35 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO V DE CUARESMA
28-35

 

28.

La cuaresma intenta llevarnos al encuentro de Jesucristo, para ir con él a la victoria de la Pascua: que nos sintamos triunfadores como él es triunfador del pecado y de la muerte con su resurrección.

Con una gran insistencia y desde hace ya tres domingos, se nos viene revelando ese retrato de un Jesucristo, que busca de mil modos y maneras llegar a  nosotros, a nuestro corazón, vacío que está de esperanza por el hastío que produce a la corta o a la larga, el pecado.Esa vida desordenada, irresponsable y caprichosa que deja sin sentido, ni valor nuestra existencia. A esta vida así vivida, no la encontramos sentido.

Recordad primero, a aquel viñador, del que se nos habló el domingo 3º , que pide al dueño de la viña un año más de espera, antes de cortar la higuera que no tenía fruto. Y para nosotros se nos pide un año más de paciencia con nosotros mismos, para que logremos dar fruto, como le ocurrió a  aquella higuera, donde había ido el amo un año y otro y otro, así hasta tres, sin encontrar nada. “Si no da fruto el año que viene, la cortarás”. Nosotros debemos tener también paciencia con nosotros mismos si no acabamos de dar fruto en esta cuaresma, en nuestra vida. Nunca la desesperanza.

También con pincelada maestra se nos ha presentado a Dios como ese buen Padre, que ve de lejos al hijo derrochador, que vuelve y que llevó una vida desastrada y disoluta en lejanas tierras. Y lo abraza y le besa. Interrumpe su confesión, aprendida de memoria, y  no sentida. Lo viste, lo calza, le pone un anillo de señor y lo sienta a su mesa a un gran festín.

Y ¿qué decir de lo que hizo este mismo padre con su hijo mayor, el que nunca había abandonado ni a su padre, ni la casa?. Este hijo mayor se siente justo y cumplidor de las reglas de juego, cumplidor de la ley. Y este padre, ante su actitud acusadora: ese hijo tuyo, que se ha comido tus bienes con malas mujeres, y ante su actitud puritana, rebelde, llena de rencor y de envidia, su padre se abaja, se humilla,  le suplica: su padre salió a su encuentro y se puso a rogarle: “hijo mío tu siempre  has estado conmigo y todo lo que tengo es tuyo

Pues bien, si se nos ha trazado el retrato del Padre, lleno de ternura, de paciencia y  que espera que un día llegaremos a estar a la altura de su amor, dando fruto, en este domingo y antes de entrar en la gran semana, que nosotros queremos hacer santa, esa gran olimpiada de toda la cristiandad, se nos presenta la figura de Jesucristo, Hijo de Dios, que obra, y ama como el Padre, porque el amor, es único en la Comunidad divina.

Si a estas alturas de la cuaresma hemos descubierto nuestra condición pecadora, bien por transgredir la ley, como el hijo menor, el hijo pródigo; bien por idolatrar la ley, como el hijo mayor con sus grandes fidelidades, pues a pesar de nuestra condición pecadora debemos dejarnos amar por Dios, tal y como somos, tal y como nos sintamos; es decir, pecadores.

Si el Padre perdona a uno y a otro hijo, si el Padre quiere al mayor y al menor, también Jesús, le vemos perdonar a la mujer adultera, cual otro hijo pródigo, y desarmar el corazón del odio que traían escribas y fariseos, que la querían lapidar para cumplir la ley. Nos llama la atención la misericordia tenida por Jesús sobre la mujer adúltera y en realidad de verdad trabajó mucho más al volcarse en amor e inteligencia sobre los fariseos y escribas para que dejaran en el suelo la piedra de su odio puritano y leguleyo.

Vemos a Jesús, sentado en el patio del templo. Había llegado a una hora temprana. Muchas gentes ya le rodeaban para escucharle. Los soldados llegaron a decir: jamás hemos visto hablar  a un hombre como este, hablando. De repente, se oye un tumulto. Un grupo de hombres arrastran a la fuerza a una mujer desgreñada. La muchedumbre, que le rodeaba, se aparta y abre camino, después la rodean. Se oyen unas voces acusadoras: “ha engañado a su marido…es una adúltera, la hemos sorprendido… merece que la matemos a pedradas como manda la ley que nos dejó  Moisés. Tú ¿qué dices?. Se escuchan comentarios insidiosos, condenatorios, acusadores y sin piedad: “hay que apedrearla”. La situación se hace tensa. La mujer está muerta de vergüenza, no levanta la cabeza; la han sorprendido en flagrante delito de adulterio.

Jesús, sereno, los mira a sus ojos llenos de insidia y de odio. Se inclina y empieza a escribir con el dedo en la tierra junto a la mujer, como si quisiera hacer una barrera para protegerla. La actitud de Jesús está llena de respeto y de delicadeza. No la mira para no llenarla de vergüenza. Ya bastante tiene. Señor, no la quieres juzgar con tu mirada. Tienes piedad para con ella. Y empiezas a tomar una posición clara contra la ley por la ley. Las leyes son necesarias. Se necesitan reglas y normas generales para la vida en sociedad. Pero tú ves y vas más allá de la ley. Tú ves el corazón de esta  mujer e interpretas  la ley, la humanizas.

Los letrados y los fariseos insisten: quieren que Jesús también la condene. Y Jesús también se compadece de ellos, llenos como están de un puritanismo rencorosos, servil e idolátrico.

“Jesús se incorporó y les dijo: “el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Los haces adentrasen en su propia conciencia: “Mirad dentro de vosotros mismos”. Cuantas veces necesitamos nosotros hacer otro tanto, cuando nos sentimos tentados de juzgar a los demás con dureza y de modo inmisericorde. Nuestras propias debilidades deben hacernos indulgentes con las debilidades de los demás.

Este grupo acusador, conocedores y cumplidores fieles de la ley tienen un gran parentesco con el hijo mayor de la parábola que se nos contó el domingo pasado.. Ese hijo también conocía y cumplía la ley, pero éste y aquellos tenían pervertido el corazón por el orgullo, la autosuficiencia, la confianza absoluta en unas normas y tradiciones, que haciéndolas suyas, ellos se convertían en dioses, juzgando, condenando y disponiendo de las vidas de los demás, incluso censurando y condenando la actitud misericordiosa y comprensiva  del Padre y de Jesucristo.

Si tú te sientes reflejado en este grupo, fieles y cumplidores de la ley, llénate hoy de esperanza y de alegría, porque, si escuchas y dejas que las palabras de Jesús entren en tu corazón, lograrás dejar en el suelo,  la piedra de tu odio acusador de tu autosuficiencia, de tu legalismo puritano, de tu endiosamiento funesto con el que te haces insoportable en la convivencia.

“El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”.Ellos, al oírlo, dejaron que el eco de esa voz sonara y resonara en su corazón y “se fueron uno a uno, tirando por tierra su piedra”, su odio, su soberbia, haciendo ese gesto de auténtica conversión personal. Vinieron en masa y gritando. Se fueron uno a uno y en silencio sonoro. Y así hasta el último. Jesús a todos los quiso. Y ellos respondieron todos, pues todos dejaron la piedra. Y ¿nosotros, Comunidad cristiana de ................?

La adúltera quedó sola. Jesús, entonces, la preguntó: “ Mujer ¿dónde están tus acusadores ¿ ¿ninguno te ha condenado?. La delicadeza e inteligencia de Jesús son admirables: pregunta de tal manera, que pone ya en los labios temblorosos de la mujer la respuesta, que la devuelve su honra y su honor. “Ninguno, Señor”.Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.

Esta frase de Jesús debe ser el espíritu con que celebremos esta Eucaristía y la oración jaculatoria de esta 5ª semana de cuaresma, que rezándola y saliendo frecuentemente de nuestros labios, penetre en nuestro corazón y lo haga nuevo. Isaías nos lo ha profetizado: mirad que realizo algo nuevo. No recordéis, pues, lo de antaño, tus pecados y debilidades, no penséis en lo antiguo. Mirad que realizo algo nuevo: haré brotar agua en el desierto de tu corazón y ríos en el yermo de tu vida, para apagar tu sed.

                                               AMEN

P.Eduardo Martínez Abas, escolapio

edumartabad@escolapios.es


29. 

Nexo entre las lecturas

Mirad, voy a hacer algo nuevo (Is 43, 19). La novedad es sin duda uno de los puntos salientes de los textos litúrgicos de hoy. El profeta en lenguaje poético, lleno de imágenes sorprendentes y audaces, evoca un nuevo éxodo y una nueva liberación (primera lectura). La mujer adúltera, que trata el evangelio, descubre en la actitud de Jesús una novedad nunca vista, que la libera y transforma. Pablo de Tarso se confronta con la absoluta novedad del misterio de Cristo, y por eso todo lo tiene por basura con tal de ganar a Cristo y vivir unido a él (segunda lectura).


Mensaje doctrinal

1. La vieja novedad de Dios. Algo nuevo puede hacerlo quien tiene en sí la fuente de la novedad. Un poeta tiene en sí la fuente de la poesía, y por eso puede en cualquier momento ser poéticamente creativo. Un genio político puede sorprendernos con su creatividad en cualquier momento de su vida. Un hombre carismático del espíritu puede poner en juego su carisma, incluso cuando menos se pudiera esperar. Esto que acontece con hombres extraordinariamente dotados, ahonda sus raíces en Dios mismo, la novedad por excelencia y fuente de toda novedad. En la historia de Israel la novedad divina no se ha agotado en el gran acontecimiento del Éxodo. Siete siglos después del Éxodo egipcio Dios mueve los hilos de la historia para crear una nueva situación y hacer volver a Jerusalén a los desterrados en Babilonia (primera lectura). Para la pobre mujer sorprendida en adulterio y condenada a la lapidación, debió ser una gozosa novedad la actitud de Jesús para con ella: "¿Nadie te ha condenado?... Tampoco yo te condeno". No menos novedosa debió de ser para los acusadores de la adúltera el comportamiento de Jesús: "Quien de vosotros esté sin pecado, que tire la primera piedra... Al oír esto se marcharon uno tras otro, comenzando por los más viejos..." (Evangelio). ¿Quién es éste que se atreve a ponerse por encima de la ley de Moisés? A nuestros oídos, finalmente, suena bastante conocido eso de "la novedad cristiana". Pablo, que la ha experimentado hasta el fondo, la resume así: conocer a Cristo (conocimiento que es fruto de la experiencia de fe), experimentar el poder de su resurrección, compartir sus padecimientos y morir su muerte, alcanzar así la resurrección de entre los muertos (segunda lectura). Se puede decir que la historia de la salvación se resume en la historia de las nuevas intervenciones de Dios en vistas siempre de la salvación de los hombres.

2. La novedad divina no parte de cero. Es verdad que ninguna novedad religiosa, política, social o económica parte de cero. Lo nuevo hunde sus raíces en lo antiguo, sin destruirlo, pero asumiéndolo en modo creativo. Una novedad sin raíces se seca y desaparece en poco tiempo. Lo nuevo para que sea fecundo tiene su paternidad en la historia. Tampoco Dios, en las nuevas maravillas que va realizando con el correr de los años y de los siglos, actúa desde cero. Si así fuera no podríamos hablar de una historia de la salvación, sino de acciones puntuales de Dios, desligadas unas de otras, intervenciones de un Dios francotirador que actúa a impulsos, al margen de todo plan. Por eso Isaías ve en la nueva intervención de Dios en favor de los desterrados de Israel en Babilonia no una novedad absoluta, sino un nuevo éxodo, estableciendo así una pasarela entre el pasado y el presente. Jesús con su comportamiento no liquida sin más la ley mosaica, sino que se sitúa por encima de ella y la interpreta en su verdadero sentido: "Vete y no vuelvas a pecar". Las acciones nuevas de Dios en la marcha de la historia de los pueblos y en la vida de cada persona no prescinden jamás de lo que ya se ha construido. El hombre de Dios, el cristiano, es aquél que sabe leer la historia y la vida de los hombres en una continuidad constante, sin rupturas, aunque no sin sorpresas. Por ello, en la visión cristiana de la historia el presente no es sino la unión de dos riberas, la del pasado en el que está enraizada y la del futuro hacia el que se proyecta.


Sugerencias pastorales

1. Sin miedo a la novedad de Dios. El cristianismo desde sus mismos orígenes ha experimentado una sana tensión entre el pasado y el futuro, entre lo nuevo y lo viejo, entre la tradición y el progreso. Aquéllas formas de vida cristiana que logren mantener ambos polos de la tensión serán auténticas. Aquellas otras que, de tal manera acentúen uno de los polos que pierdan el equilibrio, caminan por un sendero equivocado. No tengamos miedo en modo alguno a la tradición, pero tampoco al progreso, a la novedad que Dios va creando en cada período de la historia. La novedad, si es de Dios, trae consigo siempre una superación de lo ya existente. La tradición, si es auténtica, da peso y solidez a las nuevas aportaciones. El cristiano es "como un padre de familia que saca de su tesoro cosas nuevas y viejas" (Mt 13, 52). Dos ejemplos de novedad en nuestro tiempo: la inculturación, los movimientos eclesiales. Son, en efecto, fenómenos nuevos, pero que "vienen de lejos". San Pablo es, en cierta manera, el primer campeón de la inculturación del Evangelio en categorías y mentalidad helenísticas. No cabe duda de que cada época histórica ha debido realizar esa misma labor, hasta nuestros días. Una mayor conciencia del pluralismo cultural, hoy vigente, y el desafío de iluminar con el Evangelio culturas ancestrales ajenas al cristianismo, infunden al proceso actual de inculturación un nuevo rostro. Por otra parte, los movimientos arraigan por igual en los orígenes del cristianismo. Los estudios sociológicos del Nuevo Testamento han mostrado que sea Jesús de Nazaret, sean los primeros cristianos fueron en gran parte predicadores itinerantes, al estilo de los filósofos populares contemporáneos. En la espiritualidad de muchos movimientos eclesiales se halla la intención de "volver a las fuentes", "volver a los orígenes del cristianismo". Sí, sociológica y canónicamente los movimientos eclesiales son algo nuevo en la Iglesia, pero su ascendencia no es de ayer. En la entraña misma del cristianismo está presente la osadía de insertar los nuevos esquejes en el viejo tronco.

2. La novedad siempre nueva. Las novedades humanas, como todas las cosas de este mundo, tienen su ciclo vital desde el nacimiento a la muerte. Son novedad, y dejarán de serlo. Por vía de extinción o de desgaste y decaimiento. La moda es como el escaparate en que se presenta la fugacidad de las novedades humanas. Pero hay una persona, Jesucristo, que lleva la novedad dentro de sí, que es novedad siempre presente sin desaparecer en el pasado y sin perderse en el futuro: Jesucristo, la novedad absoluta, "ayer, hoy y siempre". Vive, eternamente joven, con la vida de quien definitivamente ha derrotado a la muerte. Vive, infundiendo una pujante fuerza de novedad, en quienes le abren su corazón y asimilan su estilo de vida. Verdaderamente Cristo es en todo momento de la historia el Hombre Nuevo, que tiene el mismo mensaje eterno de Dios, pero siempre nuevo y renovador del hombre. ¿Por qué a veces los cristianos somos o nos creemos viejos? Sé siempre nuevo, siguiendo los pasos del Hombre Nuevo.

P. Antonio Izquierdo


30. DOMINICOS 2004

Seguimos avanzando en el tiempo de cuaresma y nos encontramos ya en el vestíbulo de la semana santa. Las tres lecturas de este domingo tienen una clara inspiración común y un contenido que podemos llamar de tensión hacia el futuro.

Vienen a enfatizar un mismo mensaje de ánimo y de esperanza que nos permita superar estériles nostalgias y remordimientos para poder encarar con resolución y responsabilidad nuestro futuro. El perdón, por cierto, aligera el equipaje para esa marcha, a veces ardua.

Comentario Bíblico
El gozo en el Dios de la Misericordia

Antes de entrar en la gran semana de nuestra Redención, el quinto domingo de Cuaresma nos ofrece, en sus lecturas, esa dimensión inaudita e irrepetible de lo que es el proyecto de salvación sobre nosotros. Del libro de Isaías, de la carta a los Filipenses y del evangelio de Juan emanan los tonos más íntimos del proyecto de Dios que quiere renovar todas las cosas, que perdona hasta el fondo del ser sin otra contrapartida que la mejor disponibilidad humana.


Iª Lectura: Isaías (43,16-21): Memoria liberadora
I.1. El texto de Isaías recuerda el momento culminante de la actuación de Dios en el AT: la liberación de Egipto. Aquí, lo sabemos, el pueblo esclavo recibió su identidad en su libertad. Ese es el credo de su fe que se repite de generación en generación. No hay cosa más grande para el pueblo de Dios que recordar esa hazaña liberadora divina. Pues bien, eso se quedará en mantillas ante lo que Dios tiene que hacer por nosotros, por la humanidad, por la historia. Y el Dios que promete una cosa, la cumple. Será ese lenguaje simbólico de la liberación, del paso del mar, del agua y el maná en el desierto, el que se use para anunciar lo nuevo que hará con nosotros.

I.2. Hacer memoria del pasado es bueno, no para la nostalgia, sino precisamente para renovarse. Eso es lo que el Deuteroisaías propone. Las raíces están precisamente en el pasado y no se puede cortar la trama de la historia de un pueblo, de una religión que es en esencia liberadora. Un pueblo sin historia es un pueblo sin raíces; pero la memoria, para ser auténtica, debe hacerse y leerse en clave profética, no precisamente jurídica o nostálgica. Cuando los cristianos leemos la historia de Jesús y la intervención de Dios en su vida, y muy especialmente en su muerte, hacemos memoria profética que muestra que el Dios de Israel, el de Egipto, no se ha dormido, sino que siempre está dando vida donde los hombres sembramos esclavitud o tragedias.


II ª Lectura: Filipenses (3,8-14): La experiencia verdadera del Señor
II.1. Este es uno de los pasajes más íntimos y personales del apóstol Pablo, nos habla de lo que supone para él “haber conocido a Cristo”; por Él todo le parece pérdida, por Él todo lo que en este mundo es relumbrón, le parece una nadería. Lo curioso es que un capítulo tan decisivo como éste de Filipenses se presta a unas ciertas dudas de autenticidad: ¿es de Pablo? ¿no es, más bien, otra carta distinta de lo que venimos leyendo en continuidad desde Flp 1,1-3,1a? Yo me inclino, claramente, por una carta distinta de la que se puede leer hasta 3,1a.. Desde luego, el cambio de tono que se produce en 3,1b no es justificable con el tono entrañable de todo el texto anterior de la carta. Pero de ahí a pensar que Pablo no está hablando con estas palabras, las de la lectura de hoy, a mi entender, no se justificaría. Es un retrato muy personal, muy decisivo, de sus opciones, de su conversión, de cómo dejó de ser un fanático de la ley para ser un “enamorado” de Cristo, de su pasión y su resurrección. No tenemos una descripción de lo que Pablo sintió en su alma al “convertirse” y muchos autores nos dice que ésta es la mejor estampa de lo que el apóstol sintió en su alma al pasar del judaísmo al cristianismo.

II.2. Conocer a Cristo, su evangelio, vivir en el horizonte de la fe pascual es haber encontrado el sentido de su vida y de la felicidad por la que luchó en el judaísmo. Ahora, dice Pablo, todo es distinto: no tiene que aparentar, ni justificarse a sí mismo, ni intentar ser el primero o el mejor... eso no vale para nada. Eso era lo que vivía antes de su conversión llegando, incluso, a perseguir a los cristianos por tratar de ser el primero de los judíos, como buen discípulo rabínico. Haber “conocido” a Cristo es haber experimentado la fuerza del amor de Dios. No olvidemos que conocer, aquí, no tiene el sentido de “gnosis” o conocimiento intelectual, sino el sentido bíblico de yd‘ y el daat Elohim de los profetas (Os 4,1.6; 5,4; 8,2 ; Jr 2,8; 4,22; 9,2.5 en oráculos de amenaza o bien de salvación: Os 2,22; Jr 31,34 o Is 28,8) experiencia de Dios, de lo santo; o la misma experiencia del amor entre hombre y mujer). Ahora ha sentido la verdadera liberación de todo lo que mata y esclaviza en este mundo.


Evangelio: Juan (8,1-11): El Dios de la dignidad de los pequeños
III.1. El pasaje de la mujer adúltera (muy probablemente un texto de Lucas que en el trasiego de la transmisión de los textos pasó al de Juan), es una pieza maestra de la vida; es una lección que nos revela de nuevo por qué Pablo hablaba así al haber conocido al Señor. Porque, aunque el Apóstol se refería al Señor resucitado, en ese Señor estaba bien presente este Jesús de Nazaret del pasaje evangélico. El libro del Levítico dice: si adultera un hombre con la mujer de su prójimo, hombre y mujer adúlteros serán castigados con la muerte (Lv 20,10); y el Deuteronomio, por su parte, exige: los llevaréis a los dos a las puertas de la ciudad y los lapidaréis hasta matarlos (Dt 22,24). Estas eran las penas establecidas por la Ley. No tendríamos que dudar de que Dios esto no lo ha exigido nunca, sino que la cultura de la época impuso estos castigos como exigencias morales. Jesús no puede estar de acuerdo con ello: ni con las leyes de lapidación y muerte, ni con la ignominia de que solamente el ser más débil tenga que pagar públicamente. La lectura “profética” que Jesús hace de la ley pone en evidencia una religión y una moral sin corazón y sin entrañas. No mandó Jesús buscar al “compañero” para que juntos pagaran. Lo que indigna a Jesús es la “dureza” de corazón de los fuertes oculta en el puritanismo de aplicar una ley tan injusta como inhumana.

III.2. Vemos a una mujer indefensa enfrentada sola a la ignominia de la mentira y de la falsedad. ¿Dónde estaba su compañero de pecado? ¿Solamente los débiles -en este caso la mujer- son los culpables? Para los que hacen las leyes y las manipulan sí, pero para Dios, y así lo entiende Jesús, no es cuestión de buscar culpables, sino de rehacer la vida, de encontrar salida hacia la liberación y la gracia. Los poderosos de este mundo, en vez de curar y salvar, se ocupan de condenar y castigar. Pero el Dios de Jesús siente un verdadero gozo cuando puede ejercer su misericordia. Porque la justicia de Dios, muy distinta de la ley, se realiza en la misericordia y en el amor consumado. Es ahí donde Dios se siente justo con sus hijos. Presentimos que en la conciencia más personal de Jesús se siente en ese momento, sin decirlo, como el que tiene que aplicar la voluntad divina. Lo han obligado a ello los poderosos, como en Lc 15,1 le obligaron a justificar por qué comía con publicanos y pecadores. Jesús persona su pecado (¡que nadie se escandalice de su permisividad!), pero de qué distinta forma afronta la situación y el pecado mismo.

III.3. Jesús escucha atento las acusaciones de aquellos que habían encontrado a la mujer perdiendo su dignidad con un cualquiera (probablemente estaba entre los acusadores, pero él era hombre y parece que tenía derecho a acusar), y lo que se le ocurre es precisamente devolvérsela para siempre. Eso es lo que hace Dios constantemente con sus hijos. Así se explica, pues, aquello que decía el libro Isaías de que todo quedará pequeño con lo que Dios ofrecerá a los hombres. Son estas pequeñas cosas las que dejan en mantillas las actuaciones del pasado, aunque sea la liberación de Egipto. Porque el Dios de la liberación de Egipto tiene que ser eternamente liberador para cada uno desde su situación personal. Eso es lo que sucede en el caso concreto con la mujer del pasaje evangélico de hoy. De nada le valía a ella que se hablara del Dios liberador de Egipto, si los escribas, los responsables, la dejaban sola para siempre. Jesús, pues, es el mejor intérprete del Dios de la liberación que se apiada y escucha los clamores y penas de los que sufren todo el peso de una sociedad y una religión sin misericordia.

III.4. ¿Qué significa “el que esté libre de pecado tire la primera piedra”? ¿Por qué reacciona Jesús así? No podemos imaginar que los que llevan a la mujer son todos malos o incluso adúlteros. ¡No es eso! Pero sí pecadores de una u otra forma. Entonces, si todos somos pecadores, ¿por qué nos somos más humanos al juzgar a los demás? No es una cuestión de que hay pecados y pecados. Esto es verdad. Pero por muy simple que sea nuestro pecado todos queremos perdón y misericordia. Los grandes pecados también piden misericordia, y desde luego, ningún pecado ante Dios exige la muerte. Por tanto deberíamos hacer una lectura humana y teológica. Toda religión que exige la pena de muerte ante los pecados… deja de ser verdadera religión porque Dios no quiere la muerte del pecador. Esto debería ya ser una conquista absoluta de la humanidad.

Fray Miguel de Burgos, O.P.
mdburgos.an@dominicos.org

Pautas para la homilía

Tres lecturas bíblicas y otros tantos impulsos de futuro. Isaías alienta a su pueblo desterrado mediante el anuncio un porvenir mejor. También San Pablo se propone infundir coraje a los filipenses: compara la existencia cristiana con una carrera para invitar a los cristianos a correr hacia la meta sin volver la vista atrás. Jesús, por su parte, también apuesta por el futuro, en esta ocasión el de una mujer sorprendida en adulterio: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.

De sobra sabemos que San Juan ha estructurado todo su evangelio como una especie de confrontación judicial entre Jesús y la autoridad religiosa judía: Jesús testimonia una y otra vez en favor de un orden nuevo basado en el amor; la autoridad o sus representantes lo hacen en favor de un orden viejo basado en la ley. Pues bien, es justamente esto lo que sucede en el pasaje evangélico que hoy hemos escuchado. Los hombres de la ley, letrados y fariseos, acusan de adulterio a una mujer y parecen dispuestos a ejecutar la pena máxima (la muerte por lapidación) prevista por la ley.

Ello les sitúa en una posición de fuerza y les permite intentar poner a Jesús en un aprieto. Jesús, por su parte, mediante la confrontación de cada cual con su propia conciencia, se las ingenia para crear un clima en el que la condena resulte imposible. Después, él mismo ofrece su propio perdón. De ese modo, la mujer se ve liberada de su pasado y es exhortada a cambiar de conducta.

La cuaresma, tiempo para la conversión y la celebración del perdón de Dios, nos exige hoy que seamos portadores de ese mismo perdón. Porque quien se siente perdonado sabe perdonar con igual generosidad. Y su perdón tiene al menos dos efectos.

El perdón, en primer lugar, libera a la persona que ha faltado u ofendido. Condenar a alguien es negarle toda posibilidad de cambio, toda posibilidad de conseguir un futuro distinto para sí mismo y en su relación con los demás (eso es lo que hace una semana quería hacer el hijo mayor con su hermano pequeño: tirarle a la papelera, pero ni siquiera la de reciclaje, sino la otra). El perdón, por el contrario, deja siempre abierta una puerta para que a través de ella pueda cambiar, avanzar y crecer quien realmente desee hacerlo y, por lo mismo, ponga manos a la obra.

El perdón, en segundo lugar, libera a quien perdona. Cuando perdonamos estamos renunciando a participar en ese juego de la oposición, el enfrentamiento o el conflicto cada vez mayor, que hace mal a todos y bien a nadie. El que perdona se libera del torbellino de la bola de nieve cada vez más veloz, más poderosa y más peligrosa. Cuentan -creo que lo hace Anthony de Mello, pero no tengo a mano el medio para poder verificarlo- que un antiguo prisionero de los campos de concentración nazis fue en cierta ocasión a visitar a un amigo que había compartido con él esa experiencia tan trágicamente inhumana y degradante.

- Has olvidado ya a los nazis?, le preguntó el visitante a su amigo, a lo que éste respondió que sí.

-Pues yo no, aún sigo odiándolos con toda mi alma.

-Entonces -le dijo su amigo- aún siguen teniéndote prisionero.

El perdón es doblemente liberador. Jesús en todo aparece como un hombre profundamente libre y que, en consecuencia, practica magnánimamente el perdón. Como sólo Dios sabe hacerlo. Nosotros, cristianos, también en esto estamos llamados a la imitación o al seguimiento de Jesús y en ello nos va una buena parte de nuestra libertad. Que la eucaristía que en este domingo celebramos no ayude en la carrera. Y hagan caso a San Pablo: no importan las veces en que usted no haya perdonado, importan todas y cada una de aquellas que a usted le quedan por perdonar.

Francisco Javier Martínez Real
jmartinezreal@dominicos.org


31. Fluvium 2004

El acontecimiento más grandioso que ha sucedido y puede suceder en el mundo es la Encarnación del Hijo. Nada mejor que esto puede acontecer: es el hecho que supone un mayor bien para los hombres. Como afirmamos al recitar el Credo: por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del Cielo y se encarnó. "Por nuestra salvación": nuestra vida incorporada a la divina en la total plenitud para la que fue ideada y creada; pues Dios quiere que todos los hombres se salven, como dice san Pablo, en la primera de sus cartas a Timoteo. Y de muchas otras formas la Sagrada Escritura, y también constantemente la Liturgia de la Iglesia, afirman esa intención de Dios de hacer al hombre partícipe de su intimidad en que consiste la salvación.

Hoy nos presenta la Iglesia el conocido diálogo de Jesús con los escribas y fariseos y con una mujer que debía ser condenada a muerte, según la ley, por su pecado. Aquellos hombres acusadores conocían la bondad de Jesús, sus deseos de ayudar a todos. Sabían que pasó haciendo el bien. Posiblemente habrían sido testigos de algún milagro en favor de un enfermo, o tal vez habrían escuchado sus palabras alentando a todos a corresponder a Dios en espera la recompensa prometida. Intentan, sin embargo, ponerle en el compromiso incómodo de elegir entre su conocida actitud compasiva y misericordiosa, y la fidelidad a la ley de Moises –que todos en Israel reconocían como Ley de Dios–, según la cual la mujer que le presentaban merecería pena de muerte por su pecado.

Pero Jesús vino al mundo para que pudiéramos alcanzar la salvación, y también para mostrarnos, mejor que los profetas, la bondad Dios. Precisamente con esta aclaración comienza la Carta a los Hebreos: En diversos momentos y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos días nos ha hablado por medio de su Hijo. Y Jesús, el Hijo de hecho hombre, enseñó de muchas formas que por Él somos hijos de Dios, y que Dios, Nuestro Padre, nos ama con entrañas de misericordia y perdona nuestras faltas, por graves que sean, si las reconocemos y de ellas nos arrepentimos.

Que Dios nos ama y que no somos capaces de valorar como es debido su amor y que siempre nos quedaremos cortos al imaginarnos su cariño, debe ser punto de partida en nuestra meditación cuando nos vemos ante Él; pues, como recuerda Jesús a sus discípulos, tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.

La presencia del Hijo de Dios encarnado entre nosotros contemplando nuestra vida, es para nuestra salvación. Y así, como quiera que nos sintamos moralmente ante Cristo, y por evidente que nos pueda resultar la maldad de nuestras ofensas, Él siempre quiere ayudarnos. No puede dejar de amarnos y, por consiguiente, hacernos partícipes de la bienaventuranza del Cielo, donde gocemos eternamente con Él junto al Padre y al Espíritu Santo, y a todos los ángeles y los santos. No es exageración decir que Dios no sabe si no ser bueno con sus hijos, y que seríamos muy injustos si desconfiásemos de su misericordia y su perdón si le hemos ofendido. Pues, su deseo permanente es poder otorgarnos lo que más nos pueda colmar en cada instante. Esto es lo que hace, a pesar de nuestras faltas, si nos dirigimos a Él arrepentidos y con deseos de amarle en adelante.

Que los tropiezos y derrotas no nos aparten ya más de El –aconseja san Josemaría–. Como el niño débil se arroja compungido en los brazos recios de su padre, tú y yo nos asiremos al yugo de Jesús. Sólo esa contrición y esa humildad transformarán nuestra flaqueza humana en fortaleza divina. "Asirse al yugo de Jesús". De eso se trata. La verdadera contrición incluye ese deseo de entregarse generosamente a cumplir su voluntad en los concretos detalles de cada jornada. Pero nos sentimos tan débiles que apenas nos atrevemos a formular el propósito. Lo tiene que poner Él todo en nosotros: la fortaleza divina que sane esa flaqueza que nos hizo pecar.

Pidamos a Dios –poniendo por intercesora a nuestra Madre del Cielo, que es también Madre suya– un dolor sincero, humilde, de nuestras faltas, que nos consiga el propósito firme de no volver a pecar, y Él se goce en perdonarnos.


32. CLARETIANOS 2004

¿Nadie te ha condenado?

Cuando nos confrontamos con nuestra propia verdad, ¿qué difícil nos resulta convertirnos en jueces de los otros? La afirmación paulina de que "todos somos pecadores y estamos privados de la Gloria de Dios", o la afirmación joannea de que "quien diga que no ha pecado es un mentiroso", no solamente son la constatación de un mal "común", sino, ante todo, un freno a la prepotencia, al orgullo, a la tendencia instintiva de "creernos mejores" que los demás. El reconocimiento de nuestra fragilidad humana nos lleva a la compasión y al perdón. ¡Todo lo contrario de ser un juez implacable de los demás!

El pecado de los fariseos y en general de los varones religiosos en Israel consistía en ello: en condenar a los débiles, en este caso a una mujer pecadora, y eximirse de culpa y castigo a sí mismos. Sin darnos cuenta nos constituimos en jueces y dictamos sentencia a diestro y siniestro. Descubrimos que en el mundo casi nadie es perfecto... pensando en el fondo que nosotros lo somos. Basta escuchar el tono de las críticas, la autosuficiencia de las opiniones que exponemos, las "denuncias proféticas" que de vez en cuando emitimos para descubrir cómo ese talante farisáico nos habita.

Quisieron tentar a Jesús pidiéndole que condenara a la Mujer o, si se atrevía, que le absolviera de un serio pecado contra la ley. También hoy nos preguntan a los cristianos, sean laicos o ministros ordenados, seglares o religiosos, qué pensamos sobre determinadas cuestiones candentes, como el aborto, el divorcio, la moral sexual, las parejas de hecho... Nos preguntan para tentarnos. Según optemos por una respuesta u otra, contaremos con la aprobación de un grupo o de otro. En la sociedad del espectáculo nos encanta el juego de las opiniones, pero pocos se atreven a entrar en el ámbito de las conductas. En el debate político ésto es muy claro. Con qué fariseismo se critica al adversario, se trata de abajar y envilecer todo lo que propone, cuando en realidad quien critica se encuentra en la misma situación. Si en ese caso Jesús dijera: "Quien esté sin pecado que tire la primera piedra", ¿quién quedaría para condenar y castigar? También en el debate religioso ocurre lo mismo. Unos por unas razones, otros por otras, ¿quién no está pringado con algo?

La solución a todo esto no es el laxismo, el "todo vale". Jesús no condenó a la mujer, pero no la dejó irse sin más. La invitó a seguir en el futuro un camino distinto.

Jesús valoraba mucho la fidelidad a la Alianza. Jesús era un hombre de palabra, de compromiso. La mujer, que estaba ante él, había roto la Alianza esponsal, se había opuesto a la voluntad del Creador, pues "al principio no fue así". Jesús sabía también que un varón -que estaba fuera de la escena- había compartido con ella esa ruptura de la Alianza. Y que ambos se habían convertido en símbolos de un Pueblo infiel al Amor de su Dios.

Jesús la invita a un nuevo comienzo, a renovar la Alianza con su esposo, a volver a Casa, como el hijo pródigo. También invita -indirectamente- al esposo engañado a acogerla de nuevo en la Alianza y ser un símbolo del Esposo divino que acepta a su Pueblo tras la infidelidad.

Jesús descubre otras rupturas de la Alianza entre los acusadores, entre aquellos que se presentaban como sus guardianes, los defensores de la ley. "Quien esté sin pecado... quien no haya quebrantado la Alianza... ¡que tire la primera piedra!". Y escribe en el suelo una y otra vez. No sabemos a ciencia cierta, qué era lo que escribía. En ese gesto descubro el dedo de Dios re-escribiendo su compromiso de Alianza en la arena movediza y endeble de las decisiones humanas. Mientras que aquellas piedras en las manos evocaban los corazones de piedra, los corazones duros que permitían el divorcio por cualquier razón, que habían perdido la sensibilidad de la Alianza de Amor.

Los presentes querían defender la Alianza con piedras y violencia. Jesús la defendía con la serenidad y la verdad, con la llamada y la seducción. Pablo reconocía que la mayor suerte que había tenido en su vida era el "conocer a Jesús". Descubrió en Él al gran Conquistador del corazón. "Yo no lo he conquistado... Él me ha conquistado a mí", dice en la carta a los Filipenses. La presencia de Jesús hace posible lo imposible, fácil lo difícil, reconciliado lo irreconciliable. Jesús tiene el poder de Dios y puede hacerlo todo nuevo.

No podemos calcular lo que una amistad profunda y perseverante con Jesús puede realizar en nosotros, en nuestro mundo. Si quien se expone al sol, poco a poco ve cómo su piel se le vuelve morena, ¿qué ocurrirá con quien se expone a la Presencia, a la Palabra, a la Acción de Jesús desde un conocimiento cada vez más íntimo?

Lo que parece imposible, es posible: comenzar de nuevo, reanudar la Alianza. El profeta Isaías proclama cómo el Dios poderoso es capaz de hacer olvidar el pasado y crear un nuevo futuro. Uno puede haber sido infiel a la Alianza, pero hay posibilidades de una historia de amor absolutamente nueva. "Te llevaré al desierto y te hablaré al corazón... Conocerás a tu Dios", decía el profeta Oseas. Nada es imposible.

JOSÉ CRISTO REY GARCÍA PAREDES


33. 2004

LECTURAS: IS 43, 16-21; SAL 125; FLP 3, 7-14; JN 8, 1-11

TAMPOCO YO TE CONDENO. VETE Y YA NO VUELVAS A PECAR.

Comentando la Palabra de Dios

Is. 43, 16-21. ¿De qué están llenos nuestra mente y nuestro corazón? Los recuerdos que nos acompañan pueden levantar o hundir nuestro espíritu. Es cierto que no podemos cerrar los ojos ante nuestras culpas pasadas. Pero hay Alguien que, enviado por el Padre, se ha convertido en nuestro perdón y en nuestra reconciliación. Si a pesar de que el Señor nos ha perdonado y ha olvidado nuestras culpas pasadas, nosotros seguimos hundidos en nuestras miserias es porque no hemos acabado de perdonarnos a nosotros mismos. Tal vez nuestra mente ha podido más que el amor de Dios que nos ha perdonado. El Señor nos pide aceptar con gran espíritu de fe su amor, su perdón y su vida. Y eso nos ha de llevar a hacer que nuestros desiertos florezcan y a que nuestras actitudes de violencia desaparezcan de nosotros. El Señor, que se acerca para celebrar nuestra propia pascua, nos pide que demos ese paso de una vida hundida en recuerdos pecaminosos, que nos dañan, a la realidad de sabernos perdonados, de sentirnos hijos de Dios, amados y reconciliados con Él, alegres porque el Señor nos ha recibido como hijos suyos y ya no nos condena más.

Sal. 125. ¡Qué alegría tan grande se siente cuando el Señor nos libra de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian, y cuando nos libra de nuestros males, angustias y enfermedades! Entonces sentimos que Dios nos ama, que Dios es nuestro Padre. La boca se nos llena de cánticos y el corazón reboza de alegría y de gozo en el Señor. Queremos permanecer siempre junto a Aquel que nos ha amado. Pero al paso del tiempo, cuando continuamente debemos seguir sembrando, en medio de grandes pruebas, para cosechar el fruto de nuestra entrega, el corazón se nos derrumbe y el ánimo decaiga y nuestra vida se acostumbre a vivir lo cotidiano, tal vez ya al margen de Dios nuevamente. Por eso el Señor, que nos ha salvado del pecado y de la muerte, nos pide que no sólo disfrutemos de sus dones, sino que vivamos como fieles esforzados en la construcción de su Reino entre nosotros. Dios siempre estará de nuestra parte. Quien tenga a Dios consigo debe ser como un río que alegre la vida de los demás y los haga fecundos en buenas obras. La Iglesia tiene la misión de sembrar en todos la Palabra de Dios, aún en medio de grandes tribulaciones, para que al final se recoja una cosecha abundante de hijos de Dios, que permanezcan con Él eternamente.

Flp. 3, 7-14. No hay otro camino de salvación, ni otro nombre en el cual podamos salvarnos que Cristo Jesús. Quien lo ha conocido y en verdad desea alcanzar sus promesas de salvación, une totalmente su vida a Él y se deja conducir por Él. Amarlo significa no sólo tener una sensación especial en el corazón, sino entrar en comunión de vida con Él. Así como las ramas se alimentan del tronco, quien ha unido su vida a Cristo, de Él recibe la salvación, el ser del Hijo de Dios, la Vida eterna. Permanecer fieles al Señor significa ponernos en camino para ir cada día de gloria en gloria, como el atleta que busca la corona final de todos sus esfuerzos. Y no es que la salvación sea consecuencia de nuestros trabajos, pues por muy grandes que hayan sido no son sino como un poco de basura; sino que vamos haciendo nuestra la victoria de Cristo, lo único que realmente nos puede hacer perfectos y santos ante Dios. Por eso dejémonos amar y conquistar por Cristo, para que sea Él quien nos conduzca a la posesión de la Gloria que le corresponde como a Hijo unigénito y amado del Padre.

Jn. 8, 1-11. Dios formó al hombre del polvo de la tierra. Y a pesar de nuestros pecados y traiciones, Él sigue inclinándose hacia nosotros para continuar escribiendo en nuestra vida su historia de amor. El Hijo de Dios, siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo, para entregar su vida por nosotros y manifestarnos que en realidad Dios nos ama hasta el extremo. Dios, rico en misericordia para con nosotros, quiere que también nosotros seamos misericordiosos para con los demás. Es verdad que muchas veces nos encontraremos con grandes pecadores; pero no podemos dedicarnos a condenarlos; no podemos limpiar al mundo de pecado apedreando, asesinando a los malvados. ¿Puede alguien sentirse libre de culpa? Si alguno dijese que no tiene pecado hace mentiroso a Dios, que nos envió a su propio Hijo para salvar al mundo entero. Reconociendo nuestra propia miseria, sabiéndonos amados por Dios, amémonos los unos a los otros y, siendo portadores del Evangelio, aprendamos a inclinarnos ante nuestro hermano que ha fallado para escribir en Él la historia del amor de Dios. Sólo amando, sólo perdonando, sólo comprendiendo a quienes se han alejado del Señor, podremos convertirnos para ellos en un signo del amor misericordioso del Señor. Dios no nos condena, sino que nos perdona; hagamos nosotros lo mismo para con los demás.


La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.

La Iglesia, santa porque Aquel que es su Cabeza es el Santo de los Santos, pero compuesta por pecadores en una continua conversión, se acerca a celebrar el Sacramento de los Misterios que nos dieron el perdón de los pecados y la Vida Nueva en Cristo Jesús. Nuestra santificación sólo habrá llegado a su plenitud en nosotros cuando llegue el final de nuestro paso por este mundo. Entonces seremos santos entre los santos de Dios. Entonces ya no habrá ocasión de pecado para nosotros. Entonces amaremos como Dios ama. Pero mientras llega ese momento nos reunimos en torno al Señor que nos ama; y que, a pesar de nuestras culpas, por muy grandes que sean, no nos condena, sino que, viendo nuestro arrepentimiento nos dice: Yo no te condeno, vete en paz y ya no vuelvas a pecar. Unir nuestra vida a Cristo es todo un compromiso de fidelidad. La Cuaresma no es tiempo de conversión por costumbre o por tradición; es el tiempo favorable para volver al Señor y morir al pecado para resucitar a una vida nueva, comprometidos a caminar en el amor sincero a Dios y al prójimo; es comprometernos a ser comprensivos y misericordiosos como Dios lo ha sido para con nosotros. Unamos, pues, nuestra vida a Dios y vivamos la plena comunión con Él, para que Él nos convierta en un signo creíble de su misericordia para nuestros hermanos.

La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.

¿Quién de nosotros no desea disfrutar de una sociedad más justa, más fraterna, más solidaria, más en paz, más libre de lacras de la misma sociedad? Hay muchos acontecimientos que entristecen, que enlutan nuestros corazones, y que tal vez nos llenan de rabia. ¿Qué hace la Iglesia para sembrar la Vida Nueva que Cristo nos trajo? Mientras no trabajemos intensamente a favor del Evangelio, no sólo proclamando el Nombre de Dios, sino esforzándonos para que el Señor haga su morada en todos los corazones, también nosotros debemos sentirnos responsables de las desgracias que hay en el mundo. No sólo arrojamos piedras sobre los demás cuando acabamos directamente con ellos, sino también cuando no somos capaces de generar un poco más de amor, de comprensión, de bondad, de misericordia, de paz en los corazones que ha deteriorado el pecado. No podemos quejarnos inútilmente por los crímenes de la humanidad; no podemos llenarnos de rabia ante la impotencia de actos que nos han rebasado. Más bien debemos examinar nuestra fidelidad a Cristo y a su Evangelio, y a la Misión que el Señor confió a su Iglesia para hacer llegar la Buena Nueva hasta el último rincón de la tierra. Mientras haya un sólo pecador, la Iglesia no puede darse descanso en hacer un fuerte llamado a la conversión y a la aceptación de la vida nueva en Cristo. Quien cobardemente vive su fe sólo en el interior de los recintos sagrados y se olvida de llevar la Luz de Cristo a los demás, debe sentir el peso del pecado, que está destruyendo a la humanidad, como una culpa propia, a causa del miedo a proclamar la fe con la valentía que nos viene del Espíritu de Dios, que habita en nuestros corazones.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber amar y perdonar como nosotros hemos sido amados y perdonados por el Señor. Que Él nos conceda trabajar intensamente por su Reino, hasta que llegue el día en que disfrutemos de la paz y de la alegría de los hijos de Dios en la eternidad. Amén.

www.homiliacatolica.com


34. ARCHIMADRID 2004

LO NUEVO QUE DIOS REALIZA

Todavía hay muchos que suspiran repitiendo, una y otra vez, el famoso dicho: “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Lo curioso es que algunos todavía piensan en la originalidad de semejante expresión, cuando resulta que el propio Dios recrimina esa actitud a todo un pueblo de Israel, ya en tiempos de Isaías: “No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?”.

Uno podría preguntarse, sobre todo en medio de tantas circunstancias de dolor y contradicción por las que pasamos actualmente: ¿dónde está lo nuevo que Dios anuncia? Creemos que sólo el progreso de la ciencia, el avance tecnológico, o los recientes descubrimientos de la medicina, son lo verdaderamente “nuevos”. Pero si fuéramos realmente sinceros con nosotros mismos, observaríamos que todo eso que nos deslumbra, incluso con toda la fuerza que nos brinda la avaricia por adquirirlo, no es nada cuando verdaderamente lo poseemos. Y si no, que cada uno haga la prueba pertinente. ¿Cuántas veces no has pensado que si tuvieras ese objeto tan preciado y “necesario” (llámese coche, equipo de música, lavavajillas, ordenador, dinero, incluso un absurdo bolígrafo), se te solucionarían tantos problemas? Y lo que ocurre, cuando ya está en nuestro poder, es que pierde, no sólo su necesidad, sino que incluso llega a hastiarnos, hasta caer en el más profundo de los olvidos.

Resulta estremecedor ver cómo ponemos nuestras ganas y nuestras fuerzas en las cosas que mueren. Es lo que en tantas ocasiones el Papa actual ha denominado como “cultura de la muerte”. Es el afán desordenado por “tener”; creyendo que, de esta manera, obtendremos las seguridades de las que carecemos. Hemos olvidado, una vez más, que sólo en el “ser” uno adquiere su verdadera dignidad, y el sentido de las cosas del mundo. San Pablo nos da la clave: “Todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor”. Y, una vez más, hay que repetir que no se trata de caer en el maniqueísmo de pensar que todo lo que nos rodea es malo, sino de darle el valor y la importancia que tienen: ser meros instrumentos que nos acercan, precisamente, a ese conocimiento de Dios. No son un absoluto en sí mismo, porque entonces se convertirían en ídolos, y Dios no tendría cabida en nuestro interior.

Sin embargo, hay otros comportamientos que, sin ser materiales, pueden hacernos tanto o más daño. Se trata de nuestros juicios y nuestros criterios particulares. Leemos en el Evangelio de hoy: “La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?”. Como vemos, esos escribas y fariseos no apelan en realidad a la autoridad Dios, sino que se apoyan en una mentira: convertirse en jueces del mundo. El enfrentamiento de Jesús con estos personajes resulta sorprendente. Utiliza sus propias armas y, por eso, apela a lo más profundo de ellos mismos: su conciencia. Y es en ella donde descubrimos nuestra auténtica desnudez, y la necesidad de algo más que apoyarnos en palabras y gestos.

“E inclinándose otra vez, siguió escribiendo”. No sabemos a ciencia cierta qué escribiría el Señor con el dedo en el suelo. Sí sabemos, sin embargo, que se presentó en el templo, después de haber pasado toda la noche en oración en el monte de los Olivos… E intuimos lo verdaderamente “nuevo” en Cristo, y que Dios ya había anunciado al profeta Isaías, y que aún, debido a la dureza de nuestro corazón, somos incapaces de advertir: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.


35. Homilía del âà. Año 2001