TRINIDAD
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SUMARIO: I. La revelación de Dios como Trinidad: 1. Experiencia de un encuentro; 2. La resurrección como historia trinitaria; 3. La Trinidad y el misterio pascual; 4. Punto de partida de la doctrina trinitaria. II. El dogma de la Santísima Trinidad: 1. El Padre; 2. El Hijo; 3. El Espíritu Santo; 4. Trinidad: alteridad y comunión. III. Principios teológicos para la catequesis: 1. Trinidad y fe cristiana; 2. Trinidad, misterio de salvación; 3. Historia de Jesús, pedagogía de Dios; 4. Catequesis trinitaria y existencia cristiana. IV. Consideraciones antropológicas: 1. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios; 2. Factores psicológicos y culturales. V. Orientaciones para una catequesis trinitaria: 1. La «Trinidad inmanente» y la «Trinidad económico-salvífica»; 2. Descendiendo a la pedagogía por edades. Conclusión.


Cuando miramos a nuestra sociedad, descubrimos a muchas personas abandonadas, que no pueden contar con nadie para exponerle sus ilusiones o sus penas. A su alrededor todos pasan deprisa y hace mucho tiempo
que no han tenido un encuentro feliz con nadie; nadie se detiene a atenderles, nadie les abre sus puertas; muchos los ven, pero nadie los mira; son como cosas intrascendentes. Entre ellas hay trabajadores sencillos, jóvenes sin empleo, amas de casa agobiadas, niños solos con padres que trabajan, muchachas recién llegadas a la ciudad, pobres transeúntes, padres en paro, emigrantes. Todos nos hacen guiños para que los escuchemos, les echemos una mano, pero nadie se da por aludido.

Y sin embargo, no podemos vivir sin comunicarnos; estamos hechos para convivir unos con otros, para ayudarnos, para relacionarnos con amigos. Esta aspiración humana tan profunda, la expresa así el Vaticano II: «Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer (Gén 1,27)... la expresión primera de la comunión entre personas humanas. El hombre es, en efecto, por su íntima naturaleza, un ser social y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás» (GS 12).

La vocación de toda persona es la apertura, el diálogo, la comunicación, la solidaridad con las demás personas, y la quiebra total o parcial de esta aspiración a la comunión vital suelen acarrear deterioros importantes en la autorrealización de las personas y aun de la sociedad. ¿De dónde brota esta vocación íntima a la comunicación y comunión entre las personas? ¿Por qué estas no pueden desarrollarse armónicamente sin relacionarse con los demás? ¿Cuál es la incomunicación más radical que impide la realización humana en profundidad? ¿Cómo puede superarse esa incomunicación? ¿De dónde pueden nacer orientaciones éticas y pedagógicas para abordar situaciones tan graves? No son ajenos a estos hondos problemas humanos ni el mensaje de la revelación sobre el Dios cristiano ni la catequesis sobre el mismo. Dios se revela, en efecto, para salvar al hombre, para iluminar su existencia, para llenar su vida de sentido.


I. La revelación de Dios como Trinidad

Desde la cuna de la Iglesia, la imagen cristiana de Dios surge como una realidad misteriosa en una doble dirección: la de ser un Dios único y la de ser, a la vez, un Dios trino. Este perfil del Dios cristiano tiene su origen exclusivo en las revelaciones de la Sagrada Escritura.

En efecto, «la fe de los orígenes narró la Trinidad: proclamando el acontecimiento pascual, lo relató como historia trinitaria» (B. Forte). ¿Cómo lo hizo? Las revelaciones bíblicas no son discursos extrahumanos caídos desde el cielo, sino palabras consignadas por hombres «movidos por el Espíritu Santo» (2Pe 1,21). Los mismos escritores subrayan frecuentemente que se trata de la «palabra de Dios»1.

1. EXPERIENCIA DE UN ENCUENTRO. En el principio fue la experiencia de un encuentro: Jesús se manifiesta vivo a los suyos, huidos de él y dispersados el viernes santo. Este encuentro transformó radicalmente sus vidas. Al miedo sucedió el coraje; los huidos se convirtieron en testigos hasta la muerte, por su entrega definitiva a Aquel a quien traicionaron. Desde el viernes santo al alba del domingo de pascua aconteció en ellos algo tan trascendental que dio origen al movimiento cristiano en la historia.

En el anuncio cristiano que recogen los textos del Nuevo Testamento, la comunidad primitiva confiesa el encuentro cón el Resucitado como una experiencia de gracia, tal como aparece, especialmente, en el relato de las apariciones: es el Resucitado quien toma la iniciativa de mostrarse vivo; luego viene el proceso de reconocerlo por parte de los discípulos y, por fin, llega la misión: son enviados como testigos de lo que oyeron, vieron y palparon. Así la experiencia pascual resulta transformante y se puede comunicar a los hombres de todos los rincones del mundo, de todos los tiempos.

2. LA RESURRECCIÓN COMO HISTORIA TRINITARIA. En la narración del encuentro con el Resucitado los testigos y la palabra de Dios, relatan la resurrección como historia trinitaria. En efecto:

a) La iniciativa de la resurrección es de Dios, el Padre: «Dios lo ha resucitado» (He 2,24), «con la grandeza de su poder» (Ef 1,19). En la resurrección, el Padre interviene en la historia porque toma postura ante el Crucificado, constituyéndolo «Señor y mesías» (He 2,36), y a la luz de estos dos títulos –teológico y soteriológico– el Padre autoriza a reconocer: 1) en el pasado de Jesús la historia del Hijo de Dios entre los hombres; 2) en su presente, al Viviente vencedor de la muerte; y 3) en su futuro, al Señor que volverá en gloria. Y todo ello el Padre lo hace en favor de nosotros, muertos... y a quienes «nos resucitó con él» (Ef 2,4-6). «La resurrección, como historia del Padre, es por tanto el gran sí que el Dios de la vida dice sobre el Hijo y en él sobre nosotros, prisioneros de la muerte; por eso es el tema del anuncio y fundamento de la fe, capaz de dar sentido y esperanza a nuestras obras y a nuestros días (1Cor 15,14)» (B. Forte).

b) La resurrección es también historia del Hijo. «Cristo ha resucitado» (cf Mc 16,6; Mt 27,64...). El Jesús prepascual dice «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» y el evangelista añade: «El hablaba del templo de su cuerpo» (Jn 2,19.21). Cristo resucita tomando postura activa respecto a su historia y a la de las personas por las que murió. Si la cruz es el triunfo del pecado, de la ley y del poder, su resurrección es la derrota del poder, de la ley y del pecado; el triunfo de la libertad, de la gracia y del amor, por parte de Aquel que «es el Señor de la vida» (cf Rom 5,12–7,25). 1) Respecto del pasado, el Resucitado ha confirmado sus pretensiones de antes de morir: reconciliar a los desunidos (cf Ef 2,14-18); 2) respecto del presente, él es el Viviente y dador de vida (cf He 1,3; Jn 20,4); 3) Respecto del futuro, es Señor de la gloria y primicia de la humanidad nueva (cf 1Cor 15,20-28). La pascua es, pues, historia del Hijo y, por eso, también nuestra historia.

c) La resurrección es historia del Espíritu. Es el Espíritu el que el Padre entrega al Hijo para que el Humillado sea exaltado y el Crucificado viva su nueva condición de Resucitado; y al mismo tiempo, es aquel que infunde el Señor Jesús según su promesa (cf Jn 14,16; 15,26; 16,7; He 2,32ss). Así pues, en el acontecimiento de la resurrección, el Espíritu se presenta como vínculo entre Dios y el Cristo y entre el Resucitado y nosotros: él une al Padre con el Hijo, resucitándolo de entre los muertos, y a los hombres con el Resucitado, dándoles a vivir la vida nueva. El Espíritu no es ni el Padre ni el Hijo, pues aquel lo da y este lo recibe y lo vuelve a dar. El Espíritu es Alguien que, nunca separado de ellos, es distinto y autónomo en su acción, hasta el punto que Jesús pueda decir en el envío misionero a sus apóstoles: «[Bautizadlos] en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19).

Por tanto, la resurrección es acontecimiento de la historia trinitaria de Dios. En él, la Trinidad se ofrece como unidad del Resucitante, del Resucitado y del Espíritu de resurrección y de vida: dado por el Padre y recibido por el Hijo, y dado por el Hijo y recibido por los hombres para vivir en comunión de vida con los Tres. «El acontecimiento pascual revela la unidad de la Trinidad, abierta a nosotros en el amor y, por tanto, es ofrecimiento de salvación en la participación de la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. La Trinidad, historia trinitaria de Dios revelada en pascua, es historia de salvación, historia nuestra...» (B. Forte).

3. LA TRINIDAD Y EL MISTERIO PASCUAL. La Trinidad es el misterio central de la fe, estrechamente unido al misterio pascual. En la revelación definitiva, realizada en el Hijo encarnado, muerto y resucitado –acontecimiento pascual– se destaca que Dios como Padre, Hijo y Espíritu se ocupa del mundo para su salvación. El misterio y dogma de la Trinidad en su entraña más profunda porta el cuño soteriológico. Este es el misterio por excelencia de la fe cristiana. «El misterio de la Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los misterios de la fe, es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la jerarquía de las verdades de fe» (CCE 234).

Aunque siendo fieles también al Catecismo (CCE 638) y a la narración bíblica de la Trinidad, se puede decir más plenamente que el núcleo central de la fe y de la vida cristiana es el misterio pascual-trinitario, de donde recibe sentido toda la revelación. Tanto es así, que cuando la Iglesia celebra, desde los orígenes, su pascua semanal –el domingo– en la eucaristía, la anáfora o plegaria eucarística es una narración que entrelaza el relato del acontecimiento pascual y la alabanza e invocación trinitarias, como el corazón de la fe cristiana. El misterio pascual es el lugar siempre vivo de la entrega del amor trinitario a la humanidad.

4. PUNTO DE PARTIDA DE LA DOCTRINA TRINITARIA. Toda la riqueza simbólica de la revelación bíblica sobre estas tres realidades divinas personales: evangelio de la infancia, escenas del bautismo de Jesús, grandes textos de san Pablo2 y fundamentalmente la riqueza que contienen los textos sobre el acontecimiento pascual, constituye el punto de partida de la doctrina trinitaria en la comunidad primitiva y, por ello, debe ser también la base de nuestra comprensión del dogma de la Trinidad.

En todo caso «la Trinidad es un misterio de fe en sentido estricto... Dios, ciertamente, ha dejado huellas de su ser trinitario en su obra de creación y en su revelación a lo largo del Antiguo Testamento. Pero la intimidad de su ser como Trinidad santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón e incluso a la fe de Israel antes de la encarnación del Hijo de Dios y el envío del Espíritu Santo» (CCE 237).


II. El dogma de la Santísima Trinidad

La verdad revelada de la Santísima Trinidad ha estado desde los orígenes en la raíz de la fe viva de la Iglesia. Durante los primeros siglos, la Iglesia formula más explícitamente su fe trinitaria, tanto para profundizar su propia inteligencia de la fe como para defenderla contra los errores. Esta fue la obra de los concilios antiguos, ayudados por el trabajo teológico de los Padres de la Iglesia y sostenidos por el sentido de la fe del pueblo cristiano.

Para la formulación del dogma de la Trinidad, la Iglesia debió crear una terminología propia con ayuda de nociones de origen filosófico. La mayor parte de estas nociones fueron extraídas de la filosofía griega. La Iglesia utiliza, por ejemplo, el término sustancia para designar el ser divino en su unidad; el término persona para designar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en su distinción real entre sí; el término relación para designar el hecho de que su distinción reside en la referencia de cada uno a los otros (cf CCE 262).

Veamos, en líneas generales, los componentes fundamentales del dogma de la Santísima Trinidad:

a) La Trinidad es una. La fe cristiana no confiesa tres dioses, sino un solo Dios en tres personas. Las personas divinas no se reparten o dividen la única divinidad, sino que cada una de ellas es enteramente Dios (cf CCE 253). En efecto, el Dios cristiano no es triteísta, sino que es un solo Dios constituido en su misma esencia de forma tripersonal, es decir, comunitaria.

b) Las personas divinas son realmente distintas entre sí. Dios es único, pero no solitario. Dios es comunidad personal. Padre, Hijo y Espíritu Santo no son simplemente nombres que designan modalidades del ser divino, facetas de su modo de ser, sino que son realmente distintos entre sí. Son distintos entre sí por su relación de origen. El Padre engendra, el Hijo es engendrado, el Espíritu Santo es quien procede (cf CCE 254).

c) Las personas divinas son relativas unas a otras. En el seno de Dios hay distinción real de las personas entre sí, pero esto no divide la unidad divina, porque estas personas están relacionadas entre sí, se refieren mutuamente. El Padre es referido al Hijo, el Hijo lo es al Padre, el Espíritu Santo lo es a los dos. No existen entre ellos relaciones de oposición (cf CCE 255). Hay una dinámica relacional intratrinitaria, que se fundamenta en el amor.

1. EL PADRE. En el Antiguo Testamento, el título de padre se aplica rara vez a Dios, y en la literatura apocalíptica, como en los escritos de Qumrán no se emplea para nada. Una rara excepción la constituye también el Antiguo Testamento en esa manera de hablar que, sin duda, ha de ser el punto de partida para el nombre de Padre que se aplica a Dios en el Nuevo Testamento. Al designar a Dios con el nombre de Padre, el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad trascendente y, al mismo tiempo, bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos.

El Padre, en la mentalidad judeocristiana, significa autoridad, fundamento, principio y, al mismo tiempo, centro de amor. Padre, en el Nuevo Testamento, indica, además de autoridad y de centro, ternura. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad (cf ls 66,13; Sal 131,2), que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura3.

El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que son, en cierta manera, los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Eso indica que no es legítimo realizar una asociación directa entre el Padre en sentido teológico y la experiencia personal de la paternidad.

Entre lo humano y lo divino hay siempre un abismo. Sin embargo, la idea del buen padre, del padre que perdona incondicionalmente al hijo y le acoge en su seno, es una imagen humana adecuada para acercarse analógicamente al misterio de Dios Padre. Conviene recordar siempre que Dios trasciende la distinción humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Trasciende la paternidad y la maternidad humanas (cf Sal 27,10), aunque sea su origen y medida (cf Ef 3,14; Is 49,15): nadie es padre como lo es Dios (cf CCE 239).

El Padre, que posee la divinidad sin recibirla de ningún otro, la da entera a su Hijo, al que engendra desde toda la eternidad y al Espíritu Santo, en el que los dos se unen. Así Jesús nos revela la identidad del Padre y de Dios, del misterio divino y del misterio trinitario.

Cuando Cristo comienza con la palabra Padre la nueva oración que ha enseñado a sus discípulos a petición de estos (Lc 11,2-4), está creando el tratamiento básico con el que el cristiano ha de dirigirse a su Dios. En sus predicaciones, Jesús se refiere siempre explícitamente a Dios como Padre, cuando dice que «vuestro Padre sabe» (Mt 6,8.32; 23,9) lo que necesitáis y que «tu Padre» ve en lo oculto y te recompensará (Mt 6,4.18).

2. EL Hilo. El que aparece como segundo nombre en la fórmula bautismal, que en el desarrollo posterior se entiende, por tanto, como segunda persona en Dios, es el Hijo. Esa es la denominación y pronto también el nombre de quien en la historia humana aparece como Jesús de Nazaret (He 3,6; Jn 19,19).

El Padre, el Hijo y Espíritu Santo subsisten eternamente en el amor. Sin embargo, Dios Padre, por amor a la humanidad creada, entrega a su único Hijo, el nuevo Adán, para redimir a la humanidad entera del pecado original. Jesucristo, que es la encarnación del Hijo eterno de Dios, nos revela la Trinidad divina por el único camino que nos es, si podemos decirlo así, accesible, al que Dios nos ha predestinado creándonos a su imagen: el camino de la dependencia filial.

Como el Hijo delante de su Padre es el ejemplar perfecto de la criatura delante de Dios, nos revela en el Padre la figura perfecta del Dios que se da a conocer a la recta sabiduría que se reveló a Israel. El Dios de Jesucristo posee, con una plenitud y con una originalidad que el hombre no podría imaginar, los rasgos que revelaba de sí mismo en el Antiguo Testamento. Es para Jesús, como no lo es para ninguno de nosotros, el primero y el último, aquel de quien viene Cristo y al que retorna, el que todo lo explica y de quien todo desciende, cuya voluntad está llamado a cumplir libremente, pero la cumple, y que siempre basta.

Entre Padre e Hijo hay una íntima unidad. Jesús, siendo el Hijo único, estando en el Padre y poseyendo en sí al Padre (Jn 14,10-11), no puede decir una palabra, no puede hacer un gesto sin tornarse al Padre, sin recibir de él su impulso y orientar conforme a él toda su acción (Jn 5,19ss). Como no puede hacer nada sin mirar al Padre, no puede decir lo que él mismo es sin referirse al Padre (Mt 11,27). Como fuente de todo lo que hace y de todo lo que es, está la presencia y el amor de su Padre: ahí radica el secreto de su personalidad, de la gloria que irradia su rostro (2Cor 4,6) y caracteriza todos sus gestos.

En Jesucristo, Dios mismo nos da la prueba decisiva, exenta de todo equívoco, de que el acontecimiento de que depende el destino del mundo, es un gesto de su amor. Al entregar Dios a la muerte a su «Hijo amado» (Mc 1,11; 12,6), nos demostró (Rom 5,8) que su actitud definitiva para con nosotros consiste en «amar al mundo» (Jn 3,16), y que con este gesto supremo e irrevocable nos ama con el amor que tiene a su Hijo único y nos hace capaces de amarle con el amor que le tiene su Hijo; nos hace don del amor que une al Padre y al Hijo, y que es el Espíritu Santo.

3. EL ESPÍRITU SANTO. El nombre tercero que aparece en la fórmula bautismal es el de Espíritu Santo. El Espíritu Santo, que es la tercera persona de la Trinidad, se manifiesta en el encuentro entre el Padre y el Hijo. En el Espíritu oye Jesús al Padre decirle: «Tú eres mi Hijo» y recibe su gozo (Mc 1,11). El Hijo sólo puede unirse al Padre en el Espíritu, y no puede revelar al Padre sin revelar al mismo tiempo al Espíritu Santo. Esto es, el Espíritu Santo emerge del Padre y del Hijo, y constituye un elemento de comunicación entre ambas personas de la Trinidad. El Espíritu Santo no es solamente una fuerza, sino que es amor inteligente, vivo y unitivo. No solamente debe interpretarse como ímpetu vital, sino fundamentalmente como Aquel que desciende, purifica, irrumpe, mueve, habla en el interior del hombre. Es persona en la medida en que es en sí mismo comunicativo y amante.

Jesucristo, revelando que el Espíritu es una persona divina, por el mismo hecho revela también que «Dios es espíritu» (Jn 4,24) y lo que esto significa. Si el Padre y el Hijo se unen en el Espíritu, no se unen para gozar el uno del otro en la posesión, sino en el don, y producen un don. En efecto, la relación de Padre e Hijo en el Espíritu no es una relación cerrada en sí misma, esto es, hermética, sino que es una relación que produce un don, es decir, una relación difusiva de amor en sí misma. Pero si el Espíritu, que es don, sella así la unión del Padre y del Hijo, esto indica que en su esencia es don de ambos, es decir, que su esencia común consiste en darse, en existir en el otro. Esto significa que la esencia de Espíritu Santo es, precisamente, heterocéntrica, esto es, que por definición es un don, un regalo para el otro, algo que de por sí es comunicativo, de forma gratuita.

Este poder de vida, de comunión y de libertad es el Espíritu Santo. «Dios es espíritu» quiere decir que es a la vez omnipotente y omnidisponible, que al tomar posesión de sus criaturas las hace existir en toda su originalidad. En efecto, el Espíritu Santo no debe interpretarse como una especie de fuerza ciega o destino que aplasta la persona que lo recibe como don, sino que más bien se trata de una fuerza de comunión, de liberación, de perfección de la persona a través de la entrega generosa al prójimo.

El Espíritu Santo en la medida en que es espíritu de algo muy distinto de la materia –puesto que escapa a todas las barreras, a todos los retraimientos—, es, eternamente y en cada instante, fuerza nueva e intacta de vida y de comunión.

4. TRINIDAD: ALTERIDAD Y COMUNIÓN. El Dios cristiano es un Dios uno y trino. Esta afirmación dogmática tiene unas implicaciones antropológicas y comunitarias de gran alcance. El Dios cristiano no es un Dios monolítico, un Dios impersonal, sino más bien lo contrario, es un Dios tripersonal. Eso significa que Dios en su misma esencia es alteridad, es interrelación, es pluralidad de personas. Dios no es, pura y crasamente, relación, puesto que Dios es subsistencia tripersonal, pero esta subsistencia eterna es por definición relacional, esto es, se orienta desde su raíz al otro.

Hay una relación de alteridad en la misma esencia de Dios y esta relación sólo puede ser de amor-contemplación, esto es, de caridad, puesto que Dios es amor (1Jn 4,8). Por lo tanto, esta alteridad en el seno de Dios no está enfrentada entre sí, sino unida por el amor. Dios Padre está eternamente unido al Hijo y al Espíritu Santo. Si en Dios hay alteridad y esta relación de alteridad es fundamentalmente amorosa, entonces, Dios es en sí mismo comunión en el sentido más noble del término. En definitiva, Dios, que es la plenitud infinita, es por ello comunión intensa y plena entre personas.

El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, está llamado, por naturaleza, a vivir en plenitud. Es una imagen que busca la fuente de su ser. La felicidad última del hombre, tal y como santo Tomás pone de manifiesto en la Summa contra gentiles, no consiste en ningún bien particular, sino que trasciende el orden creado4. El hombre está llamado, por definición, a participar de la plenitud tripersonal de Dios. Por eso decía con razón Pascal que el hombre es un ser que se supera a sí mismo infinitamente, puesto que siempre está en camino hacia la plenitud infinita. Su vocación existencial no se limita al ámbito mundano, sino que se orienta hacia lo trascendente. La plenitud absoluta del hombre es la unión intelectual y cordial, esto es, contemplativa, con Dios; y esa plenitud es alteridad y comunión.

El fin último del hombre, su felicidad, reside en la relación de alteridad y en la comunión con el prójimo. No hay plenitud al margen del amor, no hay plenitud al margen de la comunidad interpersonal. La plenitud no reside, como en el Dios de Aristóteles y posteriormente en los estoicos, en la anarquía, esto es, en la apatía y autosuficiencia, sino en la comunión, en la salida de uno mismo, en la interrelación y en el don que se desprende de este amor.

En cuanto imagen de Dios, el fin último del hombre consiste en acercarse a esa fuente de Amor que es el Dios uno y trino, absolutamente perfecto y armónico en la comunión tripersonal del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Este acercamiento sólo es posible en el seno de la comunidad humana y con la ayuda del Espíritu Santo, que fortalece al hombre interior en su camino de liberación y le hace partícipe de la plenitud infinita del Dios vivo.


III. Principios teológicos para la catequesis

1. TRINIDAD Y FE CRISTIANA. Durante toda su historia, la comunidad eclesial se ha visto obligada a grandes esfuerzos para mantener firme la confesión de fe en un solo Dios en tres Personas. Falsas comprensiones la obligaron a un larguísimo proceso de conceptualización dogmática que asegurara la fe ortodoxa, aun a costa de la viveza y proximidad existencial del lenguaje kerigmático de la primera predicación. Sin embargo, tampoco en los períodos de más tranquilidad doctrinal ha sido fácil acercar la Trinidad a la vida real y a la fe de los creyentes. Y aún hoy se hace difícil afirmar que los creyentes viven su vida cristiana, personal y comunitaria, como intrínsecamente determinada por una relación con este Dios que se nos ha manifestado uno en tres personas5.

Fruto de una rica reflexión teológica que iniciara Rahner, los documentos del Vaticano II y el texto del Catecismo de la Iglesia católica están concebidos y formulados según una estructura fundamental eminentemente trinitaria. Ninguna de sus formulaciones dogmáticas o doctrinales podrán ser entendidas correctamente sin ser referidas plenamente a este Dios que la fe cristiana confiesa Uno y Trino, y que se acerca al hombre para salvarlo: «Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cf Ef 1,19); por Cristo, Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina (cf Ef 2,18; 2Pe 1,4)» (DV 2).

2. TRINIDAD, MISTERIO DE SALVACIÓN. El Catecismo de la Iglesia católica (CCE 252) nos habla de la Trinidad como de «misterio estricto», haciendo hincapié en la incapacidad absoluta del hombre para comprender a Dios. Pero cabe recordar que la Trinidad no es únicamente un misterio estricto, sino, y por encima de todo, un misterio de salvación.

En la historia concreta de la salvación, Dios se acerca de tal manera al hombre que, permaneciendo en el misterio e incomprensibilidad, le acompaña y conduce a la salvación definitiva. Por ello, la Trinidad no es un enigma ni un secreto arcano reservados al conocimiento gnóstico. Tampoco es una especulación conceptual sobre el modo de relación y distinción de las personas en la Trinidad. La Trinidad es la forma como Dios salvador se ha acercado realmente al hombre. En Jesús de Nazaret Dios se acerca a la historia con toda la profundidad infinita de su Ser absoluto y, por ello, inabarcable para al hombre (CCE 237). Este no puede ver a Dios y seguir viviendo (Ex 33,20). Dios, misterio absoluto en sí mismo, se autocomunica de forma definitiva en la historia de Jesús de Nazaret (He 1,lss.), y dentro de esta historia, de forma particular, en el misterio pascual.

Por ello, la historia de Jesús es la historia de la automanifestación de Dios al hombre, a quien se acerca para establecer relaciones de carácter personal salvífico con él. Toda la historia de Jesús se encuentra determinada por la tensión que media entre su relación de procedencia y vinculación respecto al Padre, y de intimidad y transformación de la historia por obra del Espíritu. Para Jesús «el Padre es el arraigo y horizonte. El Espíritu Santo, intimidad e impulso certero»6.

3. HISTORIA DE JESÚS, PEDAGOGÍA DE DIOS. Según el testimonio del Nuevo Testamento, el Padre ha enviado al Hijo para que, con el impulso del Espíritu Santo, pueda atraer a los hombres hacia sí. A partir de Jesús, las funciones del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo se nos presentan claramente diferenciadas: «El envío del Hijo no se identifica de ningún modo con el del Espíritu. Y la función del Padre se distingue, por su parte, de ambos envíos»7. Esta diferenciación divina manifestada en la historia de Jesús, es «la fuente y perspectiva normativa de toda catequesis trinitaria»8, y por ello, de toda catequesis cristiana sobre Dios. La teología, a partir de K. Rahner, distingue entre la Trinidad considerada en sí misma (Trinidad inmanente) y la Trinidad tal como se ha manifestado en Jesús (Trinidad económica)9. Esta es la que se ha revelado directamente al hombre, y por ella, este puede atisbar la realidad misteriosa de aquella.

a) Según los evangelios Jesús se dirige a Dios invocándole como «Padre», «mi Padre» o simplemente «el Padre». Jesús se siente enviado por él, y toda su vida consiste «en hacer la voluntad del que me ha enviado» (Jn 4,34; cf Jn 8,29; 12,49-50; 14,10; 17,8). De él ha recibido la misión de instaurar el Reino. A él vuelve al final de sus días: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Y desde el Padre envía a los suyos «un defensor que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16), «una fuerza que viene de lo alto» (Lc 24,49), capaz de transformar con la vida de Dios la creación entera y devolverla toda ella al dominio plenificador de Dios, de tal manera que «Dios sea todo en todas las cosas» (1Cor 15,28).

La historia de Jesús es toda ella una invitación a vivir de este impulso y fuente de amor potenciador que es Dios Padre. Igualmente Jesús enseña a sus discípulos a invocar a Dios como Padre (Mt 6,9; Lc 11,1-13). En sus parábolas, Dios aparece como Padre lleno de ternura e ilusión per-donadora para con el hijo que vuelve a casa después de haber roto con el padre (Lc 15,1lss.), siempre solícito por el hombre que sólo en su compañía encuentra la vida y la plenitud (Lc 15,3-10), que protege y acoge a la pobre viuda (Lc 18,1ss.), que se apiada y transforma un corazón arrepentido: Zaqueo (Lc 19,1-10), la samaritana (Jn 4,1-42), María Magdalena (Lc 7,36-50), que tiene el cuidado de toda la creación (Mt 6,25-34; Lc 12,22-34). Así, la referencia a Dios Padre nos presentará al Dios de la autocomunicación como amor y dador de vida, como aquel «de quien todo viene y para el que existimos»10. En Jesús, Dios Padre aparece como fuente y origen de donde proviene toda vida y salvación en su plenitud inagotable e infinita.

b) A la paternidad de Dios corresponde la filiación del Hijo. En Jesús esta filiación obtuvo una realización histórica perfecta: su fidelidad a la «condición de Hijo» le llevó a ser «obediente hasta la muerte» (Flp 2,8), sin que el Padre lo abandonase a la muerte. La fidelidad del Hijo es correspondida por la del Padre: si la obediencia le llevó a los horrores de la muerte, el poder amoroso del Padre le llevó a la gloria de la resurrección. Es elocuente el discurso de Pedro el día de pentecostés: «Israelitas, escuchadme: Dios acreditó ante vosotros a Jesús el nazareno con los milagros, prodigios y señales que hizo por medio de él. Conforme al plan proyectado y previsto por Dios, os lo entregaron, y vosotros lo matasteis crucificándolo por manos de los paganos; pero Dios lo ha resucitado, rompiendo las ligaduras de la muerte, pues era imposible que la muerte dominara sobre él» (He 2,22-24).

Dios se autocomunica actuando la salvación de Jesús. Así, en Cristo resucitado se manifiesta, con toda su grandeza, el poder y amplitud de la salvación que Dios despliega sobre la historia de su Hijo y, a través de él, sobre la historia de todos los hombres.

c) Para un cristiano la historia de Jesús no acaba con su muerte y resurrección. A la resurrección le sigue pentecostés. Con la ascensión, Cristo «no nos deja abandonados» sino que vuelve a nosotros (Jn 14,18). Desde el Padre envía al mundo el Espíritu «defensor que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16); él «os guiará a la verdad completa» (Jn 16,13), él «os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26; cf CCE 244). El es también quien nos transforma en hijos de Dios y nos mueve a invocar a Dios como Padre (Rom 8,15; Gál 4,6; cf CCE 2780). Él es quien en la celebración litúrgica transforma los dones terrenales y materiales ofrecidos al Padre, por la intercesión del Hijo, en auténticos dones espirituales salvadores de nuestras vidas.

La confesión del Espíritu es también una confesión de la realidad histórica de la transformación del corazón humano y de la realidad toda (Rom 15,18), que avanzan, por el influjo renovador del Espíritu Santo, hacia la plenitud de la autocomunicación divina. De esta forma el Espíritu convierte la historia humana en incoación del Reino. El es fuerza e impulso transformador, dinamismo que hace avanzar el proceso histórico según la dinámica salvadora inaugurada por el anuncio de la buena noticia predicada y practicada por Jesús.

4. CATEQUESIS TRINITARIA Y EXISTENCIA CRISTIANA. La historia de Jesús nos muestra el proceso salvador de Dios para con los hombres. Este proceso empieza en el Padre, se inicia por la encarnación del Hijo y se realiza en la historia y avanza hacia la consumación final gracias al impulso renovador del Espíritu Santo (cf LG 1-4). Por eso, «toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres apartados del pecado y se une con ellos» (CCE 234).

La acogida de este Dios, que es Uno y Trino, ha encontrado su plasmación en la determinación y configuración trinitaria de toda la vida cristiana, tanto a nivel individual como a nivel comunitario. Una catequesis trinitaria debería dar una importancia fundamental al hacer tomar conciencia de hasta qué punto la vida del cristiano está marcada por la dimensión trinitaria. Y ello en sus tres dimensiones fundamentales.

a) El símbolo y la confesión de fe. La comunidad cristiana se congrega por la confesión de fe en un Dios Trino. El símbolo de la fe, nacido de la liturgia bautismal y convertido pronto en formulación dogmática, pasa rápidamente a convertirse en el texto básico de la iniciación cristiana. Su estructura trinitaria nos relata cómo Dios Padre, creador de todas la cosas, resucitó a su Hijo por la fuerza del Espíritu Santo. Este Espíritu continúa congregando y transformando la comunidad. Así esta se convierte en testimonio de la actuación de Dios en Jesús, y del designio divino de hacer esta actuación extensible a toda la humanidad. Por su entroncamiento en la Trinidad, la Iglesia se convierte en signo de la vida trinitaria entre los hombres. De ahí le viene su dignidad y naturaleza sacramental, que la convierte en «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1; GS 42).

b) La liturgia y la celebración sacramental. En toda celebración los cristianos dan gracias a Dios por medio del Hijo con la intercesión del Espíritu Santo. El Vaticano II lo ha formulado expresamente en relación con la eucaristía, expresión máxima de la celebración litúrgica: «Y dando gracias al mismo tiempo a Dios "por el don inefable" (2Cor 9,15) en Cristo Jesús, "para alabar su gloria" (Ef 1,12) por la fuerza del Espíritu Santo» (SC 6). Como ejemplos se pueden citar entre otros muchos: 1) Al final de la Plegaria eucarística de la misa: «Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén». 2) Cuando el cristiano se persigna, estampa sobre las aspas de la cruz el nombre del Dios a quien invoca: Padre, Hijo y Espíritu Santo. 3) En el bautismo se realiza una triple inmersión o perfusión, acompañada de las palabras: «Yo te bautizo "en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo" (Mt 28,19)». Lo mismo puede decirse de las demás fórmulas sacramentales.

c) La vida diaria de los creyentes. De forma análoga se concibe la vida del cristiano. Esta es seguimiento del Hijo enviado por el Padre bajo el impulso del Espíritu Santo (Rom 8,18-30). El Hijo hace presente al Padre entre los hombres: «[Felipe,] el que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9); «Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera manifestar» (Lc 10,22; Mt 11,27). Los hombres, escuchando la llamada del Hijo, avanzan hacia el Padre movidos por el Espíritu Santo (Jn 14,6-7). El Padre nos envía su Espíritu para que tengamos los mismos sentimientos que Jesús (cf Flp 2,5).


IV. Consideraciones antropológicas

1. EL HOMBRE, CREADO A IMAGEN Y SEMEJANZA DE DIos. La afirmación

trinitaria de Dios llevó a muchos santos Padres (Orígenes, Agustín) a preguntarse por las huellas trinitarias (vestigia trinitatis) en el hombre. Según estos santos doctores, el hombre, creado «a imagen y semejanza» de Dios (Gén 1,26), debe poseer rasgos característicos y específicos que reflejen la imagen del Creador. Desde esta perspectiva «el misterio de la Trinidad nos abre a la posibilidad de aprehender mejor la constitución última de lo real»11.

Por otra parte, la antropología nos muestra al hombre como el único ser de la creación que está marcado esencialmente por un intenso dinamismo social y constituido existencialmente como un ser para la comunicación. La realización humana depende esencialmente de la clase de relaciones que es capaz de establecer con sus semejantes y de la receptividad que es capaz de mostrar para con los impulsos que le llegan de los humanos con quienes convive. Relación y comunicación constituyen el ser del hombre.

El hombre es el ser que llega a la propia identidad en la medida en que integra y desarrolla esta constitución relacional esencial. Necesita de los demás para poder ser él mismo. Ahí radica también su grandeza y la riqueza de su vida. Vive humanamente en la medida en que es capaz de vivir más que de sí mismo. El hombre vive humanamente cuando sabe vivir de aquello que le dan los otros hombres, y en la medida en que sabe darles o darse a ellos. En este sentido podemos hablar de una dimensión de reciprocidad relacional que aparece como constitutiva del ser humano. El hombre vive del amor y vive para el amor. Estas son huellas trinitarias.

En este sentido, esta importancia social del hombre, es decir, su inclinación a la comunión y a la sociedad, se puede convertir, en la catequesis, en un acceso, en una aproximación, concreta y enraizada en la vida, hacia el misterio trinitario y esto en un doble sentido: en cuanto ayuda que clarifica el misterio de comunión de la Trinidad inmanente y en cuanto ordenamiento interno o llamada radical de la humanidad a la fraternidad, como efecto de la Trinidad económico-salvífica.

En todo caso, sólo la revelación explícita de Dios como Trinidad manifestará a Dios como la realización plena y total de amor y comunicación: Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo están unidos por los lazos de una comunión total. Más todavía: Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo constituidos como comunión y realización de amor plenos. Es decir, esta misma plenitud e infinitud de comunión y amor es ya Dios en sí mismo; Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

2. FACTORES PSICOLÓGICOS Y CULTURALES. Parece existir una cierta dificultad psicológico-religiosa para interiorizar la imagen de un Dios trinitario, conocido por la revelación. Las investigaciones psicológico-religiosas sobre adultos, jóvenes y niños advierten una sintonía espontánea entre los hombres y el concepto de Dios de tipo creativo-natural (teístas atrinitarios). Esta sintonía no se da respecto del concepto de Dios de tipo cristiano (teístas trinitarios). Ello se debe a que los hombres, en todas las etapas de su vida, tienen acceso más espontáneo a un Dios creador de índole más primaria, más cosmológica, más ético-trascendental12, que a un Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, perdonador y reconciliador.

Esta dificultad natural queda doblemente reforzada por el ambiente cultural y religioso actual. Por una parte, la afirmación creyente responsable se produce en un ambiente de diálogo con la increencia. Los interrogantes que esta impone a la fe llevan fácilmente a la afirmación simétrica creyente de Dios. Contrapuesto a su negación, este aparece primariamente como principio y fin, sentido y fundamento último de la realidad. Pero la revelación del Dios cristiano exige ir más allá de una afirmación general de Dios. Por otra parte, la presencia de otras manifestaciones religiosas en nuestra cultura —islamismo y las grandes religiones orientales— nos retienen en unas consideraciones que de ninguna manera llevan ya a la afirmación de un Dios Trinidad. Un falso respeto a las reglas del diálogo interreligioso pueden llevar fácilmente al silenciamiento de la especificidad del Dios cristiano.

Aunque estas dificultades no sean fácilmente obviables, nunca deben llevar a fáciles reduccionismos. También los hombres, en todas las etapas de su vida, están fundamentalmente abiertos al misterio de la Trinidad, siempre que se interprete verdaderamente como «misterio de salvación» (cf B. Gromm-J. R. Guerrero).

La revelación cristiana, tal como la encontramos en Cristo Jesús, nos exige una plena afirmación trinitaria de Dios. Por eso pueden Grom y Guerrero insistir en la necesidad de una catequesis plenamente trinitaria: «Por todo ello la catequesis tiene que intentar pronto y continuamente, de un modo intenso, presentar la realidad salvífica (la salvación cristiana) como autocomunicación trinitaria, preocupándose, ante todo, de establecer una vinculación íntima entre la doctrina de la creación basada en la experiencia y el mensaje salvífico trinitario con base en la revelación»13.


V. Orientaciones para una catequesis trinitaria

Exponemos algunas orientaciones y puntos básicos para la práctica de la catequesis trinitaria, poniendo especial atención en algunas de las particularidades fundamentales que, según la psicología evolutiva, caracterizan las distintas etapas del desarrollo de la persona humana14.

1. LA «TRINIDAD INMANENTE» Y LA «TRINIDAD ECONÓMICO-SALVÍFICA». Antes de adentrarnos en las pistas prácticas para la catequesis trinitaria, destacamos una orientación general específica de la pedagogía de Dios. En efecto, dentro de esas constantes de Dios en su revelación, que constituyen la pedagogía divina, sobresale la de «pasar de lo visible a lo invisible mediante signos y acciones simbólicas».

a) Los evangelistas presentan a Jesús hablándonos de las obras de su Padre y de su Espíritu: el Padre ama a los discípulos, los comprende y perdona, recibe la oración de Jesús... El Espíritu Santo ilumina y acompaña a Jesús, los discípulos reciben al Espíritu, les dará fuerza y estará con ellos en la predicación, etc. A su vez, Jesús asegura que es Hijo de Dios, que el Padre siempre está con él, que su madre es María de Nazaret... Jesús revela que el Padre, el Espíritu y él, el Hijo hecho hombre, intervienen para liberar a las personas de sus enfermedades, dolores... y salvarles de sus malas acciones, odios, injusticias... Es decir, el Padre, el Hijo y el Espíritu aparecen como un Dios que busca restablecer la dignidad de las personas e introducirlas en el reino de Dios.

Esta es la Trinidad salvífica, la que ha salido de sí y se ha revelado a los hombres por medio de Jesús, actuando en favor de ellos con obras y palabras. La catequesis de hoy seguirá esta pedagogía de Jesús: comunicará a los demás, antes que nada, a esta Trinidad salvífica que se ha dado a conocer por sus obras y palabras y ha manifestado su plan de salvación para los hombres, deteriorados material y espiritualmente, que ansían liberarse y salvarse de esta tiranía.

b) Sólo después de esta Trinidad salvífica, la catequesis revelará a las gentes, sencillas y cultas, cómo es Dios en su interior, la Trinidad inmanente: cómo es cada persona divina, sus relaciones, cómo viven, qué relación tienen con la creación, etc. Así lo hicieron especialmente san Juan y san Pablo y los demás escritos apostólicos, siguiendo la pedagogía divina de Jesús. La catequesis encuentra facilidad para llevar esta pedagogía divina cuando los teólogos –como en nuestro caso— elaboran primero una teología de la Trinidad, narrativa y ascendente, dejando para un segundo momento la teología de la Trinidad inmanente.

2. DESCENDIENDO A LA PEDAGOGÍA POR EDADES. a) Se puede hablar de un despertar religioso del niño a partir de los 4-5 años. En esta edad el niño es ya capaz de experimentar una apertura religiosa y una primera conciencia moral de fraternidad y filiación. A través de sus relaciones con los padres, amigos y compañeros, empieza a experimentar y a descubrir la convivencia, la relación de fraternidad y de filiación, la dependencia. Estos descubrimientos pueden ser los puntos de partida para una primera iniciación en el misterio de Dios, que no es únicamente uno, sino comunidad y relación mutuas. Evitando toda conceptualización, totalmente inasimilable en esta edad, la catequesis se esforzará por elevar estas vivencias infantiles naturales a vivencias y expresiones de fe, mediante la oración y las celebraciones en familia, y también en pequeños grupos parroquiales, orientadas al Padre, a Jesús, su Hijo y nuestro hermano, y al Espíritu Santo, que nos une en la familia de los Tres. Así el niño va vivenciando en su fe al Dios-comunidad. Jesús será presentado no como niño, sino como hombre ya adulto y maduro, que ha mantenido una relación del todo particular con Dios Padre y ha establecido un nuevo tipo de relaciones entre sus conciudadanos. El nos ha hablado como nadie de Dios, su Padre y nuestro Padre, y de su Espíritu entrañable, que también es nuestro. Por eso lo escuchamos. Una atención desmesurada e inoportuna (fuera del tiempo de la Navidad) al niño Jesús puede llevar a fijaciones infantiles perniciosas para un desarrollo integrador de la fe cristiana.

b) El período que representa el paso de la infancia a la pubertad (6-12 años) viene caracterizado por la ampliación del ámbito vital. Su inicio suele coincidir con la escolarización. La entrada en la escuela conlleva a la par la entrada en un mundo nuevo de relaciones sociales (compañerismo, amistad, equipo, colaboración, competencia, fracaso, castigo...) e intelectuales (aprendizaje, descubrimiento del mundo...).

Religiosamente el niño se muestra capaz de captar la trascendencia de Dios, que se le aparece como soberano y todopoderoso. No es raro que asocie rápidamente esta imagen de Dios con la experiencia del antagonismo entre el bien y el mal, cosa que puede llevarle a ver a Dios como el juez terrible, cuyo encuentro fácilmente intentará evitar. Por ello la catequesis pondrá especial relieve en presentar a Dios como Padre bondadoso y misericordioso. En este sentido podrán ser de gran ayuda muchas de las parábolas evangélicas. De este Dios todopoderoso y todobondadoso nos ha hablado Jesús. Si de hecho el niño en esta época tiene muchas dificultades en compaginar la humanidad y la divinidad de Jesucristo, la catequesis se esforzará en resaltar la relación de intimidad y proximidad que Jesús mantiene, especialmente en sus tiempos de oración, con Dios, a quien trata siempre como verdadero Padre. A esta relación de intimidad y relación filial invita también a todos los hombres.

Metodológicamente será positivo fomentar en estos niños la admiración por Jesús, en lo que hace y en lo que dice. Jesús habla con convicción y con cariño de su Padre y de su Espíritu Santo, hace lo que agrada a su Padre y sigue el impulso de su Espíritu.

c) El período de la adolescencia y juventud (12-20 años). Esta etapa vital viene marcada por la experiencia de padre-madre que hacen, sobre todo, los adolescentes. A nivel religioso se da una tendencia general en proyectar esta experiencia vital en la imagen de Dios. Dado que la catequesis cristiana nunca podrá prescindir de presentar a Dios como Padre, se le exige una atención especial para corregir las deficiencias de esta experiencia vital. Una vivencia equilibrada de la paternidad podrá evitar entenderla ya sea como tiranía, ya sea como complacencia y bonachería. La trasposición de una experiencia desequilibrada de paternidad a la idea de Dios puede provocar fácilmente una fijación infantilizante de las relaciones del adolescente con Dios, que serán totalmente desechadas paralelamente a la superación de esta etapa vital y, juntamente con ellas, también toda relación con Dios.

Al aplicar a Dios la categoría de padre, habrá que acompañarla de otras expresiones como origen de todo amor, principio de toda vida, fundamento sustentador de toda la realidad..., que ayudarán a ampliar el campo semántico al aplicarlo a Dios y también contribuirán a poner de relieve el sentido analógico del término cristiano padre con que designamos a Dios. Pero sobre todo, se hablará de la paternidad de Dios según nos ha sido manifestada en la historia de Jesús de Nazaret. No se trata de formular la idea de Dios Padre a partir de la experiencia del padre terrenal, sino a partir del mensaje cristiano que nos habla de Dios como Padre de nuestro Señor Jesucristo y nuestro Padre, que siente ternura por nosotros, que nos acoge y perdona, etc.

Por otra parte, mientras al comienzo de esta etapa el adolescente tiende a representarse esta trascendencia de Dios bajo una forma más objetivizada como amoroso, salvador, señor y padre, en la última fase tiende a representárselo de una forma subjetivada bajo conceptos como amor, oración, confianza-diálogo, duda-abandono. Esta evolución ofrece una doble oportunidad para la catequesis. Así la primera fase ofrece una disponibilidad particular para la captación mediadora objetiva de Cristo. La segunda fase, en cambio, puede ofrecer una virtualidad especial para descubrir y presentar la eficacia transformadora de la existencia, atribuida al «Espíritu Santo derramado en nuestros corazones» (2Cor 1,12; Gál 4,6).

Como tercera característica de esta edad está la búsqueda de la propia identidad. El adolescente-joven necesita «identificarse con un ser clave para encontrarse y hacerse a sí mismo»15. Desde esta perspectiva se puede hacer una presentación de la persona de Jesús como posible ideal de identificación. De esta forma, Jesús aparece como ideal de apertura e intimidad con Dios, ante cuya presencia el mismo Jesús, bajo la acción del Espíritu Santo, afianza su ser para los demás. El ideal de vida divina que intenta plasmar el cristianismo en este mundo, aparecerá bajo el aspecto de filiación cara al Padre y de fraternidad en relación con los demás hombres bajo el impulso del Espíritu Santo. «Identificado con este Jesús, el adolescente-joven se puede abrir realmente a Dios Padre y a los hermanos desde el corazón mismo del proceso de autobúsqueda juvenil»16, impulsado por el Espíritu.

d) Refiriéndonos a la edad adulta, cabe partir de las características dialógicas y comunitarias que constituyen el verdadero ser del hombre. Por la revelación, Dios se autocomunica al hombre. Y se comunica no como Ser lejano que rige los destinos de los hombres, sino como el Dios que actúa su designio de amor profundo en la persona de Jesús de Nazaret, que infunde a toda la creación el soplo de su Espíritu renovador y que es principio de comunión y amor. Este Dios, que se manifiesta así, es también así en su realidad más profunda, es un Dios comunidad de amor y de relación.

Bajo esta óptica, las personas adultas pueden sentir la seducción de aceptar la plenitud de este Amor y Bondad supremos, que puede colmar su aspiración humana más profunda de comunicación y relación, estableciendo entre los hombres un nuevo ser: ser para vivir y promover la apertura y la sencillez, ser para vivir y promover el amor y el servicio, ser para vivir y promover la auténtica comunión. Por la aceptación existencial y personal de este Dios trinitario, la humanidad entera puede convertirse en el auténtico testimonio histórico —y a la vez simbólico— de esta manera de ser Dios. Manera de ser de Dios que, en cuanto divina, es plena y absoluta relación de comunión y donación mutuas en sí mismo y que, inserta como está en la historia humana, puede convertirse en el desencadenante más eficaz del reino de Dios.

¿No es ya la Iglesia —con todas sus imperfecciones— ese testimonio histórico de la manera de ser de Dios y, por tanto, desencadenante del reino de Dios en este mundo? Por eso es «en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1), «sacramento universal de salvación» (LG 48).


Conclusión

De esta forma, Dios, que en Jesús de Nazaret se ha manifestado como Padre, Hijo y Espíritu Santo, trinitario, aparece como aquel que quiere y puede llevar al hombre —a todo el hombre— a la plenitud de vida y comunicación que es él mismo en su realidad más profunda. La participación filial de esta realidad divina lleva al hombre a aquella plenitud de relación y amor que únicamente le puede ser dada como don supremo de Aquel que es en sí mismo plenitud de relación y amor, y que constituye en su esencia más profunda una perfecta comunión de personas divinas: Trinidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo, que es «la más perfecta comunidad»17. De esta forma, «el misterio de la Trinidad no sólo no es irrelevante para la vida de los cristianos, sino que es un misterio de salvación donde se plasma la autocomunicación de Dios en Cristo Jesús y la donación de la fuerza de su Espíritu»18.

NOTAS: 1. Para cuanto sigue, véase B. FORTE, Trinidad como historia. Ensayo sobre el Dios cristiano, Sígueme, Salamanca 1988, 15-65 y 93-156. A su vez B. Forte se inspira en la propuesta narrativa del misterio pascual, de H. U. VON BALTASAR, Mysterium paschale, en J. FEINER Y OTROS, Mysterium salutis III, Cristiandad, Madrid 19712, 143-355. — 2. J. M. RoVIRA BELLOSO, Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, en X. PIKAZA-N. SILANES (dirs.), Diccionario teológico. El Dios cristiano, Secretariado Trinitario, Salamanca 1992, 1372-1377. — 3. Cf JUAN PABLO II, Locución del Ángelus, 10.9.1978, L'Osservatore Romano (12.9.1978). — 4. Cf Summa contra gentiles, LIII, c. 27. — 5. K. Rahner, cuya reflexión teológica significó un impulso decisivo a la teología trinitaria, podía constatar que la Trinidad tenía muy poca incidencia en la vida de los cristianos. Según él «los cristianos, a pesar de su profesión ortodoxa de la Trinidad son, en la realización de su existencia religiosa, casi exclusivamente monoteístas. Podríamos atrevernos a afirmar que si hubiera que desechar, por falsa, la doctrina trinitaria, la mayor parte de la bibliografía religiosa podría permanecer tal como está» (Advertencias sobre el tratado dogmático «De Trinitate», en Escritos de teología IV, Madrid 1962, 107. – 6. J. M. RoVIRA BELLOSO, Tratado de Dios uno y Trino, San Pablo, Madrid 1994, 387. – 7. B. GROMMJ. R. GUERRERO, El anuncio del Dios cristiano. Análisis y consecuencias para la educación de la fe, Secretariado trinitario, Salamanca 1979, 31. — 8. Ib, 57. — 9 K. RANNER, o.c., 107ss. – 10 B. GROMM-J. R. GUERRERO, o.c., 73. – 11. R. PANIKKAR, La trinidad y la experiencia religiosa, Obelisco, Barcelona 1989, 25. – 12 B. GROMM-J. R. GUERRERO, o.c., 125. — 13 Ib, 125-126. — 14 Para esta exposición vamos a seguir las pautas marcadas por B. Gromm y J. R. Guerrero en su obra ya citada. Esta misma fuente ha usado V. Pedrosa para la elaboración de la última parte de su artículo Catequesis trinitaria, en X. PIKAZA- N. SILANES, o.c., 224-244. – 15. B. GROMM-J. R. GUERRERO, o.c., 141. —16 V. PEDROSA, a.c., 240. — 17 L. BOFF, La Santísima Trinidad es la mejor comunidad, San Pablo, Madrid 19902. — 18. J. R. GUERRERO, El misterio de la Trinidad en la catequesis de nuestros días, en N. SILANES (ed.), La Trinidad en la catequesis, Secretariado Trinitario, Salamanca 1978, 285-356.

BIBL.: Además de la ya consignada en las notas: ARIAS REYERO M., El Dios de nuestra fe. Dios uno y Trino, Celam, Bogotá 1991; AUER J., Dios uno y Trino II, Herder, Barcelona 1982; BALTHASAR H. U. VON, Teodramática III, Encuentro, Madrid 1993; BOFE L., La Trinidad, la sociedad y la liberación, San Pablo, Madrid 19872; CONGAR Y., El Espíritu Santo, Herder, Barcelona 1983; DANIÉLOU J., La Trinidad y el misterio de la existencia, San Pablo, Madrid 1970; JÜNGEL E., Dios como misterio del mundo, Sígueme, Salamanca 1984; LACUEVA F., Un Dios en tres personas, Clie, Tarrasa 1978; MUÑoz R., Dios de los cristianos, San Pablo, Madrid 1986; PANNENBERG W., Teología sistemática 1, UNIV. PONT. COMILLAS, Madrid 1992; PIKAZA X., Trinidad y comunidad cristiana, Secretariado Trinitario, Salamanca 1990; Trinidad, en MORENO VILLA M. (dir.), Diccionario de pensamiento contemporáneo, San Pablo, Madrid 1997, 1189-1197; RAHNER K., El Dios Trino como principio y fundamento trascendente de la historia de la salvación, en FEINER J. Y OTROS, Mysterium salutis 11-1, Cristiandad, Madrid 1969, 359-449; Theos en el Nuevo Testamento, en Escritos de teología 1, Taurus, Madrid 1963, 93-168; SCHEFFCZYK L., Dios uno y trino, Fax, Madrid 1973; TORRES QUEIRUGA A., Creo en Dios Padre, Sal Terrae, Santander 1986; VIVES J., Si sentiu la seva veu... Exploració cristiana del misteri de Déu, Montserrat, Barcelona 1988; WAINWRIGHT A., La Trinidad en el Nuevo Testamento, Secretariado Trinitario, Salamanca 1976.

Francesc Torralba Roselló
y Josep Castanyé Subirana