MORAL FUNDAMENTAL Y CATEQUESIS
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SUMARIO: I. Función de la moral fundamental. II. Identidad y especificidad de la moral cristiana: 1. Ética autónoma y moral de la fe; 2. La vida en Cristo; 3. A la luz del evangelio y de la experiencia humana; 4. Especificidad y carácter propio. III. Moral y catequesis: 1. Moral del Espíritu y de la gracia; 2. Moral del decálogo y de las bienaventuranzas; 3. Moral de la fe-caridad; 4. Moral eclesial.


Las palabras ética y moral se emplean en el lenguaje ordinario como sustantivo y como adjetivo. La raíz semántica proviene del término grie
go ethos y de su correspondiente latino mos, que significan carácter, costumbre, y se refieren a la conducta del hombre. El significado actual de ambos conceptos parte de esta base etimológica, pero es más preciso y técnico. Moral designa el conjunto de principios, normas, obligaciones, ideas morales de una sociedad y de una época determinada; ética, en cambio, la reflexión científica sobre el comportamiento humano, el estudio sobre lo bueno y lo malo en la conducta del hombre; equivale a filosofía moral. Es decir, la moral se refiere a la vida, a la praxis; la ética, al saber, a la reflexión, a la ciencia.

A pesar de estas distinciones, el parentesco es muy estrecho y, muchas veces, dichos términos se usan indistintamente. Así haremos también nosotros, que, situándonos en una perspectiva teológica, conectamos, además, el sustantivo moral al adjetivo fundamental, y que pretendemos, especialmente, justificar la moral cristiana, presentar su identidad y destacar su relación con la catequesis.


I. Función de la moral fundamental

Dos son las preguntas capitales de toda ética: ¿qué hemos de hacer? y ¿por qué hemos de obrar así? Si en otro tiempo lo importante fue responder a la primera cuestión, hoy el énfasis se pone en la segunda. Es decir, no se trata simplemente de conocer los contenidos (normas, prescripciones, obligaciones), sino de legitimar y fundar racionalmente la validez de los juicios morales. Este es el quicio de todo debate ético. Lo que preocupa es saber no sólo cómo hemos de obrar, sino también por qué hemos de hacerlo de una manera determinada. No basta, pues, proponer y repetir las normas de siempre, ni es suficiente hacerlo con el respaldo de la autoridad. Es necesario justificarlas de manera racional y convincente. Hay que fundamentar, por tanto, los valores y las normas morales. A esto tiende principalmente la moral fundamental: a justificar críticamente el obrar moral del cristiano.

La tarea de fundamentar la moral no es algo irrelevante. Intentar y buscar dar razón de sí misma parece, más bien, una exigencia ineludible. Pero se trata de una empresa ardua y compleja. La teología moral tiene que fundamentar su sentido en cuanto ética y en cuanto teológica. Es decir, tiene que legitimar el obrar humano a la luz de la razón y a la luz de la fe, desde la reflexión humana y desde la revelación divina. A la dificultad que entraña la fundamentación racional se añade la armonización entre la razón y la fe.

Por un lado, la moral ha de asumir la actividad de la razón humana, la creatividad de la persona, el dinamismo de su libertad y responsabilidad. Por otro, ha de integrar la argumentación racional en el saber teológico; ha de reconocer la primacía de Dios, la sabiduría de la ley divina, y ha de guiar al hombre a la búsqueda de su voluntad, a la escucha de su Palabra y a responder, como persona libre y responsable, a su llamada.

Al surgir la moral de la naturaleza del hombre y de la Revelación, es necesario plantearse qué camino seguir en la elaboración de los contenidos morales. La moral es una exigencia de la naturaleza humana (el hombre es estructuralmente un ser moral, como ha defendido Aranguren siguiendo las ideas de Zubiri) y es, al mismo tiempo, un compromiso que nace de la fe. El problema metodológico reside en determinar cuál ha de ser el punto de partida.

La tradición teológica católica ha defendido que razón y fe no se excluyen ni son dos realidades antagónicas. Al contrario, sin perder su valor, se armonizan e integran; «son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad», ha afirmado Juan Pablo II al comienzo de su encíclica Fides et ratio, dedicada íntegramente al tema. Y continúa: «Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar la plena verdad sobre sí mismo» (FR, comienzo, cf 16-17). Si Dios es la respuesta a las preguntas últimas, si «reconocer al Señor como Dios es el núcleo fundamental y el corazón de la Ley» (VS 11), Dios no responde ordinariamente a las preguntas primeras e inmediatas. Para ello es necesaria la mediación de la razón. Para saber cómo orientar el comportamiento humano, para configurar el orden ético en la vida concreta, no es suficiente la fe; hay que recurrir a la ética racional, elaborada por el esfuerzo del ser humano, creado por Dios y ordenado a El. Como de manera precisa expresa también Juan Pablo II: «Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien porque él es el Bien. Pero Dios ya respondió a esta pregunta: lo hizo creando al hombre y ordenándolo a su fin con sabiduría y amor, mediante la ley inscrita en su corazón (cf Rom 2,15), la ley natural» (VS 12; cf FR 25). Es decir, Dios difunde en el hombre la luz de la inteligencia y, gracias a ella, este puede llegar a conocer lo que debe hacer y lo que debe evitar. Afirma también Juan Pablo II: «No menos importante que la investigación en el ámbito teórico es la que lleva a cabo en el ámbito práctico: quiero aludir a la búsqueda de la verdad en relación con el bien que hay que realizar. En efecto, con el propio obrar ético la persona, actuando según su libre y recto querer, toma el camino de la felicidad y tiende a la perfección» (FR 25).


II. Identidad y especificidad de la moral cristiana

1. ÉTICA AUTÓNOMA Y MORAL DE LA FE. La cuestión sobre el punto de partida (fe o razón) en la teología moral viene de lejos. Si los primeros Padres de la Iglesia colocaron en el origen y en la base de la teología moral la fe en Jesucristo, desde el Renacimiento la moral católica ha procedido, más bien, de una manera racional (cf FR 36-48). Teniendo como base la ley natural, la moral se ha organizado en torno al dato racional. La parte concedida a la fe ha sido escasa. Y lo mismo ha sucedido con la Escritura, utilizada casi exclusivamente como apoyo de los textos normativos.

No es de extrañar que muchos moralistas insistan en volver a situar la fe en el origen de la teología moral, y a la Sagrada Escritura en el texto principal que la inspire. Desde esta perspectiva se tiende a justificar la ética teológica desde el dinamismo propio de la fe, que alcanza así una importancia primordial en la fundamentación moral. «La teología moral debe acudir a una visión filosófica correcta tanto de la naturaleza humana y de la sociedad como de los principios generales de una decisión ética» (FR 68). Se habla de una moral de la fe, que, según sus propulsores (U. von Balthasar, G. Ermecke, S. Pinckaers, B. Stbckle), contiene un ethos propio, comprensible sólo desde la Revelación, y exige la iluminación de la fe para orientar la vida de los hombres y para llegar al conocimiento de los auténticos valores morales.

A diferencia de la moral de la fe, la llamada ética autónoma parte de la racionalidad ética y defiende que los contenidos morales no requieren como condición previa la fe.

La ética autónoma significa un intento de responder al anhelo de autonomía del hombre moderno, entendiendo la autonomía como la posibilidad y la tarea de autodeterminarse como ser racional y de ajustarse a la ley que él mismo se impone. En cuanto ética teológica reconoce el derecho radical de Dios sobre el hombre. Pero este derecho se entiende, desde la creación, como horizonte y fundamento de la libertad humana. Precisamente partiendo de la creación, piensan sus defensores (A. Auer, F. Biickle, J. Fuchs, B. Schüller) que el principal quehacer ético del hombre estriba en la autodeterminación moral.

Hay que subrayar especialmente en la comprensión de esta postura teológica la relación entre autonomía y creación. La capacidad de autonomía de que goza el hombre le viene de Dios. Por ello se habla de teonomía. Y desde la teonomía, el planteamiento ético implica y exige aceptar el orden humano con su normatividad consistente y autónoma, y aceptar también que es Dios quien da sentido y fundamenta la autonomía del hombre.

No es fácil llegar a concordar o armonizar ambas explicaciones. Se trata de dos concepciones morales distintas. La dificultad aumenta si se pretende, desde una de ellas, totalizar la comprensión de la moral cristiana. El esfuerzo de integración ha de buscar, en cambio, el reconocimiento de los valores centrales de los que cada una es portadora. Así, hay que reconocer a la primera el valor de destacar la importancia de la fe en la ética cristiana, y a la segunda, la inserción del ethos cristiano en la autonomía humana (cf FR 77).

Detrás de este debate teológico subyace la cuestión capital de la identidad y especificidad de la moral cristiana, que hoy preocupa de manera especial, debido al pluralismo cultural y al horizonte de la secularización. Se trata, ante todo, de llegar a una identificación positiva de la ética cristiana, de comprender su significado y naturaleza, de precisar sus fuentes y su estatuto epistemológico. Pero la pregunta por la identidad implica también la búsqueda de la especificidad, la preocupación por llegar a señalar su carácter propio (cf FR 47-48).

De una manera progresiva intentamos ahora responder a estas cuestiones, centrándonos primero en lo que constituye el verdadero fundamento del obrar moral cristiano, precisando después las fuentes, y llegando finalmente al problema de la especificidad.

2. LA VIDA EN CRISTO. Este es el título que, significativamente, otorga el Catecismo de la Iglesia católica a su tercera parte, en la que propone los contenidos morales. Siguiendo a Cristo y en unión con él, los cristianos son invitados a vivir bajo la mirada del Padre, a ser perfectos como lo es el Padre celestial, a ser imitadores de Dios y a vivir en el amor; a seguir los ejemplos de Cristo Jesús, a conformar pensamientos, palabras y acciones con «los mismos sentimientos que tuvo Cristo» (Flp 2,5), a participar en su vida de Resucitado (cf CCE 1693-1694).

Al reflexionar sobre la identidad de la moral cristiana, necesariamente hay que volverse a Cristo, que constituye su centro y su referencia fundamental. El es quien revela la voluntad del Padre, la condición y vocación integral del hombre, y quien enseña la verdad sobre el obrar moral. El, que en el don de sí mismo es el cumplimiento vivo y la plenitud de la Ley, se hace ley viviente y personal que invita al seguimiento y que, mediante el Espíritu, da la gracia para poder compartir su vida y su amor.

Realmente, «seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana» (VS 19). Y esto significa no sólo escuchar su enseñanza y cumplir sus mandatos, sino «adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre» (VS 19). La adhesión a Jesús es la opción por él; implica ser y vivir para él, una decisión de conversión total y profunda, una ruptura con todo lo que no es él. Significa tal vinculación a su persona que sus palabras, acciones y preceptos constituyen la regla moral de la vida cristiana.

Cristo revela el ser y el obrar del hombre. A la luz de Cristo se esclarece el misterio de la persona y de él obtiene el hombre respuesta sobre la orientación de su vida. Quien quiera comprenderse hasta el fondo a sí mismo tiene que acercarse a Cristo (RH 10); y quien quiera encontrar la respuesta sobre lo que es bueno y lo que es malo es necesario que se dirija a él. Porque Cristo, nuevo Adán, «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación» (GS 22; cf FR 12). Mostrar «la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo y su obligación de producir frutos en la caridad para la vida del mundo» (OT 16) es el cometido de la teología moral.

Así pues, la teología moral, que tiene por objeto al hombre y a su obrar libre y responsable, arranca de Cristo, que lo invita a participar en su vida y lo llama a seguirle; y la vida cristiana es vocación al seguimiento, diálogo de amor, participación y comunión en la vida de Cristo.

3. A LA LUZ DEL EVANGELIO Y DE LA EXPERIENCIA HUMANA. El estatuto epistemológico a través del cual alcanza su cometido la teología moral, lo condensa el Vaticano II en la expresión «a la luz del evangelio y de la experiencia humana» (GS 46). De esta manera alude a la revelación bíblica, transmitida en la Iglesia por el Espíritu Santo, y al conocimiento racional. «En la base de toda la reflexión que la Iglesia lleva a cabo está la conciencia de ser depositaria de un mensaje que tiene su origen en Dios mismo» (FR 7); pero hay también «un camino que el hombre, si quiere, puede recorrer; inicia con la capacidad de la razón de levantarse más allá de lo contingente para ir hacia lo infinito» (FR 24).

La ética es cristiana en la medida en que se refiere a Cristo, Palabra definitiva de Dios al mundo. Es, pues, esencial la fundamentación bíblica. La Sagrada Escritura es el alma de la teología y el evangelio, «fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta» (DV 7). Por ello, la exposición científica de la teología moral debe nutrirse de la doctrina de la Sagrada Escritura (OT 16; cf FR 21-22).

Así pues, la reflexión teológica ha de estar bajo el juicio de la palabra de Dios, superando una teología moral anclada en planteamientos y categorías filosóficas y jurídicas. Este reconocimiento lleva a la afirmación de que en la Sagrada Escritura se encuentran formuladas las principales verdades de la moral cristiana. Aunque no es un tratado sistemático de moral, sí contiene principios, valores y normas que deben regular la vida del cristiano; y contiene, sobre todo, la verdad sobre el hombre y su destino. Sobre esta verdad está llamado el ser humano a construir la propia personalidad.

En relación a las normas morales, la Sagrada Escritura aporta, ante todo, las normas fundamentales o trascendentales, es decir, las normas que expresan la intencionalidad profunda de la existencia moral y que guían la autorrealización del hombre en su totalidad frente a la llamada de Dios. Pero ofrece también otras normas más concretas y particulares, normas categoriales como las llaman algunos teólogos. Su existencia es evidente en los libros sagrados: son numerosas, concretas y detalladas. Por una parte, existe una conexión entre las orientaciones fundamentales y estas normas particulares. Por otra, precisamente en cuanto particulares, es posible percibir en la Escritura cierta evolución y cambio. Se puede constatar su carácter histórico y provisional, condicionado por el ambiente socio-cultural.

Todo esto plantea un arduo problema: no siempre es fácil discernir lo que es permanente palabra de Dios y lo que es condicionamiento cultural. Es este el gran reto de la teología moral que, en su quehacer científico, cuenta además con el magisterio. En efecto, la palabra de Dios, consignada en el texto sagrado (Biblia) y vivida en la comunidad cristiana a lo largo de los siglos (tradición), es propuesta con autoridad a los creyentes por el magisterio. Como enseña el Vaticano II: «el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado únicamente al magisterio de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo» (DV 10).

Por su misma naturaleza, el magisterio es un servicio para la fe; un ministerio para escuchar, custodiar, interpretar y anunciar la palabra de Dios. Dicho servicio se realiza dentro y a favor de la comunidad de los creyentes. Y goza de la autoridad que le viene de Cristo. Desde la autoridad de la que es depositaria ha de promover la vida de los creyentes en Cristo y ha de indicar sus requisitos y exigencias.

Finalmente, el mismo Vaticano II reconoce que para la solución de los problemas morales no basta la Revelación, sino que es necesaria también la luz de la experiencia humana en sus múltiples manifestaciones (GS 43, 44, 46). Alude así a la razón humana como fuente de la ética cristiana (cf FR 24).

De un modo implícito e indirecto insinúa esta necesidad, al recurrir a la ley natural (GS 50, 74, 89) y a los principios de justicia y equidad postulados por la recta razón (GS 63, 72, 76). Pero afirma expresamente la insuficiencia de la Revelación al reconocer: «la Iglesia, custodia del depósito de la palabra de Dios, del que manan los principios en el orden religioso y moral, sin que siempre tenga a mano respuesta adecuada a cada cuestión, desea unir la luz de la Revelación al saber humano para iluminar el camino recientemente emprendido por la humanidad» (GS 33; cf FR 49ss).

El Concilio no sólo reconoce la necesidad de la experiencia humana en la interpretación de los valores y de las normas morales; afirma también la vinculación existente entre la Revelación y la experiencia, de manera especial en la enseñanza sobre los signos de los tiempos y su lectura a la luz del evangelio.

La expresión signos de los tiempos, consagrada en la constitución pastoral Gaudium et spes (cf 4, 1 1, 44), tiene un origen evangélico (Mt 16,3). Su reconocimiento impulsa a entrever en la voz de los tiempos la voz de Dios; a reconocer a Dios presente en la historia; a reconocer los acontecimientos principales que influyen en la existencia humana como lugar teo

lógico. La tarea de la teología moral no es sólo escrutarlos y escucharlos atentamente, sino, sobre todo, interpretarlos, discernirlos y valorarlos a la luz de la palabra de Dios.

4. ESPECIFICIDAD Y CARÁCTER PROPIO. Una moral que pone el centro de referencia en Jesucristo y reconoce como fuente la Revelación, muestra necesariamente un carácter propio y específico. Hoy todos los moralistas coinciden, aún destacando la exigencia de racionalidad, en que lo decisivo de la moral cristiana es Cristo. Todos afirman, consiguientemente, que es una moral cristológica que ofrece, además, una nueva comprensión del hombre y del mundo. La vida cristiana nace de la respuesta al acontecimiento de la salvación, que aporta un fundamento positivo, una perspectiva nueva y un estilo particular de ser y de obrar.

Las diferencias teológicas surgen, principalmente, cuando se plantea la cuestión sobre la existencia de valores y normas con contenidos concretos específicamente cristianos. Mientras muchos piensan que lo específicamente cristiano se reduce a la intencionalidad, entendida como opción, tensión y decisión por Cristo, que aporta al comportamiento del cristiano nuevas motivaciones, pero no nuevas normas concretas, otros juzgan que la especificidad llega también a nuevas normas morales.

El debate en torno a la especificidad está llevando a superar las sospechas frente a la razón, a integrar mejor las orientaciones fundamentales y las normas concretas, lo trascendental y lo categorial. Ha ayudado a comprender que vivir como cristiano supone una vida auténticamente humana, que muchos valores no han sido inventados por Jesús, que la gracia no destruye la naturaleza, ni la Revelación invalida las posibilidades de la razón. Tiene que llegar también a ver a Jesucristo como Revelación e imagen del ser y del obrar del hombre, a proponer la necesidad de que el hombre se dirija a él para encontrar la respuesta sobre el bien y sobre el mal, a acoger y agradecer los valores que, de forma definitiva, en Cristo han sido revelados, a mostrar el seguimiento y el «hacerse conforme a él», como quicio y clave esencial de la moral cristiana (cf FR 12).


III. Moral y catequesis

La relación que existe entre teología y catequesis se proyecta y concreta en la teología moral. También la ética teológica, en cuanto reflexión sistemática sobre la grandeza de la vocación de los fieles en Cristo, tiene que iluminar el quehacer catequético de presentar el mensaje cristiano y servir a la maduración de la fe.

Según el Catecismo de la Iglesia católica, la catequesis enraizada en la teología moral es una catequesis del Espíritu Santo y de la gracia, de las bienaventuranzas y del decálogo, de la fecaridad, de las virtudes, del pecado y del perdón, y también una catequesis eclesial (CCE 1697). En esta catequesis del camino de la vida nueva se encuentra reflejado de una manera sintética el rostro de la moral cristiana y, quizás, una expresión muy lograda de su identidad y especificidad. Al formular la orientación de la catequesis moral, el Catecismo recoge los elementos propios de la moral cristiana y apunta a lo que constituye su verdadero centro.

1. MORAL DEL ESPÍRITU Y DE LA GRACIA. Ante todo, la moral cristiana proclama la primacía del don de Dios; es una moral del Espíritu Santo y de la gracia. De manera muy precisa dice santo Tomás en la Suma Teológica: «Lo que es absolutamente necesario en la Ley del Nuevo Testamento es la gracia del Espíritu Santo dada por la fe en Cristo. Por eso, la nueva ley consiste, sobre todo, en la gracia del Espíritu Santo dada a los fieles» (Ia-IIae, q. 106, a. 1).

La moralidad cristiana nos remite a la acción del Espíritu Santo y de la gracia que nos llega de Cristo. Se nos revela como espíritu del Señor, espíritu de Cristo que vive y actúa en el creyente como «ley de Cristo», como «ley de vida» (cf Rom 8,2-16; Gál 5,5.16-25). Es una moral de unión con Cristo, de vida con el Padre, el Hijo y el Espíritu.

El Espíritu, con su presencia permanente, actúa en el creyente y deviene el principio activo del comportamiento moral. Se trata de una acción profunda y duradera en la vida que construye y forma, desde dentro, al hombre espiritual capaz de producir «los frutos del Espíritu» (Gál 5,22).

Hay que recuperar la primacía del Espíritu, si queremos construir la moral cristiana. Porque la «ley del Espíritu» es la ley fundamental en la vida de los creyentes; representa la perfección de la ley natural y de la ley revelada. Y, en realidad, todas las demás leyes tienen valor en cuanto explicitan y formulan esta ley nueva.

2. MORAL DEL DECÁLOGO Y DE LAS BIENAVENTURANZAS. La ley nueva se expresa particularmente en el sermón de la montaña, «carta magna de la moral evangélica» (VS 15). Ante la multitud que le acompaña, Jesús declara: «No penséis que he venido a derogar la ley y los profetas; no he venido a derogarla, sino a perfeccionarla» (Mt 5,17). Cristo no suprime la ley, la recapitula y lleva a su perfección. No destruye los mandamientos; más bien, interioriza y radicaliza sus exigencias.

Dios crea al hombre y lo ordena, con sabiduría y amor, a su fin, mediante la ley escrita en su corazón (Rom 2,15), la «ley natural», la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios, para conocer lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Después, Dios mismo, en su Alianza con los hombres, entrega el decálogo como promesa y signo de la Alianza nueva. Jesús no destruye los mandamientos del decálogo; los confirma y propone como camino y condición de salvación. En el sermón de la montaña establece una conexión explícita y directa entre el decálogo y las bienaventuranzas. Se da, pues, en la moral cristiana una continuidad clara, aunque sometida a un proceso de purificación, desde las tendencias morales del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, y las grandes orientaciones reveladas que culminan en las bienaventuranzas y en el mandamiento del amor. Las bienaventuranzas responden al deseo de felicidad enraizado en el corazón humano y descubren, además, la meta de la existencia, el fin último de los actos humanos (CCE 1716-1729). No coinciden con los mandamientos, pero no hay tampoco separación o discrepancia con ellos. No son normas particulares de comportamiento; se refieren a actitudes y disposiciones profundas de la existencia. Constituyen una llamada al seguimiento de Jesús, cuyo retrato manifiestan, y a la comunión de vida con él. En efecto, las bienaventuranzas representan los valores más genuinamente cristianos. Se refieren y reflejan a Cristo. El las vivió y practicó, y es su comentario más perfecto. Su sentido ético manifiesta la nueva orientación que debe asumir la vida del creyente en la perspectiva del Reino. Las bienaventuranzas constituyen el criterio decisivo desde el cual el cristiano debe realizar sus opciones y decisiones. Su espíritu, sin suprimir la ley, lleva más allá de la ley y de la observancia. «La evangelización, que comporta el anuncio y la propuesta moral, difunde toda su fuerza interpeladora cuando, junto a la palabra anunciada, sabe ofrecer también la palabra vivida. Este testimonio moral al que prepara la catequesis, ha de saber mostrar las consecuencias sociales de las exigencias evangélicas» (DGC 85).

3. MORAL DE LA FE-CARIDAD. La identidad del cristiano viene dada por la confesión de Jesús de Nazaret como aquel en quien Dios se nos manifiesta y se nos da. La moral cristiana, como hemos destacado, necesariamente tiene que mirar y referirse a Cristo. Antes que las exigencias o los deberes éticos, está el amor gratuito de Dios que se entrega en Cristo. Lo primero, entonces, es la fe en Jesucristo. La moral tiene sentido dentro de la corriente de vida que nace de la fe y se expresa en el amor.

«La catequesis, en la tarea de la educación moral, presentará la moral social cristiana como una exigencia y una consecuencia de la liberación total obrada por Cristo. Esta es, en efecto, la buena nueva que los cristianos profesan, con el corazón lleno de esperanza: Cristo ha liberado al mundo y continúa liberándolo. Aquí se genera la praxis cristiana, que es el cumplimiento del gran mandamiento del amor» (DGC 104).

Toda la tradición rubrica que la aportación principal de Jesús a la moral ha sido la proclamación del mandamiento nuevo. Recapitula la ley. Es el compendio de toda la moral y el vínculo de la perfección del cristiano (Mt 22,34-40; Rom 13,8), al que confiere la responsabilidad de continuar en el mundo la manifestación del amor que Cristo inaugura.

En el cumplimiento del «mandamiento nuevo» responde el hombre a Dios y al amor que él ha manifestado en el amor y entrega de su Hijo Jesucristo. Porque la esencia del amor cristiano está «no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Dios nos ha amado a nosotros» (1Jn 4,10). La adhesión libre a Dios en la fe y la acogida de su amor constituye el núcleo esencial de la eticidad cristiana. La fe-caridad representa, por tanto, el compromiso ético fundamental, del cual han de proceder todas las decisiones morales.

4. MORAL ECLESIAL. Finalmente, la fe y el seguimiento de Jesús se viven en la Iglesia. Para el cristiano, la mediación eclesial resulta imprescindible para descubrir su vocación, identidad y proyecto ético. En realidad, es la Iglesia la destinataria de la palabra de Dios y de la voz del Espíritu; y, en la Iglesia, el creyente escucha, acoge y responde a la Palabra.

Los bautizados en Cristo llegan a ser miembros del cuerpo de Cristo (Rom 6; 1Cor 12), hijos en el Hijo, llamados a una vida de comunión. La moral cristiana impulsa un proceso de inserción en Cristo; inserto en él, el cristiano llega a ser miembro de su cuerpo, que es la Iglesia. Consiste, pues, en el seguimiento de Jesucristo, en adherirse y abandonarse a él, en dejarse transformar por su gracia y por su amor. Esto se alcanza «en la vida de comunión de su Iglesia» (VS 119).

En este sentido, los sacramentos representan un dato determinante. A través de ellos, «la vitalidad y la fuerza del Señor resucitado confiere la gracia del Espíritu que transforma realmente al hombre en un hombre nuevo» (VhL 48). Y también desde esta perspectiva eclesial se comprende la legitimidad de la intervención del magisterio en el campo moral para actualizar la ley evangélica, desarrollar el dinamismo del seguimiento de Cristo y proponer sus exigencias y su verdad.

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Eugenio Alburquerque Frutos