40 HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO III DE CUARESMA
17-25

 

17.

-El agua viva

No se podían escoger mejor los textos escriturísticos para anunciar a los catecúmenos cómo su sed va a ser saciada. Reencuentran al Señor, la Roca de la que brota el agua en el desierto (Núm. 20,1-3; 6, 2), se aproximan a Cristo Agua viva para quienes creen en él (Jn. 4, 5-42).

Las aguas amargas de Mará habían provocado el descontento entre el pueblo de Dios, salido de Egipto. Bajo la orden del Señor, una especie de madero echado al agua las volvió dulces (Ex. 15,22-26).

Pero poco después se dejó sentir la falta de agua. Estaban en Masá y Meribá, dos nombres dados al valle de Rafidim que expresaban cómo el pueblo fue puesto a prueba y cómo se querelló contra Moisés y contra su Dios.

La lectura desarrolla ante los ojos y el corazón de los catecúmenos esta tragedia histórica. El pueblo de Dios está cansado, camina desde hace mucho tiempo en la fatiga y la miseria, sin verdadera cohesión, sin organización eficaz. Humanamente se puede explicar su rebelión instintiva, pero no llega a justificarse su falta de confianza cuando ya su Dios ha hecho tanto por él. Ninguna mirada al pasado y al constante apoyo del Señor, sino, sin reflexión y en medio de violencia, murmuraciones y cólera: "Danos agua". Este grito lanzado a Moisés y a través de él al Señor, hubiera podido ser el recurso propio de la confianza en la prueba, petición optimista, segura de la respuesta y de la salvación. Pero el grito no fue expresión de una esperanza confiada sino una invectiva en medio de la desesperación.

El pueblo de Israel se separaba así de su Dios. Fue un momento crucial en su marcha y un pecado de desesperación que lo marcó para siempre. Los salmos recordarán este instante de defección:

Pero ellos volvían a pecar contra él,
a rebelarse contra el Altísimo en la estepa
a Dios tentaron en su corazón (...)
Hablaron contra Dios
dijeron: ¿Será Dios capaz
de aderezar una mesa en el desierto? (Sal. 78,17-l9).

La roca se yergue ante el pueblo en su masa inexorable. No hay salida humanamente aparente. Moisés mismo no parece afirmado en la fuerza todopoderosa del Señor. Aarón comparte su inquietud. Ambos serán castigados por el Señor: "Por no haber confiado en mí, honrándome ante los hijos de Israel, os aseguro que no guiaréis a esta asamblea hasta la tierra que les he dado" (Núm. 20, 12).

Pero el poder del Señor se manifiesta: "Toma la vara y reúne a la comunidad, tú con tu hermano Aarón. Hablad luego a la peña en presencia de ellos, y ella dará sus aguas. Harás brotar para ellos agua de la peña, y darás de beber a la comunidad y a sus ganados" (Núm. 20,8).

Toda la esperanza no podía reposar más que en Yahvé. "Y el agua brotó en abundancia".

El Salmo 77,15-16 se maravilla de ello:

En el desierto hendió las rocas,
los abrevó a raudales sin medida
hizo brotar arroyos de la peña
y descender las aguas como ríos.

Isaías (48, 21) canta el mismo milagro del Señor:

No padecieron sed en los sequedales
a donde los llevó
hizo brotar para ellos
agua de la roca.
Rompió la roca y corrieron las aguas.

Acontecimiento esencial en la vida de Israel. Este agua que brota, signo del amor del Señor que será llamado "Roca de la Salvación", es un acontecimiento esencial en la vida de Israel:

Venid, cantemos gozosos a Yahvé
aclamemos a la Roca de nuestra salvación (Sal. 94,1).

A propósito de este episodio tan importante, los Padres tienen dos interpretaciones diferentes. Unos ven en este agua, unida a la figura del maná, el tipo del vino eucarístico. San Juan Crisóstomo lo interpreta en este sentido cuando estudia la relación entre el paso del mar Rojo y el bautismo, a propósito del texto de San Pablo en la primera carta a los Corintios (10,4): "En efecto, después de la travesía sobre el mar, la nube y Moisés, Pablo continúa: "y todos bebieron la misma bebida espiritual". Igual que tú, al salir de la piscina de las aguas te apresuras a la mesa, así los israelitas salidos de la mar se acercaron a una mesa nueva y maravillosa, quiero decir el maná. E igual que tú posees una bebida misteriosa, la sangre salvadora, así tuvieron ellos una maravillosa bebida. Allí donde no había ni fuente ni corrientes, encontraron un agua abundante que brotaba de una roca seca y árida" (JUAN CRISÓSTOMO, In dictum Pauli, nolo vos ignorare, etc., PG. 51, 248). San Ambrosio, en sus dos catequesis "Sobre los sacramentos y sobre los misterios" retoma la misma explicación. Para El, el agua de Horeb es tipo del vino eucarístico (AMBROSIO DE MILÁN, Sobre los sacramentos, sobre los misterios, SC. 25 bis, 113, 185). Es en la catequesis "Sobre los sacramentos" donde con más claridad se expresa: "(...) ellos bebían de la Roca espiritual que los acompañaba. Y esta roca era Cristo. Bebe también tú, para que Cristo te acompañe. Considera el misterio: Moisés es el profeta, la vara es la Palabra de Dios, el agua corre: el pueblo de Dios bebe. El sacerdote golpea, el agua brota en el cáliz para la vida eterna". San Agustín recogerá el mismo paralelismo que San Ambrosio (AGUSTÍN DE HIPONA, Tratado sobre San Juan, 26, 12; CCL. 36, 265).

Pero existe también otra interpretación que ve en la Roca de Horeb una figura del bautismo. La interpretación precedente se relacionaba con San Pablo en la primera carta a los Corintios (10, 4). Esta hace referencia a San Juan; San Cipriano es uno de sus más importantes representantes: "Todas las veces que se habla sólo del agua en las Escrituras, se trata del bautismo. Por eso, el profeta predijo que entre los paganos, en los parajes antes áridos, brotarían ríos que abrevarían a la raza elegida de Dios, es decir a los que han sido hechos hijos de Dios por el bautismo. Dice, en efecto: Si tienen sed en los desiertos, Dios les proporcionará agua, la hará brotar para ellos de la piedra; se abrirá la piedra y el agua brotará y mi pueblo beberá (Is. 48, 21). Esto se cumplió en el Evangelio cuando Cristo, que es la piedra, fue abierto por el golpe de lanza en su Pasión. El es quien, recordando lo predicho antes por el profeta, gritó: "Si alguno tiene sed, que venga y que beba. El que cree en mí, ríos de agua viva brotarán de su seno. Y para indicar mejor que el Señor habla aquí no del cáliz sino del bautismo, la Escritura añade: Dijo esto refiriéndose al Espíritu que recibirían los que creyeran en él. Ahora bien, es mediante el bautismo como se recibe el Espíritu" (Según J. DANIELOU. Sacramentum futuri, op. cit., p. 171)

-Si conocieras el don de Dios

Se pasa con toda naturalidad de este relato de "Números" a su completa realización en San Juan (4, 5-42). Este encuentro de Cristo con la Samaritana es singularmente cautivador. Encuentro de Cristo con su criatura en el pecado. El pueblo de Israel se apelotona murmurando frente a la Roca que va a salvarlos. Piensa uno en los primeros días de la creación, cuando Dios se halla ante su criatura; aquí Cristo se encuentra delante de todos aquellos a quienes va a recrear.

San Agustin comenta muy bien este episodio. Describe en él al Creador fatigado delante de su criatura a la que recrea por su fatiga y su Pasión: "Es por ti por quien Jesús está fatigado del camino. En Cristo encontramos la fuerza y la debilidad: se nos muestra a la vez poderoso y anonadado. Poderoso porque "en el Principio la Palabra existía, y la Palabra era Dios, en el Principio él estaba en Dios". ¿Quieres saber cuál es el poder de este Hijo de Dios? "Todas las cosas fueron hechas por él, y sin él nada fue hecho". ¿Hay algo más fuerte que aquel que ha hecho todas las cosas sin experimentar cansancio? ¿Quieres conocer su debilidad? "La palabra se hizo carne y habitó entre nosotros". El poder de Cristo te ha creado; su debilidad te ha recreado. El poder de Cristo ha dado el ser a lo que no era; la debilidad de Cristo ha evitado que pereciese lo que era. En su fuerza nos ha creado, en su desvalimiento ha venido en nuestra busca" (AGUSTÍN DE HIPONA, Tratado sobre San Juan, 15, 6; CCL. 36, 152).

La tipología bautismal de este evangelio se revela en muchos puntos:

(...) el que beba del agua que yo le dé,
no tendrá sed jamás,
sino que el agua que yo le dé
se convertirá en él en fuente
de agua que brota para vida eterna (Jn. 4,1 4).

Así pues, el agua por sí misma no da la vida, sino el agua transformada por Cristo. El agua del pozo es Cristo. Hay que recordar aquí una interpretación que los Padres han dado también a la Roca de Horeb. En ella han visto el costado de Cristo abierto; de él brota el agua. Lo hemos anotado más arriba en San Ambrosio . San Agustín escribirá: "La Roca es figura de Cristo (...) La roca fue golpeada dos veces con la vara. La doble percusión significa los dos brazos de la cruz" (19). Esta interpretación que apunta a la vez al bautismo y a la eucaristía, hace que entendamos mejor la elección del canto de comunión de la misa del 3er. domingo: "El que beba del agua que yo le daré -dice el Señor-, el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna" (Jn. 4,13-14).

Los increyentes pueden tomar conciencia de ello si encuentran a los cristianos enamorados de su fe: en cualquier circunstancia se atreven a pedir "una señal que sea para bien: que los que me odian vean, avergonzados, que tú, Yahvé, me ayudas y consuelas" (Sal. 85,17). Cuando se ven en los áridos desiertos, les basta con gritar, no a la manera de los Israelitas sino con confianza: "Danos agua". Y al recibir la eucaristía oirán a Cristo decirles: "El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás".

El cristiano se ve, pues, inducido a interpretar el don del agua a la Samaritana como el que se hizo en Horeb a los israelitas: fue para ellos alimento y consuelo. Para los catecúmenos es como si oyeran al mismo Juan: el agua dada por el Señor es la que hace renacer de nuevo.

La misa de este domingo está, pues, visiblemente centrada sobre los catecúmenos. Basta resituar sus lecturas y cantos en el marco de los formularios del escrutinio, junto con sus oraciones particulares para la misa, y el espíritu que ha presidido su composición aparece claro. El catecúmeno es un sediento de Dios, está en camino.

El profeta Isaías aplica el episodio de la Roca al nuevo éxodo. El agua para él es entonces el símbolo de la Salvación que Dios dará en los tiempos mesiánicos (Is. 35,6; 41,18; 43,20; 48, 21). Jesús lo afirma en el pozo de Jacob: el Mesías... "yo soy, el que te está hablando". Las promesas están, pues, cumplidas. "Danos agua", gritaban los Israelitas. El Señor ha realizado su promesa. El agua será instrumento de Salvación, fuente de vida, manantial en donde uno renace como saliendo del sepulcro con Cristo, promovido a una vida nueva, prenda de vida eterna. Porque el bautismo no es una conclusión; es un renacimiento para una lucha hasta que Cristo vuelva. El agua se vuelve así esa bebida espiritual, la sangre de Cristo ofrecida en rescate de muchos. Bautismo y eucaristía forman aquí una misma iniciación a la vida de Dios.

-Los grandes temas del evangelio de la Samaritana

Es preciso recoger los grandes temas que pone de relieve esta lectura evangélica, sin duda uno de los más bellos pasajes del evangelio de Juan. Una vez más tenemos ocasión de constatar cómo la liturgia utiliza la Escritura. En una lectura exegética, sería difícil ver en este texto un anuncio sacramental propiamente dicho. Así es, sin embargo, cómo la Iglesia, al utilizar este texto el 3er. domingo -en el que se celebra el 1er. escrutinio para los "elegidos"-, interpretará con los Padres, ese pasaje de Juan.

Hay sobre todo dos momentos de interés: el diálogo con la Samaritana (versos 7-26) y el diálogo con los discípulos (versos 31-38). En el primer diálogo, encontramos el método qui-pro-quo, tan querido de Juan. Se trata la conversación en una doble línea de posible comprensión. La Samaritana entiende el tema del agua en el plano de la sed humana; Jesús ve en ese agua un signo. El promete el agua viva (versos 7-15) y esta agua viva es el don de Dios. Pero este don y esta agua están ligados al conocimiento de Jesús, hasta el punto de que el verso 10 puede hacernos pensar que el don de Dios y del agua viva, es Cristo mismo. El don de Dios ya no es aquí la ley dada a Moisés, sino el conocimiento de Jesús que, además, va a revelar más tarde como el Mesías: "Yo soy, el que te está hablando". El agua es un tema importante en la Biblia. En los libros proféticos se la considera como símbolo de los bienes mesiánicos (Zac. 14. 8; Joel 4,18). En los libros sapienciales se relaciona el agua viva con la sabiduría, considerada allí todavía como fruto del estudio de la ley (Prov. 13, 14. etc.; Eclo. 24, 30). De hecho, puede decirse que el agua viva es el símbolo de la doctrina enseñada por Cristo (20). En el diálogo con la Samaritana, por lo tanto, encontramos una forma de hablar del agua que se refiere a un simbolismo judaico utilizado por Jesús: se trata de una sabiduría simbolizada por el agua. Esta sabiduría es la de Cristo. Y aquí pasamos a un nuevo plano. Se trata de lo que Jesús revela; no se dirige ya únicamente a la Samaritana, sino que declara que "todo el que beba de esta agua" no tendrá sed jamás.

Como es sabido, la Iglesia en su liturgia ver en este agua el agua sacramental del bautismo que hace entrar en la muerte y en la vida de Jesús. Es el momento de subrayar cómo la Iglesia lee los textos sin desviarlos de su significación exegética, pero sí haciendo de ellos una aplicación vital a sus fieles.

En este primer diálogo con la Samaritana, se muestra todavía como profeta (vv. 16-19) y sobre todo como Mesías (vv. 20-26). Hay aquí un texto importante tanto para el sentido de la oración y de la acción litúrgica en el cristiano, como para la educación del catecúmeno. Cristo alude a un conflicto entre dos lugares de culto. Para los samaritanos se trata de dar culto en el monte Garizim, donde Noé había construido un altar después del diluvio y también Abraham había ofrecido un sacrificio (Dt. 27, 4-8). El templo construido en este monte era rival del de Jerusalén. Ahora bien, no era posible que existiesen dos templos. Por eso la pregunta de la Samaritana es pertinente: ¿Dónde se realiza el verdadero culto? La respuesta de Jesús es decisiva: Ha llegado el tiempo en que el culto no está ligado a un templo: "los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad". ¿Qué quiere decir esto; que todo signo, todo rito queda condenado por Cristo? No ha faltado quien lo dijera en ciertos momentos en los que, tal vez, un cierto ritualismo exagerado había invadido el culto cristiano; por eso la Reforma se apoyaba en este texto para condenar todo culto exterior. El problema está en la interpretación de la frase "en espíritu". Si esto significa un culto que se hace espiritualmente, fuera de toda materialidad, en ese caso toda liturgia es condenable. Jesús insistiría en la cualidad de interioridad que debe tener toda oración cristiana. De hecho, se trata de una oración que es provocada en nosotros por el Espíritu, y esto está en consonancia con lo que escribe San Pablo a los Romanos, cuando les recuerda que es el Espíritu quien les permite dirigirse a Dios y gritarle "Padre" (Rm. 8. 26-27).

¿Y qué es el culto "en verdad"? ¿Será el verdadero culto, el culto por fin verdadero, después del de la ley, que era sólo un culto en figura? Habría que estudiar lo que significa verdad en el lenguaje de Juan. Ahora bien la verdad para él es el mensaje que Jesús vino a traer; en definitiva, es Jesús mismo que se declara verdad y vida. La oración se hará bajo el impulso del Espíritu, único que la hace posible, y se hará en Cristo, con él. El segundo diálogo es el que Jesús mantiene con sus discípulos que han llegado en el entretanto (vv. 31-38). El primer diálogo había tenido como resultado clarificar lo que significa tener sed y beber; el segundo aclara lo que significa comer. Hay un alimento que los discípulos no conocen. Y volvemos a encontrar aquí un tema querido de Juan: Cumplir la voluntad del Padre. "Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra". Cuando, abandonando todo prejuicio, hablaba con la Samaritana, provocando la extrañeza y casi el escándalo de sus discípulos, cumplía así la voluntad de su Padre y la obra de salvación.

El pasaje ha sido elegido también por la constatación hecha por el evangelista: "Muchos samaritanos creyeron en él por lo que la Samaritana refería de Jesús, pero creyeron mucho más cuando oyeron por sí mismos las palabras que Jesús les enseñaba y vieron en él al Salvador del mundo". Este pasaje era importante para subrayar la universalidad de la obra de Jesús que sería también la obra de la Iglesia. Para quienes llegan a la fe, el final de este evangelio, y también lo que precede, tiene una importancia que no se podría subestimar.

-El amor de Dios derramado en nuestros corazones La 2.a lectura da todo su sentido espiritual a la proclamación del evangelio. Este nos ha hecho tomar contacto con el agua que brota para vida eterna. La 1.~ Iectura nos ha mostrado a los israelitas rebelados desesperadamente en su sed. Henos aquí ahora con San Pablo (Rm. 5,1...8) en plena esperanza. "La esperanza no falla, escribe, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado". Tenemos en nosotros la fuente de agua manante, que ha hecho de nosotros justos en la fe. Hay ahí un misterio de amor que nos resulta difícil entender. E insiste en ello San Pablo: "En verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros".

Este domingo del 1er. escrutinio se presenta, pues, como el del don del amor que apaga la sed. Se le ha podido considerar como un "domingo sacramental". Y así es sin duda como lo concibe la Iglesia, aun no queriendo forzar el exacto significado de los textos. De todas formas, el agua es signo de un don que es el del amor que justifica mediante el Espíritu. Era imposible no ver ahí una relación con el agua sacramental del bautismo.

(·NOCENT-ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO:
CELEBRAR A JC 3 CUARESMA
SAL TERRAE SANTANDER 19803.Pág. 96-103


18.

-Un surtidor de agua inagotable 
La samaritana, la mujer de los cinco o seis maridos, la mujer de los cinco o seis dioses, herética o idolátrica, quiere sacar agua del pozo. El agua del pozo era fresca y buena. Limpiaba impurezas, calmaba la sed y las pasiones, fecundaba la vida. Aquel pozo era casi sagrado, pozo de Jacob, signo de la mejor tradición, en la que los samaritanos podían beber la fe, la ley y la sabiduría. Si apuramos un poco, el pozo de Jacob sería la tradición judeo-samaritana, y el agua sería la sabiduría y el temor de Dios.

Sentado en el pozo, a la hora sexta, la hora de la plenitud, estaba Cristo. Tenía sed Jesús, pero él encerraba un océano de agua pura. Pediría Jesús de beber, pero él prometía un manantial de agua viva. Quería nada menos que convertir aquel pozo -y todos los pozos semejantes- en un surtidor inagotable, y aquel agua remansada en agua viva. Le gustaba a Jesús la «conversión». Acababa de convertir el agua en vino. Ahora quiere convertir el agua muerta en agua viva, el agua que limpia en agua que engendra, el agua que sacia la sed temporalmente en agua que sacia definitivamente. Es lo mismo. Lo que se trata de explicar es el paso de lo antiguo a lo nuevo, de la figura a la realidad, de la letra al espíritu, de la ley a la gracia, del temor al amor, de la servidumbre a la filiación, de la debilidad a la fortaleza, de la limitación a la plenitud, del «espíritu» al «Espíritu». Es lo mismo que quería significar Juan cuando hablaba de superar el bautismo de agua con un bautismo de fuego y Espíritu. El fuego, el vino, el agua viva son todos signos del Espíritu que enciende, emborracha y sacia definitivamente.

El Señor nos promete no sólo un poquito de ese agua viva, sino todo un surtidor inagotable. ¡Qué hermosas sus palabras! «El agua que yo doy se convertirá en fuente de agua que brota para la vida eterna». Y un poco más tarde: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba... De su seno correrán ríos de agua viva. Esto lo decía, explica el evangelista, refiriéndose al Espíritu» (Jn. 7,37-39).

Más tarde llegará Jesús a otras radicales y admirables transformaciones: el vino en sangre, la sangre y el agua en sacramentos de salvación.

-"Dame de beber» 
Todo un rasgo de Jesús, humano y pedagógico. Es, desde luego, una hermosa manera de empezar el diálogo. Se hace Jesús débil y necesitado. Se humilla, incluso, desde su rango de varón judío. Empieza la jugada poniendo todos los triunfos en manos de la mujer, y entrando en su terreno. Rompe barreras nacionalistas, racistas, religiosas y machistas. No habla de arriba abajo, sino de abajo arriba. Es siempre el estilo del Dios de Jesucristo. Pide de beber él que es un manantial vivo. Pide de beber él que puede saciar a todos los sedientos. Pide de beber a la hora sexta, cuando se llega a la plenitud, como en la cruz. Pide de beber para que ella le pida de beber. Pide de beber para que la mujer de muchos maridos pueda encontrar, como Rebeca, el esposo verdadero, apasionado. Pide de beber para que la mujer dé un primer paso salvador. Dios, para salvarnos, toma siempre la iniciativa, pero pide nuestra colaboración. Recordad los signos. Cuando regala el vino, exige primero el agua. Cuando multiplica los panes, pide la aportación de los presentes. Cuando multiplica la pesca, exige que le echen la red. Cuando cura al ciego debe lavarse en la piscina. Y cuando quiere regalar el agua viva, pide un poco de agua del pozo.

Podría hacerlo sin nosotros. Podría hacer llover los panes, hacer que brotaran ríos de agua, vino y leche, curar de un golpe a todos los enfermos. Pero «el que te ha creado a ti sin ti, no te recrea ni te salva a ti sin ti». Y no es comodidad. Es respeto. Lo hace así para dignificar al hombre. Lo hace así porque nos ha creado creadores y protagonistas de nuestra propia realización. Lo hace así porque nos quiere copartícipes de nuestra propia santificación.

-"El que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed" 
La conversación entra ya en los niveles que Jesús quería. Es éste un modelo de catequesis antropológica. De la necesidad humana y en la necesidad humana se llega a la necesidad de Dios. Ofrece Jesús un agua que sacia definitivamente. Se trata de una promesa absoluta: es como prometer la felicidad completa y definitiva; es como decir al hombre que todos sus deseos se alcanzarán y todas sus insatisfacciones se colmarán; es como decir al hombre que él mismo se trascenderá y pasará de ser hombre-sed a hombre-fuente o a hombre-paz, o a hombre-felicidad; que en adelante ser hombre no equivale a castigo sino a libertad y dicha completa.

-"Surtidor de agua que salta hasta la vida eterna" 
Promete Jesús la satisfacción plena: nuestros deseos cumplidos, nuestros dolores calmados, nuestras pasiones encauzadas, nuestras lágrimas enjugadas, nuestros recuerdos estimulantes, nuestras esperanzas alcanzadas, nuestras hambres satisfechas, nuestras presencias llenas. Y el origen secreto de tanta dicha está en un surtidor inagotable sembrado dentro del alma: es surtidor de paz, de gozo, de luz, de fuerza, de amor. Es surtidor divino regalado -¡el don más grande!- al hombre miserable. Es el surtidor del Espíritu. Ahora se entiende todo. La samaritana es, entre otras posibles lecturas, la humanidad doliente. Busca calmar sus ansias y mitigar sus dolores con agua del pozo, con un marido tras otro, con una religión equivocada, que termina siendo idolátrica. Pero los ídolos no liberan, sino que tiranizan. No se termina de ir al pozo y en pleno mediodía; del pozo al marido, del marido al templo; siempre jadeante como cierva sedienta.

Jesús es el Mesías, el salvador. Ofrece a la pobre samaritana un refrigerio absoluto. Le ofrece un surtidor de agua viva; se entrega como esposo definitivo; le descubre una religión en espíritu y verdad. Ya no tendrá necesidad de volver al pozo ni de buscar marido ni de subir al templo de Garizín. El Mesías se desposará con ella y le dará en dote el don del Espíritu. Y el Espíritu será el principio dinamizador de toda su vida, como el germen de una nueva vida. Ahora desde el Espíritu y en el Espíritu podrá creer, podrá orar, podrá gozar, podrá ama.r Es lo más importante: poder amar. Que en resumen eso es todo: la insatisfecha Samaritana queda sana y salva y se inicia en el verdadero amor. Queda capacitada para amar, y en sus entrañas queda grabado el Espíritu de amor. Ese «amor de Dios derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado». No puede decirse más.

-IDEAS PRINCIPALES PARA LA HOMILÍA

1. El hombre, en los límites de su vida, cuando se siente acosado, dolorido y torturado, se pregunta por Dios. El creyente debe dar respuesta ofreciendo, no pruebas, sino señales de que Dios está con nosotros.

2. El mejor signo de esta presencia de Dios es compartir el sufrimiento, acompañar en el camino liberador, combatir los poderes esclavizantes y torturadores; en una palabra, el amor.

3. El diálogo de Jesús con la samaritana viene a ser una preciosa catequesis sobre el Espíritu. Cristo sediento ofrece a la mujer del cántaro, de los mandos y de los templos, el don que sacia definitivamente y que posibilita el verdadero culto: el don del Espíritu, del amor.

CARITAS
UN CAMINO MEJOR
CUARESMA 1987.Págs. 64-67


19.

1. Aguas de vida y aguas de muerte 
Era al mediodía: la hora de la sed... Quien ha vivido algún verano en Palestina, transitando entre sus áridas montañas con temperaturas superiores a los cuarenta grados y sin encontrar una gota de agua en largos kilómetros, no necesita mucha imaginación para comprender la narración de Juan. Jesús, cansado del camino, se ha sentado junto al pozo, presa de la sed. También con sed llega la mujer samaritana, proveniente de Sicar. Ahora sí necesitamos imaginación para comprender el doble significado que asume el agua en el relato, como asimismo el simbolismo que está encarnado en la figura de la samaritana.

Efectivamente, el agua es el símbolo más claro de la vida, sobre todo en un lugar desértico, como bien lo enfatiza la primera lectura. Torturados por la sed, los hebreos le dijeron a Moisés: «¿Nos has hecho salir de Egipto para hacernos morir de sed...?» Y poco faltó para que lo apedrearan, tal era su desesperación. Y fue esa misma sed l!a que llevó a Jesús a romper las normas sociales que le prohibían hablar con una mujer en la calle. para pedirle a aquella extranjera un poco de agua para beber. También la mujer tenía sed, por eso había venido hasta el pozo. Pero se negó a darle agua a Jesús, porque era un enemigo, un odiado judío. Entonces Jesús comprendió toda la hondura de la sed de aquella mujer: mientras una sed, la del cuerpo, la saciaba con agua del pozo, la otra sed, la del espíritu, la saciaba con el odio y el resentimiento. Su espíritu bebía aguas de muerte, y muerto estaba su corazón. Esta mujer es el símbolo de la humanidad que busca saciarse en posturas antisociales y en una religión cerrada y polémica.

Efectivamente, la mujer se comportó duramente con Jesús, lo agredió con su ironía como hombre y como extranjero. ¡Al fin un judío se humillaba ante una samaritana para pedirle un poco de agua...! Magnífica oportunidad para ponerlo en ridículo. Y magnífica oportunidad para hablar y hablar, para olvidar la propia sed gozándose en la impotencia del otro. En fin: una humanidad dura, hiriente, superficial y vacía. No hay silencio en ella, ese silencio capaz de volverla hacia sí misma para verse tal cual es.

En vano alguien le señala su propia sed, su impotencia, su insaciable búsqueda. No le interesa más que el camino cómodo: «Dame de esa agua, así no tengo que venir aquí a buscarla.» Jesús no se desalienta e insiste. Cree en el hombre, cree que en él existe una capacidad de superar la propia chatedad. Cree en esa fuerza que destruye el más obstinado egoísmo. Por eso le ofrece un agua viva, que se haga surtidor dentro del corazón del hombre.

En efecto, la vida no está fuera del hombre. O mejor: puede aparecer fuera del hombre, es el agua de la muerte. Pero la verdadera agua que sacia el corazón humano es la que sale de sí mismo. El pozo del agua de la vida es el corazón sincero... Pero aquella mujer estaba muy segura de sí misma como para verlo. O, para ser más exactos, estaba tan insegura de sí misma que necesitaba no verlo para sentirse segura. Es la trampa de la muerte: alojada en nuestro propio interior con su cara de vida, nos impide vernos tal cual somos. Tenemos la apariencia de seres vivos... y eso basta. Basta para quien no quiera romper el esquema.

Entonces intervino Jesús: miró a aquella mujer hasta el fondo de ella misma, hasta allí mismo donde ella se negaba a ver... y le dijo: «Vete y llama a tu marido.» La respuesta fue tajante: «No tengo marido.» Y Jesús felicita a aquella agresiva mujer porque, quizá por primera vez en su vida, ha dicho la verdad. Ha reconocido que no tiene marido, aunque vive con un hombre que tiene apariencia de marido.

También aquí el marido es un símbolo: «marido» es aquello a lo que nos atamos como un refugio a nuestra debilidad. Ella buscaba en el marido lo que no encontraba dentro de sí misma. Pero el marido no le podía dar lo que su corazón buscaba: por eso reconoció que no tenía marido. En otras palabras: que su felicidad era totalmente artificial. Por eso fue felicitada: ahora que desnudó su corazón y reconoció la esterilidad de su vida, ahora sí que está a un paso de la verdadera vida. Por eso de ahora en adelante, calla su boca y se abre su corazón a la nueva luz que le llega de este extraño personaje que habla con ella.

Aquí podemos sacar nuestra primera conclusión: el primer paso para acceder a las aguas de la vida, es el de la sinceridad con nosotros mismos. Sin duda alguna, el paso más difícil. Allí está la trinchera de la muerte: nuestra propia mentira. Es la sutil y alta barrera que nos impide ver más allá de lo que queremos ver.

Para alimentar y fortalecer esta barrera, la frontera de la muerte, nos permitimos todo: cerrar los ojos, no escuchar al otro, autoengañarnos, crear máscaras de aparente felicidad, increpar al extraño, enorgullecernos de nuestras tradiciones, despreciar lo nuevo, etc. Cada hombre tiene su manera de mentirse a sí mismo. Y lo terrible del caso es que hasta se llega a convencerse a sí mismo de sus propias mentiras. "Todo va bien, aquí no pasa nada, en nada tengo que cambiar": frases de todos los días con las que echamos el cerrojo de la frontera.

En el fondo, es una postura sustentada por el miedo. Miedo a nuestra verdad. Y miedo a Dios: creemos que Dios se contenta con la apariencia de verdad y que su rostro se volvería muy duro si viera el verdadero yo que está dentro de nosotros.

Jesús, una vez más, nos muestra al auténtico Dios: el que felicita al hombre porque se presenta como es y tal cual es. Profunda sabiduría del Evangelio: Dios odia al justo que no quiere ver su interna corrupción, y ama al pecador que se muestra como pecador. Y ojalá que ésta fuese la sabiduría de nuestro sistema pedagógico: felicitemos al hijo o al alumno cuando nos muestra su real verdad. Alegrémonos cuando ha cometido una falta y tiene la confianza para decirlo, sin recibir por ello una reprimenda sino una felicitación. No hay educación para la vida sin verdad del corazón. Y no puede haber verdad del corazón sin un clima para la sinceridad.

2. Culto de muerte y culto de vida 
Cuanto sigue del relato evangélico constituye, sin duda alguna, la página más revolucionaria del Nuevo Testamento en lo que a culto se refiere. El pozo de Jacob está situado al pie del monte Garizim, el monte santo de los samaritanos, en cuya cima todos los años, aún hoy, celebran la fiesta pascual siguiendo al pie de la letra las normas bíblicas. El Garizim es el monte de las bendiciones. Enfrente se encuentra el monte Ebal, el monte de las maldiciones. En medio de ambos, Sicar y el pozo de Jacob.

La samaritana, después de reconocer su «sed metafísica», parece dispuesta a comenzar una vida nueva consagrada a Dios. Pero aún sus esquemas religiosos son «viejos». Por ello le plantea a Jesús la gran cuestión que dividía a samaritanos de judíos: ¿Dónde se debe adorar a Dios? ¿En Garizim, como dicen los samaritanos, o en Jerusalén, como sostienen los judíos? La postura de la samaritana es muy significativa: durante largos milenios, aún hasta nuestros días, los creyentes de las distintas religiones se pelean entre sí, llegando hasta las armas y el exterminio, por determinar cuál es el lugar sagrado en torno al cual se reúne el verdadero pueblo de Dios.

Esta concepción, tan enraizada incluso dentro del cristianismo, es una forma miope y paupérrima de entender la religión. Si Dios está fuera del hombre, en una montaña o en un templo, en un río o en una gruta, ese Dios está muerto, aunque tenga apariencias de vida por los ritos y el culto que se le rinda en el lugar sagrado. Y por ser ese Dios un ser muerto, está también muerto el culto que se le rinde, y muertos están sus adoradores. En efecto: ¿está el hombre al servicio de las piedras y de los ritos, o deben estar las piedras y los ritos al servicio del hombre? Y por otro lado: una religión así concebida, ¿no será siempre la causa de las divisiones entre los pueblos y de crueles guerras, en las que, bajo pretexto de defender el culto de «este lugar», lo que se hace en realidad es defender la propia situación y la supremacía sobre los demás pueblos? Fue así como Jesús, judío y perteneciente al culto de Jerusalén, sorprendió a la samaritana con aquellas palabras que, parafraseadas, podemos traducir así: Dejémonos de lugares sagrados y de discutir si Dios está en mi país o en el vecino. Dios sólo busca la verdad del corazón del hombre, y todo culto que no nace de ese corazón verdadero, es un culto muerto. El Dios de la verdad y de la sinceridad sólo busca adoradores verdaderos y sinceros.

Jesús empleó una expresión típicamente semita y bíblica al referirse a un culto «en espíritu y en verdad». Para los hebreos, el espíritu se opone a la simple materialidad o exterioridad de algo. Espíritu es lo interior, Io que es vida de por sí; no sus apariencias. Por lo tanto: espíritu es el soplo de vida que hace que un hombre sea ese hombre y no otro, así como el Espíritu hace que Dios sea «el Dios verdadero» y no su caricatura. Al mismo tiempo, «verdad» se opone a mentira o falsedad. Se es hombre verdadero si se vive según una interioridad que se manifiesta así tal cual es ante los hombres. Así Dios es verdad porque se muestra a los hombres tal como es en sí mismo: amor y liberación. Como bien podemos darnos cuenta, esta frase del Evangelio de Juan no es más que otra forma de decir aquella bienaventuranza de Jesús, tal como la trae Mateo. «Felices los sinceros, porque ellos verán a Dios» (5,8).

La conclusión de todo esto es clara: hay cultos de muerte y hay un culto de vida; hay altares que ofrecen muerte a los fieles, y hay un altar que da la vida. El único altar que da la vida es el altar de la propia interioridad que se presenta así como es ante Dios, ese Dios íntimo y siempre un poco velado. Un Dios que no puede ser señalado con el dedo ni encerrado en una cápsula. Ningún creyente puede decir: Yo lo tengo a Dios aquí, El está de nuestro lado, nosotros somos sus guardianes. Los demás hombres son ignorantes e infieles. No: Dios se manifiesta, se hace epifanía, en la misma vida del hombre que, rompiendo la barrera de su propia muerte, busca una forma auténtica para encontrarse consigo mismo y para encontrarse con los demás. Se trata de una concepción universal de la religión: si Dios tiene su altar y su casa en el corazón sincero del hombre, ¿quién pondrá los límites?, ¿quién levantará las fronteras?, ¿quién condenará a los demás porque son distintos? Y se trata de una concepción auténtica de la religión: ¿Quién puede quedarse tranquilo porque colocó su ofrenda en este altar o en el otro, cuando su corazón queda ajeno a la ofrenda? ¿Quién puede decir que adora a Dios sólo porque sus labios pronuncian palabras "piadosas" o sus manos hacen gestos «religiosos»? Importante página del Evangelio: Jesús no discute de religión con la samaritana, no polemiza teológicamente: no busca la fe en los libros de apologética, ni siquiera se apoya en las tradiciones de su pueblo. Si es cierto que el salvador viene de los judíos, porque en algún lugar tenía que nacer, también es cierto que viene para decir que la simple relación racial con el Mesías no hace a un pueblo más santo que otro.

He aquí el comienzo de un culto de vida. Su final está en la cruz: el hombre sincero le dio a Dios su propio cuerpo como ofrenda, no sobre un altar consagrado por los sacerdotes, sino sobre un patíbulo considerado maldito y que transformaba en maldito al que era clavado en él. Empleando una expresión moderna, podemos decir que Jesús «desacraliza» el altar. Tanto el altar como el templo, como asimismo los ritos, no tienen valor por sí mismos, sino sólo por el hombre que expresa su fe sincera. Es cierto que el hombre, por ser corpóreo, necesita de elementos corpóreos para expresarse: pero lo que expresa y lo que realmente vale, es lo que sale de sí mismo; no la cosa a través de la cual se expresa... Fácil es que cada uno de nosotros extraiga ahora las consecuencias prácticas de un texto que sigue tan olvidado que más bien parece que nunca hubiera sido escrito. También Pablo nos recuerda que nuestro cuerpo es el templo vivo de Dios (1 Cor 6,19), y en la Carta a los romanos (6,13) nos dice claramente: «Ofreceos vosotros mismos a Dios como quienes han vuelto de la muerte a la vida, y que vuestros miembros sean como armas santas al servicio de Dios.» Es el mismo Pablo quien, muchos años antes de la publicación del libro de Juan, reprende a los corintios porque creen adorar a Dios en una eucaristía en la que hay muchos rezos y mucha mística espiritual, pero en la que los ricos comen mientras los pobres miran.

Y si hoy los cristianos consideramos a la Eucaristía como nuestro culto a Dios, no es por el templo ni por el altar, ni por los rezos o los cánticos, sino simplemente porque nos queremos ofrecer a Dios con todo nuestro cuerpo, tal como lo hizo Jesús en la cruz y como lo significó en la última cena al entregarse a los suyos como un pan para ser comido. Si no hay cuerpo entregado, si no hay sangre derramada, no hay culto de vida. Y podemos concluir: es inútil toda reforma litúrgica en la Iglesia si no se parte de esta página de Juan. La gran reforma litúrgica del culto es la que dirige su mirada a la interioridad del hombre creyente y no a la exterioridad de las formas.

3. Mensajeros de la vida
Sólo una palabra sobre el final del relato. La Samaritana "dejó su cántaro junto al pozo y fue a decirles a sus paisanos: Encontré a un hombre que me dijo todo lo que hice... ¿No será el Mesías?" Porque Jesús la miró en su interior y porque la urgió a mirarse tal cual era, por eso lo reconoció como Salvador. Y el pueblo creyó e invitó a Jesús a quedarse con ellos. Y escuchó su palabra de vida y creyó por esa palabra...

Dos conclusiones finales para nosotros: Primera: Dejemos nuestro cántaro que ya no sirve para nada. Dejemos una vieja manera de entender la fe. Dejemos, incluso, esa tradición que no nos permite gustar la fuente de la vida que debe saltar desde nuestro interior hacia los demás. Y si alguien quiere seguir reflexionando, puede hacerlo con esta sola pregunta: ¿Cuál es el cántaro que debo dejar y abandonar, para que el agua se haga en mí fuente de vida eterna? Segunda. Cuando nuestra fe nos mueve a comunicar a otros la alegría de vivir desnudos de viejos esquemas, tenemos en ello un signo de que el nuestro es un culto para la vida. Si, por ejemplo, al salir hoy del templo volvemos a nuestra casa con la misma rutina de siempre sin que nada cambie en la relación con los nuestros: ¿vale la pena perder este tiempo en un culto muerto? Inútil escudarnos en argumentos teológicos cuando la vida está muerta. Jesús no le pidió a la samaritana que se hiciera judía. Le rogó que fuera sincera en lo que estaba haciendo. Ya sabemos por dónde comenzar... ¿Comenzamos?

SANTOS BENETTI
CRUZAR LA FRONTERA. Ciclo A.2º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1977.Págs. 48 ss.


20.

CONFLICTO CULTURAL

Los judíos no se trataban con los samaritanos... Los judíos despreciaban a la comunidad samaritana porque su población, después de la invasión asiria, había quedado mezclada con sangre de colonos extranjeros. Por su parte, los samaritanos habían reaccionado construyendo su propio templo en el monte Garizín, como rival del que se levantaba en Jerusalén. El enfrentamiento llegó a alcanzar caracteres dramáticos. El año 128 a.C., los judíos destruyeron el templo samaritano. A su vez, en tiempos del procurador Coponio, siendo Jesús todavía un adolescente, los samaritanos consiguieron profanar el templo de Jerusalén esparciendo en él huesos humanos durante las fiestas de pascua. Jesús sufrió en su propia carne el enfrentamiento, mutuo desprecio y odio existentes entre las dos comunidades.

En cierta ocasión, los habitantes de una aldea samaritana lo rechazan, sencillamente, porque ven en él un peregrino judío que se dirige al odiado templo de Jerusalén. Por otra parte, sus mismos compatriotas judíos lo insultan y llaman «samaritano» porque se atreve a criticar a los suyos y trata de crear un nuevo clima entre las dos comunidades. Sin embargo, la actitud de Jesús es siempre la misma: derribar las barreras de enemistad que separa a aquellos dos pueblos hermanos, apelando a la fe en un mismo Padre de todos.

Por eso, Jesús en el diálogo con la mujer samaritana, no admite una liturgia que separe a los hombres y los enfrente entre sí. Los que dan «culto verdadero» han de hacerlo movidos por un espíritu de fraternidad y de verdad.

Dos grandes tradiciones culturales conviven desde hace siglos en nuestra tierra. Dos culturas diferentes que han ido configurando dos modos de ser y dos sensibilidades colectivas diferentes. Con frecuencia, lo que podría ser mutuo enriquecimiento y complementación se convierte en fuente de conflictos, motivo de mutuo desprecio y enfrentamiento pernicioso para todos. Concepciones puristas de la propia cultura, actitudes despectivas ante la cultura ajena, opciones políticas vividas con apasionamiento, están desgarrando la convivencia de «euskaldunes» y no «euskaldunes».

Es doloroso ver a creyentes, ciegamente enfrentados, incapaces de celebrar su fe respetando la realidad bilingüe de nuestra tierra, insensible a una cultura euskaldún en peligro, elevando al Padre un culto vacío de espíritu fraterno. La reconciliación en nuestro pueblo pasa hoy por una mutua valoración y apertura de ambas culturas, un esfuerzo de mutuo enriquecimiento, evitando el dominio hegemónico de una cultura sobre otra, atendiendo de manera más cuidada la que está más amenazada. ¿Seremos capaces de construir un único pueblo desde tradiciones culturales diferentes o caeremos una vez más en el enfrentamiento y la mutua agresión?

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 39 s.


21.

EL ATEISMO DE LA INSINCERIDAD 
para que los que no ven, vean.

Alguien ha dicho que el ateísmo que nos amenaza realmente en estos tiempos es «el ateísmo de la insinceridad». No nos atrevemos ya a plantearnos con seriedad las preguntas fundamentales en las que Dios nos puede salir al encuentro. Por lo general, el hombre actual no tiene coraje para preguntarse de dónde viene y a dónde va, quién es y qué debe hacer en el breve tiempo que va entre el nacimiento y la muerte. Estas preguntas no encuentran ya respuesta alguna. Más aún. La inmensa mayoría ni se las plantea. Son muchos los que dicen no encontrar un sentido a la vida. ¿No sería más exacto decir que han perdido la capacidad de buscar sentido a la vida? Debajo de muchas actitudes de autosuficiencia, superficialidad o pasotismo, se esconde, con mucha frecuencia, un hombre que no tiene valor para bajar con sinceridad a lo más hondo de su ser.

Es más fácil buscar satisfacciones inmediatas que enfrentarse responsablemente a la vida. Más fácil instalarse cómodamente en la seguridad que aspirar a vivir sinceramente como hombre hasta las últimas consecuencias. ATEISMO/V-SENTIDO: ¿No encuentra aquí una de sus raíces más profundas el ateísmo de muchos de nuestros contemporáneos? ·Tillich-P ha dicho que «ser religioso significa preguntar apasionadamente por el sentido de la vida y estar abierto a una respuesta, aun cuando nos haga vacilar profundamente». Cuando falta esta búsqueda honrada, comienza uno a deslizarse hacia el ateísmo. Según el célebre neurólogo V. Frankl, fundador de la logoterapia, «un hombre que ha perdido el sentido de la vida, la razón de existir, aunque sea sano psíquicamente, está espiritualmente enfermo». Quizás, una de nuestras primeras tareas sea la de reconocer que muchas de nuestras incoherencias, contradicciones y conflictos internos tienen su origen en nuestra incapacidad de buscar sinceramente la luz.

Podríamos decir más. Hay cegueras profundas en nosotros que sólo pueden ser curadas si sabemos abrirnos con humilde sinceridad a ese Jesús que es luz venida al mundo «para que los que no ven, vean, y los que ven, no vean». Jesucristo siempre será para los hombres una llamada al deber y al coraje de ser veraces y sinceros en la existencia. Hay una luz capaz de iluminarnos. El hombre puede rehuirla, pero al hacerlo, reduce el mundo a su propia oscuridad.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 41 s.


22.

Nada es más importante para un tiempo de penitencia y ayuno que la idea de que la gracia de Dios precede a toda nuestra acción, la ha precedido siempre, siendo nosotros todavía pecadores. Todos los textos de la liturgia hablan hoy de esto.

1. Agua de la roca. El pueblo, torturado por la sed en el desierto, murmura contra Moisés y en el fondo contra el propio Dios. Esto es lo que se dice al final de la primera lectura: el pueblo ha hecho algo que estaba terminantemente prohibido, ha provocado a Dios, le «ha tentado». Es el mismo pecado hacia el que el diablo quiso atraer también a Cristo en el desierto. Moisés clama al Señor, no ve otra salida. Dios, que prosigue su plan de salvación a pesar de todas las resistencias humanas, oye el murmullo del pueblo (¿cómo se puede no ser indulgente con la gente que muere de sed?) y hace brotar agua de la roca más dura y seca. Esto, que aquí es simplemente un episodio más en la travesía del desierto, se convertirá en el texto neotestamentario en un tema fundamental de la historia de la salvación.

2. «Siendo nosotros todavía pecadores». El episodio de la roca se convierte (en la segunda lectura) en una especie de justificación de la doctrina paulina sobre la gracia que hemos recibido de Dios sin ningún mérito por nuestra parte. Cristo no murió por nosotros porque fuéramos «buenos» y «justos», sino que, incomprensiblemente, lo hizo «siendo nosotros todavía pecadores», rebeldes contra Dios. ¿A quién se le ocurriría morir por un enemigo? Sólo a Dios. El nos ha llamado «amigos» ya antes de su muerte, muriendo por nosotros para demostrarnos su amor (Jn 15,13). Y sin embargo sólo en virtud de esta muerte nos convertimos en amigos, cuando, desde la herida del costado de Jesús, «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones», cuando, al entregar su espíritu en la muerte, «se nos dio el Espíritu Santo».

3. Las dos lecturas preparan el maravilloso diálogo de Jesús con la Samaritana. Una primera oferta de gracia es el ruego de Jesús para que la mujer le dé de beber. Un don que la pecadora no comprende, aunque no se niega a hacerle ese favor (no sabemos si realmente dio de beber a Jesús). Después viene, en segundo lugar, la oferta del agua viva, del don celeste de la vida eterna, oferta que la pecadora es incapaz de comprender. Sólo la tercera gracia encuentra eco en el cerrado corazón de la mujer: la confesión que Jesús, en virtud de su propio saber, arranca a la mujer; en lo sucesivo la Samaritana se muestra receptiva a la palabra del «profeta»: comienza el diálogo sobre la adoración de Dios. Tras el intercambio de dos o tres frases, se llega enseguida al culto con espíritu y verdad, y a la automanifestación de Jesús como el Ungido de Dios. Aquí el agua de la gracia ha penetrado ya hasta el fondo del alma de la pecadora, la ha purificado y la ha impulsado a la acción apostólica. La penitencia de la mujer -que ella reconozca de buen grado el pecado que se le atribuye- es casi insignificante ante la gracia que determina todo desde el principio. Esto se confirmará en la Iglesia cuando el verdadero creyente considere ya su penitencia cumplida ante Dios como un efecto de la gracia generosamente derramada por Dios: es una posibilidad, no una necesidad; la posibilidad de acompañar unos metros en su camino de expiación al Hijo, que hace penitencia por todos nosotros.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 47 s.


23.

«¿QUIEN BUSCA A QUIEN?»

Allá se llegó ella, la mujer samaritana, a sacar agua del viejo pozo de Jacob. Y allá estaba El, Jesús, «cansado del camino, sentado junto al manantial» de tan entrañables reminiscencias históricas. Allá fue el encuentro, en un ardoroso mediodía. Y yo me pregunto: «¿Quién buscaba a quién? O ¿quién encontró a quién?» Porque, sabedlo: ella acudía, jadeante y afanosa, cada día al pozo para saciar su sed y la de los suyos. Pero, claro, «el que bebía de aquel pozo volvía a tener sed». Ella igualmente acudía a «otras fuentes incitantes y apetitosas», tratando de apaciguar esa otra sed de felicidad que ella, como todos los mortales, llevaba en su corazón, pero «de eso nada, monada». Se lo apuntó Jesús: «Cinco maridos has tenido y el que ahora tienes... ». Todos los hombres vamos buscando la felicidad. Detrás de ella caminamos diariamente. Corren el niño y el mayor, el rico y el pobre, el poderoso y el mendigo. Cada uno la sueña de una manera, bajo una figura distinta. Pero, cada mediodía o cada medianoche, todos vamos teniendo la repetida sensación de que «el que bebe de esas aguas, vuelve a tener sed». Quizá por eso, en algunas fechas señaladas, nos deseamos «muchas felicidades». Así, en plural. ¡A ver si, sumando pequeñas «porciones de dicha», saciamos nuestra sed! ¡Vano intento!

Y, sin embargo, parece ser que el intento no es imposible. El hombre puede encontrarla. La samaritana, después de todos sus devaneos, la encontró. Cuando menos lo esperaba: «El agua que yo te daré, formará en ti un manantial que salte hasta la vida eterna». Lo mismo le sucedió a Saulo, cuando iba a Damasco, soñando la felicidad que le podía reportar el entregar cristianos a las autoridades, El le inundó de «luz» en el camino y Pablo, cegado, se dejó iluminar: «¿Quién eres, Señor, y qué quieres que haga?» A los discípulos que huían a Emaús, buscando la felicidad del «¡sálvese quien pueda!», otro tanto: «Un peregrino les alcanzó en el camino y, recordándoles las escrituras», les llenó de alegría: «¿Acaso no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba?» ¡Siempre hay un peregrino esperando!

Cuando, consciente o inconscientemente, buscamos la felicidad, es a Dios a quien buscamos. Lo confesó bellamente San Agustín, hastiado al fin de tanta aventura tras el placer, la sabiduría y la belleza: «Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti».

H/TEOTROPO: El hombre, decían los Padres griegos, es un «teotropo», alguien que da vueltas alrededor de Dios. Así como los girasoles van volviendo su belleza amarilla al sol, los hombres, aun sin saberlo, a Dios buscan. La samaritana, inconscientemente, eso hacía. Y allá se lo encontró, en el pozo. Dice ·Cabodevilla: «Cualquier forma de sed es sed de Dios».

Con una gran coincidencia, además. Y es que Dios es un buscador del hombre. Imitando a los Padres griegos, podríamos decir que es un «antropotropo». Y esa idea nos debe llevar a la maravilla y la ternura: «¿Cómo puede El, manantial inagotable de agua viva, andar sediento de este mínimo y pobre riachuelo que sale de mi corazón?» He ahí la paradoja. Dios desea que le deseemos, tiene sed de que estemos sedientos de El, anda buscando que le busquemos. Sueña que le soñemos. Por eso, mi adivinanza: «¿Quién busca a quién? ¿Jesús a la samaritana o ella a Jesús?» La respuesta está en ese peregrino que siempre nos espera «junto a cualquier pozo de nuestra vida».

ELVIRA-1.Págs. 24 s.


24.

Frase evangélica: «Él es de verdad el Salvador del mundo»

Tema de predicación: EL DIALOGO EVANGELIZADOR

1. El evangelio de la Samaritana es una de las escenas más humanas y bellas del cuarto evangelio. Gira en torno a la cuestión de quién es Jesús y cómo se accede a él por medio de la fe. Constituye una iniciación o proceso catecumenal. En el doble diálogo que mantiene Jesús con la Samaritana y con los discípulos, san Juan describe un proceso análogo: revelación misteriosa de Jesús, incomprensión del interlocutor y revelación explícita. En ambos casos, el punto de partida es vital y sencillo: la sed y el hambre. Desde estas necesidades humanas, Jesús revela otros dones: el «agua viva» y el «alimento nuevo». El «agua» es sinónimo de «don de Dios» o de la palabra de Jesús que debe ser «bebida», interiorizada por el discípulo. El «alimento» de Jesús es la voluntad del Padre y el cumplimiento de su «obra», que es la misión cristiana.

2. La Samaritana progresa en el conocimiento de Jesús gradualmente. Al principio, Jesús es para ella un viajero desconocido; después, un judío enemigo; a continuación, un hombre desconcertante; más tarde, un profeta; y, finalmente, el Mesías. Según el credo de san Juan, los títulos básicos de Jesús son «Mesías» e «Hijo de Dios», que se resumen en el de «Salvador del mundo». La Samaritana es prototipo personal que puede representarnos a los cristianos actuales. Hemos heredado unas tradiciones reducidas con frecuencia a un culto formalista dirigido a quien no conocemos. En realidad, vivimos pendientes de nuestra vida, de nuestros «maridajes», divorciados del verdadero amor. Tenemos conversaciones y diálogos, pero rara vez nos dejamos interpelar profundamente por otro, y difícilmente interrogamos al otro. Mientras no coincida con nuestro acento, habla, etnia, cultura o clase social, el otro es, en principio, una especie de enemigo. Muchos hombres y mujeres, aunque vivan próximos como los judíos y samaritanos, «no se tratan».

3. Jesús está en medio del camino, como un caminante más; se identifica con todos y a todos «trata». Siempre está dispuesto al diálogo, a pronunciar palabras de «vida», a revelarse progresivamente. Nuestros niveles de fe o nuestros juicios en relación a Jesús tienen una graduación extensa: es uno más, es alguien que desconcierta, es un profeta que interpela, es el Salvador del mundo... Como su descubrimiento conlleva un proceso analítico de nuestra vida, fácilmente desviamos su palabra dialogante; rara vez llegamos al final, hasta que se diga «todo».

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Nos dejamos convertir por el Señor?

¿Dialogamos con Él?

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 108 s.


25.

¿PERO DIOS ESTA ENTRE NOSOTROS?

Cuántas veces nos hemos hecho esta pregunta. Ante la enfermedad incurable de un familiar, ante un accidente nuestro o de una persona cercana, ante la muerte de una persona joven o mayor, ante un problema de difícil solución. Y sólo hemos escuchado por respuesta el silencio, porque teníamos ya nuestra propia solución. Sólo cuando, con paz, aceptamos esa situación, escuchamos entonces palabras de Jesús en su Evangelio, y palabras de consuelo y esperanza. Si pedimos a Dios en la oración y no somos escuchados en la solución que nosotros queremos, dudamos de Dios. ¿Dónde está Dios que no me responde? Es el silencio de Dios.

Nos quedamos admirados de la facilidad con que personajes del Antiguo Testamento, como Abraham, Jacob, Samuel, Moisés, hablan con Dios. No es la misma que tiene nuestro mundo para conectar con El. Es verdad que de vez en cuando los medios de comunicación más sensacionalistas nos sorprenden con visiones y revelaciones divinas, o mensajes de los santos o de la Virgen. Siempre para ponerlos en cuarentena. Pero sigue extrañando el silencio de Dios. Tal vez ese silencio sea consecuencia de nuestras muchas palabras. Cuando en un grupo hay una persona que monopoliza la conversación, hablando él solo, los demás no pueden decir ni una palabra. Cuando hablamos a través de un radio transmisor y no dejamos la línea libre, el que escucha no puede intervenir, o hay interferencias. No es que Dios calle, que guarde silencio. Es que nosotros no hacemos silencio, no cesamos de hablar. ¿No está ahí la clave? Y, además, Dios nos habla personalmente, a cada uno y al corazón. No vale refugiarse en los demás.

El ejemplo lo tenemos en el diálogo de Jesús con la samaritana, la mujer que dio de beber a Dios. Un diálogo bien aprovechado, en el que hablaron del pasado, del presente y del futuro, y donde ella descubrió que Dios estaba a su lado. Era el mediodía, hacía calor, la gente estaba comiendo en sus casas, cada uno estaba en lo suyo. Y una mujer, a deshora, se encontró con el mayor tesoro. Y a todos aquellos que viven sin Dios, que niegan a Dios con sus palabras o prácticamente, de entre los jóvenes y los mayores; que se ríen de las creencias religiosas como anticuadas; que apoyan que Dios no existe por el mal que hay en el mundo... ¿Qué les podemos decir? Sólo que nosotros experimentamos cada día que Dios nos quiere. Lo hizo con su Hijo que murió para darnos la vida, y lo hace con cada día que nos da y con la paz que sentimos a su lado.

Preguntarnos si verdaderamente Dios está en nuestro mundo, si Dios existe, es una de las tentaciones que nos acompañan a lo largo de toda nuestra vida. Dar una respuesta en un sentido o en otro será lo correcto. Aunque lo más fácil es siempre no responder y hacer nuestra vida según nos convenga en cada momento. Podemos afianzar nuestra fe recurriendo a la multitud de testigos que a lo largo de la historia han confesado con sus vidas que Dios existe, que está entre nosotros. Y lo han hecho llevando una vida feliz y confiada. Podemos mirar a cualquier lugar, y en muchos veremos la expresión de fe de nuestros antepasados en templos, ermitas, cruces de caminos, costumbres, fiestas, devociones, que han nacido de una fe profunda. Pero en todo caso nunca podemos creer, en último lugar, por lo que nos digan los otros, sino por lo que nosotros mismos hayamos visto y oído. La fe, como el cepillo de dientes, es personal e intransferible.

En el ejercicio de la Cuaresma no estaría de más el repasar nuestra fe, para ver si la tenemos personalizada o, por el contrario, es casi toda sociológica. Y no hay que olvidarse que en la fe sólo hay dos ingredientes: Dios y tú.

GONZALO GONZALVO EZQUERRA
DABAR 1996/18

HOMILÍAS 15-20