EVANGELIO

La dimensión divina de Jesús, como correspondientemente la de la Iglesia, es verdadera y auténtica, aunque no ha de exhibirse en el escaparate de la vanidad humana, ni siquiera la litúrgica. La liturgia nunca debería ser un bello espectáculo, sino simplemente la adoración comunitaria del Dios invisible y sorprendente.

Celebramos en la Eucaristía la muerte y resurrección de Jesús. El misterio de su vida fue el mismo de Abrahán: salió de su tierra, abandonó todo, fiado en la promesa de Aquel que tenía poder para conceder lo que esperaba. Jesús, aun en medio de su pasión, entrevió la transfiguración; creyó en la resurrección a pesar de la muerte, contra toda esperanza esperó, no se dejó vencer por la decepcionante lección de la vida diaria.

 

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 17,1-9.

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta.

Se transfiguró delante de ellos y su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.

Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.

Pedro, entonces tomó la palabra y dijo a Jesús:

-Señor, ¡qué hermoso es estar aquí! Si quieres, haré tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.

Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía:

-Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.

Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.

Jesús se acercó y tocándolos les dijo:

-Levantaos, no temáis.

Al alzar los ojos no vieron a nadie más que a Jesús solo.

Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó:

-No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos.