REFLEXIONES

1.

-El segundo escrutinio

El domingo IV de Cuaresma es notable, como se sabe, por diversos motivos: es el domingo "Laetare" -según el título clásico- que anuncia la proximidad de la Pascua, pasada ya la mitad de la Cuarentena; es el segundo domingo de escrutinios, segunda etapa de esta gran experiencia de examen interior y renovador que todos estamos llamados a realizar, en solidaridad con los candidatos al bautismo, incluso si éstos no son visibles en nuestra comunidad, pero que existen ciertamente en la Iglesia, es, en fin, sobre todo en el ciclo A, el domingo "luminoso": las lecturas y la eucología ambientan la celebración en un tono pre-pascual. Por eso, en algunas comunidades se prepara hoy el Cirio pascual, como un elemento más de esta alegría precursora de la Noche santa.

-La liturgia de la palabra

El texto fundamental es el evangelio del ciego de nacimiento, la lectura íntegra del cual es del todo necesaria si se quiere entrar plenamente en la viveza de la narración joánica. Pero centrar la homilía sólo en un aspecto de la narración sería contradecir el uso litúrgico, que escucha el evangelio como el anuncio de aquello que el Señor continúa realizando en los sacramentos de la iniciación cristiana.

En esta ocasión, el texto que acompaña directamente al evangelio no es la primera lectura sino la segunda, del Apóstol, con referencias claramente bautismales. La primera lectura sigue este domingo el itinerario propio de las primeras lecturas de los domingos de Cuaresma: las etapas de la historia salvífica. Al cuarto domingo de Cuaresma corresponde, cada año, una referencia al "reino"; este año, por eso, leemos la narración de la primera unción del rey David: su "elección" por parte de Dios, cuando guardaba los rebaños de su padre. Quizá esta elección de David pueda tener también una referencia catecumenal, en atención a los "elegidos" que se preparan para recibir el bautismo. También el pastoreo de David suscita la imagen del verdadero pastor de Israel, el Señor.

-Síntesis doctrinal

Consideremos aún hoy el prefacio propio de este domingo de escrutinios, y miremos de encontrar el núcleo interpretativo que nos ofrece la liturgia de la Iglesia. El texto se mueve en dos momentos sucesivos, pero íntimamente vinculados: el misterio de Cristo en sí mismo, y la participación sacramental en él. En los dos momentos, el protagonista es "Cristo, Señor nuestro". En los dos momentos, pero la acción de Cristo es vista en función de los hombres.

La primera parte está centrada en el misterio de la encarnación: el Hijo de Dios se ha hecho hombre (No está fuera de lugar recordar que precisamente hoy es el día 25 de marzo, día en que la Iglesia celebra anualmente este misterio, aunque este año, a causa del domingo, se traslade la celebración). La encarnación es vista como una fuerza que conduce hacia la luz, en tanto que la luz-Cristo ha venido a habitar en medio de las tinieblas-linaje humano. El prólogo de san Juan es la referencia de esta idea, y la narración del ciego de nacimiento su verificación. Es interesante notar con qué frecuencia, en la narración, se insiste en hablar de "este hombre" para indicar a Jesús; también es significativa la utilización del barro para dar la vista al ciego, que hace pensar en la narración del Génesis: el hombre "terrenal" es iluminado-recreado por el Enviado, en el bautismo.

Eso nos lleva al segundo momento: el sacramental. Cristo-luz continúa realizando hoy, en la Iglesia, esa iluminación a los hombres, conduciéndolos de las tinieblas a la luz, por medio del baño de regeneración, no como una simple iluminación externa, sino otorgándoles el resplandor de "hijos de adopción": una nueva vida (conviene recordar el tema de la transfiguración). El Hombre nuevo, JC, nos comunica su novedad. El canto litúrgico que san Pablo recoge en la segunda lectura de hoy dice exactamente esto: "Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz". Los cristianos son luz, como Cristo es luz, viviendo entre los hombres, para iluminarlos. El bautismo es "iluminación".

-Aplicaciones

Si el diálogo con la samaritana conducía a "escrutar" las disposiciones interiores para acoger la oferta del Don del Espíritu hecha por Cristo, la narración del ciego de nacimiento conduce a "escrutar" las zonas de nuestra vida que se resisten a la "iluminación" bautismal y permanecen más o menos tenebrosas. Las dificultades que rodean al ciego en su experiencia de iluminado son, por otro lado, indicativas de situaciones paralelas en nuestras vidas: el cristiano se encuentra fácilmente con reacciones de admiración, de contradicción, de exclusión, de interrogación, incluso de desconocimiento ("No es él, pero se le parece"). Hace falta toda la convicción de la fe para mantener el testimonio, y únicamente dejándonos iluminar más y más por el Señor conseguiremos llevar una vida luminosa.

Esta luz es frágil, también en nuestros tiempos. La Cuaresma es el tiempo propicio para alimentarla: con la Palabra de Dios, con la contemplación personal, con los sacramentos de la Eucaristía y de Penitencia. Hoy, en el contexto de la proximidad de la Pascua, habría que subrayar el valor de una celebración individual de la reconciliación, que sea la actualización del juicio que Cristo ha venido a realizar en este mundo: llevar la luz en medio de las tinieblas, y hacer que los hombres nos demos cuenta de cómo necesitamos esta luz para salir de nuestros pecados y llevar una vida cada vez más luminosa. La oración postcomunión expresa precisamente esta petición.

PERE TENA
MISA DOMINICAL 1990/07


2. PAS/SACRAMENTOS 

El tiempo pascual de la penitencia es el tiempo de la renovación del bautismo, el tiempo de vuelta a las fuentes. Cada año, renovadamente, se dirige a nosotros esta exigencia: "Ve y lávate en la piscina de Siloé". Allí, en la oración y el amor fraterno, en la conversión y en la reconciliación, nos encontramos con el enviado de Dios. Esos son los sacramentos pascuales en los que nos lava el enviado, para que nuestro corazón se abra siempre de manera nueva a la luz y por ella podamos dar en el mundo frutos abundantes. De aquí la llamada: "Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos; que Cristo será tu luz".

EUCARISTÍA 1987/16


3. ORDEN/SISTEMA 

Nadie nos atreveríamos a condenar a Jesús por haber devuelto la vista a un ciego de nacimiento. Ni siquiera por haberlo hecho en día de sábado. A pesar de todo, dentro del orden establecido por el pueblo judío resultó ilegal y escandaloso que Jesús hiciese barro y lo depositase en los ojos de un ciego para devolverle la vista.

¿Es lícito o no curar en sábado? A nosotros la pregunta nos hace reír. Pero la risa se hiela en los labios, cuando sacamos el hecho del contexto de su época -el orden establecido en el pueblo judío- y lo insertamos en un contexto contemporáneo (cualquier orden establecido). ¿Se puede hacer el bien cuando su ejecución tropieza con el orden establecido? Dar de comer al hambriento, socorrer al que necesita ayuda, dar albergue al forastero, son otras tantas obras de misericordia. Son "obras buenas". Pero si el hambriento o el que nos pide ayuda o posada resulta ser enemigo del orden establecido, la obra de misericordia nos convierte en cómplices ante la ley. ¿También el bien debe hacerse sólo dentro de un orden? La ambigüedad de esta situaciones, más frecuentes de lo que sería deseable, fuerza al creyente a radicalizar la cuestión.

¿Sólo es justo lo que la ley permite o debe ser la ley la que se atenga a lo que es justo? ¿Hay que hacer el bien dentro de un orden? ¿Y quién decide ese orden? Para los creyentes la respuesta es tan sencilla como comprometida la responsabilidad. Para el creyente el primer orden es el establecido por Dios. Cualquier otro orden al margen o en contra del orden divino es puro desorden legalizado. Porque un creyente no puede aceptar de ninguna manera que una autoridad (sea política o eclesiástica) intente desautorizar la autoridad soberana de Dios. Y de Dios hemos recibido el imperativo: haced el bien a vuestros enemigos, a los que os persiguen y calumnian.

EUCARISTÍA 1975/18


4. J/LIBERTAD  J/LIBRE/LIBERADOR

Hoy un ciego comparte con Jesucristo el protagonismo de la página evangélica. Siempre, pero mucho más en la época en la que vivía Jesús, el ciego es un hombre que, por su defecto físico, carece de autonomía; un hombre que en determinados momentos necesita de los demás; un hombre, en una palabra, dependiente. El paso de Jesús cerca de este hombre y la atención especial que le demuestra tienen para él una consecuencia inmediata y positiva: queda curado de su ceguera y convertido en un hombre completo y liberado. Ya no necesitará de otro hombre que lo guíe por las intrincadas callejuelas, y ya no necesitará que una mano misericordiosa ponga en su mano extendida una limosna. El ciego del Evangelio se ha convertido, por obra y gracia de Jesús, en un hombre que puede andar solo.

Hay muchas escenas evangélicas en las que se nos muestran resultados parecidos al que comentamos. Casi todos los enfermos que se ponen en contacto con Jesús y éste los cura son enfermos que carecen de capacidad autónoma de movimiento, ciegos, paralíticos y, en caso extremo y más allá de la enfermedad, muertos. A todos les devuelve Jesús la capacidad de movimiento, a todos los "libera" de las amarras que los retenían, a todos les corta estas amarras y todos caminan solos dejando al borde del camino la incapacidad que los atenazaba y cambiando por completo el rumbo de sus vidas.

Comparativamente hablando, quizá se pudiera decir que estos hombres eran -si trasladásemos el defecto físico al mundo psicológico-hombres inmaduros, hombres que no habían alcanzado la mayoría de edad y que necesitaban de otros que los guiaran por la vida. La mano de Jesús, junto a ellos, les da de repente la madurez de que carecían, les libera de la dependencia que padecían y -palabra muy actual- "los libera". Jesús daba siempre, naturalmente, todo lo que tenía. Y algo tuvo Jesús, entre otras cosas, de modo expreso: la libertad.

Jesús fue, sin duda ninguna, un hombre absolutamente libre, un hombre que rompió todos los esquemas de su tiempo y todos los esquemas de los tiempos que le sucedieron. Concretamente en el terreno religioso fue un judío que "sin abolir la Ley, sino dándole su cumplimiento", dio en su entorno y para la posteridad una lección clarísima de cómo deben entenderse las relaciones con Dios.

Difícilmente encontraremos en el Evangelio normas ni reglamentos sino más bien actitudes; metas altísimas que estimulan al hombre y lo lanzan hacia un Dios Padre que está atento no a la letra sino al Espíritu.

Por eso ni Jesús ni sus discípulos guardaban el sábado, porque sabiamente opinaban que no era el sábado para el hombre sino el hombre para el sábado; ni hacían las abluciones rituales antes de comer porque no es lo que el hombre toca sino lo que el hombre alberga en su interior, lo que lo hace puro o impuro. Por eso a Jesucristo no le importa comer con los oficialmente "pecadores" -porque eran ellos y no los "buenos" oficiales los que lo buscaban y lo necesitaban imperiosamente- y no le importaba que una Mujer como Magdalena -que había amado tanto- regara con sus lágrimas de mujer, consciente de sus pequeñeces, los pies que no habían sido lavados por el anfitrión, y no le importó que aun cuando la ley mosaica mandaba lapidar a las adúlteras "in fraganti", aquella adúltera que estaba delante de El saliera como nueva sin recibir ni siquiera un reproche de sus labios. Por eso no le importó calificar a los fariseos con los más rotundos epítetos que encontramos en su léxico y llamar "zorro" a Herodes. No le importó hacer todo eso porque Jesús era, fue, un hombre absolutamente libre que no conocía más que una norma: hacer la voluntad de su Padre, un Padre que es fundamentalmente espíritu. Y, por eso, a los suyos, cuando les dice que llegará un día en que los dejará, les promete enviarles no un Código para que sepan exactamente lo que tiene que hacer en cada momento sino el Espíritu que soplara donde quiera y de la manera más extraordinaria y hará el milagro de convertir a aquellos hombres vulgares y corrientes en hombres libres dispuestos a todo.

Pero al filo de estas consideraciones quizá podríamos preguntarnos si los cristianos damos a los que no lo son la sensación de que somos hombres maduros o más bien parecemos niños pequeños necesitados siempre de atención y consejo. Si damos la sensación de hombres capaces de autonomía o de ciegos o tullidos que necesitan siempre la mano de otro para que nos diga por dónde tenemos que andar. Sería cuestión de pensarlo seriamente y dar respuesta sincera a la luz de la actuación del Maestro.

DABAR 1981/21


5. COR/MIRADA.

Sólo se conoce lo que se ama. "No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos". ("El Principito")


6.

Día de los neófitos, día de los grandes escrutinios. Aperirio aurium, "Apertura de los oídos"; así es como se llamaba. El nuevo hombre, que no ha nacido aún del agua del Bautismo y está todavía encerrado en el seno maternal de la Iglesia, empieza a vivir y a moverse. Bajo la mano creadora de Dios se van formando nuevos miembros en el cuerpo del hombre interior; se abren nuevos sentidos. El hombre, en su interior, empieza a ver y oír cosas que antes no vio ni oyó. Huele, gusta y siente, ve y oye lo sobrenatural, el otro mundo, el mundo de Dios.

Es una nueva obra de creación, una reedificación, una perfección de lo edificado al comienzo. Al principio habló Dios y todo fue creado: Ipse dixit et facta sunt (Sal 148, 5) y "el Espíritu de Dios se mecía sobre la superficie de las aguas" (Gn 1, 2). "Díjose entonces Dios: Hagamos al hombre (Gn 1, 26), y le inspiró en el rostro el aliento de vida" (Gn 2, 7).

El Verbo y el Espíritu, la palabra y el aliento de Dios son los que han creado al mundo y formado al hombre. Son, según San Ambrosio -quien cita a San Ireneo- las poderosas manos creadoras del Padre. Su labor edificadora no ha terminado todavía; continúa ante los ojos de la Iglesia y con el concurso de ésta. Ella es ahora la que tiene en su poder esas manos, puesto que forma un mismo cuerpo con el Verbo hecho hombre. Al principio habló Dios y su palabra, el Verbo, creó al hombre. Hoy habla la Iglesia y su palabra, palabra santa de Dios, crea en el hombre al nuevo hombre interior. La palabra de Dios, el Verbo santo, es lo que entrega hoy la Iglesia a los neófitos: los evangelios, el símbolo de la fe, la oración del Señor. Es la segunda gran traditio ((Véase el miércoles de la 3ª semana de Cuaresma). El oído interior del corazón es tocado por el trueno de esta palabra de Dios y Dios comienza a habitar en los nuevos fieles.

Estos quedan convertidos en un "cielo", en una habitación de Dios. El aliento de su proximidad, el Espíritu de su boca, precediendo a Aquel que viene, expulsa del corazón, en virtud de los exorcismos, a todos los anteriores habitantes, los demonios, para que pueda convertirse en un cielo. "Por la palabra del Señor se asentaron los cielos y por el Espíritu de su boca toda su fuerza" (Sal 32, 6).

Esta era la gran lección de la Liturgia de hoy para los neófitos de la antigua Iglesia: los exorcismos y la entrega de la palabra de Dios. Era el comienzo de la nueva creación, el principio para ellos de una nueva vida, que iba a nacer plenamente por el Bautismo. Aún hoy la Misa del día refleja esta nueva creación y la felicidad de los que van a renacer en las manos creadoras de Dios. Tanto en la primera lección como en el introito tomado de ella, oímos la potente voz de Dios, anunciando su voluntad creadora. Suena como una respuesta a la lección de ayer, a las presiones insistentes de Moisés, a la fuerte llamada que la sangre de Cristo eleva en favor de su pueblo. "Sí, quiero", da Dios por respuesta. Y vemos cómo su brazo extendido con todo poder, su brazo creador y su poderosa mano reúnen en torno suyo a todo su pueblo que se hallaba esparcido por todos los confines de la tierra y es su mano la que le regenera, bautiza y transforma en un pueblo nuevo: en la Iglesia de Dios. (...) Aquí se nos presenta la experiencia personal e individual de cada neófito elevada al orden general de manera grandiosa y sorprendente. Lo ocurrido allí a unos pocos catecúmenos mediante palabras y ritos simplicísimos adquiere una importancia trascendental. Es la realización de la idea creadora, más poderosa y al mismo tiempo más amorosa de Dios: la creación de la Iglesia. Resulta conmovedor ver cómo la Iglesia no cesa de considerar la maravilla de su propia existencia y contemplar cómo, al encontrarse ante una de las mayores manifestaciones de Dios, cae de rodillas llena de asombro y no deja pasar oportunidad alguna de comunicar las grandes cosas que ha obrado en ella el Señor. Es el pueblo de Dios, según quiere manifestarnos la lección de hoy. Es el pueblo de Dios y Dios es de tal modo Señor de este pueblo que habita como principio interior de vida, como aliento de vida, en cada miembro individual de este cuerpo injertándolo en el todo y comunicándole movimiento, de suerte que, como corazón de este pueblo, anima con su vida divina a todos sus miembros.

Como pueblo de Dios, la Iglesia es su cuerpo y El, como Señor de este pueblo, es la vida de su cuerpo. A lo grandioso de esta visión de sí misma que tiene la Iglesia corresponde la gozosa alabanza del segundo gradual: "Dichoso el pueblo que tiene al Señor por su Dios; el pueblo a quien escogió el Señor en herencia para sí" (Sal 32, 12; segundo gradual). Es ésta la verdadera actitud, básica y fundamental en toda oración litúrgica; reconocimiento asombrado y alabanza consciente de la maravilla de Dios en nosotros, que es la Iglesia, criatura suya. Somos el cielo de su gloria, que Dios se ha creado en la tierra. La luz de su santidad es en nosotros el honor de su nombre "ante los pueblos" y nuestra "humilde glorificación" (Himno de vísperas del sábado).

La gran aspiración de la Iglesia en estos días es que se abran los ojos interiores de los neófitos a esta maravilla de la nueva creación de Dios. Así nos lo dan hoy a conocer los textos de la misa. "Venid, hijos, escuchadme y os enseñaré el temor del Señor.

Llegaos y seréis iluminados" (Sal 33, 12, 6; primer gradual), dice a sus nuevos fieles. El hombre nuevo comienza a ser realidad en su interior. Son seres en pleno conocimiento. El versículo del salmo del gradual nos brinda de ello una viva imagen. La vemos ante nosotros tan amable como potentes eran las del introito y de la lección de Ezequiel: la Madre Iglesia, rodeada de los pequeños, de los nuevos seres infantiles. En medio se sienta ella y les enseña el "temor de Dios", esto es: les enseña a asombrarse, a admirarse de la nueva creación mística en que ahora nacen, a temer ante las grandes obras de Dios y ante la gloria de Dios en su Iglesia.

Así como una madre indica y señala a sus tiernos hijos las cosas de la creación visible -el cielo, la tierra, el mar, las estrellas, los árboles, las flores, las nubes del cielo, los manantiales de la tierra, los pájaros, todos los animales y los hombres- así comienza hoy la Iglesia a enseñar a sus hijos los catecúmenos, las maravillas del mundo de la gracia, la belleza de esa tierra mística e invisible que es ella misma. "Llegaos a El y seréis iluminados". Ha de haber en ellos claridad. Ha de formarse en ellos su ojo interior, el órgano con que podrán ver exclusivamente lo celestial y divino. Han de ser la luz divina que inflama el mundo interior del hombre que está unido a Dios. Han de ver y "gustar cuán bueno es Yahvé" (Sal 33, 9).

BAU/ILUMINACION: Antiguamente al Bautismo se le llamaba "iluminación". A esta iluminación, a este encenderse el interior del hombre, es a lo que se refiere el primer gradual y a lo que alude, sobre todo, el pasaje evangélico de la Misa de hoy: la curación del ciego de nacimiento. Los Santos Padres ven en esto un paralelo, más aún, la continuación de la creación de Adán (Véase, por ejemplo, S.Ireneo: Adversus Haereses, V, 15, 2).

CREACION/RECREACION: Al principio, dice el Génesis, formó Dios un cuerpo de barro y le infundió el aliento de vida. Y ahora, en la plenitud de los tiempos, viene el Verbo hecho hombre, la mano derecha del Padre y Creador, para sanar al hombre ciego desde su nacimiento por las tinieblas de Satanás. Y para que no quede lugar a duda de que esto no es sino una continuación de la obra del comienzo, de que Adán siempre, y también en este preciso momento, se encuentra entre las manos creadoras de Dios, cogió también entonces Jesús "lodo de la tierra", formó con él barro y lo extendió sobre los ojos del ciego de nacimiento. Con su saliva, el Dios hecho hombre humedeció la tierra. Lo celestial y lo terreno, la materia de la tierra y la vida de Dios, han de unirse para crear al hombre y para volver a engendrarlo de nuevo.

Pero el instrumento material que representa propiamente la nueva creación, la limpieza de lo viejo, de la ancianidad del pecado, la salud de la ceguera del pecado, es el agua, imagen del Bautismo. Una y otra vez sale a nuestro encuentro, en la liturgia de Cuaresma. "Ve, lávate", dice Jesús, lo mismo que dijo el profeta a Naamán y lo mismo que hoy nos dice otro profeta: "Lavaos, purificaos" (Is 1, 16; segunda lección). El agua quita la enfermedad -lepra y ceguera- de los hombres. El nombre de la piscina indica el carácter místico de esta agua. Se llama missus, "el enviado". Cristo, el Mesías, el enviado del Padre, El mismo es la piscina, como también El, agua de vida, llena los pozos de su Iglesia; su sangre derramada en la cruz es el baño de la salud con que se curan los hombres enfermos y ciegos por el pecado.

La muerte de Cristo es la que nos mereció el Bautismo para remisión de los pecados y para iluminación del corazón. Nos proporciona salud y luz, limpieza de los pecados y fe, "fui, me lavé y vi, y creí en Dios" (Jn 9, 11; comunión), dice, lleno de júbilo, el que estaba ciego por causa del pecado de Adán y que ahora está sanado; lo dicen también jubilosos los neófitos y lo repetimos nosotros todos, bautizados, sanados e iluminados, en la comunión de la misa de hoy.

Un maravilloso cántico de comunión. La Iglesia no podía expresarlo de manera más natural y espontánea, no podía decir mejor su gran fe en la presencia de la obra redentora y de la nueva creación que tiene lugar en cada solemnidad litúrgica. Lo que para los neófitos de aquellos tiempos eran tan sólo promesa, se hace en los fieles, en nosotros, una inmediata realidad, gracias a la presencia mística del sacrificio y al banquete eucarístico; se convierten éstos en un nuevo Bautismo, una nueva iluminación.

Cristo está aquí. En su mano tiene el lodo que proporciona la salud; su santa carne, su cuerpo humano y terreno. Y la misteriosa piscina de Siloé está representada por el cáliz con el agua y sangre preciosísimas que brotaron del costado del Crucificado. Todo está dispuesto para la salvación, para la iluminación. Y he aquí que también nosotros, los ciegos de nacimiento, estamos presentes. Pero ¡con qué facilidad el pecado vuelve de nuevo a enturbiar nuestra vista! Los enigmas de la vida, la confusión de los acontecimientos mundiales, las angustias y contratiempos de nuestra propia existencia nos acongojan. Vemos el poder de las tinieblas y la debilidad de los buenos, y no lo acabamos de comprender. Es que no penetramos hasta el fundamento de la historia, que es donde actúan las manos creadoras del amor divino.

Así, nos llegamos a la santa solemnidad litúrgica, llevamos nuestra ceguera humana, a veces también pecadora, al altar del sacrificio; a las manos del Salvador, a la piscina de Siloé. Y ¿qué ocurre? Lavi et vidi et credidi Deo: "Me lavé, vi y creí en Dios". Púseme a pensar para poder entender. Pero me resulta ciertamente cosa ardua, hasta que haya penetrado en el santuario de Dios (Sal 72, 16-17). Este penetrar en el santuario es la iluminación. Muy clara y transparente resulta la imagen del mundo para los ojos renovados. Aquello que tiene lugar bajo la superficie de lo visible y accidental, se hace visible; la eterna obra creadora, la nueva creación de la Iglesia. Y, ahora que tenemos una visión tan profunda, nuestros pasos, que han dejado de ser guiados por ojos ciegos, no pueden vacilar ya por el camino de Dios aun cuando, aparentemente, triunfe Satanás.

Estamos ya en seguridad; en verdad, poseemos ya la vida. Por eso: "Bendecid, naciones, al Señor Dios nuestro, y haced que se oiga la voz de su alabanza -que profiere su boca-: El es quien dio vida a mi alma y no permitió fluctuaran mis pies. Bendito sea el Señor, que no desechó mi ruego y no ha apartado su misericordia de mí" (Sal 65, 8-9, 20; ofertorio).

EMILIANA LÖHR
EL AÑO DEL SEÑOR
EL MISTERIO DE CRISTO EN EL AÑO LITURGICO I
EDIC.GUADARRAMA MADRID 1962.Pág. 381 ss


7. CON-H/PO/MIGUEL/HDZ

"Nadie me verá del todo
ni es nadie como lo miro.
Somos algo más que vemos,
algo menos que inquirimos.
Algún suceso de todos
pasa desapercibido.
Nadie nos ha visto. A nadie,
ciegos de ver, hemos visto".

Miguel Hernández


8. FE/RELIGION  J/RELIGION

"No viene de Dios porque no guarda el sábado"; así opinaban los fariseos de aquel Jesús que había curado a un ciego de nacimiento. Una ley religiosa había sido quebrantada: blasfemia, herejía.

«Cuando doy pan a un hambriento me llaman santo; cuando pregunto por qué la gente pasa hambre me llaman comunista» (·Helder-Camara). Y es que hacer «obras de caridad» está bien; pero ¡meterse en líos de justicia en nombre de la religión...! Y verdaderamente que la «religión» tiene poco que ver con la justicia. Ni con la justicia ni con casi nada.

A los primeros cristianos, en Roma, se les llamaba ateos (o sea, sin Dios, sin religión). Quizás en este fenómeno haya una clave interpretativa, que no debiéramos pasar por alto. Religiosamente hablando, Jesús fue judío; habló de dar plenitud a la ley, pero no habló de hacer una nueva. Frecuentaba regularmente el templo de Jerusalén y, lógicamente, no iba a la iglesia porque ni estaban inventadas, ni él tenía ningún interés en inventarlas (sí que puso mucho empeño en la otra iglesia, en la de piedras vivas, en la comunidad). Guardaba los sábados en plenitud, porque era capaz de curar en sábado a un ciego, dando así verdadera gloria a Dios en el día del Señor. Recitaba la shemá, asistía a la sinagoga cuando no estaba en Jerusalén y, en fin, practicaba los usos y costumbres propios de su religión; no «pasó» del judaísmo sino que fue un creyente fiel.

En realidad Jesús fue más allá, mucho más allá, y «destripó» la religión (cualquier religión: «ni en Jerusalén ni en Garizim»), no por afán destructor, sino para hacer aflorar su interior, como cuando descortezamos una fruta para poder saborear la sabrosa carne de su corazón.

Los hombres andaban tonteando con la cáscara y Jesús tuvo que enseñarnos a pelarla, tuvo que llevar la religión a su plenitud.

La religión es la corteza (y bien dura, por cierto, como si de un coco se tratase); la religión sólo es el envoltorio.

Pero la religión tiene mucho éxito. Cumplimos unas cuantas obligaciones y ya somos buenos (no comer carne, o cerdo, o vacas; ir a la pagoda, a la mezquita o a la sinagoga; leer la novena, el horóscopo o el i ching; pedirle al santo, a los espiritus o hacer el conjuro... hay mucha variedad de religiones para que podamos servirnos a la carta); realizamos unos ritos y ya tenemos contento a Dios; cumplimos, y nos ganamos el cielo.

Por esto, por todo esto es por lo que las religiones tienen tanto éxito (aunque la moda actualmente al uso pase de las religiones de siempre y haya buscado novedades: cartas, extraterrestres, sectas, ranas y chupetes de la suerte...-el mercado es muy amplio-). Ser cristiano es otra cosa; Jesús no pretendía añadir una más a la lista de las religiones (ya había bastante con las que había); ni siquiera pretendió inventar la mejor. Pero nosotros sí lo hemos hecho con sus enseñanzas; él sacó la vida de la ley y nosotros hemos vuelto a retorcer esa vida hasta volver a encorsetarla y meterla en leyes, nuevas, pero leyes al fin y al cabo. Jesús nos dio un único y nuevo mandato, y nosotros hemos recuperado el decálogo (otra vez como leyes, no como estilo), y hemos añadido más mandamientos y hasta un código completo. Jesús soltó el Espíritu y lo dejó aleteando sobre el mundo, y nosotros hemos vuelto a marcarle los «cauces reglamentarios" por los que se tiene que manifestar (claro que, de ahí a que nos haga caso...). Es decir, hemos recorrido exactamente en dirección contraria el camino que nos marco Jesús.

Lo de Jesús, por mucho que nosotros nos empeñemos, no es una religión, ni lo será por muchos esfuerzos que nosotros hagamos para deformar sus enseñanzas. Lo de Jesús no es una religión y por eso la gente religiosa, cuando lo veía actuar, sentenciaba sin rubor: «no viene de Dios». Y lo que viven muchos cristianos -de todos los tiempos y lugares- tampoco es una religión; por eso hay muchos religiosos que, a estos cristianos, les llaman ateos, comunistas (ahora habrá que buscarles un calificativo nuevo), y otras lindezas por el estilo.

La religión (toda y cualquier religión) es cómoda; nos deja tranquilos y contentos, no nos crea apenas problemas, o son de fácil solución; lo tiene todo previsto y regulado y no hay que hacer más que seguir las normas, cuanto más al pie de la letra, mejor. Ser cristiano complica la vida; se nos puede llegar a llamar de todo: que no venimos de Dios, ateos, rojos, revolucionarios, que nos metemos en política, que no somos piadosos... Complica, pero merece la pena. Porque ser cristiano es abrir la fruta de la vida, llegar a su corazón y disfrutar de todo su sabor. Y la cáscara para los tontos, aunque sean muchos.

LUIS GRACIETA
DABAR 1993/20


9. MAL/PROBLEMA

INTERROGANTES DESDE LA EXISTENCIA DEL MAL

Ante el mal, ante la muerte, la enfermedad, la radical deficiencia física, muchos hacen actual la pregunta de los discípulos a Cristo, que se lee en el evangelio de este cuarto dommgo de Cuaresma: ¿Quien peco: este o sus padres, para que nacíera cíego?

Las desdichas e invalideces que sufren los hombres son un gran problema sobre el que se ha discutido mucho desde la ciencia y desde la religión. Cuando el hombre nace con taras físicas es difícil explicar el mal. Se dice que el mal es consecuencia del pecado y basta abrir los ojos para ver la prosperidad de muchos pecadores y la desgracia de personas realmente buenas. Además constatamos con frecuencia que los pecadores duermen con sueño beatífico, propio de los justos, mientras que los buenos y santos están a veces atormentados por el remordimiento y los escrupulos. Es preciso reconocer que la razón humana se encuentra sin argumentos satisfactorios en este ámbito.

La hipótesis de que los hijos padecen el castigo de sus padres es antiguotestamentaria y tiene dificultades casi insalvables. ¿Por qué los hijos de los borrachos heredan una gran carga de miserias, mientras que el hijo del asesino está libre de ellas?

La explicación que da Cristo es la única válida: el mal y la tara de nacimiento solamente han sido autorizados por Dios para que se manifieste su gloria. E1 pecado del ciego de nacimiento es el de todos los hombres, el original; nacemos con limitaciones, somos ciegos.

Cristo pide al ciego que vaya a lavarse a la piscina de Siloé. Es toda una enseñanza sobre el bautismo, que exige una decisión personal. El ciego se lavó y vió; y comenzó su misión de atestiguar que ve, para consternacion de quienes hacen los esfuerzos más cómicos y ridículos por negar la evidencia. Cuando adquiere la segunda y más profunda visión de la fe, entonces se produce verdaderamente el milagro.

Andrés 


10. Para orar con la liturgia

Cristo se dignó hacerse hombre
para conducir al género humano,
peregrino en tinieblas,
al esplendor de la fe;
y a los que nacieron esclavos del pecado,
los hizo renacer por el beutismo,
transformándolos en hijos adoptivos del Padre.

Prefacio


11. LUZ/VIGILIA PASCUAL

La Vigilia Pascual comienza con el Rito de la luz. Celebramos el misterio de Cristo, en clave de luz. La Luz del Cirio pascual, Luz de Cristo, que avanza en medio de nosotros, rasgando las tinieblas, es Cristo resucitado vencedor de la muerte. Todos esa Noche llevamos en las manos cirios que encendemos directamente del Cirio Pascual o unos de otros... Todos esa Noche aclamamos a Cristo Luz respondiendo, cantando. "Demos gracias a Dios". El Cirio Pascual es colocado junto al ambón, donde se proclama la palabra de Dios. Allí permanece durante la Cincuentena Pascual. Concluida la Solemnidad de Pentecostés, es trasladado al batisterio. Allí seguirá luciendo durante las celebraciones bautismales.