No oro porque soy bueno;
oro porque soy pobre
Parábola de la mendiga: Manos vacías
Para encontrar a Dios renuncié al mundo. Años de penitencia encorvaron mi cuerpo, horas de meditación surcaron de arrugas mi frente. Mis ojos se hundieron a fuerza de no mirar. Y, por fin, me atreví a llamar a las puertas del templo, a extender delante de Dios mis manos cansadas de pedir limosna a los hombres, mis manos vacías.
¿Vacías? ¡Pero si estaban llenas de orgullo!.
Y volví a salir del templo en busca de humildad.
Era verdad, era verdad, yo había llevado una vida de penitencia. Los hombres lo sabían y me honraban, y a mí me complacía.
Ahora procuré hacerme despreciar de todos. Busqué humillaciones sin cuento, hice que me trataran como al polvo del camino.
Me presenté de nuevo en el templo y dije al Señor: "Mira mis manos" y el Señor me responde "Todavía están llenas, llenas de tu humildad. No quiero ni tu humildad ni tu orgullo. Quiero tu nada".
Y volví a salir del templo para desprenderme de mi humildad. Y ando por el mundo tratando de aprender la lección de mi nada. Entonces, cuando mis manos estén vacías de todo, sí, de todo, vacías de mí misma, volveré al templo y Dios depositará en mis manos, verdaderamente vacías, la limosna infinita de su divinidad.
Intento explicarte el camino del silencio, el camino de la oración, el encuentro con Dios y con los hermanos. Y en este camino es importante la enseñanza que contiene esta parábola hindú: "Quiero tu nada".
Si quieres orar, si quieres hacer de tu vida un camino de contemplación, si quieres responder al Plan de Amor del Padre, ábrela plenamente a la gratuidad de un Dios que se te da como don. A ti sólo se te pide tu silencio, tu pobreza, tu nada, porque Dios quiere ser tu todo.
Búscalo y haz camino, pero recuerda que quien, en realidad, hace el camino es Él, el Señor, en ti.
Cuanto más te adentres en el camino del silencio orante percibirás que está lleno de actitudes que, en un primer momento pueden parecer pasivas, aunque no lo son. Por ejemplo:
La atención, esto es, el tener los ojos de la fe siempre abiertos, libres, dispuestos a percibir los pasos del Señor en la vida.
La capacidad de admiración, asombro, que se traduce en disponibilidad.
La sensibilidad espiritual, que te llevará a percatarte de que los dones del Señor Amor - Misericordia, son constantes en tu vida.
La humildad, entendida como pobreza de alma, pequeñez, transparencia sencilla.
La nada, el vacío del propio yo, el anonadamiento, el despojo.
En realidad, todo proceso orante exige una transformación radical de tu vida. En ella vas dejando el protagonismo al Señor, a su Plan de Amor en ti, a la realización explícita y concreta de su voluntad.
No se trata tan sólo de dejar a un lado el orgullo, el egoísmo, el amor propio, sino que debes dejar a la vera del camino tu propia humildad. Diré aún más: llegarás a abandonar tu propia oración, porque te abrirás plenamente al Espíritu Santo que es quien, de verdad, hace la oración en ti.
Para explicitar más concretamente este pensamiento, que considero muy importante para toda experiencia orante en la vida consagrada, te propongo una serie de "pequeñas señales de camino" para que vayas meditando con calma:
Aprende el camino del silencio, de la simplicidad. Recuerda que en la oración tiene más importancia la actitud que las palabras.
Goza la experiencia del Señor cuando Él te conceda sentirla, pero no ores para buscarla. Él te lleva en sus brazos de Padre. No programes tu oración.
Déjate llevar. Vive la confianza, fíate de Él, no tengas miedo.
Si estás dispuesto a realizar el Plan de Amor del Padre, vive tu oración pensando que Él es Amor que se da y entrega a pesar de tus olvidos, distracciones y rechazos. Sólo necesita tu pobreza, tu nada.
Piensa que orar es ser tú en Él y dejar que Él, el Señor, lo sea todo en ti.
Recuerda también que tu santificación es obra de la gracia y que tu corazón será orante gracias a la obra de Dios - Amor en ti.
Déjate transformar por Él. Permite que Él use los medios que le plazcan. Acepta el peso de la cruz y el camino alegre de la resurrección.
En la oración, en la vida, en todo, pon tu barro. Deja que Él haga la vasija y la llene de contenido.
Deja que el Padre reproduzca en ti la imagen de Cristo. Caminar hacia el silencio, hacia la oración, será siempre cristificar tu vida.
Asume tu pobreza, asume la cruz, acepta la vida, ama el silencio y, en todo, ríe, canta y ama, pues Dios te ama a ti.
Descubre la obra de Dios en ti, déjate que Él se muestre en el fondo de las criaturas. Ellas son reflejo de su luz y de su bondad.
Integra la oración en tu vida y la vida en tu oración. Que tu alegría y tu oración puedan ser alabanza y súplica; tu relación con los hermanos intercesión y acción de gracias. Ora con tu sonrisa, con tu trabajo, con tu descanso, con tus idas y venidas. Que esto sea manifestación de que lo vives todo en Dios.
Haz en todas tus cosas y de todas ellas una ofrenda agradable al Señor.
Vive en toda tu vida la adoración silenciosa y alegre. Recuerda: Él siempre está, Él siempre vive en ti. El Señor siempre te acompaña.
Olvídate de ti mismo. Eres mendigo. Busca ser solo amor en el Amor.
La humildad del mendigo se manifestará, asimismo, en la sincera amabilidad y en la bondad delicada con las que sirves a los hermanos.
La sensibilidad en relación con el Padre como don inagotable, se han de traducir en entrega y servicio a los demás.
Sé sensible, sé cercano a los que sufren. Si lo vives todo como un don del amor del Padre, te será fácil compartir tu tiempo, lo que tienes y lo que eres con todos los necesitados.
Tu oración de mendigo no puede ser un sueño. Orar no es soñar. Dejará de ser sueño cuando, decididamente busques encarnar tu oración en tu vida desde una sincera cercanía y compromiso con los que viven una experiencia de cruz.
Reza siempre con tanta confianza que puedas decir al Señor: "Señor, yo ya no te pido nada. Lo espero todo".
Vive el silencio de modo que te permita descubrir el corazón, el alma de lo que estás viviendo.
Aprende de María a tener el alma pobre de esclava, a vivir plenamente disponible a la obra de Dios, a entregarte del todo al Plan de Amor del Padre en favor de los hombres.
Vive tu abandono confiado en los brazos de Dios y di con fuerza el salmo 131. Es el salmo del mendigo: "Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros. No busco grandezas que superan mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre. Espere Israel en el Señor ahora y por siempre".