V

HERMANOS EN CRISTO

 

Dios nos creó a su imagen y semejanza. Nos hizo seres inteligente, capaces de amar, creadores, libres, inmortales. Pero la dignidad hu­mana quedó mucho más elevada cuando Dios mismo decidió hacerse hombre y venir a compartir nuestra vida. Cristo Jesús es nuestro her­mano, hermano de todos, presente en todos los hombre. Con él la natu­raleza humana ha subido a lo más alto de su dignidad.

Él no se avergüenza de llamarnos sus hermanos.

(Heb 2,11)

Un solo Padre tienen ustedes: el que está en el cielo..

Y todos ustedes son hermanos.

(Mt 23,9.8)

Esta dignidad de hermanos en Cristo nos obliga a ordenar el mundo de una manera muy distinta de como está ahora organizado. A no con­siderar a ninguna persona con más derechos o dignidad que otra. A comprometernos a luchar para que nuestra hermandad en Cristo llegue a ser una realidad, y no una linda palabra vacía de significado.

 

16. HIJOS DE DIOS

Dios nos hizo a todos los hombres y mujeres a su “imagen y seme­janza”, y por consiguiente, en cierto sentido, todos somos hijos suyos. Pero cuando Dios se hizo hombre en Cristo, nuestra dignidad de hijos tomó una dimensión mucho más profunda. Somos hijos de una manera más entrañable, más real, puesto que el verdadero Hijo de Dios, Jesús, se hizo nuestro hermano. Junto con él pasamos a ser hijos de Dios con todos sus derechos, sus riquezas y su herencia. Así lo quiso el Padre desde siempre.

Determinó desde la eternidad

que nosotros fuéramos sus hijos adoptivos

por medio de Cristo Jesús.

(Ef 1,5)

Si somos hijos legítimos, legalmente constituidos como tales, no co­rre más eso de presentarse ante Dios con el temor propio de los escla­vos. Dios nos perdonó y nos adoptó en Cristo realmente como a hijos. Y como señal y garantía de ello, mandó al Espíritu Santo para que nos enseñe a quererle como a Padre:

Porque somos hijos,

Dios mandó a nuestro corazón el Espíritu de su propio Hijo,

que clama al Padre: ¡Abbá! o sea: ¡Papito!”

Así, pues, ya no eres un esclavo, sino hijo,

y tuya es la herencia por la gracia de Dios.

(GáI 4,6-7)

Ustedes no recibieron un espíritu de esclavos para volver al temor,

sino que recibieron el Espíritu que los hace hijos adoptivos,

y que les mueve a exclamar: “Abbá, Padre.”

El mismo Espíritu le asegura a nuestro espíritu

de que somos hijos de Dios.

(Rom 8,15-16)

Juan, el amigo predilecto de Jesús, en una de sus cartas tiene esta exclamación de alegría y esperanza:

Vean qué Amor singular nos ha dado el Padre:

que no solamente nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos...

Amados, desde ya somos hijos de Dios,

aunque no se ha manifestado aun lo que seremos al fin.

Pero ya lo sabemos:

cuando él se manifieste en su gloria, seremos semejantes a él,

porque lo veremos tal como es.

Cuando alguien espera de él una cosa así,

procura ser limpio, como él es limpio.

(1 Jn 3,1-3)

Al final del libro (núm. 25) veremos más a fondo lo que significa ser “herederos de Cristo”.

Todos somos iguales ante Dios

Una consecuencia natural de este ser todos los seres humanos hijos de Dios, hermanos en Cristo, es que todos tenemos la misma dignidad ante Dios.

Dios no tiene preferencias por nadie.                                     (Rom 2,11)

No hay ninguna raza inferior o superior (Hch 10,34-35), ni se debe despreciar a ningún hombre en concreto (Hch 10,28). Entre aquellos primeros seguidores de Jesús no se concebía que se pudiese dar un puesto de preferencia a una persona porque fuera mejor vestido que los demás (Sant. 2,2-4). El amor a Jesús les unía y los igualaba a todos, como podemos ver en los Hechos de los Apóstoles (Hch 2,42-47; 4,32-35). Cristo había “destruido en su propia carne el muro de odio que los separaba” (Ef 2,14).

Aquí no se hace distinción entre griego o judío..

No hay más extranjero, bárbaro,

esclavo y hombre libre,

sino Cristo en todo y en todos.

(Col 3,11)

No se hace diferencia entre hombre y mujer;

pues todos ustedes son uno en Cristo Jesús.

(Gál 3,28)

Todos tenemos la misma dignidad. Jesús nos la consiguió, gracias a su sangre, derramada por todos. Ese es su gran triunfo, cantado con alegría por él mismo después de la resurrección:

Anda a decirles a mis hermanos

que subo donde mi Padre, que es el Padre de ustedes;

donde mi Dios, que es el Dios de ustedes.

(Jn 20,17)

Esta despedida de Jesús antes de subir al cielo en cuerpo humano glorificado está dirigida a cada uno de los seres humanos, como una invitación a que hagamos realidad lo que él ya nos conquistó como un derecho.

 

17.   HOMBRES NUEVOS

Comportarnos como hijos de Dios

La dignidad de hijos de Dios nos obliga a vivir como verdaderos hijos suyos. Exige un profundo cambio interior y comunitario, de manera que seamos dignos de nuestro Padre común. Su bondad para con nosotros pide que cambiemos de conducta (Rom 2,4).

Para ello es necesario “nacer de nuevo”, como dijo Jesús (Jn 3,3-5). Pasar de las tinieblas a la luz, de la muerte a la Vida, del egoísmo a la entrega desinteresada. Cristo es el único que puede renovarnos por dentro, de tal manera que lleguemos realmente a ser “hombres nuevos”. Pablo explica concretamente en qué consiste esta transformación:

Ustedes saben que tienen que dejar

su manera anterior de vivir, el “hombre viejo”,

cuyos deseos falsos llevan a la propia destrucción.

Han de renovarse en lo más profundo de su mente,

por la acción del Espíritu,

para revestirse del hombre nuevo,

creado a imagen de Dios, en justicia y santidad verdaderas.

Por eso, no más mentiras...

Enójense, pero sin pecar...

Que el que robaba, ya no robe,

sino que se fatigue trabajando con sus manos...

No salga de sus bocas ni una mala palabra...

Arranquen de raíz ente ustedes los disgustos,

los arrebatos, el enojo, los gritos, las ofensas

y toda clase de maldad.

(Ef 4,22-31)

Que entre ustedes ni se nombre nada

referente a la inmoralidad sexual

o a cualquier forma de codicia.

(Ef 5,3)

En otro tiempo ustedes eran tinieblas,

pero en el presente son luz en el Señor.

Pórtense como hijos de la luz:

los frutos que produce la luz son la bondad, la justicia,

y la verdad bajo todas sus formas.

(Ef 5,7-9)

Es todo un programa de conversión apoyado no en las propias fuer­zas humanas, sino en ese “estar en Cristo”, sintiéndose hijos del Padre común de todos.

En realidad el que está en Cristo es una criatura nueva.

Para él todo lo antiguo ha pasado; todo se le hizo nuevo.

Todo lo ve ahora como obra de Dios,

que se reconcilió con nosotros en la persona de Cristo.

(2 Cor 5,17-18)

El que se siente hijo de Dios no puede seguir viviendo como si no fuera consciente de esa dignidad suya. El amor de hijo tiende a imitar y a hacerse semejante al Padre (1 Pe 1,14-15).

Un corazón nuevo

Esta posibilidad de convertirnos en hombres nuevos, ofrecida por Cristo, es la Gran Esperanza, anunciada desde antiguo por los profetas (véase “Dios es bueno”, VI, 2). Es la Nueva Alianza, un nuevo pacto de amistad con los hombres, muy superior al que realizó Dios con su Pueblo en el Antiguo Testamento, pues Cristo no da leyes, como Moisés, sino un corazón nuevo, capaz de vivir el amor.

Ahora Jesús fue designado para un culto superior,

lo mismo que fue Mediador de una Alianza mejor

y que promete mejores beneficios...

Como dice la Escritura...

Esta es la Alianza que yo voy a pactar con la raza de Israel

en los tiempos que han de venir:

Pondré mis leyes en su mente y las grabaré en su corazón.

Y yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo.

(Heb 8,6-10)

La gran novedad de Cristo es que él no es un legislador, sino una Vida, una Fuerza, para vivir la ley del amor. Él no manda como lo puede hacer cualquier hombre; él “da el querer y el actuar” (Flp 2,13). Jesús es la energía para poder cambiar el mundo. Él dio el Mandamiento Nuevo del Amor; pero, lo que es más importante, comu­nica su propio Amor, para poder cumplirlo. Da “las primicias del Espíritu, las cuales capacitan para cumplir la ley nueva del amor” (Concilio. Iglesia en el mundo actual, 22).

El Espíritu Santo vive en nosotros

El hombre nuevo, que vive de la fe en Cristo, es un templo vivo de Dios:

El templo de Dios es santo, y ese templo son ustedes...

El Espíritu de Dios habita en ustedes.

(1 Cor 3,17.16)

¿No saben que su cuerpo es templo del Espíritu Santo,

que habita en nosotros

y que lo hemos recibido de Dios?

Ustedes ya no se pertenecen a sí mismos,

sino que han sido comprados a un gran precio.

Entonces, que sus cuerpos vivan para dar gloria a Dios.

(1 Cor 6,19-20)

El Espíritu Santo habita en todos los que tienen fe en Cristo, para que puedan ser hombres nuevos, capaces de construir un mundo me­jor, donde sea posible la verdad, la justicia y el amor, no sólo indivi­dualmente, sino también como sociedad. Hombres que sean capaces de construir la historia según la voluntad del Padre universal de todo ser humano. Hombres que sepan dominar la creación y transformarla para el servicio de todos. Hombres, en fin, que se parezcan cada vez más a Cristo Jesús, nuestro hermano, por quien hemos sido salvados al precio de su sangre.

Como dicen los obispos latinoamericanos en los documentos de Medellín: “No tendremos un continente nuevo sin nuevas y renovadas estructuras; pero sobre todo, no habrá continente nuevo sin hombres nuevos, que a la luz del Evangelio sepan ser verdaderamente libres y responsables” (Justicia, 3).

 

 

 

18.  “DESTINADOS A REPRODUCIR

            LA IMAGEN DE CRISTO”

Nos vamos transformando en imagen suya

El hombre pecador no puede volver a ser “imagen de Dios”, si de nuevo no vuelve a nacer “a imagen de Cristo”, que, como ya vimos, es la imagen visible de Dios en la tierra y el único camino para llegar a él.

La humanidad caída en las redes del pecado había roto el primer plan de Dios. Ahora Cristo, por una “nueva creación” (2 Cor 5,17), viene a restituir a los hombres la grandeza de esa imagen divina que el pe­cado había estropeado (Rom 5,12-21; 1 Pe 1,4). Y la dignidad que trae Cristo es mucho más grande que la que tuvieron Adán y Eva. Como hemos visto, Cristo nos hace hombres nuevos, y esa novedad consiste en que nos hace a imagen de él mismo. Parecidos a él, hermanos suyos, herederos con él de su gloria. Ésta fue siempre la voluntad del Padre Dios.

A los que de antemano conoció,

Dios quiso que llegaran a ser como su Hijo y semejantes a él,

a fin de que él sea primogénito en medio de numerosos hermanos.

(Rom 8,29)

Esta transformación en Cristo es un proceso lento, doloroso, que se va realizando poco a poco, según dejamos desarrollar la acción del Espíritu en nosotros:

Nos vamos transformando en imagen suya,

más y más resplandeciente,

por la acción del Señor que es Espíritu.

(2 Cor 3,18)

Ustedes se despojaron del hombre viejo y de su manera de vivir,

para revestirse del hombre nuevo,

que se va siempre renovando

y progresa hacia el conocimiento verdadero,

conforme a la imagen de Dios, su Creador.

(Col 3,9-10)

En esta vida vamos pareciéndonos cada vez más a Cristo, en la me­dida en que nos abrimos más y más a Dios y a los otros. En la medida en que nos vaciamos de nosotros mismos, de nuestro egoísmo, y le de­jamos lugar a Cristo para que él viva y se entregue a los demás en noso­tros. Es muy necesario actualizar y probar esta fe de que “Cristo Jesús está en nosotros” (2 Cor 13,5), como lo estaba en Pablo. Dice él:

Estoy crucificado con Cristo,

y ahora no soy yo el que vive,

sino que es Cristo el que vive en mí.

(Gál 2,19-20)

Sinceramente, para mí, Cristo es mi vida.

(Flp 1,21)

La Vida de Cristo va penetrando más y más en el cristianismo hasta que después de la muerte, en la resurrección, lleguemos a la perfección de nuestra semejanza con Cristo, como veremos en el último capítulo (núms. 25 al 27).

Presencia de Jesús en el prójimo

Este reproducir la imagen de Cristo no es sólo en el plan personal, de una manera aislada. Cristo no solamente está en mí, sino también en los otros. No sólo en los individuos, sino también en el pueblo como tal, en la sociedad. No sólo en el pasado o en el presente, sino en todo el proceso histórico de la humanidad. Justamente en la medida en que re­conozcamos la presencia de Cristo en los demás, crece su presencia también en nosotros. Nos transformamos en Cristo en la medida en que servimos a Cristo, presente en los hermanos. Es muy importante avivar esta fe de que en toda persona humana está representado Jesús; es la imagen actual, viva y palpable del mismo Cristo. Sus palabras son muy claras:

Les aseguro que todo lo que hagan

con alguno de estos mis hermanos más pequeños

a mí en persona me lo hacen.

(Mt 25,40)

Dios se hizo persona humana hace casi dos mil años. Pero el hecho de la encarnación del Hijo de Dios no terminó entonces. Jesús se sigue encarnando hoy, de manera distinta, pero real, en cada uno de los hombres, especialmente en los más necesitados. Según él mismo en­señó, donde hay una persona con hambre allá está él. Una familia sin casa, es la familia de Jesús sin casa. Si una persona desamparada pasa frío por falta de ropa, en ella está Jesús pasando frío también. Cuando un joven tiene que marcharse al extranjero en busca de trabajo porque en su país no lo hay, es el mismo Jesús el que de nuevo parte hacia lo desconocido con el corazón destrozado. En esa multitud de presos sin juicio que colman tantos calabozos, Jesús sufre la angustia de la inse­guridad. Lo que hagamos a favor de uno de estos hermanos, se lo ha­cemos al mismo Cristo en persona (Mt 25,35-40). Y cualquier falta de atención a un necesitado, es una falta contra Cristo, de la que seremos juzgados severamente.

Siempre que dejen de hacer alguna cosa a estas personas,

a mí mismo me la dejan de hacer.

(Mt 25,45)

Cualquier pecado contra un hermano, es un pecado contra Cristo:

Cuando ustedes pecan contra sus hermanos,

hiriendo su conciencia poco instruida,

pecan contra el mismo Cristo.

(1 Cor 8,12)

En cambio, las atenciones, el trabajo y el cariño que los padres, por ejemplo, dedican a sus hijos o una maestra a sus alumnos, los recibe Jesús, que vive y está presente en ellos:

El que recibe en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe.

(Mt 18,5)

El que persigue a los seguidores de Cristo, persiguen al mismo Cristo (Hch 9,5). Y el que recibe y escucha a los apóstoles de Cristo, re­cibe al mismo Cristo:

El que recibe al que yo envío, a mí me recibe;

y el que me recibe a mí, recibe al que me envió.

(Jn 13,20)

El que les escucha a ustedes, a mí me escucha;

el que los rechaza, a mí me rechaza.

(Lc 10,16)

La fe en esta presencia real de Jesús en cada uno de los hombres, debiera cambiar toda nuestra vida. Para seguir a Cristo no hay que ha­cer cosas raras, ni marcharse lejos. Nos encontramos con él cada día. Nos sentamos a su mesa. Es nuestro compañero de trabajo en el campo, en la construcción, en la oficina, en la fábrica. Nos rozamos con él en el ómnibus y en la calle. Nuestros hijos son Cristo. Nuestros pa­rientes representan a Cristo. Nuestros enemigos son también Cristo, en el aspecto bueno que tienen. El comportamiento con todos ellos es el termómetro que marca nuestro grado de amor a él.

Creemos quizás sin dificultad que Jesús está presente en el sagrario. No nos cuesta demasiado trabajo creer que la Biblia es Palabra de Dios. Pero es muy difícil creer que en un vecino está presente Jesús y que cualquier favor que le hagamos es como si se lo hiciéramos a él. Sin embargo, para encontrar al Cristo verdadero es necesario tener fe en su presencia en la Eucaristía, en la Biblia y en el prójimo. En los tres a la vez. Mucha gente no llega nunca a tener un contacto personal con Cristo, porque le falta fe en su presencia en las personas. El que tiene fe en la Eucaristía y en la Biblia, pero no tiene fe en sus hermanos, es un hipócrita, que se aprovecha de la religión para encubrir su egoísmo.

 

 

Presencia de Jesús en la historia

La presencia de Cristo en los hombres no es solamente de una ma­nera aislada, de uno en uno, sino también, y de forma especial, en todo lo que sea unión y organización.

Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre

yo estoy ahí en medio de ellos.

(Mt 18,20)

El nombre o la misión de Jesús es la liberación. Él está presente en todo grupo y organización y en el proceso histórico de la Humanidad, en la medida en que marchan hacia la Justicia, la Verdad, la Libertad y el Amor, que no son otra cosa que Cristo mismo. La historia va a hacia él. “Cristo está activamente presente en la historia” (Medellín. Introducción). Es el motor que mueve a la humanidad hacia su plena realización. “En el Señor y Maestro se encuentra la clave, el centro y el fin de toda la historia humana” (Concilio Vat. II, Iglesia en el mundo ac­tual, 10).

En este clamor de liberación que, como un relámpago poderoso, re­corre todo el mundo, está actuando el Espíritu de Cristo. Jesús está siempre activo en todo lugar donde se lucha por una liberación integral. Donde se anuncia la Gran Esperanza al pueblo, donde se obra la justi­cia, allí está él trabajando. Cuando los ciegos ven y los paralíticos anda, cuando el pueblo se concientiza y se pone en marcha, en su luz y su fuerza está presente Jesús (Lc 4,18-21).

Quien obra la justicia ése ha nacido de Dios.

(1 Jn 2,29)

Está dentro de la acción salvadora de Dios todo el que, impulsado por un verdadero amor hacia sus hermanos, lucha por la construcción de un mundo justo. Pero “el que no ama, permanece en la muerte” (1 Jn 3,14); no pasa por él la fuerza vivificadora de Cristo, Señor de la Historia.

Todo el que se expone y da su vida por un mundo más justo tiene algo de Cristo dentro. Aunque él no lo sepa. En todos los esfuerzos que hacen obreros y técnicos en su trabajo diario por resolver el problema del hambre, la miseria o la ignorancia, es Jesús el que trabaja en ellos. Cristo está presente en todo lo que sea el paso de condiciones de vida menos humanas a condiciones de vida más humanas. Está presente, sobre todo, en el paso a la fe y a la unidad en la caridad, que nos hacen participar en la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres.

Dice el Concilio: “El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civi­lización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones... Vivificados y reunidos en su Espíritu, cami­namos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con el amoroso designio del Padre: “Restaurar en Cristo todo lo que hay en el cielo y en la tierra” (Ef 1,10)” (Iglesia en el mundo actual, 45).

Cristo es el fundamento de todo lo que la humanidad es y de todo lo que la humanidad aspira a realizar. Toda la Historia está marcada por su sello. La fuerza de su Vida sigue estando presente en nuestros días. La palpamos en nosotros mismos al sentir la llamada a la superación permanente y en la sociedad en el deseo colectivo de realizar la justicia plena.

Por eso, para el cristiano, creer no es referirse al pasado, sino acep­tar el Amor de Cristo como presente y actual, llamándonos a crecer per­sonal y socialmente. Cristo, pues, continúa entre nosotros y sigue ac­tuando como Señor de la Historia, llevando a su plenitud la obra que había comenzado. Así, la humanidad entera se va organizando a la ma­nera de un gran cuerpo, cuya cabeza es Cristo y cuyos miembros esta­remos cada vez más al servicio lo unos de los otros. (Ef 4,15-16; Rom 12,4-5; 1 Cor 12,14-30).

La meta es que todos juntos nos encontremos unidos en la misma fe

y en el mismo conocimiento del Hijo de Dios,

y con eso se logrará el Hombre Perfecto, que,

en la madurez de su desarrollo, es la plenitud de Cristo.

(Ef 4,13)

Volveremos sobre este tema más adelante, al hablar de la unidad en Cristo (núm. 22).

 

19.  LA LIBERTAD DE LOS HIJOS DE DIOS

Hijos de Dios, hombres nuevos, destinados a reproducir la imagen de Jesucristo... Esta dignidad tan grande no puede ser propia de escla­vos. Los hijos de Dios, hermanos de Cristo, tienen que ser hombres li­bres. Para eso envió el Padre a su Hijo al mundo. Cristo es el Salvador, el Liberador, anunciado con gozo a los pobres el día de su nacimiento:

No teman, pues vengo a anunciarles una Buena Nueva,

que será motivo de mucha alegría para todo el pueblo:

Hoy ha nacido para ustedes... el Salvador, que es Cristo Jesús.

(Lc 2,10-11)

La sangre que él derramó pagó nuestra liberación (Ef 1,7):

Cristo Jesús, verdadero hombre,

entregó su vida para ganar la libertad de todos.

(1 Tim 2,5-6)

Libres para servir al prójimo

¿De qué clase de libertad se trata? ¿De qué nos liberó Cristo? ¿Para qué nos liberó?

Pedro dice a los primeros cristianos que fueron “liberados de la vida inútil que llevaban antes” (1 Pe 1,18). Esto quiere decir que Cristo liberó a su pueblo “de las fuerzas del pecado” (Tit 2,14). Así lo anunció el án­gel Gabriel a la Virgen María:

Él liberará a su pueblo de sus pecados.

(Mt 1,21)

Y así lo predicó San Pablo:

La Ley del Espíritu de Vida

nos ha liberado en Cristo Jesús de la ley del pecado y la muerte.

(Rom 8,2)

El pecado es la raíz de todos los males. Nos hace esclavos del egoísmo y el orgullo, de los que nacen toda clase de abusos, suciedades e injusticias; y todas las estructuras opresoras. Cristo vino a matar la semilla de toda injusticia personal y estructural: el pecado.

El que comete pecado es esclavo del pecado.

(Jn 3,34)

El que es esclavo de la ambición, del afán de mando o de riquezas, del deseo de subir a base de pisotear a los demás, jamás podrá com­prometerse con eficacia en la construcción de un mundo justo, aunque esté lleno de medallas honoríficas y de títulos. Con orgullo o con odio en el corazón no se puede construir nada bueno. Quienes luchan empuja­dos por el odio, no podrán construir un mundo mejor, pues el mundo que esperamos será de amor, y el que no lo tiene no puede darlo. Pedro critica fuertemente a ciertos líderes, que lo prometen todo, pero ellos personalmente son unos corrompidos:

Prometen libertad,

cuando ellos mismos son esclavos de la corrupción;

pues uno es esclavo de lo que le domina.

(2 Pe 2,19)

Sólo los que viven en estado de justicia serán capaces de construir un mundo justo. Y para vivir la justicia y el amor no hay otro camino que Cristo. Él es el único que “libera de la condenación que está por ve­nir” (1 Tes 1,10). El único que abre en el horizonte una esperanza de auténtica liberación.

Cristo nos liberó para que fuéramos libres.

Por eso, manténganse firmes

y no se sometan de nuevo al yugo de la esclavitud.

(Gál 5,1)

Lo sabemos:

con Cristo fue crucificado algo en nosotros, que es el hombre viejo,

para destruir lo que de nuestro cuerpo estaba esclavizado al pecado,

para que ya no sigamos esclavos del pecado...

También ustedes considérense como muertos para el pecado

y vivan para Dios en Cristo Jesús...

Con eso, libres ya del pecado, se hicieron esclavos de la justicia.

(Rom 6,6.11.18)

Morir a la esclavitud del egoísmo para hacerse esclavo de la justicia. Es todo un ideal de vida cristiana. Liberarse en Cristo de todas esas ataduras interiores -miedo, complejos, orgullo,  consumismo, afán de poder- que atan e impiden una verdadera entrega de servicio al prójimo. Liberarse de todo lo que traba la unidad verdadera en el mundo. Liberación de todo lo que impide servirnos unos a otros por amor. Esta libertad que viene de Cristo es muy distinta a la libertad burguesa, en la que se busca hacer cada uno su capricho, aunque sea a expensas de los demás.

Ustedes, hermanos, fueron llamados para gozar la libertad.

Pero cuidado con tomar la libertad

por pretexto para obedecer a los caprichos;

más bien háganse esclavos unos de otros por amor.

(Gál 5,13)

Compórtense como hombres libres,

aunque no a la manera de los que hablan de libertad

para justificar su maldad:

Ustedes son servidores de Dios.

Respeten entonces a todos y amen a sus hermanos.

(1 Pe 2,16-17)

Los primeros cristianos sabían defender a ultranza esta libertad in­terior que Cristo les había conquistado (Gál 2,4-5). Consideran que todo les está permitido, pero con tal de no dejarse dominar por ninguna cosa (1 Cor 6,12). Libertad no para que nadie busque su propio interés egoísta, sino el bien del prójimo (1 Cor 10,23-24). En el Reino de Cristo nadie tiene libertad para explotar a su hermano, pues nadie vive “para sí mismo, sino para Cristo” (2 Cor 5,15), presente en los hermanos. Es una libertad interior ante la opresión de la ley, pero siempre con la deli­cadeza de no escandalizar a los débiles de conciencia, pues el amor fra­terno es siempre lo primero (1 Cor 8,9). Libertad para servir a los de­más, pero no para dejarse dominar por nadie (1 Cor 7,23). La ley su­prema siempre es el amor. Sólo así, con esta libertad interior, se puede de veras “servir a Dios en la Vida Nueva del Espíritu” (Rom 7,6; Lc 1,75).

Libres de toda opresión

Esta liberación no puede quedar solamente en el plano de la con­ciencia. Si es verdadera, tiene que manifestarse hacia afuera, realizán­dose también en una liberación material. Cristo “vino a liberar a todos los hombres de todas las esclavitudes a que los tiene sujetos el pecado, la ignorancia, el hambre, la miseria y la opresión, en una palabra, la injusticia y el odio, que tienen su origen en el egoísmo humano” (Medellín. Justicia, 3). El mismo Jesús dijo públicamente que había venido al mundo:

a anunciar a los cautivos su libertad,

a devolver la luz a los ciegos

y a despedir libres a los oprimidos.

(Lc 4,18)

Jesús no se limitó a predicar una liberación personal. Él se enfrentó con las estructuras opresoras de su tiempo, representadas por el go­bierno de los escribas y fariseos, pues ellos eran los que menosprecia­ban y explotaban sistemáticamente al pueblo. A estos hipócritas, los desenmascaró y atacó con dureza, buscando lo que hoy llamaríamos un cambio de estructuras. Pero esto no quiere decir que él haya señalado un camino político concreto para conseguir la liberación de los oprimi­dos. Eso depende de la época y las circunstancias de cada caso.

Jesús ofrece la liberación del egoísmo, que es la raíz de la opresión. Sólo el amor es revolucionario; el egoísmo y el odio son siempre reac­cionarios. Los caminos por los que en cada época y lugar marcha en concreto el proceso de liberación, dependen de la iniciativa de los hom­bres. Como hemos visto ya, Cristo está siempre activo en todo el que lucha por la justicia y la fraternidad universal. Pero no hará milagros desde arriba, mientras esperamos nosotros con los brazos cruzados. El proceso histórico de liberación está en manos de la humanidad entera; Cristo, presente en el corazón de cada hombre, está dispuesto a ayu­darnos siempre, hasta que lleguemos, junto con él, a la liberación total y, por consiguiente, al amor perfecto.

Él les ha preparado esta liberación que se verá al final de los tiempos.

(1 Pe 1,5)

En el último capítulo (núm. 27) veremos que, según el Nuevo Testamento, el cielo no es una esperanza adormecedora de la lucha actual por la justicia, sino la plenitud y el triunfo de ese ideal por el que tantos seres humanos se han comprometido y han luchado a través de la historia, aun hasta el derramamiento de su sangre. Nuestro mundo cada vez será más humano y más libre, pues la historia está fecundada por Cristo; aunque sólo llegará a su perfección más allá de la puerta de la muerte, en el Nuevo Reino, donde no será ya posible ninguna mani­festación de egoísmo.

José Luis Caravias
Cristo, nuestra esperanza
El Amor de Dios según el NT