18 HOMILÍAS MÁS PARA LA FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
(8-13)

 

8. LA VIDA CONSAGRADA, EPIFANIA DE LA GLORIA DE DIOS

Homilía de Juan Pablo II durante la Misa de la fiesta de la Presentación del Señor (Roma, 2-2-1994)

«Portones, alzad los dinteles; que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria", (Sal 24, 7).

Con estas palabras del salmo, la liturgia de esta fiesta saluda a Jesús, nacido en Belén, mientras por primera vez atraviesa el umbral del templo de Jerusalén. Cuarenta días después de su nacimiento, María y José lo llevan al templo, para cumplir la ley de Moisés: "Todo varón primogénito será consagrado al Señor" (Lc 2, 23; cf. Ex 13, 2.11). El evangelista Lucas pone de relieve que los padres de Jesús son fieles a la ley del Señor, la cual recomendaba la presentación del recién nacido y prescribía la purificación de la madre. Con todo, la palabra de Dios no quiere atraer la atención hacia esos ritos, sino más bien hacia el misterio del templo que hoy acoge a aquel que la antigua alianza prometió y los profetas esperaron. A él estaba destinado el templo. Debía llegar el día en que él entraría como «el ángel de la alianza" (cf. Mi 3, 1) y se manifestaría como "luz para iluminar a las naciones y gloria del pueblo (de Dios) Israel" (Lc 2, 32).

Esta fiesta es una gran anticipación de la Pascua. En efecto, en los textos y en los signos litúrgicos vislumbramos, casi en un solemne anuncio mesiánico, lo que deberá realizarse al término de la misión de Jesús en el misterio de su Pascua. Todos los que se hallan presentes en el templo de Jerusalén, tal vez sin darse cuenta, son testigos de la anticipación de la Pascua de la nueva alianza, de un acontecimiento ya cercano en el misterioso Niño, un evento capaz de conferir nuevo significado a todas las cosas.

Las puertas del santuario se abren al rey admirable, que "está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser signo de contradicción," (Lc 2, 34). En ese momento, nada hacía pensar en su realeza. Aquel bebé de cuarenta días es un niño normal, hijo de padres pobres. Los más íntimos saben que ha nacido en un establo cerca de Belén. Recuerdan los cantos celestiales y la visita de los pastores, pero ¿cómo pueden pensar, incluso los más cercanos, incluso María y José, que ese niño -según las palabras de la carta a los Hebreos- está destinado a ocuparse de la descendencia de Abraham como único sumo sacerdote ante Dios para expiar los pecados del mundo (cf. Hb 2, 1 6-1 7)?

En realidad, la presentación de este niño en el templo, como la de cualquiera de los primogénitos de las familias de Israel, es signo precisamente de esto: es el anuncio de todas las experiencias, los sufrimientos y las pruebas a las que él mismo se someterá para socorrer a la Humanidad, a aquellos hombres que la vida muy a menudo pone a dura prueba.

Será él, misericordioso, único y eterno sacerdote de la nueva y eterna alianza de Dios con la Humanidad, quien revele la misericordia divina. El, el revelador del Padre, que "tanto amó al mundo," (Jn 3, 16). El, la luz que ilumina a todo hombre, a lo largo de toda la historia.

Pero, siempre por este motivo, en toda época Cristo se convierte en "signo de contradiccióm" (Lc 2, 34). María que hoy, como joven madre, lo lleva en brazos, será partícipe, de modo singular, de sus sufrimientos; una espada traspasará el alma de la Virgen, y ese sufrimiento, unido al del Redentor, servirá para llevar la verdad a los corazones de los hombres (cf. Lc 2, 35).

El templo significa la espera del Mesías

El templo de Jerusalén se convierte así en teatro del evento mesiánico. Después de la noche de Belén, ésta es la primera manifestación elocuente del misterio de la divina Navidad. Es una revelación que viene de lo más profundo de la antigua alianza. En efecto, ¿quién es Simeón, cuyas palabras inspiradas resuenan bajo la bóveda del templo de Jerusalén? Es uno de los que "esperaban la consolación de Israel" con una fe inquebrantable (cf. Lc 2, 25). Simeón vivía de la certeza de que no moriría antes de haber visto al Mesías del Señor: certeza que le venía del Espíritu Santo (cf. Lc 2, 26). Y ¿quién es Ana, hija de Fanuel? Una viuda anciana, que el Evangelio llama "profetisa", y que no se apartaba del templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones (cf. Lc 2, 36-37).

Los personajes que toman parte en el acontecimiento que conmemoramos hoy constituyen un gran símbolo: el símbolo del templo, el templo de Jerusalén, construido por Salomón, cuyos pináculos indican los caminos de la oración a toda generación de Israel. En efecto, el santuario es la coronación del camino del pueblo a través del desierto hacia la tierra prometida, y expresa una gran espera. De esta espera habla toda la liturgia de hoy. En efecto, el destino del templo de Jerusalén no sólo representa la antigua alianza. Su auténtico significado era, desde el inicio, la espera del Mesías: el templo, construido por los hombres para la gloria del Dios verdadero, debería ceder su lugar a otro templo, que Dios mismo edificaría allí, en Jerusalén.

Hoy viene al templo aquel que asegura que cumple su destino y lo debe reconstruir. Un día, precisamente enseñando en el templo, Jesús dirá que ese edificio construido por manos de hombres, ya destruido por los invasores y reconstruido, sería abatido de nuevo, pero esa destrucción marcaría como el inicio de un templo indestructible. Los discipulos, después de la resurrección, comprendieron que el "templo" del que hablaba era su cuerpo (cf. Jn 2, 20-21).

Hoy, por consiguiente, amadísimos hermanos, estamos viviendo una singular revelación del misterio del templo, que es uno solo: Cristo mismo. El santuario, también esta basílica, debe servir para el culto, pero sobre todo para la santidad. Todo lo que tiene relación con la bendición, en particular con la dedicación de los edificios sagrados, también en la nueva alianza, expresa la santidad de Dios, que se da al hombre en Jesús y en el Espíritu Santo.

La obra santificadora de Dios se realiza en los templos hechos por la mano del hombre, pero su espacio más apropiado es el hombre mismo. La consagración de los edificios, por más suntuosos que sean, es símbolo de la santificación que el hombre recibe de Dios mediante Cristo. Por medio de Cristo, toda persona, hombre o mujer, está llamada a convertirse en templo vivo en el Espíritu Santo: templo en el que realmente habita Dios. De ese templo espiritual habló Jesús en su conversación con la samaritana, revelando quiénes son los verdaderos adoradores de Dios, es decir, los que le adoran «en espíritu y en verdad" (cf. Jn 4, 23-24).

La basílica de San Pedro se alegra hoy con vuestra presencia, amadísimos hermanos y hermanas, que procedéis de tan diversas comunidades y representáis al mundo de las personas consagradas. Por una hermosa tradición sois vosotros los que formáis la santa asamblea en esta solemne celebración de Cristo, "luz de los pueblos". En vuestras manos lleváis los cirios encendidos; en vuestros corazones lleváis la luz de Cristo, unidos espiritualmente a todos vuestros hermanos y hermanas consagrados en todos los rincones de la tierra: vosotros constituís el insustituible e inestimable tesoro de la Iglesia.

La historia del cristianismo confirma el valor de vuestra vocación religiosa: sobre todo a vosotros, a través de los siglos, está vinculada la difusión del poder salvífico del Evangelio entre los pueblos y las naciones, en el continente europeo y luego en el nuevo mundo, en Africa y en el Extremo Oriente.

Queremos recordarlo especialmente este año, durante el cual se celebrará la asamblea del Sínodo de los Obispos dedicada a la vida consagrada en la Iglesia. Debemos recordarlo para dar gloria al Señor y para orar a fin de que una vocación tan importante, juntamente con la de la familia, no quede ahogada de ninguna manera en nuestro tiempo, y menos aún en el tercer milenio, ya tan cercano.

Vuestra plegaria suscitará vocaciones jóvenes

Esta celebración eucarística reúne a personas consagradas que actúan en Roma, pero con la mente y el corazón nos unimos a los miembros de las órdenes, las congregaciones religiosas y los institutos seculares, esparcidos por el mundo entero, y de manera especial a los que dan un testimonio particular de Cristo, pagándolo con enormes sacrificios, incluido el del martirio. Con especial afecto pienso en los religiosos y religiosas presentes en las regiones de la ex Yugoslavia y en los demás territorios del mundo víctimas de una absurda violencia fratricida.

Al saludaros a vosotros, saludo también a los demás representantes de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, al cardenal prefecto, al secretario y a todos los colaboradores. Es vuestra fiesta común. Sea glorificado en vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, Cristo, luz del mundo. Sea glorificado Cristo, signo de contradicción para este mundo. En él vive el hombre; en él cada uno se convierte en gloria de Dios, como enseña San Ireneo (cf. Adv. haer. 4, 20, 7). Vosotros sois epifanía de esta verdad. Por eso sois tan amados en la Iglesia y difundís una gran esperanza en la Humanidad. Hoy, de modo especial, suplicamos al Señor que el fermento evangélico de vuestra vocación llegue cada vez a más corazones de chicos y chicas, y los impulse a consagrarse sin reservas al servicio del Reino.

Esto lo digo pensando también en los demás presentes, que han venido para la audiencia general del miércoles. Ciertamente, muchos de ellos conocen a las personas consagradas, se dan cuenta del precio de esta consagración personal en la Iglesia, deben mucho a las religiosas, a los hermanos religiosos que trabajan en los hospitales, en las escuelas, en los diversos ambientes de cada pueblo del mundo, en toda la tierra. Quisiera invitar a estos huéspedes de nuestra audiencia general de hoy, dedicada a la vida religiosa, a orar por todas las personas consagradas del mundo, a orar por las vocaciones. Tal vez esta oración suscitará alguna vocación en los corazones de los jóvenes.

Junto con María y José, nos dirigimos hoy en peregrinación espiritual al templo de Jerusalén, ciudad del gran encuentro. Y con la liturgia decimos: "Portones, alzad los dinteles..." Los que pertenecen a la descendencia de la fe de Abraham encuentran en ella un punto de referencia común. Todos desean que esa ciudad se convierta en un significativo centro de paz, para que -según la palabra profética del Apocalipsis- Dios enjugue toda lágrima de los ojos de los hombres (cf. Ap 21, 4), y ese muro, que ha permanecido a lo largo de los siglos como resto del antiguo templo de Salomón, deje de ser el muro de las lamentaciones, para convertirse en lugar de paz y de reconciliación para los creyentes en el único Dios verdadero.

Nos dirigimos hoy en peregrinación a esa ciudad, de modo especial, nosotros que del misterio de Cristo hemos recibido la inspiración de toda la vida: una vida dedicada sin reservas al reino de Dios. Nuestra peregrinación culmina en la comunión con el cuerpo y la sangre que el Hijo eterno de Dios tomó al hacerse hombre para presentarse al Padre, en la carne de su Humanidad, como sacrificio espiritual perfecto, y dar así cumplimiento a la alianza sellada por Dios con Abraham, nuestro padre en la fe, y llevada a la perfección en Cristo (cf. Rm 4, 16).

El Obispo de Roma mira con amor hacia Jerusalén, de la que un día partió su primer predecesor, Pedro, y vino a Roma impulsado por la vocación apostólica. Después de él, también el Apóstol Pablo.

Al término del segundo milenio, el Sucesor de Pedro se arrodilla sobre esos mismos lugares santificados por la presencia del Dios vivo. Peregrinando por el mundo, a través de ciudades, países, continentes, permanece en comunión con la luz divina que brilló precisamente allí, en la tierra realmente santa, hace dos mil años para iluminar a las naciones y los pueblos del mundo entero, para iluminarnos, amadísimos hermanos.

JUAN PABLO II
O. R. en español; 4-2-1994


9.

Primera lectura: Malaquías 3, 1-4: Entrará en el santuario el Señor, a quien vosotros buscáis.
Salmo responsorial: 23, 7.8.9.10: ¿Quién es ese Rey de la gloria? Es el Señor.
Segunda lectura: Hebreos 2, 14-18: Tenía que parecerse en todo a sus hermanos.
Evangelio: San Lucas 2, 22-40: Mis ojos han visto a tu salvador.

Cuando el niño Jesús es llevado al templo se cumple con un precepto religioso y, a la vez, se da cumplimiento a las profecías. Su encuentro con Simeón y Ana ratifica que ha existido en Israel una generación de personas que han esperado la llegada del Mesías. Hay pues algunos, como este hombre y esta mujer, que sienten que se ha cumplido la promesa de Dios.

Lo que queda de esta reflexión es que Jesús entra en contacto con gente no poderosa, sino empobrecida: con ancianos, en este caso. Con estos pobres va a compartir él su vida, desde su nacimiento, en diferentes espacios, incluyendo el templo mismo. Aquí, también, va a estar la clave de su evangelio. Cuando Simeón habla a Dios es como si lo hiciera todo el pueblo: él es la voz de todos los que habían vivido en torno a esa promesa. Y se alegran porque podrán morir en paz, ya que Jesús aparece en medio de su pueblo, lo cual se convierte en toda una confesión de fe. Y cuando se dirige a los padres de Jesús, es como si resumiera lo que él va a hacer a lo largo de su vida y lo que representará su proyecto enfrentado al Imperio romano.

En la comunidad debe quedar aclarado que el proyecto de Jesús exige pronunciarse frente a la realidad, que por ser una realidad conflictiva obliga a tomar posición, a optar por la justicia o contra la justicia. Entonces, no es que Jesús haya hecho a buenos y a malos, ni que venga a tumbar ni a levantar a un grupo en especial; sino que es su presencia la que "es signo de contradicción" y "causa división", en cuanto que al obligar a pronunciarse ante él, pone de manifiesto la bondad o maldad de cada quien.

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10.

La presentación del Señor -la Candelaria- es una fiesta que goza de acogida en la tradición popular de muchos pueblos. Algo profundo encuentra el pueblo en el mensaje de esta fiesta que evoca un momento entrañable de la vida de Jesús y de María. Varios son los elementos que cabe destacar ante nuestra meditación piadosa.

•La familia de Jesús acude al templo para cumplir la ley (vv. 22 y 39). Es una familia religiosa piadosa que cumple con sus deberes religiosos, como tantas familias sencillas.

•Cumple el ritual de los pobres: el sacrificio de dos tórtolas: la de Jesús es una familia pobre, realmente del pueblo, y realiza sus deberes como pobres que son, seguramente confundidas y mezcladas en la multitud, en la fila, anónimamente.

•Sólo les saca del anonimato la perspicacia profética de Simeón y Ana, que detectan en el niño anónimo al mesías prometido y esperado. Simeón cantará con este descubrimiento la consumación del sentido de toda su vida: Ya puedes, Señor, dejar que tu siervo muera en paz, porque ya mis ojos han visto a tu Salvador. Detrás de la pequeñez de este niño ve Simeón la luz que ilumina a todos los pueblos, la gloria de tu pueblo Israel.

•La escena tiene una vertiente especial en la madre, que recibe de parte del mismo Simeón el anuncio de la contradicción de que será objeto Jesús, hasta el punto de que será también para su madre una espada que le atravesará el alma. La madre dolorosa se anticipa ya a este momento, aunque ella guardará todo esto en su corazón.

•Ana, en una posición de segundo plano respecto a Simeón, pero igualmente profética, puede ejemplificar el papel de la mujer del pueblo que es capaz de intuir con perspicacia la presencia de la salvación. Ella también tenía el don de profecía y comenzó a hablar del niño a todos los que esperaban la liberación de Israel (v. 38). Ese debería ser nuestro papel; Ana es propuesta como modelo.

•Los versículos finales del texto traen a nuestra consideración, más allá del evento de la presentación de Jesús en el templo, toda su vida de familia en Nazaret, los años de «vida oculta», privada, familiar, dentro de ese modelo de familia que es la Sagrada Familia. Cumplido todo lo que establecía la ley, volvieron a su pueblo (v. 39), a la vida diaria. El cumplimiento de los deberes religiosos no lo es todo, ni mucho menos; el culto principal para los cristianos no son los momentos sagrados con que salpicamos la vida ordinaria, sino esa misma vida ordinaria, vivida en el espíritu del Señor; los momentos sagrados de las celebraciones han de servir, precisamente, para ayudarnos a vivir la vida diaria con más plenitud cristiana.

•Teológicamente, esos versículos finales nos hablan de la encarnación, que no tanto es un momento (el de la unión hipostática de dos naturalezas, divina y humana, en el seno de María, como postulaba la visión teológica de influencia griega) cuanto un proceso, todo un camino de en-carn-ación, un entrar en la historia asumiendo plenamente la condición humana, en la que entra, necesariamente, el crecimiento y la búsqueda. Jesús no vino «ya hecho», como un aerolito caído del cielo, sino que entró por abajo, por la puerta común de los humanos, y más concretamente de los pobres, y fue creciendo en edad (lógico), en sabiduría (más extraño en el caso de Jesús) y hasta en gracia (lo cual no deja de ser un misterio).

•La lectura de la carta a los Hebreos es un fragmento muy significativo, que utiliza unas categorías inusuales (esclavitud de los humanos por el temor a la muerte) que permite un rejuego de interpretaciones de la problemática humana desde una perspectiva muy cercana a la existencial. (Ver el comentario a este texto que hicimos el 15 de enero de 1997).

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11.

Esta lectura de Malaquías fue escogida, tal vez, por su insistencia en la purificación del culto del AT como acción reservada al futuro Mesías; y por la alusión a Juan Bautista, como precursor, y a Jesús como Señor que toma posesión del santuario. De todas maneras, el profeta avizora la "entrada" de Dios en el templo, considerándola como el anticipo de un juicio sobre Israel, como una acción de purificación del culto en decadencia: la profecía data de alrededor del 400AC cuando la rutina hacía flaquear la esperanza de los judíos piadosos.

El autor insiste en la condición humana de Jesús, necesaria para hacerse solidario de nuestras debilidades, dolores y angustias; el es "carne y sangre" nuestra, hermano nuestro, y por eso su muerte y sus dolores nos salvan y liberan. A partir de esta lectura podemos recordar el sentido de la fiesta que estamos celebrando: es la presentación de Jesús en el templo con motivo, según el evangelista Lucas, de la purificación de su madre. La celebramos 40 días después de la Navidad, como para que no se nos olvide la alegría de las celebraciones de diciembre. Evocando las palabras del anciano Simeón, que llama al niño: "luz para alumbrar a las naciones", conservamos la costumbre de bendecir este día, antes de comenzar la celebración eucarística, unos cuantos cirios o candelas que le dan a la fiesta su nombre popular de "Candelaria", aplicado también a la Virgen María.

En el Evangelio aparece una impresionante escena, en la que participan muchos personajes. Es parte de los relatos del nacimiento del Mesías en la versión lucana. El autor acumula aquí varios motivos cristológicos que hacen del relato un verdadero mosaico de enseñanzas. En primer lugar, el cumplimiento de la ley y los profetas, pues José y María son presentados como fieles observantes de las prescripciones mosaicas: por una parte la guarda de los ritos de purificación de la madre (cfr Lv 12,2-4) y, por otra, el rescate del primogénito -que en principio debía consagrarse a Dios- por medio de un sacrifico (Ex 13,2.11). ¿Legalismo en Lucas? Nada de eso; más bien actitud de confiada acogida a la voluntad de Dios, a su proyecto salvador, por parte de los padres de Jesús que son presentados como pobres: no pueden ofrecer más que "un par de tórtolas o dos pichones".

Los profetas se hacen presentes en el Templo, salen a recibir al Mesías, en las personas del anciano Simeón y de Ana. El primero es movido e inspirado por el Espíritu Santo, que habla por medio de los profetas; Ana es llamada sin más: "profetisa". Ambos tienen que ver con las expectativas del pueblo, con sus ansias de liberación, que ven, por fin, cumplidas en el niño inerme que cargan María y José. El cántico de Simeón, llamado tradicionalmente en latín "Nunc dimitis", habla de paz y de salvación universales, las que Dios realizará por medio de Jesús "a la vista de todos los pueblos". Y habla de una "luz para iluminar a las naciones", es decir, no solo a los judíos sino también a los paganos, y habla de Jesús como la "gloria de tu pueblo Israel". Todos estos motivos le dan un alcance gozoso, universalista y salvador a todo el relato: El pequeño hijo de María llegará a ser el salvador del mundo, el heraldo de la buena noticia para todos, el hacedor de la paz mesiánica que procede de Dios. Solamente que el camino no será fácil; las palabras de Simeón dirigidas a María anticipan el rechazo que sufrirá Jesús por parte de las autoridades de su pueblo, la contradicción de su mensaje con los poderes de la ambición, el orgullo y la guerra. La espada que atravesará el alma de María simboliza su participción en el destino de su Hijo. Destino de salvación para los pueblos, pasando por el dolor y la muerte a la gloria de la resurrección.

Los cristianos, que celebramos gozosos esta fiesta de la presentación de Jesús en el Templo, tenemos aquí una llamada a asumir nuestros compromisos de fe, a llevar, a presentar a Jesús a los demás, como María y José, sabiendo que Él es salvación, luz y paz para todos. Compromiso de recibir a Jesús en nuestras vidas con la alegría y la esperanza con que lo recibieron Simeón y Ana, aunque recibirlo nos cueste deponer el orgullo, vencer el egoísmo, abrirnos al amor y a la misericordia de las que Jesús es portador.

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12.

Luz para todos los pueblos
Signo de Contradicción
Una espada atravesará tu alma

Los que propagan un modo social de redimir sin el sufrimiento traicionan el Evangelio y quedan estériles.

1. Aunque litúrgicamente estamos celebrando ya la cuarta semana del tiempo ordinario, cronológicamente, hoy, que se cumplen cuarenta días, del Nacimiento del Señor, fue presentado en el Templo en obediencia a la Ley. Según ella, no había fecha para la presentación del niño, pero como la madre quedaba impura durante cuarenta días, y ni podía tocar nada santo ni acudir al santuario (Lv 12,2), durante ese tiempo no podía presentar al Niño en el Templo, como ordena el Exodo, 13,12: "consagrarás a Dios todos los primogénitos".

Con esta fiesta se concluyen las solemnidades de la Encarnación del Verbo de Dios.

2. La Sagrada Familia, salió de la Cueva y se situó en un hospedaje de Belén, donde ha cumplido el rito de la Circuncisión, que incorpora al Niño al pueblo elegido. Que este es un momento de reunión de todos los parientes y amigos, lo sabemos por la circuncisión de Juan y por la historia comparada de estos acontecimientos, pero la Familia Sagrada no está en su tierra y esta vez no intervienen los ángeles para anunciar la ceremonia, y se ven solos. La soledad es el precio que tienen que pagar las grandes personalidades, la que tienen que soportar todos aquellos que se salen de lo normal y ordinario. En los momentos más trascendentales de la vida, es cuando más necesita el hombre, ser social, la compañía y el calor de los suyos. Lo he sentido esto mucho en la solemnidad de mis Bodas de Plata sacerdotales, lejos de mi patria y del calor de la presencia de los míos. En la circuncisión, Jesús, niño de ocho días (Lv 12,8), no siente que está solo, lo sienten José y María. El saboreará la soledad amargamente ya adulto, tantas veces, pero de una manera singular y tremenda, la víspera de su sacrificio, en el Huerto, rodeado de amigos dormidos. Soledad que, contemplada, confortará a los elegidos de todos los tiempos.

3. No ocurrió así en su Presentación en el Templo. Impulsados por el Espíritu dos santos ancianos, Ana y Simeón, llegaron al Templo, e iluminados por el mismo Espíritu, reconocieron al Señor y lo proclamaron con alegría. Estos dos ancianos venerables, los más genuinos representantes del pueblo de Israel, fueron despertados por el Espíritu para que salieran a recibir públicamente al Salvador del pueblo, como representantes también de toda la humanidad. Para representar a Israel, bastaba un hombre. Para representar a la humanidad hacía falta también una mujer, porque cuando Dios hizo al hombre lo hizo hombre y mujer (Gn 1 27). Como en su nacimiento no estuvo el rey Herodes, en cuyo territorio se encontraba, en su Presentación, aunque la oficia el sacerdote de turno, no están presentes, ni el Sumo Sacerdote ni el Sanedrín. Ha comenzado un Reino nuevo, y comienza a regir una ley nueva donde la preeminencia no la tienen los poderes terrenos, sino las personas en las que el Espíritu habita. El que profetiza es Simeón, y la que pregonaba al Niño, era Ana. Dos almas interiores y profundas hacen la presentación de Jesús a los muchos judíos reunidos en el Templo para participar en la ofrenda del sacrificio matutino. Y a la presentación, corresponde la ofrenda del rescate por el primogénito de cinco siclos, que abona San José, el padre (Nm 18,16). Y dos tórtolas o pichones, como pobres, por la purificación de la madre (Lv 12,18).

4. El pueblo cristiano sale hoy al encuentro del Señor con candelas encendidas, que con rito festivo y alegre simbolizan a Cristo, Luz de las gentes, lo que caracteriza a esta fiesta como "la Candelaria", o de la Purificación, porque María acudió también al Templo a purificarse, en cumplimiento de la Ley, como lo hemos explicado. Pues Jesús no ha venido a quebrantar la Ley, sino a perfeccionarla.

5. La primera lectura, Malaquías 3,1 proyecta su luz sobre la entrada del Señor en el Templo: "De pronto entrará en el Santuario el Señor a quien vosotros buscáis". Jesús está dando cumplimiento a esa predicción del profeta. Buscar a Dios es la tarea trascendente del hombre, pero el hombre no le buscaría si no lo hubiera ya encontrado, pues si el hombre busca a Dios, Dios busca mucho más y antes al hombre (San Juan de la Cruz).

6. "¿Quién es ese Rey de la gloria? Es el Señor, héroe valeroso, el Dios de los ejércitos, el Rey de la Gloria" Salmo 23. No se trata de un embajador, de un representante suyo, de un profeta, como tantas veces ha sido enviado, ni siquiera de un ángel, es el mismo Dios que viene en persona.

7. Pero, ahí está el misterio, de Dios, que ha querido participar nuestra misma carne, como miembro de la misma familia humana, para poder morir y muriendo, aniquilar el poder de la muerte, y no sólo a la muerte, desde su entraña, sufriendo él mismo la muerte para vencerla en su mismo dominio, sino al que tenía el poder de la muerte, el diablo. Porque tenía que parecerse en todo a sus hermanos, en la carne y en la muerte, para poder compadecerse de nuestra debilidad y de nuestra esclavitud y para expiar los pecados del pueblo. Hebreos 2,14. El puede compadecernos porque ha padecido. ¡Qué sabe el que no ha padecido! (San Juan de la Cruz).

8. "¿Quién podrá resistir el día de su venida? ¿Quién quedará en pie cuando aparezca?". "¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?" (Sal 8,5). Ante Dios toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo. Humildad, pues, porque todos somos pecadores. Ante él no cabe la soberbia, sino el más profundo abatimiento, lleno de confianza. Purifícanos, Señor, de nuestros pecados. Porque sólo tú eres santo. "Será un fuego de fundidor, una lejía de lavandero". Purificará con su sangre derramada en la cruz, que manará en el bautismo, y en el sacramento del perdón. Con sus sacramentos purificará a su pueblo. Con su cruz, con sus pruebas y tribulaciones, expiará los pecados del pueblo. Querer salvar a la humanidad por otro camino y por otros cauces, es una utopía que siempre fracasará. "Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de Nuestro Señor Jeucristo. En él está la salvación, la gloria, la resurrección. El nos ha salvado y libertado" Gal 6,14)..

9. "Refinará a los hijos de Leví". El sacerdocio levítico, que había envejecido, será renovado, recreado, como prolongación de su sacerdocio eterno, y medio para ofrecer la ofrenda única que puede borrar los pecados. Esta ofrenda agradará al Señor. Porque ya no serán sacrificados los animales, sino el mismo Cristo. Como él ofreció su propia vida, debemos nosotros ofrecer la nuestra. Como ejercido por hombres, también el sacerdocio cristiano puede envejecer, y será necesario renovarlo y purificarlo, sobre todo desde la interioridad. El Concilio Vaticano II ha revalorizado la teología del culto espiritual de los cristianos, pues el sacrificio que agrada a Dios es el hombre, como hostia viva a Dios ofrecida: "Os ruego, hermanos, que ofrezcáis vuestros cuerpos, como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; éste es el culto que debéis ofrecer" (Rm 12,1). Debemos estar atentos con amor, para ofrecer a Dios del amanecer hasta la noche, nuestros pensamientos, afectos, deseos, planes, fracasos, alegrías, llanto y tristeza, y todas las virtudes que la vida nos va proporcionando la oportunidad de practicar, y todas las batallas que debemos sostener para unirlos al sacrificio de Cristo renovado en el altar. Esa es la ofrenda que le agrada al Padre, que busca adoradores en espíritu y en verdad.

10. Simeón, sobrenadando en aguas de gozo, le dice al Señor: Señor, has cumplido tu palabra. Me prometiste que vería antes de morir al Salvador. "Ya puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto, al Salvador". Lucas 2,22. ¡Cuántos anhelos y esperanzas y oración revelan estas palabras! De Simeón y de todo Israel, a quien él representa. La historia del pueblo de Israel no ha sido ni inútil ni estéril: sus ojos han visto al Salvador, y sabe que ha llegado ya el triunfo de la vida, porque el Niño Jesús irá creciendo y llegará la hora de su inmolación, con la que redimirá a todos los pueblos, y no sólo a Israel.

11. "Este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida. Y a tí una espada te atravesará el alma". Cuando a un hombre le ocurre una desgracia, todos procuran que no se entere su madre. María ha sido la excepción. Así debía ser para que fuera corredentora. Ella es el signo de la Iglesia portadora de la gracia del Redentor y, consiguientemente, queda convertida, como El, en señal de contradicción.

12. Los cinco siclos ofrecidos por el padre, son un sacrificio sustitutorio, hasta que llegue la hora del sacrificio del Calvario, en el que ya no habrá sustitución. Será entonces Cristo el sacrificado, no sustituído ya, sino sustituyéndonos a todos sus hermanos, acompañado por el sufrimiento y el dolor de María con el corazón traspasado, simbolizados hoy por los pichones sacrificados y quemados en holocausto. "Sin derramamiento de sangre no hay redención" (Hb 9,22).

13. Vamos ahora a actualizar ese sacrificio sobre el altar para la redención de los pecados.

J. MARTI BALLESTER


13. CLARETIANOS 2002

Queridos amigos:

En Polonia y, en general, en los países del este de Europa, la Navidad "popular" termina tal día como hoy. Los adornos navideños se suelen mantener hasta esta fecha. Es el tiempo del frío invernal y de la nieve, tan asociados al nacimiento de Jesús. En el ambiente de 30 grados en el que me encuentro esto resulta un poco chocante, pero hay que reconocer que las tradiciones populares contienen siempre algo de verdad. Con la presentación de Jesús en el templo, a los cuarenta días de su nacimiento, se cierra un ciclo de su presentación al mundo. Se presenta a los pastores, a los magos ... y ahora, a Yavé, en el templo de Jerusalén. En este escenario hay dos testigos de excepción: dos ancianos simpáticos, a los que el peso de los años no les ha hecho perder la lozanía espiritual. Simeón y Ana son una pareja veterotestamentaria a la que le hubiera encantado vivir en pleno régimen de Nuevo Testamento. Y lo dicen de manera descarada. Simeón no tiene miedo en irse al otro barrio porque ya ha visto, se supone que con ojos bastante cansados, al "Salvador". Ana, longeva donde las haya, al ver al niño, se puso más contenta que unas castañuelas, y, en plan carismático,, comenzó a alabar a Dios cantando aquello de "Alabaré, alabaré, alabaré, alabaré, alabaré a mi Señor". Pero, claro, no era cuestión de quedarse en el jolgorio. Ambos, sobre todo el viejo Simeón, tienen su pequeña aportación profética. Lucas coloca en sus labios una cristología que para sí quisieran muchos aficionados. Jesús es el Salvador, es la gloria de Israel (barre para dentro), y también la luz de todas las naciones (amplía el espectro). Pero es también un "signo de contradicción" que va a dividir y que va a ser dividido. Simeón le regala a Lucas un espléndido esquema para que se ponga cuanto antes a componer su evangelio.
Al final, cada uno regresa a su casa y Dios a la de todos. Jesús comienza un intenso programa de adiestramiento, que incluía crecer en estatura, en sabiduría y en gracia. ¿Hay alguna academia que presente un programa tan completo?
Bromas aparte, estamos ante una fiesta que, en su aparente candor, nos regala como una ficha de Jesús, un programa concentrado de su mesianidad.

Gonzalo (gonzalo@claret.org)