LITURGIA Y CATEQUESIS
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SUMARIO: Introducción: 1. Lo conceptual y lo ritual-simbólico; 2. Lo conceptual y lo ritual-simbólico en el campo de la fe; 3. Actividades esenciales para la misión de la Iglesia. I. Liturgia y catequesis al encuentro: 1. Búsqueda de la propia credibilidad; 2. Formación en la fe de los que acceden a los sacramentos; 3. Ambas acciones participan en la evangelización. II. Liturgia y catequesis, mediaciones de la tradición apostólica. III. Liturgia y catequesis al servicio de la fe. IV. Relaciones entre liturgia y catequesis: 1. La catequesis desemboca en la celebración; 2. La catequesis «más directamente litúrgica»; 3. La liturgia, fuente de la catequesis; 4. La celebración es « mistagogia» . V. La catequesis del año litúrgico: 1. Elementos históricos y teológicos; 2. Catequesis. VI. La catequesis de la liturgia de las horas: 1. Elementos históricos y teológicos; 2. Catequesis.


Introducción1

1. LO CONCEPTUAL Y LO RITUAL-SIMBÓLICO. Desde hace dos siglos, occidente vive en la era de la racionalidad, en que sólo existen aquellas cosas que pueden ser sensiblemente detectadas, medidas y explicadas conceptualmente. Sólo tiene derecho de ciudadanía en la existencia lo empírico, que puede verificarse según peso y medida. Este rasgo de la cultura moderna desacredita toda otra forma de acercarse a la realidad y alcanzar su verdad. Lo que no es lógico y racional se tolera: lo emocional, lo intuitivo, lo pasional, lo ritual, lo imaginativo, la expresión corporal, lo poético... Pero, a la hora de tomar decisiones, lo que cuenta son los hechos. Lo que es bello, pero no sirve para nada; lo que emociona, pero hace perder la cabeza; lo que expresa un vínculo invisible, pero no puede justificarse con lenguaje técnico, eso no cuenta. Lo que expresan esos lenguajes no tiene una existencia real.

Afortunadamente, muchos investigadores, entre ellos Carl Jung, descubrieron la riqueza de los mitos, los símbolos y los ritos para conducir al ser humano a su verdad. Por ellos sabemos que, gracias al lenguaje simbólico, podemos acceder a auténticas realidades internas del hombre, en concreto a determinadas experiencias humanas fundamentales. Así, tras los símbolos bíblicos, emergen experiencias como: la conciencia de un ser trascendente que se manifiesta a su pueblo, la conciencia de estar atenazado por fuerzas oscuras, la necesidad de elevación y de autosuperación, etc. (M. Girard). Según expresión —incompleta— de Rudolf Otto, el mito-símbolo es «el órgano del conocimiento religioso, del mismo modo que la ciencia es el órgano del conocimiento del mundo (empírico)».

2. Lo CONCEPTUAL Y LO RITUAL-SIMBÓLICO EN EL CAMPO DE LA FE. En alguna medida, también la Iglesia, en los últimos siglos, privilegió la racionalidad a la hora de comunicar su mensaje salvador. Auscultando la tradición eclesial, es la Iglesia misma, como portadora del espíritu de Jesús, la que es memoria viva y permanente del acontecimiento salvador, que lo difunde y hace eficaz en las personas de cada generación. Pero la Iglesia, a lo largo de la historia, expresa su tradición viva y permanente en pluralidad de formas: en expresiones bíblicas, en símbolos y ritos litúrgicos, en testimonios y compromisos misioneros y en expresiones teológicas y doctrinales.

El uso de estos diversos lenguajes tuvo siempre, hasta el siglo XV-XVI, en general, un destacado lugar en la catequesis, mediante expresiones cultuales, pictóricas, musicales, escultóricas, poéticas, didácticas, etc. Más aún, desde el siglo II, la Iglesia tuvo necesidad de transmitir la revelación —de catequizar— de manera más sistemática para dar respuestas a los convertidos, para contestar las réplicas de los herejes y para dialogar con los paganos en su tarea precatequética o misionera.

Sin embargo, desde el Renacimiento, la Iglesia privilegió en su catequesis el lenguaje verbal-conceptual, con muy escasa utilización del lenguaje litúrgico-simbólico, y casi sin ninguna relación con la misma acción litúrgica y otras expresiones tradicionales, con merma notable para la maduración de la vida teologal de los creyentes. La extensión de la imprenta, la publicación de los diversos catecismos para hacer frente a la fe nueva protestante y la reacción de la Iglesia frente a la Ilustración y al Modernismo con una teología neoescolástica conceptualista, fueron las causas de este reduccionismo en la transmisión catequética del mensaje cristiano.

Han pasado los años, y la etapa posconciliar del Vaticano II ha mejorado notablemente el uso plural de los lenguajes catequéticos. No obstante, no se estima todavía en su justo valor —al menos de hecho, en algunos sectores de la Iglesia— la capacidad de los ritos y de los símbolos para expresar la experiencia de la fe y ayudar a la comunicación e interiorización de la tradición eclesial.

3. ACTIVIDADES ESENCIALES PARA LA MISIÓN DE LA IGLESIA. COMO se acaba de decir, no hace mucho tiempo se acentuaban tanto las diferencias entre la liturgia y la catequesis, que una y otra parecían ignorarse en la práctica. En las publicaciones especializadas se hablaba de planteamientos divergentes, de preguntas serias y de interpelaciones desde un sector al otro.

La situación actual de increencia, y el tener que dirigirse ambas acciones a un sujeto insuficientemente evangelizado, han obligado a liturgistas y a expertos en catequesis a encontrarse, a acercar los respectivos lenguajes y, sobre todo, a atender las instancias legítimas tanto de la liturgia como de la catequesis. El Directorio general para la catequesis de 1997, después de afirmar, citando CT 23, que «la catequesis está intrínsecamente unida a toda la acción litúrgica y sacramental», reconoce que «a menudo la práctica catequética muestra una vinculación débil y fragmentaria con la liturgia: una limitada atención a los signos y ritos litúrgicos, una escasa valoración de las fuentes litúrgicas, itinerarios catequéticos poco o nada conectados con todo el año litúrgico y una presencia marginal de celebraciones en los itinerarios de la catequesis» (DGC 30). Por parte de la pastoral litúrgica no siempre se han tenido en cuenta las condiciones que favorecen el que las celebraciones sean una verdadera y gozosa vivencia y profesión de la fe, y el que todo lo que se dice y se hace contribuya con su autenticidad y transparencia a alimentar esa misma fe.


I. Liturgia y catequesis al encuentro

1. BÚSQUEDA DE LA PROPIA CREDIBILIDAD. En todo caso, existe una problemática común a la liturgia y a la catequesis, que consiste en la respectiva credibilidad, tanto de cara al misterio de Cristo que anuncian y celebran, como ante los beneficiarios del mismo, que cuestionan no pocas veces la validez de lo que se les dice y ofrece. Liturgia y catequesis intentan hoy, cada una de la manera que le es propia, resolver esta credibilidad y adaptarse lo mejor posible a sus destinatarios, ser más creativas y atraer a los alejados. La liturgia, consciente de que la lex orandi —la norma de la plegaria—, es expresión de la lex credendi —la norma de la fe— y fundamento de la lex vivendi —la norma de la conducta— (cf DGC 122), no puede prescindir de unos ritos y de unos textos sancionados por la autoridad de la Iglesia, aunque para muchos resulten difíciles de comprender, sobre todo si ha faltado la necesaria catequesis litúrgica. No obstante, es cierto también que, en general y especialmente en algunos lugares, existe el reto de la inculturación, que afecta tanto a la liturgia como a la catequesis (cf DGC 109-113; 203-207)2.

En este sentido, la catequesis, en principio, goza de mayor libertad para adaptarse a las diversas circunstancias de cultura, edad, vida espiritual, situaciones sociales y eclesiales de aquellos a quienes se dirige (cf CCE 24). Sin embargo la catequesis ha de transmitir también el mensaje en toda su integridad y pureza (cf CT 30; DGC 111).

2. FORMACIÓN EN LA FE DE LOS QUE ACCEDEN A LOS SACRAMENTOS. Otro factor de acercamiento entre la liturgia y la catequesis lo constituye la necesidad compartida de contribuir a la formación de la fe de los candidatos a los sacramentos (cf DGC 176, 178, 181, 232). En este sentido la liturgia ha tomado conciencia no sólo de su función mistagógica, sino también de la necesidad de favorecer el acto de fe en los que participan en las celebraciones litúrgicas. Fue el propio Vaticano II el que apoyó este segundo aspecto al afirmar que los sacramentos, «en cuanto signos, tienen también un fin pedagógico. No sólo suponen la fe, sino que, a la vez, la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y cosas; por esto se llaman sacramentos de la fe. Confieren ciertamente la gracia, pero también su celebración prepara perfectamente a los fieles para recibir fructuosamente la misma gracia, rendir el culto a Dios y practicar la caridad» (SC 59). Por tanto, no sólo cuando se lee «lo que se ha escrito para nuestra enseñanza» (Rom 15,4), sino también «cuando la Iglesia ora, canta o actúa, la fe de los asistentes se alimenta...» (SC 33).

Por su parte, la catequesis se ha abierto también a la experiencia simbólico-ritual (cf DGC 30, 117) y a la celebración como culminación del anuncio y como manantial permanente de la existencia cristiana (cf DGC 84, 130).

La exhortación apostólica possinodal Catechesi tradendae, de Juan Pablo II, ha subrayado el vínculo entre liturgia y catequesis al decir: «La catequesis está intrínsecamente unida a toda la acción litúrgica y sacramental, porque es en los sacramentos, y sobre todo en la eucaristía, donde Jesucristo actúa en plenitud para la transformación de los hombres... La catequesis está siempre en relación con los sacramentos. Por una parte, una forma eminente de catequesis es la que prepara a los sacramentos, y toda catequesis conduce necesariamente a los sacramentos de la fe. Por otra parte, la práctica auténtica de los sacramentos tiene forzosamente un aspecto catequético. En otras palabras: la vida sacramental se empobrece y se convierte en ritualismo vacío si no se funda en un conocimiento serio del significado de los sacramentos. Y la catequesis se intelectualiza si no cobra vida en la práctica sacramental» (CT 23; cf DGC 30).

Hoy nadie duda de que el camino de la fe que debe recorrer todo bautizado abarca simultáneamente la profesión de la fe, la celebración del misterio, la práctica de la vida cristiana y la oración, es decir, las cuatro dimensiones fundamentales de la vida cristiana (cf CCE 14-17; DGC 87, 122, 130). La catequesis debe tenerlas en cuenta en sus tareas, articulándose de este modo con los restantes elementos de la misión de la Iglesia (cf DGC 84-87, 266). Estos elementos, por su parte, tienen también una finalidad evangelizadora amplia y algunos un aspecto catequético, contribuyendo a la formación de los fieles (cf CCE 4-7; DGC 47ss). Ahora bien, donde el camino de la fe alcanza su más alto grado de identificación con el acontecimiento de Jesucristo, por obra del Espíritu Santo, es en la liturgia, cuando la Palabra de salvación se hace signo eficaz, y cuando el sacramento nutre la fe y empuja a la misión y al testimonio (cf DGC 122). Por eso «toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia» (SC 7; cf CCE 1070; DGC 85).

Y si todo esto se hace en el marco natural de una comunidad local, signo y manifestación de la Iglesia (cf LG 26; SC 41-42, etc.), se comprende que la comunidad no es sólo comunidad de fe, sino que es también comunidad de celebración y comunidad misionera. La comunidad local, especialmente la parroquia (cf CIC 515, § 1), ha de estar dotada de todas las funciones que caracterizan a la Iglesia de Cristo desde los orígenes (cf He 2,42). Por tanto, es en este contexto en el que se sitúan la liturgia y la catequesis al servicio del único misterio de salvación y, en definitiva, de todos los hombres (cf DGC 141, 254, 257-258). El hecho litúrgico y el hecho catequético, ligados ambos al proceso de transmisión y de crecimiento de la fe, están tan cercanos el uno del otro, que en modo alguno pueden ser considerados como realidades encerradas en sí mismas. Al contrario, la catequesis forma parte de un proceso que culmina y se ambienta en la liturgia, y la liturgia, además de tener en sí misma una dimensión formativa de la fe, es cumplimiento y presencia del misterio de salvación mostrado en la catequesis.

3. AMBAS ACCIONES PARTICIPAN EN LA EVANGELIZACIÓN. El acercamiento entre liturgia y catequesis se refuerza desde el momento en que en una y otra acción eclesial se asume la evangelización como razón de ser y punto de partida de la misión de la Iglesia: «la evangelización es lo que define la misión total de la Iglesia, su identidad más profunda», ya que «ella existe para evangelizar» (EN 14; cf DGC 46). Aunque algunos elementos de la evangelización son tan importantes que se tiende a identificarla con ellos, por ejemplo, el anuncio de Cristo a quienes no lo conocen, o la predicación, la catequesis y aun el bautismo y la administración de otros sacramentos, «ninguna definición parcial y fragmentaria refleja la realidad rica, compleja y dinámica que comporta la evangelización, si no es con el riesgo de empobrecerla e incluso mutilarla. Resulta imposible comprenderla si no se trata de abarcar de golpe todos sus elementos esenciales» (EN 17).

El Vaticano II ya había aludido al anuncio de Jesucristo y a la celebración como dos momentos de una misma actividad evangelizadora y misionera (cf SC 6). Por consiguiente, la evangelización, concebida como un proceso continuado y estructurado en etapas esenciales, comprende no sólo el anuncio a los no creyentes y a los creyentes (cf SC 9; AG 13-15), sino también la celebración y la realización de cuanto ha sido objeto del anuncio y de la aceptación por la fe (cf DGC 47-49). Esto hace que deba existir una gran unidad entre catequesis y pastoral de los sacramentos: «Nunca se insistirá bastante en el hecho de que la evangelización no se agota con la predicación y la enseñanza de una doctrina. Porque aquella debe conducir a la vida: a la vida natural, a la que da un sentido nuevo gracias a las perspectivas evangélicas que le abre; a la vida sobrenatural, que no es una negación, sino purificación y elevación de la vida natural. Esta vida sobrenatural encuentra su expresión viva en los siete sacramentos y en la admirable fecundidad de gracia y santidad que contienen. La evangelización despliega de este modo toda su riqueza cuando realiza la unión más íntima, o mejor, una intercomunicación jamás interrumpida, entre la Palabra y los sacramentos. En un cierto sentido es un equívoco oponer, como se hace a veces, la evangelización a la sacramentalización. Porque es seguro que si los sacramentos se administraran sin darles un sólido apoyo de catequesis sacramental y de catequesis global, se acabaría por quitarles gran parte de su eficacia. La finalidad de la evangelización es precisamente la de educar en la fe de tal manera que conduzca a cada cristiano a vivir —y a no recibir de modo pasivo o apático— los sacramentos como verdaderos sacramentos en la fe» (EN 47). El Vaticano II insistió también en la necesidad de la «predicación de la Palabra para el ministerio de los sacramentos», porque los sacramentos son «sacramentos de la fe que nace y se alimenta de la Palabra» (PO 4; cf SC 35,2; DGC 51, 65ss).

Esta íntima relación entre catequesis y liturgia ha sido defendida también por los obispos españoles, a propósito de la iniciación cristiana, en el documento titulado precisamente: La iniciación cristana. Reflexiones y orientaciones, aprobado el 27 de noviembre de 1998 por la LXX Asamblea plenaria de la conferencia episcopal (cf IC 39-40).

Por consiguiente, catequesis y liturgia son dos acontecimientos de salvación que no están disociados en la existencia concreta de los hombres, como tampoco en la vida de la comunidad cristiana, sino que «constituyen visiblemente dos dimensiones de una misma realidad» (IC 39). De ahí que sea necesaria tanto la catequesis previa como la celebración misma, la cual debe realizarse como una llamada constante a la fe y a la conversión, o sea como una verdadera evangelización (cf SC 9; DGC 50ss; IC 40).

Para nosotros, occidentales, un buen ejemplo de esta síntesis lo constituyen las liturgias orientales. En el discurso que pronunció después de promulgar la Constitución sobre la sagrada liturgia, del Vaticano II, Pablo VI dijo: «No podemos callar la alta estima que tienen de la liturgia los cristianos de las Iglesias orientales y la exactitud con que cumplen los ritos sagrados. Para ellos fue siempre la liturgia escuela de verdad y hoguera del amor cristiano» (AAS 56 [19641, 34-35). La liturgia alimenta la fe de los fieles y contiene una verdadera exposición de la fe de la Iglesia. La catequesis lo tiene en cuenta cuando incorpora los testimonios de la liturgia a la formación catequética y, sobre todo, cuando sitúa la celebración en el interior de este proceso (cf DGC 30, 85). Liturgia y catequesis, cada una en su campo pero convergentes en la tarea, contribuyen a desarrollar la vida de la fe.

Son varias, por tanto, las relaciones entre liturgia y catequesis, que serán analizadas en sus aspectos concretos en la IV parte: 1) la catequesis, íntimamente unida a toda la vida de la Iglesia, culmina en la celebración, conduce a los sacramentos y es preparación para la vida litúrgica; 2) una forma eminente de catequesis es la preparación de los sacramentos y la catequesis propiamente litúrgica; 3) la liturgia es fuente de la catequesis; 4) la celebración es mistagogia y, al comprender aspectos instructivos y catequéticos, es lugar de educación en la fe.

Pero antes, merece la pena detenerse en dos aspectos fundamentales que establecen las relaciones de fondo entre ambas acciones eclesiales. En primer lugar, la revelación divina y su transmisión, tanto en la liturgia como en la catequesis. En segundo término, el depósito de la fe de la Iglesia, que esta conserva íntegro y puro, como objeto a la vez de la formación catequética y de la celebración litúrgica.


II. Liturgia y catequesis, mediaciones de la tradición apostólica

La revelación divina es la autocomunicación de Dios a los hombres «con obras y palabras», para que estos lleguen hasta él y alcancen la salvación (cf DV 2; CCE 51-53). Esto es lo nuclear de la evangelización, razón de ser y misión de la Iglesia (cf DGC 38-39, 46). La Iglesia, imitando esta «pedagogía divina» (cf DV 15; DGC 139ss.), transmite la Revelación mediante el anuncio del evangelio, la celebración de los sacramentos, en los que se realiza la obra de salvación que es proclamada (cf SC 7), y el testimonio de la fe en la vida cotidiana (MPD-77, 10).

La transmisión de la revelación divina, garantizada por el Espíritu de la verdad (cf Jn 16,13; CCE 79), fue encomendada a los apóstoles, y por estos a sus sucesores y al conjunto de la Iglesia, y es, por tanto, una tradición viva (cf DV 7, 8, 10; CCE 75ss.; DGC 42-45). De la misma manera, el poder de santificación de Cristo resucitado fue confiado a los apóstoles y a sus sucesores (cf Jn 20,21-23; LG 20). «Esta sucesión apostólica estructura toda la vida litúrgica de la Iglesia. Ella misma es sacramental, transmitida por el sacramento del Orden» (CCE 1087; cf 1536).

El anuncio y difusión del evangelio y la liturgia «por cuyo medio se efectúa la obra de nuestra redención» (SC 2), se realizan mediante «hechos y palabras», cada una a su modo, de manera que ambas acciones pertenecen a la etapa actual de la historia de la salvación. En este sentido, la evangelización se lleva a cabo también con el testimonio de la vida, y no sólo con el anuncio del evangelio (cf EN 20; y la liturgia es, a la vez, anuncio eficaz y actualización del misterio de Cristo, para que los hombres vivan de él. Por eso, la liturgia forma parte de la misma dinámica de la actuación del designio salvífico revelado por Dios y transmitido en la predicación apostólica. La Iglesia, en las celebraciones litúrgicas, no sólo transmite la memoria de los «hechos y palabras» de la salvación (cf DGC 46, 107) proclamándolos en las lecturas bíblicas y explicándolos en la homilía, sino que cumple y prolonga los acontecimientos salvíficos en el rito mediante signos y símbolos eficaces (cf SC 7). En esta memoria y actualización del misterio de Cristo y de su obra de salvación interviene el Espíritu Santo, de manera que la «liturgia viene a ser la obra común del Espíritu Santo y de la Iglesia» (CCE 1091; cf 1091-1109).

Esta realidad tiene fiel reflejo en la estructura de la liturgia de la Palabra. En efecto, el Dios que habló y actuó en otro tiempo, sigue hoy hablando a los hombres para que no les falte nunca ni el anuncio de los hechos ya realizados en la vida y en la muerte de Cristo (Evangelio), ni la explicación o ilustración de estos hechos en la Iglesia (Nuevo Testamento), ni el recuerdo de los acontecimientos que los prepararon o de las profecías que los anunciaron (Antiguo Testamento). Por eso, el evangelio significa no solamente el culmen de la revelación divina, sino también el culmen de la proclamación litúrgica de las Sagradas Escrituras (cf DV 18).

La proclamación litúrgica de la palabra de Dios se realiza siempre a la manera como el propio Cristo, los apóstoles y los santos Padres utilizaron las Escrituras, es decir, situando en primer término el misterio pascual y explicando, desde él, todos los «hechos y palabras» que llenan la historia de la salvación, y que constituyen el contenido de las celebraciones litúrgicas. Como se ha dicho antes, desde Cristo se va hasta el Antiguo Testamento, y se vuelve a Cristo en la continuidad representada por el Nuevo. Así mismo, los restantes escritos del Nuevo Testamento confirman todo lo que se refiere a Cristo y manifiestan el poder de su obra salvadora en la Iglesia (cf DV 20). De este modo las lecturas bíblicas, desde el Antiguo hasta el Nuevo Testamento, ponen de manifiesto el desarrollo progresivo de la historia de la salvación, que culmina en Cristo y se prolonga en los sacramentos y en los demás actos litúrgicos de la Iglesia. Es preciso, pues, que la salvación sea anunciada a los hombres en la Palabra y ofrecida en el sacramento al mismo tiempo.

Tarea del ministro de la Palabra es poner de manifiesto, sobre todo en la homilía, este obrar divino, para suscitar en los hombres la respuesta de la conversión y de la fe (cf SC 52; CT 48; DGC 51, 52, 57, 70). Pero al mismo tiempo, como ministro de la santificación y del culto, debe actuar con toda verdad, transparencia y respeto a los signos y símbolos elegidos por la Iglesia para actualizar las intervenciones salvíficas de Dios. No puede olvidar que estas se hacen, en cierto modo, palpables al encarnarse en los ritos litúrgicos con toda la fuerza sensible, corpórea, social e histórica de la liturgia, no sólo como exigencia de la economía divina inaugurada en la encarnación, sino también porque lo pide el carácter simbólico y sacramental de la misma vida humana (cf CCE 1153-1155).

Por eso, desde el principio, la liturgia en cuanto actualización del misterio de Cristo y de toda la historia de la salvación, es testimonio vivo de la tradición de la Iglesia y expresión de su fe. En este sentido, todas las tradiciones litúrgicas —los ritos y familias que surgieron en Oriente y en Occidente— celebran en todo lugar el mismo y único misterio pascual de Jesucristo, a través de formas particulares, pero fieles a la tradición apostólica (cf CCE 1200-1202).


III. Liturgia y catequesis al servicio de la fe

El segundo aspecto que une íntimamente a la liturgia y a la catequesis es la conexión de ambas con el depósito de la fe. En este sentido conviene tener presente que, tanto la liturgia como la catequesis, están al servicio de la transmisión de la fe y realizan esta transmisión, cada una del modo que le es propio, coincidiendo en la realidad de salvación que están llamadas a comunicar.

Bastaría recordar el énfasis que pone san Pablo en la primera Carta a los corintios, cuando trata de transmitir «aquello mismo que él ha recibido», la tradición referente a la muerte y resurrección de Cristo (cf lCor 15,1-11), y la tradición referente a la celebración de la cena del Señor (cf 1Cor 11,23-26). El vocabulario es idéntico en ambos pasajes, lo mismo que el contenido de la tradición: el misterio pascual de Jesucristo, objeto a la vez del anuncio evangelizador —y de la catequesis apostólica «según las Escrituras» (cf He 1,16; 8,35; Lc 24,32.45; etc.)— y de la celebración litúrgica. Más aún, al mismo tiempo que el anuncio del evangelio cristalizaba en fórmulas que definían la fe de los discípulos de Cristo y garantizaba su transmisión —las fórmulas del kerigma—, la celebración del memorial del Señor se condensaba en los relatos de la institución de la eucaristía, cuyo carácter estereotipado y litúrgico es evidente. En ambos casos estamos ante el «depósito precioso» que es preciso custodiar con toda fidelidad (cf 1Tim 6,20; 1,14; CCE 84; DGC 125, 129).

Lo que se acaba de decir invita a considerar también la relación que existe entre la fe y la celebración, o sea, el valor de la liturgia como expresión de la fe de la Iglesia. ¿Qué significa esto? La liturgia, en cuanto cumbre de la acción evangelizadora (cf PO 5; SC 10; DGC 27), guarda una íntima relación con la fe, que brota del anuncio evangelizador y se nutre en la catequesis y en otras acciones eclesiales. Ahora bien, cuando se dice que la liturgia expresa la fe de la Iglesia, se dice algo más que cuando se asegura que «celebramos nuestra fe», tanto a nivel personal como a nivel comunitario. La aclamación Mysterium fdei –«¡Este es el sacramento de nuestra fe!»–, que sigue a las palabras de la institución en la plegaria eucarística, significa la proclamación de que la eucaristía es el gran signo de la muerte y de la resurrección del Señor, objeto y centro de la fe, que lo anuncia y lo actualiza en la plegaria eucarística. «La eucaristía es la forma fontal de la educación de la fe» (DGC 51).

Por eso, la fe proclamada y celebrada en la eucaristía con acciones y palabras, es siempre la fe de la Iglesia, asumida y proclamada como propia por una asamblea y por unos fieles. Así lo refrenda y ratifica el ministro en el bautismo y en la confirmación, cuando dice en nombre de la Iglesia: «Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús, Señor nuestro» 3.

La Iglesia cree de la misma manera que ora. Cada celebración eucarística es una profesión de fe. «La norma de la plegaria es norma de la fe», como se ha dicho antes. Pero esto no se produce solamente en la plegaria eucarística y en el símbolo de la fe, cuya estructura y contenidos son muy semejantes, sino también en las demás fórmulas eucológicas y en los ritos y signos, es decir, en todos los elementos de la liturgia y en todas las celebraciones. La liturgia, por tanto, no es solamente un espacio en el que se confiesa la fe sino que es, ella misma, expresión de la fe de la Iglesia. Esto quiere decir que existe una íntima relación entre el misterio de la salvación o, si se prefiere, entre los misterios de la fe, y la expresión litúrgica de esta misma fe.

El famoso axioma lex credendi-lex orandi tiene un sentido amplio en orden a mostrar la adecuación entre las verdades de la fe y su celebración en la liturgia. En efecto, la liturgia refleja siempre una doctrina de la fe y una cierta enseñanza, no sólo en sus fórmulas sino también en sus ritos (cf DGC 96, 119, 154), aunque su finalidad no es la de instruir. En numerosos casos, la liturgia presupone y sigue la fe revelada, enseñada por la Iglesia en su magisterio, de manera que la celebración litúrgica contribuye con su lenguaje simbólico-ritual a reafirmar la doctrina en la vida de los creyentes. En otros casos, es la liturgia la que precede a la fe propuesta por la Iglesia, constituyendo un factor muy poderoso de su explicitación, por ejemplo en el caso de la asunción de la Santísima Virgen María.

No obstante, no es a la liturgia a la que corresponde manifestar y proponer la doctrina de la fe, sino al magisterio de la Iglesia. Por otra parte, la liturgia expresa también muchas veces una opinión común o histórica particular. Por este motivo, antes de precisar qué es lo que aparece en el testimonio de la liturgia con carácter verdaderamente universal, siempre y en todas partes, es necesario realizar análisis pacientes y contrastados, que ayuden a determinar la fe misma y a individualizar las expresiones e incluso las fórmulas en las que aquella se manifiesta. En todo caso, la liturgia expresa la fe de la Iglesia no con vistas a la formulación dogmática ni a la enseñanza teológica, sino con vistas a la celebración de los acontecimientos salvíficos a los que se refieren las verdades de la fe. En este sentido la liturgia es verdadero lugar teológico de la fe del pueblo cristiano y órgano del magisterio ordinario de la Iglesia. Dicho de otra manera, la liturgia proclama la fe en el momento en que el misterio se actualiza en el rito.


IV. Relaciones entre liturgia y catequesis

Como afirma el documento La iniciación cristiana, «la catequesis es elemento fundamental de la iniciación cristiana y está estrechamente vinculada a los sacramentos de la iniciación. La catequesis como educación en la fe de los niños, de los jóvenes y los adultos, comprende especialmente una enseñanza de la doctrina cristiana, dada generalmente de modo orgánico y sistemático con miras a iniciarlos en la plenitud de la vida cristiana... Además, la catequesis está intrínsecamente unida a toda la acción litúrgica y sacramental, porque es en los sacramentos, y sobre todo en la eucaristía, donde Jesucristo actúa en plenitud para la transformación de los hombres» (IC 20; cf 41; DGC 66; cf 63-65; CT 23; CCE 1074-1075).

1. LA CATEQUESIS DESEMBOCA EN LA CELEBRACIÓN. La catequesis conduce a la liturgia y desemboca en ella, no sólo porque la liturgia es «culmen y fuente» (SC 10; LG 11; PO 5; DGC 27), sino por la misma dinámica del proceso de la evangelización y de la catequesis (cf DGC 60ss., 84). Si se tiene en cuenta que la catequesis es «una educación en la fe de los niños, de los jóvenes y adultos, que comprende especialmente una enseñanza de la doctrina cristiana... con miras a iniciarlos en la plenitud de la vida cristiana» (CT 18; CCE 5; DGC 63-64), la exposición del misterio de la salvación ha de conducir a la conversión y al desarrollo de la fe, que encuentra en la liturgia la actualización de la historia salvífica y el medio eficaz de la incorporación del hombre al misterio de Jesucristo. «En virtud de su misma dinámica interna, la fe pide ser conocida, celebrada, vivida y hecha oración» (DGC 84; cf 122).

La catequesis, basada fundamentalmente en la palabra de Dios (cf DGC 95), hace madurar la fe en el corazón del catequizando y lo lleva a profesarla, a expresarla en la celebración y a manifestarla en el testimonio de vida. En este sentido, «para que los hombres puedan llegar a la liturgia es necesario que antes sean llamados a la fe y a la conversión... Por eso, la Iglesia anuncia el mensaje de salvación a los no creyentes, para que todos conozcan al único Dios verdadero y a su enviado Jesucristo, y se conviertan de sus caminos haciendo penitencia. Y debe predicar a los creyentes continuamente la fe y la penitencia, debe prepararlos, además, para los sacramentos, enseñarles a guardar todo lo que Cristo mandó, y animarlos con toda clase de obras de caridad, piedad y apostolado» (SC 9; cf AG 5; 13-14).

Sin embargo, lo que resulta hoy muy difícil es la introducción de los catequizandos en la vida sacramental; es decir, no tanto la explicación teórica de los signos sagrados cuanto la gradual y progresiva iniciación de los candidatos a los sacramentos en la celebración viva y consciente de los mismos para que perseveren en ella (cf DGC 181; IC 4lss). La iniciación en la vida litúrgica siempre ha sido difícil, y hoy lo es más que nunca, porque lo ritual compromete más, abarca más en la personalidad del hombre y requiere un mayor campo de experiencia.

La catequesis, afortunadamente, hace mucho que superó la reducción a mera transmisora de saberes. Hoy intenta dar una formación más integral en la fe, asumiendo también la iniciación en la oración y en la vida litúrgica, a pesar de las dificultades. La formación de la fe no será completa si no es también mistagogia, es decir, introducción en el misterio celebrado y presente en la liturgia. Y esto por exigencias no sólo de la fe, que pide celebración de lo que se cree, y que se nutre y enriquece en ella, sino también del misterio-acontecimiento de salvación que se actualiza en la liturgia. La mistagogia, última etapa de la iniciación cristiana, caracterizada por la experiencia de los sacramentos y la entrada en la comunidad (cf DGC 88; IC 29-30), conserva un valor ejemplar para toda forma de catequesis posbautismal (cf DGC 90-91), ya que «la inteligencia más plena y fructuosa de los misterios se adquiere con la renovación de las explicaciones y, sobre todo, con la recepción continuada de los sacramentos» (RICA 38).

2. LA CATEQUESIS «MÁS DIRECTAMENTE LITÚRGICA». Se entiende por catequesis litúrgica la «que prepara a los sacramentos y favorece una comprensión y vivencia más profundas de la liturgia» (DGC 71; cf 176, 178, 181, 207). Esta catequesis no debe confundirse con las breves didascalias o moniciones que dicen en los momentos más oportunos el sacerdote u otro ministro para facilitar la participación consciente (cf SC 35,3), sino que consiste en la explicación previa de los ritos y de los textos de una celebración. En este sentido los Rituales de los sacramentos, promulgados después del Vaticano II, proponen, especialmente en los praenotanda, unas líneas teológicas y pastorales que es preciso llevar a esta catequesis presacramental, y que dan lugar a las siguientes leyes de la catequesis litúrgica.

a) La preeminencia de la palabra de Dios, manifestada en la estructura de la celebración: primero la Palabra, luego el rito sacramental, de manera que constituyen un solo acto de culto (cf SC 56); y en la inspiración bíblica de las fórmulas y restantes textos litúrgicos (cf SC 24). Por eso la catequesis litúrgica está íntimamente unida a la catequesis bíblica (cf DGC 118), de manera que el lenguaje litúrgico es en gran medida el lenguaje bíblico de la historia de la salvación y de la tradición de la Iglesia (cf DGC 208). La Palabra convierte la celebración en un acto de culto agradable a Dios, mediante la respuesta de la fe de los que participan en ella.

b) La interiorización de la acción litúrgica o la correspondencia entre las actitudes y los gestos y acciones rituales. En efecto, la catequesis litúrgica se orienta hacia la participación activa y fructuosa de los fieles, tanto a nivel personal como comunitario (cf SC 14, 19, 21ss.; DGC 85). La participación externa refuerza las actitudes interiores, y constituye un modo de educación permanente de la fe (cf DGC 70, 174).

c) La integración del creyente en la comunidad local «con ocasión de los principales acontecimientos de la vida» (DGC 176), y de la comunidad local en la Iglesia universal, para que el sacramento forme parte de la vida de cada individuo y de cada pueblo, enriqueciendo su horizonte existencial (cf SC 26-30). Los Rituales exigen una clara conciencia del papel de todos los actores de la celebración litúrgica –asamblea, presidente, ministros, candidato, padrinos, etc.– y de la funcionalidad precisa de cada rito o texto en sí mismo y en el conjunto de la acción, dentro también del marco del año litúrgico (cf DGC 207).

d) La continuidad entre la catequesis y la liturgia. Esto quiere decir que la catequesis litúrgica debe prestar atención a todos los elementos que componen una celebración: tiempo litúrgico, textos bíblicos –lecturas, salmos, antífonas, versos–, textos eucológicos –plegarias mayores, oraciones presidenciales, moniciones, etc–, himnodia –himnos, tropos, secuencias, etc.–, ritos, gestos y movimientos, elementos naturales, símbolos, objetos y ajuar litúrgico, subrayando aquellos aspectos que los distintos Rituales ponen en primer plano. Por otra parte, esta catequesis debe prolongarse de alguna manera en las intervenciones del comentador o monitor en la celebración litúrgica. La catequesis litúrgica parte siempre de la celebración, para volver de alguna manera otra vez a ella.

e) La «referencia a las grandes experiencias humanas significadas por los signos y los símbolos de la acción litúrgica a partir de la cultura judía y cristiana» (DGC 117; cf 207): felicidad y finitud, búsqueda de lo absolu to, salvación y perdición, libertad y esclavitud, amor y odio, comunión e incomunicación, vida y muerte, etc.

3. LA LITURGIA, FUENTE DE LA CATEQUESIS. La catequesis tiene como «fuente viva la palabra de Dios, transmitida mediante la tradición y la Escritura, dado que la tradición y la Escritura constituyen el depósito sagrado de la palabra de Dios confiado a su Iglesia» (CT 27; cf DGC 94). Ahora bien, la liturgia es lugar privilegiado donde la palabra de Dios resuena con una particular eficacia y donde es constantemente «proclamada, escuchada, interiorizada y comentada» (DGC 95). Por eso «la Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la palabra de Dios como el cuerpo de Cristo, sobre todo en la liturgia» (DV 21; cf PO 18). Por otra parte, la importancia de la Sagrada Escritura en la celebración de la liturgia se basa también en que «de ella se toman las lecturas que se explican en la homilía, y los salmos que se cantan, las preces, las oraciones e himnos litúrgicos están penetrados de su espíritu, y de ella reciben su significado las acciones y los signos» (SC 24).

Según esto la liturgia es testimonio y resonancia de la palabra de Dios tal como es recibida y asimilada por la Iglesia. El leccionario de la palabra de Dios, sobre todo de la misa, no solamente es un libro-signo de la presencia del Señor en su Palabra, que recibe toda clase de honores litúrgicos, sino también el modo normal, habitual y propio, según el cual la Iglesia lee en las Escrituras la palabra viva de Dios, siguiendo los «hechos y palabras» de salvación cumplidos por Cristo, y ordenando en torno a ellos los demás contenidos de la Biblia siguiendo el año litúrgico. El leccionario aparece como una prueba de la interpretación y profundización en las Escrituras que la Iglesia hace en cada tiempo y lugar, guiada siempre por el Espíritu Santo. Por eso cada rito litúrgico, en cuanto refleja la sensibilidad espiritual e histórica de una Iglesia local, ha tenido a lo largo de su historia, y en ocasiones de manera simultánea, no uno, sino varios leccionarios. El conocimiento del leccionario es fundamental para comprender qué celebra y qué vive la Iglesia en la liturgia (cf DGC 207).

Por otra parte están las plegarias eucarísticas y las plegarias de bendición, ordenación y consagración, las fórmulas eucológicas menores, los himnos, las antífonas no bíblicas, las plegarias y preces, etc. Su valor reside en que son la respuesta a la palabra de Dios que la Iglesia ha hecho suya y considera como tal en la invocación al Señor y en la alabanza, la acción de gracias y la petición que dirige al Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo. Los textos litúrgicos, lo mismo que los ritos, los gestos, los símbolos y los demás signos de la liturgia, contienen siempre una cierta exposición o expresión de la fe y constituyen, por tanto, un testimonio de lo que se está celebrando. En este sentido tienen también un gran valor para la catequesis (cf DGC 30, 96).

Por este motivo, la liturgia está presente en el Catecismo de la Iglesia católica, «punto de referencia para la catequesis en toda la Iglesia» (DGC 119), no sólo como «celebración del Misterio» (II parte), sino también de otras dos maneras: como fuente explícita de los contenidos del Catecismo, y como lenguaje o medio de comunicación de la doctrina, junto con el lenguaje bíblico. Ambos aspectos —la liturgia como fuente y el lenguaje litúrgico de la doctrina— son recordados implícitamente por Juan Pablo II en la constitución apostólica Fidei depositum, de promulgación del Catecismo, cuando alude a la «tradición viva en la Iglesia» (FD 3) y a la «tradición apostólica» (FD 4), junto a la Sagrada Escritura, la herencia espiritual de los Padres y el magisterio. El propio Catecismo señala expresamente en el prólogo que «sus fuentes principales son la Sagrada Escritura, los santos Padres, la liturgia y el magisterio de la Iglesia» (CCE 11). Y en efecto, basta consultar los índices del Catecismo para apreciar, incluso cuantitativamente, las referencias litúrgicas, a lo largo de las cuatro partes del libro, y su amplia y variada procedencia como testimonios de las diversas tradiciones litúrgicas4.

La importancia del lenguaje litúrgico en la catequesis ha sido subrayada también por la Asamblea extraordinaria del sínodo de los obispos de 1985, la misma que propuso la redacción del Catecismo. La relación final dice: «La presentación de la doctrina debería ser bíblica y litúrgica, exponiendo una doctrina segura y, al mismo tiempo, adaptada a la vida actual de los cristianos» (II, B, 4). De este modo, aparece con más evidencia el «aquí-ahora-para nosotros» de la salvación revelado en la Sagrada Escritura y actualizado en el hoy de la Iglesia por medio de la liturgia (cf CCE 1082, 1085, 1092, 1104, 1165, etc.; DGC 108).

Precisamente aquel sínodo de 1985 pidió que «las catequesis, como ya lo fueron en el comienzo de la Iglesia, deben ser de nuevo el camino que introduzca a la vida litúrgica (catequesis mistagógicas)» (II, B, b, 2). La mistagogia no es solamente un dato concreto en las enseñanzas del Catecismo (cf CCE 1234-1245) sino, ante todo, el modo propio de presentar y de ilustrar a los ya bautizados las acciones sacramentales en las que se actualiza el misterio de la salvación (cf DGC 90, 108). El Catecismo señala la finalidad de este tipo de catequesis: «La catequesis litúrgica pretende introducir en el misterio de Cristo (es mistagogia), procediendo de lo visible a lo invisible, del signo a lo significado, de los sacramentos a los misterios» (CCE 1075; DGC 108, 67; IC 48-49).

El modelo de este tipo de acción formadora de la fe lo constituyen las célebres catequesis mistagógicas de san Ambrosio, san Cirilo de Jerusalén, san Juan Crisóstomo, Teodoro de Mopsuestia y de otros Padres. Hoy este modelo está reflejado en el Ritual de la iniciación cristiana de los adultos (RICA).

4. LA CELEBRACIÓN ES «MISTAGOGIA». El último aspecto de las relaciones entre la liturgia y la catequesis afecta de manera directa al papel que la liturgia desempeña en orden a la formación de la fe en los fieles, para que alcancen la madurez cristiana. En efecto, la liturgia ha sido considerada como la «fuente primera e indispensable del espíritu cristiano», en frase de san Pío X5. Y esto, no sólo en el sentido de que la liturgia es la fuente de donde mana hacia nosotros la gracia y se obtiene con la máxima eficacia nuestra santificación (cf SC 10), sino también en el sentido de que la liturgia contribuye de manera decisiva a la educación de la fe y a configurar la vida cristiana de los fieles, como se ha dicho ya en el primer apartado.

No obstante, la liturgia no tiene como fin, directa ni inmediatamente, enseñar, aunque tiene una gran eficacia instructiva. En efecto, ni las celebraciones son una sesión de catequesis, ni el conjunto de la liturgia una transmisión de verdades o de principios morales. La finalidad de la liturgia es cultual, actualizadora del designio de salvación cumplido en Cristo, mistagógica, en el sentido que se ha expuesto más arriba. La acción litúrgica es sumamente dinámica, pues pone en juego la palabra y el gesto, la contemplación y el movimiento, la oración presidencial y el canto comunitario, las actitudes y los símbolos, los tiempos y los lugares, los vestidos y los objetos, etc. En todo esto reside su eficacia pedagógica.

Al no tener una finalidad primordialmente didáctica, la liturgia no busca ilustrar la inteligencia, ni exponer ideas ni razonamientos. Emplea los recursos de la intuición, de la poesía, del sentimiento, procurando crear un clima de comunicación entre los componentes de la asamblea, y entre estos y el misterio celebrado. La Instrucción sobre las misas para grupos particulares, del 15-V-1969, entiende así esta función: «Uno de los fines principales de la acción pastoral de la Iglesia es el de educar a los fieles a integrarse en la comunidad eclesial, de tal modo que en las celebraciones, y sobre todo en las celebraciones litúrgicas, cada uno se sienta unido a los hermanos en la comunión de la Iglesia universal y de la Iglesia local» (AAS 61 [1969] 806).

Por todo esto, la mistagogia no es una pedagogía, ni siquiera una catequesis litúrgica o presacramental, entre otros motivos porque se impartía una vez recibidos los sacramentos de la iniciación, sino que era la etapa final de iluminación y de compresión integral de la salvación, como también se ha dicho. En este sentido la liturgia es mistagogia dirigida a los bautizados, es decir, a los que son ya hijos de Dios en el Hijo Jesucristo, y crecen en la fe y en los demás aspectos de la vida cristiana bajo la acción iluminadora del maestro interior que es el Espíritu Santo, y con la mediación de la Iglesia. Por eso, la mistagogia se produce no desde una experiencia meramente antropológica, o desde una pedagogía genérica de la fe, sino desde la synergía divina o comunicación interior del Espíritu, que transmite al hombre una experiencia vital y distinta, la que procede de la presencia del misterio en la vida cristiana en todas sus manifestaciones (fe, celebración, caridad, testimonio).

La mistagogia conduce a los ya iniciados a vivir enteramente el don recibido, el misterio de salvación (cf DGC 89), y su meta es la comunión con el Padre, en Jesucristo, en la presencia y bajo la acción del Espíritu Santo. Por eso su tiempo más significativo es la cincuentena pascual, especialmente la octava de Pascua (cf RICA 37-40; 235-239). Sin embargo la acción mistagógica no se encierra en este tiempo simbólico y emblemático, sino que se produce en toda celebración litúrgica, verdadera epifanía del Espíritu que Cristo resucitado regala continuamente a la Iglesia.


V. La catequesis del año litúrgico

1. ELEMENTOS HISTÓRICOS Y TEOLÓGICOS. El año litúrgico, llamado también año cristiano y año del Señor, porque es de Cristo y a él pertenece, es también año de la Iglesia o año eclesiástico, porque la Iglesia lo ha hecho suyo para santificar el tiempo y la existencia de los hombres. El Vaticano II lo describe así: «La santa madre Iglesia considera deber suyo celebrar con un sagrado recuerdo, en días determinados, a través del año, la obra salvífica de su divino Esposo. Cada semana, en el día que llamó "del Señor" conmemora su resurrección, que una vez al año celebra también, junto con su santa pasión, en la máxima solemnidad de la pascua. Además, en el círculo del año, desarrolla todo el misterio de Cristo, desde la encarnación y la navidad hasta la ascensión, pentecostés y la expectativa de la dichosa esperanza y venida del Señor» (SC 102; cf 106; IC 50).

En este sentido, el año litúrgico es un espacio de gracia y de salvación (cf 2Cor 6,2), continuación del año jubilar bíblico anunciado por Jesús (cf Lc 4,19.21). Por eso es un tiempo simbólico que representa la concreción histórica y dinámica de la presencia salvadora del Señor en la Iglesia y de su actuación por medio del Espíritu Santo en los bautizados, a los que va configurando y asimilando progresivamente a Cristo. Pero el año litúrgico es también el resultado de la búsqueda, por parte del pueblo de Dios, de una respuesta al misterio de Jesucristo por medio de la conversión y de la fe, fruto de un itinerario espiritual roturado por la experiencia de la Iglesia a lo largo de los siglos.

Lo que hoy conocemos como año litúrgico no se empieza a desarrollar hasta el siglo IV. Durante los tres primeros siglos no existió en la Iglesia otra celebración marcada por el ritmo del tiempo más que el domingo, aunque existen indicios de una conmemoración anual de la Pascua. Pero sólo a partir de los siglos VIII-IX, cuando los formularios de misas del adviento se sitúan delante de la fiesta de navidad, y los libros litúrgicos comienzan con el domingo I de adviento, se puede hablar ya de una estructura litúrgica anual organizada. A la formación del año litúrgico contribuyeron diversos factores, como la capacidad festiva humana, la huella del año litúrgico hebreo y, sobre todo, la fuerza misma del misterio de la salvación, que tiende a manifestarse por todos los medios, especialmente desde el momento en que la Iglesia encontró la posibilidad de proyectar su mensaje sobre la sociedad y la cultura. Esto, sin olvidar las necesidades catequéticas y pastorales de las comunidades.

En el centro, y como fundamento del año litúrgico, se encuentra el acontecimiento de la muerte y resurrección del Señor, núcleo de la predicación apostólica y de la celebración eucarística, como se ha dicho más arriba. En efecto, la pascua de Israel había alcanzado su cumplimiento y culminación en la pasión y resurrección de Cristo con la donación del Espíritu Santo (cf He 2,32-33). La muerte y la resurrección de Jesús siempre ha sido celebrada semanalmente el domingo y anualmente en la fiesta de pascua, al principio con un criterio de concentración respecto del criterio cronológico de distribución de los misterios de la vida de Cristo que se afirmó posteriormente. Después vinieron el culto a los mártires, los aniversarios de la dedicación de las iglesias –sobre todo a la Santísima Virgen a raíz del concilio de Efeso, que originaron las fiestas marianas más antiguas–, la organización del catecumenado y de la penitencia, la institución de los tiempos penitenciales, etc.

El año litúrgico es celebración de la entera obra salvadora de Cristo en el tiempo. La Iglesia, «conmemorando así los misterios de la redención, abre las riquezas del poder santificador y de los méritos de su Señor, de tal manera que, en cierto modo, se hacen presentes en todo tiempo, para que puedan los fieles ponerse en contacto con ellos y llenarse de la gracia de la salvación» (SC 102). La intención del año litúrgico es hacer presente el misterio de Cristo en el tiempo de los hombres para reproducirlo en sus vidas. Esta presencia no es meramente subjetiva y limitada a la contemplación reflexiva y afectiva de los aspectos del misterio de Cristo que se van conmemorando, sino que entraña una eficacia salvífica objetiva. Por eso las fiestas y los tiempos litúrgicos no son aniversarios de los hechos de la vida histórica de Jesús, sino presencia in mysterio, es decir, en la acción ritual y en todos los signos litúrgicos de la celebración. Los hechos y palabras realizados por Cristo en su existencia terrena ya no vuelven a producirse, pero en cuanto acciones del Verbo encarnado son acontecimientos salvíficos (kairoi) actuales y eficaces para quienes los celebran.

2. CATEQUESIS. Lo primero que habría que asumir es que Dios sigue salvando aquí y ahora por obra del Espíritu Santo. Esta vida es también historia de salvación. Dios sigue manifestándose salvador en la liturgia y en la historia, a través de los signos de los tiempos. El sujeto de esta historia de la salvación siempre es Dios. Nosotros somos colaboradores suyos. Esta convicción, hecha vivencia en la Iglesia, debe ser asumida por los catequistas y por los catequizandos. Para ello proponemos las siguientes pistas catequéticas.

a) Los catequistas están llamados: 1) a impregnarse de esta realidad y a profundizar en ella por medio de retiros oportunos durante el año, coincidiendo con la entrada de los tiempos litúrgicos: adviento-navidad, cuaresma-pascua y tiempo ordinario; 2) a programar los distintos temas y cursos teniendo en cuenta los tiempos litúrgicos, de tal manera que los temas de la catequesis no queden sin más uno tras otro, sino trabados con el tiempo litúrgico, centrándolos en la pascua; 3) a recibir ellos también su propia formación litúrgica sobre el año litúrgico, durante los cursos que estén al servicio de la catequesis.

b) Para los catequizandos, los catequistas: 1) prepararán para los distintos cursos, y adaptándolas a ellos, breves celebraciones al comienzo de cada tiempo litúrgico —la liturgia es catequesis en acto—; 2) ofrecerán —según las edades— catequesis litúrgicas, que desvelen el significado de las acciones litúrgicas, iluminando los fundamentos antropológicos y sociológicos de los ritos, su enraizamiento en la naturaleza del hombre y en la vida de la comunidad; 3) al mismo tiempo harán presentes en la catequesis acontecimientos de la vida de la sociedad, ayudándoles a descubrir en ellos signos de Dios o antisignos, a la luz de la palabra de Dios.


VI. La catequesis de la liturgia de las horas

1. ELEMENTOS HISTÓRICOS Y TEOLÓGICOS. El oficio divino o liturgia de las horas es una acción litúrgica que santifica el tiempo por medio de la plegaria distribuida según las horas del día. Se trata, por tanto, de una verdadera celebración de la Iglesia, como ejercicio del sacerdocio de Jesucristo (SC 7; 84), incluso cuando es realizada por un solo ministro en nombre de la Iglesia. Sin embargo, se prefiere siempre la celebración comunitaria, con asistencia y participación activa de los fieles, a la recitación individual y casi privada (cf SC 26-27; 99-100).

El origen de la liturgia de las horas hay que buscarlo en la oración de Jesús, que observaba los ritmos de plegaria de su pueblo. Las primeras comunidades cristianas siguieron su ejemplo, destacándose como principales horas de oración la de la mañana y la del final del día, que originaron las laudes y las vísperas, «el doble quicio sobre el que gira el oficio cotidiano» (SC 89a). Poco a poco se añadieron las vigilias nocturnas y las horas intermedias: tercia, sexta y nona, relacionadas con diversos momentos de la pasión de Cristo. Cada hora tiene su propio significado, que se pone de manifiesto en los diversos elementos de que consta, especialmente en los himnos, en la salmodia y en las preces y oraciones del tiempo ordinario.

El oficio divino nació como oración de la Iglesia local, clero y pueblo unidos, aunque por influjo del monacato la celebración fue haciéndose cada vez más compleja en número de horas y en elementos. En la Edad media surgió la recitación privada. Las numerosas reformas que la liturgia de las horas ha conocido en su historia no siempre pretendieron devolverle su condición de oración de toda la Iglesia.

El Vaticano II lo propuso tímidamente (cf SC 99ss.), pero fue la reforma litúrgica posconciliar la que se lo propuso en serio, organizando las horas del oficio con esta finalidad y ofreciendo las bases teológicas para la espiritualidad y la pastoral del oficio divino. La liturgia de las horas es, en este sentido, la expresión orante del coloquio divino que el Hijo de Dios introdujo en este mundo —la voz de los salmos es la voz de Cristo—, coloquio al que es asociada la Iglesia que invoca a su Señor, y con él, en la unidad del Espíritu Santo, da culto al Padre. En la liturgia de las horas «Cristo ora por nosotros, ora en nosotros, y es invocado por nosotros» (san Agustín, Enarr in Ps. 85, 1).

2. CATEQUESIS. El sentido primordial de la liturgia de las horas es la santificación del tiempo, de la historia. La vida es don de Dios. El nos da la oportunidad de realizar juntamente con él su plan de salvación. La liturgia de las horas es respuesta agradecida y actualizadora de su obra de salvación. Para ello proponemos las siguientes pistas catequéticas.

a) Los catequistas están llamados: 1) a concienciarse de la fuerza de la oración comunitaria y del valor de los salmos como palabra de Dios. Para ello pueden programar encuentros de reflexión sobre la oración sálmica, con la ayuda de algún biblista, a la vez que se ejercitan en la misma; 2) a celebrar en sus reuniones generales alguna de las horas del oficio divino, con las moniciones sobrias que ayuden a su interiorización.

b) Respecto de los catequizandos, los catequistas: 1) los educarán en la oración de alabanza y de agradecimiento a Dios, y moderadamente en la oración de petición; nuestra oración es siempre respuesta agradecida a Dios, que nos da un tiempo de salvación; 2) utilizarán los salmos según las edades de los catequizandos, empezando por orar con frases sálmicas cortas, pasando por salmos adaptados, hasta llegar a orar con los salmos, tomándolos como palabra de Dios.

NOTAS: 1. Para esta introducción cf P. A. GIGUÉRE, Una fe adulta. El proceso de maduración en la fe, Sal Terrae, Santander 1995, 158-168; V. M. PEDROSA, El lenguaje audiovisual para una triple fidelidad: a Dios, a los hombres y a la «traditio», Actualidad catequética 149 (1991) 99-135. — 2. Cf también: CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS, La liturgia romana y la inculturación. Instrucción para aplicar debidamente la constitución «Sacrosanctum concilium» 37-40, Typis Polyglottis Vaticanis 1994. — 3 Ritual del bautismo de niños, Coeditores litúrgicos 1970, 48; Ritual de la confirmación, Coeditores litúrgicos 1976, 33. — 4 Cf J. LÓPEz MARTÍN, La celebración del misterio cristiano. La II parte del Catecismo de la Iglesia católica, en Teología y catequesis 43/44 (1992) 391-413, aquí 397-400. — 5 Motu proprio Tra le sollecitudini, en A. BuGNINI, Documenta ad instaurationem liturgicam spectantia (1903-1953), Roma 1953, 12.

BIBL.: L Liturgia y catequesis: ALDAZÁBAL J., Preguntas a la catequesis desde la liturgia, Phase 80 (1980) 255-266; COFFY R., La celebración, lugar de la educación en la fe, Phase 118 (1980) 267-280; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, Edice, Madrid 1999; FEDERICI T., La santa mistagogia permanente de la Iglesia, Phase 193 (1993) 9-34; FLORISTÁN C., La liturgia, lugar de educación en la fe, Concilium 194 (1984) 87-99; FossION A., La catequesis como iniciación a la liturgia, Teología y catequesis 37/ 38 (1991) 1-24; GEVAERT J. (ed.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, especialmente ALBERICH E., Liturgia y catequesis, 511-514 y PINTOR S., Celebración, 180-182; LÓPEz MARTÍN J., En el Espíritu y la verdad I: Introducción teológica a la liturgia, Secretariado Trinitario, Salamanca 19932, 311-346; II: Introducción antropológica a la liturgia, Secretariado Trinitario, Salamanca 1994, 335-372; MALDONADO L., Celebrar. Reflexiones para un diálogo entre catequistas y liturgistas, Teología y catequesis 26/27 (1988) 463-475; SARTORE D.-TRIACCA A. M. (dirs.), Nuevo diccionario de liturgia, San Pablo, Madrid 19963 especialmente BROVELLI F., Fe y liturgia, 840-854 y SARTORE D., Catequesis y liturgia, 319-333; SAVER R., La liturgia, ¿lugar de aprendizaje de la fe?, Teología y catequesis 37/38 (1991) 25-37; TRIACCA A. M., Contributo per una catechesi liturgico sacramentale, Rivista liturgica 60 (1973) 611-632. II. Año litúrgico: BELLAVISTA J., El año litúrgico, San Pablo, Madrid 1989; BERGAMINI A., Cristo, ,festa della Chiesa. L'anno liturgico, Roma 1982; CASTELLANO J., El año litúrgico: memorial de Cristo y mistagogia de la Iglesia, CEN. PASTORAL LITÚRGICA, Barcelona 1994; JOUNEL P., El año, en MARTIMORT A. G., La Iglesia en oración, Herder, Barcelona 19824, 917-1046; LÓPEZ MARTÍN J., El año litúrgico. Historia y teología de los tiempos festivos cristianos, BAC, Madrid 19972; SoDI M.-MORANTE G., Anno liturgico: itinerario di fede, Leumann-Turín 1988. III. Liturgia de las Horas: LÓPEZ MARTÍN J., La oración de las horas. Historia, teología y pastoral del oficio divino, Secretariado Trinitario, Salamanca 1984'; MARTIMORT A. G., La oración de las horas, en La Iglesia en oración, Herder, Barcelona 19824, 1047-1173; PINELL J., Liturgia delle ore, Anamnesis 5, Génova 1990; TAFT R., La liturgia delle ore in Oriente e in Occidente, San Paolo, Cinisello Balsamo 1988.

Julián López Martín