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HOMILÍAS MÁS PARA LA FIESTA DE TODOS LOS SANTOS
(29-40)

 

29. CLARETIANOS 2002

Por mucho que la publicidad se empeñe, por muchas fiestas que se organicen, por muchas películas hollywoodienses que veamos, hoy no estamos celebrando la fiesta profana de Halloween, sino la fiesta cristiana de Todos los Santos. Me llama la atención que en nuestras sociedades secularizadas rebroten una y otra vez costumbres paganas, que parecen estar agazapadas en nuestro inconsciente colectivo y que pugnan por salir a la luz cuando no hay ninguna otra alternativa de trascendencia.

La fiesta de hoy es un estallido de esperanza. Dibuja el retrato-robot del sueño de Dios sobre la humanidad, nos pone ante los ojos el final de millones de seres humanos que están experimentando en plenitud lo que nosotros experimentamos parcialmente. El cardenal Newman decía que "la gracia es la gloria en el destierro" y que "la gloria es la gracia en casa" ("Grace is glory in exile; glory is grace at home"). En medio de tantos sufrimiento como experimentamos necesitamos reforzar la esperanza, saber -como canta uno de nuestros hermanos- que Nada nos separará del amor de Dios.

En las últimas semanas me estoy encontrando con mucha gente que sufre: algunos casos de cáncer terminal, depresiones, rupturas matrimoniales, malos tratos ... Son las versiones actuales de las situaciones de las que habla Jesús en el evangelio: los pobres, los que lloran, etc. Cuando falla la quimioterapia, cuando el psicólogo se limita a cobrar 30 euros semanales durante dos años, pero la depresión sigue, cuando ningún consejo salva el abismo entre los cónyuges, ¿podremos creer todavía en la palabra de Jesús: "Estad alegres y contentos"? ¿Podremos creer que tenemos una vocación de cielo o será más realista abandonarnos a la resignación?

Uno de mis hermanos de comunidad termina siempre sus homilías aludiendo a nuestro destino celeste. Con una pizca de ironía, yo suelo decirle que ha puesto de moda el "salto escatológico". Trate el tema que trate, al final, siempre acabamos en el cielo. El viejo músical "Godspell" decía algo parecido en aquella canción titulada "Todo acaba bien". La primera carta de Juan nos lo dice de otra manera: "Veremos a Dios tal cual es". Aunque no seamos conscientes, la insatisfacción que nos acompaña es una nostalgia de Dios. Probamos muchas cosas, pero no podemos evitar el regusto del vacío. La fiesta de hoy, al conmemorar a todos los seres humanos que ya disfrutan de Dios, nos transmite un mensaje inequívoco: estamos hechos para Dios y "nuestro corazón seguirá siempre inquieto, nervioso, desorientado, hasta que no descanse en Dios". La liturgia nos ofrece este himno:

Desde el cielo, nos llega cercana
su presencia y su luz guiadora:
nos invitan, nos llaman ahora,
compañeros seremos mañana.

¿No os parece que sin esta esperanza no hay manera de iluminar el día a día, de valorar cada detalle, de adelantar un poco el cielo en esta tierra?

Gonzalo (gonzalo@claret.org)


30. COMENTARIO 1

LA ÚNICA BIENAVENTURANZA

Si se hubiese perdido el texto de las bienaventuranzas, a excepción del de la primera, creo que no tendríamos que la­mentar una pérdida demasiado importante. Porque, en mi opinión, todas las bienaventuranzas se reducen a una, que es la causa o consecuencia de las restantes: «Dichosos los que eligen ser pobres, porque éstos tienen a Dios por rey» (Mt 5,lss). Esta es la traducción-interpretación del texto griego, traducido habitualmente por 'Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos'. La expresión 'pobres de espíritu', por lo demás, suena en castellano a 'persona apo­cada', 'poco generosa'.

Si hay algo claramente expresado en el evangelio es esto: dentro de este mundo, los hombres hacen la opción por uno de entre dos señores, Dios o el dinero, y lo que cada uno de éstos representa.

Pues bien, cuando Jesús sube a la montaña para proclamar el núcleo fundamental de la 'buena noticia', el modo de com­portarse de los que son ya ciudadanos del reino de Dios, la primera frase que pronuncia es ésta: «Dichosos los que eligen ser pobres... » Dichosos los que no optan por la riqueza.

Esta bienaventuranza es la primera condición para ser cristiano y la manifestación más clara de que ya se es. Dichosos los que no ponen su corazón en el dinero, en las cuentas co­rrientes, en los bienes materiales, en señores que dan honor poder y fama a quienes los tienen.

«Dichosos los que eligen ser pobres», esto es, quienes han renunciado a cifrar sus esperanzas de vida y felicidad en tener y acumular, en acaparar y concentrar en sus manos los bienes de la tierra, que deben ser repartidos por igual entre muchos dada la igualdad de derechos de los seres humanos.

«Dichosos los que eligen ser pobres», porque han preferido el camino del ser al del tener, el de la libertad más absoluta, el de la independencia más exigente, el de la fe en Dios más radical.

«Dichosos los que eligen ser pobres», porque han detecta­do que el núcleo del mensaje de Jesús es: o Dios o el capital, o Dios o el dinero, y que no hay otros señores que manden en nuestro mundo, un mundo que adora más al dinero que a Dios, más el tener que el ser, aunque esto se convierta en opresión y miseria y pobreza y sumisión de unos para con otros

«Dichosos los que eligen ser pobres, porque ésos tienen a Dios por rey.» Y quien tiene a Dios por rey no tiene nada que temer, pues el reinado de Dios pone fin a la pobreza como bien explica Mateo en el capítulo 6,25-34: «Dejaos de amon­tonar riquezas en la tierra, donde la polilla y la carcoma las echan a perder, donde los ladrones abren boquetes y roban... Conque no andéis preocupados pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Son los paganos quienes ponen su afán en esas cosas. Ya sabe vuestro Padre del cielo que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero que reine su justicia, y todo eso se os dará por añadidura» (Mt 5, 19.31-33).

Las demás bienaventuranzas son consecuencia o manifes­tación de la primera. Pues quien elige este camino de pobreza, de libertad, de independencia, chocará con los partidarios de ese otro señor de este mundo: 'Poderoso caballero es don di­nero'. Y como consecuencia, sufrirá, y será sometido por los poderosos, suspirando por la justicia (segunda, tercera y cuarta bienaventuranzas); quienes son pobres por voluntad propia eligen el camino de la solidaridad, prestando ayuda (quinta bienaventuranza), son limpios de corazón y nítidos en su com­portamiento con los demás (sexta bienaventuranza) y, sin duda, trabajan por la paz, fruto de la implantación de la justicia y la solidaridad entre los hombres (séptima bienaventuranza). Por permanecer fieles a este estilo de vida, basado en la con­fianza en Dios, serán perseguidos (octava bienaventuranza).

A quienes tienen las bienaventuranzas por ideario de vida se les promete a cambio un mundo nuevo donde Dios reine y con él ese estilo de vida que hace feliz en profundidad al ser humano. Pero para ello no tendrán que esperar al más allá, pues ya desde ahora todos los que han elegido ser pobres vi­virán unidos ese estilo de vida donde se hará presente el mundo por venir basado en el amor y la solidaridad mutua.


31. COMENTARIO 2

EL MILAGRO DE SER SANTO

Para declarar a alguien «santo», la curia vaticana instruye un proceso en el que se exige que el «candidato» demuestre su santidad haciendo algunos milagros; esta exigencia tiende a evi­tar que cualquiera pueda ser propuesto como ejemplo de vida cristiana (eso es precisamente la canonización) sin que estén totalmente probadas sus «virtudes». Dando por supuesta la bue­na intención, el que ésta sea una de las condiciones, si no la más importante, sí de las más llamativas, ¿no podrá provocar el despiste de los cristianos haciéndoles pensar que es santo el que es capar de hacer milagros.


UNA NUEVA ALIANZA

Al ver Jesús las multitudes, subió al monte, se sentó y se le acercaron sus discípulos.

Los israelitas gozaron de una experiencia inolvidable en el monte Sinaí: el Señor que los había liberado de la esclavitud y que se había comprometido a llevarlos hasta una tierra en la que pudieran vivir como hombres libres les propuso una alianza: Dios se comprometía a estar siempre presente en aquel pueblo; Israel, por su parte, debería vivir según la vo­luntad liberadora del Dios que los había salvado: «Moisés subió hacia el monte de Dios y el Señor lo llamó desde el monte y le dijo: Habla así... a los hijos de Israel: Vosotros habéis visto lo que hice a los egipcios, cómo os llevé en alas de águila y os traje hacia mí; por tanto, si queréis obedecerme y guardar mi alianza, entre todos los pueblos seréis mi propie­dad» (Ex 19,3-5; Dt 29,12); Moisés les transmitió esta pro­puesta y el pueblo respondió unánimemente: «Haremos cuan­to dice el Señor» (Ex 19,8). Dios expuso a continuación a Moisés sus mandamientos (Ex 20,1-21), cuyo cumplimiento debería garantizar que la liberación obtenida por Dios no quedaría desvirtuada en las relaciones internas del pueblo. Esta alianza, malograda después por la infidelidad del pueblo, era provisional, y ahora Jesús va a promulgar la definitiva.

A un monte, como antes hizo Moisés para hablar con Dios, sube Jesús, en quien Dios está ya presente -es Dios con nosotros (Mt 1,23)-, y con él se acercan sus discípulos, los que se han empezado a poner de su parte; ante ellos, él directamente va a proclamar las condiciones de la nueva y definitiva alianza.

SERÉIS DICHOSOS

El tomó la palabra y se puso a enseñarles así: Dichosos los que eligen ser pobres, porque éstos tienen a Dios por rey...

La presencia de Dios en Israel hacía de éste un pueblo sagrado, un pueblo santo: «seréis un pueblo sagrado, regido por sacerdotes» (Ex 19,6; véase también Dt 7,6; 14,2; 26,19; 28,9). Ahora Dios se ofrece para ser él mismo el Rey, y la consecuencia de su reinado será hacer una humanidad feliz de los que aceptan la nueva alianza y sus exigencias, porque las exigencias de este nuevo pacto no son mandamientos, sino las condiciones necesarias para construir un mundo más hu­mano y, por eso, más de acuerdo con la voluntad de Dios; son una repetida invitación a la felicidad, sin amenazas ni maldiciones (véase Dt 27-28), para aquellos que decidan per­sonal y libremente asumir el compromiso de construir el mun­do que Dios quiere.

La primera y principal condición para que se pueda con­siderar que Dios es rey de alguien es que éste no sea servidor del más obstinado competidor del Señor: «Nadie puede estar al servicio de dos señores, porque aborrecerá a uno y querrá al otro, o bien se apegará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24). Así explica el mismo evangelista la primera bienaventuranza: el dominio de los corazones de los hombres se lo disputan dos señores, Dios y el dinero; los ricos son los que viven sirviendo a este último, y muchos pobres aspiran a darle culto cuanto antes. Las con­secuencias se ven con sólo mirar al mundo que tenemos: hambre, miseria, injusticia, violencia, guerras. Antes y ahora, ¿no es el dinero la causa de tanto sufrimiento? ¿No nace tanta desgracia de la ambición insaciable de poseerlo y del hecho de subordinar todos los valores, incluidos la dignidad y la vida humana, a la posesión de la riqueza? Dios no quiere la pobreza; pero no la quiere para nadie. Y puesto que la causa de la pobreza de la mayoría es la riqueza de unos pocos (véanse, por ejemplo: Job 24,2-4; Is 3,14-15; 5,8; Ez 22,29-30; Am 5,12; 8,4; Prov 30,14; 31,9; Sal 10,2.4.7-10; 12,4-6; 35,10), Dios propone a los hombres que, por decisión propia (eso significa pobres de espíritu) abandonen al dios dinero y se vuelvan a El; que elijan ser pobres, que renuncien a ser ricos.

Cuando esto suceda, cuando grupos de mujeres y hombres vayan dejando que Dios sea rey, el mundo empezará a cam­biar, y los que hasta entonces fueron desdichados empezarán a ser dichosos, la tierra será patrimonio de todos, incluso los que han estado sometidos a la opresión y a la esclavitud, que tienen hambre y sed de un mundo más justo, encontrarán hartura, habrá sinceridad entre los hombres y muchos traba­jarán por conquistar la paz acompañados por el Dios que ha decidido hacerlos hijos suyos y que hará sentir con fuerza su presencia, ayudándoles a soportar las persecuciones que sufri­rán si mantienen con fidelidad el compromiso de romper con el dios-dinero.


32. COMENTARIO 3

vv. 1-2: Al ver Jesús las multitudes subió al monte, se sentó y se le acercaron sus discípulos. Él tomó la palabra y se puso a enseñarles así:

Cada una de las bienaventuranzas está constituida por dos miembros: el primero enuncia una opción, estado o actividad; el segundo, una promesa. Cada una va precedida de la promesa de felicidad («dichosos»). El código de la nueva alianza no impone pre­ceptos imperativos; se enuncia como promesa e invitación.

De las ocho bienaventuranzas hay que destacar la primera y la última, que tienen idéntico el segundo miembro y la promesa en presente: «porque ésos tienen a Dios por rey». Cada una de las otras seis tiene un segundo miembro diferente y la promesa vale para el futuro próximo («van a recibir, van a heredar, etc.»). De estas seis, las tres primeras (vv. 4.5.6) mencionan en el primer miembro un estado doloroso para el hombre, del que se promete la liberación. La cuarta, quinta y sexta (vv. 7.8.9), en cambio, enuncian una actividad, estado o disposición del hombre favorable y beneficiosa para su prójimo, que lleva también su correspondien­te promesa del futuro.

v. 3: Dichosos los que eligen ser pobres,
porque ésos tienen a Dios por rey.


«Los que eligen ser pobres » El texto griego se presta a dos interpretaciones: 1) pobres en cuanto al espíritu y 2) pobres por el espíritu. La primera, a su vez puede tener un sentido peyorativo («los de pocas cualidades») o bien el de «los interiormente despegados del dinero», aunque lo posean en abundancia. Este último sentido está excluido por el significado del termino «pobres» ('anawim/'aniyim), por la explicación dada por Jesús mismo en la sección 6,19-24 y por la condición puesta al joven rico para seguir a Jesús y así entrar en el reino de Dios (19, 21-24).

En la tradición judía, los términos 'anawim/'aniyim designaban a los pobres sociológicos, que ponían su esperanza en Dios por no encontrar apoyo ni justicia en la sociedad. Jesús recoge este sen­tido e invita a elegir la condición de pobre (opción contra el dinero y el rango social), poniéndose en manos de Dios

El término «espíritu», en la concepción semítica, connota siempre fuerza y actividad vital. En este texto donde va articulado y sin referencia a una mención anterior, denota el «espíritu del hombre» (artículo posesivo). En la antropología del AT, el hombre posee «espíritu» y «corazón» Ambos términos designan su interiori­dad; el primero, en cuanto dinámica, su actividad en acto; el segundo, en cuanto estática, los estados interiores o disposiciones habituales que orientan su actividad (cf. 5,8). La interioridad del hombre pasa a la actividad en cuanto inteligencia, decisión o sentimiento. Dado que lo que Jesús propone es una opción por la pobreza, el acto que la realiza es la decisión de la voluntad. El sentido de la bienaventuranza es, por tanto, «los pobres por decisión», oponiéndose a «los pobres por necesidad». Es la interpretación que Jesús mismo propone en 6,24, la opción entre dos señores, Dios y el dinero. Transponiendo el nombre verbal «decisión» a forma conjugada, se tiene «los que deciden» o «eligen ser pobres».

Como se ve, además del sentido bíblico del término «pobres» y de los textos paralelos de Mt citados más arriba (6,19-24; 19,21-24), el significado de «espíritu» (acto) en la antropología semítica, con­trapuesto al de «corazón» (disposición/estado), basta para excluir la interpretación «pobres en cuanto al espíritu».

«Tienen a Dios por rey». El griego basileia no significa aquí «reino», sino «reinado» (cf. 3,2). «Suyo es el reinado de Dios» quiere decir que este reinado se ejerce sobre ellos, que sólo sobre ellos (ésos) actúa Dios como rey. La traducción requiere una fórmula que exprese el sentido activo de basileia.

Los efectos negativos de la opción por la pobreza (necesidad, dependencia) quedan neutralizados por la declaración de Jesús: «Dichosos». Cuando Dios reina sobre los hombres, se produce la felicidad. Esto significa que esos pobres no van a carecer de lo necesario ni van a tener que someterse a otros para obtener el sustento. La pobreza a la que Jesús invita significa una renuncia a acumular y retener bienes, a considerar algo como exclusivamente propio; estos pobres estarán siempre dispuestos a compartir lo que tengan. Así lo explica Jesús en los episodios de los panes (14, 13-23; 15,32-39).

Esta es la buena noticia a los pobres, el fin de su miseria, anun­ciado por Is 61,1 (cf. Mt 11,5).

La opción inicial que propone Jesús realiza lo prescrito por el primer mandamiento de Moisés. «No tendrás otros dioses frente a mí» (Dt 5,7). La idolatría que amenazaba a Israel en sus prime­ros tiempos se concreta en la posesión de la riqueza (cf. Mt 6,24). Por eso, el enunciado de esta bienaventuranza, como el de las que siguen, es exclusivo: porque «ésos», y no otros, «tienen a Dios por rey». Solamente los que han roto con el ídolo del dinero entran en el reino de Dios. La opción por la pobreza es la puerta de en­trada en el reino y la que incorpora a la nueva alianza.

En relación con la proclamación de Jesús: «Enmendaos, que está cerca el reinado de Dios», la opción propuesta por la primera bienaventuranza lleva a su perfección la metanoia o enmienda, pues quien elige ser pobre renunciando a acaparar riquezas, y con ello al rango y al dominio, excluye de su vida toda posibilidad de in­justicia.

v. 4: Dichosos los que sufren,
porque ésos van a recibir el consuelo.

Comienzan las tres bienaventuranzas que mencionan una si­tuación negativa del hombre y la correspondiente promesa de libe­ración. «Los que sufren»: el verbo griego denota un dolor profun­do que no puede menos de manifestarse al exterior. No se trata de un dolor cualquiera; el texto está inspirado en Is 61,1, donde los que sufren forman parte de la enumeración que incluye a los cau­tivos y prisioneros. En el texto profético se trata de la opresión de Israel, y el Señor promete su consuelo para sacar a su pueblo de la aflicción, del luto y del abatimiento.

«Los que sufren» son, por tanto, víctimas de una opresión tan dura que no pueden contener su dolor. Como en Is 61,1, el consue­lo significa el fin de la opresión.

v. 5: Dichosos los sometidos,
porque ésos van a heredar la tierra.

El texto de esta bienaventuranza reproduce casi literalmente Sal 37,11. En el salmo, los praeis son los 'anawim o pobres que por la codicia de los malvados han perdido su independencia económica (tierra, terreno) y su libertad y tienen que vivir sometidos a los poderosos que los han despojado. Su situación es tal que no pueden siquiera expresar su protesta. A éstos Jesús promete no ya la posesión de un terreno como patrimonio familiar, sino la de «la tierra» a todos en común (cf. Dt 4). La universalidad de esa «tierra» indica la restitución de la libertad y la independencia con una plenitud no conocida antes.

v. 6: Dichosos los que tienen hambre y sed de esa justicia, porque ésos van a ser saciados.

Las dos bienaventuranzas anteriores se condensan en ésta. «Los que tienen hambre y sed de la justicia (= de esa justicia).» El hambre y la sed indican el anhelo vehemente de algo indispensable para la vida. La justicia es al hombre tan necesaria como la comida y la bebida; sin ella se encuentra en un estado de muerte. La justi­cia a que se refiere la bienaventuranza es la expresada antes: verse libres de la opresión, gozar de independencia y libertad. Jesús pro­mete que ese anhelo va a ser saciado, es decir, que en la sociedad humana según el proyecto divino, «el reino de Dios», no quedará rastro de injusticia.

v. 7: Dichosos los que prestan ayuda,
porque ésos van a recibir ayuda.

Comienzan las bienaventuranzas que mencionan una actividad o estado positivos. «Los que prestan ayuda»: no se trata de misericordia como sentimiento sino como obra ( = obras de misericordia); es decir, de prestar ayuda al que lo necesita en cualquier terreno, en primer lugar en lo corporal (cf 25, 35s). Dios derramará su ayuda sobre los que se portan así.

v. 8: Dichosos los limpios de corazón,
porque ésos van a ver a Dios.

La expresión «los limpios de corazón» está tomada de Sal 24,4, donde «el limpio de corazón» se encuentra en paralelo con «el de manos inocentes». «Limpio de corazón» es el que no abriga malas intenciones contra su prójimo; «las manos inocentes» indican la conducta irreprochable. En el salmo se explican ambas frases por «el que no se apega a un ídolo ni jura en falso a su prójimo» (LXX). En la primera bienaventuranza, Jesús ha identifi­cado al ídolo con la riqueza (5,3; cf. 6,24); es el hombre codicioso el que tiene una conducta malvada. Lo que sale del corazón y mancha al hombre se describe en Mt 16,19: los malos designios, que desembocan en las malas acciones. La limpieza de corazón, disposición permanente, se traduce en transparencia y sinceridad de conducta y crea una sociedad donde reina la confianza mutua.

A «los limpios de corazón» les promete Jesús que «verán a Dios», es decir, que tendrán una profunda y constante experiencia de Dios en su vida. Esta bienaventuranza contrasta con el concepto de pureza según la Ley; la pureza o limpieza ante Dios no se con­sigue con ritos ni observancias, sino con la buena disposición hacia los demás y la sinceridad de conducta. La conciencia de la propia impureza retraía de la presencia divina (cf. Is 6,5) y el co­razón puro era una aspiración del hombre (Sal 51,12). Para Jesús, el corazón puro no es sólo una posibilidad, sino la realidad que corresponde a los suyos. En el AT, el lugar de la presencia de Dios era el templo (Sal 24,3; 42,3.5; 43,3); su función ha cesado de exis­tir: Dios se manifiesta directa y personalmente al hombre.

v. 9: Dichosos los que trabajan por la paz,
porque a ésos los va a llamar Dios hijos suyos.

«La paz» tiene el sentido semítico de la prosperidad, tran­quilidad, derecho y justicia; significa, en suma, la felicidad del hombre individual y socialmente considerado. Esta bienaventuran­za condensa las dos anteriores: en una sociedad donde todos están dispuestos a prestar ayuda y donde nadie abriga malas intenciones contra los demás, se realiza plenamente la justicia y se alcanza la felicidad del hombre. A los que trabajan por esta felicidad promete Jesús que «Dios los llamará hijos suyos»; es decir, esta acti­vidad hace al hombre semejante a Dios por ser la misma que él ejerce con los hombres. Como cima de las promesas se enuncia la relación filial de los individuos con Dios, que incluye recibir la ayuda que él presta y tener la experiencia de Dios en la propia vida. El reinado de Dios es el de un Padre que comunica vida y ama al hijo. Cesa, pues, la relación con Dios como Soberano propia de la antigua alianza, sustituida por la relación de confianza, intimidad y colaboración del Padre con los hijos.

v. 10: Dichosos los que viven perseguidos por su fidelidad, porque ésos tienen a Dios por rey.

La última bienaventuranza, que completa la primera, expo­ne la situación en que viven los que han hecho la opción contra el dinero. La sociedad basada en la ambición de poder, gloria y ri­queza (4,9) no puede tolerar la existencia y actividad de grupos cuyo modo de vivir niega las bases de su sistema. Consecuencia inevitable de la opción por el reinado de Dios es la persecución. Esta, sin embargo, no representa un fracaso, sino un éxito («Dichosos») y, aunque en medio de la dificultad, es fuente de alegría, pues el reinado de Dios se ejerce eficazmente sobre esos hombres.

El hecho de que en la primera y última bienaventuranzas la promesa se encuentre en presente: «porque ésos tienen a Dios por rey», y las demás en futuro: «van a ser consolados», etc., indica que las promesas de futuro son efecto de la opción por la pobreza y de la fidelidad a ella. Se distinguen, pues, dos planos: el del grupo que se adhiere a Jesús y da el paso cumpliendo la opción propuesta por él, y el efecto de esto en la humanidad. En otras palabras, la existencia del grupo que opta radicalmente contra los valores de la sociedad provoca una liberación progresiva de los oprimidos (vv. 4-6) y va creando una sociedad nueva (vv. 7-9). La obra liberadora de Dios y de Jesús con la humanidad está vincu­lada a la existencia del grupo humano que renuncia a la idolatría del dinero y crea el ámbito para el reinado de Dios.

Aunque Jesús dirige su enseñanza a sus discípulos (5,2), las bienaventuranzas se encuentran en tercera persona, son invitacio­nes abiertas a todo hombre. La multitud que ha quedado al pie del monte, pero que escucha sus palabras (7, 28) puede considerarse invitada a aceptar el programa de Jesús. La nueva alianza no está destinada solamente a Israel, sino a la humanidad entera. Según la concepción de Mt, el Israel mesiánico comprende a todos los pueblos, que pasan a ser hijos de Abrahán (3, 9) Por eso la genealogía del Mesías no comenzaba con Adán, sino con Abrahán (1,2), pues con él se inició la formación de la humanidad según el proyecto de Dios: la integración de la humanidad en el pueblo del Mesías (1,21), el descendiente de Abrahán, será el cumplimiento de la promesa.

En las bienaventuranzas promulga Jesús el estatuto del Israel mesiánico y constituye el nuevo pueblo representado en este pasaje por los discípulos que suben al monte con él. De ahí que Mt, al contrario de Mc (3,13-19), no narre la constitución de los Doce, sino solamente su misión (10,1ss). El número Doce es el del Israel mesiá­nico, fundado con las bienaventuranzas o código de la alianza. «Los doce discípulos» (10,2) representan a todos los seguidores de Jesús, sea cual fuera su número.

vv. 11-12: Dichosos vosotros cuando os insulten, os persigan y os calumnien de cualquier modo por causa mía. Estad alegres y contentos, que grande es la recompensa que Dios os da; porque lo mismo persiguieron a los profetas que os han precedido.

Desarrolla Jesús para sus discípulos la última bienaven­turanza, la más paradójica de todas. La persecución mencionada en 5,10 se explicita en insulto, persecución y calumnia por causa de Jesús. La sociedad ejerce sobre la comunidad una presión que tiene diversas manifestaciones más o menos cruentas. Busca desacreditar al grupo cristiano, presentar de él una imagen adversa, y puede llegar a la persecución abierta. El motivo de esa hostilidad no puede ser otro que la fidelidad a Jesús y a su programa. La reacción de los discípulos ante la persecución ha de ser de alegría. Tendrán una gran recompensa.

La locución del original («en los cielos») designa a Dios como agente (« desde los cielos»); él actúa como rey de los que viven perseguidos; ésa es su recompensa. Los discípulos toman en la historia el puesto de los profetas de antaño, pero, según este pa­saje, la acción profética es la vida misma según el programa propuesto por Jesús. La persecución no es, por tanto, motivo de depresión o desánimo; todo lo contrario, ella demuestra que la vida de los discípulos causa impacto en la sociedad ambiente, y éste es su éxito. Relacionando estas palabras de Jesús con el conjunto de las bienaventuranzas, puede afirmarse que la vida de la comunidad va produciendo la liberación prometida en los sectores oprimidos de la sociedad y a eso se debe la persecución de que es objeto.


33. COMENTARIO 4

El texto de las Bienaventuranzas nos ofrece la identidad de la Iglesia como la Comunidad del Reino de Dios. Es un llamado a la esperanza y a la acción. El sujeto principal en esta comunidad son los pobres. Son pobres reales, pero pobres portadores del Espíritu de Dios, pobres con Espíritu. Ellos son felices, porque es sus manos está ahora (verbo en presente) la construcción del Reino. Una definición sinónima de estos pobres con Espíritu, la tenemos en la última bienaventuranza: "felices los perseguidos por la justicia, porque en sus manos está ahora la construcción del Reino" (el. v. 3 y 10 son paralelos). La justicia es aquí la justicia de Dios, por la cual Dios es justo, y hace justicia liberando a los pobres de su pobreza y liberando a los ricos del dinero injusto.

La Iglesia en la tierra está compuesta por los que han sido marcados por el sello de Dios (Ap 7, 1-8). Son 144 mil: 12 mil por cada una de las 12 tribus. Es una representación simbólica del nuevo Pueblo de Dios. Pueden ser contados e identificados, justamente porque están marcados por Dios. En Ap 14, 1-5 aparece otra vez esta misma comunidad, ahora como alternativa a la comunidad de la bestia. Unos llevan la marca del nombre Cordero, otros la marca de la bestia. Los marcados con el sello de Dios están de pie sobre la tierra y oyen un cántico que viene del cielo; son los que siguen al Cordero donde quiera que vaya y los que no se mancharon con la idolatría del Imperio. Esta es la Iglesia sobre la tierra.

La Iglesia en el cielo (7, 9-17) es una muchedumbre incontable. Ya están junto a Dios, por eso no necesitan estar identificados con el sello o marca de Dios, son in-contables. Llama la atención el universalismo de esta Iglesia en el cielo. Está compuesta por personas de toda nación, raza, pueblo y lengua. En el cielo no habrá discriminación alguna. Los santos en esta Iglesia celeste cantan con fuerte voz: "La salvación es de nuestro Dios y del Cordero". En el v. 14 son identificados los miembros de esta comunidad: "son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero". La gran tribulación puede referirse a una persecución concreta, como la acaecida bajo Nerón. Pero posiblemente se refiere a toda la vida cristiana que han vivido los santos en la tierra, resistiendo a la bestia y al falso profeta (cap. 13). La sangre del Cordero es la sangre de su muerte como mártir en la cruz, pero también hace referencia a la Eucaristía, donde participamos del cuerpo y de la sangre de Cristo resucitado.

Es muy importante descubrir esta comunión entre la Iglesia triunfante en el cielo y la Iglesia militante en la tierra. Somos una comunidad, con un mismo Espíritu, una misma historia y una misma utopía.

COMENTARIOS

1. Jesús Peláez, La otra lectura de los evangelios II, Ciclo C, Ediciones El Almendro, Córdoba

2. R. J. García Avilés, Llamados a ser libres, "Para que seáis hijos". Ciclo C. Ediciones El Almendro, Córdoba 1991

3. J. Mateos, Nuevo Testamento (Notas al evangelio de Juan). Ediciones Cristiandad Madrid.

4. Diario Bíblico. Cicla (Confederación internacional Claretiana de Latinoamérica).


34. 2002

 Las lecturas de la festividad de Todos los Santos sirven para definir las características exigidas a toda la sociedad que quiera colocar su fundamento en la conducción de Dios y del amor, y que desee presentarse como alternativa a las sociedades que se fundamentan sobre el egoísmo humano.

La situación presente se describe en los textos como "gran persecución"(Ap.7,14), propia de un mundo que "no ha reconocido a Dios" (1 Jn 3,1) y en la que son visibles las carencias (Mt 5,3-6) y persecuciones del discípulo (Mt 5,10-11).

Desde este trasfondo, los textos delinean las características de una nueva sociedad capaz de ofrecer una respuesta que pueda responder a los anhelos más profundos de la familia humana y una forma de asegurar una existencia digna para todos los seres humanos y, de esta manera, la realización del designio divino.

Por ello en todos los textos se insiste en el modo de realizar la vida según ese designio. Se trata de definir un "espacio", "un ámbito" en que se pueda realizar una vida en comunión con Dios. Por ello se presentan las características de los que "no sólo se llaman sino que son hijos de Dios" (1 Jn 3,1), la creación de un ámbito de un culto auténtico al que puede integrarse toda persona que tenga "manos inocentes y puro corazón"(Sal 23,4) y de los que pueden estar "de pie ante el trono y ante el Cordero (Ap 7,9b).

En vistas a constituir esta nueva sociedad, Jesús proclama las bienaventuranzas, único medio de poder alcanzar una relación auténtica entre los seres humanos. La propuesta está presentada exclusivamente de forma positiva, a diferencia de Lc 6,20-26 donde las bienaventuranzas son continuadas por ayes de condenación (malaventuranzas).

Sin embargo, las exigencias no son menores que las que presenta este último texto. La necesidad de su obediencia alcanza a todo ser humano. Pues, si bien Jesús habla de forma directa a los discípulos, se dirige también a la multitud, cuya presencia se señala en el texto: "Al ver Jesús el gentío" (Mt 5,1). Y el alcance universal del mandato se revela también en las palabras condenatorias del capítulo 23 que se presenta como contrapartida de las bienaventuranzas y que alcanzan a los fariseos, que a lo largo de la actuación de Jesús han rechazado la propuesta.

La obligatoriedad de la Ley se refleja también en las indicaciones referidas al lugar de la enseñanza y a la posición que adopta Jesús. La montaña evoca el Sinaí, donde Dios proclamó la legislación israelita, y el "sentarse" es otro símbolo de la "autoridad" del legislador, varias veces mencionada en el bloque de los capítulos 5-9, de los que las bienaventuranzas son el inicio.

Frente a las sociedades de marginación, económica y política, creadas por el egoísmo humano, la nueva legislación privilegia a los que sufren dicha marginación: los pobres (v. 3) y los perseguidos (v. 9). En los pobres y en los perseguidos se revela el señorío de Dios y se hacen realidad las promesas sobre el Reino de Dios. Ellos son quienes han reconocido ese señorío en su vida y, por consiguiente, pueden experimentar el significado de la verdadera felicidad ya en el presente: "ellos tienen a Dios por Rey" (v. 3 y 9).

Se trata de categorías que han hecho una opción clara, opción que los ha puesto al margen de la sociedad de acumulación y de la sociedad de injusticia. En el fondo, su actitud consiste en una opción decidida por el proyecto de Jesús, como se transparenta en el v.11, que concreta la felicidad de quien es perseguido por la justicia, a los discípulos "perseguidos" por Jesús (v. 11).

Esta opción tiene consecuencias negativas en el presente. Sobre los que se deciden por este tipo de vida se desencadena el "sufrimiento" (v. 4), la impotencia propia de los "sometidos" (v. 5), "el hambre y la sed"(v. 6) reflejo de la ausencia de la justicia. Pero en esas carencias, Dios está actuando para el cambio de la situación, y a ellos corresponderá "el consuelo", el "heredar la tierra" y el "ser satisfechos" (ibíd.), frutos de la acción divina.

Por otra parte, se promete la plenificación de una vida realizada en "misericordia", "limpieza de corazón" y "trabajo por la paz"(vv. 7-9). Dicha vida se sitúa en un ámbito que asegura la comunión con Dios, y, de esa forma, tales sujetos "alcanzarán misericordia", gozarán de "visión" divina y pertenecerán a la misma familia de Dios. "A ésos Dios los va a llamar hijos suyos"(vv. 7-9).

A partir de los marginados económicos y políticos se da la posibilidad de la estructuración presente de la sociedad futura del Reino. En continuidad con los "profetas" que anuncian un mundo nuevo, la comunidad de discípulos puede, con sus opciones, realizar su inauguración.

El v. 12 retoma la confrontación con las sociedades del presente edificadas en torno a la recompensa monetaria y a la aceptación del orden establecido por los gobernantes de turno. Y frente a ellas se promete una "recompensa en el cielo" y el compartir la suerte de los profetas "perseguidos antes de ustedes".

También la sociedad opulenta del presente coloca en la acumulación el modo de obtener la realización humana y recurre a la fuerza para mantener la situación de injusticia por medio de medidas represoras más o menos evidentes. En medio de ellas, la comunidad cristiana está llamada a ser signo de otros valores, los únicos que pueden satisfacer los anhelos más profundos del ser humano. La comunión con los pobres y los perseguidos surge del mismo seguimiento de Jesús y en ella se juega la fidelidad al proyecto divino.

Para la aplicación más parenética de este precedente comentario exegético, recomendamos como la mejor referencia el capítulo V de la Constitución Dogmática de la Iglesia "Lumen Gentum", del Vaticano II, con su "Universal llamado a la santidad".

Recomendamos también el artículo de P. Delooz, "La canonización de los santos y su significación social" en "Concilium" 149(1979)340-352, accesible también en la Biblioteca Católica Digital.


35. SABADO 1 de NOVIEMBRE DE 2003

Ap 7, 2-4. 9-14: Apareció una muchedumbre inmensa
Salmo responsorial: 23, 1-6
1 Jn 3, 1-6: Veremos a Dios tal cual es
Mt 5, 1-12: Vuestra recompensa será grande

Comenzamos el mes de noviembre con la solemnidad de Todos los Santos. El corazón se nos escapa a los millones de hombres y de mujeres que, a lo largo de la historia, han sido agraciados por Dios y han aceptado su don. Paul Tillich decía que un santo es un pecador de quien Dios ha tenido misericordia. Estamos celebrando, pues, la vida de seres humanos curados por la misericordia de Dios. No es un día reservado para los héroes o para una élite que no tiene nada que ver con nuestras preocupaciones y alegrías. ¡Es la fiesta de nuestros hermanos y hermanas que ya han llegado a la casa del Padre! Es hermoso recordar en este día que la mayor parte de nuestros nombres tienen su origen en algún santo: José, Antonio, Francisco, Catalina, Teresa, Isabel, Javier... La fiesta, pues, está caracterizada por la alegría y el agradecimiento.

La primera lectura nos sumerge en el complejo y fascinante mundo del Apocalipsis, libro que tendremos ocasión de presentar y de leer a partir del próximo día 20 de noviembre. El texto de hoy nos ofrece una visión grandiosa de la muchedumbre incontable que está de pie ante el trono de Dios y del Cordero. No se trata de un mensaje moral sino de una llamada a la contemplación agradecida. Este inmenso mural pintado por el autor del Apocalipsis nos ofrece, mediante el recurso a los símbolos, las verdaderas claves para entender en qué consiste la santidad. Se trata , en primer lugar, no de un logro humano sino de una realidad que pertenece a Dios y a su Cristo (“La salvación es de nuestro Dios y del Cordero”). Esta realidad es ofrecida a todos los hombres sin excepción, cualquiera que sea su raza, sexo, lengua o nación (“una muchedumbre inmensa que nadie podía contar”). La participación en esa oferta de salvación se hace mediante la incorporación al misterio pascual de Cristo (“Estos han lavado sus mantos en la sangre del Cordero”). Ante este panorama sólo cabe un canto de estremecimiento y de acción de gracias. La eucaristía de hoy debería acentuarlo.

La segunda lectura nos revela nuestra verdadera identidad. Podremos ser inteligentes o necios, guapos o feos, altos o bajos. Nada de esto constituye nuestra realidad más radical. Lo que nos sostiene en la vida es que somos hijos de Dios y estamos llamados a la plena comunión con Él. Esta buena noticia revela aspectos de nuestro ser que ninguna ciencia es capaz de descubrir. Ser hijos de Dios significa que:

-No somos seres sin raíces, huérfanos, sin partida de nacimiento. Somos fruto de un amor personal que nos ha llamado a la existencia y que acompaña -como palabra engendradora y providente- nuestra construcción personal, lo suficientemente cerca como para sentirla nuestra y lo suficientemente lejos como para no vernos aniquilados. En nuestras venas corre sangre divina con los genes del Padre. En alguna parte de nuestro ser hay un “made in heaven” que delata nuestro origen.

-No somos juguetes manejados por fuerzas anónimas o víctimas de mecanismos inconscientes (genéticos o culturales). Estamos dotados de resortes personales para ser sujetos de nuestra propia realización.

-No somos seres sin destino, erráticos y vagabundos. Estamos llamados a regresar a la casa paterna de la que hemos salido. El punto de llegada, aunque buscado libremente, no depende de nuestro esfuerzo prometeico, de nuestros éxitos históricos: irrumpe como don.

-No somos seres sin camino. Disponemos de un mapa de viaje desplegado entre el cielo y la tierra. La cruz de Cristo es un faro que ilumina las intrincadas sendas de la existencia humana y del devenir del mundo.

Ser hijo, en definitiva, significa saberse querido “antes” de querer, saberse querido “al” querer y saberse querido “después” de querer. He aquí la oferta que la iglesia puede ofrecer al hombre de este final de milenio, aunque a primera vista desentone con las ofertas a las que éste se encuentra acostumbrado. Evidentemente, el evangelio anunciado de la filiación apenas resultará creíble cuando no venga corroborado por el evangelio vivido de la fraternidad. Y aun en este último caso, no producirá efectos sustitutorios (Dios no es un padre superprotector que nos preserva de todo riesgo), sino personalizadores (Dios es un amor que crea amantes).

El evangelio nos ofrece -como ya lo hizo el lunes de la semana décima del tiempo ordinario- el mensaje siempre estremecedor de las bienaventuranzas en la versión de Mateo. Usando diversas fuentes (en parte comunes a Lucas), Mateo organiza el primer gran discurso de Jesús de una serie de cinco. Dentro de él se sitúa la perícopa de hoy. Lo primero que llama la atención es el escenario (un monte), la postura de Jesús (sentado) y el auditorio (los discípulos y la gente). La mención de estos detalles -que nos recuerdan a Moisés en el Sinaí- nos permite entender que se trata de acentuar la importancia de las palabras de Jesús. El esquema literario es muy conocido en la tradición sapiencial judía. Mateo pone en labios de Jesús diversos caminos que conducen a la auténtica dicha. Leídas sólo desde esta clave, las bienaventuranzas aparecen como pautas para un comportamiento nuevo y extraño. Así las entendió Gandhi, por ejemplo. Según esto, el discípulo debe confiar totalmente en Dios (pobre de espíritu), debe compartir el sufrimiento de los otros (los que lloran), debe tener un trato suave con los demás (ser manso), etc. Sin embargo, en su sentido original, estos dichos de Jesús no constituyen normas morales, por muy sublimes que parezcan, sino estallidos de gozo por los efectos que produce la inminencia del reinado de Dios. En el paralelo de Lucas se advierte con más claridad esta perspectiva mesiánica. El acento no recae en que “tengamos que” ser pobres o tristes o hambrientos para ser felices. La verdadera buena nueva -y por lo tanto el motivo de la dicha- es que todos los que no tienen abogado defensor (los pobres, los humildes, etc.) están de enhorabuena porque Dios ha decidido ser para ellos un verdadero rey. La expresión “porque suyo es el reino de los cielos” -utilizada por Mateo en un par de ocasiones- es un eufemismo para expresar justamente esto: que Dios es rey de los pobres (es decir, su valedor).

***

El santo es un bienaventurado, un hombre o una mujer feliz. La santidad, antes que otra cosa, es una experiencia compartida de la felicidad de Dios. Donde hay experiencia de gracia (“cháris” en griego) hay siempre expresión de alegría (“chára”). Se nos acusa, a veces, a los cristianos de ir por la vida con un talante mesiánico. Queremos salvar a todos: a los pobres de su pobreza; a los pecadores de su pecado; a los no creyentes de su ateísmo. No hay esfuerzo creíble de salvación sin una experiencia gozosa de haber sido salvados. Los esfuerzos que no brotan de una sobreabundancia de felicidad suelen ser fruto del resentimiento o de la autosuficiencia. No pueden, pues, ser expresión de evangelio, de buena nueva. ¡Menos salvadores y más salvados! ¡Menos luchadores y más santos! Este parece ser el grito profético que resuena en un día como hoy.

Hablar de santos felices no es hablar de gente que no se ha manchado las manos, que ha vivido sin problemas. Nos estamos refiriendo a millones de mártires, vírgenes, confesores, profetas, padres y madres de familia ... que, en medio de debilidades y problemas, supieron aceptar la elección de Dios. En un precioso libro sobre la vida espiritual en un mundo secular, H. Nouwen confiesa que “la gran batalla espiritual empieza -y nunca termina- por afirmar nuestra condición de elegidos. Mucho antes de que ninguna persona nos hablara en este mundo, se dirigió a nosotros la voz del amor eterno. Nuestra condición de seres valiosísimos, únicos en nuestra individualidad, no se nos ha dado por aquellos a los que hemos encontrado en el reloj del tiempo -el de nuestra breve existencia cronológica- sino por el Uno que nos ha elegido con su amor terno, un amor que existió desde toda la eternidad y durará para siempre”. Este es el mensaje de la primera carta de Juan que hoy necesitamos poner en primer plano.

Hay unos famosos versos endecasílabos, ocho para ser exactos, que fueron muy citados durante décadas por los predicadores de ejercicios, sermones y retiros. Por su limpia estructura métrica y por su contenido grave, el impacto que solían producir en los oyentes era estremecedor. Constituían un escueto y vigoroso recordatorio de nuestro fin último. Los versos sonaban así: “¿Yo para qué nací? Para salvarme./ Que tengo que morir es infalible./ Dejar de ver a Dios y condenarme / triste cosa será, pero posible./ ¿Posible, y río y duermo y quiero holgarme? / ¿Posible, y tengo amor a lo visible? / ¿Qué hago, en qué me ocupo, en qué me encanto? / Loco debo de ser, pues no soy santo”. La santidad de la que habla el poema tiene que ver claramente con una huida de todo lo visible y profano. Quiere ser reflejo del Dios tres veces santo, justo y trascendente. En esa perspectiva, salvarse implica, en cierta medida, despreciar esta vida visible en la que nos ha tocado vivir y desear intensamente la futura invisible. Un poeta de nuestro tiempo, autor de los hermosos himnos castellanos que cantamos en la liturgia de las horas, ha hecho una profunda y sutil reelaboración de esta famosa octava real. El cambio de clave permite entender la santidad de otra manera. Ésta no puede pasar por alto la encarnación. Dios se nos ha revelado visiblemente en Jesús. Por eso lo visible se convierte en sacramento para un encuentro verdadero con Dios. Los nuevos versos, igualmente hermosos, fluyen así: “Porque sé que nací para salvarme / y tengo que morir -es infalible-,/ porque dejar de verte y condenarme / sólo con otro Dios será posible,/ por eso río, duermo, quiero holgarme,/ Señor, y tengo amor a lo visible./ Y sólo me pregunto en qué me encanto / cuando huyo de la vida por ser santo”.

Los santos que hoy conmemoramos no huyeron de la vida, sino que supieron descubrir en ella al Dios de la vida que no acaba. Por eso acercarse a ellos es contagiarse de ganas de vivir y de desvivirse. Los santos son nuestros mejores aliados para ir creando una “cultura de la vida” en las condiciones de muerte que, con frecuencia, tenemos que afrontar. “Ponga un santo en su vida y acabará siendo como él”.

SERVICIO BÍBLICO LATINOAMERICANO


36.

NEXO ENTRE LAS LECTURAS

¿En qué otra cosa puede estar centrada la liturgia de esta fiesta sino en la santidad? El evangelio sintetiza admirablemente los caminos de la santidad cristiana mediante las bienaventuranzas. En la primera lectura, tomada del Apocalipsis, se pone ante nuestros ojos el infinito número de los llamados a ser santos y a participar aquí y en la eternidad del don de la santidad. Finalmente, con la primera carta de san Juan, la asamblea cristiana es introducida en la misteriosa relación existente entre el amor que Dios nos tiene, amor de Padre, y la santidad que nos otorga, en cuanto hijos en su Hijo.


MENSAJE DOCTRINAL

1. Bienaventuranzas...y santidad. Los ocho tipos de personas que son llamados dichosos y bienaventurados son, con la máxima propiedad, los santos. Por eso, en lugar de decir "bienaventurados los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz y los perseguidos por causa de la justicia", bastaría con haber dicho "bienaventurados los santos". Porque cada una de esas categorías de personas son expresión y, por así decir, camino de santidad. Los pobres de espíritu son los santos, porque su verdadera riqueza es Dios. Santos son los mansos, porque la mansedumbre o humildad es la actitud propia de los hombres ante el Creador y Señor. Santos son igualmente los que lloran, porque son lágrimas de arrepentimiento por los propios pecados y por los de los hombres, sus hermanos. ¿Quién más que los santos tiene hambre y sed de justicia, es decir, de que Dios justifique y salve a la humanidad entera? Los santos son los más misericordiosos del mundo porque ejercitan la misericordia con los más desgraciados de la tierra, que son los pecadores. Los limpios de corazón son los santos, porque su corazón y sus pupilas han sido lavadas con la sangre del Cordero para que vean con claridad divina las cosas del cielo y las de la tierra. Los santos son quienes más trabajan por la paz, o sea, porque se den en la sociedad humana aquellas condiciones que favorezcan la concordia entre los pueblos, y sobre todo el desarrollo y progreso humano y espiritual. Los perseguidos por causa de la justicia, ¿qué otro nombre habrán de recibir sino santos, mártires cuya vida ha sido santificada en la soledad de la cárcel o en el patíbulo de una cámara de gas? Muchos son los caminos que Dios ha abierto a los hombres con su Evangelio, pero la meta es siempre la misma: la santidad. Una sola santidad, o mejor dicho UN SOLO SANTO, JESUCRISTO, y muchas maneras de pronunciar y confesar su nombre con la vida. "Bienaventurados los santos, porque de ellos es el Reino de los cielos, de ellos es la fecundidad espiritual en la tierra". Del santo es de quien se puede decir con mayor propiedad que estando en la tierra vive ya en el cielo, y, llegando al cielo, no dejará de estar muy presente sobre la tierra.

2. Amor...y santidad. La santidad es el precipitado de un encuentro de amor entre Dios y la criatura. "Dios es amor", hemos leído en la segunda lectura. Siendo Dios el principio de todo lo creado, su amor no puede ser sino fecundo, amor de Padre. Puesto que Dios es Padre, la mayor maravilla que ha podido acontecer al hombre es ser hijo de Dios. Y su mayor grandeza no será otra sino el vivir como tal, siguiendo las huellas del Hijo encarnado. El amor de Dios otorga al hombre la capacidad y la fuerza espiritual para ser santo. El amor del hombre a Dios pone en acción la capacidad recibida y la fuerza para la santificación. En esta acción - reacción de amor Jesucristo es el caso único y el portaestandarte. Caso único porque sólo él es Hijo de Dios en sentido estricto, los demás somos hijos en el Hijo en cuanto el Padre ve en el hombre el reflejo de su Hijo. Portaestandarte porque los hombres santos no hacen otra cosa sino mirar a Cristo, Camino, Verdad, y Vida y seguir tras sus huellas. Al venir Jesucristo a este mundo le hemos dado nuestros ojos para que con ellos vea al Padre, aunque sea de un modo opaco e imperfecto. Al pasar nosotros la puerta de la eternidad, Jesucristo nos dará los suyos para que ya no veamos al Padre como en sombra, sino como realmente es. "Veremos a Dios tal como es" (segunda lectura). En la relación amor-santidad se ha de mencionar el infinito número de los llamados, a que hace referencia la primera lectura tomada del Apocalipsis. No doce, como las tribus de Israel, sino doce por doce, juntando así las tribus de Israel y los Doce apóstoles de Jesucristo: los judíos y los cristianos. Pero además, no sólo 144 sino éstos multiplicados por mil, es decir, la entera humanidad. Sí, Dios quiere que la humanidad en su totalidad sea santificada por el amor y la gracia, y así tenga acceso al eterno destino de felicidad en el cielo. El número 144.000 no es un número reductivo, sino símbolo del universo humano.


SUGERENCIAS PASTORALES

1. La doxología de una vida santa. "Alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza, a nuestro Dios por los siglos de los siglos": ésta es la doxología que resuena sin cesar en labios de los santos del cielo. Esta doxología la hemos de pronunciar aquí en la tierra, de manera particular, los cristianos mediante una vida santa. Una doxología con la que manifestamos nuestra felicidad y nuestro agradecimiento a Dios. Somos felices en medio del sufrimiento, y alabamos a Dios. Somos felices, aunque a los ojos de los hombres no nos vaya bien, porque intuimos en ello la sabiduría divina. Somos felices, viviendo en la pobreza y en la falta de poder, y agradecemos a Dios las muestras de su providencia sobre nosotros. Somos felices, por más que la enfermedad nos tenga postrados y hasta inutilizados, para que Dios sea glorificado en nuestra carne enferma y haga más patente el poder de su resurrección. Somos felices, porque estamos en paz con Dios y con nuestra conciencia, porque creemos en la victoria de la gracia sobre el pecado, porque buscamos únicamente la voluntad y la gloria de Dios. La ganga de felicidad que vende el mundo al por mayor, pero que dura lo que la flor de un día, y que recibe nombres efímeros como diversión, pasatiempo, placer, alborozo, jarana, contento y otros semejantes, son sólo partículas, átomos de felicidad. Nosotros reservamos el nombre de felicidad para algo más grande: la posesión y el amor de Dios, iniciado aquí en la tierra y que tendrá su culminación en el cielo. Esta doxología de una vida santa se puede cantar, aquí en la tierra, en cualquier parte: en la iglesia y en la casa, en la oficina y en el gimnasio, en la montaña y en la playa, etcétera. Sólo hemos de tener en cuenta el consejo de san Agustín: "Cantate ore, cantate corde; cantate semper, cantate bene": "cantad con los labios, cantad con el corazón; cantad siempre, cantad bien".

2. Comunión con los santos del cielo. La Iglesia, con la fiesta de todos los santos, celebra a todos los difuntos que ya gozan definitivamente y para siempre del amor a Dios y del amor a los hombres y entre sí. Tenemos la certeza, por otra parte, de que si vivimos en la gracia y amistad con Dios ya somos santos aquí en la tierra. Existe por tanto una comunión de los santos. Es decir, los santos del cielo están unidos a nosotros, se interesan por nosotros, iluminan nuestra vida con la suya, interceden por nosotros ante Dios. Todos podrían decir, como Teresa de Lisieux: "Me pasaré en el cielo haciendo el bien a la tierra". Yo quiero, sin embargo, referirme especialmente a la comunión de los santos de la tierra con los santos de cielo. Son nuestros hermanos mayores, que nos han precedido en la llegada a la meta y que anhelan que toda la familia vuelva a reunirse en la eternidad. Son las estrellas de nuestro firmamento que nos iluminan en la noche, no con luz propia, sino con la que han recibido del Sol Invicto, que es Cristo. Son modelos, por así decir caseros, que nos acercan de alguna manera una virtud o un aspecto de la plenitud de perfección y santidad que es Jesucristo. ¿No habrá que renovar y vitalizar nuestra comunión con los santos del cielo? Hoy es un buen día para hacerlo.

P. Antonio Izquierdo


37.  

En el Calendario Romano de 1969, leemos una apretada síntesis histórica de esta solemnidad. Dice así: “Ya desde el siglo IV las iglesias orientales celebraban todos los santos “Mártires” en una única solemnidad, o dentro del tiempo pascual (los sirios), o inmediatamente después de Pentecostés (los bizantinos). A finales del siglo VIII se empezó a celebrar la solemnidad de Todos los Santos también en las regiones celtas y entre los francos. Se celebró en Roma en el siglo IX.  La Iglesia latina celebra esta fiesta el domingo de la octava de Pentecostés, con el título: “Dominica in natale sanctorum” (siglo VII). En Roma se celebró, durante un periodo, el 13 de mayo. La celebración de esta fiesta el día 1 de noviembre se remonta al siglo IX. Sus fuentes  son de origen celta (irlandés) y anglosajón. Fue instituida por el Papa Bonifacio IV

En lo más profundo del ser humano habita un anhelo irrefrenable de infinito, felicidad, plenitud... Y no puede ser de otra manera, porque es imagen y semejanza de su Creador, Bien Supremo: “Y creó Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios le creó; macho y hembra los creó” (Gn 1, 27-28). El misterio de la plenificación humana está relacionado con la santidad  a la que todos y todas estamos llamados: “Habló Yahvéh a Moisés, diciendo: habla a toda la comunidad de los hijos de Israel y diles: Sed santos, porque yo, Yahvéh, vuestro Dios, soy santo” (Lv 19, 1-3).

Dios se hace solidario con la condición humana en la persona de Cristo. “...el misterio del hombre sólo se esclarece en el Misterio del Hombre encarnado” (Gaudium et Spes, n.22). Jesús es la gran parábola de Dios, acopio de atributos divinos, resplandor de la gloria del Padre e impronta de su esencia”  ( Hb 1,3), quien lo ve a Él ve al Padre (Jn 12, 45).  Identificarnos con sus sentimientos y actitudes generará en nosotros el hombre y la mujer plenos. La fiesta de “Todos los santos” es la fiesta de todos los cristianos. Ser discípulo(a) de Jesús implica la búsqueda de la santidad. La invitación es bien explícita: “Sed perfectos como lo es nuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 48).

Creemos en la comunión de los santos y deseamos fortalecer los lazos de comunión que nos unen a ellos, pues formamos una sola Familia eclesial, desde distintos estadios: peregrinos en la tierra y bienaventurados del cielo.  El Vaticano II afirma que esta “unión se ve fortalecida por la comunión de bienes espirituales. Ellos ennoblecen, por su unión con Dios, este culto que ofrecemos en la tierra, y su ayuda fraterna sostiene nuestra debilidad” (Lumen Gentium, cap. VII).

En un mundo fracturado y dividido por el ansia del poder y del tener, esta fiesta nos invita a soñar una historia diferente. Más justa y fraterna, más en común-unión. “No veneramos el recuerdo de los del cielo tan sólo como modelos nuestros, sino, sobre todo, para que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se vea reforzada por la práctica del amor fraterno”. (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 957).

La Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, ocupa un lugar especial en la comunión de los santos. Ella es signo de esperanza y de consuelo para el pueblo de Dios que peregrina hacia la gloria del cielo (CIC, n.972).

Comentario bíblico:

Saber ser hijos de Dios como programa de santidad 

            La liturgia de este día nos brinda la celebración de una de las fiestas más populares y entrañables: la festividad de todos los Santos y es, a la vez, la ocasión para reconsiderar nuestra vida cristiana mirando hacia adelante, hacia el final de la historia de cada uno y de la humanidad.

Iª Lectura: Apocalipsis (7,2-4.9-14):El canto de los redimidos

I.1. En nuestra primera lectura, en dos visiones, se nos muestra la apertura del misterio de la historia con la visión del ángel que trae el sello para guardar a aquellos que deben ser liberados de la destrucción. El libro del Apocalipsis, como sucede en la literatura de este tipo, literatura religiosa por excelencia, pero radicalmente mítica, necesita ser interpretado con la riqueza de los símbolos. Este tipo de literatura se produce en tiempos de crisis y debemos estar atentos a no confundir simbolismo con realidad. El sello sobre los siervos de Dios sella su pertenencia a El y, por lo mismo, la garantía de ser salvados.- La visión de la multitud inmensa, incontable, es un paso más en este simbolismo y probablemente propone algo que se relaciona con las diferencias entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre la antigua y la nueva Alianza. Por eso se dice que si en la primera visión se habla 144.000 era para hablar del pueblo de la Antigua Alianza, mientras que el “número incontable” representa al nuevo pueblo de Dios que ha ganado Cristo, el Cordero sacrificado, con su sangre. Los ángeles, los mensajeros de Dios, realizan sus planes del juicio y de salvación, por eso, cuatro de ellos están en los cuatro puntos cardenales, dispuestos a desencadenar los vientos que destruyan el mal de la historia; pero de Oriente llega otro mensajero (donde nace el Sol: Dios), que trae la gran noticia, de que antes deben poner un señal, como sucedió a los israelitas en el momento de la Pascua de Egipto, en las puertas. Estamos, pues, ante una famosa liturgia Pascual, del día del Señor, en la que el autor nos ha querido situar al principio de su obra.

I.2. En el texto se nos quiere hablar mártires, pero también de todos aquellos que han pasado por la tribulación de la historia, se han lavado en el bautismo, en nombre de Jesucristo, en el misterio Pascual...Y están ante el trono de Dios. Las palmas, en la antigüedad, son signo de los vencedores, y aunque pudiera centrarse en los que han sido martirizados, y han vencido por el martirio, no se puede pensar que todos son mártires. Por eso, más bien se trata de una palma para alabar a Dios y a Cristo, que son los auténticos vencedores de la historia. El tema que se propone es el de la salvación (aparece aquí y en Ap 12,10 y 19,1). Se insinúa algo de los Salmos 118, 25, 3,9. El sentido es que Dios ha liberado a los hombres, del poder del mal representando en el Imperio, como Satanás y como la gran prostituta en las otras dos citas que hemos mencionado. La victoria, pues, de los hombres y de los mártires, pertenece muy especialmente al Cordero, quien ha dado su vida, precisamente para que sean vencidos el poder de los hombres que engendra el odio y la muerte.

I.3. Pero la “palma” se la lleva el himno, que es una confesión de fe: la salvación se debe a Dios y al Cordero. La salvación, la liberación... no dependen de los hombres, sino que es una gracia de Dios que ellos han acogido y se han mantenido fieles a la fuerza salvífica del amor crucificado, de la Pascua. Y por eso, lo proclaman en la liturgia celeste. Y entonces, toda la asamblea celeste (ángeles, ancianos y vivientes), se prosterna ante Dios y lo adoran cantando: Amen… Bendición y gloria, sabiduría y acción de gracias, honor, poder y fortaleza a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amen (v. 12). Los que han muerto fieles a Dios y a Cristo, bien en el martirio, bien en su fidelidad a la fe cristiana centrada en el misterio Pascual: han pasado por la tribulación de la historia, donde reina el poder del mal, pero ahora gozan de la fidelidad eterna, aunque hayan pasado por la muer­­te. Lavar sus vestiduras en la sangre del Cordero, es una teología bautismal, pero tam­bién eucarística, inspirada en algunos textos del AT (Ex 19,10.14).

I.4. La muerte y la re­surrec­ción de Cristo son el punto clave de la teología del bautismo y de la eucaristía. La imagen que se ha escogido para expresar la felicidad es que están ante el trono: y Dios los cobija en su tienda, la shekiná, la presencia de Dios, como Jn 1,14 había escogido para ex­pre­sar el misterio de la encarnación. Ahora es cuando se cumple la profecía del Enmanuel ver­da­de­ramente, porque Dios estará con los resucitados para siempre. No tendrán más hambre, ni ten­drán más sed: expresiones de debilidad, de necesidad; ni caerá sobre ellos el sol como si es­tu­vieran en el desierto, porque Dios mismo es la razón de su existencia. Y Cristo, el Cordero, será el que apaciente a su pueblo, será pastor siendo Cordero, para llevarlos a las fuentes de agua viva. Efectivamente, los vv. 15-17 son las imágenes escogidas por el autor del Ap para hablar de la vida futura, escatológica, de la victoria sobre la muerte según muchas expresiones que po­de­mos encontrar en los textos del AT (v.g. Is 25, 8) y de la teología joánica (Jn 4,14; 7,38), que son las fuentes de la revelación.

IIª Lectura: Iª de Juan (3,1-3): La imagen de hijos de Dios

II.1. Este texto es una teología sobre la vida cristiana que se representa bajo la imagen y la experiencia de “ser hijos de Dios”; se trata de una alta teología como corresponde al círculo de las comunidades cristianas de Juan, tanto del evangelio como de las cartas. Y en este marco teológico deberíamos pensar que precisamente el misterio de la santidad que hoy se celebra hace referencia directa a que lo más importante de la vida cristiana es ser, y no perder, la imagen de hijos de Dios.

II.2. Si el título cristológico más coherente de la teología joánica, justamente, es lo que afecta a la filiación divina de Jesús, también para sus seguidores debe existir una posibilidad de vivir en el ámbito de las relaciones entre el Padre y el Hijo; por ello se dice que seremos semejantes a Él. Muchos santos desconocidos para nosotros lo son, porque han sabido guardar, sencillamente, la imagen de hijos de Dios en sus vidas. Por eso, la expresión “veremos a Dios tal cual es” viene a ser una de las afirmaciones más teológicas. El misterio de Dios se hará luz, y no tendremos miedo los “hijos de Dios” de contemplar el “rostro” de Dios, la intimidad de Dios, la misericordia de Dios. Para eso se nos ha creado y para eso hemos nacido. ¡Vivamos con esperanza!

Evangelio: Mateo (5,1-12): Las opciones del Reino

III.1. El evangelio de esta fiesta es ya proverbial; se trata de las bienaventuranzas de Mateo, cuyo texto, además, tiene la solemnidad de una proclamación, sobre un monte (de ahí el Sermón de la Montaña en que está contextualizado), y para toda la multitud, como sería la multitud incontable del texto de Apocalipsis que se ha leído en la primera lectura. Es la carta magna del discipulado, de la vida cristiana, del seguimiento de Jesús, de la salvación futura. Las bienaventuranzas son creativas, no cuantitativas. Son los puntos más determinantes con los cuales Jesús ha pretendido una nueva humanidad, un nuevo pueblo. No se trata de proponer algo exótico, mágico o taumatúrgico, sino algo bien humano. Pero es verdad que se plantea, no obstante, un auténtico esfuerzo por conquistar la gloria, la libertad y la paz. Se propone la pobreza que libera el corazón de muchas ataduras; la misericordia que introduce en las relaciones humanas la benevolencia y el perdón; la limpieza de corazón para juzgar y ser juzgados; la lucha por la justicia, porque Dios es justo. Se proclaman bienaventurados por haber elegido lo que el mundo no elige, sino que odia; por haberse decidido por el sentido mejor de la vida. Y se trata de una posibilidad de santidad que se debe vivir ya desde ahora, aquí en nuestra historia; no queda para después que todo haya acabado.

III.2. Se ha insistido mucho en los aspectos literarios y exegéticos de las bienaventuranzas de Mateo (5,1-12) y de Lucas (6,20-22); sobre el tenor original, es decir, aquellas que están más cerca de las palabras de Jesús. Todo tiene su sentido, sin duda, pero quedan muchas preguntas siempre sobre la mesa, porque se permiten diferentes interpretaciones. El texto original que se tomó de Q podría estar bien representado en Lucas, pero no es algo absoluto. Sabemos que las bienaventuranzas tienen un ámbito muy coherente en la literatura sapiencial, la que enseña a vivir, a comportarse, a elegir lo que da no da sentido a la vida. La propuesta de Jesús, por lo tanto, no está lejos de este contexto sapiencial: con las bienaventuranzas Jesús quiere proclamar el Reino de Dios y quiere enseñar a vivir en ese Reino al que dedica su vida. Son expresiones que nos muestran a un Jesús “profeta escatológico” (no necesariamente apocalíptico), que quería anunciar lo que debería cambiar esta historia.

III.3. Algunos especialistas han hecho una traducción sobre las bienaventuranzas en las que siempre es determinante el verbo “elegir”. Considero que puede ser discutible, pero es esclarecedor. Eso significa que proclamar bienaventurado (makários) a alguien no es porque sí, por su cara bonita, porque es un desgraciado o porque es o ha nacido en esta o aquella situación. En las bienaventuranzas, por su tono sapiencial, es muy importante las opciones: elegir: ser pobre y no rico en este mundo; elegir la justicia y no otra cosa; elegir la paz. Aquí están representados los valores del reino, los valores de la vida ante Dios. Esto, independientemente de las bienaventuranzas auténticas de Jesús o las añadidas por la tradición catequética de la comunidad de Mateo. Es verdad que el término “elegir” no está en el texto, pero lo implica necesariamente. ¿Por qué? Porque no se trata de una proclamación sin contar con la voluntad soberana del hombre que vive y hace la historia.

III.4. Un factor muy importante de lectura e interpretación sería hacer el intento de traducir a un lenguaje de hoy el texto de las bienaventuranzas; teniendo en cuenta ese sentido sapiencial del que hemos hablado y esa “opción” o “elección” que hemos planteado como necesaria. Debemos conservar las palabras del evangelio, de Mateo o de Lucas, si es posible en su tenor y en su sentido original. Pero hoy debemos enriquecer nuestra comprensión de las mismas con el “espíritu” que emana de ellas. Es como cuando hemos vivido y atravesado un puente romano durante todo la vida, pero ahora, sin destruir ese puente, porque la ciudad ha crecido, hacemos uno nuevo, con tecnología punta. Subsisten los dos, pero quizás por el romano no pueden pasar todos los vehículos pesados de hoy.  Los limpios de corazón, por ejemplo, son dichosos porque están abiertos a los demás y los valoran como hijos de Dios. Es decir, seamos creativos y proféticos al interpretar las bienaventuranzas del Reino.

Miguel de Burgos, OP

mdburgos.an@dominicos.org

Pautas para la homilía

El sueño de Dios y de los seguidores de Jesús es gestar una nueva humanidad, donde no tenga cabida ningún tipo de discriminación y donde toda frontera sea superada. Es la tierra anhelada, llena de armonía, con  canciones inéditas que alaban y bendicen al Señor de la vida y de la historia. Comunidad humana gozosa y esperanzadora;  donde el Amor inspira, crea y hace posible una historia diferente,  preludio de la Jerusalén celestial.

¿Cómo hacer realidad esta utopía? No hay otro camino que el de la praxis evangélica, en toda su radicalidad. El coro de voces potentes que presenta el Apocalipsis, son los que “han blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero”. Los que al comprometerse con la causa del Evangelio, han sido conducidos al sufrimiento y a la muerte. Esto sólo es posible con la fuerza de Cristo.

¿Cuál es nuestra actitud con los inmigrantes que cada día llegan a España? ¿Les sentimos hermanos y hermanas? ¿Les tratamos de igual a igual?  ¿O, por el contrario,  los dejamos a su suerte o nos aprovechamos de su situación de indigencia? Si somos seguidores(as) de Jesús no debemos eludir cargar con la cruz de los demás, por amor.

Se trata de un don gratuito, de un amor desmesurado. Así es la dimensión afectiva del Padre para con nosotros. Sentirnos hijos e hijas de un mismo Padre, nos lleva, ineludiblemente,  a  un ámbito de fraternidad. Se trata, ante todo, de experimentar el amor en su doble vertiente: vertical y horizontal. Acoger este don que es tarea y gracia . ¿Qué lugar ocupa Dios Padre en nuestras vidas? ¿Qué lugar tienen los hermanos y hermanas? ¿Hasta qué puntos practicamos la gratuidad?.

Y como el amor es creativo y fecundo debe hacerse visible en abundantes frutos. Experimentar el amor gratuito del Padre,  nos debe conducir a una mayor identificación con él. También a trabajar por un mundo más justo y fraterno, donde desaparezca la enorme brecha entre ricos y pobres, dueños y esclavos. ¿De qué manera nos implicamos en la lucha por la justicia?.

Lo que esperamos será una manifestación de lo que ya tenemos, de lo que ya se nos ha regalado. Con Jesús, vamos caminando hacia la patria eterna, fijos los ojos en el horizonte de “una tierra nueva y un cielo nuevo”, donde habita la alegría. Unidos a Cristo en la Iglesia, somos llamados hijos de Dios y lo somos en verdad, pero todavía no hemos sido manifestados en Cristo. Poseemos las primicias del Espíritu”. (Vat. II, “Lumen Gentium, cap. VII). ¿Cómo está nuestra esperanza?.

Las bienaventuranzas constituyen la “carta magna” del discípulo(a) de Jesús. Ellas explicitan las actitudes que nos hacen benditos(as), y  nos plenifican. Este proyecto de felicidad alcanza a toda la comunidad humana, porque no se puede dar la felicidad individual al margen de los demás. El Reino de Dios exige opciones claras y comprometidas. ¿De qué manera asumimos este proyecto de Jesús?.

El  discípulo y la discípula deben confiar plenamente en Dios (pobres de espíritu). Es la primera bienaventuranza que inaugura todas las demás. En la sociedad actual buscamos que todo esté “asegurado”, el consumo compulsivo nos lleva hacia otros dioses. El pobre de espíritu se despoja del orgullo, del afán de posesión,  y se abre al Espíritu que despierta en él “la sed de los demás” (Antonieta Potente). Que le hace sentir una relación “de pobre a pobre” (Gustavo Gutiérrez). Que es solidario(a) con las víctimas. ¿Nos sentimos indigentes frente a Dios? ¿Confiamos plenamente en él?

En un mundo herido por diversas lacras sociales ¿hasta qué punto compartimos el sufrimiento humano? ¿Enjugamos las lágrimas de los otros (as)?. Vivimos nuestro propio sufrimiento con sentido redentor? Así mismo, estamos llamados a una convivencia amable y cordial, tolerante y pacífica (Mt 11,30). ¿Cómo es nuestro trato con los demás? ¿Qué nivel de cercanía tenemos?.

El discípulo y la discípula de Jesús, practican la justicia y desean que reine en el mundo, por eso se unen a los grupos o redes de solidaridad en favor de las grandes y pequeñas causas, donde los derechos humanos son atropellados. Los seguidores y seguidoras de Jesús tienen puesto  el corazón en las víctimas de la historia. Se comprometen con ellas,  hasta dar la vida, si fuera necesario. ¿Qué hacemos en favor de la justicia?.

Otra actitud es la necesidad de  transparencia ¿Hasta qué punto somos coherentes entre lo que decimos y hacemos? La coherencia y la integridad de vida son el mejor testimonio del discípulo y la discípula de Jesús. La sociedad actual no necesita tanto de maestros cuanto de testigos. Los limpios, los coherentes, los íntegros, verán a Dios.

Hoy, más que nunca, nuestro mundo necesita “artesanos” y “artesanas” de la Paz. Basta contemplar el próximo Oriente, países del Continente africano, de América Latina, etc., para ver cómo la injusticia humana es generadora de guerras. Pero los, que se comprometan, de verdad, con la causa de la justicia, deberán estar dispuestos (as) a “pasar por la gran persecución” (Ap 7, 14). Y tendrán la alegría de hacer florecer la paz.

María Teresa Sancho, O. P.
dmsfpg@terra.es


38. CLARETIANOS 2003

Queridos amigos y amigas:

Con la solemnidad litúrgica de todos los santos la Iglesia proclama la santidad anónima, pero no por ello menos eximia, de tantos hombres y mujeres que forman el séquito de Cristo. Esa gran muchedumbre que -según el vidente del libro del Apocalipsis- nadie podía contar. Pertenecientes a todas las razas y tribus y pueblos y lenguas: apóstoles, mártires, vírgenes, confesores, doctores, pastores, santos varones, santas mujeres (según la terminología del santoral)... Y aún podríamos añadir nombres de los diversos oficios y condiciones de vida, y la lista de santos y santas sería interminable.

Los santos y santas anónimos son esos que nos han precedido en la tierra llevando una “vida corriente”, que nos estimulan con su ejemplo y que ahora interceden ante Dios por nosotros.

“¿Será difícil ser santo?”, se preguntan algunas personas. La verdad es que lo difícil, difícil, es que la santidad -de existir- sea reconocida oficialmente. Para eso, debe producirse algún que otro milagro, además de requerir un papeleo interminable y el empleo de no pocos recursos económicos. Así van las cosas de palacio... Pero ser santo o santa -según el caso-, que eso es lo importante, está al alcance de nuestra mano, contando siempre con la gracia de Dios.

Alguien dijo que, para ser santo, no hay que hacer nada extraordinario. Basta con hacer extraordinariamente bien las cosas ordinarias. ¡Eso es nada! En el cielo -cuando vayamos- nos encontraremos con mucha gente sencilla que estará rodeada de un halo de santidad esplendoroso porque aquí, en la tierra, realizaron a la perfección sus deberes familiares, cívicos y religiosos sin llamar la atención: padres y madres, abuelos y abuelas, vecinos, colegas de profesión y cientos de miles de seres anónimos, a algunos de los cuales conocimos algún día o nos cruzamos con ellos en la calle, en el metro, o coincidimos con ellos en el ascensor de nuestra casa, etc.

Seamos santos porque santo es el Señor. Eso va por todos.

Vuestro hermano en la fe:

José San Román (sanromancmf@claret.org)


39.

Dichosos, dichosos, bienaventurados, felices...

Es la primera idea, la primera afirmación del primer sermón  del Señor, alrededor del cual jira todo el evangelio de San Mateo.

         El tema de su predicación fundamental es la felicidad, la dicha, la bienaventuranza. Y esto no nos tiene que sorprender, porque el Señor viene a enseñarnos el proyecto del Padre. Y sabemos bien que Dios ha creado al hombre, al ser humano para ser feliz. Lo contrario sería inverosímil e imposible por parte de un Dios que se nos revela como Padre. Efectivamente, Dios nos creó para ser felices y lo revela la Escritura, diciendo, que condujo a Adán y Eva, símbolos, prototipos de la humanidad, y los puso en un paraíso, que es la realidad con que imaginamos y llamamos a la felicidad.

         Basta, por otra parte, mirar alrededor de uno mismo y dentro de nuestro propio corazón para comprobar cómo el hombre aspira con todas sus fuerzas, con todo su ser a la felicidad. Es una verdadera carrera. Y esto no nos tiene que asombrar , porque Dios mismo vive la felicidad y en la felicidad. El es la misma bienaventuranza. Y es hacia Dios, hacia donde se dirige toda la humanidad. Es hacia Dios, bienaventuranza, a donde yo me dirijo.

Pero lo que Dios ofrece a la Humanidad no es una consolación o consuelo sentimental y barato. Es una promoción. De un solo golpe pone la felicidad por encima y más allá de lo fácil y pasajero. No se trata aquí de las alegrías superficiales, ligeras, engañosas. No es esto lo que Dios nos ofrece y nos propone. La felicidad para ti, es la del hombre que lucha, que no se deja vencer, resultando así unas bienaventuranzas un tanto heroicas y a la vez fáciles, pero costosas.

         Nos conocemos de sobra y sabemos que no nos gusta la pobreza, es decir, el desprendimiento de las cosas, queremos ser propietarios de todo, aunque no lo necesitemos y de cuanto más mejor. Soportamos con dificultad la aflicción, y la persecución. Y dejamos mucho que desear en el dominio y señorío de nuestra sexualidad y afectividad. Y la misericordia la ejercemos a impulsos de sentimientos y de lástimas pasajeras. No somos pacíficos, ni sinceros en muchas ocasiones. Más o menos es el retrato de cada uno de nosotros, cristianos o no cristianos.

         Pero aquí, en la bienaventuranzas, nos señala el Señor la línea esencial de la promoción del hombre. Y es yendo, caminando por esta dirección, cuando nosotros nos engrandecemos:

siendo pobres, desprendidos y no queriendo ser poseedores, y dueños de todo;

siendo mansos y no agresivos;

también los afligidos, que sufren con paciencia y no los que sólo quieren el sentir y gozar sea como sea.

 Los que tienen hambre y sed de justicia y no los que se vengan y están llenos de rencores

Los misericordioso y no los duros de corazón, que solo piensan en tener para dominar de manera inmisericorde.

Los corazones puros y no los lujuriosos y lascivos, cuyo dios son las sensaciones que pasan y no duran, pero engañan, entreteniendo.

Los pacíficos y no los poderosos para hacer la guerra.

 Los perseguidos y no los que buscan solo su seguridad y no arriesgan nada.

Un retrato un perfil perfecto de lo que puede ser el hombre. Lo bello, lo hermoso, lo maravilloso que es. Estas son sus capacidades y estos son sus poderes. Lo que Dios le dio para hacer de su vida una réplica de Dios, que lo creó y lo quiso a su imagen.

         De todos esos es el Reino de los cielos. Ellos poseerán la tierra. Ellos serán consolados. Ellos quedarán satisfechos. Obtendrán misericordia. Ellos verán a Dios. Serán llamados  hijos de Dios.

 La transformación que Dios propone a este hombre herido, dañado, enfermo en su propia naturaleza por su rebelión de antes, de ahora, de siempre, contra el mismo Dios, esa transformación se sitúa a nivel del corazón, al nivel de la personalidad profunda. Es una revolución, en el sentido de una inversión de valores: de los corrientes y vulgares, a los extraordinarios e insospechados: ver a Dios... poseer el reino de los cielos... ser hijo de Dios.

         La solución total, la verdadera  grandeza del hombre, su promoción esencial, que no niega las demás de tipo social y humano, es Dios: “Seremos semejantes a El, porque lo veremos, lo contemplaremos tal cual es”. Algo increíble, pues el hombre no tiene esa capacidad de contemplar, que es algo así como el carbón, que por naturaleza es negro, mancha, tizna, es opaco y no ilumina, cuando se le mete en el fuego, se hace fuego y brilla y da luz y calienta y es resplandeciente.

Se hace fuego con el fuego, mientras está en el fuego, sin ser fuego.

         Los santos son hombres como nosotros, que practicaron los valores que se encierran en las bienaventuranzas y hoy son felices allá. Pero ellos se hicieron aquí. Y en el aquí o aquende de hoy, pidámosle a Jesucristo nos dé luz para que descubramos primero y para  enamorarnos después, de ese vivir que es morir para vivir, como decía la santa de Avila, Santa Teresa de Jesús:

Mira que el amor es fuerte;      
vida, no me seas molesta;
mira que sólo te resta,
para ganarle, perderte.

Venga ya la dulce muerte,
venga el morir muy ligero,
que muero porque no muero.

 Aquella vida de arriba,
que es la vida verdadera,
hasta que esta vida muera,
no se goza estando viva.

Muerte, no me seas esquiva;
viva muriendo primero,
que muero porque no muero.

 Vida, ¿qué puedo yo darle
a mi Dios que vive en mí,
si no es perderte a ti,
para mejor a El gozarle?

 Quiero muriendo alcanzarle,
pues a El solo es al que quiero:
que muero porque no muero.

 

Esto sintieron y vivieron los santos, nuestros familiares, y hermanos y hermanas de nuestra familia religiosa y nuestros amigos. Y ya hoy los queremos recordar, ayudar, si su etapa es el don de la purificación, purgatorio decimos, para que sean felices, santos, con todos los santos. y que su vivir aquí nos sirva para que siguiendo nosotros su ejemplo y yendo por su camino sencillo, sin publicidades extrañas, lleguemos también a ser triunfadores, felices, santos, que nacidos somos para triunfar. Llenos de alegría, celebremos la misma Eucaristía que a ellos los santificó.

P. Eduardo MTNZ. ABAD, escolapio


40. 2003

LECTURAS: AP 7, 2-4. 9-14; SAL 23; 1JN 3, 1-3; MT. 5, 1-12

Ap 7, 2-4. 9-14. Finalmente será un resto fiel de Israel el que aceptará la salvación que Dios nos ofrece en Cristo. En cambio será una muchedumbre tan grande, que nadie podrá contar, venida de todas las naciones y razas, pueblos y lenguas, que se habrán salvado gracias a haber pasado por la gran persecución y haber lavado y blanqueado su túnica con la sangre del Cordero. El Señor habrá puesto en ellos el Sello de su Espíritu Santo para que no les alcance la cólera divina que se cernirá sobre los malvados al final del tiempo. No basta estar bautizados; no basta haber recibido el Don del Espíritu Santo y la Vida Divina en nosotros; es necesario que no entristezcamos al Espíritu Santo, con el cual hemos sido sellados para el día de la redención. Y para ello hemos de desterrar de nosotros toda amargura, ira, cólera, gritos, maledicencias y cualquier clase de maldad. Si hemos dado amplia cabida al Espíritu Santo en nosotros seamos amables unos con otros, compasivos, perdonémonos mutuamente como Dios nos perdonó a nosotros en Cristo (cf. Ef. 4, 30-32). Si, mediante una vida recta y un servicio a los demás en el amor fraterno, manifestamos la fe que hemos depositado en Cristo Jesús como Salvador nuestro, entonces seremos dignos de escuchar, al final de nuestra vida, aquellas consoladoras palabras: Muy bien, siervo bueno y fiel; entra a tomar posesión de la Gloria de tu Señor.

Sal. 23 Nos presentamos a dar culto al Señor con el corazón limpio; pues así como nada manchado entra en la salvación eterna, así nada manchado ha de estar en la presencia del Señor para darle culto en esta vida. Y esto, porque el culto, especialmente la Celebración Eucarística, anticipa entre nosotros la Gloria de Dios, de que disfrutaremos eternamente. Por eso al iniciar nuestras celebraciones no sólo hemos de reconocer ante Dios nuestros pecados y pedir perdón sólo de un modo ritualista. En verdad hemos de estar dispuestos a recibir el perdón que nos viene de Dios en Cristo Jesús; hemos de estar dispuestos a dejar nuestros malos caminos y a comportarnos a la altura de nuestra dignidad de hijos de Dios, guiados, fortalecidos por el Espíritu Santo que Dios ha derramado en nuestros corazones.

1Jn. 3, 1-3. En realidad que el Padre Dios nos ha manifestado un amor incalculable, pues nos envió a su propio Hijo, quien hecho uno de nosotros, tanto se ha convertido para nosotros en fuente de perdón y de salvación, como el único camino mediante el cual podemos unirnos a Dios. Ya desde esta vida gozamos de esa unión, aun cuando no de un modo pleno, pues caminamos hacia la posesión de la visión de Dios en Cristo, de tal forma que, llegado ese momento seremos semejantes a Él. Por eso hemos de esforzarnos por ser, ya desde ahora, un signo creíble de Cristo para el mundo. Tal vez el mismo mundo nos rechace, como rechazó a Cristo; mas no por eso daremos marcha atrás en nuestra unión a Cristo y en el testimonio que de Él hemos de dar con la valentía que procede del Espíritu Santo, que habita en nosotros. Conscientes de que ya desde esta vida se ha iniciado nuestra unión con Dios por medio de Cristo, a quien hemos aceptado en la fe, no vivamos como siervos descuidados, sino vigilantes, manifestando nuestra fe con obras que indiquen nuestra continua conversión para ser, día a día, un signo cada vez más claro y creíble del Señor.

Mt. 5, 1-12. ¡Alegrémonos y saltemos de contento porque en Cristo, Dios ha salido a nuestro encuentro. Él se ha preocupado de los pobres de espíritu y ha salido a remediar sus necesidades; Él es el consuelo de los que lloran y sufren. Dios se ha hecho como el Buen Samaritano que se ha detenido ante el dolor, ante el sufrimiento, ante la enfermedad, ante la pobreza de quienes han sido alcanzados por estas situaciones que les han hecho difícil la vida. Él no se ha quedado en vana palabrería, Él ha cargado sobre sí nuestros dolores y maldades para que nos viésemos libres de todo el mal que nos aquejaba. En realidad se ha hecho Dios-con-nosotros. En Cristo se nos ha manifestado el Rostro Misericordioso de Dios. Y quienes, por la fe y el Bautismo hemos aceptado la Vida que Dios nos ofrece en Cristo, estamos llamados a convertirnos en Él en un signo del amor que Dios quiere continuar manifestando para el hombre que sufre. Al trabajar por la paz y al dar testimonio de nuestra fe, al actuar en Nombre de Cristo, lo hemos de hacer con un corazón limpio, sin querer aprovecharnos de esa fe para sacar partido a favor nuestro sea en economía, sea en poder, sea en protección de los poderosos de este mundo. Vivir unidos a Cristo, serle fieles, dar un testimonio creíble de nuestra fe en el Señor, trabajar por hacer que los que nada tienen vivan con mayor dignidad, y se dé un trato justo a los pobres y desvalidos viendo en ellos un icono del Cristo sufriente, que reclama de nuestro servicio en amor fraterno, probablemente nos haga blanco de las persecuciones de quienes han puesto su vida y su confianza en los bienes de este mundo, adquiriéndolos a costa de medrar con el dolor y la pobreza de muchos hermanos nuestros. Sin embargo, dichosos nosotros, si, a pesar de las persecuciones, e incluso la muerte, permanecemos fieles al Señor, pues al final el Señor nos dirá: tomen posesión del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo, pues lo que hicieron a los demás, a mí me lo hicieron.

A quienes hemos recibido la Vida de Dios mediante el Bautismo, y hemos sido marcados con el Sello de Dios, que es su Espíritu Santo, el Señor nos reúne para que estemos con Él teniendo un corazón limpio de pecado. Esto no lo logramos por decisión propia, ni por mérito alguno de nuestra parte, sino por decisión divina, ya que el Señor es quien, por voluntad propia, a quienes quiso llamarnos, nos santificó purificándonos mediante la Sangre del Cordero Inmaculado. Este Memorial de su Misterio Pascual que estamos celebrando no solamente nos continúa haciendo partícipes de la Vida Divina, sino que también nos fortalece de tal manera que el Espíritu Santo en nosotros, impulsa nuestra vida para que seamos portadores de los bienes que aquí hemos recibido. Así, nuestra Eucaristía se proyecta hacia la vida ordinaria haciendo que la santificación llegue a todos los ambientes, siendo capaces de construir un mundo más fraterno, más justo y más solidario, pues el Reino de Dios estará llegando con toda su fuerza a nosotros.

Hechos hijos de Dios en Cristo Jesús, participando de la misma Vida que Él posee, recibida del Padre, hemos de pasar haciendo el bien, al igual que Cristo. Una fe que no se vive con alegría en la vida ordinaria, no tiene ningún significado. Y la fe se vive comunicándola a los demás. Y la fe no se comunica cuando sólo se anuncia con los labios. Nosotros mismos hemos de ser el mejor testimonio de la vida que se renueva en Cristo y que se hace servicio en amor fraterno hacia quienes viven en situaciones difíciles. Dar testimonio de Cristo es no vivir apegado a lo pasajero, sino más bien saber compartir con los pobres lo que Dios puso en nuestras manos no para que lo acumulemos, sino para que lo administremos en favor de los demás. Hemos de permitirle al Señor que nos haga un signo de su misericordia; que nos haga trabajar por la paz no sólo entre las naciones o las personas, sino también y principalmente por la paz que brota del amor que se entrega por el bien de todos para que vuelvan a ser y a vivir como hijos de Dios. Dejémonos amar por Dios, y dejémonos formar por Él como signos creíbles de su amor en medio de tantos reclamos de una humanidad herida por el pecado, por la injusticia y por la deshonestidad de muchos. Así, hechos signos de Cristo, el Espíritu Santo dará testimonio desde nosotros acerca de la Verdad, del Amor y de la Vida que proceden de Dios; y entonces, ¿quién o qué podrá apartarnos del amor que Dios nos ha tenido en Cristo Jesús? ¿Acaso no será nuestra la Vida eterna? ¿No seremos acaso coherederos de la Gloria del Hijo amado del Padre?

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda vivir con lealtad nuestra fe y manifestarla con un amor traducido en buenas obras en favor de nuestro prójimo, de un modo preferencial por los pobres y por los pecadores, hasta que, juntos, seamos hechos partícipes de los bienes eternos, siendo santos entre los santos del cielo. Amén.

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