34 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO SEGUNDO DE ADVIENTO - CICLO B
15-24

15.

1. Esperanza en un tiempo de destierro

Si el domingo veíamos que Adviento es tiempo dramático de «proyección de la vida», este domingo se nos presenta con la otra cara: también es tiempo de consolación. El Dios que nos hace su visita no es el Dios del castigo ni del temor, sino el Pastor que consuela a su pueblo: «Consolad, consolad a mi pueblo y anunciadle que se ha cumplido su servicio y está pagado su crimen.» Tal es el anuncio comunicado a los desterrados de Babilonia, desesperados por la lejanía de su patria; y tal el anuncio que hoy se nos hace a nosotros. Como los hebreos, a menudo sentimos la sensación de destierro y castigo. Destierro y castigo que son parte del mismo drama de la vida, fruto de nuestros yerros y trampas. 

P/CASTIGO: Hoy sabemos que Dios no castiga a nadie, ya que cada uno ejerce este papel de ser su propio juez y verdugo.

Es la misma existencia la que carga sobre nosotros el peso de su yugo y está en cada uno el emprender un camino de justicia o injusticia.

En efecto, cada uno en particular y la sociedad en general decide su rumbo y sufre las consecuencias de un enfoque desacertado, de una dislocación de valores, de la institucionalización de la trampa y de la mentira.

De esta forma, en ciertas épocas de nuestra vida o de la sociedad, y como fruto de tal estado de cosas, nos sumimos en el pesimismo, en el mal humor, la inseguridad, la violencia, y en esa vaga pero dolorosa sensación de desterrados, de desencajados, de extranjeros en nuestra propia patria, en fin, de andar sin rumbo.

En estas y otras situaciones parecidas, es fácil la tentación de buscar al «chivo expiatorio», al culpable a quien reprocharle nuestros males y cuanta situación quiebre nuestro esquema de felicidad. Es fácil que surja una actitud de defensa: tenemos miedo de mirarnos a nosotros mismos y descubrir nuestra cuota de responsabilidad..., y entonces esa cuota, que es nuestra, la depositamos en otro que debe expiar su pecado y el nuestro.

Como lo veremos mejor al hablar de la conversión, la palabra de Dios chocará contra una muralla si ya tenemos la excusa defensiva preparada para que «alguien tenga la culpa de lo que está ocurriendo».

No hace falta ser un vidente para darse cuenta de que la Iglesia del siglo xx vive una etapa de auténtico destierro, dispersa en un mundo que reniega de sus enseñanzas y que le echa en cara una actitud autoritaria y servil. La misma Iglesia que ha gestado la cultura occidental es hoy la gran extraña, la relegada por las nuevas generaciones, la que llora «junto a los ríos de Babilonia» glorias y poderes perdidos. Es la sensación de sentirnos cristianos en un mundo que no necesita Dios ni dogma ni moral para vivir; más aún, que nos señala como los causantes de muchos males que hoy aquejan a la humanidad, desde el colonialismo y la esclavitud, hasta la explotación de las clases humildes y el armamentismo.

Estos son los frutos amargos de una cultura que hoy se desintegra; y de estos frutos debemos sentirnos, de una forma u otra, todos responsables si estamos dispuestos a ponerles remedio. Abandonemos una apologética triunfalista y pongamos el dedo en nuestras llagas, porque aún estamos a tiempo para curarlas.

En efecto, ante esta situación -tan de ayer como de hoy- la Palabra de Dios llega como un grito de esperanza, de alegría y de salvación.

El Señor se acerca con su alegre mensajero que debe gritar a voz en cuello: "Mirad, Dios, el Señor, llega con fuerza. Le acompaña el salario, la recompensa le precede" (primera lectura). «Confiad en la promesa del Señor: un cielo nuevo y una tierra nueva en la que habite la justicia» (segunda lectura). «Llega el que os bautizará en el Espíritu santo» (tercera lectura).

La fe se eleva por encima del pesimismo y la frustración humana, como un canto de esperanza y alegría. El hombre de fe cree en el cambio, cree en la renovación del orden imperante, cree en la liberación del hombre.

Es ésta una de las principales características del cristiano «bautizado en el Espíritu»: no teme a la muerte ni se deja vencer por ella. Si es capaz de asumir toda su responsabilidad por una sociedad injusta y alienada, también es capaz de creer en el hombre, en su capacidad de superación, en la fuerza del amor, en el poder transformador de los pobres y de los débiles.

No es ésta la fe del «salva tu alma», fe individualista y alienante. Es la fe que brota del texto de Isaías: fe arraigada en los problemas concretos del hombre, fe proyectada en la historia, fe amasada de justicia.

Gran parte de la sociedad moderna ha perdido esta fe, no digo en Dios, sino en sí misma. Es la filosofía del nihilismo, que teórica o prácticamente es vivida por millones de occidentales: porque todo está podrido y porque nada tiene sentido, gocemos lo más posible de esta vida y despidámonos de ella como quien se despide de la nada.

Pero también la Iglesia ha perdido esta fe. La pierde desde el mismo momento en que se apoya en el poder de los grandes y no en la debilidad de los pobres; la pierde cuando llora lo perdido sin atender a los justos reclamos del hombre moderno. La pierde cuando abandona el evangelio para escudarse en el código o en el principio de autoridad. La pierde, en fin, cuando ya no puede vestirse ni alimentarse como Juan el Bautista ni predicar desde el desierto.

Una Iglesia que no arriesga desde la pobreza es una IgIesia nihilista. Contra ese esquema religioso luchó Cristo, y ese esquema es, con seguridad, el veneno que carcome la vitalidad del cristianismo.

Para todos, pues, cristianos y no cristianos, llega el mismo grito: reconstruid la ciudad, desandad el mal camino, iniciad la ruta del desierto.

2. Quitarse la careta

Hemos aludido al triunfalismo... Y el triunfalismo puede dejar huecas nuestras palabras y tergiversar el sentido del evangelio.

Observemos, efectivamente, que Marcos inicia su libro con la frase que hoy hemos escuchado: «Comienza el Evangelio de Jesucristo, hijo de Dios.» No se está refiriendo a su libro (llamado «evangelio» mucho más tarde) sino el evangelio de Jesús, es decir, al anuncio victorioso de quien se ha sobrepuesto a la situación humana de injusticia. El evangelio es el mismo Jesús, acontecimiento fundamental y feliz de la historia humana. Y este evangelio, grito de victoria, comienza con una dura frase: hay que cambiar de vida. Si, como veíamos en el punto anterior, nuestros males no tienen más causa que nosotros mismos, nuestra salvación no se hará sin nuestro esfuerzo y colaboración. En libertad... somos llamados a la libertad...

D/GLORIA: Isaías y el Bautista, que anuncian el mismo mensaje, nos hacen tomar conciencia de que la «Gloria de Dios» -es decir, la manifestación de su salvación- se hará efectiva justamente cuando «preparemos el camino» en el desierto de nuestra vida, cuando enderecemos lo torcido y rellenemos los baches del sendero.

Si la semana pasada considerábamos nuestra vida como una arcilla informe, hoy el simbolismo bíblico la presenta como un desierto o una estepa, de amplios horizontes e ilimitadas perspectivas, pero que no da fruto por sí mismo ni tiene los senderos trazados. Ahí está la tarea del hombre, quien debe hacer su propio camino, estableciendo su propio estilo y forma de vida.

El desierto es lo informe, lo que puede ser pero no es. Todo en él puede ser camino, pero aún nada lo es. Sus aguas son subterráneas y hay que hacerlas aflorar. Hoy está cubierto de arenas estériles y mañana puede florecer y dar frutos.

El profeta habla de trazar un camino recto y liso; un camino que tenga rumbo y meta..., que tenga proyecto, fruto de reflexión y convicción.

Juan el Bautista aclara más el sentido del simbolismo, anunciando un bautismo de conversión en el Espíritu Santo.

Pero, ¿qué quiere decir convertirse? CV/QUÉ-ES:

Ya sabemos que la palabra conversión significa cambio de rumbo: un cambio radical en nuestra forma de pensar, sentir y actuar. Tratemos de profundizar en el sentido de estas palabras.

En todo hombre podemos distinguir dos niveles de personalidad: uno más exterior y otro más interior. El exterior es la fachada con la que nos presentamos ante la sociedad. En efecto, la sociedad (los padres, la autoridad, la moral, etc.) tiene sus leyes y sus normas; nos vigila y nos controla; nos juzga y nos sanciona. En el plano religioso sucede lo mismo con la Iglesia institucional, que nos exige determinado comportamiento, al menos exterior (qué se debe hacer cuando nace una criatura, cómo casarse, qué prácticas corresponden al domingo, etc.). Es decir: si queremos vivir en sociedad sin caer en sanciones, debemos, al menos, «adaptarnos» a las normas sociales.

El plano exterior es el del «parecer»; el interior, el del ser. No es lo mismo parecer cristianos que ser cristianos, ni parecer honestos que serlo de verdad.

Pues bien, cuando el individuo sólo cambia en su adaptación a las normas establecidas, bajo ningún concepto podemos hablar de conversión, ya que su yo íntimo sigue siendo exactamente el mismo de antes.

PERSONA/MASCARA: Es interesante observar al respecto que la palabra «persona» significó originariamente en Grecia la máscara que los actores se colocaban para representar sus papeles sobre el escenario. Y todos sabemos hasta qué punto nuestra "persona o personalidad" suele ser la máscara con la que representamos el papel que la sociedad o la Iglesia nos asignan. Llegamos, incluso, a disponer de varias máscaras para las diversas representaciones escénicas: una para la familia, otra para el trabajo, otra para los amigos, otra para las reuniones religiosas, etc.

De modo que la frase del Bautista podríamos traducirla con un lenguaje más comprensible y actualizado como: «quitarnos la máscara o la careta».

YO-AUT/FALSO: Pero la máscara no es la persona; es sólo lo que «parece ser», no lo que es de verdad. Debajo de la máscara está el otro nivel de la personalidad, el nivel más profundo, el «verdadero» rostro de cada uno: ese Yo íntimo que piensa, siente, elige y actúa desde lo más inconsciente, allí donde se anidan sus «verdaderos sentimientos». ¿Cuál es el drama del hombre? Que vive permanentemente en tensión entre dos-yo: entre una aparente adaptación exterior y sus reales convicciones interiores. Los ejemplos sobreabundan: basta pensar con qué convicción estamos aquí en misa, o si los hijos que tenemos lo son de la ley o de nuestro amor; basta compulsar nuestros gestos hacia los demás, el saludo y los cumplidos, y compararlos con lo que sentimos hacia ellos.

Como fruto de esta situación surge una sociedad doble y mentirosa; un cristianismo tramposo desde su interior, desde el mismo bautismo convencional en el que se origina. Surge un hombre solicitado por fuerzas opuestas y destrozado por su propia mentira. Es la «neurosis» de la sociedad occidental o de nuestra vida cristiana: la doble vida, la incompatibilidad entre lo que se piensa y lo que se siente, lo que se siente y lo que se hace, lo que se dice y lo que se cree.

Así, no hay por qué extrañarse de que los frutos de esta neurosis sean la angustia, la insatisfacción, la ambivalencia, la agresividad larvada; en síntesis: un sentirnos vacíos y rotos interiormente.

EDUCO/RELIGIOSA:Lo lamentable de esta situación es que, en gran medida, nuestra llamada educación cristiana o religiosa ha estado y está orientada a los efectos de lograr la pura adaptación del educando a un sistema educativo en el que imperan las normas y las sanciones. Una educación autoritaria, ajena al diálogo y a los intereses del educando, ha sido la gestora de este aguado, incoloro e insípido cristianismo occidental. Se ha buscado el número de adictos, la repetición de un catecismo, la obligatoriedad de ciertas prácticas morales y cultuales, y los resultados son harto conocidos: cualquier cosa se puede esconder bajo el nombre de cristianos. Como ya recordaba Jesús: si la sal se vuelve insípida, sólo sirve para ser arrojada a la basura. Y de más está decir que un cristianismo sin cambio interior, impuesto por las buenas o por las malas, es más despreciable que la sal insípida.

Basta una ráfaga de aire para tirar por tierra este cristianismo de fachada. Lo que sucede en la mayoría de los países europeos es buena prueba de ello: bastó que se levantaran ciertas censuras y prohibiciones, penas o castigos, para que aflorara la "real realidad" que estaban escondiendo. Levantada la represión, el instinto aflora con más fuerza que nunca como si quisiera cobrar con carácter de retroactividad las opresiones de un pasado injusto.

Pero lo triste no es constatar esta situación: lo triste es constatar que ni aun así se quiere escarmentar, como si las palabras de Juan el Bautista hubieran de verdad resonado en un desierto sólo habitado por animales salvajes pero donde el hombre hubiera sido el gran ausente.

Efectivamente: ¿Cuál es el mensaje del evangelio de este domingo?

Juan el Bautista, siguiendo la tradición isaiana, que será recogida por Jesús y por la predicación primitiva (basta leer el discurso de Pedro el día de Pentecostés), propone un bautismo de conversión, es decir: sumergirnos (eso significa bautismo) en el cambio interior, hasta el punto de "confesar nuestro pecado", reconociendo ante nosotros mismos y ante la comunidad la doblez y la corrupción de una serie de actitudes escondidas detrás de un formalismo religioso. No en balde fueron los sacerdotes y expertos en la Ley sus más tenaces enemigos, como después lo serán de Jesús.

El mensaje de Juan es claro: quitarnos la careta y tener el coraje de decir: «Esto soy yo.» Nadie puede curarse si antes no se reconoce enfermo, y de la misma enfermedad de la que adolece. El pecado comienza a perdonarse cuando lo reconocemos como pecado y como nuestro.

BAU/NACIMIENTO: El antiguo rito bautismal de los primeros siglos supo recoger en su liturgia el sentido profundo de las palabras del Bautista: el candidato se desnudaba de sus ropas viejas y antiguas, penetraba así en las aguas purificadoras, y al salir era vestido con una túnica blanca y nueva. Un bautismo que exigía desnudarse era un rito que le hacía al hombre tomar conciencia de que nacía de nuevo, tan desnudo como lo había hecho del seno de su madre.

Es interesante observar cómo hoy se ha puesto de moda el «destape», el desnudarse sin inhibiciones ni tabúes. El gesto podría ser interpretado a la inversa: quitarse las ropas de una moral prefabricada y autoritaria para sentirse libres a impulso del instinto. Es el bautismo de la nueva sociedad. Lástima que no llegue a haber conversión; sí regresión a la primera etapa de la infancia de un yo que sólo busca su placer.

Sea cual fuere el significado de este fenómeno, lo cierto es que la conversión no puede ser confundida con la represión de la vida instintiva. Un ser reprimido no sólo no ha cambiado sino que se transforma en una víctima de eso mismo a lo que pretende combatir. La conversión es un cambio que podríamos interpretar de la siguiente forma: es transformar todas nuestras energías en vehículos de creatividad. No se trata de eliminar ni de aplastar lo que sentimos interiormente; sí de darles salida de forma tal que recreen la realidad: tanto la interna como la externa. Esto que puede ser dicho tan fácilmente supondría, por cierto, también un cambio en nuestros métodos educativos harto represivos. En efecto, la conversión cristiana no se consigue en un momento de lucidez ni en pocas horas o semanas; es un proceso que acompaña al hombre a lo largo de toda su vida, pero que echa sus bases, como es natural, durante su época formativa.

Quizá por esto el bautismo cristiano no es en agua, sino en Espíritu. Con el bautismo de agua una persona puede llegar a arrepentirse de su vida anterior e incluso a hacer buenos propósitos. Pero el camino que queda por delante es muy largo. La transformación total del hombre y de la sociedad supone el paso constante del Espíritu de la vida que, como viento impetuoso, airea nuestras estructuras y nos empuja cuando amenazamos detenernos. Por este bautismo en el Espíritu somos sumergidos en la vida divina, que, por ser vida, está siempre recreándose y acrecentándose.

Así, pues, nadie nace cristiano ni nadie es hecho cristiano durante un rito de pocos minutos. El cristiano se hace a lo largo de años de conversión en el Espíritu. Y se hace si, transformándose a sí mismo, transforma también el mundo y la sociedad.

Concluyendo...

La Palabra de Dios hoy nos anuncia un tiempo de consuelo y alegría, porque el hombre no se puede dejar aplastar por los acontecimientos, aun los más adversos. La fe nos exige discernir lo absoluto de lo relativo, lo permanente de lo provisional, lo auténtico de lo falso. Pero hay algo más: la fe cristiana supone un hombre que confíe en sus posibilidades de transformación. Dios confía en nosotros. Que todos confiemos mutuamente los unos en los otros para que esta tarea sea posible.

SANTOS BENETTI
EL PROYECTO CRISTIANO. Ciclo B
Tres tomos EDICIONES PAULINAS
MADRID 1978.Págs. 37 ss.


16.

1. El Bautista aparece en el evangelio como «una voz en el desierto». Nuestro mundo es un desierto hoy más que nunca; «el desierto crece»: materialmente, por la deforestación de los bosques, contra la que todos los planes de cultivo, conservación y repoblación forestal parecen impotentes; y espiritualmente, por la desertización del paisaje religioso, pues la humanidad apenas puede oír ya la voz que clama «preparadle el camino al Señor». La «voz» se va extinguiendo en el griterío confuso y turbulento de los medios de comunicación, de las primicias informativas, de las noticias sensacionalistas que se pisan y devoran unas a otras. Y si el profeta aparece con unos hábitos sorprendentemente anti-culturales -vestido de piel de camello; saltamontes y miel silvestre como alimento-, nosotros hoy estamos bastante habituados a un comportamiento similar por parte de la juventud inconformista; pero estos jóvenes que ahora protestan, a menos que quieran explícitamente convertirse en seres marginales, terminarán entrando por el aro y participarán en el gran juego de los adultos. Hoy sólo es noticia, a lo sumo, la teología que se inmiscuye en los asuntos políticos o promueve los cambios sociales. El Bautista lo tendría hoy más difícil que entonces, cuando la gente acudía a oírle, confesaba sus pecados y le concedía al menos un cierto crédito, creyendo que alguien más grande, al que había que preparar el camino, vendría después de él.

2. La primera lectura aporta todo el contexto de su mensaje. El contenido de éste es mucho más grande que lo que se puede realizar mañana y pasado mañana: que los israelitas desterrados en Babilonia podrán volver a su patria y reconstruir su templo. El mensaje habla de un futuro, un futuro que está ciertamente próximo y en el que «todos los hombres juntos verán la gloria del Señor», en el que Dios mismo, como un pastor, reunirá a toda la humanidad para conducirla finalmente a casa. Este acontecimiento escatológico debe ser proclamado desde «lo alto de un monte», pues es un mensaje de gozo. La turbulenta historia del mundo, con sus hondonadas y sus colinas -es decir, con sus caminos escabrosos y tortuosos- se manifestará finalmente como el camino recto y llano por el que Dios ha transitado desde siempre. La historia, que desde el punto de vista intramundano parece encaminarse hacia catástrofes imprevisibles, es, vista desde el final, una vuelta a casa segura y entrañable.

3. El tiempo de Dios.

La segunda lectura nos dice que no tenemos una visión panorámica del tiempo; calculamos los días y los años, pero nuestros cálculos resultan siempre falsos. En todos los siglos se ha pronosticado el día de la venida de Dios, pero éste nunca ha llegado. Esto ocurre porque el tiempo de Dios no es como el de los hombres: para Dios «mil años son como un día». Por eso algunos hablan con un tono de superioridad y de sarcasmo de «retraso», de una espera ingenua del fin. Pero el Señor no tarda en cumplir su promesa. Está viniendo constantemente y saca como un pescador la gigantesca red de la historia del mundo sobre la playa. Que el fin del mundo, visto de una forma puramente intramundana, deba ser catastrófico, no turba ni el plan de Dios ni la confianza de los cristianos. Estos simplemente deben procurar que Dios los encuentre «inmaculados» y «en paz con él» cuando vuelva. El Adviento prepara esta paz.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 124 s.


17. COMO EL BARRENDERO

Os haré una confidencia. Me entusiasma el barrendero que trabaja en la zona donde yo vivo. No sé cómo se llama ni poseo ningún dato de él. Simplemente le observo. Y es tal el esmero que pone al barrer las calles y aceras que, más de un día, me he dicho a mí mismo: «Si yo, si todos, pusiéramos ese esmero en la parcela que nos ha correspondido en la vida, otro gallo nos cantaría. Cambiaría la vida».

Hoy me he acordado muy especialmente de él, al repasar las consignas de Isaías y de Juan el Bautista: «Preparad los caminos del Señor. Enderezad sus sendas». Hace unos días observé aún más atentamente al barrendero. Soplaba un viento travieso que desparramaba inmisericordemente las hojas secas que el buen hombre había amontonado. Pues, creedlo, sin ningún gesto de impaciencia ni contrariedad, corría detrás de las hojas, persiguiéndolas una a una, y volviendo a amontonarlas de nuevo. Era una imagen conmovedora y poética. Con su ancho vestido amarillo-butano, parecía una inmensa hoja de otoño queriendo abrazar y cobijar todo aquel enjambre alborotado de hojas otoñales. Mi barrendero es alto y espigado, joven y ya maduro, serio, y con un marcado perfil ascético. Y hoy, como os digo, al escuchar a Juan, me he acordado de él. Porque lo que pregonaba Juan es eso: que «barramos los caminos por los que suele venir el Señor».

Esa es la gran lección, no lo dudéis, de la liturgia de este domingo. El hombre, en su aventura individual, en su dimensión social, en su trascendencia religiosa, constata a cada paso que se va llenando de múltiples hojas secas, de constante barro acumulado, de baches peligrosos. Dejar que nuestros caminos «hacia dentro» o «hacia fuera», es decir, hacia nuestro personal perfeccionamiento o hacia las exigencias de compromiso que tenemos con los demás, se vayan deteriorando y ensuciando, es vivir de espaldas a la «venida del Señor». «No barrer bien los caminos» es pecado contra la urbanidad, contra el civismo y contra el «cuerpo místico de Jesucristo».

Somos «barrenderos de los caminos del Señor», no hay que olvidarlo. Se nos ha encomendado la limpieza de nuestra vida y el embellecimiento del mundo: «Una tierra nueva, unos cielos nuevos». Hay, además, campos muy concretos que, en algunas épocas, parecen estropearse muy especialmente. Es necesario cuidarlos.

Eso quería decir, Jesús cuando afirmaba: «Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios». Eso ha querido decir la ascética cristiana de todos los tiempos, cuando nos ha enseñado que, para llegar a Dios, hay que recorrer tres vías, la primera de las cuales se llama «purgativa», y pretende «limpiar, barrer a fondo» todo lo que esté manchado en nuestro camino hacia Dios. Eso es lo que ha querido decir la Conferencia Episcopal en su documento «LA VERDAD OS HARÁ LIBRES» sobre «la moralidad pública». Eso es, en fin, lo que ha querido matizar nuestro obispo, hace unos domingos, en su carta titulada: «Por la zafiedad a la corrupción». Sí. Es necesario barrer todo lo que desdice e impide que «caiga el rocío de lo alto y que las nubes traigan al Salvador».

Yo no sé si el barrendero de mi calle es creyente o no. No sé si sabe siquiera qué quiere decir «adviento». Pero os aseguro que, a mí, me ha ayudado a comprenderlo un poco mejor.

ELVIRA-1.Págs. 116 s.


18. «Y TODA CARNE VERA LA SALUD DE DIOS»

Todos los evangelistas inician el relato del camino emprendido por Jesús con la historia de Juan el Bautista: esto es fundamental para comprender la unidad de la historia de Dios con los hombres, que se representa en la unidad de ambos testamentos. Juan, el último de los profetas de Israel, resume el camino de la antigua alianza en su persona; él encarna al mismo tiempo la ley y los profetas, todo el camino que Dios realizó con su pueblo. Él, al mismo tiempo, coloca la antorcha del antiguo testamento ante los pies de Jesús y pone en sus manos el rollo de los profetas, porque en él todo ha llegado a su meta. Así saben también todos los evangelistas que Juan pronunció las palabras con las que el Deutero-Isaías comienza su mensaje: estas palabras, llenas de promesas y de alegría, pletóricas de consuelo y de luz, se han hecho realmente presentes: la promesa se ha transformado en plenitud.

Pero, precisamente en esta comunión fundamental de la tradición, habla cada evangelista a partir de una determinada porción de la iglesia con sus diversas posibilidades de fe, de oración, de visión y de comprensión, y así abarcan ellos, de múltiples maneras, el único misterio de Jesús. El acento principal que trató de resaltar Lucas se muestra aquí, sobre todo, en que él nos ofrece la cita de Isaías con una frase más de lo que ocurre en otros casos, a saber, con las palabras: «toda carne verá la salud de Dios». Con ellas, destaca, ya al principio, el singular acento de su evangelio: la luz de Jesús se da para todos los pueblos; a esa salud o salvación corresponde el que va destinada para el conjunto y para todos y que se halla siempre, en cada individuo, con el acento del «para», con la concreción o determinación hacia la entrega. Sólo se posee a ese Dios si se le posee con los demás; sólo se habla con él, si se le denomina Padre «nuestro» y si hace de todos nosotros hijos de Dios.

En el mismo sentido ha de entenderse también la introducción festiva de este capítulo, que, por así decirlo, fija exactamente el lugar histórico de Jesucristo y, con ello, la historia de la salvación de Israel dentro de la historia universal, y que la incrusta en la historia de todos los hombres. Aquí no se trata solamente de la presentación de la historicidad de Jesús frente a una aportación mítica de la salvación, aunque también esto lo llevaba Lucas en el corazón: nosotros podemos penetrar en los lugares en los que él se desenvolvía; tomar las monedas que él tocaba; leer los rollos que tenía ante sí. Se trata de algo más. Aquí entra en juego la universalidad. Jesús no pertenece a un único pueblo o a una nación o a un grupo. Él pertenece a la ecumene, tal como se indica en la historia del césar. La fe es el camino para todos los pueblos. La época de Jesús, el tiempo de la iglesia es el tiempo de la misión. Sólo creemos con Jesús cuando creemos y vivimos de forma misionera: si queremos que toda carne vea la salud de Dios.

Así estas palabras de promesa y de alegría se convierten para nosotros en una cuestión que nos hace ver la tarea y el sentido del adviento. Sólo si toda carne le ve, se completa la venida de Dios; sólo pueden darse un cielo nuevo y una nueva tierra, si se dan para todos. Estas palabras ensanchan continuamente el corazón de la cristiandad y nuestro propio corazón. El Adveniat regnum tuum, la oración del adviento, que el mismo Señor puso en nuestra boca, sólo lo rezamos adecuadamente cuando nos dejamos transformar por esa oración; si nosotros nos dejamos abrir por ella a todos los hijos de Dios: «toda carne verá la salud de Dios».

JOSEPH RATZINGER
EL ROSTRO DE DIOS
SÍGUEME. SALAMANCA-1983.Págs. 116 s.


19.

El canto de consuelo de Isaías hace prever una era en la que Dios por fin instaurará su Reino definitivamente. Israel, vapuleado por los enemigos, espera ahora el final de su dolor. Por fin, consolado por Dios, el pueblo encontrará una situación de paz y de sosiego. Dios mismo lo recibirá como un pastor luego de una larga jornada de calor, cuidará a las que han parido y tomará a sus crías en sus brazos. Hermosas imágenes para decirnos que Dios recibirá a su pueblo y lo estrechará en un abrazo paterno-materno.

El texto de Pedro, sin embargo, es un poco más duro. De cualquier manera el contenido global es el mismo: ya llega el día del Señor y eso exige una conducta acorde.

La predicación del Bautista suena similar al discurso de la carta petrina: su bautismo de conversión estaba dirigido a quienes se convertían para alcanzar el perdón de los pecados, se acercaba el fin de los tiempos y era necesario purificarse.

En definitiva, las lecturas de este domingo nos van llevando a la esperanza de que un día, en algún momento de la historia, Dios dirá «basta» y por fin cambiará la situación de su pueblo.

Si nos dejáramos llevar por una teología-ficción tendríamos muchos elementos para vivir con una expectativa apocalíptica. Sin embargo, los textos pueden brindarnos elementos mucho más ricos que una lectura fundamentalista o fatalista de la historia.

Todos ellos hoy nos hablan de un final, en el cual el único privilegiado es el pueblo fiel, en ese día quedará claro el sentido que ha tomado la historia de la humanidad. Es por eso que los destructores quedarán fuera del plan de Dios.

Isaías, con su lenguaje lleno de ternura, imagina el tiempo del final del dolor y de la opresión. Y con el profeta -¿por qué no?- esperamos que un día el Señor nos reciba en su regazo, en su pecho. Esperamos que ese día el Señor nos abrace y nos sostenga luego de tanto padecer. Ese día los pobres encontrarán en el corazón de Dios el lugar de la alegría y hasta las respuestas a sus preguntas. Ese día los pobres nos demostrarán que ellos están en las faldas de Dios mientras que nosotros miramos de lejos tanta ternura y tanto diálogo. Ese día desearemos estar con los pobres, desearemos ocupar su lugar, porque será tan fuerte y tan íntima esa relación que nos arrepentiremos no haber estado con ellos desde esta historia.

Ese día no desearemos el confort, ni el poder, ni el dinero, ni el individualismo. Ese día, al ver a los pobres con Dios, desearemos ser pobres.

SERVICIO BIBLICO LATINOAMERICANO


20

Nexo entre las lecturas

La imagen del "desierto" aparece en la primera lectura y en el evangelio y en ella se compendia el mensaje litúrgico de este domingo de adviento. En el exilio babilónico, a punto ya de que se acabe, un voz grita: "Preparad en el desierto un camino al Señor" (primera lectura). En el evangelio la voz que así grita es la de Juan Bautista, el precursor del Mesías, cuya venida está ya cerca. También en el "desierto" el hombre habrá de prepararse para la grande venida última del Señor, en la que "esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva, en que habite la justicia" (segunda lectura).


Mensaje doctrinal

1. Un "desierto" necesario. En el mundo se dan fenómenos nada evangélicos, nada cristianos. Como los judíos exiliados de Babilonia estaban encandilados por la grandeza del imperio y por la fastuosidad de sus ritos religiosos, los hombres de hoy sienten la seducción del progreso técnico, el prurito de otras religiones que no son cristianas, el reclamo de paraísos alucinantes en que reinan la droga, el sexo y el alcohol, la dulce y adormecedora inconciencia del pecado incluso ante las exigencias básicas de los diez mandamientos...En estas circunstancias surge la necesidad del "desierto": lugar o estado del espíritu donde recrear el ambiente propicio y favorable para encontrarse con Dios y con la propia dignidad de imagen e hijo de Dios, mediante el silencio interior y el recogimiento de los sentidos, mediante la meditación y la plegaria asiduas. Ante la pérdida del sentido de Dios y del sentido del pecado se requieren "espacios", sean exteriores o interiores, de recuperación de sentido, de readquisición de principios, valores y convicciones anclados en el mismo ser del hombre y del cristiano.

2. La intervención divina. Dios desea intervenir en la historia y en la vida del hombre, día con día. Los hombres, sin embargo, ni captan la intervención divina ni se dejan conducir por ella, sino únicamente en el "desierto". Sólo en el "desierto" los hombres se dan cuenta, como los judíos de Babilonia, que hay valles que elevar, colinas que abajar y caminos torcidos que enderezar, a fin de regresar otra vez a la tierra prometida (primera lectura). Sólo en el "desierto" escuchan la predicación de Juan Bautista, se convierten y reciben el bautismo de agua, preparación del bautismo con Espíritu Santo, propio de los discípulos de Cristo (evangelio). Dios continúa en nuestros días su intervención en la vida del individuo y de los pueblos. Imposible reconocer y aceptar tal intervención, si no se vive la experiencia purificadora y medidativa del "desierto".

3. El "desierto" florece. En el ambiente sereno y silencioso de "desierto" nos vamos empapando de la verdad de Dios, del sentido del tiempo, de la norma suprema de la existencia. Dios es nuestro rey que viene con poder y brazo dominador para liberarnos del pecado y de sus secuelas; Dios es nuestro Señor que trae consigo su salario de vida y salvación eternas; Dios es nuestro pastor, que reúne al rebaño y lo cuida amorosamente (primera lectura). En el "desierto" conoceremos que el día del Señor llega como un ladrón y que el cómputo del tiempo que Dios hace no coincide con el de los hombres. En el "desierto" sabremos que Dios no quiere que alguien se pierda, sino que todos se conviertan. En el "desierto" veremos con claridad que la espera de la venida del Señor debe llevar al hombre a una conducta santa y religiosa, es decir, al cumplimiento perfecto de la voluntad santísima de Dios (segunda lectura).


Sugerencias pastorales

1. Un "desierto" en tu vida. La vida es movimiento, acción, ir y venir, hacer, proyectar, progresar, cambiar. Tu vida, desde la mañana a la noche, está llena de trabajos y tareas, de citas y reuniones, de contactos y relaciones, de ruido, smog, tensión nerviosa...Puedes llegar a pensar que más que vivir eres "vivido" por el dinámico duende de cada día. ¿Cómo vivir? ¿Cómo ser tú mismo en plenitud? ¿Cómo infundir espíritu al duende cotidiano, no poco materialista y ramplón? Tienes necesidad de "desierto". Y eres tú mismo quien puede y tiene que construírselo con paciencia, voluntad y gracia de Dios. Dentro de tu "desierto" te será fácil prepararte bien para la Navidad, para la sorpresa de Dios en este año jubilar.

2. ¿Sabes quién viene? La respuesta es fácil y clara para un cristiano: "El Verbo de Dios que se hizo hombre y nació de María la Virgen en Belén de Judá". Es la respuesta catequética, que apredimos de niños. Pero te vuelvo a preguntar: ¿Sabes realmente quién viene? A la respuesta catequética tiene que seguir la respuesta dogmática, es decir, el rico contenido doctrinal de la formulación catequética; y además la respuesta espiritual, o sea, el sentido e incidencia que Jesucristo tiene en tu mundo interior (pensamientos, decisiones, ideales, proyectos) y en tu relación con lo divino; y finalmente, la respuesta moral, aquella que se da con los comportamientos diarios según el estilo de Cristo, aquella en la que Cristo modela la propia actividad y el conjunto de las experiencias vitales. ¿Sabes realmente quién viene? ¿Es la tuya una sabiduría meramente nocional o incide vitalmente en toda tu personalidad y en toda tu experiencia existencial? El adviento es tiempo favorable para dar una respuesta completa a pregunta tan sencilla, pero tan trascendental.

P. Octavio Ortiz


21. 2002 COMENTARIO 1

UNA LLUVIA DE JUSTICIA

Fue Juan Bautista como lluvia que cae del cielo y fecunda la tierra. Cuando apareció en el desierto de Judá, Jesús lo identificó con el gran profeta Elías: aquél que hizo bajar fuego del cielo para demostrar que su Dios era el verdadero y acabar con el clero de Baal; y que más tarde prometió la lluvia que pondría fin a una trágica sequía de tres años. Elías se fue con Dios, arrebatado por un carro de fuego. Y a partir de su extraña desaparición, en el pueblo sencillo cundió el rumor de que volvería antes de la venida del Mesías.

Jesús puso término a aquel plazo sin fin. Elías había vuelto: era Juan Bautista.

Juan vino al mundo por obra de Dios. Nadie lo esperaba. Ni siquiera sus padres: su madre Isabel era estéril, y ambos de avanzada edad. Un ángel le anunció a Zacarías que tendría un hijo y le pondría por nombre: regalo de Dios, gracia del cielo, o sea, Juan. Seria "bautista" de profesión. La increíble e inesperada noticia le acarreó a Zacarías quedarse mudo hasta el día del nacimiento de su hijo, por no fiarse de las palabras del ángel. Con todo este aparato maravilloso, se quiere decir sencillamente que Juan fue un don de Dios para la sociedad.

Vivió en el desierto. No quiso saber mucho de una sociedad inhumana, plagada de injusticias. Desde el desierto gritó para que lo oyeran todos los ciudadanos. No fue en ningún caso "voz que dama en el desierto" y nadie oye, como se ha dicho con frecuencia traduciendo mal el texto griego. Al oírlo acudió toda la provincia de Judea y la ciudad de Jerusalén; y eso que no decía cosas halagüeñas. Su misión tuvo éxito aunque muriera decapitado.

Heredero de la más pura tradición profética, Juan "iba vestido, como Elías, de pelo de camello con una correa de cuero a la cintura": dime cómo te vistes y te diré quién eres. Lo que fue Elías ocho siglos antes, lo era Juan ahora: defensor de un Dios que no fundamenta sistemas injustos ni convive con otros dioses. Se alimentaba de "saltamontes y miel silvestre", plato de los beduinos del desierto.

Juan eran representante y último eslabón de una cadena de profetas que anunciaba la tierra prometida: Jesús, el Mesías.

Su lengua era como espada de dos filos, hiriente y provocativa: "raza de víboras" que matan con veneno mortal y a traición, decía a los componentes de una sociedad de clases enfrentadas; "Que los valles se levanten, que los montes y colinas se abajen". Mensaje de igualdad, el suyo.

Y cuando le preguntaban: "¿Qué tenemos que hacer?, aconsejaba obras como ésta: "El que tenga dos túnicas -símbolo de riqueza entonces- que dé una a quien no tiene, y el que tenga de comer, que haga lo mismo. ¡Ay si practicáramos hoy esto...!

A unos recaudadores que fueron a bautizarse les dijo: "No exijáis más de lo que tenéis establecido"; y a unos guardias que se le acercaron: "No hagáis violencia a nadie ni saquéis dinero; conformaos con vuestra paga". Consejos dignos de ser tenidos en cuenta hoy.

Compartir, justicia, no violencia fue su mensaje. En cualquier caso, invitación a cambiar. Juan fue para su tiempo una lluvia de justicia, una llamada a la conversión. Si su doctrina se pusiera en práctica, otro gallo le cantaría a nuestra sociedad que ha tomado la injusticia y el desorden como ley y norma de vida.
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22. COMENTARIO 2

PREPAREMOSLE EL CAMINO

Nos seguimos preparando para el encuentro con Jesús, que viene. Pero en su camino puede haber obstáculos: todo aquello que impide a los hombres escuchar y aceptar su mensaje, todo lo que les impide comprender que en la construcción de un mundo de hermanos se encuentra la única felicidad verdadera. Por tanto, removamos esos obstáculos, preparémosle el camino.

ASÍ EMPEZÓ TODO

Orígenes de la buena noticia de Jesús, Mesías, Hijo de Dios.

Marcos vive en una comunidad cristiana, en un grupo de personas que están intentando poner en práctica el mensaje de Jesús de Nazaret. Ellos están experimentando un cambio profundísimo en su modo de vivir; para ellos, la experiencia que están atravesando constituye una inagotable fuente de alegría y de felicidad. El mensaje de Jesús ha sido, en verdad, buena noticia, la Buena Noticia: se sienten hijos de Dios y viven como hermanos de todos los que han querido adoptar este modo de vida; entre ellos no hay nadie que pase necesidad, porque todos han renunciado a hacerse ricos y lo que cada uno tiene lo comparte con todo el grupo; nadie está solo porque entre ellos todos son solidarios y sienten que en su solidaridad actúa la misericordia del Padre. El mundo se ha convertido ya allí, en ellos, en un mundo de hermanos... Pero esta transformación no ha sobrevenido de repente, sino como consecuencia de un proceso que, aunque pudiera estar avanzado, ha sido largo y aún no está terminado. Y Marcos quiere dejar escrito el testimonio de lo que dio origen a ese cambio tan profundo que se ha producido en la vida de los miembros del grupo.

Así empezó todo, dice Marcos. Estos son los orígenes de esa nueva realidad que se vive entre los grupos cristianos. Porque, a la vista del estilo de vida de los seguidores de Jesús, habrá quienes decidan adoptar ese modo de vivir e incorporarse al grupo: para ellos, para todos los que puedan sentirse atraídos por el mensaje de Jesús de Nazaret, escribe Marcos su evangelio, desde el principio. Para que todos sean conscientes de los hechos que dieron origen a lo que ahora viven y, probablemente, para que nadie intente llegar al final sin empezar por el principio.

DESDE EL DESIERTO

Como está escrito en el profeta Isaías: "Mira: envío mi mensajero delante de ti; él preparará tu camino." "Una voz grita desde el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus senderos", se presentó Juan Bautista en el desierto proclamando un bautismo en señal de enmienda para el perdón de los pecados.

Juan Bautista, que tiene como misión preparar a los hombres para recibir al Mesías y escuchar su mensaje, se marcha fuera, se margina él mismo de la sociedad y proclama su mensaje desde un lugar despoblado.

Era la de entonces -como la de ahora- una sociedad injusta y opresora; por eso Juan empieza su tarea invitando a la gente a salir de aquel ambiente de pecado y a volver al desierto, el lugar que representa, según los testimonios del Antiguo Testamento, la época en la que las relaciones del pueblo con Dios fueron mejores (Sal 114,1), el tiempo en el que la experiencia de la liberación de la esclavitud, sentida como manifestación del amor eterno de Dios hacia su pueblo Jr 31,3; Is 63,7-9; Sal 98,3; 107,1-8; 136,10-24), estaba todavía a flor de piel; en correspondencia a esa muestra de amor, Israel se comprometió a vivir de acuerdo con la voluntad de Dios, evitando que entre ellos se reprodujeran las estructuras de esclavitud que habían tenido que soportar en la tierra de Egipto (Ex 19,8).

Desde otro desierto, figura del primero, Juan empieza a proclamar su pregón. Este consiste en una invitación: enmendaos, corregid vuestro modo de vivir, abandonad vuestra vida de pecado.

EL ARREPENTIMIENTO Y EL PERDON

Y fue saliendo hacia él todo el país judío y todos los habitantes de Jerusalén, y él los bautizaba en el río Jordán a medida que confesaban sus pecados.

En el modo de expresarse de los antiguos profetas (con quienes se muestra identificado Juan Bautista), pecado era todo aquello que hacía volver a la sociedad a la situación de Egipto, olvidándose del Dios que los liberó de la esclavitud y destruyendo la libertad y la dignidad de los que por Dios fueron liberados. Pecado era la injusticia y la explotación del hombre por el hombre, expresión y consecuencia de toda idolatría (Is 1,10-31; 59,9-15; Am 5,7-12).

El Bautista, para preparar el camino al Señor, a Dios, que viene en Jesús Mesías, Hijo de Dios, propone a los que salen de la sociedad injusta -"y fue saliendo hacia él todo el país judío y todos los habitantes de Jerusalén"- que rompan con la injusticia y que adopten un modo de vivir de acuerdo con la voluntad del Dios liberador, expresando esa decisión en un bautismo: "y él los bautizaba en el río Jordán a medida que confesaban sus pecados".

Así empezó todo. Este es el principio de los orígenes. Y así debería empezar el camino de cada hombre hacia la fe.

Sin embargo, ¿es posible descubrir en todos los que nos llamamos cristianos a personas que han roto con la injusticia, con la explotación del hombre por el hombre, con la violación de los derechos y de la dignidad de la persona...? Y esto es sólo el principio.

En los últimos tiempos se habla mucho de la necesidad de renovación dentro de la Iglesia. He aquí un camino: acabemos con cualquier tipo de complicidad con este mundo injusto y preparemos así el camino a Jesús, que llega.
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23. COMENTARIO 3

v. 1. Mc compendia en la figura de Juan Bautista la expectación y el anhelo del AT por una liberación definitiva de Israel, para la que se requiere, según la predicación profética, un cambio de vida.

vv. 2-3 Como estaba escrito en el profeta Isaías: "Mira, envío mi mensajero delante de ti; él preparard tu camino"; una voz grita desde el desierto: "Preparad el camino del Señor, enderezad sus senderos"...

En la misión de Juan se resume la función de todo el AT, preparar el camino del Señor, exhortando a un cambio de vida. Al citar conjuntamente los dos textos del AT (Ex 23,20, Is 40,3) Mc identifica el camino de Jesús (2) con el de Dios (3). Esto indica que la actividad de Jesús será la de Dios mismo, y, como lo sugieren los dos textos citados, su obra consistirá en realizar un éxodo, liberando de un estado de opresión y conduciendo a una tierra prometida, figura de una sociedad humana justa y fraterna.

v. 4 ... se presentó Juan Bautista en el desierto proclamando un bautismo en señal de enmienda, para el perdón de los pecados.

Juan se sitúa en el desierto, mostrando su ruptura con la sociedad existente y recordando los orígenes de Israel. No se enfrenta a las instituciones, se dirige a los individuos: les hace tomar conciencia de que todos, por sus injusticias personales (confesaban sus pecados), son responsables de la situación social injusta; todos han de rectificar su conducta si aspiran a un cambio en la sociedad. El bautismo o inmersión en el río simboliza para cada uno la muerte a su pasado de injusticia; el cambio de vida cancelará ese pasado pecador ("perdón de los pecados"). Así prepara Juan el camino del Señor, siguiendo la línea de la predicación profética.

v. 5 Fue saliendo hacia él todo el país judío, incluidos todos los vecinos de Jerusalén, y él los bautizaba en el río Jordán, a medida que confesaban sus pecados.

La respuesta masiva al pregón de Juan es prueba y manifestación del descontento general con la situación. Fue saliendo, como en el éxodo de Egipto (Ex 13,4.8; Dt 11.10, etc.): el país judío es ahora tierra de opresión. El río Jordán era en tiempo de Josué la frontera de la tierra prometida (Nm 13,29; Jos 4,5; 5,1) y anunciaba el final del éxodo; su mención hace esperar una nueva tierra, pero fuera de los limites del país judío. El texto marca una oposición entre el desierto y Jerusalén (incluidos los vecinos de Jerusalén): el pueblo no va a buscar el perdón en el templo, sino en el lugar donde está el profeta.

v. 6. Juan iba vestido de pelo de camello, con una correa de cuero a la cintura, y comía saltamontes y miel silvestre.

Mc describe a Juan con rasgos de profeta, en particular con los de Elías (2/4 Re 1,8: correa de cuero), al que se tenía por precursor del Mesías (Mal 3,23). Su comida es la de un nómada, la de uno que vive alejado de la sociedad.

vv. 7-8 Y proclamaba: "Llega detrás de mí el que es mas fuerte que yo, y yo no soy quién para agacharme y desatarle la correa de las sandalias. Yo os he bautizado en agua, él os bautizará con Espíritu Santo".

Juan no se considera protagonista, anuncia la llegada de otro superior a él, que el lector identifica con Jesús. Será superior a él en fuerza, pues poseerá la plenitud del Espíritu; también en su misión, que consistirá en fundar un nuevo pueblo, una sociedad nueva (nueva alianza), pues el papel de Esposo, propio de Dios en el AT (Os 2,4ss; Is 54,62; Jr 2; Ez 10), corresponde ahora a Jesús; así lo supone la frase no soy quién para... desatarle la correa de las sandalias, que alude a la ley judía del levirato: quitar la sandalia significaba apropiarse del derecho de esposo (cf. Rut 3,5-11). La actividad del Mesías consiste en infundir el Espíritu, que potencia y consagra al hombre (Santo / santificador): el hombre nuevo será el fundamento y el artífice de la nueva sociedad, etapa terrena del reino de Dios.
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24. COMENTARIO 4

La primera lectura es del "segundo Isaías", su comienzo, que se abre con ese famoso grito: "consuelen a mi pueblo". El pueblo estaba en el exilio, abandonado a su soledad y a su suerte, sin profetas, sin sacerdotes"... Una voz grita la necesidad de abrir un camino por el desierto, un camino que será de retorno a la tierra patria, "un nuevo éxodo" (cfr Is 43, 14-19).

Algún teólogo sostiene que estamos en tiempo de exilio, y que el exilio es el paradigma que ahora se nos impone, y no el del éxodo. Ciertamente que el exilio guarda una semejanza exterior muy marcada con la situación actual. Hoy mucha parte del "pueblo" está en exilio, autoexiliada de la esperanza: se abandonó la lucha, se abandonaron las utopías militantes, se dejó el compromiso, los sindicatos se debilitaron, los movimientos populares entraron en crisis, la sociedad se despolitizó… se dejó de esperar un "éxodo" y cundió la desbandada del "sálvese quien pueda". Una "depresión psicosocial" se propagó entre los mejores de la sociedad y en la conciencia global de la sociedad como conjunto.

En una situación así, de auténtico exilio (externo e interno, psicológico y espiritual más que físico), también nuestro pueblo necesita una voz que grite la necesidad de abrir un camino en el desierto en el que nos encontramos, la necesidad de allanar montes y rellenar vacíos que parecen insalvables, y abrir la esperanza de un nuevo éxodo. El profeta, en medio del exilio, no se contenta con el mismo exilio, sino que da esperanza a su pueblo abriéndole la esperanza de un nuevo éxodo. Hoy, en medio de una sociedad tan ayuna de esperanza y de militancia, nuestro pueblo necesita con urgencia la profecía que le consuele y que lo lance a abrir el camino por el desierto mismo, para un nuevo éxodo. Es tiempo de profecía, no lo dudemos. Lo que pasa es que no tenemos profetas. Pero, que no los haya, es una falla, no un punto a favor. No hagamos de la necesidad virtud diciendo que "no es hora de profecía sino de sabiduría". La sabiduría y la profecía verdaderas, nunca han sido antagonistas, sino que, al contrario, siempre se han reclamado mutuamente.

En la segunda lectura Pedro da consejos varios a la comunidad. Utiliza la imagen del "la venida del Señor como la del ladrón", y de las catástrofes que ocurrirán con esa venida, muy del gusto de los tiempos apocalípticos, pero que no podemos tomar al pie de la letra, ni siquiera "al pie de la imagen". Sencillamente, el Señor no juega a "ladrones y policías", ni juega a sorprender a nadie, ni nadie, aunque le sorprenda una muerte imprevista, se verá juzgado por Dios "aprovechando la sorpresa". Hemos de desterrar esa idea, esas imágenes, incluso aunque se hayan colado de rondón en la Biblia por la vía de la cultura apocalíptica propia de los tiempos en que se redactaron algunos textos, y por el error de perspectiva en que incurrió la primera generación cristiana, un poco apresurada respecto a la "segunda venida del Señor". Hoy tratamos de discernir y distinguir lo que es el mensaje del Señor, de su envoltorio cultural e histórico.

"Esperad y apresurad la venida del Señor", dice Pedro. Es uno de los pocos lugares en los que aparece en la Biblia esta especie de conexión entre nuestro esfuerzo y la venida del Señor. ¿Podemos apresurar esa venida? "El Señor Jesús no vendrá rápidamente más que si lo esperamos mucho. Lo que hará estallar la Parusía será una acumulación de deseos", decía Teilhard de Chardin (El medio divino, epílogo).

"Esperad y apresurad", dice Pedro en su carta… ¿Será que a base de nuestra esperanza activa, a base de mucho desear, querer, luchar y provocar… llegará antes la venida del Señor? Los "afanes mundanos", las tareas de la construcción del mundo y del Reino en el mundo, ¿serán un obstáculo para nuestro encuentro con Dios o son precisamente el camino que hemos de seguir para llegar hasta Él? [Atención a la oración colecta de este domingo, especialmente necesitada de relectura…].

Aquí, de nuevo, debemos poner en segundo lugar la imagen de la "segunda venida" física del Señor… La venida que esperamos es segunda, y es tercera… y es permanente. Está viniendo, y llegando sin cesar. Y no es ya el Señor solo, sino el Señor en su Reino. El Reino es el que viene, y viene cada día, al filo de cada uno de los latidos de nuestra esperanza comprometida.

Practicando el amor de la fraternidad y la justicia, y confiados en la promesa del Señor, como dice la segunda carta de Pedro, los seguidores de Jesús esperamos la venida de "un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la Justicia". Esta es la esperanza que nos mantiene firmes, sin desfallecer, pensando que "para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día" y que él no tardará en cumplir su promesa. ¿Quién ha dicho que no es tiempo de profecía?

La figura del evangelio de hoy es Juan Bautista. Cuando apareció en el desierto de Judá, Jesús lo identificó con el gran profeta Elías: aquél que hizo bajar fuego del cielo para demostrar que su Dios era el verdadero y acabar con los sacerdotes de Baal; y que más tarde prometió la lluvia que pondría fin a una trágica sequía de tres años. Elías se fue con Dios, arrebatado por un carro de fuego. Y a partir de su extraña desaparición, en el pueblo sencillo cundió el rumor de que volvería antes de la venida del Mesías. Jesús puso término a aquel plazo sin fin. Elías había vuelto: era Juan Bautista.

Juan vino al mundo por obra de Dios. Nadie lo esperaba. Ni siquiera sus padres: su madre Isabel era estéril, y tanto ella como el padre eran de avanzada edad. Un ángel le anunció a Zacarías que tendría un hijo y le pondría por nombre: "regalo de Dios", gracia del cielo, o sea, Juan. Sería "bautista" de profesión. La increíble e inesperada noticia le acarreó a Zacarías quedarse mudo hasta el día del nacimiento de su hijo, por no fiarse de las palabras del ángel. Con todo este aparato maravilloso, se quiere decir sencillamente que Juan fue un don de Dios para la sociedad.

Juan vivió en el desierto, en desacuerdo con una sociedad inhumana, plagada de injusticias y desde el desierto gritó para que lo oyeran todos. No fue en ningún caso "voz que clama en el desierto", como se ha dicho con frecuencia traduciendo mal el texto griego, pues a quien clama en el desierto nadie lo oye. A él, sin embargo, acudió toda la provincia de Judea y la ciudad de Jerusalén; y eso que no decía cosas halagüeñas. Su misión tuvo éxito, aunque muriera decapitado.

Heredero de la más pura tradición profética, Juan "iba vestido -como Elías- de pelo de camello con una correa de cuero a la cintura": dime cómo te vistes y te diré quién eres. Lo que fue Elías ocho siglos antes, lo era Juan ahora: defensor de un Dios que no fundamenta sistemas injustos ni convive con otros dioses. Juan se alimentaba de saltamontes y miel silvestre, plato de los beduinos del desierto: era representante y último eslabón de una cadena de profetas que anunciaba la tierra prometida: Jesús, el Mesías.

Su lengua era como espada de dos filos, hiriente y provocativa: "raza de víboras" que matan con veneno mortal y a traición, decía a los componentes de una sociedad de clases enfrentadas; "que los valles se levanten, que los montes y colinas se abajen"; su mensaje, como el de Isaías en la primera lectura, era de igualdad. Y cuando le preguntaban: "¿Qué tenemos que hacer?, aconsejaba obras como ésta: "El que tenga dos túnicas -símbolo de riqueza entonces- que dé una a quien no tiene, y el que tenga de comer, que haga lo mismo". ¡Ay si practicáramos hoy esto...! A unos recaudadores que fueron a bautizarse les dijo: "No exijáis más de lo que tenéis establecido", y a unos guardias que se le acercaron les recomendó: "No hagáis violencia a nadie ni saquéis dinero; conformaos con vuestra paga". Consejos dignos de ser tenidos en cuenta también veinte siglos después.

Compartir, hacer justicia y no violencia, fue su mensaje. En todo caso, invitación a cambiar. Juan fue para su tiempo una lluvia de justicia, un llamado a la conversión. Si su doctrina se pusiera en práctica hoy, "otro gallo cantaría" a nuestra sociedad que ha tomado la injusticia y el desorden como ley y norma de vida. ¿Quién será el Elías, o el Juan Bautista, que hoy clame y grite a los grandes que este mundo ha de cambiar, que ya basta de polarizar la sociedad mundial entre los pocos que tienen cada vez más y los muchos que tienen cada vez menos? Quizá hoy también podemos decir que "tiene que volver Elías", o que hace falta un nuevo "Precursor" que prepare el camino al Evangelio.

Más allá de las lecturas bíblicas, hoy es un aniversario que no podemos dejar de conmemorar en la comunidad cristiana: hoy hace 37 años que concluyó el Concilio Vaticano II. En realidad, en este posconcilio de casi 40 años, se nos ha ido a muchos -todos los que van llegando a los 60 años- el grueso de nuestra vida. Los demás han nacido en el período posconciliar, y no han podido nunca hacer la comparación del antes y después, de la transformación que supuso el Concilio, así como -lógicamente- el proceso de retroceso y involución que se dio en la Iglesia a partir de los años 80. Es Rahner, uno de los máximos teólogos del siglo XX quien decía poco antes de morir: "Este Concilio Ecuménico no ha sido todavía aceptado de hecho en la Iglesia, ni a la letra ni según el espíritu. En grandes líneas vivimos en una 'invernada', como suelo decir yo".

Han ido pasando los años en el pontificado de Juan Pablo II (el quinto más largo de entre los 264 papas que ha habido en toda la historia), y por diversas circunstancias (sin que sea la mejor la de la salud del papa), un balance es inevitable (uno, de François Houtart, puede ser consultado en http://servicioskoinonia.org/logos/logos095.htm). Tal vez todas las comunidades cristianas conscientes deberían tomar, como uno de los "temas de formación" que acostumbran a abordar, el tema del balance de la situación de la Iglesia, y la perspectiva de estos 40 años, y el balance del Concilio Vaticano II.

Hace unos pocos meses, 30 obispos del Sur han pedido al papa -y al Pueblo de Dios en general- no la convocatoria de un Concilio, sino la puesta en marcha de un "proceso conciliar" que desemboque (cuando sea, sin prisa) en un Concilio (www.proconcil.org). Tal vez el próximo concilio ya no será de sólo obispos (y por tanto de sólo clérigos y sólo varones!), sino verdaderamente un "concilio" que reúna y concilie a todo el Pueblo de Dios. Acaba de aparecer un libro titulado "El concilio Vaticano III. Cómo lo imaginan 17 cristianos" (Desclée, Bilbao, 2001; algún texto del mismo ha sido publicado en la RELaT, http://servicioskoinonia.org). Leyéndolo, uno tiene la sensación de que, en realidad, el Vaticano III ya ha comenzado. Crece por todas partes un consenso, entre los teólogos, los comentaristas, los intelectuales cristianos, y el "sexto sentido" (o tal vez el "sensus fidelium") del Pueblo de Dios, un consenso que tal vez no hace falta siquiera refrendarlo jurídicamente para tener que reconocer que existe y que está ahí actuante. Estos 40 años han cambiado el mundo. Hoy, el mundo, y también la Iglesia, por obra y gracia de los medios de comunicación y de internet, es una conversación. Estamos dialogando todos con todos en una comunidad virtual que alcanza y engloba a sectores cristianos muy distantes que nunca habían tenido comunicación e interacción como ahora. Si el concilio es una reunión para dialogar y discernir, esa "reunión" se está dando hace tiempo, ese concilio está en marcha, tal vez preparando o cocinando ya lo que un concilio oficial no vendrá sino a sancionar jurídicamente. Sería una pena que nuestra comunidad cristiana no participara positiva y responsablemente en este Concilio sobre la marcha…

(Podría ser buena iniciativa repasar en la comunidad cristiana, o individualmente, el contenido del Concilio; un libro que puede servir es Vivir el Concilio, de J.M.Vigil, que se puede tomar de la biblioteca de Koinonía, http://servicioskoinonia.org/biblioteca).

Para la revisión de vida
El Señor Jesús, y el Reino que Él anunció, sólo vendrán por efecto de una acumulación incontenible de deseos…
Mi vida, ¿ha hecho de la Causa de Jesús su propia causa? ¿Puedo decir que el centro de mis ilusiones, que la sustancia de las esperanzas que explican mi vida está en utopía del Reino que Jesús anunció? ¿Es esa utopía lo que me sostiene, lo que da razón de ser y sentido a mi vida?


Para la reunión de grupo
- ¿Estamos en tiempo de exilio o de éxodo, de profecía o de sabiduría? ¿Hay tiempos de una cosa o de otra? Peligros que puede tener una opinión u otra.
- ¿Tiene sentido ser personas de "esperanza" en una sociedad que ya no cree oficialmente en "grandes relatos", que está de vuelta de toda concepción utópico-mesiánica de la historia? ¿Tiene espacio la presencia cristiana en esa sociedad? ¿Debe conseguirlo? ¿Cómo?
- ¿Quién asume, y cómo, el papel de Juan Bautista hoy (o el de Elías), como voz profética que aun en medio del desierto clame y se enfrente a los grandes clamando por la justicia para con los pueblos pequeños? ¿Está el cristianismo como conjunto ejerciendo este papel hoy día en este mundo cada vez más imperial? ¿Y qué nos corresponde hacer a nosotros, a nuestro grupo o comunidad, y a cada una de nuestras personas?
- A veces podemos caer en la tentación de pensar que las cosas no evolucionan, no cambian, de que Dios se ha olvidado de nosotros … ¿Mantengo viva la esperanza en que el Reino de Dios va llegando día a día, a pesar de las apariencias, y la fe en que la promesa de Dios se cumplirá?

Para la oración de los fieles
- Por el Pueblo de Dios, para que dé testimonio ante todos de la esperanza que lo alienta. Roguemos al Señor.
- Por la sociedad de hoy, para que recupere la esperanza, el sentido profundo del vivir, más allá del consumismo individualista y el hedonismo de la vida. Roguemos…
- Por todos los que nos proclamamos discípulos de Jesús, para que nos comprometamos en la construcción de un mundo más justo y fraterno. Roguemos...
- Por todos los que han perdido la esperanza, para que recuperen el ánimo y la ilusión. Roguemos...
- Por todos nosotros, para que la Palabra de Dios nos transforme y nos anime a luchar por la justicia y la igualdad entre las personas. Roguemos...
- Por todos los cristianos, para que seamos conscientes de que la "preparación de los caminos del Señor" no es sólo cuestión personal o privada, sino comunitaria y social. Roguemos...
- Por la Iglesia, para que vuelva siempre a la referencia obligada del Concilio Vaticano II, de cuya clausura hoy se cumplen 37 años. Roguemos...


Oración comunitaria
- Oh Dios que nos has puesto en este mundo sin darnos todas las respuestas a los interrogantes que de él nos brotan sobre él mismo y sobre el sentido de nuestra propia existencia; te expresamos nuestro deseo de encarnarnos en él, de buscarte sumergidos en él, siendo conscientes de las responsabilidades divinas que contienen para nosotros cada uno de los "afanes mundanos" que nos has encomendado. Tú que vives y haces vivir, desde siempre y para siempre. Amén.

- Oh Dios que has hecho de la esperanza una estructura indispensable de la existencia humana. Caldea nuestro ánimo y acaricia nuestro corazón, para que nunca se apague en nuestra vida el aliento vivo de la esperanza, y para que nuestra sociedad cansada y deprimida vuelva a encontrar los imprescindibles motivos para vivir y para esperar. Tú que eres garantía de toda esperanza, desde siempre y para siempre. Amén.

- Dios, Padre nuestro, te pedimos nos ayudes a comprender que la mejor manera de disponernos a celebrar el Nacimiento de tu Hijo es preparar y allanar los caminos que pueden hacer llegar a nuestra Sociedad la Justicia y la Paz que Él anunció. Por Jesucristo.

1. J. Peláez, La otra lectura de los Evangelios I, Ediciones El Almendro, Córdoba

2. R. J. García Avilés, Llamados a ser libres, "Seréis dichosos". Ciclo A. Ediciones El Almendro, Córdoba 1991

3. J. Mateos - F. Camacho, El Evangelio de Mateo. Lectura comentada, Ediciones Cristiandad, Madrid.

4. Diario Bíblico. Cicla (Confederación internacional Claretiana de Latinoamérica).