MADUREZ HUMANA. MADUREZ CRISTIANA
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SUMARIO: 1. Origen del término «madurez» . II. El concepto de madurez humana en la actualidad: 1 Aportaciones del psicoanálisis; 2. Aportaciones de la psicología evolutiva; 3. Aportaciones de la psicología humanista; 4. La madurez como integración de la persona. 111. Madurez humana y madurez religiosa. IV. Madurez religiosa (el encuentro con Dios). V. Madurez cristiana.


I. Origen del término «madurez»

Si buscamos el origen de «madurez» encontramos que no es un término acuñado en el ámbito de la psicología, sino que esta lo toma de la agricultura. Así, en el Diccionario de la Academia de la lengua leemos: «Madurez: Sazón de los frutos». De ahí que la psicología popular, cuando lo aplica al hombre, identifica madurez con una de las edades de la vida, en concreto con la segunda edad: la edad adulta. En esta psicología de tipo popular, la madurez viene dada por el saber de la experiencia y por el aprendizaje recibido a lo largo de la primera edad (la infancia y la juventud), que aboca a una etapa de plenitud en la que el hombre, como los frutos de la tierra, se encuentra en su sazón. Esta concepción de madurez se caracteriza, por tanto, por su identificación con una edad de la vida, la edad adulta. Es un logro que se alcanza simplemente por el paso del tiempo y el aprendizaje, y que una vez adquirido se posee definitivamente. Tiene, por tanto, un cierto carácter estático: es un bien que se posee.

Esta identificación entre edad adulta y madurez, concepción de tipo cosista y estática, resulta insuficiente; y el hecho es que ha sido cuestionada incluso por el mismo saber popular, así como por los estudios de la psicología científica sobre personalidad. ¿Hasta qué punto se puede decir de todos y de cada uno de los adultos que son maduros? La persistencia de reacciones infantiles, de inestabilidad emocional, de pérdida de sentido, parece ponerlo en duda. El hecho es que el concepto madurez ha ido evolucionando a lo largo de la historia de la psicología, y se ha introducido progresivamente una nueva concepción de madurez, en la que se rompe la identificación entre adultez y madurez, para entender la madurez como el logro de la integración personal, como el equilibrio psicológico, como la capacidad de afrontar adecuadamente los retos de la vida. La madurez ya no es concebida de forma estática, sino de forma dinámica; la vida es entendida como un proceso permanente de maduración. La madurez es ahora comprendida como el equilibrio personal a conseguir en cada momento; y no como algo poseído de una vez por todas. Es una situación personal a la que siempre hay que tender, y que nunca se posee plenamente. Así se podrá decir, con toda propiedad, que un niño es maduro o se hablará de la inmadurez de determinados adultos.


II. El concepto de madurez humana en la actualidad

Esta concepción dinámica de la madurez nos enfrenta a nuevas preguntas: ¿Qué es ser maduro y qué es no serlo? ¿Cómo ha de entenderse el concepto madurez en cada uno de los momentos de la vida? ¿Hay características que nos permitan discernir en cada momento el grado de madurez? ¿Cuáles son las dinámicas que hacen posible a los hombres alcanzar la madurez y cuáles se la impiden o dificultan? Y llevado al término de la religiosidad: ¿En qué consiste la maduración en la fe? ¿Cuáles son sus características? ¿Qué relación existe entre madurez humana y madurez cristiana?

Estas cuestiones han sido iluminadas a lo largo de la historia desde distintos ámbitos, y recientemente por las distintas escuelas de psicología. Sinteticemos estas aportaciones.

1. APORTACIONES DEL PSICOANÁLISIS. Para el psicoanálisis, el concepto madurez está íntimamente ligado al equilibrio personal, y fundamentalmente a la integración de las dimensiones más profundas de la personalidad. En una célebre frase a este respecto, Freud identifica la madurez con la capacidad de amar y trabajar en libertad, o la capacidad de resolver conflictos internos, principalmente inconscientes, que impiden amar y paralizan o dificultan toda capacidad productiva.

En la misma línea se manifiesta su discípulo C. G. Jung cuando describe el proceso de maduración como el proceso de confrontación con el propio inconsciente personal y con el inconsciente colectivo, con el fin de alcanzar la integración personal que aporte identidad y armonía profunda al individuo. Jung aborda una nueva dimensión al equilibrio personal, al situarlo en relación, no sólo a las fuerzas inconscientes personales, sino a las de la especie. Experiencias de desarraigo social y cultural; dificultades en la expresión de vivencias profundas compartidas con el resto de los que forman una misma cultura, y ausencia de gestos y ritos simbólicos que permitan la integración de los miembros de una comunidad humana, se convierten en objeto del estudio de Jung, cuando aborda el equilibrio personal, sanidad y madurez humana, puesta muy en relación con el concepto clásico de sabiduría.

E. Fromm aborda la madurez intentando integrar aspectos no sólo psicológicos, sino filosóficos y sociales. Aborda a este respecto temas para él cruciales, como la capacidad de amar, de ser libres, de tener una escala de valores, una ética; o sea, la capacidad de ser sobre la huida hacia el tener, la capacidad de asumir el riesgo sobre la búsqueda de seguridad a toda costa, poniendo todos estos temas en relación con la sociedad contemporánea. Podríamos decir que la gran aportación de Fromm es poner en relación el concepto de equilibrio, tomado del psicoanálisis freudiano, con la necesidad de sentido de la filosofía existencial y la dimensión social del hombre.

En definitiva, la aportación fundamental de las corrientes psicoanalistas al concepto de madurez hay que situarla en la comprensión de esta como un proceso de integración de las distintas dimensiones de la personalidad, conscientes e inconscientes, en un equilibrio no siempre plenamente conseguido. Pero esta aportación, compartida por los distintos autores, es progresivamente enriquecida por la visión particular de cada uno de ellos.

2. APORTACIONES DE LA PSICOLOGÍA EVOLUTIVA. Una segunda fuente de aportaciones para la comprensión del concepto madurez, por parte de la psicología, la encontramos en los estudios sobre el desarrollo del hombre, realizados por la psicología evolutiva, que tanta importancia ha tenido y tiene para la catequesis. Un mejor conocimiento del desarrollo humano, una descripción más precisa de cada una de las etapas por las que el hombre pasa a lo largo de su vida, y de las dinámicas internas que posibilitan su desarrollo armónico, permiten comprender mejor qué debemos entender como maduro y qué como inmaduro en cada momento de la vida. En psicología evolutiva, la madurez es entendida como la capacidad de afrontar cada uno de los retos que se presentan al individuo a lo largo de su vida, de forma adecuada a su edad y a su situación personal. Para ello es necesario precisar cada uno de los niveles que debe alcanzar el hombre en su desarrollo, es decir, describir qué entendemos por «de forma adecuada» en cada una de las edades, cuáles son las capacidades y habilidades que el sujeto normalmente alcanza y de las que se sirve para responder a cada uno de los retos.

En un primer momento de su desarrollo, la psicología evolutiva dedicó sus esfuerzos a describir detenidamente cada una de las edades del desarrollo general, especialmente la infancia y la adolescencia. En este sentido, la obra de Gessell ha sido fundamental. Más tarde se buscó no sólo describir, sino interpretar qué es lo que motiva y cómo se efectúa ese desarrollo en cada una de las facetas humanas. Los trabajos efectuados por J. Piaget o Vigotski sobre la inteligencia son modélicos por sus inapreciables aportaciones; pero probablemente, la contribución más interesante, en lo que a la madurez se refiere, es la realizada por Erikson.

Erikson aporta al desarrollo del psicoanálisis su comprensión de la vida entendida como algo dinámico. Para él, a lo largo de la vida, el hombre, en su diálogo con la realidad, se encuentra enfrentado a ocho grandes retos o crisis de crecimiento. Estos retos son los que, según el esquema de Erikson, constituyen los ocho estadios del desarrollo, cada uno de los cuales se caracteriza por el desarrollo específico de crisis psicosocial, que debe resolverse a su debido tiempo para que el individuo pase al estadio siguiente. La resolución exitosa aumenta la madurez humana. La explicación de cada uno de los estadios y de sus correspondientes tensiones, que paso a detallar, es descrita por Erikson en su libro Infancia y sociedad.

a) Confianza básica-desconfianza básica. En este estadio, que ocupa los primeros meses de la vida, se desarrolla como zona erótica y primera zona de interacción, la boca. Por medio de ella se alcanza la experiencia del placer en la crianza y se suministran diariamente las principales sensaciones de bienestar. El niño, gradualmente, desarrolla un sentimiento de que el mundo circundante es bueno, y que merece la pena vivir y estar en él y, como consecuencia, va progresivamente adquiriendo la confianza básica en él mismo, que será fuente de seguridad y sustento para su futuro crecimiento. Por el contrario, si no encuentra unos brazos que le acunen, una persona con quien interactuar afectivamente, una fuente de placer y seguridad, adquirirá una conciencia de que lo que le rodea es malo, y progresivamente se deteriorará su propia seguridad y confianza.

b) Autonomía-vergüenza y duda. El segundo estadio, anal-uretral y muscular, alcanza hasta los dos-tres años de edad. Es el tiempo en el que el niño va adquiriendo progresivamente autonomía en sus acciones y desplazamientos, en que sus actividades alcanzan o no un grado de control y autonomía suficiente. En este estadio, la zona anal llega a ser el sitio de choque de dos formas de actuar: retención y eliminación. Estas dos formas se expresan también por el desarrollo muscular en acciones tales como agarrar las cosas o tirarlas. El niño duda a menudo, algunas veces violentamente, entre los dos opuestos, y pierde su control; pero ha de aprender a controlar estas dos pulsiones para alcanzar, sin miedo a arriesgarse, su propia autonomía. Si el niño está sometido a un repetido y excesivo freno paterno, el resultado puede ser un sentimiento duradero de duda y vergüenza. En definitiva, en esta etapa el niño se encuentra enfrentado a la disyuntiva entre ser y sentirse autónomo, seguro de sí, capaz de controlar su propia corporalidad y carácter, o a la inseguridad respecto a sí mismo y su autocontrol, y al miedo a lo que le rodea.

c) Iniciativa-culpa. A este estadio, que ocupa hasta los 5-6 años, Freud lo denominó fálico, y en él situó el complejo de Edipo con su constelación de sensaciones, anhelos y miedos. Erikson sitúa esta constelación de sentimientos en el contexto más amplio de las nuevas capacidades del niño: independencia y movimientos vigorosos, comprensión del idioma, imaginación salvaje y a veces asustadiza. En este período se interioriza la intencionalidad de las acciones y de los sentimientos, siendo el tiempo en el que emerge la intención moral y los sentimientos de culpa, que pueden tener una función positiva al redirigir su curiosidad y su energía más allá de la familia, hacia el mundo de los hechos, de los ideales y de las metas prácticas; pero el peligro de este estadio es que la existencia de un hondo y permanente sentimiento de culpa ante deseos prohibidos y celos, quizás expresa dos en actos de temor a una agresión ingobernable, bloquee el crecimiento del niño.

d) Industriosidad-inferioridad. Este período, denominado período de latencia, tiene para Erikson un significado nuevo. Es el tiempo que va hasta la llegada de la pubertad y la adolescencia. Es el tiempo de la instrucción sistemática, bajo la guía de adultos o niños mayores. El niño sale más allá del círculo familiar inmediato y explora sus modos y capacidades de relación con otros niños y adultos. En este estadio aprende a usar las herramientas y los utensilios del mundo adulto, y así desarrolla un sentimiento de industriosidad. Cuando en este esfuerzo no alcanza el éxito, o las metas que los adultos le proponen son contradictorias, se consigue un sentimiento de inferioridad.

e) Identidad-confusión de identidad. Esta confrontación se da en el tiempo de la pubertad y la adolescencia. En este tiempo de cambios corporales acelerados y de maduración genital, surge la pregunta sobre la igualdad y la continuidad con lo que uno era en los años precedentes. La juventud pubescente se enfrenta con el problema de conectar las cualidades de su yo y lo vivido en su infancia con el rol adulto que está llamado a ser. Esta identidad la estructura gradualmente a partir de lo que es en el fondo de sí mismo, de los roles que ejecuta, de cómo es percibido por otros, de su dotación constitucional individual, de sus capacidades. Es frecuente que el adolescente en este proceso busque una solución temporal por medio de la identificación con algún héroe popular, o juntándose a alguna pandilla que le dé la identidad, por medio de la separación entre los iniciados y los extraños, a base de estereotipos. El formar parte de tales grupos evita el sentimiento de confusión de identidad, y le permite probar su capacidad de fidelidad; pero este no es más que un primer paso para alcanzar una identidad personal que le diferencia del resto de sus compañeros y que le hace sentirse autor y protagonista de su vida. En caso contrario, se ve abocado a dejarse llevar por el ambiente o por los otros sin conocer muy bien el sentido de lo que vive y lo que hace, o incluso a caer en patologías más o menos graves de confusión de identidad.

f) Intimidad-aislamiento. Con el logro de identidad, el joven está listo, por fin, para compartir y fundir su identidad con la identidad de otros, en una relación íntima. Aunque Erikson elabora este concepto principalmente en las relaciones heterosexuales de mutualidad orgásmica que, según su pensamiento, sólo pueden desarrollarse totalmente en relaciones permanentes, la intimidad también se hace presente en otras situaciones como la amistad, la camaradería. Cuando, por el contrario, hay ausencia de una identidad firme y/o miedo a la pérdida del yo, la persona evita tales experiencias a toda costa, establece solamente una relación superficial, y de todo ello resulta un sentimiento profundo de aislamiento.

g) Generatividad-estancamiento. Es el reto de la edad adulta propiamente dicha. Dado el enorme papel del aprendizaje y la transmisión cultural en las vidas humanas, la generatividad juega un papel fundamental. Los adultos, para que el sentido de su existencia diga algo a alguien, necesitan ser necesarios; donde comprueban este proceso de maduración es precisamente al transmitirlo a las nuevas generaciones. Aquellos que, absorbidos en otras preocupaciones e intereses, se cierran en sí mismos, es probable que se empobrezcan personalmente y que vivan la experiencia de un profundo sentimiento de estancamiento.

h) Integridad-desesperación. Cuando se alcanzan con éxito los logros de cada uno de los siete estadios anteriores y, por lo tanto, la madurez en cada una de las etapas de la vida, la cosecha en la vejez es un sentimiento de plenitud, de integridad, y la personalidad es adornada de múltiples cualidades. La integridad del yo maduro es adornada por un sentimiento de coherencia y totalidad. En este tiempo de plenitud existe un sentimiento de comunión con el mundo, con la sociedad y con la vida, y de sentido espiritual. Se acepta de una forma nueva el amor hacia los propios padres y hacia el resto de las personas significativas de la propia vida. La persona se siente solidaria con pueblos distantes y con los hombres que han trabajado por la dignidad humana y el amor. Y la integridad fundamenta, en la asunción del uno y único ciclo vital, la aceptación de la propia muerte. Cuando esto no ocurre, se toma conciencia de que la vida se termina y de que esta se ha perdido; la falta de integración del yo se ve marcada por la desesperación, por la no aceptación de la excesiva fugacidad del tiempo y de la imposibilidad de volver a comenzar.

3. APORTACIONES DE LA PSICOLOGÍA HUMANISTA. Una tercera aportación la encontramos en la psicología humanista, que realiza el intento de recoger las aportaciones del psicoanálisis y de la psicología experimental. Aborda la madurez desde la óptica del crecimiento personal, la motivación y la autoestima. Abraham Maslow, en su teoría de las motivaciones, hace caer en la cuenta de que más allá de las motivaciones básicas, que se caracterizan por su capacidad de ser saciadas, existen otras que denomina motivaciones superiores, que son específicas de la especie humana y se caracterizan por su capacidad de retroalimentación: cuanto más se cultivan más necesidad tenemos de vivirlas y practicarlas. Entre ellas encontramos las necesidades de tipo ético y estético y, principalmente, la necesidad de sentido.

El hombre, por tanto, para Maslow es el ser que, más allá de cubrir sus necesidades básicas —alimentación, sexo, gregariedad, etc.— y del desarrollo biológico que le hace ser adulto, está llamado a la realización personal, a dar sentido a su existencia en diálogo con su entorno, y a caminar en un proceso de realización personal, que le permitirá ser un individuo sano, maduro y feliz.

En esta misma línea hemos de situar al resto de los psicólogos de este movimiento, como E. Fromm y R. May; pero parece obligado citar a Carl Rogers por la influencia que ha tenido su pensamiento en el diálogo pastoral, en el acompañamiento personal y grupal y, en concreto, en la catequesis de adultos.

4. LA MADUREZ COMO INTEGRACIÓN DE LA PERSONA. ¿Qué podemos recoger como aportaciones de las distintas escuelas psicológicas? A modo de síntesis, parece conveniente hacer una descripción de qué entendemos por madurez y cuáles son las condiciones necesarias para alcanzarla: 1) En primer lugar es obligado volver a señalar el carácter dinámico del concepto madurez, que ya no es entendido como un estadio alcanzado en un momento de la vida (la edad adulta), sino como un proceso que se hace presente de formas distintas a lo largo de cada una de sus etapas. 2) La madurez, así, es comprendida como el equilibrio alcanzado en cada momento de la existencia entre las distintas dimensiones de la personalidad (conscientes e inconscientes, afectivas, racionales, volitivas y sociales). Equilibrio siempre provisional e inestable. 3) Este equilibrio no se efectúa únicamente entre las distintas dimensiones de la personalidad, sino que se genera en el diálogo y la comunicación con los otros, asumiendo adecuadamente los distintos papeles y roles que la persona se encuentra llamada a desempeñar; y en la superación de los retos que el ambiente y la sociedad le provocan y a los que tiene que dar respuesta. 4) Estos retos sociales no son iguales en cada una de las edades de la vida, sino que existe una progresión, debida, de una parte, a las capacidades de la edad y, de otra, al contexto social en el que el sujeto se ve envuelto (clase social, cultura, etc). 5) El logro del equilibrio y de la madurez tiene que ver no sólo con la autoestima, que se va consolidando en el sujeto a lo largo de su vida, sino con la visión que este tiene del mundo y de la sociedad que le rodea. O lo que es lo mismo, el logro de madurez está íntimamente emparentado con la salud psicológica. 6) Finalmente, el logro de madurez en cada una de las etapas, tiene también un carácter dinámico, al ser motor de crecimiento y de cambio en la personalidad del sujeto, que se ve impulsado, desde lo que en cada momento es, a un proceso de crecimiento y enriquecimiento personal, que le permitirá enfrentar adecuadamente los nuevos retos que la vida le depare.


III. Madurez humana y madurez religiosa

Una cuestión básica y fundamental para la tarea catequética es: ¿Qué relación existe, si es que existe alguna, entre madurez humana y madurez religiosa? ¿En qué sentido podemos extrapolar lo dicho hasta ahora sobre la madurez humana al ámbito del proceso de crecimiento en la fe, con todo lo que esto supone en el orden de la catequesis, del discernimiento vocacional, de los escrutinios para la admisión al bautismo de adultos, o la confirmación de los adolescentes, la concesión del bautismo de los niños en función de la fe de sus padres, etc? Este es uno de los temas cruciales de la psicología de la religión, en general, de la teología espiritual, y de la catequesis, que busca encontrar una comprensión adecuada del crecimiento y maduración de la fe. Las cuestiones que dependen de clarificar qué entendemos por madurez religiosa tienen consecuencias no sólo en el orden teórico, sino también, y muy importantes, en el orden práctico.

En primer lugar, y como punto de partida, es conveniente recordar el aforismo clásico de antropología teológica: «La gracia no suple a la naturaleza». La gloria de Dios es que el hombre viva, y que lo haga de una forma plenamente humana, desarrollando en plenitud todas sus potencialidades humanas, que le hacen ser a imagen del Creador (Gén 1,27), hombre nuevo a imagen de Cristo (Rom 8,29). Pero este crecimiento humano lleva emparejada la conciencia de la limitación humana, de la propia finitud, que abre al hombre a la búsqueda de la trascendencia, haciendo realidad las palabras de san Agustín: «No te buscaría si no te hubiera ya encontrado».

Ahora bien, en un mundo plural como en el que vivimos, de una parte, no han sido pocos los que han acusado a la religión, y en concreto al cristianismo, de alienar al hombre, de vaciar de humanidad su vida, hasta afirmar que para ser propiamente humano es necesaria la negación de Dios. De otra parte, no han sido pocas las voces que desde el cristianismo han acusado a los no creyentes de personas incompletas, inmaduras. Es necesario para la catequesis y para la teología en general, como indica el Vaticano II, abrir caminos de diálogo, que nos permita reconocer en todo hombre los rasgos de la presencia de Dios en sus vidas y, a la vez, caer en la cuenta de las inmadureces, las zonas oscuras, las insuficiencias que en todo hombre existen. En cualquier caso, el mensaje cristiano hace aportaciones a la madurez humana, y los datos de la psicología sobre madurez humana permiten descubrir algunos rasgos de insuficiencia en la forma de vivir la fe.


IV. Madurez religiosa (el encuentro con Dios)

Un cúmulo de experiencias humanas como la toma de conciencia de la propia finitud, el encuentro intersubjetivo del amor humano, el sentirse portador de vida y la alegría de la paternidad, la experiencia de dolor y frustración, la indignación y rebeldía ante la injusticia, la capacidad de extasiarse ante lo bello y hermoso de la vida son, probablemente, las que, de una forma u otra, nos abren a la búsqueda del sentido último de nuestras vidas y al encuentro con Dios; pero no todas ellas, ni la forma de vivir cada una, son igualmente maduradoras. Es relativamente frecuente que proyectemos sobre Dios, como hacemos en el resto de nuestras relaciones humanas, nuestras ansias de seguridad, nuestros miedos, nuestras frustraciones, nuestras ilusiones. Todo ello aboca a un proceso crítico de nuestra misma imagen de Dios, de purificación de los ídolos que diariamente nos creamos, o del proceso de idolatrización al que sometemos a Dios. Uno de los principales rasgos de madurez religiosa es la actitud de apertura ante el Misterio, de sana sospecha ante lo que de idolátrico pueda existir en nuestra relación con Dios; una vivencia de confianza y de docilidad ante Dios y su voluntad, que tienen como fruto una paz y seguridad profunda y una actitud de libertad y de riesgo ante todo lo que nos rodea. «No temas», «Nada te turbe».


V. Madurez cristiana

Esto que se puede decir de todas las confesiones religiosas, y que tiene en cada una de ellas sus propias connotaciones, en el cristianismo nos aboca directamente a la persona de Jesús.

A partir del misterio de la encarnación, Dios-con-nosotros, la persona de Jesús se convierte, para los creyentes, en referente último de nuestra humanidad. El es el modelo, la meta, y el maestro de nuestra humanidad. Por medio de él se ha derramado sobre nosotros la gracia que nos permite no sólo reconciliarnos con Dios, sino con nuestra misma humanidad. Él, el Hombre nuevo, ha hecho de cada uno de nosotros hombres nuevos renacidos por el bautismo.

Esta recreación de nuestra humanidad no es considerada como un acto mágico, sino como una tarea continua de crecimiento. Como un proceso (Ef 4,13) en el que la gracia derramada en Cristo juega un papel, y la acción libre y voluntaria del hombre juega el suyo propio. Por eso Pablo invita a los cristianos a la aceptación de la gracia (Ef 4,17ss.) y a hacer crecer en cada uno las mismas actitudes de Cristo Jesús (Flp 2,5).

Todo esto es vivido y descrito por el Nuevo Testamento con las categorías de seguimiento de Jesús y de discipulado, que suponen un proceso en el que las etapas de llamada, seguimiento y envío subrayan y concretan los distintos momentos por los que pasa la madurez cristiana. Este proceso y sus etapas permiten señalar como aspectos de la madurez cristiana:

a) La toma de conciencia de sí mismo, de los valores y limitaciones de cada uno y del propio contexto social (los llamó por su nombre). La capacidad de apertura y escucha más allá de la misma realidad concreta. Y la capacidad de trascender para encontrarle a él, que nos llama en cada uno de los acontecimientos, situaciones y personas de la vida diaria.

b) El crecimiento y la purificación en el área de los sentimientos y de las actitudes, poniéndolos en consonan cia con los de Jesús. La articulación racional del mensaje en diálogo con el mundo que nos rodea (dar razón de vuestra esperanza). La comunión con los que forman el grupo de los discípulos, en un proceso de purificación y sanación de todo lo que hay de espurio en nuestras relaciones (envidias, celos...). Y la pasión por todos los hombres, como manifestación que son del rostro de Dios, pero especialmente por los más pequeños, por los más débiles, por los más pobres, como expresión del amor preferencial de Jesús.

c) La conciencia de tener una misión, una tarea, un papel que realizar en la construcción del mundo, en el anuncio de una buena noticia, que se derrama como una gracia fraterna y salvadora. La conciencia de libertad, que es vivida como un riesgo ante la toma de decisiones, ante la apertura de caminos, ante la creación de situaciones nuevas en las que Dios pueda hacerse presente. El compromiso constante en la tarea, incluso con hombres de otros credos y de otras ideologías. El convencimiento de que todo, y especialmente la propia vida, tiene un sentido.

BIBL.: ERIKSON E. H., Identity and the Life Cycle: Selected Papers, International Universities Press, Nueva York 1959; The Life Cycle Completed: A Review, W. W. Norton, Nueva York 1982; Infancia y sociedad, Paidós-Hormé, Buenos Aires 19839; FOWLER J. W., Stages of Faith; The Psychology of Human Development and the Quest for Meaning, Harper & Row, San Francisco 1981; Becoming Adult, Becoming Christian; Adult Development and Christian Faith, Harper & Row, San Francisco 1984; GARRIDO J., Adulto y cristiano. Crisis de realismo y madurez cristiana, Sal Terrae, Santander 1989; GUIGUÉRE P. A., Una fe adulta. El proceso de maduración en la fe, Sal Terrae, Santander 1995; MASLOW A. H., El hombre autorrealizado, Kairós, Barcelona 1983; ZAVALLONI R., Madurez espiritual, en DE FLORES S.-GOFPI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991^, 1123-1138.

Antonio Ávila Blanco