo y a cada uno de nosotros en particular. Poner el año bajo la  protección de su maternidad significa implorar de ella, como hermanos y hermanas de Jesús  que somos, y por tanto como hijos de María, una comprensión continua para un constante  seguimiento de Jesús. Como la Iglesia, de la que ella es la célula primigenia, María nos  bendice no en su propio nombre, sino en el nombre de su Hijo, que a su vez nos bendice en  el nombre del Padre y del Espíritu Santo.

3. La segunda lectura concede una gran importancia al Espíritu Santo. En ella se habla de  María como de la mujer por la que nació el Hijo, quien con su pasión consiguió para  nosotros la filiación divina. Pero como somos hijos de Dios, «Dios envió a nuestros  corazones al Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abba! Padre». No seríamos hijos del Padre, si  no tuviéramos el Espíritu y los sentimientos del Hijo; y este Espíritu nos hace gritar al Padre  con agradecimiento e incluso con entusiasmo: «Sí, Tú eres realmente nuestro Padre». Pero  no olvidemos que este Espíritu fue enviado por primera vez a la Madre, como el Espíritu que  le trajo al Hijo, y de que de este modo es, como «Espíritu del Hijo», también el Espíritu del  Padre. No olvidemos tampoco que el júbilo por ello, ese júbilo que nunca cesa a lo largo de  la historia de la Iglesia, resuena en el Magnificat de la Madre. Es una oración de alabanza  que surge enteramente del «Espíritu del Hijo» y se eleva hacia el Padre; una oración  personal y a la vez eclesial que engloba toda acción de gracias desde Abrahán hasta  nuestros días; es la mejor forma de comenzar el año nuevo. 

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 27 s.


26.

¿COMO PUEDE SER? 

--«Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros...». etc.

--Lo he repetido sin cesar, desde antes de llegar al uso de la razón. Y me enseñó a decirlo  la otra madre, la mamá de la tierra.

Al principio, naturalmente, lo fui repitiendo sin buscar explicaciones. Intuyendo  simplemente que era buena cosa cobijarse «como un hijo» en el regazo de alguien que era,  a su vez, la madre Dios.

Pero, claro, conforme han ido pasando los años, he comprendido que la expresión y su  contenido --«Santa María, madre de Dios»-- llevaban desde luego al asombro y al  deslumbramiento, pero podían llevar igualmente al desconcierto y a la duda: ¿Cómo puede  ser que aquella desconocida Miriam de Nazaret, pequeña de Dios en una aldea también  pequeña y desconocida, hija de unos padres desconocidos igualmente, fuera a la vez la  Madre de Dios? Sí. Estamos ante el Misterio.

No es extraño por tanto que, entre los mismos cristianos, nacieran las discusiones, las  divisiones y los «distingos»: «A María se le deberá llamar Madre de Cristo, pero no  "theokos" o "Madre de Dios"». Pero aquel concilio de Efeso, esperado y coreado por el  pueblo cristiano, disipó nuestras dudas, aquietó nuestros sentimientos y robusteció nuestra  fe: «María es verdaderamente la madre de Dios».

Pero Tú, María, ¿qué pensabas? ¡También debiste atravesar la «noche oscura». Eso es  lo que parece traslucirse de esa frase que, en más de una ocasión, y concretamente en el  evangelio de hoy, repite San Lucas: «María conservaba todas estas cosas, meditándolas en  su corazón».

Es decir, tú fuiste de asombro en asombro. Y a cada paso te repetías: «¿Cómo puede  ser?» 

--Cuando el ángel te dijo: «darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús; será  grande, se llamará el Hijo del Altísimo, reinará para siempre y su reino no tendrá fin...»,  entonces, tú te preguntaste: «¿Cómo puede ser?» 

--Cuando, al llegar a Ain-Karim, tu prima exclamó asombrada: «¿Cómo puede ser que la  madre de mi Señor venga a visitarme?», tú, más asombrada, contestaste: «¿Cómo puede  ser esto?» Y «conservabas todas estas cosas, meditándolas en tu corazón». En una palabra, día a día, en el relicario de tu corazón, en la reflexión constante del  Misterio, fuiste acrecentando tu fe y conjugando estos dos extremos: que eras «la esclava  del Señor», pero que eras también, por elección divina, «Santa María, la Madre de Dios». ¡Santa María, Madre de Dios! Ese es el Misterio que la Iglesia nos pone delante este  primer día del año, en la octava justa de la Navidad.

Durante todo el ciclo navideño, la figura de María acompaña muy de cerca al Enmanuel,  que es naturalmente el personaje central. Al verla ahí, tan cerca de El, cualquier cristiano es  capaz de construir un elemental y contundente silogismo: «Si este niño recién nacido es el  Hijo de Dios y esta mujer lo ha dado a la luz, no cabe duda: Ella es la Madre de Dios». Pero la Iglesia no se contenta con ello. Y así, en la octava de la Navidad, va pasando la  cámara desde el Niño hasta la madre, es un travelling perfecto. Para enfocarla a ella en un  magnífico primer plano. Un primer plano que nos venga a decir claramente que, gracias a  ella, fue posible la Navidad. 

ELVIRA-1.Págs. 15 ss.


27.

Frase evangélica: «Fueron corriendo y encontraron al niño acostado en el pesebre» 

Tema de predicación: EL RECONOCIMIENTO DE DIOS 

1. En todas las religiones, el ser humano reconoce la presencia de Dios, de su gloria y de  su santidad, al mismo tiempo que se reconoce él mismo pecador. Si el reconocimiento es  verdadero, por ir dirigido a Dios desemboca en la alabanza. A Dios se le reconoce por sus  obras. A Jesús, su Hijo, desde su nacimiento.

2. A pesar de que la aparición de los ángeles dura un instante, los pastores aceptan con  fe el mensaje celestial, gracias a una disposición generosa y sencilla del corazón. Van a  Belén «apresuradamente», como María en su visita a la casa de Isabel, para comprobar la  realidad del signo anunciado. Son creyentes en estado de evangelización. Las gentes se  maravillaron de lo dicho por los pastores. Ciertamente sorprende el nacimiento del Mesías  en la pobreza, entre los humildes. A Dios lo encumbramos como un poderoso entre  poderosos, y se nos muestra resistente. Finalmente, María reflexiona y medita: es la testigo  por excelencia del misterio de Dios encarnado. Es bienaventurada porque ha creído.

3. Desde el primer día del nacimiento de Jesús se unen los cánticos de gloria y de  alabanza de los pastores al culto celestial de los ángeles. La liturgia es siempre bendición  de Dios y salvación humana. Precisamente la primera lectura de hoy es una «bendición».  Bendecir equivale a hablar bien de alguien. El año nuevo lo comenzamos con una  bendición.

4. Jesús fue circuncidado, «al cumplirse los ocho días», para integrarlo al pueblo de Dios.  Pero lo más importante no fue el rito, sino el nombre que le impusieron: Jesús -"Dios salva"-  como salvador.

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Sabemos bendecir y alabar en nuestra oración o nos centramos casi sólo en la  petición?

¿Con qué actitudes cristianas debemos comenzar un año nuevo? 

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 101 s.


28.

Frase evangélica: «Le pusieron por nombre Jesús» 

Tema de predicación: EL AÑO NUEVO 

1. El comienzo de un nuevo año suscita en todos nosotros deseos de comenzar de otra  manera, con menos desgracias, con más felicidad. Por eso deseamos a los otros un «feliz  año nuevo». Termina lo viejo con el año que acaba, y empieza lo nuevo con el año que se  inaugura. En este primer día del año se cumple la Octava de la Navidad: a los ocho días, el  hijo de María es circuncidado (se somete a la vieja creación), y se le impone el nombre de  «Jesús», que significa «liberador» (es Salvador de la creación, que él hace nueva). Pero la  de hoy es también una fiesta antigua de María, la madre de Dios, la «mujer nueva». Es día,  pues, de renovarse, de comenzar...

2. La Biblia aplica el término «nuevo», tanto en relación al tiempo como en relación a la  naturaleza, a las realidades de salvación. Los seres y las cosas se renuevan; pero Dios es  fiel, es siempre nuevo. Especialmente se aplica el término «nuevo» a la plenitud salvífica de  los tiempos mesiánicos. Según los profetas (Isaías, Jeremías... ), habrá entonces un «nuevo  éxodo», una «nueva alianza», una «nueva creación». Con la aparición de Jesucristo, todo  es nuevo: su concepción, su nombre, su cometido...

3. La novedad del año nuevo es para el cristiano renovación en Cristo. Somos personas  nuevas por la fe, por el bautismo, por la esperanza, por el compromiso de caridad. El  hombre viejo se hace nuevo por la conversión, por un empezar de nuevo. Las personas  renovadas, como los pastores del nacimiento, oyen, se ponen en camino, reconocen y dan  «gloria y alabanza a Dios por lo que han visto y oído».

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Por que nos deseamos un año nuevo? 

¿Por qué nos cuesta tanto renovarnos? 

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 249 s.


29.

(Los deseos del nuevo año) 

Comenzamos el año, y aquí estamos, convocados por Jesucristo, en torno de su mesa.  No podríamos comenzar mejor este 1998. Para cada uno de nosotros, tanto si estamos  contentos como si estamos tristes, venir aquí a celebrar la Eucaristía significa saber y vivir  que no estamos solos, que Jesús nos acompaña, que está con nosotros para darnos fuerza  y para enseñarnos a caminar por el camino del Evangelio. 

Hoy es un día de fiesta, de buenos deseos, de ganas de que las cosas vayan bien. Que  nos vayan bien personalmente, y que vayan bien al conjunto de la humanidad, a todos los  hombres y mujeres de todo el mundo. Y un día para reafirmarnos en las ganas de contribuir,  cada uno de nosotros, a conseguir que la vida pueda ser más feliz para todo el mundo.  Porque, aunque no tengamos la posibilidad de cambiar el mundo entero como quizá nos  gustaría, cada uno de nosotros puede contribuir a que los demás sean más felices o, al  revés, podemos provocar que haya más sufrimiento a nuestro alrededor. 

- (Con el recuerdo de María) 

Con estos deseos, con estos sentimientos, comenzamos el año 1998. Y lo hacemos con el  recuerdo de una persona muy querida, muy cercana a todos nosotros: María, la madre de  Jesús, la Madre de Dios. Hoy, ocho atas después de Navidad, nuestra mirada se dirige  hacia aquélla que, en su sencillez, nos ha dado aquel niño que es Dios con nosotros.  Y mirarla y recordarla hoy nos puede enseñar muchas cosas. Su amor, su fidelidad, su  confianza... Muchas cosas. Pero yo querría hoy destacar sobre todo una. 

- (María: atenta a lo que pasa para descubrir el camino de Dios) 

¿Recordáis el evangelio del domingo pasado, en la fiesta de la Sagrada Familia? Era  aquella escena de Jesús que se queda en el templo y sus padres piensan que se ha  perdido. Al acabar, decía el evangelista Lucas: "Su madre conservaba todo esto en su  corazón". Pues hoy, en la escena evangélica que hemos leído, cuando los pastores se  acercan a Belén y llenos de alegría encuentran al niño con María y José, el evangelista  vuelve a decir una cosa semejante: "Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas  en su interior". 

Yo pienso que esta actitud de María es una gran enseñanza para todos nosotros, un gran  propósito que nos podríamos plantear en este nuevo año que comienza. El propósito de  tener los ojos bien abiertos, y estar muy atentos a todo lo que ocurre a nuestro alrededor, y  conservarlo dentro del corazón, y dejar que nos empape el alma, y no pasar de largo ante  las cosas importantes de la vida, y ser capaces de escuchar aquí la voz de Dios. María es  una persona con los ojos y el alma bien abiertos. Y por eso, poco a poco, va entendiendo la  llamada que Dios le hace, y va descubriendo los caminos de Dios en su vida, y va  convirtiéndose hasta vivir plenamente el camino de su Hijo. María no lo entendió todo  enseguida y fácilmente. A María le costó -y, de vez en cuando, en el evangelio vemos  pequeñas frases que nos muestran que María no entiende demasiado lo que hace Jesús-,  pero acabó estrechamente unida a él, en el momento culminante de su misión, allí al pie de  la cruz. ¿Por qué fue capaz de unirse tan profundamente al camino de su Hijo? Porque  toda su vida tuvo el corazón atento y dispuesto a descubrir cosas nuevas, las cosas nuevas  que Dios le mostraba. Porque no actuaba movida por los primeros impulsos, sino que, ante  todo lo que pasaba, se preguntaba cuál era la llamada que Dios le hacia. Porque dedicaba  tiempo a rezar, a hablar con Dios y a escucharlo. 

- (Nosotros: dispuestos a escuchara Dios en la vida) 

Ésta es una buena enseñanza para nosotros. Si hacemos como ella, si no somos  superficiales, ni pensamos que todo lo tenemos claro y no tenemos que aprender nada  nuevo, si estamos atentos a lo que pasa y lo meditamos en nuestro corazón, ante Dios,  quizás cambiaremos muchas de nuestras actitudes. Amaremos más a los demás, sabremos  perdonar más, no seremos tan cerrados, no juzgaremos tan fácilmente, aprenderemos a  descubrir la obra del Espíritu Santo en las cosas que hacen el resto de las personas,  sentiremos más la preocupación de la injusticia y la desigualdad, tendremos más ganas de  compartir nuestra fe... En definitiva, estaremos más llenos del Evangelio, más llenos de  Dios. Que él nos acompañe durante todo este año que comienza. Y que el encuentro de  cada domingo, el alimento del Cuerpo y la Sangre del Señor que hoy también recibimos, sea  la mejor señal y la mejor experiencia de esta compañía. 

EQUIPO-MD
MISA DOMINICAL 1998, 01, 11-12