TESTIMONIO
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SUMARIO: I. Concepto de testimonio. II. Vocabulario usado en la Biblia: 1. El testigo en Lucas; 2. El testigo en Juan. III. Hermenéutica del hecho humano. IV. Hermenéutica bíblica del testimonio. V. El testimonio de la Iglesia.


I. Concepto de testimonio

El concepto de testimonio es polisémico en nuestra lengua, con un uso complejo. 1) La etimología de testis subraya la función del testigo en cuanto presente al hecho y posible repetidor de la realidad: del testigo se espera que aporte la verdad objetiva de un hecho controvertido. Nos hallamos con naturalidad en el ámbito jurídico e incluso forense. 2) Además, tachamos de testimonial una postura significativa, pero ineficaz. Este uso semántico penetra en el significado del acontecimiento: implica a la vez una cierta admiración por lo que conlleva de coherencia y autenticidad, aunque se reconozca su inoperancia. 3) Un uso intermedio entre los ya citados ocurre cuando afirmamos que una actitud, un hecho, un acontecimiento es testimonial porque confirma una línea previamente expresada. Aquí el testimonio es un acontecimiento externo que revela la existencia de una interioridad. Por otra parte, esta no existe sin gestos que la expresen. Sin la interioridad, el hecho carece de sentido (hay gestos que revelan amor, odio, incomprensión, acogida, etc.) y, al mismo tiempo, difícilmente podemos imaginar estas realidades sin exteriorizaciones que la testifiquen. En este sentido debemos relacionar el testimonio con conceptos como revelación, signo, señal, milagro, etc. 4) Finalmente, tomando ejemplo de las carreras de relevos, alguien pasa el testigo cuando transmite algo a alguien: se transmite un encargo, un sentido, un mensaje o una vivencia. En este sentido el testimonio tiene relación con otros conceptos catequéticos como misión o apostolado. De estos usos del concepto cabe deducir una conclusión: la realidad es ambigua y el testimonio pretende objetivarla, expresarla o iluminarla tanto respecto al hecho externo mismo cuanto, más aún, a su sentido.

En años recientes el testimonio ha sufrido también una evolución en su valoración dentro del ámbito de nuestra cultura. Si el testimonio (en sentido un tanto apologético) era lo importante en la vida de una persona, poco a poco fue cediendo terreno en favor del compromiso. Más recientemente ambos conceptos han vuelto a relacionarse: el testimonio comprometido es la actitud que sirve para iluminar la realidad desde su profundidad.

En un ambiente tildado de posmodernista, el testimonio sufre una nueva erosión. En la cultura posmoderna el testimonio parece quedar relegado al ámbito privado de las necesidades subjetivas del individuo, sin valor para los demás. En una cultura de la fragmentación no resulta significativo seguir el rastro que une la acción concreta con su motivación profunda; nada necesita motivación. Como mucho, cabe el respeto o la admiración ante lo que intuimos como coherencia individual, pero sin reconocerle ningún sentido de interpelación. Con todo, la cultura posmoderna sigue buscando y creando testigos.


II. Vocabulario usado en la Biblia

a) En hebreo (Antiguo Testamento), la raíz que soporta el concepto de testimonio (`ud) es indudablemente semita, pues está atestiguada en diversas lenguas, aunque con significados a veces tan lejanos semánticamente del hebreo como rodear o auxiliar. En hebreo se mantiene fundamentalmente dentro del ámbito jurídico, bien como función notarial en un proceso civil, bien como acusación en un proceso criminal (resulta curioso que no exista la figura de un testigo de descargo). 1) En su función notarial, un testigo asiste a un pacto o transacción comercial y su presencia confirma el hecho (Gén 23,18), incluso por escrito (Jer 32); un altar atestigua que «el Señor es Dios» (Jos 22,34; Is 19,19-20); unas piedras son testigos de la alianza entre Jacob y Labán (Gén 31,48); incluso un cántico puede dejar constancia a la siguiente generación del pecado cometido por la anterior (Dt 31,19.21.26); la luna, obediente a las leyes de la naturaleza (= de Dios), confirma la perpetuidad de la promesa divina (Sal 89,38; Dt 31,28); Dios mismo puede ser invocado como testigo (Mal 2,14; 3,5; Gén 31,50) o actúa de acusador contra su pueblo (Miq 1,2); los israelitas son testigos en la historia de la potencia o bondad de Dios (Is 43,10; 48,8-9), incluso contra sí mismos (Jos 24,22). Toda esta función notarial se resume en la posibilidad de ser convocados en el futuro como testigos de cargo (Dt 30,19). 2) La función de testigo en una causa criminal está mucho más definida y detallada en la ley: tiene obligación de comparecer (Ley 5,1), no puede mentir (Ex 20,16; Dt 5,20) y, en caso de pena de muerte, es necesaria la coincidencia de dos o tres testigos (Núm 35,30; Dt 17,6; 19,15). La detallada legislación (Dt 19,15-21) no niega la existencia real de testigos falsos (Jer 18,18; 20,10; Sal 37,32; 1Re 21,10).

b) En griego bíblico (Antiguo y Nuevo Testamento). La raíz griega mart- traduce en el Antiguo Testamento la raíz hebrea que hemos visto y sostiene su mismo significado. El Nuevo Testamento conserva evidentemente la acepción forense (Mt 18,16; 26,62; 27,13; Mc 14,56; Rom 3,21; 2Cor 13,1), pero parece notarse una pérdida en la intensidad de su uso, de modo que adquiere mayor relevancia la función notarial. Así puede explicarse la evolución semántica que en castellano conduce a mártir, carente de todo valor forense. Ya en la antigüedad clásica el mártir no sólo atestigua hechos, sino verdades. Dentro del Nuevo Testamento descubrimos dos líneas interpretativas principales del concepto de testigo o testimonio: la de la obra de Lucas y la de Juan. Lucas se fija más directamente en los apóstoles y creyentes en cuanto testigos de la obra de Dios realizada en Cristo; Juan (que no utiliza el sustantivo testigo, sino el concepto de testimonio o el verbo dar testimonio) subraya la función testifical de Jesús acerca del amor y salvación del Padre.

1. EL TESTIGO EN LUCAS. Como Isaías identifica al pueblo como testigo de Dios (Is 43,8-13), Lucas contempla a la Iglesia como comunidad de testigos. En primer lugar, los apóstoles son establecidos como «testigos de la resurrección de Jesús» (He 1,8.22; 4,33; 10,41; 13,31), de todo el sentido de su vida terrena: «hay que predicar en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados a todas las naciones» (Lc 24,47). Para esta función se requiere haber convivido con Jesús desde el principio («uno de los que nos han acompañado todo el tiempo que Jesús estuvo con nosotros» [He 1,21; cf 1 3,30]). Su testimonio está sostenido y ratificado por el testimonio de los profetas (He 10,43; 13,22), y muy particularmente por el del Espíritu, que es coincidente (He 1,8; 5,32; 20,23). También lo avalan los signos que realizaba el Señor por su medio (He 14,3). Con su predicación, atestiguan no sólo la resurrección de Jesús, sino también con ella su mesianismo (He 18,5), su soberanía (He 10,42; 20,21) y el reinado de Dios (He 28,23). Pablo recibe una misión muy similar de parte del resucitado (He 9,15; 13,2) y puede también ser testigo (He 22,15; 26,16), aunque sólo recibe tal denominación cuando ya está sufriendo el proceso; Esteban la recibe por su ejecución (He 22,20). Evidentemente quien ha recibido el Espíritu, recibe la tarea de testimoniar la obra del Padre realizada en Jesús y confirmada en su resurrección de entre los muertos (cf 1Cor 15,15). El destino del Maestro implica también a los discípulos (Lc 11,47-51). En su persecución se cumple la profecía mesiánica (Lc 24,26; He 4,25-26) y la comunidad se alegra (He 5,41).

2. EL TESTIGO EN JUAN. En el evangelio de Juan las cosas discurren de otro modo. El conjunto de sus escritos es la obra de un testigo (Jn 19,35; 21,24; Ap 1,2; lJn 1,3). En el evangelio de los signos, el testimonio es necesario para la interpretación. En primer lugar, el Padre da testimonio del Hijo (Jn 5,32; 8,18); por tanto, la verdad de lo que dice no se funda únicamente en su propio testimonio (Jn 5,31-32; 8,13-14; 1Jn 5,9). Por otra parte el sentido de la vida de Cristo consiste en dar testimonio de lo que ha visto y conoce (Jn 3,32; 8,38.55), comunicar lo que ha escuchado (Jn 8,26; 17,8); para testimoniar la verdad ha venido al mundo (Jn 18,37). Su testimonio es verdadero porque coincide con el del Padre (Jn 5,19ss). El es testigo veraz, pues conoce al Padre y testifica lo que ha visto (Jn 8,38).

Además del Padre, Juan da testimonio de Jesús (Jn 1,7-8; 5,33); sus propias obras atestiguan también su verdad (Jn 5,36; 10,25.38; 14,11); incluso la Escritura coincide (Jn 5,39); el Espíritu da testimonio de él (Jn 15,26; Un 5,6; Ap 22,16) y también sus discípulos (Jn 15,27), a quienes envía el espíritu de la verdad (Jn 14,1617; 16,13). El Apocalipsis reconoce a Cristo, primogénito de entre los muertos, como el «testigo fiel» (Ap 1,5; 3,14). La tarea del apóstol evangelista es dar testimonio veraz de lo que ha vivido (Jn 21,24; Ap 1,2). En la cruz Cristo narra el amor del Padre, la Escritura se cumple y el testigo lo acredita (Jn 19,35). En la tribulación se debe mantener la mirada fija en el Testigo (Ap 1,5) y seguirle hasta el final (Ap 20,4).


III. Hermenéutica del hecho humano

Además de las acciones automatizadas, rutinarias e irrelevantes, existen otras en las que las personas van realizando su existencia, de ordinario en interacción. Para el espectador, el hecho humano suele asumir una radical ambigüedad, enigmática o desconcertante. Lo prueba la inagotable capacidad de engaño del hombre, que incluso se convierte en autoengaño. Sin embargo, hay situaciones en las que la persona se manifiesta en su autenticidad. Son como la punta de un iceberg, que señala una realidad más importante y más profunda. Más aún: tales hechos no sólo muestran, sino que realizan. Dice Ben Sira que en la desgracia se conoce a los amigos (Si 6,7-12; 12,8); en ella se realiza y crece la amistad. Dios pone a prueba a su pueblo «para conocer los sentimientos de su corazón» (Dt 8); si el resultado es positivo, se robustece su calidad de pueblo. ¿Cómo entender el significado profundo de tales actos? Hay personas intuitivas o sensibles que muestran tal capacidad; otros la desarrollan con la técnica y el entrenamiento. Entre estas se cuentan los expertos en determinadas materias, también en humanidad. Este es un hecho en todas las artes y en todas las capacidades: música, literatura, cine, política, etc. Son personas que saben leer un hecho aislado como signo de una realidad más profunda.

Finalmente hay hechos que, como parte constitutiva de su realidad, nos lanzan una llamada, exigen una respuesta de acción o de actitud. Dicha llamada es parte integrante de su sentido, quizá su mejor parte. Sirven como ejemplo las campañas de sensibilización, pero el caso verdaderamente ejemplar es el amor: exige respuesta.

El amor auténtico es gratuito, pero bien sabemos que exige amor. Los gestos que le acompañan transmiten su realidad y suelen resultar insignificantes para quien se encuentra en otra tesitura. El amor condensa plenitud de sentido y univocidad en detalles sin valor en sí mismos. No captarlo así es no captar la realidad que se está manifestando. Si el amor se realiza en el sacrificio, se manifiesta con claridad extrema. El amor exige amor y sólo amor; la exigencia es parte integral de su sentido y quien no la escucha desoye su verdadero sentido. Quien proclama, anuncia, testifica este sacrificio como revelación de amor, tiene que proclamar al mismo tiempo la exigencia que conlleva, empezando por sí mismo. Si el narrador del amor adopta una actitud neutra, neutralizando la llamada, falsifica el sentido del hecho. Un informe objetivo sobre este tema no sería objetivo.


IV. Hermenéutica bíblica del testimonio

El uso bíblico del concepto testigo o testimonio y la hermenéutica del hecho humano nos permiten dar un paso más en la importancia que en teología bíblica tiene el testimonio y los conceptos con él relacionados. Precisamente por la amplitud semántica que en la Biblia adquiere este concepto y los conceptos afines a él, podemos afirmar que el testimonio es, en ella, omnipresente. La revelación, como el testimonio, pretende provocar una reacción: bien la aceptación, la fe, bien el rechazo. Aceptar el testimonio es propio de la sabiduría (Sab 8,8), viene de ella; es decir, la fe es don de Dios.

a) Signos o señales. Si la revelación consistiera en una serie de verdades conceptualmente expresadas, bastaría la palabra como su soporte transmisor; la respuesta adecuada sería el conocimiento. Pero no es así; la revelación es la comunicación de Dios mismo, de su ser, de su amor, de su compromiso en salvar. Un acercamiento personal exige una respuesta personal de fe, aceptación, entrega; en una palabra, amor. Su manifestación necesita de unas señales para hablar nuestro lenguaje (Dt 3,24; 4,7.32-36).

La grandeza de Dios y su salvación están avaladas fundamentalmente por dos clases de testigos: la naturaleza y sus obras históricas en favor de Israel. 1) Los astros y sus leyes son signos de Dios (Is 42,5-8; Job 5,9-10; 9,10 o el texto clásico de Rom 1,20). Dicho con palabras del Salmista: «Los cielos narran la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos..., no son voces que puedan escucharse, mas su sonido se extiende por la tierra entera» (Sal 43,9). Ellos señalan los tiempos (Gén 1,4) y provocan admiración (Sal 92,6; 136,1-9). Los falsos dioses no pueden aportarlos como testigos de su poder (Is 43,9; 44,7), de modo que sus fieles son ciegos y no comprenden (Is 44,18). 2) Además, Dios se da a conocer en los hechos de la historia. La liberación del pueblo hebreo de la opresión egipcia fue acompañada de signos prodigiosos que desvelaban su sentido: vencer y convencer al Faraón (Ex 4,21; 7,3; 8,6, «para que sepas que no hay otro como el Señor, nuestro Dios» [11,91), confirmar a su pueblo («y sepáis que yo soy el Señor» [Ex 7,5.17; 8,6.18; 9,14.29; 10,2.71; «para que veáis y sepáis» [Is 41,20; 45,3.6; 49,23.16; cf Éx 4,8; Dt 6,22; 7,19; 11,2-41) y asegurarle que en el futuro le seguirá salvando (Jer 32,20-22; Is 46,8). «Señales y prodigios» es fórmula repetida frecuentemente en el Antiguo Testamento (30 veces; Ex 7,3; 11,9s.; Dt 4,34; 6,22, etc.) y en la obra de Lucas (He 2,19.22.43; 4,30; 5,12, etc). Las obras históricas de Dios en favor de su pueblo convierten a este en testigo: «Vosotros sois mis testigos... mis siervos, a quienes yo he elegido» (Is 44,8; cf 43,10.12; Dt 29,12).

A estos signos nuestra cultura los ha llamado milagros, acontecimientos en los que el hombre descubre la mano de Dios. De modo específico denominamos así a los hechos en que con cierta nitidez se manifiesta el poder salvador y liberador de Dios. La mentalidad moderna, uno de cuyos mayores logros es haber penetrado y, en cierto modo, dominado las leyes de la naturaleza, corre el peligro de identificar los milagros con acontecimientos que se saltan dichas leyes. El hecho de que los antiguos utilizaran un método narrativo como soporte de su mensaje no debe equivocarnos: ellos centran su atención en que Dios actúa y, narrativamente, no tenían mejor modo de expresarlo que negando cualquier otra actuación. A su vez, los milagros no tienen que ver con la magia. Moisés tuvo que enfrentarse al Faraón con signos que también podían realizar los egipcios con sus encantamientos (Ex 7,11); también expulsaban demonios quienes no pertenecían al grupo de Jesús (Lc 9,49). Por sí misma, ni la multiplicación de los panes ni la resurrección de un muerto producen el efecto de seguir a Jesús (Jn 3,20; 6,26; 7,21; 11,45-46). Para algunos fueron signo de lo contrario (Jn 7,21.41-43). Jesús tuvo que enseñar a sus discípulos, que entendían de signos climáticos, cómo leer los signos del reinado de Dios (Mt 16,1-12), y ciertamente les costó trabajo aprenderlo (Lc 9,41; Jn 20,27). Las señales que ofrece a los enviados del Bautista (Mt 11,4-6) o las que permiten a María leer la acción prodigiosa de Dios (Lc 1,51-55; cf Job 5,9-16; 1 Sam 2,4-8) no corren peligro de entenderse mágicamente. Jesús mismo agradece al Padre que haya escondido estas cosas a los entendidos y se las haya revelado a los ignorantes (Lc 10,21-22). Los evangelios cuentan cómo Jesús expulsa demonios, cura enfermos, resucita muertos, etc., pero todo esto es para que sepamos «que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11,20). Todos los signos testifican que Jesús era «un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo» (Lc 24,19) y que «pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el demonio, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos...» (He 10,38-39.42).

Como creyentes no podemos terminar de hablar del pueblo o comunidad de testigos sin hacer una simple referencia al concepto que la define: la comunidad de testigos es sacramento; expresa sacramentalmente a Cristo resucitado; este prolonga su presencia en la comunidad que lo testimonia.

b) Hechos y palabras. Si el hecho histórico fuera unívoco en su sentido, la revelación histórica de Dios no tendría problemas. La realidad es bien distinta: todo acontecimiento necesita una palabra que lo anuncie, lo explique y lo proclame, y únicamente quien esté en esa sintonía de onda puede captar el mensaje. La salida de Egipto es un suceso que podía ser interpretado como huida o vagancia (Ex 5,8.17), pero que, según la fe de Israel, debía interpretarse como liberación. Por eso necesitaba de una palabra que le diera el sentido, rompiendo su ambigüedad. El signo asombra e interroga; la palabra interpreta, revela y convoca. Efectivamente, todo lenguaje tiene tres funciones: informar, expresar y llamar o apelar. Es lo que la palabra proporciona al hecho. Un acontecimiento histórico puede ser revelador, si la palabra le presta unos servicios de intérprete.

A la palabra se le pueden reconocer hasta seis funciones principales respecto al hecho. En tres de ellas la palabra precede al hecho como profecía, mandato o exhortación; en su momento, el hecho adquiere un sentido determinado en función de la palabra que le ha precedido. En las otras tres, la palabra sigue al hecho: como proclamación, narración o explicación. Cuando la palabra brota de la experiencia puede proclamar el hecho de varias maneras: asumida en el símbolo de fe, lo profesa; narrada en la liturgia, lo actualiza; la narración no sólo interpreta, sino representa el hecho, lo vuelve a hacer presente; la explicación camina hacia la didáctica y puede convertirse en doctrina. De hecho, la Sagrada Escritura recoge la memoria verbalizada de unos hechos, transmite en palabra su significado e invita a traducir en hechos la sintonía con dicho mensaje. Con razón se afirma repetidamente en Dei Verbum la intrínseca relación de «obras y palabras» (DV 2) en la revelación de Dios (DV 14), en la obra de Cristo (DV 4, 7, 17, 18) y en la vida de la Iglesia (DV 7, 8).

c) La palabra profética. Caso peculiar del servicio que la palabra presta al acontecimiento en su función de signo y testimonio es el caso de los profetas. Estos mediadores de la palabra tienen la doble misión de explicar la realidad al pueblo para conseguir su conversión, y denunciar de parte de Dios la injusticia que ocurre en el pueblo, de modo que él no se vea involucrado en ella. Los profetas, por tanto, testifican la justicia de Dios y dan sentido a los acontecimientos históricos. En palabras de Ezequiel, los profetas existen «para que sepan que yo soy el Señor» (Ez 6,7.13-14; 7,4.9.27; 13,9.21.23), es decir, son testigos de la divinidad de Yavé. Proclamando la salvación –o el juicio– de parte de Dios, anuncian también señales que ratifican sus palabras (Is 7,9; 13,9; 24): los hechos son testigos de la verdad de su mensaje. A veces, sus palabras van acompañadas con acciones significativas: Isaías anda desnudo como signo contra Egipto y Nubia (Is 20,2-4); Jeremías se unce un yugo para significar el destierro que anuncia (Jer 28); Ezequiel permanece tumbado y en huelga de hambre por los pecados de su pueblo (Ez 4). Como su palabra no es aceptada, la ponen por escrito para que conste (Is 8,1.16; Jer 36). Más aún, su misma vida se convierte en testimonio o signo de que Dios ha hablado: Isaías y sus hijos son testimonio de la palabra de Dios (Is 7,1; 8,10); Jeremías es célibe en función de su anuncio (Jer 16); Ezequiel cumple su misión para que sepan que «en medio de ellos se encuentra un profeta» (Ez 2,5; 33,33); Amós se siente arrancado de su tierra, de acuerdo con el anuncio de destierro que hace al pueblo (Am 7,15); Oseas experimenta su mensaje en su propio matrimonio (Os 3).

Los profetas testimoniaron en su vida el mensaje, que no predicaron como un acto de coherencia o de voluntarismo. El mensaje pertenecía a su vida. El rechazo de su palabra por parte del pueblo significó su propio rechazo. Jeremías lo expresa con duras palabras (Jer 15,15ss.; 20,7-18), pero la tradición judía lo completa con la narración de la muerte violenta de todos ellos. Hechos y palabras se unifican en los profetas. Su vida de testigos les convierte en mártires. El Antiguo Testamento, lo mismo que el Nuevo, los denomina siervos.


V. El testimonio de la Iglesia

«Cristo, que por el testimonio de su vida y por la virtud de su palabra proclamó el reino del Padre, cumple su misión profética... por medio de los laicos a quienes, por ello, constituye en testigos... (He 2,17-18; Ap 19,10)» (LG 35). Así expresa el Vaticano II el sentido de la Iglesia. La necesidad de dar testimonio de la salvación de Dios no es algo accidental para la Iglesia, algo conveniente para la coherencia o algo aconsejable para la propagación. Pertenece a su misma esencia, pues brota de su sacramentalidad como comunidad del resucitado: la Iglesia es sacramento universal de salvación, o sea, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano (LG 1, 15; GS 43, 45). No hay interioridad humana sin manifestación externa, ni hay interioridad cristiana sin manifestación externa. En Cristo, Dios se ha hecho visible y cercano (Heb 1,2); en la Iglesia sigue Cristo —y Dios— visible y cercano entre los hombres (Heb 2,3-4.11-13). El testimonio es la obra del Espíritu, del mismo Espíritu que se manifestaba en Jesús y que él entregó a su Iglesia (Lc 24,48-49; In 15,26-27).

Este sacramento de Dios realiza su designo salvador de muchas maneras, prolongando así la «nube de testigos» que acreditan su obra (Heb 12,1). El testimonio cristiano se realiza en toda obra buena (LG 34) que los cristianos realizan a través de las estructuras de la vida secular, en las condiciones comunes del mundo (LG 35), como miembros del grupo humano (AG 11). Evidentemente el amor es el principal signo del Dios-Amor (Jn 15,9; 1Jn 4,7-21). Pero el amor se manifiesta en hechos. El Nuevo Testamento describe de varias formas los frutos que brotan del Espíritu (Rom 8,9; 12,6-21; Gál 5,16-17.22-26). El Vaticano II cita otros hechos-signos: «todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar e incluso las pruebas mismas de la vida» (LG 34). Llega a situar el testimonio en ámbitos como la dignidad del hombre, la igualdad de todos los hombres y el bien común, el trabajo, la familia, la promoción de la cultura, la vida económica y social junto a la ecología, la vida en la comunidad política, la promoción de la paz y la edificación de la comunidad internacional (GS). Documentos posteriores apelan al testimonio a través de los medios de comunicación social (CP [1971]), la inculturación, el diálogo, la opción preferencial por los pobres, el racismo y la xenofobia (Sínodo 1985). En esa misma órbita se sitúa el documento Para una pastoral de la cultura, del Consejo pontificio de la cultura (1999).

El testimonio de Cristo es tarea de todo bautizado, de los obispos (CD 1 1), sacerdotes (PO 2) y seglares. Pero un testimonio específico se realiza en la Iglesia mediante la identificación con Cristo (Flp 2,7-8; 2Cor 8,9) en la profesión de los consejos evangélicos (LG 39, 42). La vida religiosa manifiesta «ante todos los fieles que los bienes celestiales se hallan ya presentes en este mundo», da testimonio de «la vida nueva y eterna conquistada por la redención de Cristo» y prefigura «la futura resurrección y la gloria del reino celestial». Este estado «imita más de cerca y representa... el estado de vida que el Hijo de Dios tomó cuando vino a este mundo... Proclama de modo especial la elevación del reino de Dios sobre lo terreno..., muestra ante todos los hombres la soberana grandeza del poder de Cristo..., que obra maravillas en la Iglesia» (LG 44). El martirio es el testimonio supremo (LG 42; AG 24), pero si esto está reservado para pocos, todos deben estar dispuestos a confesar a Cristo y a seguirle en el camino de la cruz en medio de las persecuciones, que nunca faltan (LG 42).

El testimonio de la Iglesia se realiza también en obras y en palabras (LG 35; AA 6, 13, 16). Junto a las manifestaciones de su vida está también la palabra evangelizadora que anuncia a Cristo. Compartiendo las tristezas y alegrías de todos los hombres, la Iglesia experimenta y testimonia el alumbramiento de la nueva humanidad nacida en la resurrección y que todavía sufre dolores de parto hasta que se manifieste su verdadera condición filial (Rom 8,22-23).

¿Es visible el testimonio de la Iglesia? Tendremos que decir que sólo quien ama capta los signos de amor. Para captarlo habrá que estar en sintonía. Pero también hay que afirmar que la Iglesia conoce la debilidad de sus miembros y experimenta que el pecado oscurece la claridad de su testimonio. Muchas veces la comunidad creyente se ha visto en la necesidad de pedir perdón; sabe que en la historia y en la actualidad «es mucha la distancia que se da entre el mensaje que ella anuncia y la fragilidad de los mensajeros a quienes está confiado el evangelio» (GS 43). Por eso, también el Espíritu se manifiesta en las exhortaciones a la purificación y a la renovación «para que brille con mayor claridad la señal de Cristo en el rostro de la Iglesia» (LG 15; GS 43). Tal vez esta disposición a la conversión sea uno de los mejores testimonios de novedad que la Iglesia puede aportar al mundo de hoy desde la fuerza del Espíritu.

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José M° Ábrego de Lacy