36 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO IV DE CUARESMA
15-24


15. FE/AMOR:

-Jesús invita a Nicodemo a creer en el Hijo único de Dios. Los tintes negativos contrapuestos (perecer, condenarse) tienen como finalidad el subrayar la importancia de la vida eterna, de una existencia plena en calidad y cantidad.

-"Creer" y "fe" son términos que manejamos continuamente en nuestro discurso cristiano. Aunque lo principal de la fe sea vivirla, no estará de más que alguna vez reflexionemos sobre ella. Podríamos hacerlo de forma teórica con la ayuda de la teología y, de este modo, nuestras ideas sobre este tema quedarían muy clarificadas. Sin embargo, también podemos darle a esta reflexión un carácter más vivencial. Entonces, tal vez no nos aporte tanta exactitud en los conceptos, pero puede ayudarnos mucho a sentir y a potenciar esa vivencia nuestra que llamamos fe.

-Al hablar de fe cristiana, siempre resulta más fácil decir lo que no es. No olvidemos que las experiencias personales son intransferibles. Sólo con un lenguaje bastante poético podemos intentar que otro comprenda algo de lo que sentimos. Eso nos ocurre con la vivencia de amor. Precisamente desde la experiencia humana de amor nos describe la biblia nuestra relación con Dios. El, como el esposo, y nosotros como la esposa. La total entrega divina por un lado y la infidelidad adúltera de quienes nos decimos "fieles", por otro.

-A partir de la común experiencia amorosa, podemos hablar más comunicativamente de la fe. De entrada, ambas realidades consisten en una «adhesión incondicional de toda la persona». Ni la fe ni el amor son algo de sólo la inteligencia, ni son una opinión. Hablar de "fe personalizada", no es exactamente lo mismo que hablar de "fe ilustrada". La ilustración reside en el saber y la fe es algo más amplio que el saber. Alguien ha dicho que creer, en latín credere, viene de cor-dare. Dar el corazón es entregar la persona toda.

-La fe y el amor no son «anti-racionales», pero normalmente no se llega a ellos por ningún tipo de demostración. Quien, según su gusto estético, definiese previamente a la persona de la que se iba a enamorar, no debe sorprenderse de que la halle y, sin embargo, no surja en él el amor esperado. Ni el amor ni la fe se eligen como objetos en un escaparate. No sabe muy bien lo que dice quien pide que le presenten todas las religiones y él se quedará con la que más le convenza.

En cuantas ocasiones se quiere sinceramente sentir amor por una persona determinada, para evitarse problemas familiares o sociales y, sin embargo, no surge el enamoramiento. En el terreno de la fe, el ejemplo es semejante a lo sucedido al famoso médico Alexis Carrel. Pensó que si él comprobaba un milagro, creería. Según él, lo comprobó y su sorpresa fue grande al ver que, tras el suceso, no le surgía la fe. En pocas ocasiones se siente un cura tan gozoso e impotente a la vez, como cuando alguien le pide con ansia sincera que «le dé la fe». Fe y amor tienen un "no sé qué" independiente del sujeto. No se enamora uno de quien quiere, ni cuando quiere. Por lo tanto, no es consistente decir "yo no creeré nunca". El control sobre estas realidades, dadas las limitaciones humanas, tampoco permite decir "yo creeré siempre". Sería más exacto decir: «yo deseo creer siempre»."Te querré siempre" significa en realidad: deseo con toda mi alma quererte siempre. Una vez nacido el amor, no faltan intentos de explicar quién conquistó a quién. ¿Encontramos nosotros a Dios o Dios nos encontró a nosotros? Recordemos que no estamos haciendo un discurso teológico formal. En tal caso, diríamos que Dios fue el primero. Pero se trata de ver cómo percibimos nosotros ese momento casi inicial. Probablemente, en un primer examen, pensaremos que fuimos nosotros. Quizá, en una segunda mirada comprendamos que fue cosa de los dos y, con toda seguridad, a la tercera, veremos con claridad que El fue el más importante.

-La fe y el amor sentidos transforman a las personas. En realidad, no "tenemos" a la fe ni al amor. Son ellos los que «nos tienen» y nos dominan. Ambos constituyen una fuerza interior que permite superar dificultades impensables. Al tratarse de relaciones personales, no pueden tenerse en depósito. Se viven, se ejercitan.

-Una cosa es hablar de amor (lo hacen los psicólogos) y otra hablar amorosamente (lo hacen los enamorados). Una cosa es hablar de fe (lo hacen los teólogos) y otra hablar desde la experiencia de fe (lo hacen los místicos y casi siempre en poesía). Confucio decía que, quien habla mucho del tao no sabe lo que es, y quien sabe lo que es no habla (no sabe cómo hablar) de él. Hay, sin embargo, como una necesidad psíquica de intentar comunicar a los demás la felicidad interior que se está viviendo.

Señor, gracias por la fe.

• ¿Cómo entiendo mi fe? 
• ¿Creo en fórmulas teológicas o en la persona de Jesús? 
• ¿Cómo alimento mi fe? Oración, reflexión, biblia, celebraciones, actividades, etc.?

EUCARISTÍA 1994/13


16.

El evangelio de hoy es una meditación sobre la obra del amor de Dios manifestada en la cruz de JC.

-Mirar a Cristo crucificado. Es la señal de los cristianos: preside nuestras reuniones, es nuestro signo de identificación... La historia de la serpiente levantada en el desierto se repite ahora y conviene que se repita, que seamos capaces de mirar y realizar este signo. Porque nos recuerda que, en medio de la historia de los hombres, con los pecados, las frustraciones, los anhelos insatisfechos, las opresiones, se ha levantado una bandera de valor definitivo, como el faro para el navegante, como la casa para el caminante perdido en el bosque. Una bandera que representa un fracaso histórico. Pero ante este fracaso decimos: ahí está la fuente de toda vida.

Los israelitas en el desierto deberían sentir alguna repugnancia ante la imagen de una serpiente. Lógicamente si han sido mordidos por una serpiente se les debería poner la carne de gallina al tener que mirar otra serpiente. Esto tiene que pasarnos a nosotros cuando miramos a Jesús en la cruz. Descubrir nuestra maldad. La maldad de nuestros pecados. La tiniebla de nuestro corazón.

-Una plegaria de Pablo al Dios y Padre de N.S.JC. para que conceda a los creyentes conocer quién es Él y cuál es la esperanza a la que nos llama. En el texto de hoy, Pablo, lleno del conocimiento de Dios, describe a los efesios la realidad de su vida cristiana en la que el Padre le hizo entrar. "Dios... nos ha hecho vivir con Cristo; nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con Él". La nueva vida que el creyente posee en Cristo no es sólo la esperanza de una realidad futura, sino una realidad presente, fruto de la acción salvadora de Cristo. Lo que Cristo ya ha alcanzado: la resurrección y la glorificación junto al Padre, se afirma también como una realidad para el creyente, porque es uno con Cristo, porque ha sido incorporado a Él y posee su Espíritu.

Pablo quiere dejar bien claro, también, que todo esto, es don gratuito de Dios, "por pura gracia estáis salvados", "no se debe a vosotros", "tampoco se debe a las obras". Es Dios quien hace de cada cristiano una creación nueva y lo llama a vivir de acuerdo con lo que es, "dedicado a las buenas obras". Esta descripción de la vida cristiana, como fruto de la misericordia de Dios, no puede ser más optimista y esperanzadora.

Ef 2, 1-3: esta situación conoce un final gracias a Dios y a su Enviado. En nosotros no había nada que pudiera "estimular" el amor de Dios. Pero así es precisamente el amor de Dios: no necesita, como el amor humano, el aliciente de la amabilidad del otro; el amor de Dios crea la amabilidad del otro. No somos amados por Dios porque seamos amables, sino que somos amables porque somos amados por Dios.


17.

-Nicodemo, hombre de la noche

Nicodemo era un hombre sabio, religioso y virtuoso. Nicodemo era un «santo». Pero toda su santidad y todas sus virtudes no valían para nada. Peor: toda su santidad, todas sus virtudes y todos sus conocimientos eran un estorbo: le estorbaban para conocerse a sí mismo, para comprender a los demás y para reconocer al Mesías. Poco faltó para condenarlo a muerte. Su santidad, su religión y su ciencia le hacían sentirse seguro, creerse bueno, mejor que los demás, pobres ignorantes y pecadores.

Nicodemo era un hombre cobarde y crepuscular. Busca las entrevistas nocturnas, porque dependía de la opinión de los demás. No es libre Nicodemo. Teme perder su prestigio y su reputación bien ganada. No está asentado en la verdad por eso se mueve mejor en la noche.

Lo único que le salva es la duda. No está tan seguro como sus hermanos fariseos. La duda es el principio del saber. Impresionado por las palabras y los signos de Jesús, quiere pedir orientación y aclarar algunas cuestiones. Algo ha vislumbrado que a la vez le inquieta y le atrae. Empieza a sentir la insatisfacción, que es el principio de toda superación. Nicodemo quiere salir de sí mismo, y por eso sale de casa en busca del que nos ayuda a entrar dentro de nosotros mismos. La casa del hombre es Dios. Y Dios está en lo más íntimo de nuestra propia casa.

Nicodemo es, diríamos, un reformista. No se atreve ni se imagina siquiera lo que es la revolución. Quiere reformarse un poquito: quizá algún ayuno más, quizá más oraciones, quizá un poco más de atención al descanso sabático y más dedicación al estudio de la palabra. El era buena persona, pero algo podría corregir, algo más podía hacer.

Lo que no esperaba Nicodemo era la respuesta de Jesús: revolucionaria, sorprendente, radicalmente diferente. «Nicodemo: todo eso no te sirve para nada. Tienes que cambiar desde la raíz. Tienes que ser hombre nuevo. Tienes que volver a empezar. Tienes que volver a nacer».

Nicodemo se mareaba y no entendía. Se abría a una realidad nueva, como nueva creación, como primavera soñada, como salto en el firmamento celestial. Nicodemo hablaba de ley, Jesús le habla de Espíritu. Nicodemo hablaba de agua, Jesús habla de fuego. Nicodemo hablaba de tierra, Jesús hablaba de cielo. Nicodemo hablaba del hambre, Jesús hablaba de Dios.

Hay que volver a nacer: no del vientre de la madre, sino del seno del Espíritu. Es una vida que nos es dada por un soplo divino. ¿Ves el viento? Soplaba en la noche. Se oye su voz, pero no se sabe de dónde viene ni a dónde va. Así es el viento del Espíritu: se siente su fuerza, pero no se sabe de dónde procede ni a dónde nos dirige. Lo que importa es dejarse llevar. Esta es la nueva vida: que brota en ti como un regalo; algo que tiene una fuerza impresionante y te arrastra, como el huracán, por caminos insospechados; algo que enardece como el fuego o como un vino fuerte, y te sacia y te llena de una felicidad inagotable. Digamos que es la verdad, la libertad o el amor. Digamos que es Dios.

-Nicodemo soy yo

Yo soy un Nicodemo. Nos parece que hemos recibido ya la vida nueva por el agua del bautismo. ¡Qué fácil lo tenemos! Nos mojaron desde niños y ya vivimos la vida de Dios. Hemos nacido y renacido casi al mismo tiempo. Nos bastará seguir unos cauces, cumplir unas normas, aprender unos rezos y alcanzamos con las manos el cielo, y entramos en el Reino de Dios. Bautizados, confirmados, bendecidos, eucaristizados... Creemos y practicamos, hacemos limosnas y ayunamos, nos casamos por la Iglesia o consagramos a Dios la virginidad. Seguro que Dios está contento con nosotros.

Estamos atentos a las leyes y descuidamos la justicia y la caridad. Colamos el mosquito y tragamos el camello. Y no es una hipérbole. Nos preocupamos de cantidad de detalles legalistas, litúrgicos, rituales y tragamos injusticias por arrobas. Vivimos en un mundo injusto y estamos contagiados de injusticia. Por nuestra comodidad y egoísmos permitimos y hacemos sufrir a millones. Y no nos importa el sufrimiento de los demás. Lo importante es que nosotros vivamos bien, que nada nos falte y, además, que Dios bendiga nuestro conformismo y nuestro consumismo. Comodidad en esta vida y paz en la otra.

Pero ¡qué Nicodemo somos! Estamos cargados de méritos y obras buenas, pero nos falta espíritu. Sabemos, pero no vivimos. Tenemos los instrumentos para hacer el fuego, pero no los utilizamos. Nos quedamos con la estructura, pero nos falta la savia. Tenemos los odres, pero nos falta el vino. Conservamos el arca, pero sin paño. Mantenemos el estuche, pero se perdió la piedra preciosa.

¿Qué podemos hacer? Es la pregunta que Nicodemo dirigía al Maestro. ¿Quién nos devolverá la luz que se nos ha apagado? ¿Quién abrirá nuestros sepulcros? ¿Quién romperá nuestras esclerosis? ¿Quién erradicará nuestros egoísmos? ¿Quién nos dará la nueva vida?

-«Nacidos del Espíritu»

La respuesta está en el Viento. Es el Espíritu el que puede darnos la vida que necesitamos. El nacimiento de nuestros padres nos contagia de vejez. Pero si nacemos del Espíritu se nos regala una fuente de juventud y de vida.

No es que Dios nos limpie de una mancha material. No es que Dios nos castigue para hacernos sufrir. No es que Dios se olvide: nuestra vida está siempre en su presencia. No es que exija una satisfacción y se conforme sin más.

El perdón de los pecados quiere decir que Dios nos regala su Espíritu. «Porque el Espíritu es el perdón de todos los pecados» (ver la Oración de Ofrenda del Sábado de Pascua). ¡Qué expresión tan acertada! Quiere decir que Dios nos da una mirada nueva, unos sentimientos nuevos, un corazón nuevo, una personalidad nueva. Quiere decir que nos purifica de nuestros egoísmos, nos quita nuestra ceguera y nos capacita para llenarnos de su amor.

Nacer del Espíritu es empezar a vivir del Amor, porque el Espíritu es Amor que se derrama en nuestros corazones.

PERDON/ES: «El Espíritu es el perdón de todos los pecados». Sí. El perdón de los pecados y la efusión del Espíritu no son dos cosas distintas. No se trata de limpiar primero la casa, para que entre después el Huésped, sino que el Espíritu hace su propia casa nueva. No hay un acto jurídico o psicológico de perdón, y un acto gratuito de donación. Sólo hay una efusión del Espíritu en el corazón: la nueva vida comunicada por el Espíritu.

El que nace en el Espíritu no se fija en el pasado, sino que se abre constantemente al futuro. Es decir, que está siempre naciendo, creciendo; siempre renovándose, siempre superándose. «El fiel está siempre naciendo; no sale del baño de renovación... Lo mismo que en Cristo la muerte se ha encontrado invertida en nacimiento, también el tiempo cristiano corre hacia la fuente, hacia el engendramiento eterno del Hijo en el Espíritu... Dios destruye el pecado engendrando a su Hijo en este mundo en la santidad del Espíritu, llamando a los hombres a la comunión de este Hijo.» (F. X. ·Durrwell-FX).

Dios nos está siempre, siempre, perdonando, recreando, amando: envolviéndonos en su amor, abriéndonos su Corazón para que entremos en El y nos abrevemos de su Fuente. Nacer del Espíritu significa que se empieza a dar testimonio de Cristo en nosotros, que se empieza a grabar la imagen de Cristo en nosotros, que se hace resucitar a Cristo en nosotros. Es empezar a vivir la vida de Cristo, o que Cristo empieza a vivir en nosotros. Nacer del Espíritu es ponerse en comunión con Dios, entrar en su amistad, sentir el hálito que engendra vida. Es permitir que el Padre siga engendrando a su Hijo en nosotros; siga repitiendo su eterno «Tú eres mi hijo predilecto». El Hijo predilecto es El y, por participación, yo soy también.

CARITAS
UN CAMINO MEJOR
CUARESMA 1987.Págs. 101-104


18.

«EN UNA NOCHE OSCURA...»

«En una noche oscura, con ansias en amores...». No. No parece que fuera un itinerario místico de amor el que recorrió aquella noche Nicodemo al buscar a Jesús. Pero las palabras de Jesús que hoy leemos, y que son el final de aquel largo coloquio --«lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea en El tenga Vida Eterna»--, denotan que Nicodemo, por un proceso de curiosidad intelectual, o por un toque de la «gracia», empezó a caminar «desde la noche» hasta el océano insondable de la Luz.

Juan tiene un especial cuidado en resaltar eso: que «un hombre principal de los judíos vino a Jesús "de noche"». ¿Qué quiere decirnos? ¿Quizá que eligió la noche por mera precaución, para que no le vieran otros fariseos? ¿Acaso que buscó la noche, por ser más propicia para un encuentro profundo, lento, sin interrupciones? ¿O, simplemente, que Nicodemo «vivía en la noche», y, al saber de Jesús, intuyó que junto a El podría llegar a «la Verdad»? Eso parecen indicar sus palabras: «Rabí, sabemos que vienes de Dios, porque nadie puede hacer esos signos que Tú haces». Lo cierto es que ahí empezó todo.

Y Jesús --punto primero--, sin excesivas contemplaciones, situó la conversación en un plano inesperado: «No podrás entender el Reino de Dios si no renaces de nuevo». (Ahí te les veas, Nicodemo. Tú has ido a Jesús con el bagaje intelectual de las viejas leyes rabínicas, con los argumentos sabios de tu razón, con tu experiencia de la vida. Pero, ya ves, de pronto te dicen que para llegar a la «verdad» eso vale poco, y que «es necesario renacer de nuevo». Lo mismo le ocurrió a la samaritana que se sentía segura en el pozo de Jacob: «El agua que yo te daré hará crecer en ti un manantial que salte hacia la vida eterna». También tus compañeros de secta, tan enamorados de su templo, escucharon decir a Jesús: «Destruid este templo (?) y lo levantaré en tres días». Cosas parecidas oyeron los comensales de la multiplicación de los panes: «Os daré a comer mi cuerpo; os daré a beber mi sangre». ¿Qué quería decir? ¡Era un lenguaje insólito, ya lo ves, Nicodemo! ¡Ahí te las veas con ese «renacer»!).

Por eso --punto segundo-- preguntaste: «¿Cómo puede ser eso?» Y Jesús te lo fue explicando: «Hay que renacer por el agua y el Espíritu. Porque lo que nace de la carne, carne es; y lo que nace del espíritu, es espíritu». (Ya lo ves, Nicodemo. No sólo existe la vida material, en la que «se nace, se crece y se muere». Hay otra vida superior, a la cual «se nace», en la cual «conviene crecer», y sobre todo se puede «sobrevivir», ya que se trata de «vida eterna». ¿Lo entendéis, Nicodemo?).

Y --punto tercero--, ese «renacer» supone «morir» de alguna manera, dejar atrás nuestros esquemas y suficiencias humanas, y unirnos por la fe a Aquel que, con su muerte, nos trajo esa Vida: «El Hijo del Hombre tiene que ser elevado, para que todo el que crea en El, tenga la Vida».

(Tengo una curiosidad, Nicodemo. También en aquella «otra noche» repentina, que surgió a la hora de nona de la cruz, saliste tú de casa con José de Arimatea «para pedir el cuerpo de Jesús y enterrarlo». Al descolgarlo, ¿te acordaste de lo que El te dijo: «El Hijo del Hombre tiene que ser elevado para que... tengan vida»? Más claramente: tu curiosidad intelectual desde «la noche oscura» ¿se convirtió, al fin, en camino místico hacia «la Luz y el Amor»? ¿Quedó ya «tu casa, sosegada»?

ELVIRA-1.Págs. 128 s.


19.

«La luz vino al mundo»

El evangelio que nos ofrece este domingo es una luz cegadora. Cualquiera que escuche estas palabras sentirá como un chorro de luz o como una cascada de bendiciones. Se habla aquí de la luz que es la verdad, de la verdad que es el amor, del amor que es la vida eterna. Y se habla de que esta Luz-Verdad- Amor-Vida se acerca al hombre, en la persona de Jesucristo, para iluminarlo y salvarlo, para atraerlo y transformarlo. Y se habla del hombre que se abre a esta luz y del que se cierra a ella. Algunos de estos versículos, como el «tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único», pasa por ser el centro de todo el evangelio de San Juan y aun de toda la revelación, la flor y el culmen de nuestra fe.

-Un hombre deslumbrado

Imagínate al bueno de Nicodemo ante esta manifestación de Dios tan espléndida. Había acudido a Jesús de noche y resulta que se siente deslumbrado. Había querido dialogar de «magistrado» a «maestro» y ahora apenas puede balbucir palabra. Había preparado el encuentro desde ciertas bases, «sabiendo que...», y ahora ya no sabe nada: «Tú eres maestro en Israel y ¿no sabes esto?». Era un «viejo» respetado y ahora se ve como un niño. Deseaba un cambio de vida y le dicen que no, que tiene que volver a nacer. Pedía un poco de luz y se le ciega con un fogonazo. No es extraño que, en la conversación, Nicodemo se vaya difuminando y termine por no decir nada.

Pero Nicodemo era un hombre abierto a la luz, porque no estaba seguro de su verdad, sino que la buscaba: «El que realiza la verdad se acerca a la luz». Y tanto se acercó que casi se quemaba. Nicodemo, aunque apenas entendía -«¿Cómo puede ser eso?»-, guardó la palabra en el corazón y empezó a dar su fruto. Nicodemo aquella noche se bautizó en la luz, empezó a celebrar su Pascua. Después de aquel diálogo nocturno, Nicodemo volvió a nacer, empezó una vida nueva, empezó a contar de nuevo sus días.

Algo de esto tendríamos que sentir nosotros cada vez que escuchamos este evangelio. Cada palabra tiene una fuerza impresionante, capaz de limpiarnos y de transfigurarnos. Si tú te abres de verdad a esta palabra, sentirás una seguridad de que Dios te está salvando, te está amando, te está haciendo renacer. Cada vez que escuchas lo de «tanto amó», sientes que este amor se renueva en ti. Cada vez que oyes que el Hijo vino a salvar, sientes que ahora mismo te está salvando a ti. Déjate curar por el Hijo del hombre, que fue «elevado». Déjate iluminar por el Hijo de Dios, que vino al mundo.

-Una luz humanizada

Dios es Luz, y su Hijo, el Hijo de la Luz, ha sido enviado a nosotros para iluminar nuestras tinieblas. Como aquella columna de fuego que guiaba durante la noche al pueblo escogido, el Hijo de Dios ha venido a este mundo, «sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte, para seguir nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc 1, 79). Pero este sol tuvo que ponerse un velo para que pudiera ser visto sin quemarnos. Por eso se revistió de carne.

No es extraño que viniera a «dar vista a los ciegos». Lo decía él claramente, que había venido para eso, para curar cegueras, que era la luz del mundo, que nos acercáramos a él para ser iluminados y para que, a su vez, pudiéramos también nosotros iluminar. Cuando curaba a algún ciego, decía que eso sólo era un signo, que había otra clase de cegueras mucho más importantes y llamaba a los jefes del pueblo «guías ciegos». La pena fue que la mayoría de estos ciegos no quisieran dejarse curar, porque se habían acostumbrado tanto a la oscuridad que no quisieron acercarse a la luz.

-Una luz controvertida

Tenemos siempre este peligro. A las mismas comunidades cristianas se lo advierte el Señor. «Dices: soy rico... y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo. Te aconsejo.. colirio para que te des en tus ojos y recobres la vista» (/Ap/03/17-18). Siempre pasa lo mismo: cuando nos creemos más ricos es cuando somos más pobres, y cuando nos creemos más pobres es cuando somos verdaderamente ricos. «Conozco tu tribulación y tu pobreza, aunque eres rico» (Ap 2, 9). Cuando nos parece que ya sabemos mucho, que vemos muy bien, es cuando más ignoramos, cuando andamos peor de la vista. Es que uno se acostumbra también a las tinieblas. Y cuando andamos por ahí, hambreando alguna migaja de conocimiento y de luz, buscando y agradeciendo cualquier enseñanza, como le pasó a Nicodemo, es que se nos están curando los ojos del alma.

Pídele a Jesús su colirio. Acércate a la luz para que veas tu verdad, para que conozcas lo que hay en ti de impureza y de vacío, para que midas tus deseos y tu disponibilidad, para que agradezcas los efectos de la gracia.

2. El Hijo del Amor

Si analizamos el secreto de tanta luz veremos que coincide con el misterio de tanto amor. Este amor admirativo sostiene y guía toda la historia de la salvación.

Dios «tenía compasión de su pueblo y de su Morada» y por eso les enviaba «mensajeros» para evitar que murieran. Dios, «rico en misericordia», al ver que estábamos muertos, mandó a «su gran amor» para que «nos hiciera vivir». Dios «amaba tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno». No cabe mayor generosidad. Al entregarnos al Hijo, Dios nos da lo más querido, su propia vida; se da a sí mismo. ¡Oh Amor!

El Hijo único es, sin duda, el Hijo de un gran Amor y él tiene, por lo tanto, sólo entrañas de amor. Movido por el Amor fue enviado al mundo para manifestar ese Amor. El Amor encomendó a su Hijo solamente una misión, que se dedique a amar, pero como él sabe, a su manera; que se ponga a perdonar; que derrame bálsamo en las heridas; que pase haciendo el bien; que no condene ni castigue a nadie; que ofrezca a todos ayuda y salvación. «Tu misión será salvar. Te llamarás un Dios que salva. Serás un Amor Salvador».

-Dios no envió a su Hijo para condenar

«Mujer, yo tampoco te condeno». «Mejor, se te perdona mucho, porque has amado mucho». Y «hagamos fiesta porque este hijo mío ha vuelto a la vida». «Bien, Zaqueo, tú también eres hijo de Abraham; hoy ha entrado la salvación a tu casa». A ver si aprendéis de una vez que «prefiero la misericordia al sacrificio»...

-Dios envió a su Hijo para salvar a todos

Así que «venid a mí, pobrecillos, que yo os aliviaré». «Claro que quiero, leproso amigo, queda limpio». «Libérate de tus demonios, pobre hombre». «Niña, levántate». «Lázaro, sal fuera». «Quiero que tengáis vida, mucha vida». «Estoy dispuesto a dar mi vida, para que viváis». «Al fin y al cabo, mi misión no es otra que salvar lo que estaba perdido».

Entonces queda claro que en Cristo no se revela la «justicia de Dios», la «ira de Dios», como alguna vez se interpretó el famoso versículo de la Carta a los Romanos (1,17), sino «la justificación de Dios», la misericordia y el perdón de Dios. No acabamos de entender. Lo que Cristo inaugura no es un ajuste de cuentas, sino «un año de gracia», pero año interminable. «Así muestra en todos los tiempos la inmensa riqueza de su gracia, su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Porque estáis salvados por su gracia».

¿Cómo se responde a eso? Sólo hay una manera: «por la fe». Sólo se te pide creer en él, confiar en él, aceptar su amor, dejarse salvar. «El que cree en él no será condenado». «Todo el que cree en él tiene vida eterna».

-Dios envió a su Hijo para que creas en él

Tú conocías algo de Dios, habías oído hablar algo de su amor, pero no creías que fuera tanto. Sabías que Dios era misericordioso, pero que también era justo, que repartía premios y castigos, que no se escapaba nada a su mirada. No acababas de creer que El sólo sabe perdonar, que es el hombre el que se castiga a sí mismo: «El que no cree, ya está condenado». No acabamos de creer que tus pecados -¡tantos!- no son un obstáculo para que Dios te quiera. No acabamos de creer que una mirada de fe, sólo una mirada de fe, puede salvar al pecador.

Pues aumenta tu fe. El mayor pecado es no creer, no confiar, no ponerte con todos tus pecados y miserias en las manos de Dios. El te acepta así y ya te ha perdonado. Sólo un pequeño apunte, que si Dios no te condena, no te acostumbres tú a condenar tan fácilmente. Si te sientes perdonado, que extiendas el perdón. Si vives por la misericordia, que vivas definitivamente en la misericordia.

3. Una mirada de fe

En la conversación con Nicodemo, Jesús se aplicó a sí mismo el signo de la serpiente. Conocemos la belleza y la profundidad del simbolismo. Recordemos, pero, sobre todo, contemplemos esta imagen.

-La fe nos salva

Moisés levantó en un palo la serpiente de bronce, como remedio contra el veneno de las serpientes. El Señor quería que, de donde procedía el mal, surgiera también la medicina. Todos aquellos que, mordidos y envenenados, miraran fijamente al estandarte de la serpiente elevada, serían curados. Pero ni el mal ni la gracia provenían de la serpiente en sí. Lo que envenenaba al hombre era su incredulidad; lo que le salvaba era su fe. Mirar a una serpiente no salva; mirar con fe a una serpiente sí puede salvar. (Cf Sb 16, 7: «No se salvaban por lo que contemplaban, sino por ti, Salvador universal»). Como en el caso de Naamán, el leproso; bañarse en las aguas del Jordán no cura, ni siete ni setenta veces que se bañe, bañarse con fe en las aguas del Jordán sí puede curar. Lo que realmente salva no es el agua ni la serpiente, lo único que salva es la fe. Jesús mismo lo repetía constantemente: «Tu fe te ha salvado». «Todo es posible al que cree».

-La fe y el amor nos salvan

La serpiente de bronce, puesta como estandarte en lo alto de un palo, anticipa la imagen de Cristo crucificado, verdadero signo de salvación para todos los hombres. Si de un hombre brotó el veneno del pecado, de un hombre brotaría también la gracia salvadora. «Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia» (Rm 5, 20). El que se sienta enfermo que mire a esa cruz. Pero que mire con fe, esa actitud confiada y suplicante que cautiva a Dios. A Cristo crucificado lo miraban muchos, pero con desprecio, rabia o indiferencia; ninguno de ellos fue salvado. Hay que mirar la cruz con la fe del buen ladrón, que consiguió el paraíso; con el amor de María, de Juan, de José, de Nicodemo, de Magdalena y demás piadosas mujeres, todos fueron bañados en gracia redentora.

Estamos a veinte días del Viernes Santo, cuando la cruz de Cristo será puesta en alto para que la contemplemos y adoremos. No dejemos ya de mirarla con toda nuestra fe y nuestro amor. Porque también nosotros lo necesitamos. Estamos enfermos de tantas cosas. Aparte de nuestras debilidades íntimas, estamos contagiados por el veneno del ambiente que nos rodea, una atmósfera violenta, egoísta, consumista... Si quieres curarte de ese escozor y esa fiebre, mira a Jesús crucificado.

Te recuerdo que Jesús crucificado no es solamente una imagen. Ni te contentes con mirar los crucifijos del culto. Sabes muy bien que hay signos más vivos y actuales en los que Jesús sigue crucificado. Mira con fe y con amor a todos los crucifijos dolientes que puedes encontrar en cualquier calvario de la tierra; cristos crucificados en los altos palos de cualquier tortura, en lo alto de cualquier injusticia.

CARITAS
VEN...
CUARESMA Y PASCUA 1994.Págs. 87-91


20.

1. «El que no cree, ya está condenado».

El evangelio nos da la oportunidad, en este tiempo de penitencia, de revisar nuestra idea del juicio divino. La afirmación decisiva es que el que desprecia el amor divino se condena a sí mismo. Dios no tiene ningún interés en condenar al hombre; Dios es puro amor, un amor que llega hasta el extremo de entregar su Hijo al mundo por amor; Dios no puede ya darnos más. La cuestión es si nosotros aceptamos este amor, de suerte que pueda demostrarse eficaz y fecundo en nosotros, o si, ante su luz, nosotros preferimos ocultarnos en nuestras tinieblas. En ese caso «detestamos la luz», detestamos el verdadero amor y afirmamos nuestro egoísmo de una u otra forma (el amor puramente sensual es también egoísmo). Si hacemos esto, ya «estamos condenados», no por Dios, sino por nosotros mismos.

2. «Las buenas obras que él determinó practicásemos».

La lectura del Nuevo Testamento nos muestra una vez más el «gran amor» de Dios por nosotros, pecadores, pues nos ha resucitado con Cristo y nos ha concedido un sitio con él en el cielo. Pero nosotros no hemos conquistado ese sitio, sino que nos ha sido dado por el amor y la gracia de Dios. Y sin embargo no por ello pasamos automáticamente a ser partícipes de la vida eterna, sino que debemos apropiarnos del don que Dios nos hace con nuestras «buenas obras». Pero tampoco tenemos necesidad de inventarnos trabajosamente estas buenas obras; el apóstol nos dice que Dios «las determinó» de antemano para que nosotros las «practicásemos»; El nos muestra mediante nuestra conciencia, mediante su revelación, mediante la Iglesia y mediante nuestros semejantes lo que debemos hacer y en qué sentido debemos hacerlo. Es posible que practicar estas obras determinadas de antemano nos cueste algo, pero tenemos que darnos cuenta de que la superación que se nos exige es también una gracia ofrecida por el amor de Dios, por lo que debemos realizar nuestras obras en paz y gratitud.

3. La primera lectura nos muestra de una forma nueva lo que ocurre con el juicio de Dios y con su gracia. En ella se recuerda la enorme paciencia que Dios tuvo al principio con el Israel infiel, hasta que finalmente el desprecio y la burla de que eran objeto los mensajeros y profetas de Dios por parte de Israel llegó a tal punto que «ya no hubo remedio»: la única salida que quedaba era la destrucción total de Jerusalén y la deportación a Babilonia. Y sin embargo éste no es el fin del destino del pueblo: el exilio no durará siempre, surgirá la esperanza de un salvador terrestre -el rey Ciro- que como instrumento de la providencia divina permitirá a los desterrados volver a su patria. Estamos todavía en la Antigua Alianza y la gracia de Dios aún no se ha «consumado», por lo que a partir de aquí no podemos deducir lo que le sucederá finalmente al que menosprecia la gracia suprema de Dios ofrecida en Jesucristo. Nos queda sólo la esperanza ciega de que Dios tendrá al final misericordia incluso de los más obstinados y de que su luz brillará hasta en lo más profundo de las tinieblas.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 146 s.


21.

1. Podemos ser infieles a la Alianza

Durante estas semanas hemos estado reflexionando sobre la alianza de Dios con los hombres, una nueva manera de entender la religión. Entre ambas partes hay como un pacto mutuo por el cual se comprometen a salvaguardar la vida y la armonía universal. Pero hoy surge una pregunta: ¿Fue Dios fiel a su pacto? ¿Respetó el hombre la palabra dada? En la historia universal pasada y presente los «pactos» llenan la vida de las naciones, pero cuántas veces todo queda en papel mojado. ¿Sucede lo mismo con este pacto con Dios? ¿No serán todas bonitas palabras que, a la hora de la verdad, no pasan de ser palabras? Efectivamente, no solamente los textos bíblicos de este domingo, sino toda la Biblia atestigua que no siempre el pacto fue cumplido por el pueblo hebreo. Históricamente la alianza fue rota más de una vez. Dios, sin embargo, no pareció desanimarse y, a cada ruptura, brindaba después una nueva oportunidad.

La primera lectura es característica y, podemos decir, "típica" tanto de la conducta de los hombres como del proceder de Dios.

--En las primeras líneas se nos da una clásica descripción de lo que podríamos llamar proceso de traición e infidelidad. El pueblo, guiado por pérfidos jefes y malos sacerdotes, abandona al Señor, profana el templo, desprecia a los profetas y desoye la palabra divina. Dios les llama la atención una y otra vez, hasta que -dice gráficamente el texto- «ya no hubo remedio» Entonces llegan los caldeos, destruyen el templo y la nación, y llevan como esclavos a Babilonia a los supervivientes.

Es el tiempo de la muerte y de la esclavitud, interpretadas según la visión teológica de la época como un juicio y castigo de Dios por haber roto la alianza. El destierro tiene un valor terapéutico o pedagógico: hace descubrir cómo la historia del pueblo se diluye cuando aquél pierde el sostén de Dios, cuando queda «solo» frente a sus enemigos, sin el aliado fiel y fuerte.

El Evangelio de Juan purificará este concepto de modo tal que el juicio aparezca como una situación interior de la conciencia ante la opción inevitable de la luz o de las tinieblas.

--Pero el mismo Dios que ha juzgado y abandonado a su pueblo «terapéuticamente», es el que manifiesta su amor salvador. En realidad nunca ha retirado ese amor; fue el pueblo el que no quiso recibirlo.

En el caso del destierro, la salvación es realizada mediante el «ungido» (Mesías) Ciro, el rey persa que entra en la historia salvífica como un prototipo mesiánico.

La historia «ejemplar» del destierro y de la liberación pone en evidencia dos ideas importantes, dos «constantes» de la alianza:

La primera, que podemos romper la alianza, podemos ser infieles. Ni el bautismo ni nuestras reiteradas muestras de fidelidad anulan por completo a ese hombre viejo que todos llevamos dentro, a ese yo interior, siempre en tensión entre distintos deseos y avideces que nos apartan del rumbo trazado.

Sin embargo, lo que más «irrita a Dios» no es la realidad del pecado y de la debilidad humana, absolutamente imposible de evitar por completo, sino lo que dice el texto sagrado: «Se burlaron de los mensajeros de Dios, desoyeron sus palabras y despreciaron a sus profetas.» Es decir, lo incomprensible es una actitud de ceguera, de encierro, de empecinamiento, o como dice Juan: un negarse a la luz. Cuando esto sucede, entonces sí que «ya no hay remedio».

Aunque este concepto pueda parecer suficientemente claro, sin embargo en la práctica se suele obrar a la in- versa. Pensamos en el pecado por el pecado, en la cosa mala hecha, en la imperfección que quizá nos acompaña por temperamento... cuando en realidad el auténtico pecado, eso que nos destruye interiormente, es la actitud de abandonarnos, de no crecer, de no querer reconocer nuestro límite. ¡Cómo cambiarían nuestros exámenes de conciencia y nuestros ritos penitenciales (confesión, etc.) si partiéramos no de los actos malos sino de las actitudes que están detrás de los actos! En tal caso, cuántos actos «buenos» podrían ser desenmascarados -recuérdese sin ir más lejos el evangelio del domingo anterior- desde una óptica interiorizante.

Y asumir el pecado (en el sentido que le estamos dando) como individuos y como grupo o comunidad.

Está el pecado del hombre cristiano y el pecado de la Iglesia colectivamente tomada. Se trata de ese pecado que, como dice el documento de los obispos latinoamericanos de Medellín, se enquista en las mismas estructuras de la sociedad y de la Iglesia; es el pecado "institucionalizado"; pecado que no es un acto aislado sino una situación permanente que puede, incluso, llegar a formalizarse o legalizarse. Como ejemplos simples podemos pensar en las tremendas diferencias sociales dentro de la Iglesia, en la casi nula participación del laicado en la conducción de la Iglesia, en la falta de comunicación entre jerarquía y comunidad, etc.

Pero lo repetimos: estas deficiencias son muchas veces inevitables por ser frutos de una época o de la debilidad humana... Lo triste es cuando ni siquiera queremos revisar desde la óptica evangélica y «juzgar» esa situación en el contexto del Reino de Dios.

Estamos hablando de interiorizar la conciencia del pecado como ruptura de la alianza. Esto, naturalmente, supone que exista conciencia de dicha alianza.

Si un frío moralismo se paseó a sus anchas por nuestras comunidades, fue seguramente porque con algo hubo que cubrir el vacío de una auténtica mística religiosa. Cumplir la moral porque está mandada por Dios o por la Iglesia es una forma paupérrima y caricaturesca de suplir el vacío de la conciencia de la alianza. Hoy la sociedad europea prescinde del tan mentado moralismo y, entonces, nos encontramos con el vacío de un cristianismo que no sabe a qué aferrarse para subsistir. Si a esto se agrega que también el culto dominical está en descrédito, más motivos tenemos para preguntarnos qué hay por debajo de nuestra fe y praxis religiosa.

Para responder a estos cuestionamientos y otros similares, tenemos a los «profetas», y si les tuviéramos alergia, tenemos el pensamiento de Jesucristo y de los apóstoles muy bien reflejado en los escritos del Nuevo Testamento.

Para eso fue instituida la Cuaresma como tiempo especial dentro del año litúrgico: para cuestionar la autenticidad de nuestra alianza con Dios. ¿Cuestionarla desde dónde? Desde la misma palabra de Dios. No hay otra alternativa.

2. Dios es fiel.

Jesús, don del Padre La segunda idea que surge como constante de la alianza es que Dios sigue fiel a su compromiso, y aun en el pecado del hombre El se revela como Dios de la vida y de la salvación. Pablo y Juan desarrollan con lenguajes distintos este fundamental concepto.

--Pablo presenta la obra de Cristo en nosotros como una nueva creación: «Somos creación suya; fuimos creados en Cristo Jesús a fin de realizar las obras buenas que dispuso que practicáramos.» Esta creación es una verdadera restauración (como la de la destruida Jerusalén) ya que «precisamente cuando estábamos muertos por nuestros pecados, nos hizo revivir Dios con Cristo y con Cristo nos resucitó».

Según esto, todo este tiempo cuaresmal es el tiempo de la restauración de nuestra vida, que es rehecha en la medida en que se restaura la alianza con Dios en el amor. Tal es el significado íntimo de la resurrección: el revivir una estructura humana muerta, restablecer la armonía perdida, reanimar a un yo o a una comunidad dormida o moribunda...

De esta forma, continúa Pablo, Dios «demostró a todos los tiempos la inmensa riqueza de su gracia por el amor que nos tiene en Cristo Jesús». Esta es la idea que desarrolla con amplitud el Evangelio de Juan: la restauración es obra del amor generoso de Dios, ya que -paradójicamente- nuestro aporte consistió en el pecado, en esa «feliz culpa» como canta la liturgia de la vigilia pascual- que hizo posible la maravilla de la redención.

--Sin duda alguna el texto evangélico de este domingo es uno de los mensajes más importantes y trascendentes de todo el Nuevo Testamento.

Para comprenderlo mejor, tengamos en cuenta la escena antecedente: Nicodemo, un viejo fariseo, atraído seguramente por la actitud de Jesús al purificar el templo, viene de noche a conversar con el joven rabino. Vino de noche a buscar la luz...

Jesús, entonces, con un lenguaje típicamente oriental lo urge a "nacer de nuevo por el agua y el espíritu", «a nacer de lo alto». Lo que llamó Pablo nueva creación, Juan lo llama nuevo nacimiento en el Espíritu. La idea es la misma: la fe implica romper y destruir un viejo esquema de hombre para vivir con el nuevo estilo que propone el mismo Dios por boca de Jesucristo.

Este es el punto de partida para comprender la obra de Cristo, especialmente ahora que nos estamos acercando a la Semana Santa.

Jesús inaugura no tanto una «nueva religión» como suele decirse, cuanto un nuevo tipo de existencia. Es importante aquí la palabra "nueva", es decir: que el hombre no conoce ni podía conocer; que es distinta a lo vivido y experimentado, que desborda nuestra imaginación; que no pertenece a un esquema humano sino divino.

Y por ser vida nueva-distinta-divina, implica que nunca el cristiano podrá abarcarla en plenitud, como aquella montaña de la trascendencia sobre la que nos referíamos en domingos anteriores.

No es una vida que se aprende en varias lecciones o que se posee por una simple captación racional. Jesús dice que hay que "nacer de nuevo" como quien comienza todo un proceso de experiencia dentro de la cual, en esa misma experiencia y sin salirse de ella, va «conociendo» eso nuevo. Este nacimiento del espíritu no es un momento sino un proceso, una actitud permanente, un hacerse cada día.

Cada día lo divino se nos va revelando con nuevas facetas sin que podamos jamás cosificarlo o estructurarlo.

Por eso el Evangelio de Juan habla del Espíritu en oposición a la letra, a la estructura, al código, al libro escrito, al culto establecido... Es ese Espíritu, semejante al viento, imperceptible, inaferrable, trascendente, que no se sabe de dónde viene ni adónde nos lleva. Sin Espíritu no hay novedad; y sin novedad no hay cristianismo, a pesar de tantas experiencias históricas para demostrar lo contrario.

Aclarado este concepto previo de que toda nuestra vida cristiana debe entenderse como la restauración de la alianza rota, en permanente renacimiento a la vida nueva, recojamos el consolador mensaje del texto evangélico de hoy.

--"El Hijo del Hombre será levantado para que creyendo en él tengamos vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Único, para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga la vida eterna".

Es una sola idea repetida en dos frases paralelas. Dios nos "dio" a su hijo, lo regaló al mundo como fruto de su amor. Jesús es la respuesta de Dios al pecado del hombre. Por eso a Jesús no lo matan sus enemigos...; no es levantado en la cruz por el juego azaroso de las circunstancias sino por un gesto suyo, libremente asumido. Amó al mundo: a los hombres en cuanto tales, a la sociedad enquistada en el pecado, a la Iglesia acostumbrada a ciertos vicios.

Por olvidarnos de esto, muchas veces distorsionamos el sentido de la Semana Santa. En ella no se ponen de relieve las artimañas de los fariseos ni la venalidad de Pilato, sino, y antes que nada, el amor gratuito de Dios y la ofrenda libre y generosa de Jesucristo. Por eso también el cristianismo viene de lo alto. Aparece porque Dios lo quiso, y aparece como expresión del amor de Dios. El cristiano es hijo del amor.

Tanto la Cuaresma como la Semana Santa no deben ser un ejercicio de masoquismo espiritual -mal que le pese a mucho de nuestro folclore religioso- sino de serena apertura a un amor que se llama paz, alegría, convivencia, serenidad, perdón, justicia, etc.

Todo lo demás son «circunstancias», vale decir, lo que rodea al centro pero que no es el centro. En el centro del misterio de Cristo está el amor de Dios. Punto. Esta es la síntesis de todo el cristianismo. Lo demás son circunstancias...

Objetivo de esta ofensiva del amor del Padre y de Cristo es la Vida eterna.

Vida: es la total trascendencia que se logra en el encuentro hombre-Dios; es el desarrollo del proyecto humano sin limitación alguna.

La Pascua nos habla de dinamismo, de compromiso histórico, de desarrollo humano, de apertura a lo trascendente, de permanente tensión hacia lo nuevo. Pascua es eclosión de la primavera; alegría de vivir por algo y para algo.

Eterna: palabra que indica más intensidad que extensión. Significa total, sin límite, sin sombra de muerte.

Ya no nos resulta extraño que se nos diga que el objetivo del cristianismo es la vida total del hombre. Lo que sí sigue resultando extraño es todo lo que implica este vivir pleno. Cada época lo va interpretando a su manera y son muchos los que piensan que, en determinado momento, han llegado a la culminación de lo vital.

Sin embargo, por ser vida total y síntesis de lo humano- divino, es posible pensar que la vida, al igual que la historia, va en constante crecimiento, y que le corresponde a cada época del cristianismo descubrir y valorizar cierta faceta especial de esa vida, que, por ser plena, es simplemente inalcanzable.

Esta carrera hacia la vida debiera ser el motor del cristianismo, movimiento religioso que nunca puede quedar satisfecho de sí mismo ni puesto como objetivo de sí mismo. Ampliar día a día los horizontes vitales del hombre es la simple y trascendente tarea que nos ha dejado Jesucristo.

--El Hijo no es enviado para condenar sino para salvar.

La condenación se obra en el interior del hombre y por propia decisión: consiste en rechazar la luz y la verdad, optando por las tinieblas y la mentira.

Esta idea es la contrapartida de la anterior. A partir de Cristo, Dios sólo juega su carta liberadora. No se preocupa por juzgar ni por condenar a nadie; de esto se encarga la conciencia de cada uno.

Esta página evangélica nos muestra el rostro de Dios en su última etapa de manifestación; también es la última etapa en la maduración de la fe religiosa. Mientras el hombre a menudo se inventa un dios «a lo humano», con sus iras, sus amenazas y sus venganzas justicieras, Jesús nos revela el rostro «divino», totalmente fuera de serie, imposible de pensar por un hombre angustiado por su bien y por su mal.

Dios es sólo amor y nada más que amor. Un amor vivido en la más absoluta libertad y entrega.

El juicio, sin embargo, existe. Pero ahora es el juicio de la luz. Cristo, la luz, ilumina nuestra vida y, como toda luz, por sí sola discierne, divide y separa. En la oscuridad todo es lo mismo, todos los colores son iguales, todos los rostros tienen la misma sombra.

Al penetrar la luz, se obra el juicio. Todo se ve tal cual es, como es. Todo adquiere su propia fisonomía y personalidad.

Es así como este cuarto evangelio introduce una importante evolución en el tradicional concepto de juicio divino. Se necesita terminar con una mentalidad ingenua e infantil. Cuando el hombre tiene una conciencia infantil necesita que el juicio venga de fuera; por eso se aferra a las leyes y a la palabra de los legisladores. Pero el evangelio nos madura de tal forma que el juicio se transforma en interno. Quien abraza la luz con sinceridad -condición absoluta- es juzgado como hijo de la luz y pertenece a la vida. Quien opta por la mentira, por la doblez, por la hipocresía... no necesita juez ni dictamen. Abrazó el mundo de las tinieblas y a él pertenece.

Dos frases gráficas lo resumen muy bien: «Todo el que obra el mal (en este evangelio obrar el mal es obrar bajo el signo de la falsedad) odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas.» «En cambio, el que obra conforme a la verdad (que equivale a sinceridad) se acerca a la luz y de este modo manifiesta que sus obras han sido hechas en Dios.» Esta última expresión merece fina atención: al obrar conforme a la luz de la sinceridad, ¿qué pone de relieve el hombre? ¿Que es una persona moral que todo lo hace bien? Esa puede parecer la respuesta lógica. Sin embargo, desde la perspectiva del nuevo nacimiento y de la nueva vida, al obrar conforme a la luz, pone de manifiesto que «Dios está obrando en él».

Si bien este tema puede llevarnos muy lejos en unas reflexiones de por sí breves, es interesante observar cómo esta idea cambia totalmente nuestro tradicional concepto de moralidad. El cristiano no está para hacer lo mandado y evitar lo prohibido, sino para dejarse llevar por la luz de Dios. Cuando esta luz lo invade, no es mejor que los demás...; simplemente Dios está obrando en él. ¿Hace falta hablar de premio o castigo? De más está decir que el Evangelio de Juan está muy por encima de tan comercial concepto religioso. En efecto, una conciencia que obra iluminada por la luz de la sinceridad no puede estar viciada por la esperanza del premio o por el temor del castigo. Si todo su accionar es buscar la vida plena, ¿qué más necesita?

Concluyendo...

Hoy se nos ha exigido un esfuerzo especial para interiorizar la alianza y la salvación de Dios por Jesucristo.

Quizá estemos un poco desconcertados preguntándonos si la profunda dimensión evangélica de Juan se refleja en nuestra vida cristiana o nos resulta poco menos que ininteligible. Quizá hoy descubrimos que hay muchos grados y formas de vivir la alianza; grados que se dieron en la historia antigua y que se dan en nuestra Iglesia.

Hoy se nos invita a pasar de una etapa más o menos infantil a un estadio de tal madurez, que sintamos en nosotros el juicio de la luz como la exigencia de una vida plena. Y ya es bastante...

SANTOS BENETTI
EL PROYECTO CRISTIANO. Ciclo B.2º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1978.Págs. 53 ss.


22.

TANTO AMO DIOS AL MUNDO QUE ENTREGO A SU HIJO

1. En el libro de las Crónicas, el primero que hemos leído hoy, según la doctrina de la retribución que profesa el autor sagrado, Dios castiga a Israel por causa de sus múltiples infidelidades. En el salmo, el pueblo desterrado añora su patria y pide que se le pegue la lengua al paladar si se olvida de Jerusalén Salmo 136. Es el ansia y la angustia del hombre que se encuentra lejos de Dios. Al cabo de setenta años Dios conduce a Israel hacia la tierra prometida, Jerusalén, por medio de un príncipe pagano, Ciro.

2. Dios no deja impune el pecado: "Dios les envió avisos por medio de los profetas, porque tenía compasión de su pueblo. Pero ellos se burlaron..., hasta que subió la ira del Señor contra su pueblo" y llegó el castigo del destierro. "Cada vez que le ofendemos, está Dios mirando y planeando algún castigo y trago amargo según lo merecido, que a veces sea más de ciento tanto más de pena que redunda del gozo que lo que se gozó" (S. Juan de la Cruz, Subida, 3º,20,4).

2. Pero igual que el castigo es pedagógico, la Providencia puede utilizar todos los resortes, aún las voluntades de los enemigos, para salvar a su pueblo. La coincidencia de esta lectura con la tercera, se da en Cristo, que nos salva por su cruz, y ahí se manifiesta el amor de Dios, como en el decreto de Ciro de repatriar a los hebreos y edificar al Dios de los cielos una casa en Jerusalén, en Judá, como él se lo ha encargado. "Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna" Juan 3,14.

3. "Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo" Efesios 2,4. Acentuar la realidad de un hombre que muere por nosotros. "Me amó y se entregó a sí mismo por mí", extasiaba a San Pablo (Gál 2,20). Esta verdad que está en nuestra cabeza, si llega al corazón y llegáramos a experimentar el amor de Dios, "nos dedicaríamos a las buenas obras que él determinó que practicásemos", por amor suyo y sin atrevernos a pasarle factura .

4. Hay, sabemos muy bien, diversas clases de vida: Vida vegetal, como la que tiene un rosal; vida animal, como la de una golondrina; vida humana, en sus tres niveles: vegetativo, sensitivo e intelectual. Y la Vida divina. Vida eterna, vida total, completa y plena, feliz e inacabable. Esa Vida es un don infinito del Amor de Dios Padre y de su Hijo Jesucristo con el Espíritu Santo, que nos la ha comprado "no con oro o con plata, sino con su preciosa sangre, derramada por amor hacia vosotros" (1 Pe 1,18), "para que tuviéramos vida en abundancia" (Jn 10,10). Vida que se consigue con una mirada de fe a Cristo, como los israelitas a la serpiente de bronce del desierto. Dios ofreció a los mordidos por las serpientes, que eran su justo castigo, el remedio en la serpiente de bronce elevada por Moisés en el desierto, que era figura de Cristo en la cruz (Núm 21,9). Así vosotros: "Estáis salvados por su gracia y mediante la fe". El pecado, como las zarzas, al pricipio no tiene espinas, todo es atractivo, placentero, agradable, pero ya le brotarán las espinas y se endurezarán y pincharán y remorderán...(San Agustín).

5. En un mundo lleno de serpientes que nos acechan y nos muerden y nos envenenan, Dios nos ha dejado, por su gran Amor, el remedio de la curación, de la salud y de la vida, en Cristo clavado en la cruz, de cuyo pecho herido manan los sacramentos.

6. Como los israelitas en Babilonia, somos invitados por el mundo de las serpientes, y heridos por ellas, a divertirnos y a divertirlos. Pero nosotros, como aquellos exiliados de Jerusalén, debemos colgar nuestras cítaras en los sauces de las orillas de los canales de Babilonia, ciudad pagana, y añorando el amor del Señor, cantar: "Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de tí, Jerusalén, si no te pongo en la cumbre de mis alegrías" Salmo 136. Debemos huir de las serpientes con prudencia, con oración y con cautela. Pero si alguna vez sufrimos su mordedura, tengamos la sabiduría de acudir al contraveneno con rapidez para no dar tiempo ni lugar a que se encone la herida. Aceptemos con gratitud y alegría el bálsamo divino de la sangre de Jesús, que nos cura en el sacramento del perdón y de la misericordia.

7. Así es como por la fe hacemos las obras de Dios, somos participación de El, y nuestras obras son suyas. Mirando a Cristo en la cruz con fe, obraremos la salvación del mundo con El, que no ha venido a condenar sino a salvar. No es Dios quien ha de cambiar directamente la realidad, el hambre, el terrorismo, las guerras... Dios quiere cambiar al hombre para que al dejarse poseer por Dios, Dios pueda por él, cambiar al mundo.

8. El mundo puede desechar la luz que viene de Cristo. Una noche media ciudad sufre un apagón. No nos vemos, ni podemos dar un paso porque podemos tropezar. Y esperamos con ansia la luz. "Los hombres prefirieron la tiniebla a la luz". La misión de la Iglesia es dar testimonio de la luz y orar incesantemente por los que la rechazan, para que todos tengan vida eterna, por Nuestro Señor Jesucristo, que quiere hacer presente su muerte y su resurrección por esos hombres a quienes tanto ama.

J. MARTI BALLESTER


23.

La lectura del libro de las crónicas muestra la oposición manifiesta entre la palabra de Dios y las acciones del pueblo y sus autoridades. Así como el clamor por la opresión en Egipto había subido hasta el cielo provocando una respuesta de liberación, también el ruido causado por la infidelidad, el desprecio a la palabra del Señor y las burlas a los profetas enviados a cada generación, llegó hasta Dios provocando ira y destrucción. Las consecuencias son nefastas para el Reino de Judá que sufrirá la invasión babilónica, cruel tanto para los que se quedaron en Israel como para los que fueron deportados a Babilonia. Sin embargo, la misericordia de Dios aflora como siempre, y desde la destrucción vuelve a poner las bases para que se levante el nuevo pueblo de Dios. Las palabras finales ratifican la libertad de participar o no en la reconstrucción. Todos los que nos sintamos parte del pueblo de Dios estamos invitados a volver a su palabra. El que elige a Dios puede estar seguro que nunca más volverá a estar solo, por que Dios estará siempre con nosotros.

La segunda lectura, de la carta a los efesios, es un himno a la misericordia y el amor gratuito de Dios. La misericordia nos rescata del pecado de la muerte y nos devuelve a la vida con Jesús, nos salva por la gracia y nos resucita para sentarnos junto a Él. La prueba de la misericordia divina nos fue dada a través del mismo Jesús. La eficacia de la misericordia se mide en dos dimensiones: la gracia y la fe. Ambas son pura gratuidad de Dios. Nadie puede gloriarse si no es en el amor que Dios nos tiene. El hecho que no nos salvemos por nuestras obras no significa que nuestras obras no signifiquen nada para Dios. Nuestras buenas obras no condicionan la gracia de Dios, pero una vez que nos convertimos en obreros del Reino, «por nuestras obras nos conocerán».

Jesús es fruto del amor que Dios tiene por su pueblo, pero cuando Jesús asume su misión del Reino y es preguntado por los discípulos de Juan si es el mesías o no, su respuesta remite a las obras realizadas con los ciegos, los cojos, los pobres. La fe nos justifica ante Dios y las obras nos permiten ser misioneros del Reino.

El evangelio de hoy forma parte del diálogo entre Jesús y Nicodemo, teniendo como temas centrales la fe y la obras para alcanzar la vida eterna. Si cuando Moisés levantaba la serpiente era necesario mirarla para quedar curados, a Cristo exaltado por el Padre es necesario creerle para alcanzar la vida eterna. Creer en la perspectiva de Dios es sinónimo de vida, por que Dios mismo demostró su amor entregándonos a su Hijo para que tuviéramos «vida en abundancia» (Jn 10, 10). Muchos grupos cristianos han comprendido la centralidad de la vida en el proyecto cristiano, hasta el punto de que en toda planificación pastoral aparece como fundamental la «opción por el Dios de la Vida y por la vida del pueblo». Donde haya cristianos, tiene que florecer la Vida. Desgraciadamente, la historia nos demuestra que no siempre ha sido así. La culpa de muchas muertes es parte de nuestra herencia cristiana; por algunas de ellas el Papa Juan Pablo II pidió perdón con motivo del último jubileo. Seguimos sin entender entonces, que alguien que se llame cristiano sea capaz de participar y contribuir en proyectos políticos, económicos, o de cualquier otra índole, que no favorezcan la vida humana y ecológica.

En la última parte del evangelio se justifica la presencia de Jesús en el mundo como fuente de salvación y no de condenación. Jesús nos extiende su mano para ofrecernos la luz que rescata de las tinieblas. Es libre aceptar o no aceptar la luz. Aceptarla significa pasar al campo de las obras o del actuar concreto. Esto significa que hay que obrar de acuerdo a la verdad y a la inspiración de Dios. ¿Cómo hacerlo? No hay duda de que el panorama que nos presenta el mundo de hoy es un claro-oscuro cada vez más indefinido.

Aprovechemos esta Cuaresma para revisar cuánto hay de luz y sombras en nuestra vida, nuestras familias y nuestras comunidades en general. Cuánto hay de luz y sombras en las organizaciones sociales en que participamos o que están presentes en nuestras comunidades. Cuánto hay de luz y sombras en los dirigentes y en sus políticas de gobierno.

Si queremos estar de parte de Jesús, estamos obligados a convertirnos en una luz caminante que rescate a quienes a nuestro alrededor viven en las tinieblas, y, al mismo tiempo, desenmascare los proyectos que nos mantienen en las sombras de la injusticia y la pobreza. En muchas ocasiones y lugares, ser luz implica grandes riesgos, pero es peor el riesgo de no aceptarlo , condenándonos nosotros mismos a la peor de todas las tinieblas: estar lejos de la luz de Cristo.
 

Para la revisión de vida
Nicodemo se acercó a Jesús. Le movía la curiosidad, el deseo de escuchar una palabra especial, la revelación de algún oscuro secreto. ¿Por qué quiero yo acercarme a Jesús? Pero antes, ¿quiero yo acercarme a Jesús? ¿Deseo encontrarme con él?
Nicodemo espera la llegada de la noche para buscar a Jesús. Era evidente su miedo a ser visto y delatado a esos judíos que por conveniencia no aceptaban al galileo. ¿Tenemos también el mismo miedo a que se nos descubra como seguidores de Jesús? ¿Seguidores de Jesús en sentido real y concreto, luchando por la justicia y la verdad?
 

Para la reunión de grupo
- La primera lectura es la conclusión del segundo libro de las Crónicas, del AT. Es un buen resumen del esquema interpretativo de la historia por parte de los redactores bíblicos, y del mismo pueblo. ¿Pero lo podemos aceptar nosotros, hoy día, fácilmente? ¿Qué dificultades nos presenta? ¿A qué se pueden deber esas dificultades? ¿Cómo combinar estas dificultades y estas respuestas con el hecho de que consideramos estos textos bíblicos «revelación»? ¿En qué sentido?
- Marcelo Barros (en el libro-base para el Encuentro Intereclesial de CEBs de Brasil de 2000) hace caer en la cuenta del sincretismo de la Biblia, en la que aparecen muchas tradiciones, elementos, categorías, leyendas, símbolos… procedentes de la religiosidad del Oriente Próximo, en el que ella se haya claramente ambientada. Y hace señalar que el becerro de oro fue rechazado, pero la serpiente de bronce entró en la Biblia… ¿Cabe hacer alguna reflexión al respecto?
- Prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas… Este texto del evangelio de Juan está en plena sintonía con la epistemología moderna: la estructura del conocimiento humano es tal, que el sujeto entra en la composición misma de la experiencia cognoscitiva, con sus intereses, prejuicios, limitaciones… No hay un conocimiento neutro y desinteresado, una «razón pura», una «verdad objetiva»… En la respuesta ética que damos a la vida, en la respuesta de fe (o de no fe) que damos a los desafíos de la realidad, estamos movidos también –tal vez inconscientemente- por nuestro deseo de luz o nuestro de oscuridad, para que su maldad no sea descubierta. Comentar.
- Dios mandó a su Hijo para que el mundo se salve por Él; no lo envió para condenar, sino para que el mundo se salve por él. Pero de hecho muchas veces el cristiano se siente más juzgado que salvado, y siente la moral como un deber exterior e impuesto, como una carga más que como una ayuda... ¿A qué se debe? Si el Evangelio es Buena Noticia y Dios es pura voluntad de salvación, ¿qué es lo que puede estar fallando?
 

Para la oración de los fieles
-Para que sean iluminados nuestros corazones con la luz que brota de la esperanza de los débiles y marginados del sistema, roguemos al Señor...
-Para que nos decidamos sin demora a incluir en nuestra vida diaria acciones que, como las de Jesús, irradien luz y solidaridad, roguemos al Señor...
-Por los que no saben de dolores verdaderos, de injusticias planificadas, de pobreza globalizada, para que se abran sus ojos a la verdad, roguemos al Señor...
-Por los niños y adultos que hoy siguen muriendo "antes de tiempo", por los "pueblos crucificados", para que seamos para ellos señal y compromiso de liberación, roguemos al Señor...
-Para que nuestra conducta sea correcta e incorruptible, de forma que nunca temamos a la verdad ni prefiramos a las tinieblas, roguemos al Señor...
 

Oración comunitaria
Dios todobondadoso, Padre y Madre de la Humanidad, que en Jesús has levantado ante el mundo una y muchas señales, para que todos los hombres y mujeres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad: te expresamos nuestro agradecimiento al descubrir que tú actúas a favor de toda la Humanidad y a toda ella la conduces, «por caminos sólo por ti conocidos». Ello nos hace sentirnos llenos de una alegría y una confianza, que para nosotros concretamente se apoyan en Jesucristo, nuestro hermano, predilecto tuyo.

SERVICIO BÍBLICO LATINOAMERICANO


24.

Nexo entre las lecturas

“Tanto amó Dios al mundo...”: aquí reside el mensaje que la Iglesia nos transmite mediante los textos litúrgicos. Ese amor infinito de Dios ha recorrido un largo camino en la historia de la salvación, antes de llegar a expresarse en forma definitiva y última en Jesucristo (Evangelio). La primera lectura nos muestra en acción el amor de Dios de un modo sorprendente, como ira y castigo, para así suscitar en el pueblo el arrepentimiento y la conversión (primera lectura). La carta a los Efesios resalta por una parte nuestra falta de amor que causa la muerte, y el amor de Dios que nos hace retornar a la vida junto con Jesucristo (segunda lectura). En todo y por encima de todo, el amor de Dios en Cristo Jesús.


Mensaje doctrinal

1. Jesucristo, el amor del Padre. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único”. Toda la historia de Dios con el hombre, como se presenta en la Biblia, es una historia impresionante de amor. Dios que por amor crea, da la vida, elige a un pueblo para hacerse presente entre los hombres, se hace ‘carne’ en Jesucristo para salvarnos desde la carne...y el hombre que por orgullo rechaza el amor buscando ‘autocrearse’, ‘autodonarse la vida’, ‘autoelegirse’ en el concierto de las naciones por su potencia y su imperial ambición, ‘autosalvarse’ con la ciencia y la técnica, con la parapsicología y la religión cósmica. Parecería que el hombre las cosas de Dios las entiende todas al revés. Parecería que Dios le quisiera enseñar a deletrear en su mente y en su vida el amor, y sólo es capaz de pronunciar el egoísmo, el odio o al menos la indiferencia a lo que no sea el propio yo. Parecería que Jesús en lugar de ser la forma suprema del amor divino, fuese al contrario causa de su turbación, de su sentimiento de fracaso, de su frustración alienante. ¿Qué sucede en el corazón humano para que no pueda descubrir en Jesucristo la sublimidad del amor de Dios?

2. Dos formas del Amor. El amor no busca sino el bien de la persona amada. Pero las formas de buscar ese bien pueden variar. Ante un pueblo o un corazón rebelde, cerrado al camino de Dios, el amor divino adquiere manifestaciones duras que buscan llevar al hombre a la reflexión, al arrepentimiento y a la conversión. Así en la primera lectura, ante la actitud altanera del pueblo, Dios permite la toma de Jerusalén, la matanza de muchos de sus habitantes, el saqueo de la ciudad, la esclavitud y el destierro a Babilonia. Dios actuó de esta manera como esfuerzo supremo de su amor que quiere llevar a los habitantes de Jerusalén a una auténtica conversión mediante el reconocimiento del amor divino. Pero existe otra forma de amor divino, que es la gracia, el don de la salvación para quien la acoge y la hace fructificar. Los que la acogen ‘son hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para realizar las buenas obras que Dios nos señaló de antemano como norma de conducta” (segunda lectura). Esas buenas obras son las obras del amor, con que el creyente responde al amor de Dios. Como formidable educador del hombre y de los pueblos, Dios Nuestro Señor usa una u otra forma de amor con el único interés de encontrar reciprocidad de amor en el hombre. Sabe muy bien Dios que sólo en el amar (a Dios y al hombre) y ser amado reside la grandeza y la felicidad del hombre.


Sugerencias pastorales

1. Convertirse al Amor. Los textos litúrgicos nos han mostrado que el amor para Dios es darse, entregarse, buscar el bien de la persona amada. Este amor no es el más frecuente entre los hombres, ni resulta fácil. Es más frecuente encerrarse en la propia concha siendo uno mismo sujeto y objeto de su amor. Es más frecuente ‘aprovecharse’ del otro (esposo o esposa, padre o hijo, amigo o amiga, acreedor o cliente, alumno o maestro, párroco o parroquiano...) para satisfacción del propio yo, de los propios intereses, gustos, pasiones. Es más frecuente buscar nuestro bien, que querer el bien de los demás; querernos ‘bien’ a nosotros mismos en lugar de hacer el bien al prójimo. Es más fácil no darse, no hacer nada por los demás, no ayudar a quien sufre necesidad, no colaborar en las diversas actividades de la parroquia, no buscar formas concretas de amar a Dios, a la Virgen santísima, a nuestros seres queridos, a nuestros hermanos en la fe, a los hombres independientemente de su religión, raza o condición. Con todo, en la mayoría de los casos lo que es más frecuente y fácil no es lo mejor ni siquiera para nosotros mismos. Hemos de convertirnos al Amor: ese amor que actúa en nosotros porque Dios nos lo regala y nosotros lo acogemos con gozo. Hemos de convertirnos al Amor, que nos saca de nuestra propia concha y nos pone ‘indefensos’ ante los demás para que vivamos por la fuerza del Amor.

2. Cristiano igual a humano. Bien podría decirse: “Cristiano soy y nada de lo humano reputo ajeno a mí”. El concilio Vaticano II nos ha enseñado que “Cristo revela el hombre al hombre”. La auténtica humanidad del ser humano no la vamos a encontrar en los programas de la TV o en los artículos de la prensa, en la invasión sonora de la discoteca o en las reuniones masivas con un cantante famoso, en la fugacidad de la bebida y de la droga o en la falsa consistencia de una relación degenerada...En todos estos campos está muy presente el hombre, pero muy poco lo humano, los valores dimanantes de su dignidad de imagen e hijo de Dios. El Papa Juan Pablo II gusta repetir que “el hombre es el camino de la Iglesia”; y se podría añadir también que “el cristiano es el camino del hombre”. Es evidente que me refiero a un cristiano que lo es de verdad y a un hombre que se mide por su vocación y dignidad, no con parámetros de otra índole. Por eso, alguien se atrevió a decir que “el tercer milenio o será cristiano, o simplemente no será”, pues el hombre terminaría autodestruyéndose. Si esto es verdad, y lo es, ¿no vale la pena vivir a fondo la vocación cristiana? ¿Por qué no luchar para instaurar en la sociedad un verdadero humanismo, es decir, un cristianismo vivido con autenticidad? ¡Vale la pena!

P. Octavio Ortiz