El Silencio, Camino de Libertad

 

Educar y evangelizar es, básicamente, acompañar procesos de maduración personal. Hacer que cada uno de nosotros alcance la plenitud de sus posibilidades, que alcance, -hablando en sentido cristiano-, la medida del  hombre perfecto que es Cristo. Ambas tareas sólo son posibles si creamos el conveniente caldo de cultivo: el silencio interior. La ausencia de silencio denota vacío interior. Y es, precisamente en ese exceso de palabras inútiles, donde nace tanto aturdimiento, tanta superficialidad, tanta ligereza como padecemos los hombres y mujeres de hoy. Habiendo alcanzado el silencio interior, nuestras palabras alcanzan un sonido nuevo, más armonioso y más bello: saben a autenticidad, a paz, a calma y sosiego, a reflexión y a hondura. Frente a lo que pudiera parecernos, el silencio es alegre, un surtidor de alegría y armonía. No es la alegría prefabricada y postiza de la sociedad de consumo. El silencio brota de la plenitud que vive en nosotros, y esa plenitud es Dios mismo. Empezamos a hablar con las palabras mismas de Dios que habita en nosotros y habla a través nuestro.  El silencio es, pues, condición imprescindible para encontrarnos con Dios y poder así hablar y actuar en su nombre. ¿Puede tener éxito nuestra acción educativa y evangelizadora sin cuidar esta imprescindible dimensión?

 

 

1. Nos han robado el silencio

El ruido nos invade por dentro y por fuera. Es la ‘conquista’ más representativa de nuestra civilización. Los sonidos que se meten por los cinco sentidos, el bullicio, la palabrería, el estrépito, el aturdimiento se han convertido en el hábitat de las nuevas generaciones. Estamos condenados a vivir en un mundo ruidoso. Nos roban el silencio y nos sumerge en ocupaciones y actividades desenfrenadas para que no tengamos tiempo de pensar. Es un truco de esta sociedad consumista, que necesita la prisa  y  el ruido para mantenerse en pie. Si nos diera por pensar, posiblemente renegaríamos de nuestras actuales condiciones de vida y de trabajo. Y es que el silencio nos acerca al sentido de la vida, nos plantea las cuestiones verdaderamente últimas. No estamos vivos para resolver problemas ni para vivir aturdidos, sino para contemplar, saborear y disfrutar el misterio de la vida.

Cuando las palabras ahogan el silencio, a la armonía le sucede el desequilibrio. La situación es muy extraña, pero muy real: el silencio engendra miedo, produce escalofríos, no deja dormir. Muchos, especialmente jóvenes, prefieren la compañía, al menos, del ruido. Y todos tememos el silencio, nos resistimos a él. Porque cuando el silencio toma posesión de nosotros, salen a flote los rincones desconocidos del alma; el silencio deja al descubierto nuestras debilidades. Lo primero que vemos es un desfile de inquietudes, angustias, perplejidades, luchas interiores... Solamente se trata de un primer momento. El silencio es una gran rebelión contra nuestro propio desorden. Si permanecemos en silencio no tardarán en aparecer nuevas luces, caminos nuevos, en una palabra, un estilo de vida distinto. Seremos nosotros mismos, no marionetas en manos de quien pretende manejarnos. Podremos encontrar nuestra propia verdad, la que duerme en nuestro corazón. No tenemos por qué asustarnos. El silencio es respirar libremente.


 

 

2. Crear silencio

 Es necesario pararse de vez en cuando para crear silencio. El silencio no es vacío, ni es ausencia, ni es olvido. En el silencio nacen, crecen, lloran y mueren muchas esperanzas. «La abeja zumba ruidosamente alrededor de la flor en busca de la miel y, cuando ha entrado dentro de la flor, bebe silenciosamente. En tanto un hombre discute y arguye, es que no ha alcanzado aún el conocimiento divino; en cuanto gusta sus dulzuras, se calla, igual que la abeja»(Ramakishna). Es más insoportable el hastío del ruido que la inquietud del silencio. La ausencia de silencio denota vacío interior. Al hombre de hoy,  «juntamente con el silencio, le han robado también las palabras para hablar del silencio» (M. Baldini). Cuando se pierde el silencio, se pierde la capacidad para sentir la belleza, la capacidad de asombrarse, de abrirse a lo maravilloso.

Es preciso mantener la capacidad de reflexión en momentos de crisis. La sociedad de consumo nos condena a un activismo enloquecedor. Pero el tiempo nos arrastra sin que seamos dueños de él y, al mismo tiempo, somos bombardeados sin interrupción por tal cantidad de información, que nos sentimos aturdidos. Sólo hallaremos  la felicidad cuando encontremos momentos de reflexión, cuando penetremos en nuestro interior y seamos capaces descubrir qué es  lo que de verdad nos interesa. No podemos aplazar perpetuamente el sentirnos felices caminando de frustración en frustración. No hay mejor circunstancia para vivir feliz que el momento presente. Los desafíos y proyectos que llenan nuestra vida, no son obstáculos para nuestra felicidad. El silencio nos enseña que la felicidad no es un destino, sino un camino.

 

3. Fuera la palabra vacía y superficial

 El silencio no es desamor o desprecio a la palabra, sino rechazo de la palabra vacía, impersonal, superficial y mecánica. Cuando sobran las palabras, protestamos públicamente con un minuto de silencio. Sólo aprecia la luz quien ha vivido en la oscuridad; sólo valora la palabra quien ha gustado el silencio. Gandhi decía que «l hombre empobrece las cosas mucho más con las palabras que con el silencio». Quien no ha gustado los silencios iluminados, jamás proferirá palabras luminosas. El silencio es el hogar de la palabra. Silencio y palabra se reclaman como fecundo e insustituible contrapunto. «Nuestra civilización -ha escrito el famoso dramaturgo Eugène Ionesco- es una civilización de palabras, es una civilización alterada. Las palabras crean confusión. Las palabras no son la palabra». «Calla mucho -aconseja Lanza del Vasto-  para tener algo que decir que merezca la pena ser escuchado».

 

Los Padres del desierto practicaban el silencio y lo aconsejaban vivamente: «A menudo me he arrepentido de haber hablado, dijo una vez el abad Macario, nunca de haber guardado silencio». «Un día el arzobispo Teófilo acudió al desierto a visitar al abad Pambo, pero éste no le dirigió la palabra. Cuando los hermanos dijeron a Pambo: 'Padre, diga algo al arzobispo para que se edifique', él replicó: 'Si no se edifica con mi silencio, tampoco lo hará con mis palabras»[1].

 

4. El silencio protege el fuego interior

 Enseña Diadoco de Fótice: «Cuando la puerta de la sauna se deja continuamente abierta, se escapa a través de ella el calor del interior; de la misma forma, el alma en su deseo de decir muchas cosas, deja que se disipe el recuerdo de Dios por la puerta del discurso, incluso cuando todo lo que se dice es bueno. El intelecto, falto de ideas apropiadas y sin el Espíritu que guarde su entendimiento de la fantasía, derrama sobre el primero que encuentra un mar de ideas confusas. Las ideas valiosas, extrañas a la confusión y a la fantasía, rehuyen la verbosidad. El silencio oportuno es,  pues,  precioso ya que es nada menos que la madre de los pensamientos más sabios»[2].

Me gustaría hablar con un hombre que haya olvidado las palabras. Este es el deseo del filósofo taoista Chunag Tzu,  quien escribe: «El fin de una trampa para coger peces es coger peces y cuando éstos se cogen, la trampa se olvida. El fin de una trampa para ratones es atrapar ratones y, cuando esto se consigue, la trampa se olvida. El fin de las palabras es servir de vehículo a las ideas. Cuando las ideas son aprehendidas, se olvidan las palabras. ¿Dónde encontrar un hombre que haya olvidado las palabras? Con este hombre es con quien yo quisiera hablar»[3].

 

5. El silencio enseña a hablar

 La palabra verdaderamente regeneradora, nace del silencio. Porque el verdadero silencio no procede de la turbación, de la vergüenza o de la culpa, sino que denota paz y plenitud. Las palabras tienen poder para crear comunión y vida nueva, cuando encarnan el silencio del que brotan. Las palabras que usamos para defendernos o para ofender a otros, no brotan normalmente del silencio. Hemos de advertir, sin embargo, que el silencio impuesto crea hostilidad y resentimiento. El silencio es ante todo una palabra del corazón que hace crecer la caridad. «Puede parecer -decía el abad Poemen- que un hombre guarda silencio, pero si en su corazón condena a otros,  está charlando sin parar. Por el contrario, puede haber otro que,  teniendo que hablar de la mañana a la noche,  está en verdad en silencio»[4].

           

            6. Para oír otras voces

 La naturaleza nos ha dado dos orejas y una sola lengua, a fin de que escuchemos más y hablemos menos», enseñaba Zenón de Elea. Pero si oímos siempre las mismas voces, terminan por aburrirnos. Necesitamos silencio exterior y, sobre todo interior, para tomar distancia de las cosas, de los acontecimientos, de las personas. Es necesaria una cierta distancia para situarnos ante la realidad, sin implicarnos ni desentendernos excesivamente. La labor de la filosofía, que es lenguaje, consiste en reencontrar el silencio, dice Merleau Ponty[5]. Y Martín Heidegger nos recuerda que la resonancia de toda palabra auténtica sólo puede brotar del silencio[6]. El silencio nos permite oír voces distintas de las habituales. Voces ajenas, orales o escritas. Voces que nos llegan al corazón y nos incitan a reflexionar.  La voz de los desheredados de la tierra y, sobre todo, la voz de Dios. El silencio predispone a la escucha. El silencio otorga espesor de significado a la palabra. «Quien no sabe callar –dice Romano Guardini- hace de su vida lo que haría uno que pretendiese sólo espirar  y no inspirar».

 

7. El silencio es alegre

El silencio no es aburrido. Puede ser toda una forma de vida . Algunos hombres y mujeres se sienten irresistiblemente atraídos por el silencio. Son todos aquellos que se entregan a la contemplación. No es nada nuevo. A lo largo de los siglos, como explica Thomas Merton en Vida contemplativa cisterciense, la llamada a abandonar la sociedad y a vivir en un desierto físico o espiritual se ha expresado en las formas más variadas. Cuando nació el monacato, había algunos monjes que vivían en el desierto sin morada fija. Otros vivían completamente solos, como ermitaños. Con el tiempo, descubrieron que se necesitaba cierta forma de vida social e institucional para dar estabilidad y orden. De esta forma se afianzó la vida común también entre los monjes, pero ubicada en el desierto, o por lo menos alejada de la ciudad, para poder preservar un ambiente de oración por medio del silencio con el exterior y entre ellos mismos.

La forma de vida, las costumbres, las razones de la existencia de los monjes tan sólo son un escándalo para los que las ignoran. Los contemplativos son la alternativa radical  a lo que se supone  debería ser la vida, tal como la plantea la minoría dominante.

Los contemplativos poseen el instrumento más antiguo que conoce el hombre para acercarse al sentido de su existencia. El silencio, aquella ausencia de sonidos que deja oír otro tipo de voces, es igual para todos. Todos somos iguales ante el silencio; a nuestros ‘ídolos’ sólo hay que imaginárselos en plena soledad. De nada sirven las caretas, las actuaciones, los papeles ensayados delante del espejo. El alma se queda en cueros, no queda lugar para lo que no es nuestro. Blas Pascal decía: «Toda la desgracia del hombre proviene de que no aguanta estar solo en una habitación». El silencio, de algún modo, nos empequeñece. O mejor, nos enfrenta con la realidad de nuestra pequeñez, porque el silencio desnuda lo superficial y mantiene lo esencial.

¿ Es triste el silencio? «Dicen las gentes, comenta un joven trapense como el Hermano Rafael, que el silencio en el monasterio es triste, y difícil de llevar en la Regla. No hay cosa más equivocada que esa opinión... El silencio en la Trapa es la más alegre algarabía que los hombres puedan sospechar... ¡Ay! si Dios nos diese facultad para ver en los corazones, entonces veríamos que del alma de ese trapense de mísero aspecto exterior y que vive en silencio, brota a raudales y constantemente un glorioso canto de júbilo, lleno de amor y de alegría a su Criador, a su Dios, al Padre amoroso que le cuida y le consuela... El silencio del monasterio no es triste; al contrario, se puede decir que no hay cosa más alegre que el silencio de un trapense» [7]

El silencio brota de la plenitud  que habita en nosotros. Recomienda Isaac el Sirio: «Esforcémonos primero por callar. De ahí nacerá en nosotros lo que nos conducirá al silencio. Que Dios te dé entonces sentir lo que nace del silencio. Si obras así, no sabría yo expresarte la luz que se alzará en ti [...] De la ascesis del silencio brota en el corazón un placer que fuerza al cuerpo a permanecer pacientemente en la hesiquia. Y nos vienen las lágrimas abundantes, primero en la pena, después en el arrobamiento, el corazón siente entonces lo que discierne en el fondo de la contemplación»[8].  

 

           8. Dios habla en el silencio

 El silencio nos conduce verdaderamente al encuentro con Dios y con nosotros mismos. En él nos damos cuenta de nuestra naturaleza herida, de nuestra pobreza, de la necesidad que tenemos de Dios.  El silencio es una de las condiciones para que resuene la voz de Dios, para 'sentir y gustar las cosas internamente', por 'de dentro', como gustaba decir Quevedo. Sólo desde el fondo del silencio puede emerger una palabra profunda, sólo desde él se puede leer dialogando con el autor o escribir -siempre una Pascua de silencio[9]-  sin traicionar la experiencia. La página en blanco -dice el poeta argentino Roberto Juaroz- es un oído que aguarda; por eso, toda obra literaria o de pensamiento filosófico o teológico descansa sobre un lecho de silencio. Incluso pudiéramos decir que son monumentos de silencio. Sólo quien sabe guardar silencio, callarse, sabe esencialmente hablar y actuar (Kierkegaard). Cuánto silencio se necesita para ver todo lo que hay en un cuadro[10]. Como ha mostrado J. L. Chrétiene en El arca y la palabra, el silencio es posibilidad de escucha, posibilidad de respuesta, lugar de encuentro y presencia mutua, de recuperarse para la ofrenda, pero también exceso, éxtasis, silencio místico, su posibilidad más alta, donde la palabra recibe -en la sorpresa y la pasividad- el don de un silencio más elevado. Los poetas han sido maestros consumados del silencio. Claude Vigée oye verdear  un avellano («J’ écoute / un jeune noisetier/ verdir»), y Patocchi oye rezar a lo lejos las fuentes de la tierra. La poetisa de lengua portuguesa Sophia de Mello, tiene un verso que contagia ondas de silencio:  

«Como el rumor del mar dentro de un concha
lo divino susurra en el universo
Algo emerge: primordial proyecto»[11]

            El hombre esconde dentro de sí un pozo profundo en el que puede hallar el agua de la vida. Hay que desenterrarlo, excavarlo, hacerlo emerger de las profundidades. Es la intimidad del corazón lugar sellado donde puedes encontrar a Dios y vivir en comunión con Él. No des rodeos para encontrarte con Dios que habita tu corazón. En el silencio pronuncia el Padre su Única Palabra: su Verbo de Luz. Calla. Fuérzate al silencio. Olvida tus proyectos para descubrir el plan de Dios sobre ti. Con el inmenso ruido que llevas dentro, nunca oirás la suave brisa en la que Dios se manifiesta. Calla. Aprende a reunir todas tus fuerzas para caminar silenciosamente al encuentro de quien te ama. Entrégale a tu Dios todos tus ruidos; reposa en Él. «Venid a mí los que estáis cansados y agobiados que yo os aliviaré», dice el Señor. ¿Estás enfurecido porque te han humillado y han pisado tus derechos? Guarda silencio y desahógate con Dios. Encontrarás la paz del corazón. Y sólo después hallarás las palabras adecuadas para decir la verdad sin causar heridas. Escucha los latidos del corazón de Dios en un encuentro de dos silencios que se buscan. Desciende, baja hasta tu propio corazón. A Dios, no lo olvides, sólo se llega descendiendo. Y no temas alejarte de los hombres, tus hermanos, porque es en Dios donde de verdad  los encontrarás. En este lugar sagrado podrás vivir la experiencia de lo que realmente es vivir, morir, y resucitar. 

            San Ignacio de Antioquía dice que el cristiano tiene que ser reconocido por lo que hace y por lo que calla: «Es mejor callar y ser que hablar y no ser. Bien está el enseñar, a condición de que, quien enseña, haga. Ahora bien, un Maestro hay que dijo y fue. Mas también lo que callando hizo son cosas dignas de su Padre. El que de verdad posee la Palabra de Jesús, puede también escuchar su silencio, a fin de ser perfecto. De esta manera, según lo que habla, obra; y por lo que calla, es conocido»[12].  

            En Apología del trapense, el Hermano Rafael explica:  «Mucha gente me pregunta acerca del silencio de la Trapa y yo no sé qué contestar, pues el silencio de la Trapa no es silencio, es un concierto sublime que el mundo no comprende. Es ese silencio que dice: No metas ruido, hermano, que estoy hablando con Dios. Es el silencio del cuerpo para dejarle al alma gozar de la contemplación de Dios. No es el silencio del que no tiene nada que decir, sino el silencio del que teniendo muchas cosas dentro, y muy hermosas, se calla, para que sus palabras, que siempre son torpes, no adulteren el diálogo con Dios.

Es el silencio que nos hace humildes, que nos hace sufridos, que al tener una pena nos la hace contar solamente a Jesús, para que El también, en silencio, nos la cure, sin que los demás se enteren... El silencio es necesario para la oración»[13].

           

            9. El silencio ante lo inefable

            En determinados momentos es necesario callar sobre lo que no se puede expresar con palabras, sobre lo inefable. Nos lo acaba de recordar aquel joven que iba para arquitecto y se quedó en trapense, el beato Rafael. Ante el  Misterio, nuestro saber no pasa de la aproximación y nuestro discurso es puro balbuceo. «Cuando el espíritu calla de tanto como tiene que manifestar, no vale ningún idioma», afirma J. Guillén en su estudio sobre S. Juan de la Cruz[14].  

            Si el hombre busca y trata de expresar con palabras el misterio que le envuelve y le desborda, llegará un momento en que tendrá que dar un salto cualitativo y convertirse en el hombre capaz de callar y adorar. El silencio de la adoración no es mutismo robador de la palabra debida y esperada, sino cabal expresión de la incapacidad para decir y decirse; es desbordamiento en el que el hombre calla de tanto como tiene que expresar. Para el místico como para el amante, las palabras no son ni domésticas ni domesticables, sino que permanecen en su estado originario y hablar puede resultar la suma impertinencia. Esto no significa sacrificio o aniquilación cruenta, sino una especie de ofertorio, cuando se ha comprendido que la palabra no lo es todo. Si los místicos hablan o escriben de Dios no es tanto para darle a conocer cuanto para que podamos unirnos con El. Quieren suscitar la experiencia de Dios en nuestros corazones, pretenden despertar la atracción hacia el Misterio que nos habita. Ver en el  interior no significa imaginar subjetivamente. Lo verdaderamente importante es invisible para los ojos;  sólo se ve bien con el corazón, como dijo Antoine de Saint-Exupéry.  

            Sin embargo, no faltan ocasiones en que el silencio sobre lo esencial ya no puede ser observado sin lesionar el deber de sinceridad y de verdad, y sin poner en peligro el núcleo mismo de lo esencial[15].     

 

10. El silencio, camino de libertad

 Porque sólo el silencio nos ayuda a seleccionar, diferenciar lo que queremos que sea nuestro. Sólo el silencio forma criterio, propicia el encuentro con uno mismo y con los demás, y sólo el silencio demuestra la pequeñez y dependencia del ser humano. La verdad de uno mismo sólo se percibe en el silencio. La paz, el conocimiento de uno mismo, la reflexión profunda, la humildad y la perplejidad ante la vida sólo surgen escuchando el sonido más dulce y sencillo que Dios inventó para el hombre: el silencio.

¿Buscas la libertad? ¿Añoras sentirte verdaderamente libre, ajeno a la manipulación del consumismo,  sin atarte a necesidades prescindibles, a obsesiones y sufrimientos innecesarios?  Prueba el camino del silencio. El camino del silencio es la senda de la verdadera libertad.

            El ritmo de vida impuesto en esta escalada contrarreloj en la que se ha convertido nuestra sociedad, sin reflexión, desde la superficialidad, tiene consecuencias fatales. No disponer de tiempos de silencio conlleva vivir al día, sin profundidad, sin preguntas o esperanzas verdaderas. Implica poca sensibilidad y falta asombro ante algo tan maravilloso como el hecho de estar vivo. Una persona que no busca el silencio ignora para qué vive; por qué las cosas son como son; por qué existe el dolor; por qué no es feliz, si aparentemente lo tiene todo. Es, en definitiva, una muestra de conformismo indigno del ser humano.  

            El silencio crea libertad porque permite distinguir lo nuestro de lo que se nos impone desde fuera.  Si no somos incapaces de percibir la auténtica belleza, los verdaderos valores, lo que realmente merece la pena ¿cómo caminaremos tras ellos?

 

Manuel SÁNCHEZ MONGE