SAGRADA ESCRITURA
NDC
 

SUMARIO: I. El libro: 1. Contenido; 2. Lenguas; 3. Epocas y autores; 4. Los libros. II. La Biblia como revelación: 1. La Alianza; 2. La palabra profética; 3. Consecuencias. III. La Biblia en la catequesis: 1. Constantes de la pedagogía divina; 2. Principios de pedagogía religiosa; 3. La Biblia en la acción catequética.


Desde que Bossuet iniciara la exposición de la doctrina cristiana con un resumen de la historia de la salvación, hasta la afirmación de que la palabra de Dios es la fuente de la que extrae la catequesis su mensaje (DGC 94), que consagra el carácter central de la misma en la acción catequética, se ha vivido un proceso de búsqueda y clarificación no exento de extremismos y desaciertos. Una vez aceptado el principio, el problema que se planteaba a los catequetas era el del método. Se trataba de compaginar el respeto a los contenidos de la fe con las exigencias derivadas del carácter histórico del catequizando. La catequesis tenía que ser el lugar en el que los creyentes descubrieran el sentido que la palabra de Dios da a la existencia y hallaran la respuesta a los interrogantes que la realidad en la que viven les plantea.

En esta tarea había que evitar dos extremos: considerar la Biblia como único factor esencial, cayendo en un exegetismo desencarnado que convertiría la catequesis en una clase de formación bíblica, y centrarse en la existencia concreta como lugar de encuentro entre Dios y el hombre, que conduciría a un activismo privado del sentido que la fe da al compromiso. El Directorio general de pastoral catequética (DCG, 1971) apuntaba una vía de solución al reconocer el valor del método de la experiencia como un modo de dar sentido a las realidades humanas desde la palabra de Dios. Y en la misma línea se expresa el Directorio general para la catequesis (1997) al afirmar que es tarea permanente de la pedagogía catequística iluminar e interpretar la experiencia con el dato de la fe (DGC 153). La existencia y la fe —la historia y la palabra—no son dos realidades contrapuestas o separadas, sino dos aspectos de la misma realidad: el diálogo salvador entre Dios y el hombre.


I. El libro

1. CONTENIDO. El término Biblia latiniza un vocablo griego en plural, que significa libros. Este dato suministra un presupuesto básico en la lectura responsable de la misma: no es un libro, sino una colección de libros de naturaleza, época y autores diversos. No posee, por tanto, la unidad que el autor, el género o el tema da a cualquier obra literaria. Un lector que afrontara con la misma óptica el estudio de los primeros capítulos del Génesis y los relatos de la pasión de Cristo cometería un grave error de método que le llevaría a errores de interpretación. Esta ha sido la causa de que en algunos momentos se haya planteado incompatibilidad entre la explicación de la realidad ofrecida por la ciencia y la que aparece en el texto bíblico.

Otros términos utilizados son Sagrada Escritura («libro sagrado»: 2Mac 8,23) o Sagradas Escrituras («libros sagrados»: 1Mac 12,9) –indican el carácter sagrado e intocable de los escritos que ella contiene–, y Ley y Profetas (He 13,15) –merismo utilizado en los escritos neotestamentarios para referirse al Antiguo Testamento–. En cuanto a la expresión Palabra de Dios hay que advertir que es un concepto más amplio que el de Biblia.

En cuanto al número de libros que integran esta colección existen hoy tres posturas: 1) Los judíos sólo aceptan los libros del Antiguo Testamento escritos en hebreo. En una actitud claramente polémica con los cristianos, que utilizaban la versión griega de los LXX en sus argumentaciones a favor del mesianismo de Jesús, los rabinos reunidos en Jamnia el año 80 rechazaron dicha versión y con ella todos los libros de origen griego (Jdt, Tob, 1-2Mac, Si, Sab, Bar y algunos capítulos de Dan y Est). 2) El hecho de que los primeros cristianos siguieran utilizando la versión griega se convirtió en preceptivo para la Iglesia posterior, que reconoció así la inspiración de los libros no hebreos. Esta postura es mantenida hoy por la Iglesia católica. 3) La posición judía es compartida por los protestantes, que dudan además del carácter revelado de los siguientes escritos del Nuevo Testamento: Heb, Sant, 2Pe, 2-3Jn, Jds y Ap. Las razones de este rechazo son el haber sido discutido el origen apostólico de los mismos y la no conformidad de su contenido con el pensamiento de los apóstoles.

También existen algunas diferencias en el orden. La Biblia hebrea agrupa los libros en tres bloques: la Ley (Torá), formada por los cinco libros del Pentateuco; los Profetas (Nebiim), que, además de los escritos proféticos, incluyen Jos, Jue, 1-2Sam y 1-2Re, llamados profetas anteriores, y los Escritos (Ketubim), que recogen los restantes libros. Es una distribución inexacta, pero tiene la ventaja de ofrecernos el orden en que fueron incorporados los libros en el Antiguo Testamento. La Biblia griega coloca los escritos proféticos en último lugar.

2. LENGUAS. Las lenguas utilizadas por los escritores sagrados fueron el hebreo —para el Antiguo Testamento—, el griego —para el Nuevo Testamento y los libros más recientes del Antiguo Testamento— y el arameo —Esd 4,8-6,18; 7,12-26; Dan 2,4b-7,28.

Si se tiene en cuenta el valor del lenguaje como expresión de la cultura de un pueblo, hemos de valorar en su justa medida el hecho de haber sido escrita la Biblia en estas tres lenguas. No sólo son desconocidas por la inmensa mayoría de los que la leen, los cuales tienen que recurrir a traducciones que no siempre pueden reflejar las categorías mentales de los autores, sino que además se da una profunda diferencia de mentalidad y cultura con el mundo de hoy. Hay que desconfiar de interpretaciones que ignoren estudios de tipo filológico e histórico. Para comprender un texto de la antigüedad hay que acercarse a la mentalidad del autor y a la cultura de su época.

Por otra parte, el hecho del lenguaje humano de la Biblia sólo puede ser interpretado adecuadamente desde el misterio de la encarnación, plenitud de la comunicación entre Dios y el hombre, pues la Escritura es el misterio de la encarnación en el lenguaje. Este principio es clave para una recta valoración de la Biblia globalmente considerada. La encarnación supone un movimiento de ida y vuelta ya que Dios baja para elevar al hombre en un gesto de amor infinito, y lo hace asumiendo plenamente lo humano con todas las consecuencias. Lo mismo ocurre cuando su Palabra se encarna en la palabra humana. Todas las posibilidades, condicionamientos y limitaciones de esta quedan asumidas, porque sólo así Dios puede comunicarse con el hombre. Todo lo cual plantea una exigencia y abre un camino en la tarea de acercar el mensaje revelado al hombre de nuestro tiempo: exegetas, teólogos y catequetas, bajo la supervisión del magisterio, han de esforzarse en expresarlo con las categorías mentales y símbolos culturales del hombre actual.

3. ÉPOCAS Y AUTORES. La crítica histórica y literaria ha puesto en evidencia, en primer lugar, que los libros que integran la Biblia, sobre todo los más antiguos, no son obra de un solo autor. Unos reflejan varias reelaboraciones hechas en épocas diversas; otros son colecciones de diversos autores puestas bajo el patrocinio de un personaje de prestigio; en un mismo pasaje podemos encontrar repeticiones o interpolaciones que rompen la continuidad del relato... Todo esto indica que el texto no comienza a ser considerado sagrado e intocable, escrito bajo la inspiración del Espíritu de Dios, hasta mucho tiempo después de su elaboración. Parece que es en la época del exilio cuando comienza a formarse la creencia en el carácter sagrado de ciertos textos, como el Libro de la Ley que Esdras lee ante el pueblo (Neh 8). La consecuencia de esto es que el autor o los autores pierden importancia en favor del texto y de su contenido.

La elaboración de los escritos fue además muy lenta. Si nos atenemos a la fase literaria, hay que hablar de, al menos, siete siglos para el Antiguo Testamento y de uno para el Nuevo. En esta labor de redacción, los autores no ven inconveniente en tomar materiales de la cultura ambiental si son aptos para mejor expresar la fe de Israel, como es el caso de los elementos mitológicos que aparecen en los primeros capítulos del Génesis. También queda reflejada en los textos la evolución de las ideas religiosas que tiene lugar en este largo período, de modo que encontramos textos sobre el mismo tema de contenido muy diverso, como puede verse al comparar el concepto de responsabilidad moral de Ex 20,3-25 con las enseñanzas de Ez 18. Más aún, el Nuevo Testamento representa una superación del Antiguo en muchos puntos.

De esto se derivan dos principios hermenéuticos cuyo olvido puede tener serias consecuencias en la pastoral catequética: 1) Para conocer el pensamiento bíblico sobre un tema es necesario hacer un estudio diacrónico del mismo, es decir, hay que estudiar la evolución del pensamiento religioso que, sobre ese tema, haya tenido lugar a lo largo del tiempo. 2) En ese estudio, el Antiguo Testamento ha de ser interpretado desde la plenitud de la Revelación que representa el Nuevo. Si no se tienen en cuenta estos principios, se pueden presentar como cristianas ideas y exigencias veterotestamentarias ya superadas o insuficientes. El decálogo, por ejemplo, ha de ser predicado desde la interpretación que hace el sermón de la montaña; la pascua judía queda sustituida por la eucaristía; el bautismo no es sólo purificación sino, sobre todo, regeneración...

Finalmente, hay que tener en cuenta que los autores se sienten deudores de una tradición a la que hacen progresar. Es esta conciencia de pertenencia a una corriente de pensamiento, surgida en el interior de un pueblo del que ellos son miembros, lo que imprime a la Revelación un carácter dinámico y progresivo. Cada generación avanza a partir de las posiciones conseguidas por las anteriores, si bien conservan una gran libertad interior frente al legado recibido como herencia. La letra no es algo muerto que anula la imaginación y la creatividad, sino un punto de referencia en la búsqueda de nuevos caminos. La catequesis no tiene como objetivo recuperar el pasado para recrearlo, sino que intenta descubrir el sentido del presente a la luz de ese pasado. Conociendo lo que Dios hizo y dijo en el pasado, el creyente de hoy puede comprender mejor lo que Dios dice y hace en el presente.

4. Los LIBROS. a) El Antiguo Testamento no es una colección homogénea de escritos, sino que, por el contrario, ofrece una gran variedad de géneros literarios. Comienza con el Pentateuco, llamado Ley no por ser un código legal, sino por tratarse de una instrucción. Para el deuteronomista y el cronista la voluntad de Dios fue dada a conocer a través de Moisés, pero no de un modo abstracto en forma de preceptos absolutos, sino ligada a unos acontecimientos históricos. El Pentateuco no es sino una reflexión sobre el sentido de la historia presente a partir de un pasado en el que Dios se manifestó primero como Señor de la historia y luego como Señor del universo. El testimonio de esta manifestación está recogido en unos libros que se convierten en norma para el pueblo.

Los escritos proféticos constituyen el segundo bloque. La Biblia hebrea incluye en ellos libros que nosotros consideramos históricos, como Jos, Jue, 1-2Sam y 1-2Re, junto con los libros de los profetas. De este modo el judaísmo muestra un concepto de historia que no se reduce al relato de los acontecimientos que tuvieron lugar en el pasado, sino a una revisión del mismo desde la Ley, es decir, desde la voluntad de Dios. Fue el espíritu profético el que convirtió la historia del pueblo en historia de salvación. Al interpretarla desde la voluntad de Dios, descubre en ella un designio divino que la abarca y le da sentido, superando así el concepto cíclico de tiempo.

Finalmente está una colección de escritos de carácter muy variado: hay poesía como los Salmos o el Cantar de los cantares; pequeñas narraciones de carácter novelesco como el libro de Judit; obras de carácter didáctico o sapiencial; escritos históricos como los libros de las Crónicas, y textos pertenecientes al género apocalíptico.

b) El Nuevo Testamento está formado por los escritos de origen cristiano. Se suele ordenar poniendo en primer lugar los libros históricos (Evangelios y Hechos); a continuación los escritos paulinos y, finalmente, las cartas católicas y el Apocalipsis. Se formó siguiendo un proceso similar al del Antiguo Testamento, aunque mucho más breve. El prólogo del tercer evangelio (Lc 1,4) y Jn 20,31 nos permiten conocer la razón por la cual la Iglesia del primer siglo se plantea la necesidad de escribir: para confirmar en la fe recibida. Ahora bien, esa fe había sido engendrada por la predicación de los apóstoles, cuyo núcleo fundamental es que Cristo «resucitó al tercer día, según las Escrituras, y que se apareció a Pedro y luego a los doce» (iCor 15,4-5). Esta predicación, a su vez, estuvo precedida de las palabras y obras de Jesús (cf Lc 24,19). Tenemos así el proceso seguido hasta llegar a los escritos que integran el Nuevo Testamento: 1) Jesús predica y realiza la salvación; 2) los apóstoles profundizan en el misterio de Cristo y lo anuncian en la predicación; 3) los hagiógrafos fijan su testimonio por escrito. Al igual que en el Antiguo Testamento, primero fue el acontecimiento histórico, luego la palabra viva que lo interpreta y finalmente la palabra escrita que lo fija, haciendo posible que futuras generaciones tengan acceso a él sin el riesgo de una deformación.


II. La Biblia como revelación

En la mente de todo el que estudia la Biblia, al conocer por la crítica el proceso seguido hasta llegar a su forma definitiva, surge un interrogante: ¿por qué estos escritos, elaborados como otros muchos de la antigüedad y sujetos a los mismos condicionamientos y limitaciones, fueron considerados sagrados y palabra de Dios? A otros escritos de la misma época, también surgidos en el seno del judaísmo o del cristianismo, no se les reconoció esta dignidad y fueron considerados apócrifos. Algunos de ellos son de una gran altura literaria y religiosa, pero no consiguieron ser incluidos en el canon de los libros inspirados.

No se trata de hacer un estudio del problema de la inspiración en orden a justificar la fe de la Iglesia en el libro sagrado, ni de analizar la historia de la formación del Antiguo y del Nuevo Testamento. Para ello pueden verse las introducciones generales y tratados que abordan directamente el tema. Nuestro objetivo en este punto es analizar cómo surge en el pueblo de Dios la conciencia de estar ante su Palabra puesta por escrito y derivar consecuencias para la catequesis. Nos limitamos a analizar dos hechos paradigmáticos y claves en la historia de la Revelación: la Alianza y la palabra profética.

1. LA ALIANZA. En el modo como es propuesta la Alianza (Ex 19,3-8) descubrimos que la palabra viene a dar sentido a un acontecimiento anterior: la liberación de Egipto. La palabra dirigida a Moisés, como portavoz de Dios ante el pueblo, no se reduce a narrar el hecho histórico de un modo objetivo, sino que lo presenta interpretándolo. «Habéis visto cómo he tratado a los egipcios, y cómo os he llevado sobre alas de águila y os he traído hasta mí» (Ex 19,4). Dios es el autor de la salvación realizada. Gracias a la función hermenéutica de la palabra, la historia profana se convierte en historia de salvación, y un hecho concreto pasa a ser el acontecimiento clave de toda la historia. De este modo, la sacralidad de un hecho, puesta de relieve por la palabra que lo interpreta, sacraliza a su vez esa palabra cuando esta lo narra de nuevo, en un movimiento recíproco de dignificación. Gracias a la palabra, el hecho histórico se convierte en acontecimiento de salvación, y este, así transformado, dignifica a la palabra, la cual, una vez escrita, participará de esa dignidad e inmortalizará el acontecimiento (hecho-significado). Es entonces cuando el texto comienza a ser considerado sagrado y, por tanto, inspirado, es decir, escrito bajo la guía del Espíritu Santo (DV 11), sin que ello esté condicionado por la identidad de la persona que lo escribió.

Junto al relato del acontecimiento, la Alianza presenta unas cláusulas: los mandamientos (Ex 20,1-21; Dt 5,6-22). Estos expresan la voluntad de Dios referida a todos los ámbitos de la existencia humana. Lo peculiar del derecho mosaico no es el contenido de sus preceptos —que coincide en gran parte con lo recogido en otros códigos de la antigüedad—, sino la estrecha conexión que establece entre los preceptos que regulan la vida religiosa —los tres primeros— y los que regulan la vida moral —el resto—. Esto permitió a la ley israelita alcanzar un elevado sentido de la justicia. El hecho de que del culto a Yavé emane tal fuerza y clarividencia de la conciencia moral significa que Dios es concebido como la fuerza misma del bien y como modelo de toda justicia humana y que su papel va mucho más allá del de simple guardián del derecho humano. Así pues, los mandamientos y el derecho que los desarrolla ordenan la vida de acuerdo con la voluntad soberana de Dios. El mismo escribe sobre piedra las palabras en que se encarna esa voluntad (Ex 31,18; 34,1). De este modo adquieren el carácter de sagradas y portadoras de Revelación.

Dt 30,15-20 nos proporciona un nuevo elemento: las bendiciones y maldiciones que siguen al cumplimiento o violación de las cláusulas de la Alianza. Ante Israel aparecen dos caminos: el de la vida y el de la muerte, el del bien y el del mal. De ese modo la palabra de Dios y la acción del hombre se condicionan mutuamente y la bendición-palabra se convierte en bendición-hecho por el bienestar, el progreso y el triunfo de Israel; mientras que la maldición-palabra se realiza en la maldición-hecho por el malestar, el sufrimiento y el fracaso. Gracias a estas palabras los hijos de Israel comprenderán en adelante el designio oculto del Señor, el significado de los acontecimientos futuros (Dt 29,28). Por las palabras de bendición y maldición, la Alianza, con sus exigencias, se convierte en clave de futuro. La palabra adquiere un valor sagrado permanente y se convierte en un elemento clave en la reflexión teológica de Israel sobre su propia historia.

La Alianza con sus elementos aparece, por consiguiente, como una revelación en la que Dios descubre a su pueblo el sentido de la historia que este ha vivido, le manifiesta su voluntad soberana sobre el presente y le proporciona las claves para comprender el sentido del futuro hacia el que camina. Esta revelación en los hechos ha necesitado de la ayuda esencial de la palabra como instrumento de expresión de ese significado oculto. La palabra desvela lo oculto para que el hombre, al conocerlo, obre rectamente. Al hacer esto adquiere un valor sagrado porque sagrada es la realidad que ha descubierto. Una vez escrita se hace inmutable y permanente. Nadie podrá cambiar el significado que Dios ha dado a la historia y todos tendrán acceso a él. Volviendo sobre el interrogante planteado anteriormente, hemos de afirmar que es el desarrollo de los acontecimientos, la historia, lo que hace surgir en Israel la conciencia de que determinados textos eran más que simples obras literarias. Eran portadores de revelación porque el sentido que daban a su vida desde el principio sobrepasaba la capacidad humana de comprensión. Sólo Dios es capaz de abarcar todo el tiempo y sólo él puede explicar su significado.

2. LA PALABRA PROFÉTICA. El interés de estudiar la palabra profética desde la óptica de la catequesis radica en que nos ofrece un modelo de análisis de la historia contemporánea desde presupuestos anteriores. Tomamos un momento importante en la evolución del pensamiento religioso de Israel: la liberación de los deportados. Cuando Ciro entra triunfante en Babilonia se despiertan fundadas esperanzas de liberación en los deportados, pero a la vez surgen profundos interrogantes de orden religioso, ya que es presentado por los sacerdotes de Marduk como un enviado del Dios destronado por el impío Nabónides. En un sello cilindro de arcilla leemos la siguiente interpretación del éxito de Ciro: «Marduk, al ver los santuarios en ruinas y a los habitantes de Sumer y Akad como muertos, se contuvo y tuvo compasión. Escrutó por todos los países buscando un gobernante recto dispuesto a llevarle en procesión y pronunció el nombre de Ciro, rey de Ashán, para que fuera el gobernador de todo el mundo» (ANET 315-316). En los deportados surge un interrogante: «¿Quién ha suscitado del Oriente a aquel que apela a la justicia a cada paso? ¿Quién le entrega las naciones y le somete los reyes?» (Is 41,2). No bastaba responder que era Yavé, sino que había que demostrarlo, ya que parecía ilógico que Dios se sirviera de un pagano para salvar a su pueblo (Is 45,1-15).

El profeta, en su función de apologista del yavismo, recurre a las claves de interpretación de la historia que Israel recibió en el pasado. Dios convoca a todas las naciones como testigos y plantea el problema: «¿Quién ha hecho esta gesta? El que llama desde el principio a las generaciones. Yo, el Señor, que soy el primero y estaré también con los últimos» (Is 41,4). Frente a él los dioses no son nada porque son incapaces de predecir lo que va a ocurrir (Is 41,21-24). Ciro, por tanto, es un elegido, un instrumento de salvación, pero no de Marduk, sino de Yavé (Is 42,1-9; 45,1-7). El profeta no hace sino dar sentido a los acontecimientos que el pueblo está viviendo, los cuales, debido a las circunstancias, están siendo malinterpretados. La palabra del profeta reformula el hecho destacando su sentido teológico, y de este modo la historia profana se descubre como historia de salvación. Pero estamos todavía ante una palabra viva, declamada, no ante un escrito. Es la palabra de Dios que vuelve a sonar, ahora de un modo nuevo, porque nuevos son los acontecimientos que ha de interpretar.

Para llevar a cabo su análisis, el profeta toma como punto de referencia las cláusulas de la Alianza que el pueblo había aceptado en el pasado. Lo hace asumiendo la función de defensor de Dios, pues la tendencia de sus contemporáneos es culparle de ser insensible a los sufrimientos del pueblo y haber olvidado la promesa hecha a los padres (Hab 1,13). La defensa de Dios tiene la forma de un litigio en el que se va recordando la historia y poniendo de relieve la dureza de corazón de Israel. El profeta narra los hechos interpretándolos y su palabra pasa a ser portadora de revelación. Pero, dado que la primera Alianza ha resultado ineficaz, se hace necesaria una nueva que tendrá lugar en el futuro. Esta será la gran aportación de los profetas de la época babilónica, sobre todo de Jeremías y Ezequiel.

El alcance verdaderamente revolucionario de estos profetas con la doctrina de la nueva Alianza y del corazón nuevo radica precisamente en el adjetivo nuevo. Los planteamientos teológicos tradicionales y la fuerza salvadora de las instituciones antiguas se desvanecen. Israel sólo podrá encontrar la salvación en el nuevo orden religioso que Dios va a instaurar. La palabra del profeta adquiere así el valor de promesa y abre el corazón del pueblo a la esperanza. El dato es muy significativo, porque nos ilustra sobre el modo como progresó la Revelación.

Frente a la teología deuteronomista, que defendía la validez de la primera Alianza y esperaba su plena realización, estos profetas defienden unos planteamientos radicalmente distintos, en los cuales el pasado no será ni siquiera punto de referencia (Is 43,18). A los oídos de muchos este abandono de la tradición debía sonar como algo blasfemo, pero gracias a ese salto cualitativo progresa la Revelación y se ponen los cimientos de la alianza neotestamentaria. Más tarde la Iglesia vería el cumplimiento de la promesa en Jesús (Lc 22,20; 1Cor 11,25). El ministerio profético muestra que los planteamientos y enseñanzas de un momento histórico no tienen por qué impedir la búsqueda ni limitar la libertad de los creyentes, cuando nuevas situaciones o problemas reclaman nuevas respuestas.

Esto no significa negarle valor a la tradición, pues es evidente que, al proyectar su mensaje hacia el futuro, no se podía esperar una confirmación inmediata del mismo. Si el pueblo aceptó su palabra como palabra de Dios, debió ser por la coherencia de su doctrina con el legado doctrinal del pasado, que, como una semilla, encierra dentro de sí virtualmente lo que el tiempo y las circunstancias desarrollarán. La criba de la historia hará que lo absoluto permanezca y lo coyuntural quede superado.

La praxis profética ilustra sobre el modo como ha de ser afrontada la Biblia en la catequesis y sobre su función en la tarea de encontrarle sentido a la vida y de hallar respuesta a los grandes interrogantes del hombre de hoy. No se trata de repetir mecánicamente lo que otros enseñaron, ni de transmitir una enseñanza desencarnada, sino de ayudar a situarse desde la fe frente a los problemas existenciales, formulando las respuestas y favoreciendo las actitudes más adecuadas al momento histórico. «La Iglesia, al transmitir hoy el mensaje cristiano... hace constante memoria de los acontecimientos salvíficos del pasado, narrándolos. Interpreta desde ellos los acontecimientos actuales de la historia humana, donde el espíritu de Dios renueva la faz de la tierra» (DGC 107).

¿Por qué, si el mensaje profético es una respuesta viva a un hecho actual, se llega a poner por escrito? Jer 36 es clave para hallar respuesta a esta pregunta. Jeremías se encuentra en la cárcel y no puede ir al templo a predicar. Pero la llamada a la conversión tiene que llegar al pueblo, porque el peligro es grande (Jer 36,7). Baruc será el encargado de leer en voz alta el mensaje del profeta en un acto de culto especial, pues se trata de un día de ayuno.

En primer lugar destaca el hecho de que el profeta no manda un mensajero, sino un escrito. Es un modo de garantizar la fidelidad del anuncio, no confiado a la memoria de un hombre, que puede fallar, sino a la estabilidad de la letra, convertido en una especie de acta notarial.

En segundo lugar encontramos que es leído en voz alta durante un acto de culto en que el pueblo está reunido. La liturgia aparece como el contexto más adecuado para proclamar la palabra de Dios escrita. Llama la atención también que el profeta mande reescribir el rollo, a pesar de que ya ha cumplido su misión, puesto que había sido leído ante el pueblo y ante las autoridades. La razón es que sirva de testimonio en el futuro. Todo esto es visto como voluntad de Dios (Jer 36,1-2). La palabra profética es puesta por escrito porque nada ni nadie puede poner límites a la palabra de Dios; porque esta palabra debe llegar al pueblo íntegra y con todo su sentido; porque debe sobrevivir a los mismos hombres; porque es el modo de garantizar que pueda ser pronunciada de nuevo cada vez que el pueblo se reúna en asamblea.

3. CONSECUENCIAS. a) Del estudio de la Alianza y de la palabra profética se deduce, en primer lugar la naturaleza divino-humana de la Sagrada Escritura. La palabra de Dios llega a los hombres encarnada en una palabra humana, con los condicionamientos y limitaciones que el momento histórico, la mentalidad y la lengua imponen. No es fácil distinguir lo que corresponde a Dios y al hombre, ya que el libro sagrado en su totalidad es hijo de ambos y en un hijo no cabe distinguir lo que corresponde a cada progenitor; pero sí es posible identificar elementos que constituyen el mensaje de salvación, distintos de aquellos que transmiten un dato humano, como es posible en un hijo encontrar rasgos físicos o espirituales que le asemejan a sus padres.

b) La segunda consecuencia se refiere al modo como se realiza la íntima unión entre Dios y el hombre en esta obra de creación. Quedan muy atrás las teorías que concebían la relación de un modo mecánico, como un simple dictado de Dios al escritor sagrado, reducido a la condición de amanuense. La misma Biblia nos ofrece algunos datos. Unos hablan de seducción (Jer 20,7-8); Pablo lo vive como un deber de conciencia (1Cor 9,16); en los apocalipsis se habla de visiones; también encontramos textos en los que sus autores no hablan en absoluto de estar actuando bajo la presión de un impulso divino (Qo). Según esto, no es la conciencia del autor humano, o el modo como llega a él la palabra, lo que constituye la inspiración. Tampoco se puede afirmar que quede anulada su personalidad o su libertad. Tal vez sea profundizando en la psicología de la creación artística como llegaremos a comprender el misterio de la inspiración.

Entre la intuición primera y la obra ya realizada se da un proceso en el que entran en juego múltiples elementos, unos interiores y otros exteriores. El artista se convierte en un receptor de influencias múltiples y su espíritu es el taller o laboratorio en el que cada elemento reacciona en contacto con los otros al servicio de la obra artística. Esta se atribuirá a un hombre, pero es indudable que este, al crear, no ha partido de la nada. Dios puede estar presente en cada momento como lo está en el universo: en el origen, creando, y en la evolución, conservando. Lo cual no impide que el mundo tenga sus propias leyes.

c) La tercera consecuencia se refiere al proceso global de creación literaria. No estamos ante la obra de un novelista, ni es el resultado de un trabajo puramente especulativo. La Biblia arranca de la historia. Gracias a ello la religión bíblica no acaba convertida en una mitología más de las que existieron en la antigüedad. El punto de partida es la historia de un pueblo, sobre todo aquellos acontecimientos claves de la misma. La palabra profética, llevando a cabo una delicada labor de interpretación, expondrá su sentido y destacará la presencia de Dios, con lo cual la historia profana pasa a ser vista como historia de salvación. La palabra viva es así portadora de revelación, y la conciencia de que Dios habla a través de estos hombres se abre paso en la religiosidad del pueblo. Más tarde surge la necesidad de poner por escrito esa interpretación, y así aparece el libro que es garantía de fidelidad y a la vez testimonio para las futuras generaciones. Primero fue la vida, luego la fe descubrió su sentido y, finalmente, nació el libro como expresión de una maravillosa síntesis de acción divino-humana, de vida y pensamiento.


III. La Biblia en la catequesis

Antes de pasar a analizar la función que la Biblia desempeña en la catequesis, conviene aclarar que sólo puede hablarse de catequesis bíblica para referirse al contexto catequético que dio origen a numerosos pasajes de la misma. Hacer una catequesis partiendo del texto bíblico y consistente en una presentación sistemática de los diferentes escritos conduce inevitablemente al exegetismo y convierte la acción catequética en una clase de formación bíblica. Detrás de un planteamiento semejante puede haber una gran valoración del libro sagrado, pero también una pérdida de perspectiva que permita verlo en el lugar que le corresponde dentro de la vida de la Iglesia. Es más correcto hablar de la función que la Biblia, como palabra de Dios escrita, desempeña en la catequesis.

Cesare Bissoli distingue cinco orientaciones o modos concretos de usar la Biblia en la catequesis: 1) La instrumentalización marginal se sirve de ella para ilustrar el tema expuesto y como un relato de carácter moralizante que ignora los principios básicos de la exégesis actual (función moralizante). 2) Para otros sirve de apoyo a esquemas teológicos y planteamientos doctrinales que le son ajenos. Se hace una selección de los textos en función de la teología que hay que transmitir, pero no se considera la Sagrada Escritura como matriz del pensamiento religioso (función doctrinal). 3) Algunos caen en el exegetismo. Obsesionados por la importancia del texto sagrado, pierden de vista otros momentos de la acción catequética (función histórica). 4) En el extremo contrario se sitúa el intuicionismo carismático que lee el texto desde unos problemas concretos, siendo la subjetividad existencial el único criterio de verdad. El texto se reduce a una caja de resonancia que repite aquello que el catequista o el catequizando piensan (función existencial). 5) Sólo una lectura antropo-teocéntrica logra el delicado equilibrio entre la fidelidad al texto y la fidelidad al hombre (DGC 149).

1. CONSTANTES DE LA PEDAGOGÍA DIVINA. La historia de la salvación es un largo proceso en el que Dios va conduciendo a su pueblo desde niveles inferiores a niveles superiores de religiosidad. En él aparecen unas constantes en el modo de actuar de Dios que podríamos considerar claves pedagógicas de dicho proceso. El conocimiento de las mismas nos permite situarnos correctamente ante el proceso catequético (cf DGC 139-147).

a) La primera de ellas es la dialéctica historia-palabra, vida-mensaje. La historia es un lugar teológico, ya que en ella Dios actúa y se da a conocer. El momento culminante de la misma está marcado por la encarnación del Verbo en la persona de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios (Jn 1,14; Heb 1,1-2; cf TMA 9). Ahora bien, la historia no se basta a sí misma; necesita que la palabra la interprete y ponga de relieve su significado oculto, pues los hechos por sí mismos son ambiguos. Cada nuevo acontecimiento a su vez cuestionará la palabra, descubrirá nuevos sentidos o aspectos y provocará una nueva formulación. Así crece la Revelación. La catequesis ocupa en la vida de la Iglesia el lugar de la palabra; constituye el momento en el que los creyentes buscan, con la luz de la fe, el sentido de su vida. La Biblia ocupa en ella un lugar destacado, porque encierra las claves de lectura de la realidad que Dios ha ido suministrando a los hombres a lo largo de un tiempo privilegiado. Sin embargo, no es el único factor. Junto a ella está la experiencia del catequizando y la vida y el magisterio de la Iglesia.

b) La segunda constante de la pedagogía divina es el dinamismo o carácter progresivo, que no es más que una consecuencia de la historicidad. El hombre es un ser histórico: vive el presente desde la memoria del pasado y con la ilusión del futuro. La existencia es, por consiguiente, interpretada como una tensión entre la tradición y su superación. Cuando se olvida esto se pierde el sentido y aparece la tentación de la nostalgia bajo la forma de una idealización de los orígenes; la falta de compromiso por una pérdida del sentido de la vida y del momento histórico en que uno vive; o la insatisfacción porque no se realiza la utopía. Unicamente cuando el pasado es asumido en su justo valor, el hombre se siente plenamente integrado en su lugar histórico y geográfico, y sabe situarse con responsabilidad ante el futuro que ha de construir. La historia de la salvación nos ofrece suficientes elementos para hablar de la dimensión histórica y, por tanto, dinámica del judaísmo y del cristianismo. La vinculación entre vida moral y vida religiosa, el equilibrio entre la trascendencia de Dios y su presencia en el mundo, y la integración del valor de la libertad humana y el designio salvador de Dios, les dio una dimensión que no aparece en otras religiones de la antigüedad.

c) Finalmente hay que destacar el sentido interiorizador del proceso. El cambio se opera sobre todo al aparecer el cristianismo, pero se da en cada fase. Algunos de los planteamientos en los que aparece esta dinámica de la interiorización son: el paso del régimen de la ley al régimen de la gracia predicado por Pablo, clave de la polémica entre judeocristianos y helenistas; la sustitución del temor reverente al Dios Señor por el amor confiado al Dios Padre, reflejada en las posturas del hermano mayor y del hijo pródigo; la salvación concebida como don frente a la doctrina farisea del mérito; o la superación del ritualismo del templo por la religiosidad del corazón que se recoge en el evangelio de Juan. Desde este presupuesto la catequesis debe estar al servicio del crecimiento interior del hombre en todas sus dimensiones. Como órgano eclesial de desarrollo de la fe, debe facilitar la superación de planteamientos y actitudes infantiles y superficiales. Tal vez haya que buscar en el olvido de esta constante pedagógica la razón del infantilismo religioso de muchos y la carencia de adultos con una fe madura y comprometida.

2. PRINCIPIOS DE PEDAGOGÍA RELIGIOSA. A la luz de estas tres constantes, podemos enunciar tres principios de pedagogía religiosa que deben ser iluminadores de cualquier proceso catequético:

a) La fe ha de proporcionar al creyente una síntesis de pensamiento y unas claves teóricas que le permitan situarse frente a la realidad de la que él forma parte (mundo e historia) con el sentido último revelado por Dios. Una pedagogía que olvidara la complementariedad de la existencia y la enseñanza –dimensión existencial y dimensión noética de la fe–, insistiendo sólo en uno de los aspectos, daría lugar a un tipo de creyentes inmaduros e incapaces de alcanzar la armonía entre la vida y la fe. La falta de coherencia interior les llevaría a un activismo –que nada tiene que ver con el compromiso– carente de sentido, y al menosprecio de la dimensión orante y contemplativa de la fe; o bien a un verbalismo estéril, que reduce la vida religiosa a mera contemplación de la verdad, sin conexión con la vida y sin capacidad para transformarla.

b) La educación del sentido religioso es, además, un proceso de clarificación intelectual y existencial que se desarrolla gradualmente (DGC 89). Ha de tener en cuenta, por tanto, la realidad del hombre o del grupo que vive ese proceso. Ignorar este principio puede llevar a plantear exigencias que superen la capacidad del catequizando y frustren su evolución. No obstante, la historia de la salvación enseña que hay momentos en los cuales es necesario poner en crisis el nivel alcanzado para facilitar el acceso a un nivel superior.

c) La acción educativa de la comunidad ha de conducir, finalmente, al educando a alcanzar posiciones de responsabilidad y de autonomía desde el espíritu. Esto significa que el fundamento de la vida pasa de estar en realidades exteriores –como la norma, las instituciones y las costumbres y ritos— a estarlo en realidades interiores —como la gracia, el Espíntu y la actitud—. Esto no significa que lo exterior quede superado, sino que es redimensionado desde el sentido que le da la vivencia interior. Sólo así podrá evitarse que se conviertan en realidades absolutas, que en lugar de expresar la fe, la esclavizan.

3. LA BIBLIA EN LA ACCIÓN CATEQUÉTICA. La Biblia no es iluminadora del proceso catequético sólo a nivel general, sino que desempeña, además, una función muy concreta dentro del ministerio de la palabra realizado en la catequesis. Esto por dos razones: porque ella misma es en gran parte resultado de un proceso catequético y porque, en cuanto portadora de revelación, tiene una función insustituible con la iluminación del sentido último de la existencia.

a) La catequesis parte de la existencia como realidad a la que hay que dar sentido. No es pura elucubración sobre problemas teóricos, aunque sean teológicos, ni transmisión de un saber sobre Dios. Trata de iluminar para descubrir a Dios en la vida y el sentido de la vida desde Dios. También la Biblia empezó en el ámbito de la experiencia. Pero, dado que la realidad histórica concreta es distinta según las épocas, las personas y los lugares, no se puede pretender buscar semejanzas entre el pasado y el presente, si no es a nivel de experiencias humanas profundas y permanentes. Sólo a este nivel la Biblia puede iluminar el hoy del creyente que busca en ella respuestas. Así, por ejemplo, sería una falsa lectura del texto interpretar la prohibición de la idolatría como una prohibición de las imágenes olvidando los nuevos ídolos como el poder, el dinero, el bienestar, la técnica, etc.

b) Una vez que se ha hecho brotar en la conciencia la experiencia que subyace en el hecho del que se ha partido, la catequesis ha de iluminar, desvelar el sentido profundo y el juicio que la palabra de Dios emite sobre ella. Es entonces cuando interviene de lleno el texto sagrado. Su lectura hace posible que Dios vuelva a hablar a su pueblo hoy, como lo hizo en el pasado. Pero no hay que olvidar que no se trata de una palabra antigua de valor permanente, sino de una palabra siempre nueva, como nueva es cada generación que la lee. El hombre esencialmente es el mismo, pero existencialmente es distinto. Lo mismo ocurre con la palabra. Siendo la misma, genera diversos planteamientos y exigencias. Ahora bien, el texto sólo podrá iluminar si es leído en profundidad, para lo cual la catequesis necesita la ayuda de la exégesis y de la teología.

El resultado de esta búsqueda es una nueva visión de la vida y de los acontecimientos. La palabra de Dios y el Espíritu, gracias a la acción catequética, permiten ver la historia presente como un momento más de la historia de la salvación. Dios sigue así dando respuesta a los grandes interrogantes del hombre y planteándole exigencias. La conversión es la más importante de ellas y el objetivo último de toda catequesis (DGC 82).

El proceso culmina con la expresión litúrgica (celebración) y existencial (compromiso) de la transformación interior realizada, gracias al encuentro de la existencia y la palabra. De este modo la comunidad y cada uno de sus miembros se convierten en testigos, y así surge la misión.

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Francisco Echevarría Serrano