SALMOS 8 y 103

 

10.

El templo de la creación

Dios es

En los salmos 8, 103 y otros, las criaturas son el lugar de encuentro, el altar de la adoración, así como en otros salmos -numerosos- las gestas salvíficas son la epifanía de la presencia y acción liberadora de Dios.

El salmista no es tan sólo un poeta colorista que describe «las madrigueras de los erizos» y «los cachorros que rugen por la presa», sino, sobre todo, el contemplador sensible que capta la realidad latente y palpitante que respira bajo la piel de las criaturas: Dios mismo.

En las religiones primitivas, la realidad, imprecisa y vaga, por cierto, no sólo se circunscribía a ciertos elementos telúricos, como el árbol, la fuente o el sol, sino que se identificaba con ellos. La divinidad era la fuente sagrada, el bosque, sin una exacta distinción entre ser y estar, sino más bien implicados y confundidos ambos aspectos; para Akken Aton, el sol era (y estaba) la divinidad.

D/CREACION/SALMOS: En los salmos, y en la Biblia, en general, se lleva a cabo el proceso de emancipación, abierta hacia la trascendencia: se cercena el cordón umbilical que ligaba a un dios, a un lugar. Dios se separa de los seres y lugares, se independiza, superando la etapa panteísta, y adquiere identidad personal y mayoría de edad: trasciende los seres creados: queda más allá de las criaturas, lo que no quiere indicar que esté distante, o por encima, sino que es otra cosa que la criatura. Desde ahora, estamos en condiciones de afirmar: simplemente, Dios es. Podemos agregar también que Dios es el fundamento fundante de toda realidad, la esencia de la existencia; que en El nos movemos, existimos y somos; y que no le corresponde estar, sino ser.

Retorno a la naturaleza

El hombre de Iglesia necesita, quizás hoy más que nunca -según me parece- vivificar y actualizar los salmos, digamos, cósmicos, y nutrirse de ellos. Y esto, no para orquestar las cruzadas de los ecologistas, sino para entrar en una profunda comunión con todos los seres en Dios, raíz y fundamento de todo; para adorar al Señor, no sólo en el santuario de la última soledad, sino también en el brillo policromado y multiforme del universo.

La formación clerical, marcadamente racionalista, utilizando la lógica y la abstracción como fuentes casi únicas de conocimiento, se había desentendido, durante siglos, de la poesía y la intuición, salvo en la corriente franciscana, subestimando, por decir lo menos, la vertiente emotiva e imaginativa de la persona. ¿Resultado? Ya se puede suponer: un hombre, en cierta manera, mutilado, con un vacío difícil de equilibrar en la arquitectura general de la persona.

Urge, pues, retornar a las raíces de la creación. Es necesario despertar, con cierta premura, las energías instintivas hoy dormidas, y hacer brotar de nuevo las fuentes de la simpatía; y, con todo este caudal recuperado, le será más fácil al hombre entrar en una viviente comunión con las criaturas y el Creador, conjuntamente. Lo que ciertamente contribuirá al enriquecimiento integral de la persona.

Cuando un creyente consigue hacer de los salmos de la Creación una fuerte vivencia, no sólo rinde un homenaje y entona una música festiva al Creador, sino que también, y sobre todo, levanta el nivel de su riqueza interior. El adorador cósmico entra de cabeza y se baña en la corriente secreta y profunda de la naturaleza, mientras siente -y de alguna manera participa- del barbotar de la vida de las manos de Dios.

Nadie ha abierto tantas brechas de luz sobre estos horizontes como Teilhard-de-Chardin. Nadie se ha expresado con tanta originalidad y audacia, tanto resplandor y fuego sobre la Potencia Espiritual de la Materia como este místico de la era tecnológica; de tal manera que, para él, la Materia es la última y más deslumbrante teofanía. La suya es una auténtica espiritualidad cósmica, para cuya asimilación, la humanidad creyente no está todavía, creo, suficientemente preparada. Me asiste la certeza de que su vasta y ardiente cosmovisión iluminará, con el correr de los siglos, las mentes más altas y nobles.

Cautiva esa Misa sobre el Mundo que, estando el Padre Pierre en las estepas peladas del Asia sin los implementos necesarios para la misa, celebra sobre el altar de la Tierra entera, ofreciendo el trabajo y el dolor del mundo. Su cáliz y patena son «las profundidades de un alma ampliamente abierta a todas las fuerzas que, en un instante, van a elevarse desde todos los puntos del globo y a converger hacia el Espíritu». Y más adelante continúa: «Recibe, Señor, esta Hostia Total que la creación te presenta en esta nueva aurora. Tú has puesto un irresistible y santificante deseo que nos hace gritar a todos: Señor, haz de nosotros uno.»

Asombro y éxodo CREACION/ASOMBRO:

Señor, dueño nuestro,
qué admirable es tu nombre
en toda la tierra
                                    (Sal. 104,1).

Bendice, alma mía, al Señor,
Dios mío, ¡qué grande eres!
                                    (Sal. 104, l).

Este es el cantus firmus, la melodía central que sazona, alienta y sostiene en pie los salmos cósmicos: el asombro. La admiración planea incesantemente por encima de la creación, mientras Su Presencia aletea por encima y bucea por debajo de las criaturas. Aquí está la diferencia entre un geóIogo y un salmista. Para el geóIogo, la creación es un objeto de estudio: lo aborda analíticamente con instrumentos adecuados. Para el salmista, la creación no es un objeto que se toma para analizarlo, ni siquiera para admirarlo. Más bien, el salmista es seducido y deslumbrado por la creación.

Es, pues, el salmista un ser eminentemente pascual, volcado, mejor dicho, arrebatado por el esplendor circundante; y «estudia» (contempla) la creación, no científicamente, sino vibrando con ella; casi se diría «viviéndola», con todas las características de la vida: unidad, es decir, el salmista no sólo está «fuera» de sí, sino, sobre todo, vertido en la corriente secreta del mundo y compenetrado con sus impulsos; emoción, esto es, una palpitación gratificante; gratitud, un sentimiento benevolente y agradecido por tanta hermosura que le hace al hombre feliz.

Lo dicho hasta aquí podría identificar al salmista con el poeta. Pero hay mucho más; el salmista es también, y sobre todo, un místico. Este es su distintivo más eminente. El salmista, fundamentalmente, es un ser deslumbrado por Dios mismo, atraído por un Dios percibido en la creación de tal manera que el esplendor del mundo no es sino el manto de su majestad, y la vida, su aliento (Sal. 104).

Es, pues, el salmista un ser cautivado por Dios, por un Dios que arrastra tras de sí a la creación entera, y, por cierto, también al salmista. Ya se pueden imaginar los resultados: como en un torbellino embriagador, la naturaleza, el hombre y Dios danzan al unísono, respiran un mismo aliento, viven una misma.vida. ¿Cabe imaginar júbilo más subido? Bergson, refiriéndose a esta experiencia, dice: «No es algo sensible y racional. Es, implícitamente, lo uno y lo otro. Y es mucho más que todo eso; su dirección es la del impulso vital.» Es de tal naturaleza esta experiencia que no hay manera de conceptualizarla, y menos todavía de verbalizarla. Por eso, el salmista, después de una exclamación, tiende a cerrar la boca y permanecer en silencio posterior; un silencio, por cierto, grávido de la más densa palpitación.

Pobreza y adoración

Asombro es, pues, la palabra. Y, en el fondo, el asombro es un desprendimiento, un salirse del centro de sí mismo, de las ataduras, apropiaciones y adherencias mediante las cuales el hombre se unce a su argolla central y se enlaza a las criaturas. Sólo el asombro puede sacar al hombre de su aislamiento egocéntrico, liberarlo de la autocomplacencia y la autosuficiencia. Se necesita estar libre de sí mismo para poder admirar.

Como siempre, la cuestión es una sola: la pobreza. Pobre y libre: libre de sí mismo y de cualquier apropiación, no sólo para renunciar a poseer, sino también para liberar energías unitivas, dormidas y aletargadas; y, así, dar curso libre al anhelo de comunicación universal. Pobreza para cavar pozos interiores, para abrir espacios libres para una gran acogida. La pobreza, pues, en lugar de estrangular las potencialidades efectivas y admirativas, las abre en una expansión de horizontes abiertos.

Pero existe también un proceso inverso: el hombre de la sociedad industrial se desgajó de la naturaleza y se colocó por encima de ella para explotarla al máximo mediante la técnica, monstruo que desbarata la comunión y favorece la dominación. Por este camino, la naturaleza viene a ser, no sólo instrumento de poder, sino presa para la avidez humana, de los que luchan por el poder. Y, así, la naturaleza, en lugar de armonizar las relaciones humanas, las falsifica y prostituye. Y, por su espíritu de dominación y posesión, el hombre sojuzga a la naturaleza, y la explota de forma indiscriminado e inmisericorde. Pero ahora ha comenzado a comprender que la muerte de la naturaleza es también la muerte de la humanidad.

En una experiencia cósmica de los salmos, en cambio, se evapora el complejo de superioridad. El señor hombre desciende de su pedestal, y se hace presente en la creación, no como un dominador que entra en sus propios territorios, sino como un amigo reverente y admirado que establece relaciones efectivas y fraternas con todos los seres, en consideración a que esos seres llevan grabada en sus entrañas la efigie de Dios. Se trata, pues, de una experiencia de Dios, ampliada y profundizada.

*****

La adoración, por su carga de asombro y admiración, y también por el hecho de hacer al hombre olvidarse de sí mismo y volverse hacia los demás, es la suprema liberación humana. Podemos agregar mucho más: no existe en el mundo terapia psiquiátrica tan liberadora de obsesiones y angustias como la adoración.

La razón es simple: las ansiedades, los temores, las preocupaciones, y, sobre todo, las obsesiones, son efecto y fruto de estar el hombre volcado sobre sí mismo, atado, y con frecuencia adherido morbosamente a la mentira de la imagen de sí mismo. Si el hombre corta todas esas ligaduras, y suelta al viento las aves enjauladas y las energías constreñidas, seducidas éstas por el Altísimo, la vida se torna en una fiesta de libertad.

Por eso, en los salmos 8 y 103 no aparece ninguna referencia a sí mismo ni a los enemigos del salmista. Absorbido el salmista por el fulgor de Dios y de la creación, olvidado de sí, desterradas las inquietudes y los miedos, sólo le queda espacio y tiempo para lanzarse, con la mirada maravillada, en un movimiento sin retorno, hacia Aquél que es el Único.

El adorador es un pobre, así como todo auténtico pobre es también un adorador. El salmista de la creación se deja llevar por el impulso de cantar a Dios en la creación porque está exento de toda intención posesiva de las criaturas. Renunció a toda apropiación, y sólo a partir de esa renuncia es posible la elevación.

Ingenuidad y ternura

CREACION/CONTEMPLACION: Estamos afirmando, en todo momento, que una experiencia cósmica de los salmos supone una purificación de la mirada interior, en una especie de círculo vicioso sano: al desasirse de sí mismo y saltar al Otro, el salmista se libera de sí mismo; y este baño en el Infinito le hace, a su vez, medir su real estatura; y, en una visión objetiva y proporcional, le obliga a reconocer su condición de criatura, dependiente y contingente, lo que, a su vez, le dispone a la adoración. Ahora bien, en el asombro, no deja de existir una buena dosis de ingenuidad. Por eso, el asombro es un fenómeno humano específico de los niños. Cuando al hombre se le extravía esa ingenuidad entre los matorrales de la vida podemos hablar de una pérdida irreparable. Podríamos decir que el salmista conserva un alma despojada y transparente que le permite ver a Dios actuando prodigiosamente en la creación.

Sólo con una maravillada ingenuidad, con una especie de encantamiento, se puede sorprender a Dios «avanzar en las alas del viento sobre la carroza de las nubes», llevando como «ministro el fuego llameante». Sólo un niño puede ver a Dios «sacar los ríos de los manantiales», «regar los montes», «hacer brotar la hierba para el ganado», «echar la comida a su tiempo» a los animales salvajes, «repoblar la faz de la tierra con su aliento», «trazar fronteras en las aguas». De la misma manera, sólo un niño puede contemplar al Padre alimentando a los gorriones, vistiendo a las margaritas, regando con la lluvia o fecundando con el sol los campos de los justos y de los injustos.

Para tanta maravilla, una sola condición: hacerse como niños. Pero ya lo hemos dicho: fácilmente podemos perder al «niño», y es esa una pérdida irreparable. Los conocimientos científicos, y otros sobreañadidos, pueden extinguimos el candor para contemplar cómo Dios

afianza los montes con su fuerza,
reprime el estruendo del mar,
cuida la tierra, la riega,
y la enriquece sin medida,
prepara los trigales,
riega los surcos,
iguala los terrones,
bendice los brotes,
corona el año con sus bienes
                                                                (Sal. 65)

La ternura de la vida!: don divino que permite contemplar las fuentes de la vida en su frescor original.

*****

No se puede, sin embargo, separar esa contemplación deslumbrada sobre el universo de la vida profunda del salmista. Pese a todo, las raíces siempre están adentro, y también las fuentes. Al modo de Antonio Machado, cuando decía: «Rocas de Soria, conmigo vais», el salmista podría también decir: estrellas, mares y montañas, estáis en mi corazón. En lugar de decir: en la creación, Dios y el hombre se encuentran, podríamos expresarnos más exactamente, diciendo: Dios, el hombre y la naturaleza cantan al unísono en mi última morada.

El salmo 103 se abre y se cierra con una expresión de máxima interioridad, dirigiéndose el salmista la palabra a sí mismo, y hablando en singular: «Bendice, alma mía, al Señor.» Desde la última soledad de su ser, desde su más remota y sagrada latitud, surge el salmista en alas de la admiración, y, después de recorrer montes, océanos, ríos y comarcas, retorna al mismo punto de partida, para coronar la peregrinación, con las mismas palabras: «Bendice, alma mía, al Señor.»

Y, durante el recorrido, desciende con frecuencia a su recinto interior para celebrar, admirado y agradecido, al Rey de la creación que, fundamentalmente, está en su silencio interior: «¡Cuántas son tus obras, Señor!» Y, al final, el salmista parece olvidarse de tantos seres radiantes como han llenado sus ojos: las criaturas le han despertado y evocado a su Señor; pero, una vez que el Evocado se ha hecho presente, los elementos evocadores ya no tienen razón de ser, y desaparecen, y sólo queda Dios. En este instante, el salmista se hunde en la interioridad más arcana y entrañable, para proponerse a sí mismo con ternura y resolución:

Cantaré al Señor mientras viva,
tocaré para mi Dios mientras exista:
que le sea agradable mi poema,
y yo me alegraré con el Señor.
                                                                     (Sal. 103,33)

Definitivamente, el misterio siempre está dentro.

«¡Qué es el hombre!»

Los elementos que acabamos de estudiar, el asombro, la interioridad y la comunión cósmica, brillan con luces propias en el salmo 8, donde el salmista realiza el mismo itinerario que en el salmo 103, a saber: salta desde muy adentro de sí mismo, en un arranque de admiración («Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!»). Recorre como un meteoro los cielos y la tierra, y regresa al mismo punto de despegue, clausurando el glorioso periplo con la misma estrofa, henchido de gratitud y admiración: «Señor, dueño nuestro ... »

El pequeño salmo, más que una descripción es una contemplación de lo creado y lo increado, en la que el salmista, con el corazón dilatado, distingue y señala un escalón jerárquico: Dios es el Rey, cuya «majestad se alza por encima de los cielos»; el hombre, un pequeño rey sobre el trono de la creación; la criatura, destinada a cantar la gloria de Dios y servir al hombre.

De entrada, el salmista siente prisa por poner fuera de combate a los ciegos y sordos que niegan la luz del día, los adversarios de Dios. Les dice, poniéndolos en ridículo, que la majestad y el poder divinos están tan a la vista, son tan patentes y evidentes que hasta los niños de pecho, que sólo saben mamar, lo pueden atestiguar.

Continúa avanzando el salmista, y entra en los versículos más interesantes del salmo:

Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que has creado,
¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él,
el ser humano, para darle poder?

Hay en estos dos versículos una formidable densidad vital: una mirada hacia afuera y una mirada hacia adentro: mirada global de la que nace la sabiduría, que es una visión objetiva y proporcional; y esta visión, a su vez, surge espontáneamente al medir el hombre la altura del Altísimo con su propia pequeñez. No es necesario comparar, basta con contemplar; y se hace patente, como primera evidencia, su condición de criatura, contingente y precaria. Tiene, pues, el salmo una fuerte dimensión antropológica.

El salmista sale a la intemperie en una noche estrellada, y queda anonadado por la profundidad, misterio, silencio y serena belleza del firmamento. Este es el punto de partida. Abrumado por el espectáculo, que, por vía de evocación, le recuerda a Dios, comienza a reflexionar: semejante hermosura no es más que la huella digital de Dios, «obra de sus dedos»; y si así de ardiente es el esplendor de sus obras, qué no será la hermosura de su Autor.

Y profundamente sensibilizado, el salmista vuelve la mirada sobre sí mismo, y descubre la insignificancia del hombre. Pero, en lugar de sentirse avergonzado o triste a causa de su pequeñez, con simplicidad y tranquilidad, deja abierto un interrogante que ni siquiera es una pregunta o una duda. Es, más bien, una pasmada exclamación, hecha de afirmación, interrogación, admiración: «¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él?»

Se diría, pues, que el salmista, en lugar de sentirse sonrojado por su pequeñez, se siente feliz de que Dios sea Dios, tan indiscutible, tan incomparable, tan único. Y esto sucede porque, en lugar de fijar su mirada sobre su propia insignificancia, queda clavado, casi extasiado contemplando la munificencia del Otro. Se trataba, pues, de una pascua. Y al aceptar que Dios es Dios, al quedar «vencido» por el peso de la Gloria, entra el salmista a participar de la eterna juventud de Dios, de su omnipotencia y plenitud.

Hay aquí otra nota que destacar. En medio de tanto deslumbramiento, el salmista alcanza a saborear, por contraste, un vislumbre de la ternura de Dios, ternura, por cierto, absolutamente gratuita, porque el objeto de su predilección no es ese firmamento majestuoso, sino el hombre en su pequeñez: «... para que te acuerdes de él». «Acordarse» tiene aquí un sentido muy concreto y muy humano. Si uno se acuerda de otro, significa que éste ya «vivía» en el corazón de aquél.

A pesar de sentir una cierta extrañeza, para el salmista, el hombre es el predilecto de la creación.

*****

A partir de este momento, el objeto único de contemplación en el salmo es el hombre, constituido por Dios como rey de la creación. Mejor dicho, como virrey o lugarteniente. Después que el hombre salió a la luz de las manos de Dios, en un ambiente de gran solemnidad, fue colocado en una comarca hermosa y feraz, para que la cuidara y cultivara. Viéndolo demasiado solitario, un buen día, el Señor Dios presentó ante el hombre una abigarrada muchedumbre de mamíferos y aves, para que, como en una ceremonia de vasallaje, tomara posesión de todos los seres vivientes. Y, efectivamente, poniéndoles un nombre a todos ellos, fue asumiendo y expresando un señorío y soberanía sobre todos los animales de la tierra. A esta ceremonia hacen referencia los versículos 6-9 del salmo. Los versículos 6-7 son un brochazo de oro que resume y contiene cuanto la Biblia dice sobre el hombre:

Lo hiciste poco inferior a los ángeles,
lo coronaste de gloria y dignidad;
le diste el mando sobre las obras de tus manos,
todo lo sometiste bajo sus pies.

Desde los primeros días de la creación, como si dijéramos, desde el principio, entra el hombre en el escenario como un señor, «coronado de gloria y dignidad» (v. 6). No es Dios, pero sí «poco menos que un dios» (v. 6). Su dependencia respecto de Dios no es una condición de vasallaje, sino una relación de padre a hijo.

Dios colocó en sus manos una espada flamígera, de doble filo: la libertad, principio de vida o muerte, fuente de grandeza o de ruina. Porque era libre, el hombre fue capaz de alzar su frente ante Dios, y de intentar arrebatarle el «título» de Dios. Su mayor categoría, sin embargo, es su identidad personal, el hecho de ser él mismo, inalienable, único. Es lo que más le aproxima a Dios. Dice al respecto Meister Eckhart:

El ser hombre
lo tengo en común con todos los hombres;
el ver y oír, y comer y beber
lo comparto con todos los animales.
Pero lo que yo soy es exclusivamente mío,
me pertenece a mí, y a nadie más,
a ningún hombre, ni a ningún ángel, ni a Dios,
a no ser en cuanto soy uno con El.

La afirmación fundamental de la Biblia sobre la naturaleza del hombre es que éste ha sido hecho a imagen de Dios. Lleva, pues, en potencia, de alguna manera, los atributos de Dios. Sus medidas son, de alguna manera, las medidas de Dios: un pozo infinito. Por eso, infinitos finitos no lo pueden llenar. Y por eso, eternamente insatisfecho, irremediablemente caminante, como Abraham, como Israel, como Ulises; y, a sabiendas o sin saberlo, peregrino del Absoluto.

Y por eso, también, el salmo se consuma y es coronado en la Cumbre: «Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!» El salmo 8, y en general, los salmos de la creación, como el 19, 64, 92, 97 y otros, parten de Dios, recorren cielo y tierra, atraviesan, sobre todo, el territorio del hombre, y finalizan su carrera en Dios, fuente original y meta final.

LARRAÑAGA
SALMOS PARA LA VIDA
Publicaciones Claretianas
Madrid-1986. Págs. 69-82